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La Iglesia educadora

 

1. Introducción

La crisis de la educación que comprobamos en todo lugar es un resultado, y al mismo tiempo, un signo de la tardomodernidad, fase actual y posiblemente última del fenómeno moderno. Esta crisis, desde mucho tiempo está colocada, en el corazón mismo de la cultura moderna, pese a sus apariencias (y bajo muchos aspectos, la realidad) de un éxito evidente en varios sectores científicos y organizativos, incluso un elitismo reivindicado en materia de formación del carácter, aunque no correctamente orientado y en el fondo desequilibrado. Pero precisamente en el seno mismo de la cultura moderna se encontraba presente algo perverso, que ahora desemboca ante nosotros. Para resumir de modo esquemático: un pretencioso agnosticismo, que acaba por ser la prohibición de la metafísica y de su objeto, el orden natural de las cosas (o sea, la realidad), y la primacía de la voluntad humana que genera la artificialidad, tanto bajo la forma del constructivismo social como de la pretensión a ver reconocida la autodeterminación absoluta del ser humano. Me parece inútil insistir en este punto, salvo para recordar que “las ideas tienen consecuencias”, consecuencias que toman ahora el sentido de la tardía manifestación de la verdadera naturaleza del proyecto moderno. El humanismo gloriosamente prometido al inicio se convierte en antihumanismo y terrible destituición de la dignidad humana, notablemente visible en materia de educación.

La modernidad no quiere que el hombre asuma su naturaleza y su condición histórica –condición situada en el marco del pecado original y de la Redención–, tampoco que procure conciliar su doble misión de homo viator, que consiste en realizar su propia humanidad y hacer fructificar siempre más, no solo a través de su vida individual, también en la colectiva e histórica, el talento recibido: “La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo, Contra haereses, 4, 20). Este desarrollo, a través del tiempo, constituye la tradición humana, lo que permite entender que la tradición es al mismo tiempo la transmisión de lo mejor del pasado, pues, una memoria, y un crecimiento en la misma línea. Al menos se trata de lo que debe ser (aunque pueda serlo menos, en lo concreto, a causa del pecado y de los errores).

En la perspectiva moderna, la tradición no puede tener este sentido lineal. La obra de cada generación consiste en quebrar los lazos con la de antes (y es un lugar común de la literatura o de la pedagogía moderna pretenderlo). La sistematización de esta concepción, ya presente desde el inicio de la modernidad[1], Hegel la formuló con su principio dialéctico de afirmación, negación y negación de la negación, produciéndose el crecimiento cultural objetivo de la humanidad a través de la contradicción y como a espaldas de los protagonistas humanos. Pero esta idea de lucha permanente trae consigo la descalificación destructora del pasado, y la afirmación de la voluntad orientada al futuro. Otros filósofos como Nietzsche y Sartre han traducido muy bien estas mismas ideas: Nietzsche, el apóstol del olvido, en su Genealogía de la mora l (2.ª disertación, 1); y Sartre con su afirmación del “proyecto”: el hombre es nada más que su proyecto, la proyección de su voluntad en el tiempo (El existencialismo es un humanismo).

Todas las teorías educativas modernas se edificaron en el crisol de tales concepciones. Pensamos en Rousseau y su programa dado en Emilio o De la educación y de manera más violenta por Condorcet en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.

La educación moderna no puede sin embargo eliminar la transmisión de los saberes y de ciertas virtudes en todos los campos, lo que sería absolutamente imposible. Pero comunica necesariamente este espíritu: corta el nexo con los fundamentos de la civilización auténticamente humana y cristiana,  acostumbra a la falsificación del pasado, sometiéndolo a la manipulación ideológica, y por fin promueve el primado de la praxis.

