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Ante la emergencia educativa: educación y tradición

 

1. Incipit: naturaleza y gracia

Sólo unas pocas páginas para dar cuenta de las razones que están detrás de que hayamos dedicado esta Reunión de amigos de la Ciudad Católica al tema de la “emergencia educativa”, junto con un escolio final en clave española.

Benedicto XVI se ha referido reiteradamente en tales términos al problema de la educación. Y lo ha hecho no tan sólo en lo que hace a lo que podríamos llamar la educación “cristiana” sino aun en lo que toca a la simplemente “humana”[1]. Esto es muy significativo y requiere, me parece, una primera consideración por nuestra parte.

La filosofía cristiana, en este sentido, ha partido de una afirmación que el santo de Aquino deja en la primera cuestión de su Suma de teología: “Como la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona, es necesario que la razón se ponga al servicio de la fe, como la inclinación natural de la voluntad rinda obsequio a la caridad”[2]. Son muchas las enseñanzas, que entre errores varios y a menudo opuestos, derivan de estas palabras[3].

Así, por ejemplo, es de rechazar el “naturalismo” que supone que la gracia sea exigida por la naturaleza humana y no sea superior a ésta sino sólo su pleno desarrollo. Por el contrario, la gracia es distinta de la naturaleza e inconmensurablemente superior, dándose gratuitamente sin exigencia alguna por parte de la naturaleza, íntegra o caída, aunque ésta tenga una potencia puramente pasiva, para ser completada, elevada y perfeccionada por la a quélla.

Lo que, de otro lado, conduce también a huir del error del “fideísmo”, que niega la existencia de un orden natural y declara la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado, pues aun debilitados por el pecado, permanecen uno y otra íntegros en lo que les es esencial, y por eso puede darse en el hombre –en el plano natural– un verdadero conocimiento de las cosas (ciencia en sentido propio) y también una cierta moral natural (virtudes morales). Por eso no es de extrañar que en la coyuntura presente pueda destacarse la necesidad de transmisión de las virtudes humanas tanto como de las sobrenaturales. Con frecuencia es lo natural lo que se esfuma cuando se quita lo sobrenatural: “Take away the supernatural, and what remains is the unnatural”[4]. Pero también debe advertirse cómo se dificulta la efusión de la gracia cuando se destruye la naturaleza que constituye su supuesto.

Lo que se observa en el orden individual puede trasladarse el ámbito de lo colectivo y, así, lo que es la gracia para la naturaleza en el individuo viene a serlo la Iglesia para la sociedad política: “La armonía entre la sociedad civil y la Iglesia, y la subordinación de aquélla a ésta, se logra cuando la sociedad civil comienza por desarrollarse y perfeccionarse de forma congruente con su propia naturaleza, es decir, cumpliendo los dictados de la ley natural y del derecho natural. Buscando el auténtico bien común inmanente: la paz social, esa ‘orden sosegada y ese sosiego ordenado’, como lo llama fray Luís de León, y que no se logra sino cuando, junto a la suficiencia de los bienes naturales, se dan también las virtudes naturales, tanto intelectuales como morales, pero sobre todo estas últimas. Virtudes que deben poseer y practicar todos los miembros del cuerpo social, pero sobre todo los gobernantes y los legisladores; porque no es posible una vida social honesta y verdaderamente enderezada al bien común humano, si las leyes que se dictan y se aplican y se cumplen no son sabias, prudentes y justas, es decir, no son auténticas leyes, pues no son ordenaciones de la razón, sino de la pasión, y no van encaminadas al bien común, sino al bien particular de unos pocos, y no son promulgadas y aplicadas por quienes tienen legítimamente a su cargo el cuidado de la comunidad”[5].

 

2. El problema de la “emergencia educativa”

Ha sido el profesor Danilo Castellano quien, con su acostumbrada precisión, ha trazado las líneas maestras del problema[6], que se impone doblemente a la experiencia individual y social contemporánea: en cuanto que la llamada cultura presente, dependiente de una gnosis vitalista, debiera negar, si fuera coherente, y en ocasiones así hace, la legitimidad de la educación; y en cuanto que la sociedad, la familia, la escuela y la misma Iglesia se han convertido, por lo menos de hecho, en lugares de incomunicación que hacen imposible la educación.

El profesor José Miguel Gambra, ha dedicado precisamente su comunicación a examinar cómo esa gnosis imposible de realizarse totalmente, pues implicaría la completa destrucción del hombre y a la comunidad, se ha opuesto a la filosofía clásica de la educación[7]: el espontaneísmo rousseauniano, al destruir toda verdad en la que ser educado, sustituye la institutio por el mero educere, sin que los intentos de mediación modernistas –muy frecuentes desde hace un siglo y en particular en los últimos cincuenta años– hayan logrado algo distinto que camuflar el vitalismo.

