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Italia y cuestión católica. El caso singular de la Península Itálica

CUADERNO: LA RES PUBLICA CHRISTIANA COMO PROBLEMA POLÍTICO

 

1. Italia, Italias, Estado italiano

La res publica christiana en Italia plantea, ante todo, un problema esencial: el del significado de la noción «Italia». En efecto, no sólo pone de manifiesto la posibilidad de una polisemia de base analógica, sino que, además, pone en evidencia la posibilidad de una polisemia de carácter equívoco. En este sentido, mediante el mismo término, es posible entender nociones totalmente diferentes y opuestas. El planteamiento del problema y la búsqueda de soluciones se encuentran necesariamente condicionadas.

Para pensar auténticamente a Italia como problema es preciso aclarar con exactitud qué significado se atribuye a la noción de Italia, desde el momento en que –según la conocida frase– «se dice de muchas maneras». Bien mirado, la noción misma de Italia constituye un problema dentro del problema. De ahí que su consideración preliminar constituya una exigencia ineludible. Negarla significaría trivializar el sentido de los términos del problema. Sobre todo, hipotecaría –en el sentido de la equivocidad– cualquier tipo de indagación.

Un indicio de la problematicidad de la noción de Italia está constituido por el hecho de que un historiador como Niccolò Rodolico haya advertido la necesidad de escribir una Historia de los italianos[1] más que una «Historia de Italia» [en la línea del paradigma risorgimentale que expresara Benedtto Croce de manera típica[2]]. El propio Rodolico, considerando los avatares de la insurgencia contrarrevolucionaria en el difícil siglo XVIII identificó a los pueblos italianos como una pluralidad coral: «Campesinos veroneses […], piamonteses y monferranos […], lombardos, toscanos, de los Abruzos […], de Tierra de Trabajo»[3]. Diferentes entre sí y, sin embargo, coincidentes en el rechazo de la invasión revolucionaria.

Desde otra perspectiva, constituye también un indicio el hecho de que en el marco de la disolución –fragmentación institucional italiana que tiene lugar tras el final de la Segunda Guerra Mundial– se haya representado el acontecimiento como «la muerte de la patria»[4]. En dicho contexto (como puede comprobarse), se puede advertir la muerte del Estado más que la de la patria. Efectivamente, el Estado (moderno) muere (como ya observara lúcidamente Rousseau) en el momento en que pierde valor y, en consecuencia, tiene que actuar mediante leyes, circulares, disposiciones (ya sean civiles o militares). La patria consiste más bien en una comunidad histórica, identificada por una herencia cultural y civil común. Su realidad no es su representación (o autorrepresentación), y por ello no muere, en la medida en que aquella comunidad continúa viviendo. La muerte del Estado, pues, no es la muerte de la patria. Aquella expresión es, por consiguiente, indicativa de la identificación subyacente entre patria y Estado (que reenvía objetivamente al modelo moderno según el cual el Estado es el que constituye la patria, teniendo la patria por sí misma derecho a ser Estado y encontrando su cumplimiento en el mismo). Únicamente desde semejante presuposición (ideológica o sociológica), la muerte del Estado equivale a la muerte de la patria; de otra manera, no se da en absoluto.

La problematicidad de la noción de Italia se presenta como anfibología del propio término (capaz de designar, por tanto, dos semánticas opuestas) en los análisis de Carlo Curci, Luigi Taparelli d’Azeglio y Matteo Liberatore. Al analizar las tesis y puntos de partida de los teóricos y protagonistas del movimiento risorgimentale italiano, se aprecia, en efecto, que diagnostican la existencia de dos Italias distintas y opuestas entre sí. En todos los casos de habla de Italia, pero con acepciones divergentes e inconciliables[5]. Según la dicotomía que expresan, de una parte aparece la Italia «real», forjada laboriosamente a lo largo de siglos; es la Italia de los pueblos de la Península, diversificada en muchas patrias, pero unida por una religión común y por una civilización común. De otra parte está la Italia «ficticia», creada por la ideología de la nación risorgimentale, de manera que patria equivaldría a partido, es decir, a resultado del proyecto (revolucionario) que la ha constituido como Estado.

Bien mirado, junto a un significado geográfico [problemático a su vez, en cuanto que las denominaciones geográficas mismas reenvían por su parte a determinaciones culturales o culturalmente dadas[6]], que no se revela por sí mismo bajo un perfil filosófico-político, la noción «Italia» es susceptible de asumir al menos dos acepciones distintas y opuestas[7]. Efectivamente, Italia puede designar tanto las comunidades de los pueblos que han vivido, y viven, una tradición distinta y común, como la institución estatal calificada como tal. En el primer caso, Italia se corresponde con las «Italias»; constituye una noción sociocultural que alude a realidades congéneres en la pluralidad (y no menos diversificadas). En el segundo caso, Italia se entiende como Estado italiano (surgido como Reino en 1861 y como República en 1946), y denota una noción institucional-estatal; su unidad es su propia soberanía (la cual es su misma existencia) en el sentido moderno del término[8].

Italia puede significar la Italia «una y diversa» de la tradición de las tradiciones: de la tradición religiosa, civil, jurídica, literaria, artística, entendida en su significado axiológico (y no meramente fenoménico)[9]. Ésta ha constituido el tejido conectivo que ha sustanciado una pluralidad de composiciones institucionales, ampliamente diversificadas desde el punto de vista de las formas de gobierno y de las articulaciones legislativas, y, al mismo tiempo, completamente homogénea bajo una perspectiva cultural y religiosa (proyectándose como tal, particularmente en relación con cuanto se le ha opuesto)[10].

Estamos ante la Italia constituida –según expresión de Francisco Elías de Tejada– por la «personalidad histórica y social de los diversos pueblos peninsulares»[11]. En este sentido se refiere a la Italia de las «Italias», que es posible descubrir –in re– si se deja caer el velo ideológico del nacionalismo (tanto del ochocientos como del novecientos). Sólo bajo esta condición se pueden encontrar las patrias (en su significado tradicional) con anterioridad y en ausencia de la nación (en su significado moderno): en un punto en el que lo patrio es correlativo y no contrario a lo universal. Mucho menos es irreductible a lo estatal y nacional[12]. La Italia de la tradición histórica (axiológicamente entendida), inconfundible con la del nacionalismo (moderno). Para identificarla es necesario penetrar en lo permanente que constituye el nervio de lo contingente; es necesario comprender los vínculos existentes entre las generaciones, como continuidad en lo duradero; es necesario pensar la historia más allá de la hipoteca del historicismo, y ello con la imprescindible libertad intelectual, tanto en relación con el determinismo como con el reduccionismo.

Como escribe Elías de Tejada, «acudir a la fuente de la historia para reconocer el valor de las diferentes perspectivas constituye la primera premisa para comprender la universalidad y redescubrir, finalmente, la realidad de estos pueblos cuya personalidad vive asfixiada en el nombre del nacionalismo»[13]. Sólo con esta condición es posible identificar la Italia de las Italias; la Italia de las patrias que han tenido consistencia (plurisecular) en la Península; su unión (tradicional) no es lo mismo que su unidad (revolucionaria). Lo que les acomuna, en efecto, es un algo dado natural e históricamente (axiológicamente fundado, a la vez que vario y multiforme). La unidad en que se les ha colocado es un presupuesto ideológico (asimilado a un proyecto constitutivo). Pero aun privadas de sus respectivas fisonomías políticas y aunadas artificialmente –por la «nueva Italia»[14] risorgimentale– mantienen su realidad sin menoscabo.

Lo que connota a las Italias tradicionales es, a la vez, la universalidad y la particularidad: precisamente, dicha universalidad se expresa a través de la particularidad. La conciencia más elevada de la universalidad propia de la religión (cristiana), de la filosofía, del Derecho, del arte, se expresa en la particularidad más variada: la particularidad más diversificada en la universalidad más sustancial; la universalidad concentrada en una particularidad, que, según la semántica distintiva del vivir humano se encuentra más realizada cuanto más particular es morfológicamente. La universalidad encuentra su complemento histórico en la particularidad que, al vivirla, la actualiza[15]. En una relación recíproca y consustancialmente correlativa. La riquísima particularidad se da como cumplimiento óntico de una nítida universalidad ontológica, en un marco en el que la particularidad no comporta por sí misma particularismo, ni la universalidad se identifica con cosmopolitismo. En síntesis, la universalidad y la particularidad que sustancian y concretan la civilización (en cuanto tal).

En esta perspectiva, la consistencia del ser (de la ontología política) se manifiesta en la actuación (de la fisonomía histórica), del mismo modo que el acto primero se hace presente mediante el acto segundo, sin que el primero se reduzca al segundo o que éste asimile a aquél. De la misma manera, la permanencia de los principios actúa como sistema nervioso, por sí, de la determinabilidad de las realizaciones en el orden noético y en el ético.

A diferencia de ello, la Italia que se identifica con el Estado italiano se presenta como un inicio absoluto, que encuentra su principio en la «idea de nación» como premisa fundadora. Hasta el punto de resultar inseparable de ésta, incluso en el desarrollo que recorre el Reino liberal, el régimen fascista y la República democrática. Se apoya en el presupuesto ideológico de la consustancialidad entre Estado y nación, entendiendo ambos términos en su significación moderna. Al mismo tiempo, emerge de una decisión, que descansa sobre la (postulada) autodeterminación colectiva en virtud de la cual la nación se da el ser a sí misma: la identidad colectiva (según un proyecto fijado por ella misma o por su «minoría ilustrada»), «se constituye». De donde deriva que el Estado hace efectiva la nación y le da cumplimiento: ésta se realiza y se expresa a través de él.

En esta perspectiva, la existencia del Estado (italiano) se asume (por sí sola) como condición de la existencia de Italia; y la Italia que proviene del mismo es la «nueva Italia», a no confundir con la «vieja Italia». Se trata de la Italia que viene concebida como resultado y como artífice de la modernidad (en el sentido filosófico de término). Se presenta como la «patria» que es objeto del culto de la «religión civil». Eventualmente, puede «decidir» establecer determinadas relaciones con una [otra] religión, aunque siempre manteniéndose como tal.

Tal vez sea relevante poner de manifiesto que para Italia –al igual que para Francia, como agudamente evidencia Jean de Viguerie[16]– es preciso identificar «dos patrias», o si se prefiere, dos acepciones alternativas y recíprocamente irreductibles de patria[17]: la tradicional y la revolucionaria. No obstante lo cual, la segunda ha tratado, intencionadamente, de suplantar a la primera asumiendo su configuración, y llegando efectivamente a sustituirla, tanto en la representación que ofrece de sí misma como en la representación que generalmente se percibe.

La patria tradicional es la de la amistad política en la plenitud de la comunidad, conectada a la pietas y a la entrega que deriva de ella, en un tejido orgánico de sedimentaciones históricas y vínculos de lealtad recibidos y transmitidos en el tiempo. Es una comunidad de comunidades, compuesta por una pluralidad ordenada.

Y viceversa, la patria revolucionaria surge de la herencia de la Revolución (francesa). Se condensa en una identidad artificial y, como tal, plenamente ficticia sin la cual deja de existir. Se concentra el ese acto originario, que se prolonga en la ideología y en la praxis, que la hace presente y le da el ser. La programación propuesta para ella consiste en el principio de unidad, tanto que no puede existir sin él, realizándose en lo que se considera una praxis-misión (cósmica). En última instancia, su código genético está establecido y es custodiado por la «minoría ilustrada», discriminando solamente dentro de este marco entre lo patriótico y lo antipatriótico. De tal manera que logra identificar lo cívico con lo público, lo público con lo estatal, y lo estatal con lo efectivo.

 

2. El problema de la res publica christiana en la Península italiana: perfil diacrónico

El problema de la res publica christiana en la Península italiana aparece en sus términos modernos –esto es, en relación con la alternativa de base constituida por el racionalismo y el naturalismo político– con la hegemonía (particularmente en el ámbito iuspublicista y «eclesiasticista») del regalismo y del «jurisdiccionalismo», y, más aún, con la difusión de las tesis ilustradas y con la aparición del absolutismo ilustrado. De la teoría a la praxis que deriva de ello, la civilización definida posteriormente como ancien régime, o que sería calificada más propiamente como natural y cristiana[18], fue puesta profundamente en cuestión. Más bien se encontraba comprometida en sus propios fundamentos, mediante una constante ampliación de las prerrogativas regias en perjuicio de la libertad de la Iglesia, de los estamentos y de las autonomías locales, y, sobre todo (con una paradoja solamente aparente respecto de la religiosidad privada de monarcas y ministros), a través de una decidida trayectoria de secularización del poder. De tal modo que lo que parecía un edificio sólido y duradero lo fue siendo cada vez menos.

