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El derecho público cristiano y la consagración de España

 

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús

Entre las devociones más arraigadas en la Cristiandad y, en particular, en el mundo hispánico, se encuentra sin duda la del Sagrado Corazón de Jesús. Se resume muy bien su significado en un documento reciente, fechado en 19 de junio pasado, esto es en el día de la festividad, de la Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, titulado “La Comunión Tradicionalista y la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús”:

“La devoción al Sagrado Corazón de Nuestro Redentor, tan rica en valor teológico y espiritual, no tiene sólo una dimensión individual, sino que su profunda verdad se desborda también en significación política. El augusto misterio del misericordioso Corazón humano del Verbo encarnado no encierra sólo el secreto de la felicidad individual, sino que, como no podía ser de otro modo, ese misterio confirma todo lo que la fe y la razón nos enseñan sobre la criatura humana: que ha sido creada libre y social al mismo tiempo y por lo tanto, no hay remedio, ni espiritual ni material, que beneficie verdaderamente al hombre singular que no tenga un alcance y una misión para toda la sociedad humana.

»Así pues, como no hay verdadera esperanza para cada uno de los hombres fuera de las entrañas misericordiosas de Nuestro Señor Jesucristo, así tampoco hay esperanza ninguna para las sociedades que como tales no se someten y confían a los cuidados del Sagrado Corazón de Jesús.

»Por lo cual, plugo al Cielo revelar progresivamente a su pueblo la necesidad de que las sociedades, las familias y los individuos se consagrasen al Sacratísimo Corazón del Salvador, primero para dar la gloria debida al Nombre de Dios y, además, como remedio indispensable para el bien de las almas y para el bien común temporal de los pueblos.

Durante la Edad Media, esta devoción se consolidó, y escogidas almas fueron providenciales para este desarrollo, tales como Santa Gertrudis, Santa Matilde o la Beata Ángela de Foliño. En el siglo XVII, Dios quiso dar un particular impulso a esta verdad salutífera con los mensajes a Santa Margarita María de Alacoque. En el siglo siguiente, el mismo Jesucristo manifestó a Bernard o Hoyos S.I.: «Reinaré en España, y con más veneración que en otras partes».

»La omnisciencia de la Santísima Trinidad conocía los derroteros de enfriamiento de la fe que esperaban a los reinos cristianos y, con providencia infinita, dispuso ofrecernos anticipadamente el remedio para los males que nos aguardaban”[1].

 

La “renovación” de una “consagración”

Se había anunciado, bien es verdad que con relativa sordina y en todo caso sin dar mucha publicidad a relevantes detalles del acto, una “renovación” de la “consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús” para el domingo 21 de junio. En el Cerro de los Ángeles.

La aprensión de algunos era que aquel acto deviniera precisamente en una negación del Derecho Público cristiano[2]. ¿Había motivos para semejante recelo? Para dirimirlo, se imponía una reflexión previa: ¿Qué tipo de acto es una consagración de un reino o de un país?

Hasta donde yo sé, no existe una definición unívoca de este tipo de actos, ni en Derecho Público, ni en moral, ni en ninguna otra disciplina. Desde el punto de vista del Derecho Público, lo que sí existen son deberes de religión del Estado o de la comunidad política y en tal sentido, una consagración política tiene un cierto encaje en esta doctrina. Por otra parte, la posible equivocidad en cuanto a la naturaleza de la consagración se disipaba por cuanto se tomaba como referente de ésta la previa realizada por don Alfonso de Borbón, en 1919. Dejando aparte otro tipo de consideraciones sobre la sinceridad de aquel acto, lo que no parece discutible es su naturaleza política.

En un acto de esta naturaleza, lo importante no es quién representa in concreto a la comunidad política (habitualmente fueron precisamente los gobernantes –desde alcaldes hasta reyes– los que leían los textos de las consagraciones, pero algunas ocasiones fueron los párrocos o los obispos), sino la voluntad, explícita o implícita, que así lo quería, que invariablemente es la del gobernante político. Por lo tanto, los obispos podrían materialmente actuar como consagrantes de España en un acto político de religión, pero no formalmente.

Dada la situación de probable ausencia total de legitimidad política que padecemos y la indubitable falta de voluntad de cumplir con los deberes políticos de religión por parte de los gobernantes actuales, parece clara la imposibilidad de una consagración como acto político.

Por la convocatoria, pues, se trataba de un acto contradictorio: político en su esencia, pero con ausencia total de participación del poder político.

Para intentar reivindicar la legitimidad del acto se ha argüido que sí es posible que los obispos consagren un país sin la voluntad de sus regidores. Como muestra de ellos se esgrime la petición de la Virgen Santísima de que el Papa y los obispos le consagrasen ni más ni menos que a Rusia.