De este modo la educación moderna es esencialmente trágica, pues busca dos efectos contradictorios: la formación, en gran medida natural, de los jóvenes para la utilidad social y el éxito en la competencia económica (porque la sociedad moderna necesita capacidades humanas y disciplina), lo que sin embargo se logra cada vez menos, a medida que el sistema del Estado pierde su consistencia; y, al mismo tiempo, la destrucción de los cimientos de la educación, por falta de principios y falsificación de la historia, del lenguaje, por inversión de los valores, etc. Esta situación se asemeja al mito de Sísifo descrito por Albert Camus, excepto la conciencia de ésta, mucho tiempo escondida bajo los ideales falsos o desviados (el nacionalismo, el “orden moral”, la “liberación”) y en nuestros tiempos sustituida con el conformismo y el nihilismo de masa. En el fondo, no conocemos una catástrofe nueva en absoluto, sino un paso hacia una realización más completa del proyecto inicial.

 

2. La contraposición católica

En comparación con la concepción moderna y tardomoderna, la educación cristiana toca a la relación entre tiempo y eternidad: se interesa por las cosas de la eternidad, como fin último, pero también se interesa por las cosas temporales, en cuanto espacio de la mediación. Porque es en este espacio donde se construye la eternidad y se mide la caridad.

La modernidad se definió por medio de la contradicción, para sustraerse al cristianismo, aunque según procesos lentos y complicados. Al contrario, la Iglesia se define a sí misma por su fidelidad y obediencia a Jesucristo su Fundador. Su estatuto es el de quien conserva la Tradición, que debe transmitir con fidelidad el Buen Depósito confiado, haciéndolo multiplicarse como el talento, y difundiéndolo como una luz que no debe quedar celada, sino iluminar al mundo entero: esta función educativa resulta del mandamiento: “Id, pues, enseñad a todas las gentes…” (Mateo, 28, 19). En efecto, la Iglesia es ya y al mismo tiempo todavía no, el Reino de Dios: ella convoca a los hombres para conducirles a su último fin, y para esto les ofrece toda clase de medios, en primer término su propia visibilidad como signo de credibilidad: con su unidad, su santidad, su catolicidad y su apostolicidad. En tiempos de crisis, sin embargo, esto signos pueden hacerse menos visibles.

La educación cristiana sigue el camino de la Encarnación: no puede ser docetista, y preocuparse solo de la cosas de la eternidad; necesariamente debe ser una educación completa, a causa de la relación de mediación entre las cosas naturales (es decir de la naturaleza creada) y las de la gracia. Se preocupa de la vida eterna (con la formación debida, sobre todo la vida sacramental, la liturgia, la doctrina – desde el catecismo hasta la teología), pero también de la formación de la inteligencia y la adquisición de las virtudes morales. Se apoya sobre la convicción de que el modo como nos comportamos  traduce o verifica nuestra pretensión de amar a Dios. Vale aquí acordarse de la frase de San Juan (Epístola, 1, 4-20): “Si alguno dijera ‘amo a Dios’, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve”.

Todo eso constituye lo profundo de la doctrina católica en materia de educación, en el sentido general y amplio del concepto, que toca a la humanidad entera, y en el sentido estricto de la formación de los jóvenes. Encontramos una exposición de esta acepción en la primera encíclica dedicada al tema, Divini illius magistri, publicada en 1929 por Pío XI, y especie de Magna Carta en la materia. Considerado desde la perspectiva de los Ejercicios de San Ignacio, más precisamente del tema central de las “dos banderas”, frente a la corrupción moderna/ posmoderna, se alza con este texto el estandarte del Bien y de la Verdad. No se trata de una imagen, sino de una realidad, como se comprueba al leer la doctrina pontificia coetánea de la afirmación totalitaria del siglo XX.

“Como la educación consiste esencialmente en la formación del hombre tal cual debe ser y debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual ha sido creado, es evidente que así como no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada hacia este fin último, así también en el orden presente de la Providencia, es decir, después que Dios se nos ha re velado en su unigénito Hijo, único que es camino, verdad y vida (Juan, 14, 6), no puede existir otra completa y perfecta educación que la educación cristiana” (n.° 5).