Pero esa raíz del problema de la emergencia educativa se ramifica en múltiples ámbitos. Así, el citado Danilo Castellano, observa que el problema es intelectual, moral, político-social y eclesial. Intelectual porque el hombre no tiene el poder de “crear” las cosas, sino que, por el contrario, frente al nihilismo, su conocimiento debe ajustarse al ser. Moral porque no es la “autenticidad” sino el “autodominio” el fin de la educación. Político-social también en cuanto que la familia, primariamente, y también la sociedad (o mejor, las sociedades), desempeñan un papel fundamental en el proceso educativo. Del que no puede excluirse el ordenamiento jurídico y su función pedagógica. Las comunicaciones de los profesores Javier Barraycoa[8] y Juan Fernando Segovia[9], se han centrado, respectivamente, en esos ámbitos familiar y político, que Pío XI delineó con claridad en la carta magna de la educación que es Divini illius magistri. Eclesial, finalmente, porque la Iglesia no puede ser maestra sin ser madre, pero tampoco madre sin ser maestra. El texto de Bernard Dumont, por su parte, pondera los estragos que el modernismo ha causado en la acción educativa de la Iglesia tanto como en su exposición teórica[10].

Está, pues, planteado el asunto de la conexión entre educación, inculturación y trasmisión[11]. También aquí nos encontramos ante una nueva presentación de un tema eterno, el de la tradición, encrucijada de aspectos psicológicos, morales, institucionales y hasta teológicos. Aunque con consistencia propia, que permite su consideración separada, no cabe duda de que, divisados en su interpenetración, y no como compartimentos estancos, su riqueza acrece notablemente. No debe olvidarse tampoco que la comprensión del problema depende del cuadro intelectual de la época. Así, por ejemplo, el racionalismo de la Ilustración, llevado a su completamiento en la paradójica mixtura de idealismo y positivismo, permanecía cerrado a la realidad de la tradición. En el borde de 1900, sin embargo, conoció un giro de resultas del cual la historia (y por ende la tradición) iba a recuperar su autonomía, incluso con el riesgo de marginar la ontología en beneficio de la pura existencia, como acaeció en el existencialismo y en el vitalismo. Ese cambio de horizonte cultural había de reforzar la trascendencia de la cuestión, con inmediatas consecuencias en las múltiples dimensiones recién mencionadas. El signo de la post-modernidad, por su parte, ha certificado la marginación de la razón, pero no sólo de la razón moderna, sino de toda razón, en alcances propiamente nihilistas.

Las páginas anteriores exhiben a la perfección la imbricación de todos esos estratos que –por mi parte– he abordado en otras ocasiones. Pero, para concluir, desearía dedicar otras breves consideraciones sobre un asunto debatido en la España actual, ligado al problema de la educación y, en particular, al de la emergencia educativa aquí tratado.

 

3. Objeciones a una objeción: objeción de conciencia y “educación para la ciudadanía”

En los pasados meses hemos visto brotar e incluso florecer un movimiento de resistencia a la inclusión en los currícula escolares de la asignatura titulada “Educación para la ciudadanía”. Se ha tratado, en verdad, de una movilización llamativa y, desde ese ángulo, hasta exitosa, aunque haya dejado al aire otras vergüenzas, tales como la división en el seno de la Conferencia episcopal y de los titulares de centros de enseñanza apodados católicos.

No me parece dudoso que los contenidos atribuidos a la asignatura de marras apunten a un adoctrinamiento progresista y, en el fondo, nihilista. Intención por cierto absurda, pues viene a contradecir, al menos en parte, su punto de partida, ya que si no hay naturaleza a la que ajustarse no puede haber educación en verdad legítima. Pero es que la necesidad humana del proceso educativo se impone a las premisas racionalistas y gnósticas que quisieran y (lógicamente) debieran abolirlo.

No es este, sin embargo, el tema que ahora deseo tratar. Si no del empleo que han hecho los opositores a la “educación para la ciudadanía” del recurso a la “objeción de conciencia”. Algunos de los denunciantes –en todo caso– debieran quizá haber comenzado por examinar la suya, puesto que la gravedad de una situación como la presente, en que tan difícil se ha hecho la transmisión de las virtudes naturales y sobrenaturales, no parece ajena a la praxis de las que debieran ser escuelas católicas ni a la de quien debiera ser “madre y maestra”. Pero eso es de nuevo materia de otro curso…

Procedamos, pues, por partes. En primer término, la llamada objeción de conciencia no se confunde con la objeción de la conciencia[12]. Ésta testimonia precisamente su fidelidad a la ley de Dios y al orden por Él impreso en las cosas. Aquélla, en cambio, reclama el derecho a la coherencia y el primado (absoluto) de la conciencia sobre cualquier orden, principio o ley. Por ello, la objeción de la conciencia, no sólo reconoce la existencia del orden moral y del ordenamiento jurídico, sino que (aunque parezca paradójico) los refuerza al rechazar la ley que, por ser injusta, no puede ser verdadera ley. La objeción de conciencia, en cambio, presupone la inexistencia del orden moral al tiempo que niega la legitimidad del ordenamiento jurídico.