 

Algunas reflexiones

La consagración de una persona, física o moral, tiene un aspecto votivo, es una promesa hecha a Dios de un bien: la dedicación de la persona, que libremente asume esa obligación, a Dios en alguno de sus misterios. El Estado –como explicaba don Enrique Gil Robles– es una persona moral que no se concibe con distintos deberes de humanidad y sociabilidad que las demás personas y por ese motivo tiene unos deberes para con Dios. El Estado debe ser cristiano por los mismos principios metafísicos, morales y teológicos que ligan al individuo con Dios y con su Iglesia. Si Estado e Iglesia son dos sociedades perfectas, cada una en su orden, es porque gozan de los medios para procurarse sus fines propios y cumplir sus particulares obligaciones, de modo que estas dos sociedades no forman a su vez otra sociedad con otro bien común propio.

La sociedad tiene, al igual que el individuo, deberes de religión. Es, pues, el gobernante de la sociedad quien puede vincular a ésta y quien debe ordenar los actos sociales de religión, como cualquiera otros relativos al bien común de aquélla.

Las sociedades perfectas tienen obligación negativa de justicia de no impedirse una a la otra la consecución de su propio fin y un deber de caridad de ayudarse a conseguirlo. Que el Estado sea formalmente inferior a la Iglesia y deba servirla no desfigura su condición de sociedad perfecta en su orden. De hecho, en cuanto a las relaciones entre ambas sociedades, uno de los abusos posibles consiste, precisamente, en la atribución de jurisdicción universal directa a la Iglesia sobre asuntos propios del bien común temporal. Exageración que supondría la aniquilación de la personalidad moral del Estado. Por lo tanto, los deberes (o los actos supere rogatorios) del Estado, también en materia de religión, sólo los puede cumplir el gobernante civil.

Con esto poco tiene que ver el hecho de que Dios, dueño de todo lo creado, no esté limitado por el orden natural de las cosas y, sin ir contra él, lo supere cuando quiera. Fue el caso de los Jueces en el Antiguo Testamento, gobernantes civiles elegidos por Dios directamente. Dios, hay que repetirlo, no está atado por las leyes de la creación, pero no va contra ellas cuando suspende una ley natural o cuando, como en el caso de los Jueces, prescinde de la colación ordinaria del poder en las sociedades. En estos casos otorga un mandato implícito para hacerlo. Como dice el adagio, quien quiere el fin, quiere los medios. De igual modo, cuando la Virgen Santísima pidió que el Papa y los obispos del mundo le consagraran Rusia, es meridiano que Dios estaba facultando al Papa y a los obispos para hacer algo que ordinariamente estaba fuera de su jurisdicción. El mandato de Dios de consagrar Rusia conllevaba por eso mismo la facultad de hacerlo, y prueba de ello es que Dios pide una consagración especialísima, a la cual liga unas consecuencias, completamente diversas de las del acto de consagración ordinaria de un reino (la conversión de Rusia y un período de paz para la humanidad).

Así, pues, nadie niega que, si Dios quisiera, los obispos de España, o los de Mozambique, podrían consagrar España o Armenia. Pero para ello sólo hace falta el pequeño detalle de que, efectivamente, Dios lo pida y por eso mismo les faculte a ello (lo mismo que Dios mismo puede designar una nueva Juana de Arco o un nuevo Juez de Israel). Mientras ese pedido no llega del cielo, los obispos sólo tendrían –en el orden de las cosas temporales–una jurisdicción indirecta sobre el territorio de sus diócesis.

Cuando el pequeño Joseph (luego Padre Vincent) McNabb jugaba con sus hermanos, discutió con ellos porque se empecinaba en que él podría llegar a ser presidente de los Estados Unidos. Es sabido que la constitución americana exige haber nacido en el país para llegar a ser el máximo gobernante, y McNabb había nacido y vivía en Irlanda. El pequeño McNabb tenía razón. Decía: “Si Dios quiere que yo sea Presidente de los Estados Unidos, lo seré”. Sin embargo, se hubiera confundido si hubiera deducido falazmente que Dios quería. De modo que los obispos, sin mandato especial habilitante del cielo, no podían consagrar España.

Dicho esto hay que reconocer que si por consagración de Rusia no se entendiera un acto meramente sacerdotal, una oración particular por un país, oración pedida por Dios mismo y a la que Dios otorga unas especiales consecuencias, estaríamos hablando de otra cosa (cosa que como hemos visto no era posible en el acto del 21 de junio, pues la convocatoria se enmarcaba en el 90º aniversario de una consagración política).

Volviendo a nuestro caso, además, la fórmula de “consagración de España” que se leyó, omite lo formal en una consagración, y es que la persona en cuestión se comprometa a algo. Dice “todos y cada uno nos consagramos hoy a tu Sagrado Corazón”. Es decir, que no pretendía vincular a la comunidad política, a la persona jurídica, sino –en todo caso– a su mero aspecto material (todos y cada uno, se sobreentiende, ¡ay!, “de los españoles”), pero sin mencionar lo formal (el pueblo español, los reinos de España o la persona del gobernante en cuanto tal).