En este breve extracto, encontramos algunas proposiciones fundamentales:

– la educación forma al hombre en su completa humanidad, para ayudarle a conformarse con lo que debe ser, para que pueda responder a su vocación sobrenatural;

– y para alcanzar este fin, debe adquirir el uso recto de su razón, conocimientos adecuados, calidades de la voluntad, virtudes, aptitudes corporales, etc.

El principio que rige y unifica toda educación (y del mismo modo toda acción) es la vocación sobrenatural, todo lo demás tiene valor de medio (instrumento o disposición) hacia este fin último. Los que conocen los Ejercicios espirituales de San Ignacio pueden reconocer aquí el Principio y Fundamento con el cual empiezan.

Lógicamente, la encíclica aplica estas afirmaciones a la educación de los niños y jóvenes (todavía considerada casi exclusivamente desde la sola perspectiva escolar). Empieza definiendo la jerarquía de las competencias:

“La educación, por abarcar a todo el hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, en el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia, pertenece a estas tres sociedades necesarias [la familia, la sociedad “civil”, la Iglesia] en una medida proporcionada, que responde, según el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación jerárquica de sus respectivos fines” (n.° 9).

Así, dice Pío XI, la familia posee une “prioridad de naturaleza”, sin embargo es una sociedad “imperfecta” (no tiene en si misma los medios suficientes para su desarrollo), mientras la sociedad política, sociedad “perfecta” en el orden natural, tiene una “preeminencia sobre la familia” debido al bien común; por fin, la Iglesia, en cuanto sociedad perfecta, pero sobrenatural, disfruta de una “supereminencia”. Esta exposición es la mera aplicación a un sector particular de la doctrina general de la jurisdicción de la Iglesia sobre la ciudad, doctrina que presupone la concepción natural de la sociedad que encontramos perfectamente expuesta en Aristóteles y Santo Tomás. Pío XI resume citando a San Pío X:

“[el cristiano, pero implícitamente el hombre] debe enderezar todas las cosas al bien supremo como a último fin; y todas sus acciones, desde el punto de vista de la bondad o malicia morales, es decir, desde el punto de vista de su conformidad o disconformidad con el derecho natural y divino, están sometidas al juicio y jurisdicción de la Iglesia” (n.° 6).

Desde aquí deriva la reivindicación por parte del Magisterio de su derecho a intervenir en los asuntos educativos, de modo ilimitado y no solo en materias religiosas, o de creación de seminarios y facultades.

“Es derecho inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable, vigilar la educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de estudio, por la conexión que éstos pueden tener con la religión y la moral” (n.° 18).

“Por lo que toca a la extensión de la misión educativa de la Iglesia, ésta comprende a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, según el mandato de Cristo: ‘Enseñad a todas las gentes’ (Mateo, 28,19); y no hay poder terreno que pueda legítimamente obstaculizar o impedir esta misión universal” (n° 20).

Para evitar toda especie de ambigüedad en lo que toca a la universalidad de jure de la jurisdicción de la Iglesia, pensando que pueda limitarse a los fieles, el papa añade una precisión muy clara al respecto:

“En general, es derecho y función del Estado garantizar, según las normas de la recta razón y de la fe, la educación moral y religiosa de la juventud, apartando de ella las causas públicas que le sean contrarias” (n.° 38).

“Todo el que se niega a admitir estos principios y, por consiguiente, rechaza su aplicación en materia de educación, niega necesariamente que Cristo ha fundado su Iglesia para la salvación eterna de los hombres y sostiene que la sociedad civil y el Estado no están sometidos a Dios y a su ley natural y divina” (n.° 42).

En conclusión (y antes de examinar diversos problemas prácticos, Pío XI menciona el deber especial de los padres cristianos: deben confiar sus hijos a las escuelas católicas (dirigidas por la congregaciones religiosas o creadas por fieles) y no a las escuelas públicas, incluso “mixtas” (es decir con la presencia de hijos venidos de familias no católicas), salvo situación particular, y en este caso, con la aprobación del Ordinario.