Como ocurría en el Gran Ducado de Toscana y, análogamente, en la parte cisalpina del Imperio y del Reino de Nápoles, la pretensión de un control gubernamental de la vida de la Iglesia, de los estamentos y de las autonomías locales resultaba cada vez más evidente e insistente. Éste llegaba incluso a fijar el número de novicios que podían ser admitidos en las congregaciones religiosas, el número de docentes de los seminarios, o la regulación del toque de las campanas (hasta la duración de las velas votivas); se llegó a condicionar las direcciones teológicas en la formación del clero.

El regalismo y el «jurisdiccionalismo» alcanzaron su clímax con la expulsión de la Compañía de Jesús. Algo que tuvo lugar inmediatamente en Italia. Las cortes borbónicas de Italia, ligadas por un pacto de familia con la corte española, estuvieron entre las primeras que decretaron la expulsión de los jesuitas. En primer lugar Nápoles, y a continuación Parma y Plasencia (1767-1768). Bajo el impulso de Carlos III de Borbón se llegó, finalmente, a su supresión por parte de Clemente XIV (1773)[19].

El uso del placet y del exequatur se tradujo en muchos casos en un sostén del jansenismo por parte de tales cortes. Como testimonia (ejemplarmente, pero no aisladamente), el caso del obispo de Pistoia Scipione de’ Ricci, y el Sínodo convocado en 1786 (e invalidado por la Santa Sede mediante la bula Auctorem fidei). Dicho Sínodo, desarrollado bajo la dirección del obispo de Pistoia y la protección del Gran Duque Pietro Leopoldo, constituyó un intento de realización de reformas de impronta jansenista. Centros de difusión del jansenismo en Italia fueron, en particular, Pavía, Pistoia, Nápoles (y también el Piamonte y la Lombardía), así como la propia Roma (donde se registró la presencia de prelados de curia y de cardenales impregnados de espíritu jansenista).

Desde un ángulo político, el jansenismo, si bien de una parte coincidía con tesis de carácter «jurisdiccionalista», de otra parte expresaba una línea separatista entre Iglesia y orden civil, que fue objetivamente convergente con la Revolución francesa. En todo caso, más allá de las intenciones de cada uno de sus impulsores, también en Italia terminó ofreciendo su contribución a la incipiente secularización. Por otro lado, como se ha advertido, «el mismo espíritu [jansenista] está presente en varios de los protagonistas del Risorgimento italiano del ochocientos, que se declaraban católicos y promovían una reforma de la Iglesia según tales criterios: Raffaele Lambruschini, Gino Capponi, Bettino Ricasoli»[20].

En este escenario tiene lugar una viva polémica «antijurisdiccionalista» por parte de numerosos autores, entre los que debe ser mencionado, a modo de ejemplo, Gian Antonio Bianchi da Lucca[21]. Al mismo tiempo, grupos de estudiosos, eclesiásticos[22] y laicos[23] –de los que estamos muy lejos de haber elaborado un censo completo y documentado, por lo que se refiere al caso de Italia[24], muy diverso del caso de Francia[25]– dieron vida a una literatura anti-ilustrada y anti-racionalista, de la que constituye un testimonio relevante san Alfonso María de Ligorio[26].

Aunque la Ilustración tuvo cierta difusión, especialmente en el ámbito de las cortes y de la aristocracia, sobre todo en Nápoles, la Revolución Francesa propiamente dicha sólo llegó a Italia con las invasiones napoleónicas. Frente a ella se registró una oposición amplia y muy extendida, particularmente evidente en las insurgencias populares que tuvieron lugar de un extremo a otro de la Península: del Piamonte al Véneto, de la Toscana a Calabria. Los regímenes instaurados como consecuencia de las conquistas napoleónicas –primero republicanos y después monárquicos, según los acontecimientos de más allá de los Alpes– son expresión de la Revolución, de la que fueron sostenedores «minorías ilustradas». En dicha dirección, éstas desarrollaron un programa de transformaciones, señaladamente institucionales, normativas y culturales.

Con la derrota de Napoleón y la consiguiente Restauración, el problema fundamental se planteó en los términos de la doble herencia de los regímenes revolucionarios (en Italia): la de la legislación y la de las clases dirigentes en el ejército y la administración. La Restauración, contrariamente a lo que puede parecer, dejó sustancialmente intacta tanto la legislación (que, sobre todo en los Códigos resultó emanación directa de la francesa, reproduciendo incluso en muchos casos al pie de la letra el Code de Napoléon), como las clases dirigentes (incluidos los oficiales de los ejércitos). Constituye, en parte, una excepción e este respecto, la política del Reino de Cerdeña (con Víctor Manuel I). Es más, paradójicamente, fueron excluidos del gobierno –como en el caso del Reino de las Dos Sicilias–, precisamente los que más se habían destacado en la lucha contra la Revolución, habiéndose mantenido fieles a las antiguas instituciones [como emblemáticamente ocurrió en Nápoles, donde se excluyó del gobierno al Príncipe de Canosa[27]]. Todo ello en beneficio de una política presidida por la amalgama que preveía la ocupación de puestos decisivos por exponentes de la orientación liberal.

Resultado de esta situación fue una recomposición del modelo del absolutismo ilustrado (aunque en cierto modo algo despotenciado en sentido administrativo), en el contexto de una restauración, por lo demás sólo aparente, es decir, susceptible de conservar (y llevar adelante por sí misma) las transformaciones revolucionarias precedentes, así como de consolidarlas. En no pocos casos, las propias monarquías estuvieron en el origen de los cambios revolucionarios, como ocurrió con la destrucción de los deberes y derechos feudales y con la implantación, también, de un régimen burgués de la propiedad en una Sicilia que, sin embargo, se había mantenido inmune a la invasión napoleónica, o bien, igualmente, en el caso de la destrucción de los sedili de Nápoles [es decir, de las antiguas instituciones representativas de gobierno ciudadano, de carácter patricio-corporativo[28]].

En las relaciones con la Iglesia se volvió a establecer esencialmente el modelo del absolutismo del setecientos. Los nuevos concordatos, en definitiva, presuponían una separación, ya in fieri, aunque sólo fuera para poder hacer «concordar» las relaciones. Las supresiones precedentes (y las incautaciones de conventos y bienes eclesiásticos que las sucedieron) solamente dieron lugar a explícitas restituciones en una mínima parte. Subyace aquí, pues, el modelo absolutista de disponibilidad gubernativa de los bienes de los entes religiosos. Los dirigentes de la res publica christiana aparentemente restaurada, en Italia, pusieron en realidad las premisas de su extinción, sobre la base de un conservadurismo que se tradujo en la conservación de la Revolución (y de las formas que derivaban de la misma).

En lo que se refiere a la situación italiana puede ser destacable, igualmente –de modo análogo a una oportuna clasificación[29]–, que entre los católicos se registraron tres líneas diferentes de valoración y de acción frente a la Revolución francesa (y frente a su herencia política). Así que el juicio acerca de la Revolución resultaba decisivo para la formación de la orientación intelectual y política de autores que se declararon en sintonía con la Weltanschauung católica.

Un primer grupo de autores se identifica por haber emitido un juicio totalmente negativo respecto de la Revolución[30] (de manera que la trilogía revolucionaria era totalmente rechazada). Se desarrolló aquí una publicística que, por una parte, trató de nuclear los principios de la res publica christiana, y por otra parte, desarrolló una viva polémica frente al racionalismo, al liberalismo y, más tarde, el socialismo.

Una segunda perspectiva se centró, en una línea concordante con la concepción católica, en la fraternidad y la igualdad, pero tomando la libertad en su significado revolucionario. Con ello, adquirió consistencia lo que después sería definido como catolicismo liberal, o mejor, liberalismo católico.

Una tercera posición, finalmente, hizo suya la tríada temática de la Revolución en su significado propio, considerando la modernidad que la Revolución francesa inaugura como una especie de epifanía del espíritu. En relación ésta, los católicos tendrían como cometido proporcionar algo así como un «suplemento del espíritu», reconociendo en los cambios revolucionarios casi una introducción en los luminosos principios del cristianismo. Constituye la teorización que se afirmará como catolicismo democrático o, por mejor decir, democratismo cristiano.

En la primera línea de pensamiento pueden situarse, entre otros[31], el abate Pio Bruno Lanteri (fundador de Amicizia Cattolica, que retomó y continuó Amicizia Cristiana, fundada por el jesuita Nikolaus Albert von Diessabach)[32], el marqués Cesare d’Azeglio (fundador del periódico L’Armonia), el conde Clemente Solaro della Margarita (Ministro de Asuntos Exteriores del Reino de Cerdeña), San Juan Bosco (particularmente con sus Letture Cattoliche y su Storia d’Italia) –en el Piamonte; el abate Giuseppe Baraldi (director de las Memorie di Religione) –en Módena; el conde Morando Leopardi (fundador y difusor de la Voce della Ragione) –en los Estados Pontificios; Antonio Capece Minutolo (escritor y hombre político), los que tuvieron a su cargo la Biblioteca cattolica (colección en la que vieron la luz las primeras traducciones al italiano de los textos más importantes de los autores contrarrevolucionarios de más allá de los Alpes), los escritores de la Civiltà Cattolica[33] (entre los que cabe mencionar particularmente a los jesuitas Carlo Curci, Luigi Taparelli d’Azeglio, Matteo Liberatore, Antonio Bresciani, Carlo Piccirillo, Giuseppe Ballerini, y con posterioridad, Giovanni Cornoldi) –en Nápoles. En conjunto, se trata de la perspectiva prevalente en el ámbito de la cultura católica (italiana) de la primera mitad del ochocientos (y en parte, también de la segunda mitad).

Al segundo filón se pueden adscribir autores como Alessandro Manzoni, Vincenzo Gioberti, Niccolò Tommaseo, Cesare Balbo, Massimo d’Azeglio y también, por lo que se refiere a ciertos aspectos, Gino Capponi, Raffaello Lambruschini e Bettino Ricasoli[34]. En esta perspectiva, más o menos tematizada, el liberalismo era considerado no sólo compatible con el cristianismo, sino, sobre todo, íntimamente conforme con él. Mediante el liberalismo, la propia Iglesia hallaría una necesaria purificación así como una inevitable reforma. En este sentido, el liberalismo constituiría el fututo del cristianismo, hasta el punto de desempeñar respecto al mismo una especie de función mesiánica.

En lo relativo a la tercera posición, es posible señalar una serie de escritores que, a partir del padre Gioacchino Ventura (desde su desarrollo del lamennarismo y otras corrientes) llega, sucesivamente a Romolo Murri, Ernesto Buonaiuti y, desde diferentes perspectivas, a Luigi Sturzo. Ésta asume la triple temática revolucionaria en toda su extensión (y con su inconfundible significado). Así, hacen suya la democracia en su acepción moderna, esto es, la democracia como fundamento del gobierno. En este sentido, hacen suyo también el principio de la soberanía popular, al admitir (más o menos declaradamente) el legado de la Revolución Francesa[35]. Para poder comprender este filón de pensamiento, en todo caso, no es posible prescindir de la influencia ejercida, directa o indirectamente, por los escritos de Félicité Lamennais, que en Italia encontró admiradores y valedores, tanto en la primera como en la segunda y tercera fase de su pensamiento[36].

Es evidente que la res publica christiana se consideraba un ideal irrenunciable para los autores católicos antirracionalistas y contrarrevolucionarios. Pero para los católicos liberales era un modelo ya superado. En esta situación, terminó por caer en el inmanentismo, siendo vaciada, por el ubi consistam, sobre la base de un mesianismo progresista y de un activismo democrático, instigadores del democratismo cristiano.

Con el proceso risorgimentale y la constitución del Estado italiano –con el Reino de Italia (1861)– la res publica christiana, en lo que quedaba de la misma, fue sustituida por el Estado liberal, de inspiración napoleónica. Sus caracteres distintivos se habían ido forjando durante el decenio de 1848 a 1859, durante el que los grupos liberal-democráticos habían transformado profundamente el Reino de Cerdeña. La introducción de la Constitución liberal, la modificación de la institución legislativa y la laicización radical, con la supresión de todas la órdenes religiosas entre 1848 y 1855, constituyen algunos de los aspectos más sobresalientes.

El nuevo Estado unitario nació a partir de la acción militar piamontesa y de la iniciativa de grupos democrático-mazzinianos. Las organizaciones políticas preexistentes en la Península fueron destruidas tan radicalmente como para ser borradas totalmente de la memoria.