Así pues, ni podía ser, ni la fórmula hubiera sido válida como voto. Pero si todo esto es grave, aún creo que lo peor es que, aunque hiciéramos abstracción de todo lo anterior, subsistiría un grave deber por parte de los pastores de recordar la verdadera doctrina política de la Iglesia, incomprendida por la inmensa mayoría de los fieles.

La consagración, salvo mandato expreso de Dios (como en el caso de Luis XIV), es un acto opcional para las sociedades. Es un acto que refuerza, pero no sustituye los deberes de la comunidad política respecto de Dios y de la Iglesia. Su pleno sentido es el de añadir a la obligación natural y propia del Estado, el deseo de obligarse por un nuevo título delante de Dios… al cumplimiento de las obligaciones religiosas y morales del Estado. Es un acto que debe coronar la celosa conformación de la legislación y de los actos de gobierno a la ley de Dios, pero que, precisamente por su naturaleza icónica y ritual, se presta fácilmente a la ilusión: la de que, hecha la consagración, satisfechas las obligaciones. Nada más lejos de la realidad. Ése es precisamente el gravísimo vicio de la “consagración” alfonsina de 1919. Sería interesante abundar en aquel episodio, pero quizá me desviaría de lo que me parece más grave hoy. Los católicos españoles, en su inmensa mayoría, ignoran la misma existencia de una doctrina social de la Iglesia, de la doctrina del Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo, de las obligaciones de las sociedades de conformarse a la ley de Dios y de dar testimonio de la verdad de Dios, y no sólo: también ignoran que en cuanto miembros de la comunidad política deben desear y luchar por la restauración de todo –también en el orden político– en Cristo. Quienes ignoran estas enseñanzas esenciales de la Iglesia, ¿qué podían esperar de una “consagración de España al Sagrado Corazón”? En el mejor de los casos, pensarán que fue lo que en realidad fue para ellos: una oración de intercesión por España. En la medida, que sólo Dios conoce, del fervor de la caridad con que los católicos españoles se unieran a esa no proclamada intención, habrá sido una oración agradable a Dios y, por eso mismo, misteriosamente eficaz. Pero es cosa triste consolarse en la ignorancia moralmente invencible. Después de esta fallida consagración (a los que algunos otorgan un “mágico” poder, como si por el mero hecho de decir algo –que no se dijo, además– Dios fuera a absolvernos de nuestros deberes y a premiar nuestra facundia), la generalidad de los católicos españoles sigue tan ignara de sus obligaciones sobre el Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo como antes. Y ¿quién podrá extrañarse de ello? Si los pastores no les predican tales deberes –más bien, si predican su no existencia–, más preocupados por salvaguardar nuestra convivencia democrática que por instaurarlo todo en Cristo, ¿cómo creerán?

Por eso, estas reflexiones no se centran en el acto del pasado domingo 21 de junio más que como ejemplo emblemático de nuestra desolación y no pretenden recriminar, sino alentar. Quiera Dios iluminarnos y mostrarnos el mejor modo de hacer un apostolado social católico.

 

(N. de la R.) El pasado día 21 de junio, en el Cerro de los Ángeles, convocada por el obispo de Getafe, tuvo lugar la “renovación” de la “consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús”. Nuestro distinguido colaborador José Antonio Ullate nos ofrece unas ponderadas reflexiones críticas sobre el asunto, que en algunos ambientes ha dado lugar a una viva discusión.

[1] Continúa así el mencionado documento: “El 16 de enero de 1875, Su Santidad Pío IX pidió a los gobernantes que se consagrase el universo cristiano al Sagrado Corazón de Jesús. En plena guerra, el Rey y el pueblo carlista cumplieron fielmente con los deseos del Romano Pontífice en varios lugares de España y, con particular solemnidad y con presencia del Rey Don Carlos VII, en Orduña.

»Más adelante, su hermano, el Rey Don Alfonso Carlos, que incluso se había anticipado en 1873, cuando era aún Infante, en el Monasterio de Nuestra Señora de Montserrat, a hacer la consagración del Ejército de Cataluña y Aragón, en su Declaración de 3 de junio de 1932 dijo: «Yo, en mi firme voluntad, en este día en que la Iglesia celebra la fiesta del Deífico Corazón, prometo solemnemente que, si la Divina Providencia dispone que sea yo llamado a regir los destinos de España, será entronizado el Sagrado Corazón de Jesús en el escudo nacional, siendo colocado sobre las flores de lis de la Casa de Anjou y entre los cuarteles de Castilla y León, bajo la Corona Real».