Por lo que se refiere al poder del Estado, esto tiene un título que le viene de su ordenación al bien común de la sociedad. Es su derecho y aun su deber de promover, ayudar, distribuir las ayudas, controlar la seriedad y la moralidad conforme al derecho natural y las leyes de la Iglesia, pero no tiene el derecho de crear escuelas (excepto para su propia necesidad, por ejemplo una escuela militar, etc.), y con mayor razón tampoco de instituir un monopolio o sostener solamente el sistema público de la enseñanza.

Así permanecía la “bandera” de la educación cristiana en vísperas del Concilio (al menos teóricamente, porque en diversos países vige una amplia gama de situaciones, por ejemplo en Francia, donde la Dirección de la Enseñanza católica acababa de negociar su integración casi total en el Estado a cambio de subvenciones –Ley Debré, 31 de diciembre de 1959). En otros países eran de lamentarse ciertas formas de clericalismo, etc.

De otro lado con el acceso de la sociedad del bienestar y la masificación (con uno de sus vectores típicos, la llamada democratización de la enseñanza) llegan los problemas de pérdida de la cultura y de desmoralización. Por cierto, se entiende que se vuelve necesaria una nueva presentación de la doctrina, la reafirmación de los principios cara a un mundo a partir de ahora pretendidamente adulto, pero en realidad muy empobrecido.

Sin embargo, la línea dada por Juan XXIII, como se sabe, fue aquella del optimismo, contrapuesto al discurso crítico de los “profetas de desgracia” (discurso inaugural del 11 de octubre de 1962). En consecuencia, la doctrina expuesta en la encíclica de Pío XI deja el puesto a una doctrina diferente en algunos puntos de gran importancia. Y este cambio se demuestra coherente con los cambios en otros terrenos, especialmente el “giro antropológico” general del Concilio, la teoría de las relaciones con el “mundo de hoy” desarrollada en la constitución Gaudium et spes y la fundamentación de la dignidad en los derechos humanos. El famoso “giro” se eligió para superar la ruptura con la cultura dominante, verificándose una vez más la amonestación evangélica: “Nadie puede servir a dos señores, pues o bien aborreciendo al uno amará el otro, o bien adhiriéndose al uno menospreciará al otro” (Mateo, 6, 24). De hecho, en el terreno que nos ocupa, el cambio no ha logrado su objetivo, al menos en Europa occidental.

 

3. El cambio de paradigma

El texto de Vaticano II, Gravissimum educationis, es una “declaración”. Se trata de un texto bastante reducido, estructurado en torno a dos elementos básicos: la determinación de un nuevo criterio fundante y el impacto teórico de esta nueva determinación sobre la autoridad de la Iglesia en materia de educación.

  1. Un nuevo criterio

Hemos visto que Pío XI empezaba con la consideración de los fines. El texto conciliar lo hace con los derechos del individuo. Pero, desde el primer párrafo, estos derechos son separados en dos categorías distintas: los derechos de todos los hombres y los de los católicos.

“Todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable de una educación, que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, y, al mismo tiempo, esté abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en la tierra la verdadera unidad y la paz.

Mas la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las varias sociedades, de las que el hombre es miembro y de cuyas responsabilidades deberá tomar parte una vez llegado a la madurez” (n.° 1).

Tras esta primera “declaración” de principios de valor universal viene otra:

“Todos los cristianos, en cuanto han sido regenerados por el agua y el Espíritu Santo han sido constituidos nuevas criaturas, y se llaman y son hijos de Dios, tienen derecho a la educación cristiana. La cual no persigue solamente la madurez de la persona humana arriba descrita, sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don de la fe […]. Ellos, además, conscientes de su vocación, acostúmbrense […] a promover la elevación cristiana del mundo, mediante la cual los valores naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad.” (n° 2) [La última parte de la frase alude a un tema bastante utilizado a la sazón, la “consecratio mundi”, de significación ambivalente].