A ello siguieron diversos movimientos de resistencia popular –de defensa religiosa, política y social, de oposición al nuevo orden– denominados, con una evidente intención de denigración ideológica, «bandidaje»[37]. A lo largo de casi un decenio hicieron patente una evidente fractura entre dos Italias: la de la tradición y la de la modernización.

En realidad, como es generalmente recogido por la mayoría de los testimonios del momento (aunque con diferente valoración), el proceso risorgimentale constituyó la «revolución italiana»[38]. Dicho proceso es cumplimiento –mutatis mutandis– del legado de la Revolución Francesa, puesto en marcha ya inicialmente por los regímenes napoleónicos instaurados, en lo que, como frecuentemente ha sido subrayado, estaban presentes los precursores del Risorgimento. La instauración del Estado unitario representa su culminación, en la medida en que expresa su objetivo.

El Risorgimento, pues, precisamente en la medida en que se identifica con el proceso mismo, se prolonga a lo largo de todas las vicisitudes del Estado italiano, desde el Reino liberal al fascismo y a la República, todos ellos, en diferentes sentidos, tributarios de aquel, por lo que se encuentra, por sí mismo, siempre in fieri[39]. En tal sentido, como ha sido puesto en evidencia, «el Risorgimento es, por tanto, esencialmente un hecho ideológico con importantes valencias políticas y religiosas»[40].

Con el nacimiento del estado unitario se extendieron a todo el nuevo Reino, entre 1861 y 1867, las leyes de laicización, destructoras de las órdenes religiosas, que ya se habían impuesto en el Piamonte. Se suspendieron todas las Congregaciones religiosas; los bienes muebles e inmuebles, los conventos y las iglesias, sus fondos, fueron confiscados por el Estado. La vida en el nuevo Reino se caracterizó por una agresiva oposición al catolicismo en sus más diversas expresiones[41], con una violenta actuación dirigida al clero, a las obras pías, a las entidades religiosas, a todo tipo se asociacionismo católico[42], de lo que representó un dato emblemático, entre otros, la exclusión de la casi totalidad de los obispos de las diócesis de la Italia meridional (esto es, del antiguo Reino de las Dos Sicilias).

A pesar de que el artículo primero del Estatuto Albertino (actualmente Constitución del nuevo Reino) declarara que «la Religión Católica, apostólica y Romana es la única Religión del Estado», todo el diseño de la Constitución y de la consecuente legislación es sustancialmente liberal. Respecto de la misma, revela un carácter totalmente extrínseco y accidental, por sí mismo carente de toda influencia. El primer artículo del estatuto había sido ya privado de eficacia desde el momento mismo de su entrada en vigor, a partir de la ley Sineo. No era idóneo para impedir la supresión de las órdenes religiosas y la destrucción de las prerrogativas eclesiásticas fundamentales. Ni siquiera había sido capaz de contener las vejaciones dirigidas a los obispos y a las autoridades eclesiásticas.

La hostilidad anticatólica y el carácter secularizador del nuevo Estado –que encontró su apogeo en la toma de Roma (1870), dando fin al más que milenario gobierno temporal de los Papas– no era en absoluto ocasional. Sus premisas y su sustancia se encuentran en la «religión civil» que le sirve de fondo: de la que ha sido definida como «religión de la libertad» (según expresión de Croce), así como religión de la «Revolución» o del «mundo moderno» (según evocación de De Sanctis). Una religión civil que hace de la Patria, identificada con el Estado, un objeto de culto, y que entiende el Estado italiano –identificado con un tipo ideológico– como el «pueblo mesiánico» capaz de suscitar la nueva humanidad. Un pueblo «regenerado, pues, con la misión de hacer cumplir un porvenir cósmico (considerado) irremediable»[43].

Estas consideraciones ofrecen una impronta inconfundible del Estado risorgimentale. Su creación constituyó la condición de la creación de los italianos; en este sentido, los italianos constituyeron su resultado. Al mismo tiempo, su existencia se presentó como realización de la «profecía» de la que habían sido verbo y génesis sus teóricos y propugnadores. Este programa radical encontró realización, además de con los ordenamientos (cabe mencionar a este propósito la imposición del servicio militar obligatorio, que originalmente duraba más de tres años), muy particularmente, con la instrucción pública.

A través de la Escuela y la Universidad, el Estado reivindica y lleva a cabo el monopolio de la educación con el objetivo de formar «verdaderos italianos». Con este objeto, particularmente la Escuela elemental, «gratuita, obligatoria y laica», tenía el propósito, no sólo de sustraer a los italianos de la influencia católica, sino, sobre todo, el de forjarlos en la ideología oficial[44]. En este sentido, la Escuela estatal tenía fundamentalmente el cometido que había fijado y proyectado para ella el Estado. Y la obligatoriedad constituía una condición de eficacia para el logro del fin marcado.

Pero frente al Estado liberal existían elementos de la civitas christiana. Los pueblos italianos, en general, se mantuvieron sustancialmente católicos; consideraron extraño y hostil el nuevo Estado, teniendo en cuenta los efectos sociales del nuevo orden: entre otras cosas, esta situación dio lugar a una imposición exorbitante y a un empobrecimiento del que da testimonio la emigración masiva, que se prolongará durante casi un siglo.

Con base en todo esto, se desplegó una estrategia católica que tendía al cuidado del tejido social, de modo que a partir de ello se produjera una posible reconquista o, al menos, un condicionamiento del Estado liberal. A este respecto, sin embargo, es posible distinguir una doble fase. Hasta 1870, la suerte del nuevo Reino pareció eclipsarse, siendo susceptible de una posible ruina. Pero tras la derrota, primero del imperio austrohúngaro (1866), y después de Francia (1870) por parte de Prusia, aliada del Reino de Italia, se consolida el poder del Estado liberal, aun mediante un rígido sistema represivo. El problema que se impuso entonces fue el de la defensa de los espacios de autonomía y desarrollo de actividades formativas y sociales como alternativa al Estado: el desarrollo de actividades de formación intelectual y de autonomía, programáticamente católica[45].

Frente a la dispersión de las clases dirigentes de los antiguos Reinos preunitarios (debida, primero a factores endógenos y, después, exógenos), el eje propulsor de la oposición católica al Estado risorgimentale se concentró, cada vez de manera más exclusiva, en los grupos organizados, bien directa, bien indirectamente, por exponentes ligados a las jerarquías eclesiásticas[46]. Tras la excomunión establecida por Pío IX para todos los protagonistas de la revolución risorgimentale, y la prohibición de participar en las elecciones (con el non expedit) –con el objeto de significar particularmente el carácter ilegítimo del nuevo Reino[47]– la atención se concentró en la necesidad de asegurar al Papado la libertad en el ejercicio de su ministerio[48].

En este sentido, el empeño religioso, formativo y social, prevaleció sobre el propiamente político. Es más, de hecho, terminó por ocupar su lugar. Inicialmente, presentándose como una necesidad estratégica en el orden de los medios, y a continuación configurándose como una especie de aceptación de una situación (la del poder del Estado risorgimentale) tenida por irreversible o incluso juzgada positivamente.

De esta manera, la causa de la res publica christiana terminó, poco a poco, identificándose con la actividad de la «acción católica», con lo que llegó a perder consistencia por sí misma, identificándose con planteamientos terapéuticos, por así decir, en relación con los efectos del individualismo moderno o con la defensa de la libertad de manifestación pública de la fe. Hasta el punto que llegó a presentarse como un movimiento religioso en el marco del nuevo orden (particularmente con el fascismo y, luego, con la República), en un itinerario que, en ciertos aspectos, se desarrolló a través de la prevalencia de la atención a la praxis –y de cuestiones de contexto–, llegando modificar su consideración acerca de los objetivos. La preeminencia de esta concentración en problemas conectados con las estrategias operativas terminó por dejar en la sombra los elementos fundamentales del conjunto de las finalidades perseguidas.

En otros términos, en la medida en que el Estado liberal no había caído y, además, frente a la oposición católica –temeroso, por añadidura, el avance socialista– parecía dispuesto a atenuar las medidas laicizadoras, e incluso a mostrarse favorable a la búsqueda de fórmulas de compromiso con la Iglesia para gobernar con ciertas garantías, la actitud de los grupos organizados y, ante todo, de la jerarquías eclesiásticas, cambió. Al principio, en lo que se refiere a los medios; más adelante, en cuanto a los objetivos. Pero siempre bajo la vigilancia de compañeros que controlaban estas actividades[49].

Desde esta perspectiva –independientemente de toda consideración sobre las intenciones de los protagonistas[50]– puede entenderse el itinerario que lleva desde el intransigentismo frente al Estado liberal, claramente prevalente desde finales del siglo XIX, hasta la fundación y desarrollo de la Obra de los Congresos, en la que confluye una catolicidad laica organizada, de 1874 a 1904, año de la supresión –exceptuando la Sección II– decidida por San Pío X, después de la preeminencia asumida por las corrientes democrático-cristianas[51]. Poco después, a en el marco de una línea que se presenta como el intento de utilizar la democracia con el propósito de condicionar el liberalismo[52], se organizó la Unión Electoral Católica Italiana (1913), que, por definición, rechazaba ser confundida con cualquier clase de partido, gracias al pacto Gentiloni, entre católicos y candidatos liberales dispuestos a suscribir públicamente un catálogo de siete cometidos en defensa de la familia, de la libre enseñanza, de la instrucción religiosa, de la posibilidad de asociación y de principios de justicia social.

En este contexto, adquiere una importancia paradigmática el Concordato (y el Tratado) entre el Reino de Italia y la Santa Sede. Celebrado como un triunfo del catolicismo italiano, fue en realidad una etapa más en la consolidación del Estado risorgimentale, en ese momento propiamente liberalfascista. En absoluto constituyó una condición a fin de que el Reino de Italia pudiese ser considerado un Estado católico. Por sí mismo, en efecto, el reclamo a la religión del Estado no es suficiente para configurar una res publica christiana. Más bien, el documento establece la prioridad (o mejor el poder soberano) del Estado, que decide qué religión darse a sí mismo. Al mismo tiempo, no puede dejar de subrayarse que dicho reclamo, a su vez, como ocurrió en este caso, puede ser puramente nominal, extrínseco, accidental, en relación con los presupuestos y objetivos del Estado.

En principio, no puede pasarse por alto que el moderno sistema concordatario presupone sustancialmente que Iglesia y orden político son ajenos, de modo que con el concordato lo que se logra es un entendimiento, más o menos explícito, en orden a la composición de un conflicto, latente o actual. Por sí mismo, pues, el sistema concordatario da por supuesta la negación (formal o de hecho) de los deberes de la comunidad política en cuanto tal respecto de Dios, y por tanto, en relación con la res publica christiana.

No puede silenciarse, verdaderamente, que el Concordato no reconocía a la Iglesia (católica) más que lo que en buena medida era ya concordable (y contratado, por cierto) por parte del régimen liberal (giolittiano). En este sentido, no preveía el principio (de justicia) de la restitución de todo cuanto el Estado risorgimentale había sustraído a las órdenes religiosas (conventos, bibliotecas, bienes inmuebles, y demás). Se limitó a fijar un resarcimiento monetario, por lo demás muy exiguo comparado con todo lo que había sido expropiado, evitando afrontar la cuestión suscitada como principio de las expropiaciones y confiscaciones; más bien, por el contrario, legitimando implícitamente sus efectos.

Por otra parte, mediante la «congrua» (remuneración a los sacerdotes que correspondía al Estado) –en lugar de la restitución de los bienes que venían garantizando la autonomía del clero– introdujo en Italia el sistema propio de la «Constitución civil del clero» (impuesto durante la Revolución francesa), haciendo depender al clero, al menos económicamente, del Estado. No puede ocultarse tampoco que la enseñanza de la Religión en la Escuela estatal tuvo como consecuencia irreversible, por una parte, la exclusión de la Teología de las enseñanzas de las Universidades estatales (abolición de la Ley Coppino en 1870), y por otra parte, aun aseverando enfáticamente su carácter de «fundamento y coronación» de la instrucción, no tenía la menor incidencia sobre el diseño idealista (gentiliano) de los programas de la escuela italiana.

Con el magisterio de León XIII, San Pío X, Pío XI y Pío XII, se desarrolló un amplio corpus doctrinal que fijaba los principios de la res publica christiana. Su importancia inmediata, así como la cosecha de referencias específicas que contenía, fue innegable para Italia. Principalmente, se articuló a través de las encíclicas Immortale Dei, Sapientiae christianae, Diuturnum, Libertas, Arcanum divinae sapientiae, Humanus genus y Rerum novarum de León XIII.