»Finalmente, el Rey Don Javier, en 1966 renovó en el Cerro de los Ángeles la Consagración de España al Sagrado Corazón, ante el nuevo monumento levantado tras la Cruzada de Liberación.

»Cuarenta y cuatro años después de que el Rey Don Carlos VII ya hubiera consagrado oficialmente los reinos de las Españas al Sagrado Corazón, en 1919, el entonces ocupante material del trono, Alfonso, llamado XIII, realizó un acto de consagración de España al Sagrado Corazón ante el monumento erigido al efecto en el Cerro de los Ángeles”.

[2] Véase, en tal sentido, de nuevo, la a mi juicio acertada declaración de la Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón. De la que extractamos la parte final:

“1) No puede dudarse la conveniencia y aun la obligatoriedad de aprovechar el remedio celeste de la consagración de los individuos, de las familias y de las sociedades al Sacratísimo Corazón de Jesús.

2) En tal sentido, la Comunión Tradicionalista no puede sino compartir y aplaudir la piadosa intención del acto convocado para el próximo 21 de junio en el Cerro de los Ángeles.

3) Eso no obstante, conviene recordar que si se quería conmemorar y renovar la Consagración de España al Sagrado Corazón, no ha sido feliz la fecha escogida como referencia.

4) El acto de 30 de mayo de 1919, en el que el entonces Jefe del Estado, Alfonso, leyó una solemne declaración a los pies de la imagen del Sagrado Corazón, fue un acto cuanto menos equívoco. Mientras el régimen político por él encabezado, en su política interior y exterior, se desentendía de los derechos exclusivos de Nuestro Señor Jesucristo en el orden político, dicho Jefe del Estado se aprestaba a realizar un gravísimo acto delante de Dios que le exigía conformar sus acciones a sus palabras. Sin embargo, si la consagración se hizo, la política de Alfonso no varió, sirviendo –forzoso aunque doloroso es decirlo– ese acto de consagración como cebo con el que engañar a muchos católicos incautos.

5) Por todo lo cual, no se puede dudar que aquel acto de 1919, en cuanto a la intención de la mayoría, fue un verdadero acto de religión, pero en su naturaleza objetiva fue un grave sarcasmo. Como el mismo Redentor nos enseñó, es posible mostrar piedad con los labios y traicionar real y objetivamente la voluntad de Dios (cfr. Mt. 7, 21).

6) Por último, la Comunión Tradicionalista reitera su unión con todos los católicos españoles que desean que España vuelva a ser consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, para mayor gloria de Él y salud nuestra. Por esa misma razón nos preocupa que un acto tan necesario se vea desvirtuado. Recordamos que la consagración de España es un acto plenamente político, aun cuando su finalidad sea el cumplimiento de un deber social de religión. Además, su efecto secundario, el bien común temporal, es de naturaleza también netamente política. Por todo ello, toda la buena voluntad de los obispos y particulares que se encuentren en el Cerro de los Ángeles el día 21 no puede subsanar el defecto de la ausencia de un gobernante político capaz de realizar esa ofrenda. Ni todos los obispos juntos, ni mucho menos un pequeño grupo de ellos están capacitados para consagrar España a Dios, tarea que sólo pertenece a quien con un mínimo de legitimidad ostente el gobierno de la patria. Finalmente, la referencia doctrinal, que en todo caso no debiera ser sino a la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo, parece ausente mientras se desenvuelve –a juzgar por las convocatorias y declaraciones hasta ahora hechas públicas– en los parámetros, cuanto menos equívocos, de la laicidad, aunque venga apodada de positiva, que remiten paradójicamente al liberalismo, precisamente la contrafigura de lo que representa la espiritualidad del Sagrado Corazón.

»En virtud de todas las consideraciones precedentes, la Comunión Tradicionalista declara que se adhiere a la intención y a las aspiraciones de los convocantes de poner nuestra patria en el refugio del Sagrado Corazón, pero advierte de la imposibilidad de que ese acto tenga la virtualidad propia de una consagración, menos aún a la vista de algunas de las claves doctrinales que se vislumbran, y por lo tanto pide a sus miembros que se consagren personal y familiarmente al Sagrado Corazón, pero que no participen físicamente en el acto del 21 de junio para evitar una confusión más que probable. De igual modo recuerda a todos los que considerándose carlistas se han apresurado a adherirse incondicionalmente a la mencionada convocatoria, que los puntos doctrinales aquí referidos son ineludibles y no deben comprometerse.

»Quiera Dios bendecir nuestros esfuerzos en aras a la restauración de un poder político legítimo en las Españas, paso previo necesario para renovar esa tan necesaria consagración. A todos los españoles, pues, que ven el remedio para los males de la patria exclusivamente en el dulce Corazón de Jesús, les intimamos a compartir nuestro empeño y a luchar por la instauración de un orden social cristiano”.