En cambio, la declaración pide a los católicos que actúen para que sus derechos sean reconocidos en el marco del pluralismo (n.°8), y “aun de exigir” (n.° 7, sobre la financiación) que lo sean.

Este pasaje se corresponde bien a la concepción de una Iglesia que se instala en el interior de la sociedad, en calidad de componente o comunidad particular, excluyendo toda pretensión de supremacía (al igual que en otros textos, como la Declaración sobre la libertad religiosa y el Discurso a los gobernantes de Pablo VI, el 7 de diciembre de 1965: la Iglesia no quiere nada más que la libertad).

Esta posición preanuncia el “identitarismo” que comprobamos hoy día, la idea de que el “espacio público” debe quedarse neutralizado y abierto al mutuo reconocimiento de los participantes, a través de un código compartido de buena conducta (lo que los canadienses llaman ahora “acomodamientos razonables”).

Así venimos al segundo punto importante del texto conciliar, teorización lógica de lo que precede.

b . La autoridad de la Iglesia

La distinción entre los derechos de todos y los de los fieles ya sugiere que la jurisdicción de la Iglesia no se extiende in actu, en materia educativa, a todos sino a los solos bautizados. Y eso se ve confirmado así:

“La Iglesia, como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene su vida del espíritu de Cristo […]”

“[…] y, al mismo tiempo, ayuda a todos los pueblos a promover la perfección cabal de la persona humana, incluso para el bien de la sociedad terrestre y para configurar más humanamente la edificación del mundo” (n° 3).

La última frase es una cita del discurso de Pablo VI a la ONU, del 4 de octubre de 1965. Sigue estando en la línea de Pacem in terris y resulta coherente con la constitución Gaudium et spes, por ejemplo en el párrafo 16 de esta última:

“La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre […]. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad”

c . Consecuencias en materia educativa

La declaración obliga a los padres católicos dar a sus hijos una educación también católica, y la sitúan en el plano de los derechos:

“[…] la Iglesia aplaude cordialmente a las autoridades y sociedades civiles que, teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad moderna y favoreciendo la debida libertad religiosa, ayudan a las familias para que pueda darse a sus hijos en todas las escuelas una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias” (n.° 7).

Al mismo tiempo, el texto toma en cuenta el hecho de que muchos alumnos de familias católicas acuden a la escuela no católica. Entonces:

“Consciente, además, la Iglesia del gravísimo deber de procurar cuidadosamente la educación moral y religiosa de todos sus hijos, es necesario que atienda con afecto particular y con su ayuda a los muchísimos que se educan en escuelas no católicas, ya por medio del testimonio de la vida de los maestros y formadores, ya por la acción apostólica de los condiscípulos, ya, sobre todo, por el ministerio de los sacerdotes y de los seglares, que les enseñan la doctrina de la salvación [...]” (ibid.).

Estamos así en el marco del pluralismo, coherente con la doctrina de la libertad religiosa proclamada por la declaración Dignitatis humanae. Implica un deber particular del Estado neutro (tras el abandono del concepto de Estado confesional): a este Estado, Gravissimum educationis le atribuye un papel organizativo y no se le discute la facultad de abrir sus propias escuelas, excluyendo solamente, como ya dicho, el monopolio estatal, por ser contrario al pluralismo.

En conclusión de la lectura del texto conciliar, podemos constatar una transferencia desde la concepción fundada en la doctrina de la soberanía de Jesucristo, de la organicidad de la sociedad, de una noción del bien común muy comprensiva, que incluye como su elemento más elevado la unidad religiosa, hacia una visión establecida a partir de los derechos humanos, del pluralismo y del carácter no político de la reivindicación cristiana. Señala el paso de la cristiandad al comunitarismo.

 

4. La evolución posconciliar y el colapso educativo

Después del Concilio se produjo una situación de autodestrucción de las estructuras católicas, y el fenómeno no dejó de afectar al sector educativo, en todos sus niveles. Es el periodo inicial de la gran decadencia de las facultades eclesiásticas, de la de los movimientos de Acción católica, de la aparición de catecismos aberrantes, etc.