En ella, se rechaza el agnosticismo del Estado liberal, así como toda forma de socialismo y utopía. Al mismo tiempo, se subraya el fundamento metafísico de la política, su carácter ético, y los deberes de la comunidad política en cuanto tal respecto de Dios y la Iglesia[53]. Igualmente, Pío X reprueba expresamente la concepción moderna de la democracia –con la condena del movimiento demócrata-cristiano de Le Sillon (1910)– y el modernismo, incluidos sus aspectos político-sociales (1907-1909).

La encíclica de Pío X Il fermo propósito (1905), especialmente, hace patente la doctrina según la cual «la civilización del mundo es la civilización cristiana; tanto más verdadera, más duradera y más fecunda en preciosos frutos cuanto más netamente cristiana es […]. De donde deriva que por la fuerza propia de las cosas, la Iglesia se convierte de hecho en custodia y protectora de la civilización cristiana»[54], de manera que deben realizarse las obras «destinadas a este o a aquel bien particular de la sociedad y del pueblo, y al florecimiento de la civilización cristiana»[55].

En particular, como se desprende especialmente de las encíclicas de León XIII Inimica vis (1892)[56] y Dall’alto dell’Apostolico seggio (dirigida precisamente a los obispos, al clero y al pueblo italiano en 1890)[57], se expresa una valoración inequívoca de la situación de la Península post-risorgimentale. Y análogo análisis presenta Pío XII[58].

Sobre estos elementos, la res publica christiana se confirma como un ideal imprescindible y fundamental[59], fundado en el orden de la razón y la Revelación. Por el contrario, en una línea de cierta divergencia se situará, primero, el Partido Popular Italiano (1919) y, después, la Democracia Cristiana (1942), que constituye su heredera y desarrollo. Se trataba de un partido programáticamente «aconfesional», cuya concepción del Estado se declaraba por su fundador «ni católica ni anticatólica»[60]. Sobre la base de un agnosticismo fundamental sobre las cuestiones de Derecho público, se asumía una concepción moderna de la democracia, es decir, la democracia como fundamento del gobierno, más que como forma de gobierno. De manera que ésta se convertía en el único criterio de legitimidad del poder, cualquiera que fuera su contenido. Presuponiendo, por otra parte, un juicio positivo sobre la Revolución Francesa, el propio Sturzo reducía la política a una mediación entre intereses diversos.

El democratismo cristiano italiano encontró sus principales representantes, más aún que en Sturzo, en Romolo Murri[61] y, por lo que se refiere a ciertos aspectos, en Ernesto Buonauiti[62]. Desde el punto de vista filosófico-político, el marxismo influyó declaradamente sobre Murri, inmediatamente, a través de Antonio Labriola, mientras que sobre Buonaiuti tuvo influjo la «filosofía de la acción» blondeliana y el pragmatismo de William James. Todo ello, por otra parte, en un clima cultural fuertemente hipotecado por el idealismo.

En el pensamiento de Murri se encuentra la fuente de democratismo cristiano italiano[63]. Partiendo de la premisa de una aceptación del proceso risorgimentale, hizo suya la democracia, entendida al estilo moderno, no como medio, sino como fin y como criterio, de donde deriva la imposibilidad de admitir cualquier otra medida que no sea la de la praxis democrática[64]. En este sentido, encuentra una explícita teorización el inmanentismo político. Por su parte, Buonaiuti puede ser considerado, aún más evidentemente, como teórico del modernismo político (llegando a la identificación de cristianismo y socialismo, o, en esa línea, llegando a confluir en el «socialismo cristiano»)[65].

En esta panorámica, la acción política termina identificándose con la acción partidista, separándose ésta del conjunto de obligaciones de justicia propia de toda comunidad política por sí misma, y del conjunto de los deberes del católico en cuanto tal. La distinción entre ámbitos diferentes se convierte en extrañamiento entre ambos, con exclusión de la trascendencia del deber moral respecto de toda opción democrática. Semejante planteamiento suscitó desde sus comienzos[66], y posteriormente[67] también, profundas y vivas críticas.

En una visión de conjunto, el democratismo cristiano, del que el populismo es exordio y expresión, se condensa en un agnosticismo que impregna todo el propio programa del partido. Un programa, en efecto, que resulta indefinible, en cuanto viene fijado en cada ocasión por el Congreso. El populismo se presenta como síntesis de soberanía y clase social, en la que el pueblo mismo es considerado como categoría sociológica en el marco del progresismo como ideología de la historia[68].

Asumiendo el planteamiento de Félicité Lamennais y Marc Sangnier, la democracia moderna es entendida como verdadera iluminación del cristianismo, asimilado así al pretendido movimiento progresivo de la historia. De esta manera, el cristianismo sería como la condición de la plena realización de la democracia, y la democracia revelaría el verdadero ser del cristianismo mismo[69].

La acción del Partido Popular primero, y de la Democracia Cristiana después, han llevado de la teoría a la praxis las tesis que se encuentran en sus orígenes. O, por mejor decir, la praxis ha consistido en su realización plena. De ello dan testimonio, la actitud autorreferencial en relación con los «Comités cívicos» (organizados por Luigi Gedda) y, en general, en relación con el asociacionismo católico y las jerarquías eclesiásticas. Respecto de estas últimas, aun aprovechándose de su ayuda, se reivindicó, siempre, una total independencia de iniciativa[70]. Igualmente, da testimonio de esto la redacción –con la determinante contribución de la Democracia Cristiana– de la Constitución republicana, que ha marcado una etapa fundamental en la secularización de la sociedad partiendo de un objetivo laicismo de Estado[71].

Un precioso documento de todo ello lo constituye la legislación italiana publicada bajo la dirección de la Democracia Cristiana: desde la Reforma Agraria hasta las reformas derivadas de la «apertura a la izquierda»; desde la legalización del divorcio (firmada por los ministros democristianos y defendida ante la Corte Constitucional por encargo del presidente del Consejo democristiano)[72] hasta el nuevo derecho de familia y la ley sobre el aborto (firmada por el Presidente del Consejo y por ministros democristianos, y, posteriormente, defendida ante la Corte Constitucional por un gobierno que estaba bajo dirección democristiana), y más[73]. De aquí derivaba una secularización o modernización[74], reivindicada como un mérito histórico por algunos de los más representativos exponentes de la Democracia Cristiana[75].

La trayectoria del democratismo cristiano se consumó (coherentemente) mediante la autoextinción, a lo largo de un recorrido que encuentra, y no casualmente, la conciencia de sí mismo en la «democracia realizada»[76] (dentro de la que cualquier opción no puede sino tener la misma legitimidad que cualquier otra). En este sentido se conformaba todo cuanto había diagnosticado Antonio Gramsci[77].

En la fase que dio continuidad a esta situación –en ausencia de una conciencia crítica de la relación entre resultados y premisas– se ha registrado una ulterior secularización de la legislación y las costumbres, así como del debate público. A ello ha seguido un desarrollo que, por lo que se refiere a sus componentes presentados como católicos (aunque objetivamente hipotecados de raíz por el liberalismo y el democratismo) han desembocado en una vía que va, desde la diáspora (cultural y organizativa), hasta la irrelevancia (intelectual y política).

Sobre semejantes presupuestos, toda referencia a la res publica christiana resulta no sólo extraña, sino extemporánea. En relación con la misma, el democratismo cristiano constituye una alternativa total. En la medida en que la política se resuelve en el plano de la inmanencia de la praxis institucional o en la del poder de los grupos, toda trascendencia de principios (admitida, todo lo más, a título de preferencia) constituye un obstáculo o un peligro que, como tal, ha de evitarse. La secularización de la política como res, como scientia y como ars es su consecuencia inevitable. Y ello con la extinción definitiva y la imposibilidad prejudicial de cualquier perspectiva de civilización cristiana.

Aún más radicalmente es excluida toda normatividad y toda instancia relativa a una res publica christiana en la situación post-democristiana. Frente a la reducción de la política a una consideración centrada exclusivamente en algunos bienes de la vida social (denominados valores) o incluso a la teorización del cristianismo como elemento complementario de la democracia (relativista) –sobre el presupuesto, más o menos explícito, de la coincidencia entre dignidad de la persona y libertad de autodeterminación (absoluta)– queda eliminada toda consistencia ontológica de la comunidad política, así como su finalidad objetiva (y su deber ser mismo). La diáspora de la actividad política da razón de la diáspora intelectual, y, todavía más, pone de manifiesto la asunción de la diáspora (autorreferencial) como condición fisiológica (individual y social).

 

3. El problema de la res publica christiana en la Península italiana: perfil sincrónico

La cuestión de la res publica christiana en Italia comporta, bajo su aspecto más esencial y objetivo, la consideración de, al menos, tres problemas específicos, cada uno de ellos ineludible en cuanto constituyen –rebus sic stantibus– una precondición sustancial. Se trata de tres ejes filosóficos[78] de cuya solución depende que se consideren, bien como simulacros, bien como realidades. Omitir tales problemas supondría solamente eludirlos; excluirlos supondría, también, una implícita adhesión a una solución de carácter agnóstico o inmanentista.

Estos problemas consisten, en la relación con la modernidad (entendida como determinación conceptual y no como delimitación temporal, en primer lugar); la cuestión de la patria (y/o de la nación), en segundo lugar, y, finalmente, el problema del Estado risorgimentale. Bien mirado, presentan una fisonomía esencial (y, en este sentido pueden ser referidos a todo contexto político) y un relieve particular (y, en este sentido, tienen una pertinencia específica respecto de la situación italiana).

La cuestión de la modernidad es previa y esencial. Se trata de valorar filosóficamente las premisas del principio de inmanencia que distingue a la modernidad[79]. Éste, se centra en la dependencia del conocimiento, resolviendo el conocimiento en una actividad indiferente al contenido, o, por mejor decir, en una actividad respecto de la que dicho contenido no es sino un resultado. Por consiguiente, negado el fundamento ontológico del conocimiento y concebido el saber como una función instrumentalizada a la operatividad, la política se convierte en cratología, el derecho en cratonomía[80], y la moral, por su parte, en sociología, o en neurología. Todo ello con la consiguiente asunción de la artificialidad de la vida social, de donde resulta la sustitución de la autoridad por el poder, de la libertad (responsable) por la autodeterminación (absoluta) y de la comunidad política por el Estado.

En semejante escenario se dibuja una alternativa basada en una polaridad irreductible: o bien asumir el principio de inmanencia con sus consecuencias filosófico-políticas, o bien reconocer el ser como fundamento del conocer. Concebir la realidad o la posibilidad de la res publica christiana desde la perspectiva del racionalismo moderno significa ahogar la expresión en una semántica que la vacía de su consistencia propia. Al mismo tiempo, el Estado moderno en cuanto tal, presupone el principio de soberanía por sí mismo, en cuanto esencia de un poder que no admite superior (superiorem non recognoscens).

Colocándola sobre los cimientos de la libertad como autodeterminación absoluta, ninguna res publica christiana es posible. En lugar de ella se daría, todo lo más, una efectividad política de los cristianos en cuanto tal, siempre cambiante. Sobre la base del inmanentismo moderno, pues, la calificación de «cristiana» se resolvería en una representación psico-socio-operativa.

De manera análoga se presenta la cuestión de la democracia. Si se entiende, en sentido moderno, como fundamento del gobierno más que, al modo clásico, como forma de gobierno, se hace evidente lo insólita que resulta en relación con cualquier trascendencia. Efectivamente, concebida la democracia en la línea de la modernidad, la fundamentación del poder se sitúa en el poder mismo (inmanente a lo que se señala como demos, identificado con su propio querer efectivo en cualquiera de las maneras en que éste se establezca), dependiendo (coherentemente) de éste todo principio.

Un problema fundamental ulterior en la consideración de la res publica christiana proviene del significado de patria (y/o nación). La patria (y/o nación) italiana, ¿se identifica con la noción moderna, de corte naturalista o voluntarista o bien se sustenta en la tradición (axiológicamente entendida) común a los pueblos italianos? Dicho en otros términos ¿la patria italiana consiste en un querer colectivo –definido por una minoría «ilustrada»– o bien es una «patria de patrias» que, como tal, realiza con una peculiaridad inconfundible la concepción clásica de la societas societatum?

De manera semejante, ¿la nación italiana es el producto de la herencia de la Revolución Francesa (que tiene su reflejo desde el principio en las instituciones napoleónicas), o bien es el desarrollo de la tradición romano-cristiana según diferentes concepciones y expresiones? Y, a su vez, ¿la patria italiana se corresponde con la que fue teorizada y formulada en el Risorgimento, después condensada en el Estado italiano (primero Reino y después República), o bien vive, y continúa existiendo, en la multiplicidad de una civilización común (clásico-cristiana), anterior y superior al unitarismo risorgimental?