Se pretende justificar la objeción por los llamados “derechos humanos”, en particular la libertad de conciencia, base del sistema democrático. Y se añade a continuación que “el Estado no tiene derecho a educar”. Ambas afirmaciones portan una grave ambigüedad y se resuelven en errores no sólo doctrinales sino también pedagógicos y políticos. Pero aquí me interesa en particular lo que toca a la segunda, aunque al final lleguemos a la primera.

Es de observar, antes que nada, que refleja una mentalidad antipolítica. El Estado –vienen a decir– es un mal, quizá necesario, que debe por ello confinarse y reducirse al mínimo, huyendo de todo estatismo intervencionista e invasor. Aquí, para empezar, estaríamos tentados a introducir un distingo terminológico, con base y consecuencias doctrinales, entre el Estado (es decir, el Estado moderno) y la comunidad política[13]. Pues bien, esa la comunidad política o el Estado, en su concepción clásica, es una sociedad natural, contemporánea con las sociedades familiar y civil, que garantiza su existencia sin absorberlas. Por eso tiene un fin, que debe ser buscado, pues ha de constituir el criterio para discernir el poder (pura fuerza) de la autoridad (poder legitimado), y que se ha individuado tradicionalmente en el bien común, que no es otro que el del hombre en cuanto hombre y común a todos los hombres[14].

¿Debe ser, pues, el Estado ajeno a la educación de los miembros de la comunidad política? No es tarea primaria del Estado la de educar. Pero, sin embargo, no deja de hacerlo. Primeramente, porque su legislación y su política contribuyen a educar o deseducar a los pueblos y, por tanto, si se quiere, a los ciudadanos[15]. Pareciera que esta paideia, a diferencia de otros tiempos, donde tan asentada y central era, hoy no interese. En segundo término, porque es el Estado a quien corresponde garantizar y tutelar el ejercicio, en este ámbito, de los derechos y deberes de las otras sociedades como la familia y la Iglesia. Si no me equivoco esto se afirma con claridad en Divini illius magistri, que no obstante tener por objeto principal la defensa de la educación de los ataques (estatistas, sí, y laicistas, también), no olvidó en cambio la exposición equilibrada de la doctrina católica a partir de la filosofía cristiana y no en términos puramente defensivos. Finalmente, al corresponderle la búsqueda y promoción del bien común, incluso tiene tareas educativas subsidiarias, en especial en ese orden.

Todo este tesoro doctrinal, pedagógico y hasta estratégico es echado tranquilamente por la borda como si de un pesado lastre se tratase. ¿Por qué?

La paradoja –me parece– es cruel: se pone entre paréntesis el Estado como comunidad política para maquillar la falta de crítica (“incorrecta”) del Estado liberal. Los espantajos, más que estandartes, del estatismo y la “objeción de conciencia” sirven a la perfección a tal operación de contrabando intelectual. En re sumen: la salvación de la democracia y los derechos humanos para el mundo católico exige demoler la filosofía clásica de la política y el tradicional derecho público eclesiástico y abrazarse en cambio a la antifilosofía política liberal, normalmente –así todo es ganancia– en clave comunitarista estadounidense[16]. La libertad religiosa y el olvido (rectius: rechazo) del “Estado católico” está en la base del desastre. Como de casi todos.

 

[1] Además del texto recogido al inicio de este número, puede verse, últimamente, el “Discurso a la Asamblea general de la Conferencia episcopal italiana”, de 28 de mayo de 2009.

[2] I, I, 8, ad 2.

[3] Sigo a continuación a Jesús García López, “Verdad racional y orden natural en el Reino de Cristo”, Cristiandad (Barcelona) n.º 644-645 (1985), págs. 451 y sigs.

[4] Gilbert Keith Chesterton, Heretics (1905), Nueva York, 2007, pág. 50.

[5] Jesús García López, loc. cit.

[6] Danilo Castellano, “La emergencia educativa: causas y problemas”, Verbo (Madrid) n.º 475-476 (2009), págs. 363-374.

[7] José Miguel Gambra, “Educación, libertad y verdad”, ibídem, págs. 375 y sigs.

[8] Javier Barraycoa, “La familia, educadora”, ibídem, págs. 397 y sigs.

[9] Juan Fernando Se g ovia, “La comunidad política, educadora”, ibídem, págs. 417.

[10] Bernard Dumont, “La Iglesia, educadora”, ibídem, págs. 463 y sigs.

[11] Me he ocupado especialmente de él en “Transmisión, inculturación, tradición”, Verbo ( Madrid) n.º 453-454 (2006), págs. 265 y sigs., que resumo en lo siguiente.

[12] Danilo Castellano, “Objeción de conciencia y pensamiento católico”, Verbo (Madrid) n.º 311-312 (1993), págs. 41 y sigs.

[13] Puede verse mi ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, 1996.

[14] Danilo Castellano, La naturaleza de la política, Barcelona, 2006, págs. 52 y sigs.

[15] Id., La razionalità della politica, Nápoles, 1992, págs. 57 y sigs.

[16] Miguel Ayuso, La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, 2008, passim