La Sagrada Congregación para la Educación Católica publicó durante ese período, como otras entidades de la Curia romana, muchos textos. Unos tienen un interés particular, en la medida en que presentan un reflejo de la situación (pese a una importante edulcoración de esta) y adaptaciones que suenan a devaluaciones progresivas, antes de manifestar un deseo de resistencia. Nos referimos en particular a las tres publicaciones sucesivas de 1977, 1997, y 2007.

El “documento” de 1977, titulado La escuela católica, admite la crisis de la educación católica, apenas doce años tras el fin del Concilio:

“En la sociedad actual, caracterizada entre otras manifestaciones, por el pluralismo cultural, la Iglesia capta la necesidad urgente de garantizar la presencia del pensamiento cristiano; puesto que éste, en el caos de las concepciones y de los comportamientos, constituye un criterio válido de discernimiento: ‘La referencia a Jesucristo enseña de hecho a discernir los valores que hacen al hombre, y los contravalores que lo degradan’” (n.° 11).

Vemos que el tono es muy diferente del optimismo del Concilio. Muy significativa es la expresión “criterio válido” para definir la doctrina cristiana contrapuesta a la confusión de valores. No parece forzar la interpretación entender esta validez como calidad de la pericia ofrecida por la Iglesia (con Pablo VI en su discurso a la ONU ya citado) en materia de humanismo.

El pluralismo no es combatido, sino sólo algunas de sus desviaciones (materialismo, tecnicismo, pragmatismo: cfr. n.° 12), y se confirma la referencia al mismo para luchar contra la amenaza del monopolio estatal:

“Para garantizar estos objetivos, como respuesta al pluralismo cultural, la Iglesia sostiene el principio del pluralismo escolar, es decir, la coexistencia y –en cuanto sea posible– la cooperación de las diversas instituciones escolares, que permitan a los jóvenes formarse criterios de valoración […]” (n.° 13).

Este primer texto, firmado por el cardenal Garrone, es muy largo. Contiene réplicas a las críticas hechas en contra de la enseñanza católica, formuladas no tanto por la gente común sino por ciertos sectores del progresismo. Estas respuestas son interesantes, porque no se sitúan en el plano de la doctrina (ya abandonada), como lo hacía Pío XI, sino de la utilidad social, precisando (para superar el reproche de proselitismo) que la escuela no es un medio directo de apostolado:

“Objetan otros que la escuela católica pretende instrumentalizar una institución humana para fines religiosos y confesionales. La educación cristiana puede, a veces, estar expuesta al riesgo del proselitismo, de una concepción parcial de la cultura entendida y actuada erróneamente. Pero también es necesario recordar que la educación integral comprende imprescindiblemente la dimensión religiosa, la cual contribuye eficazmente al desarrollo de otros aspectos de la personalidad en la medida en que se la integre en la educación general” (n° 19).

Más tarde, la lista de los textos producidos por la Congregación para la Educación católica es impresionante. El de 1997 (La escuela católica en los umbrales del tercio milenio, firmada por el cardenal Pío Laghi) constata los efectos negativos del multiculturalismo, y procura una solución para reactivar el “proyecto educativo católico”. El discurso se dirige a la cultura dominante, con un matiz un poco crítico, pero guarda silencio sobre las flaquezas –o peor– de las estructuras oficialmente católicas.

El último texto, más elaborado, es de 2007: Educar juntos en la escuela católica. Misión compartida de personas consagradas y fieles laicos. Levanta/provoca un balance negativo, a pesar de los esfuerzos para moderarlo.

“El proyecto de la escuela católica sólo es convincente si es realizado por personas profundamente motivadas, en cuanto testigos de un encuentro vivo con Cristo” (n.° 4).

“Por su misma naturaleza, la escuela católica exige la presencia y la vinculación de educadores no sólo cultural y espiritualmente formados, sino también intencionalmente orientados a crecer en su empeño educativo comunitario en un auténtico espíritu de comunión eclesial” (n.° 34).