La solución de estos dilemas es decisiva para la consideración de la res publica christiana en Italia. Sobre la base de la concepción moderna de nación cuyo modelo es el de la «gran nación» surgida de la Revolución Francesa, con las múltiples variantes del nacionalismo, la nación constituye una proyección efectiva y, como tal, siempre mudable, de la inmanencia de su querer (eventualmente fundado en un determinismo geográfico o de futuro). Desde este presupuesto, la nación es inconciliable con toda trascendencia que cualifique tanto su ser como su deber ser.

Por otra parte, se plantea también el problema particular de su relación con el Papado. Un problema que pretende ser entendido como algo meramente ocasional y operativo, decidido por una voluntad, individual o colectiva (según el módulo de la «independencia» y de la «soberanía», por cierto, recíprocamente reconocida), o bien puede considerarse como algo dado ontológicamente, objetivamente connatural con el deber ser de una res publica christiana en la Península italiana. En el primer caso, evidentemente, dicha connotación esencial no puede ser sino excluida.

En fin, el problema de la res publica christiana no puede eludir la cuestión planteada por el Estado risorgimentale[81]. Se trata del Estado construido sobre el modelo napoleónico y posteriormente modificado (primero con el fascismo y después con la República) según un diseño de desarrollo que deriva virtualmente de aquel. Se trata de la realización del Estado moderno en Italia, «creado» por el movimiento risorgimentale.

Las interpretaciones, formuladas desde la perspectiva de la praxis, que tienden a reivindicar una participación de los católicos en un presunto «pacto fundador» en los orígenes del Estado risorgimentale, se manifiestan claramente instrumentales, tanto en cuanto a que dicha aserción supone –sin discutirla ni verificarla– la hipótesis ideológica del origen contractualista del Estado, como en cuanto a que dicha participación (además de no estar confirmada por los hechos) no cambia en absoluto la naturaleza del Estado que surge de aquél.

La cuestión de la relación con el Estado risorgimentale –cuya continuidad es la República democrática– es ineludible y decisiva para toda reflexión sobre la res publica christiana en la Península italiana. Si, efectivamente, ésta se considerase como una posible variación-realización del mismo, se vaciaría de cualquier contenido propio, y no interpretativamente, sino objetivamente.

Considerando la res publica christiana (en Italia, pero no sólo en ella) bajo un perfil sincrónico, no solamente es importante considerar los problemas que se plantean en el ámbito de las precondiciones intrínsecas, sino que también es oportuno valorar críticamente las que, en relación directa o indirecta con la misma, se presentan como posibles vías alternativas teórico-operativas. Esta últimas se pueden identificar respectivamente como perspectiva sociológico-historicista, como práctico-clerical y como perspectiva democrático-lamennaisiana.

Este planteamiento pone la cuestión política en términos de inmanencia metódico-operativa (muy diferente de la de la relación prudencial entre medios y fines), de tal manera que la cuestión política se centraría esencialmente en el método (de actuación) establecido en función de su eficacia. Con una opción preliminar en absoluto neutral que, a su vez, depende de haber convertido los fines en inmanentes respecto de los medios.

En esta perspectiva, el problema teorético de la res publica christiana queda reducido implícitamente a problema teórico, y éste se desenvuelve en términos hipotético-operativos, haciéndosele depender de una opción que es inverificable. Las vías que parten de aquí se presentan como otras tantas Holzwege, es decir, como otros tantos senderos sin continuidad que, como tales, pueden dar lugar a una innegable «heterogénesis de los fines». Además de que en cada una de ellas surgen otras tantas aporías que hacen evidente su insostenibilidad.

Desde el ángulo de la perspectiva historicista-sociológica, el problema de la res publica christiana se convierte, de un modo más o menos explícito, en una cuestión esencialmente de efectividad. Se reduce al correspondiente problema de una época, un grupo, una posición[82], de los que sería un resultado, en la medida en que se identificaría con él, hasta el punto de que no podría prescindir esencialmente del mismo. Carecería, por tanto, de consistencia propia más allá y fuera de éste. La realidad queda reducida a efectividad, es decir, a un conjunto de efectos; la condicionalidad histórica (y/o social) se asume como necesidad inmanente e insuperable; la pertenencia lleva en sí la pertinencia. De manera que la inmanencia de la efectividad y de la pertenencia se convierten, al mismo tiempo, en la medida y en el objeto medido, vaciando de todo contenido propio al problema político mismo.

A su vez, cualquier forma de praxis reduce el problema de la res publica christiana a una especial praxis (a llevar a cabo), por lo que la praxis se convierte en criterio de la propia praxis, esto es, que la inmanencia de la praxis subsume la trascendencia del criterio. En este caso, por consiguiente, el fin es asimilado a los medios, con la pretensión, además, de una subrepticia identidad. Así que los medios (o la praxis) devienen criterio del fin, y no viceversa, hasta el punto de que cualquier reserva sobre aquéllos se califica como una defección hacia éste.

Análogamente, el practicismo termina por convertirse verdaderamente en clericalismo, al entender la historia –según se expresa de Augusto Del Noce– como un «espacio teológico»: «Se busca […] el acuerdo con la “marcha en formación de la historia”, tratando de insertarse en ella»[83]. Desde este punto de vista, la sociología se convierte en teología y la historia se hace criterio de la verdad. El acuerdo, presentado como estratégico, manifiesta en realidad su sustancia inmanentista.

Esta conversión de la praxis en inmanencia, que es característica de este planteamiento del problema político, termina dando un nuevo significado a situaciones e instituciones, considerándolas, de manera nominalista, como susceptibles de los más diversos y opuestos sentidos semánticos, y vaciando sus contenidos constitutivos, sobre la premisa implícita de que dato y significado son extrínsecos. Las opciones efectivamente prevalentes se axiologizan positivamente y/o se aíslan de las mismas algunos elementos que son valorizados interpretativamente. Y ello con resultados que no sólo son efectivamente efímeros y quedan hipotecados por la premisa operativa, sino, sobre todo, con el resultado del objetivo auto-aniquilamiento de cualquier finalidad auténticamente política.

En fin, la perspectiva democrático-lamennaisiana (y neolamennaisiana)[84] se configura con connotaciones propias, tendentes a considerar como salida inevitable de la civitas christiana la socialdemocracia moderna. Presupone dos tesis dirimentes: la asunción del juicio de hecho como juicio de valor y la identificación de la libertad con el liberalismo (es decir, la concepción liberal de la libertad). Por consiguiente, lo que parece imposible bajo el punto de vista de la eficacia, debe excluirse incluso desde el punto de vista de las valoraciones[85]. Subyace aquí implícitamente la premisa, aceptada acríticamente, del mito historicista de la irreversibilidad de la historia, entendida de manera determinista y unidireccional, de tal modo que toda contingencia histórica termina por ser considerada (contradictoriamente) como necesaria.

Se sigue de aquí que, en lo que se refiere al problema político, las tesis y sistemas del liberalismo y del democratismo se asumen como no trascendibles, por razón de su efectividad[86]. La libertad política queda asimilada tout court a la libertad liberal, sobre la base de una identidad presupuesta, aunque no demostrada, de tal manera que la libertad se pone como condición del bien, y no el bien como criterio de la libertad. La libertad, pues, se concibe como un acto que decide acerca de su propio contenido, y no al contrario. De aquí deriva que todo principio es dependiente de la libertad, en lugar de su fundamento. Toda valoración termina apoyada en un indiferentismo axiológico. En virtud de todo ello, el problema político se plantea en términos de libertad y no de obligatoriedad, de autodeterminación y no de justicia, de decisión y no de valoración. En definitiva, se parte de la presuposición de la posibilidad de un acuerdo entre las opciones más diversas, para establecer una de ellas como preferible (y/o moralmente vinculante desde el ángulo individual).

En conjunto, estos planteamientos (teórico-operativos) evidencian una grave hipoteca intelectual que consiste en que toda solución del problema depende, precisamente de las categorías que es necesario establecer previamente. El problema de la res publica christiana se formula partiendo de una representación, en lugar de partir de la realidad (teoréticamente pensada). Así, de problema filosófico (y teológico) se convierte en problema ideológico, que resulta, por ello mismo, desnaturalizado. La solución está ya totalmente contenida en las premisas.

En estas condiciones, la ilusión de la eficacia exige el alto precio de la racionalidad, que es preciso pagar. El resultado se plantea, más o menos subrepticiamente, como dirimente. La operatividad pretende justificar cualquier decisión. La prudencia es sustituida por el oportunismo y la astucia o, concretamente, por el «moderantismo»[87] y el maquiavelismo. Se cuestionan los fines en lugar de los medios, o bien se consideran los medios prescindiendo de los fines, lo que significa, en ambos casos, una actitud de falsa prudencia[88]: propiamente, el compromiso de un juicio en función de un fin que se corresponde con un bien sólo aparente, o incluso la utilización de medios engañosos.

Como consecuencia, lo que parece ser dictado por la prudencia del arte de la política sólo lo es aparentemente; en la realidad se pone de manifiesto la negación que encierra de ella. En los dos casos estamos ante una forma de neutralidad –o de ausencia de valoración– que supone la eliminación de toda valoración ética, tanto de los fines como de los medios, lo que hace evidente el neutralismo: el naturalismo de la acción que disuelve en sí misma tanto a unos como a otros.

 

4. Condiciones intelectuales para pensar la res publica christiana en la península itálica

Con el objeto de evitar una posible ambigüedad, es preciso hacer una distinción preliminar. Es necesario distinguir entre una política de cristianos y una política por cristianos; con otras palabras, una res publica de christianos y una res publica christiana. En el primer caso de esta alternativa, la relación entre sus dos términos es extrínseca, empírica, efectiva. La cuestión de fondo es aquí planteada en términos sociológicos (y se presume, además, de haberse resuelto). En el segundo caso, la relación entre los dos términos es intrínseca, esencial, sustancial. El elemento básico aquí posee una consistencia filosófica (y teológica). Pues bien, solamente bajo esta segunda perspectiva puede ser realmente pensada.

Una política o una res publica de cristianos, indica, por sí misma, una simple condición genérica (en el sentido de venir originada por) o una connotación fáctica (en el sentido de estar compuesta de), pero no se refiere a ningún carácter esencial ni de la política ni de la res pública. Según este punto de vista, los dos elementos se yuxtaponen y se denotan el uno al otro recíprocamente, dependiendo de opciones contingentes. En efecto, el cristiano, ontológicamente tal, puede ser moralmente algo muy diferente. Por ello, una política o una res publica de cristianos podría definirse, como a-cristiana, si asume como premisa la neutralidad axiológica, que ya de por sí impide toda implicación derivada de la comprensión de los deberes de la comunidad, o bien como anti-cristiana, si se caracteriza por una concepción o una acción tal que niegue valor a los principios cristianos. Del mismo modo que una política de cristianos no es necesariamente una política cristiana, una suma de cristianos no constituye, de por sí, una sociedad cristiana.

Una res publica (como política) cristiana sólo llega a ser tal a condición de serlo por sí misma. En una consideración así, su propia consistencia, más allá de las condiciones efectivas, se define de manera esencial. La comunidad política, en efecto, tiene una realidad ontológica que trasciende la mera agregación de sus componentes. Se mantienen en el tiempo, uniendo con vínculos objetivos, naturales e históricos, a las generaciones que se van sucediendo. Encuentra fundamento en la natura rerum y, como tal, goza de una propia natura rei. Proviene de la moralidad natural, del carácter doméstico, de la socialidad y de la politicidad de los hombres. Se sustancia en la imprescindible juridicidad de la comunidad política y de su intrínseca finalidad agatológica; se condensa en las leyes y costumbres, viviendo principalmente, en este sentido, de lo que permanece y en lo que permanece. En consecuencia, la res publica christiana no es un fenómeno provisional, sino algo dado esencialmente, lo que la convierte en un auténtico ser y no en un mero aparecer.

La identificación de una res publica de cristianos y una res publica christiana no es en absoluto algo casual. Se apoya en presupuestos teóricos implícitos que aluden, por un lado, a la asunción del inmanentismo en virtud del cual la realidad se hace idéntica a la efectividad. En este sentido, la única política real sólo puede ser aquella que se realiza en sus efectos (más o menos inmediatos y observables). La realidad carecería de cualquier otra realidad que no fuera la que tiene lugar y se manifiesta. La comunidad política, pues, no tendría más consistencia que la que resulta de la agregación y las opciones de sus componentes.

Dicha identificación implica, por otro lado, un presupuesto nominalista según el cual la res publica cristiana carece, en cuanto tal, de una consistencia propia; el único significado (óntico y deóntico) atribuible a esta expresión sería el que corresponde a la res publica de cristianos. A mayor abundamiento, este presupuesto es congruente con la aceptación de la libertad como autodeterminación (absoluta) y de la dignidad humana como libertad.

Sin embargo, no es posible (ni en el orden del ser ni en el de la acción) una res publica y una política cristiana sin pensar ubi consistam. Es decir, sin comprender el quid y el propter quid o, con otras palabras, sin considerar su naturaleza y finalidad. Pues está claro que la res publica christiana no puede ser tal sin ser res publica, y no puede ser cristiana sin serlo por sí misma. Presupone por lo tanto, la consistencia ontológica de lo que es.

En otros términos, la política, tanto en su significado objetivo (la comunidad) como en su significado subjetivo (el conocimiento y la diligencia) sólo es política a condición de reconocer el primado del ser. Se trata del reconocimiento de la res publica como realidad dotada de una consistencia propia, inconfundible con cualquier otra cosa. No la resultante del querer (del Estado, del pueblo, de los individuos), ni de la efectividad sociológica; no como producto de una identidad colectiva. No es susceptible de convertirse en cualquier cosa, sino solamente de desarrollarse o corromperse como tal.

Y, si no es cualquier cosa –una res– ni siquiera podrá tener como distintiva la calificación de cristiana. El problema de la res publica christiana es, ante todo, un problema metafísico, de donde viene el problema jurídico-político. Reducir el ser al conocer y resolverlo en la actividad vacía de realidad a la propia comunidad política y, con mayor motivo, aniquila toda posibilidad (teorética y práctica) de res publica christiana.

Así mismo, la política –ut res e ut actus– se cimienta como fundamento en la racionalidad (in re e in actu). Una racionalidad intrínseca a su naturaleza, sin la cual no podría ser cognoscible, de manera que, al mismo tiempo, su racionalidad fundamenta su conocimiento: su ser funda su ser cognoscible. Sin la verdad de la comunidad, esto es, sin la inteligencia de su naturaleza, queda reducida a flatus vocis, a mera convencionalidad arbitraria susceptible de asumir los significados más diversos, producidos por la semántica del poder. Más allá de la racionalidad teorética toda reflexión sobre la res publica es imposible y, lo mismo ocurre, a mayor razón, con la res publica christiana. Cualquier forma de agnosticismo, de fenomenismo, de relativismo, corrompen, por principio, el concepto.

En esta misma línea, la res publica christiana solo es concebible a condición de reconocer la naturalidad ontológica de la res publica. De ahí su originariedad y su carácter insuprimible. Su naturalidad es correlativa a la natural politicidad (doméstica, social) humana[89]. Su naturalidad se corresponde, pues, con su humanidad (o bien con su congruencia con la naturaleza humana). La negación de la naturalidad de la res publica lleva consigo la eliminación de toda posibilidad de una res publica christiana. Historicismo y sociologismo hacen, por principio, cualquier consideración de la res publica christiana inconsistente.

De estas premisas se desprende claramente que la res publica christiana, o bien es tal intrínsecamente, o no es. En este punto, la auténtica relación entre naturaleza y gracia es constitutiva. Del mismo modo que la gracia no destruye, sino que comprende y perfecciona la naturaleza, purificándola y elevándola, el calificativo de «cristiano» no destruye, sino que comprende y perfecciona la comunidad humana. Retomando la clásica formulación tomista se puede decir que res publica christiana non destruit sed supponit et perficit rem publicam. Toda concepción extrínseca (y separatista) entre naturaleza y gracia hace inconcebible la noción misma de sociedad cristiana. Toda exclusión conceptual de la connotación intrínseca natural-sobrenatural de la civitas christiana presupone en realidad, de manera más o menos explícita, una distorsión de la relación de naturaleza y gracia[90].

De manera simétrica, pues, tanto el naturalismo como el sobrenaturalismo excluyen la posibilidad misma de concebir la res publica christiana en cuanto tal. A este respecto, aunque en direcciones diferentes, tanto las tesis spinozistas como las lamennaisianas[91] terminan siendo objetivamente convergentes. Por su parte, las líneas marcadas por las diferentes formas de donatismo, montanismo, calvinismo y carismatismo, si bien por un lado asumen mesiánicamente la societas fidelium (con perfiles totalizadores), por otro lado abandonan al campo de una irredimible profanidad toda comunidad política[92]. Tanto en uno como en otro caso se advierte la presencia de un inmanentismo que elimina la sustancialidad de la res publica christiana.

Por otro lado, la cuestión de la polis cristiana requiere la comprensión de la distinción entre lo personal, lo social y lo político. Este último no consiste en una mera agregación del primero y del segundo, ni tampoco se reduce a una aglutinación de ambos. Lo político no se puede confundir con ellos: tiene una consistencia propia y los trasciende, los precede y los ordena. No es, pues, su producto, ni un epifenómeno de éstos. Una suma de sujetos o de grupos cristianos, por sí, no da lugar a una sociedad cristiana. Sin la inteligencia de lo que hay de común, en el ser y en el fin, de la realidad de la comunidad del bien común, no se entiende la política como tal. La contraposición de lo social y lo político hace vana la política e imposibilita lo social mismo, surgiendo de aquí un fondo individualista respecto del cual uno y otro se traducen en el simulacro de sí mismos y, con mayor razón, de cualquier polis cristiana.

En definitiva, la realidad y la posibilidad misma de pensar la res publica christina exigen un auténtico entendimiento de la historia, tanto desde el punto de vista filosófico como desde el punto de vista filológico. Una filosofía de la historia realista concibe el devenir desde el fundamento del ser, así como reconoce en la historia el tiempo de la vida de los particulares, de los pueblos y del propio género humano. De este modo, la sedimentación histórica se sustancia, mediante su valoración racional, en la tradición, que hace presente el permanente movimiento de lo transeúnte. Cualquier determinismo historicista, así como cualquier inmanentismo de la lógica histórica no hacen más que excluir la sustancia propia de la civitas christiana. El relativismo, y el imperio de lo necesario, que se siguen de ello, reducen toda actividad al transcurso de un tiempo (o de una cultura), que el propio tiempo se encarga de superar. Todo principio y todo final se agotan en la horizontalidad de un devenir irrevocable e irreversible.

Por lo que se refiere, en especial, a la Península italiana, la comprensión de la res publica christiana conduce a la consideración de algunos núcleos problemáticos fundamentales, que comprenden, desde la valoración del Estado risorgimentale hasta una reflexión acerca del moderno europeísmo, desde el juicio sobre el democratismo cristiano hasta el juicio sobre la tecnocracia posmoderna. La valoración de las tesis y construcciones que se pueden obtener de ello son decisivas para toda tematización de la res publica christiana en Italia.

Pero para ser verdaderamente pensados, estos problemas deben ser reconocidos como problemas teoréticos y no planteados en términos operativos. Es imposible entenderlos por sí mismos. En relación con ellos, su valoración lleva a la instancia de la fundamentación, excluyendo que se puedan plantar (teorética y prácticamente) como alternativas irreductibles y contradictorias. Penetrar en los mismos hace surgir una teoría alética de la verdad, muy diferente de una opcionalidad estratégica. Esta última reducción, en efecto, constituiría ya de por sí una opción ideológica y como tal vertida en la praxis exclusivamente. Por el contrario, la consideración axiológica deja abierto, libremente, el camino de la búsqueda de la verdad.

 

[1] Cfr. Niccolò RODOLICO, Storia degli italiani, Florencia, Sansoni, 1964 (nueva edición ampliada).

[2] Su Storia d’Italia dal 1871 al 1915 (1.ª edición 1928), resulta emblemática; 2.ª ed. en Roma-Bari, 1973. Croce escribió expresamente que se trataba de una «historia de Italia después de lograda la unidad del Estado» (pág. 7).

[3] Niccolò RODOLICO, Il popolo agli inizi del Risorgimento nell’Italia meridionale 1798-1801, Florencia, Le Monnier, 1926, págs. XII-XIII. [«Terra di Laboro»constituía una provincia del antiguo reino de Nápoles. N. del T. ].

[4] A este respecto resultan interesantes (aunque con un diverso punto de vista) las consideraciones que aparecen en Ernesto GALLI DELLA LOGGIA, La morte della patria. La crisi dell’idea di nazione, tra Resistenza, antifascismo e repubblica, Roma-Bari, Laterza, 1996; y Gian Enrico RUSCONI, Se cessiamo di essere una nazione, Bolonia, Il Mulino, 1993.

[5] Las tesis de Curci, Taparelli y Liberatore han sido investigadas por el autor de estas líneas en Giovanni TURCO, «Introduzzione» a Brigantaggio, legittima difesa del Sud: gli articoli della “Civiltà Cattolica” (1861-1870), a cargo y con introducción de Giovanni Turco, Nápoles, Il Giglio, 2000, págs. V-XXXVII; así como en «“La Civiltà Cattolica” e il Risorgimento», en Massimo Viglione (a cargo de), La rivoluzione italiana. Storia critica del Risorgimento, Roma, Il Minotauro, 2001, págs. 218-228.

[6] Piénsese en el hecho de que durante el Medievo (y después) «Italia» es un término indicativo (aun sin ser exclusivo) solamente de la parte septentrional de la Península (correspondiente originalmente a los territorios longobardos), mientras que para la parte meridional se habla comúnmente de «Sicilia». En dicho contexto, por cierto, Cerdeña aparece designada simplemente como tal.

[7] Sobre la cuestión, véase el análisis desarrollado por quien escribe en Giovanni TURCO, «L’ identità nazionale italiana», en Massimo Viglione (a cargo de), La rivoluzione italiana…, cit., págs. 53-75.

[8] Para una visión de conjunto de esta problemática permítaseme reenviar a Giovanni TURCO, «Lo Stato risorgimentale come problema», en Samuele Cecotti, Dalla legittimità dello Stato italiano. Risorgimento e Repubblica nell’analisi di un polemista cattolico, con prefacio de Giovanni Turco, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012, págs. 5-51.

[9] A modo de ejemplo, puede referirse a la «recepción del toscano en las letras» (Francisco ELÍAS DE TEJADA, Nápoles hispánico, tomo II, Madrid, Montejurra, 1958, pag. 181) durante el siglo XVI en la cultura napolitana. Hasta el punto de poder registrar «el toscanismo de los literatos napolitanos» (ibid.), llegándose a formas de profunda asimilación de la elegancia formal florentina en poetas, historiadores y juristas del Reino de Nápoles. Se trataba de «aceptar la gloria de una lengua que había servido para cincel de una Divina Comedia o de un Decamerón, o imitar a Petrarca cual se le imitaba en toda Europa» (ibid., págs. 182-183). En el contexto de una tradición literaria que ha vivido sus comienzos en Sicilia antes aún que en Toscana. Como documenta Elías de Tejada, esta consonancia literaria no comporta ni una anticipación del nacionalismo del ochocientos ni un predominio florentino, sino solamente un elemento de comunión cultural que atraviesa (y va más allá de) toda división de regímenes políticos, superando y aglutinando la misma.

[10] Bajo un perfil histórico, este tejido conectivo común emerge, en cualquier caso, en el contexto de las tradiciones populares antijacobinas. Sobre este punto, véase, entre otros, Massimo VIGLIONE, Rivolte dimenticate: le insorgenze degli italiani dalle origini al 1815, Roma, Città Nuova, 1999. También, del mismo, Rivoluzione & Controrivoluzione in Italia (1792-1815), Milán, Ares, 1999; también, de AA.VV., Le insorgenze antifrancesi in Italia nel trienio giacobino (1796-1799), Roma, Apes, 1992.

[11] Francisco ELÍAS DE TEJADA, La monarchia tradizionale, 2.ª ed., Nápoles, Controcorrente, 2001. El testo presenta en italiano la obra La monarquía tradicional, Madrid, Rialp, 1954, pero cambiando el primer capítulo por otro escrito precisamente para la edición italiana.