Formar comunidades educativas, procurar la unidad de la vida cristiana frente a la descomposición de los “valores”, recentrarse sobre la misión educativa cristiana, pensar la acción educativa como “comunidad abierta”… Todo eso toma sentido cuando se recuerda el hecho de que, en Francia, el arzobispo de Aviñón, Mons. Cattenoz, publicó un libro –Une charte pour l’enseignement catholique dans le diocèse d’Avignon, París, 2007)– muy mal acogido, que para nosotros es la última palabra. Inmediatamente criticado por ciertos colegas suyos, denunció la pérdida del “carácter propio” de la enseñanza pretendida católica.

El arzobispo enumera en primer lugar los aspectos negativos de la sociedad: el fatalismo, el consumismo, la “catofobia”, el relativismo, el alza del Islam... En este contexto, la enseñanza supuestamente católica ha perdido la sustancia: ausencia de apostolado, en cambio lógica de competencia económica. El carácter propio se reduce al consenso sobre “valores” vagamente evangélicos, en realidad los valores de la Ilustración: tolerancia, solidaridad, apertura a los otros… Esta edulcoración, a veces puramente herética (dice el arzobispo) de la identidad educativa católica conduce a su desaparición/ integración total en el servicio público laico.

Es inútil extenderse ampliamente sobre la descripción de una crisis cuyos efectos saltan a la vista.

 

5. Pregunta final: entonces, ¿qué hacer?

El hecho de formular esta pregunta nos deja perplejos. Para decirlo en pocas palabras, debemos ir a lo esencial, colocándonos desde dos puntos de vista: por arriba y por abajo.

– por arriba: es un problema de disciplina eclesial y, antes, de doctrina. Mientras la cuestión de principio no sea revisada y la disciplina restablecida, el problema interno subsistirá con su efecto de autodisolución. También es un problema de comprensión histórica de la transvaluación conciliar, aquí de igual modo que en otros campos: en efecto, la crisis se incuba antes. Para acabar, no podemos separar el problema del cambio de orientación conciliar en materia educativa de los cambios paralelos, con los cuales forma un todo muy coherente y gravemente problemático.

– por abajo: el colapso no es uniforme, tampoco universal; hay pues, según los lugares, bases de fidelidad y de renovación, que se apoyan sobre todo en la determinación de las personas y el espíritu de sacrificio. El problema, en pequeña escala, resulta todavía complejo, y llama a decisiones prudentes. Hay que comprender bien que ninguna iniciativa distinta y hasta excelente en sí puede ser pensada separadamente del conjunto. La escuela es una “sociedad imperfecta” que puede encontrar su resultado sólo poniéndose efectivamente al servicio de las dos sociedades “perfectas” a las que hacía alusión la encíclica Divini illius magistri. Sin esto, las iniciativas escolares, aunque nacidas del deseo justo de supervivencia, se perderán en el comunitarismo y entrarán paradójicamente en el movimiento posmoderno de fragmentación de la sociedad.

 

[1] “Hasta ahora, el hombre se conocía él mismo refiriéndose a un orden objetivo e indiscutido, tal el cosmos de los antiguos o el universo teofánico de la Edad Media […]. El orden natural era hasta ahora considerado como un testimonio de Dios, como el signo más adecuado de una Inteligencia ordenadora de la realidad y dispensadora de todo valor […]. En el ‘océano de la duda’ cartesiano, Vico vió la historia como el único firmum et mensurum a que el hombre podía aspirar: obra de una libertad que crea progresivamente su contenido, sola realidad verdaderamente conocible por el hombre porque producida por él, la historia se hacía el solo modo humanamente posible de concebir el puesto ‘natural’ del hombre en el mundo, la sola totalidad englobante que todavía podía servir de horizonte a su triunfante certeza de sí, el solo mundo todavía concebible después de la supresión de la trascendencia […]“ (Nikos Poulantzas, prefacio a La raison dans l’Histoire, de Hegel, Paris, UGE, 1979).