[12] «La mentalidad de nuestro tiempo […] no concibe con exactitud ni lo universal ni lo patrio; comprende solamente lo nacional» (ibid., pág. 22). Efectivamente, por sí mismo, lo patrio no sólo no se identifica con lo nacional, sino que ni siquiera se contrapone a lo universal (algo que sí acaece con lo nacional). Más bien, lo universal vive propiamente en lo patrio, y lo patrio concretiza lo universal. Análogamente, José Pedro Galvão de Sousa distingue lo autónomo de lo totalitario y, simétricamente, lo ecuménico del cosmopolitismo. En dicha perspectiva, lo autónomo no se contrapone a lo ecuménico, sino que lo actualiza. Es muy diferente del totalitarismo y del cosmopolitismo (derivados ambos del racionalismo moderno). Acerca del pensamiento del iusfilósofo brasileño, cfr. Ricardo DI P (a cargo de), Tradição, Revolução e Pós-Modernidade, Campinas/ São Paulo, Millennium, 2001; Giovanni TURCO, «La reppresentanza política come problema filosófico nel pensiero di José Pedro Galvão de Sousa», en José Pedro Galvão de Sousa, La rappresentanza política, introducción de Giovanni Turco, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2009, págs. 9-144.

[13] Francisco ELÍAS DE TEJADA, La monarchia tradizionale, cit., pág. 24.

[14] Según la eficaz fórmula crociana.

[15] Elías de Tejada sintetiza incisivamente esta relación esencial entre universalidad y particularidad: «Diferenciación realista y universalidad católica: esta es la Tradición de las Españas, así como la Tradición de las Italias», ibid., págs. 36-37. Sobre el pensamiento político del iusnaturalista español reenviamos particularmente a Miguel AYUSO TORRES, La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de Tejada, Madrid, Fundación Elías de Tejada y Erasmo Pércopo, 1994; Giovanni TURCO, «Europa, tradizione, libertà nel pensiero di Francisco Elías de Tejada», en Francisco Elías de Tejada, Europa, tradizione, libertà. Saggi di filosofía della política, introducción de Giovanni Turco, Nápoles, Edizione Scientifiche Italiane, 2005, págs. 7-90.

[16] Cfr. Jean DE VIGUERIE, Les deux patries. Essai historique sur l’idée de patrie en France, 2.ª ed., Bouère, Dominique Martin Morin, 2002.

[17] Jean de Viguerie escribe: «El patriotismo revolucionario […] difiere del patriotismo tradicional, pero se infiltra en él y le desnaturaliza […] el patriotismo revolucionario no es el amor a Francia, y la patria a la que se dirige este patriotismo no es Francia» (ibid., págs. 7-8).

[18] Ésta puede ser denominada con la incisiva expresión que da título a la reconstrucción historiográfica, que abarca los diez siglos que suelen denominarse medievales, de Giorgio FALCO, La Santa Romana Repubblica, Milán-Nápoles, Riccardo Ricciardi, 1973.

[19] Alfonso Maria de Ligorio ofrece una valoración políticamente relevante de la supresión de los jesuitas: «Destruyendo la Compañía de Jesús, los jansenistas y los innovadores abatieron los bastiones de la Santa Iglesia. Los soberanos están así de ciegos. La religión y el Estado se dan la mano; si se hunde la religión, el Estado vacila y se arruina» (Carta de 12 de junio de 1765, en Corrispondenza generale, I, 566, cit. en Augustine BERTHE, Sant’Alfonso Maria de’Liguori, trad. it., tomo II, Florencia, Tipografia Barbera, 1903, pág. 225).

[20] Giacomo MARTINA, La Chiesa nell’età dell’assolutismo, IV, Brescia, Morcelliana, 1980, págs. 171-172.

[21] Giovanni Antonio BIANCHI DA LUCCA, Della potestà e della política della Chiesa trattati due contro le nuove opinioni di Pietro Giannone. 6 vols., Roma, Stamperia di Pallade-Stamperia di S. Ignazio, 1745-1751. Reimpresa por Publishing Company, Montana, Whitefish, 2010.

[22] Entre los que se distinguirían particularmente los jesuitas, como documenta Carlos SOMMERVOGEL, Bibliotheque de la Compagnie de Jesus, I (Bibliographie), Bruselas-París, Schepens-Picard, 1890-1932.

[23] A modo de ejemplo puede señalarse entre estos a Vincenzo MONIGLIA, Dissertezione contro i materialisti ed altri increduli, Padua, Stamperia del Seminario, 1750; Daniele CONCINA, Della religione rivelata contro gli ateisti, deisti, materialisti e indifferenti, Venecia, Simone Occhi, 1754; Bernardino VESTRINI, Lettere teologiche, Venecia, Michele Belloti, 1749-1750; Lorenzo MAGALOTTI, Lettere familiari contro l’ateismo, Venecia, Sebastiano Coleti, 1741; Antonino VALSECCHI, Dei fondamenti della religione e dei fonti del’empietà, Padua, Stamperia del Seminario appresso Giovanni Manfré, 1765.

[24] San Alfonso testimonia la existencia de varios centenares de escritos antirracionalistas, sólo entre los que él mismo considera directamente (« Lettera all’Editore Remondini», del 12 de febrero de 1776, cit. en Ezio MARCELLI-Sentino RAPONI, Un umanista de ‘700 italiano. Alfonso de’ Liguori, Verona, Provincia Romana C.SS.R.-Bettinelli, 1992, pág. 206).

[25] Una reseña amplia y documentada de la literatura antiilustrada, aunque muy lejos de poderse considerar exhaustiva (según advierte el propio autor) –teniendo en cuenta el descomunal número de escritos por examinar–, es la monografía de Didier MASSEAU, Les ennemis des philosophes. L’antiphilosophie au temps des Lumières, París, Albin Michel, 2000.

[26] Sobre esta cuestión se remite a Giovanni TURCO, «L’apostolato culturale di S. Alfonso Maria de ‘Liguori», en S. d’Ippolito (a cargo de), Hommo perennis. Valori permanenti e divenire storico. Atti del Convegno, Roma, Edizioni Romane di Cultura, Roma, 2000, págs. 35-44. Alfonso valoraba particularmente al jesuita francés Claude Nonnote, autor de celebradas obras anti-ilustradas y anti-revolucionarias: Les erreurs de Voltaire, 2 vols., Reguillait, 1770; Dictionnaire philosophique de la religión, 4 vols., Lyon, Regnault, 1773. En relación con Nonnote escribió: «He exhortado a todos los superiores de las congregaciones de misión que están en Nápoles a que sean adquiridos por todos sus dependientes» («Lettera del marzo 1778», en Corrispondenza generale, cit. II, 473, en Augustine Berthe, op. cit., pág. 445.

[27] Sobre las actividades y el pensamiento de Antonio Capece Minutolo son fundamentales Walter MATURI, Il Principe di Canosa, Florencia, Le Monnier, 1944, y Silvio VITALE, Il Principe di Canosa e l’Epistola contro Pietro Colletta, Nápoles, Berisio, 1969.

[28] Al respecto cfr. Luigi DE LUTIO DI CASTELGUIDONE, I sedili di Napoli, Nápoles, Morano, 1973. [Los sedili eran instituciones administrativas de Nápoles cuyos componentes (Eletti) buscaban el bien común local. N. del T.].

[29] Cfr. Robert HAVARD DE LA MONTAGNE, Histoire de la démocratie chrétienne de Lamennais à Georges Bidault, París, Amiot-Dumont, 1948.

[30] Ejemplar resulta el marco intelectual construido por Luciano GUERCI, Uno spettacolo non mai più veduto nel mondo. La rivoluzione francese come unicità e rovesciamento negli scrittori controrivoluzionari italiani, Turín, UTET, 2008.

[31] La reconstrucción de un panorama completo de autores y tendencias no se encuentra aún disponible. A título de ejemplo y por lo que se refiere a Sicilia puede señalarse la reseña de autores (aunque muy diferentes entre sí por sus posiciones y puntos de vista) de setecientos y del ochocientos recogida por Tommasso ROMANO, Antimoderni e critici della modernità in Sicilia dal ‘700 ai nostri giorni, Palermo, Istituto Siciliano di Studi Politici ed Economici, 2012.

[32] Para conocer la actividad y el pensamiento de Lanteri, así como de las dos Amicizie resulta fundamental Roberto DE MATTEI, Idealità e dottrine delle amicizie, Roma, Bibliotheca Romana, 1981; y, del mismo, La Biblioteca delle «Amicizie». Repertorio critico della cultura cattolica nell’epoca della Rivoluzione 1770-1830, Nápoles, Bibliopolis, 2005.

[33] Sobre algunos de los análisis políticos de estos autores, véase Giovanni TURCO, «Introduzione» a Brigantaggio legittima difesa del Sud…, cit.; así como, del mismo, «“La Civiltà Cattolica” e il Risorgimento», cit. Sobre la filosofía social de Liberatore en particular, cfr., también del mismo, Della política come scienza ética, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012, págs. 79-107. Acerca del análisis de Taparelli de la relación entre protestantismo y liberalismo, cfr. Giovanni TURCO, «Protestantesimo e modernità. Soggettivismo religioso e soggettivismo político nell’analisi di Balmes, de Maistre e Taparelli», en Espíritu (Barcelona), vol. LX, núm. 142 (2011), págs. 311-377.

[34] A juicio del autor de estas líneas, en esta perspectiva se insertaría Antonio Rosmini, en cuanto que sus iniciativas, especialmente entre 1846 y 1848, compartieron proyectos de planteamiento liberal. Para una visión de conjunto, Cfr., entre otros, Guido VERUCCI, I cattolici e il liberalismo dalle «Amicizie Cristiane» al modernismo, Padua, Liviana, 1961.

[35] Para una panorámica de estas tendencias, cfr. Guido DE ROSA, Storia del movimiento cattolico in Italia, 2 vols., Roma-Bari, Laterza, 1966.

[36] Acerca de la importancia de las tesis de Lamennais y el debate que generaron, particularmente en Italia, permítaseme reenviar a Giovanni TURCO, «L’Affaire Lamennais e il dibattito sulla libertà religiosa: un caso paradigmatico», Diritto e religioni (Cosenza), vol. VIII, núm. 1 (2013), págs. 283-322.

[37] En orden a una amplia comprensión del fenómeno se remite, entre otros, a Giovanni TURCO, «Brigantaggio y legitimidad: una perspectiva entre la historiografía y la filosofía», Fuego y Raya, Revista hispanoamericana de historia y política (Córdoba), vol. 1, núm. 1 (2010), págs. 15-37.

[38] Una reconstrucción de esta temática puede encontrarse en Massimo VIGLIONE (a cargo de), La rivoluzione italiana. Storia critica…, cit

[39] Sobre el Risorgimento como proceso en acción, cfr. Danilo CASTELLANO, La razionalità della política, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, págs. 89-97.

[40] Ibid., pág. 96. Por eso, en relación con su íntima esencia ha sido evidenciado que «el Risorgimento italiano, pues, constituye […] un episodio de la gran Revolución, entendida en sentido teorético, es decir, como negación del orden natural; constituye el momento de la afirmación del liberalismo que actualmente se mantiene en esos ordenamientos» (pág. 94).

[41] Hay que recordar, a modo de ejemplo, que en la Italia risorgimentale la mayoría de los obispos se exiliaron, impidiéndoseles tomar posesión de (o volver a) sus propias diócesis. Algunos de ellos fueron arrestados, y otros maltratados. El contexto, y los hechos, han sido reconstruidos, entre otros, por Giovanni SPANDOLINI, La opposizione cattolica da Porta Pia al ’98, Milán, Mondadori, 1998; IDEM, Risorgimento anticattolico. La persecuzione della Chiesa nelle «Memorie» di Giacomo Margotti, Verona, Fede & Cultura, 2011.

[42] Se ha recordado que «especialmente en la Italia meridional, internados y colegios laicos ocuparon los antiguos seminarios confesionales, las Obras pías fueron expoliadas o suprimidas, eliminadas las prebendas episcopales, limitadas las celebraciones vespertinas o nocturnas, abolida la exención de los clérigos del servicio militar, los capítulos generales violentados y alterados, el óbolo de San Pedro obstaculizado de mil maneras, impuesto el juramento a los católicos declarados» (Giovanni SPADOLINI, L’opposizione cattolica…, cit., págs. 24-25). Contextualmente, la represión liberal golpeó directamente también al episcopado, hasta el punto de que –a título de ejemplo significativo– en 1874 sumaban más de 33 los arzobispos y obispos que fueron expulsados «de sus sedes por orden del Canciller Vigliani, por no haber presentado las Bulas pontificias relativas a la aprobación del gobierno y por no haber implorado el permiso del gobierno para ejercer sus cargos [exequatur], como se había establecido rigurosamente en la ley de garantías [absorbida por el Concordato lateranense en 1929. N. del T.]» (ibid., pág. 93).

[43] Para una documentación relativa a esta cuestión, véase Giovanni TURCO, «Lo Stato risorgimentale come problema», en Samuele Cecotti, Della legittimità dello Satato italiano…. cit.

[44] En relación con el papel jugado por la Masonería en la teorización y realización de tal planteamiento escolar (ideológico), se ha escrito que «los francmasones se distinguieron en el parlamento, y fuera de él, como decisivos sostenedores de la escuela elemental “gratuita, obligatoria y laica”, de los hogares infantiles, de la escuelas vespertinas, festivas, profesionales» (Tina TOMASI, Masoneria e scuola dall’unità ai nostri giorni, Florencia, Vallecchi, 1980, pág. 56). En la misma línea advierte que «la masonería se interesaba desde hacía tiempo por los hogares infantiles, sobre todo para que no quedaran bajo el monopolio prácticamente exclusivo de la Iglesia» (pág. 61).

[45] En particular, se trató de la institución de Escuelas, de la proliferación de diarios y revistas, de la creación de Cajas de Ahorro y fórmulas cooperativas campesinas, así como obras de carácter asistencial (desde orfanatos hasta hospicios).

[46] Con excepción de algunos grupos que mediante una activa publicística continuaron sosteniendo la causa de la monarquía borbónica (hasta los inicios del novecientos).

[47] Sobre el problema de la legitimidad del Estado risorgimentale Samuele Cecotti lleva a cabo una cuidadosa indagación, centrada en el pensamiento del jurista y político del novecientos Carlo Francesco D’Agostino, en Della legittimità dello Stato italiano…, cit.

[48] Como es sabido, después de la conquista de Roma por parte del ejército del Reino de Italia, el Papa fue declarado prisionero, segregándose los palacios vaticanos.

[49] A modo de ejemplo, puede recordarse que en 1897 –bajo la presidencia del abogado Gianbattista Paganuzzi– la Obra de los Congresos continuó en la línea de la intransigencia, llegando a contar con 17 comités regionales, 188 comités diocesanos, 3.982 comités parroquiales, 708 secciones juveniles, 17 círculos universitarios, 588 cajas de ahorro rurales, 688 agrupaciones obreras, 24 diarios, 155 publicaciones periódicas.

[50] Algo que se desprende del presente análisis.

[51] Objetivo de la Obra de los Congresos, como escribirá su inspirador –el abogado Gianbattista Paganuzzi–, es el de «unir y ordenar a los católicos y a las asociaciones católicas de toda Italia en el intento común de defender y propugnar, en conjunto, los derechos sacrosantos de la Iglesia y del papado, así como los intereses religiosos y sociales de la patria que Dios nos ha dado». Gian Battista PAGANUZZI, «Organizzazione dell’Opera», en Movimento Cattolico, 18-2-1888. Cit. en Angelo GAMBASIN, Il movimento sociale dell’Opera dei Congressi (1874-1904). Contributo per la Storia del cattolicesimo sociale in Italia, Roma, Curia Pontificiae Universitatis Gregorianae, 1958, pág. 33.

[52] Reflexiones pertinentes sobre la problemática de fondo de esta cuestión se encuentran en Miguel AYUSO, La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, Scire, 2008.

[53] Un texto teológico sintetiza de la siguiente manera la noción esencial: «Societas civilis, qua persona moralis, veram religionem profiteri tenetur […]. Societas civilis temporale bonun civium ita procurare debet, ut eos ad bonum máximum, felicitatem videlicet aeternam, adquirendum simul adjuvet. Sed hoc praecipue fit per religionem […] bonum enim temporale civium suapte natura spirituali eorum bomo, et praecipue fini ultimo, subordinator; qua de causa civitas non potest se abducere obligationi qua astringitur civium etiam spirituale bonum procurandi» (Johann HERRNANN, Institutiones Theologiae dogmaticae, 3.ª ed., Roma, Ex Typographia della Pace, 1903, vol. I, págs. 65-67.

[54] PÍO X, «Il fermo propósito», Insegnamenti pontifici – 4. Il laicato, a cargo de los monjes di Solesmes, trad. it., Roma, Paoline, 1968, pág. 214.

[55] Ibid., pág. 225. Entre otras cosas, advierte «de cuánta ayuda prestan a la Iglesia esos grupos electores de católicos que se proponen, precisamente, unir en un conjunto a todas sus fuerzas vivas, a fin de combatir, con todos los medios justos y legales la civilización anticristiana» (pág. 216).

[56] LE Ó N XIII, «Inimica vis», Acta Santae Sedis, Roma, Ex. Typographia Polyglotta Sacrae Congregationis de Propaganda Fide, 1892-1893, vol. XXV; reed., Nueva York, Johnson Reprint Corporation, 1969, págs. 274-277. La encíclica se dirige explícitamente a analizar la situación de persecución anticatólica llevada a cabo en Italia, atribuida directamente a la masonería, con el advenimiento del Estado unitario risorgimentale. Está dirigida a los obispos italianos.

[57] LEÓN XIII, Dall’alo dell’Apostolico seggio, en Acta Santae Sedis, Roma, Ex. Typographia Polyglotta Sacrae Congregationis de Propaganda Fide, 1890-1891, vol. XXIII, reed. Nueva York, Johnson Reprint Corporation, 1969, págs. 193-203. De esta manera, León XIII señala el factor impulsor del proceso de secularización que estaba llevándose a cabo: «Se trata del plano de las “sectas” el que está en juego ahora en Italia, especialmente en lo que se refiere a la Iglesia y la religión católica, con el objetivo final y evidente de reducirla, si fuese posible, a la nada» (pág .194), concluyendo que «por lo que se refiere a la religión en relación con el desarrollo de la cosa pública en Italia, estamos ante la realización del programa masónico» (pág. 197).

[58] «Durante quince siglos, el pueblo italiano ha permanecido fiel a este orden (social, honesto y cristiano), que parecía totalmente normal e indiscutible […]. Pero he aquí que desde hace poco más de cien años, un trabajo insidioso, sistemático y constante ha tratado de desmontar, más duramente que con la acción violenta, la cultura cristiana del pueblo italiano» (PÍO XII, Discorso alla Gioventù italiana di Azione Cattolica, 20 de abril de 1946, Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, Milán, Vita e Pensiero, 1946, vol. VIII, pág. 55). Acerca del orden político cristiano como meta y como criterio, cfr., especialmente, PÍO XII, Discorso per il 2.º Congresso mondiale dell’Apostolato dei laici, 5 de octubre de 1957, Discorsi e Radiomessaggi…, cit., Milán, Vita e Pensiero, 1957, vol. XIX, págs. 455-473; Allocuzione al Sacro Collegio e ai Vescovi sul sacerdocio e sul goberno pastorale, 2 de noviembre de 1954, Discorsi e Radiomessaggi…, cit., Milán, Vita e Pensiero, 1954, vol. XVI, págs. 245-256; Discorso ai giuristi cattolici italiani, 6 de diciembre de 1953, Discorsi e Radiomessaggi…, cit., Milán, Vita e Pensiero, 1953, vol. XV, págs. 477-492; Allocuzione al Patriziato e alla Nobiltà Romana, 14 de enero de 1945, Discorsi e Radiomessaggi…, cit., Milán, Vita e Pensiero, 1945, vol. VI, págs. 273-277.

[59] La enseñanza de San Pío X explica nítidamente la necesidad, de razón y de fe, de la res publica christiana. Como ha sido puesto de manifiesto: «Su “motto” [lema] “Instaurare omnia in Christo” representaba un programa de “restauración” […]; reaccionar ante la descristianización y la secularización de la sociedad que tenía lugar en nombre de la “modernidad”, reafirmando sin el más mínimo compromiso, los derechos de la Iglesia a intervenir en la vida de los pueblos para restablecer el orden social querido por Dios» (Roger AUBERT, «Pío X, tra restaurazione e reforma», en Elio Guerriero, I cattolici e la questione sociale, Milán, San Paolo 2005, pág. 61).

[60] Luigi STURZO, «La Terre Wallonnee», ahora en Scritti storico-politici (1926-1949), a cargo de Lucio Brunelli, Roma, Cinque Lune, 1984, pág. 104.

[61] Se encuentra entre los promotores de la Lega democrática nazione (en cuyo programa pueden advertirse los rasgos distintivos del modernismo político), y es autor de escritos en los que se teoriza el democratismo cristiano: Dalla democrazia cristiana al Partito popolare italiano (1920) y La democrazia cristiana italiana. Lineamenti storici (1945). Fue excomulgado por sus posiciones modernistas en 1908.

[62] Historiador del cristianismo, se encuentra entre los principales teorizadores del modernismo; fue excomulgado por sus posiciones modernistas en 1908 (y nuevamente en 1921, 1924 y 1925).

[63] Cfr. Lorenzo BEDESCHI, Murri, Sturzo, De Gasperi. Ricostruzione storica ed epistolario (1898-1906), Cisinello Balsamo, San Paolo, 1994.

[64] En relación con las tesis de Murri, se ha puesto de manifiesto que «tras una explícita aceptación del Risorgimento […], tomó claramente posición a favor el método liberal […] negando así la unión institucional de la Iglesia con la sociedad civil como ideal del presente; reconoció al Estado como necesaria expresión histórica y como natural punto de mediación entre las fuerzas sociales en conflicto, llegando, en fin, a concebir la democracia, no ya como instrumento de una movilización popular en orden a una restauración teocrática, sino como fruto de la progresiva elevación de la conciencia individual» (Pietro SCOPPOLA, «Chiesa e democrazia in Europa e in Italia», en Elio Guerriero (a cargo de), I cattolici e la questione sociale, cit., págs. 173-174).

[65] Ibid., págs. 176-177.

[66] En la crítica al democratismo cristiano expresado de forma políticamente organizada en Italia, sobre todo por el Partido Popular Italiano, se cuenta con estudiosos católicos, como el padre Agostino Gemelli o mons. Francesco Olgiati (Cfr. Agostino GEMELLI-Francesco OLGIATI, Il pro gramma del Partito Popolare Italiano. Come non è e come dovrebbe essere, Milán, Vita e Pensiero, 1919). Con miembros del episcopado, como el arzobispo de Génova Tommaso Pio Boggiani (Cfr. Tommaso Pio BOGGIANI, «L’ Azione Cattolica e il “Partito Popolare Italiano”. Lettera al Clero e al Laicato dell’Archidiocesi», Génova, 25 de julio de 1920, ahora en I due anni di episcopato genovese dell’e.mo signor cardinale Tommaso Pio Boggiani. Atti pastorali, Acquapendente, Lemurio, 1922, págs. 126-154). Igualmente se citan entre los críticos miembros del clero y exponentes del asociacionismo católico, como don Paolo de Toth y Filippo Sassoli de’ Bianchi.

[67] Entre sus críticos más sagaces y tenaces hay que recordar, particularmente, al abogado Carlo Francesco D’Agostino. Cfr. Carlo Francesco D’AGOSTINO, La «illusione» democristiana, Roma, L’Alleanza Italiana, 1951; «Perché i democristiani non sono cattolici», L’Alleanza Italiana (Osnago), núm. 70 (sept. 1954). Sobre el pensamiento del jurista e político católico véase la monografía de Danilo CASTELLANO, De Christina Republica. Carlo Francesco D’Agostino e il problema político (italiano), Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2004.

[68] Ibid.

[69] Dario Composta, tratando de determinar la identidad intelectual del democratismo cristiano concluye: «Denominaremos […] democristianos a los católicos que políticamente configuran la libertad del “demos”, y por lo tanto, los valores mundanos de la democracia [moderna] […] con una cierta, pero vaga, referencia al cristianismo» (Dario COMPOSTA, «I cattolici di ieri e di oggi di fronte alla morale politica», en AA.VV., Questione cattolica e questione democristiana, Padua, CEDAM, 1987, pág. 27). El democratismo cristiano se presenta como aquella forma de catolicismo que hace suyas –como si se tratara de una revelación de la esencia del propio cristianismo– las tesis de la Revolución Francesa de forma más radical que, el propio liberalismo católico. Composta considera el progresismo político y la aconfesionalidad como los ejes profundos de la política, en primer lugar, del Partido Popular, y después, de la Democracia Cristiana. Advierte que «el adjetivo “cristiano” […] aparece, junto al término “democracia”, como una expresión que indica una tensión dirigida a lo que sería el “modelo”» (pág. 52). Desde esta perspectiva, el cristianismo mismo sería, según un presupuesto rigurosamente historicista, una vía para alcanzar la plenitud de la democracia moderna, como ideal que se identifica con el fin mismo de la historia.

[70] Particularmente, como se ha puesto de manifiesto, «Gedda y los suyos auspiciaban, efectivamente, la constitución de un bloque de defensa católica que, sin embargo, rechazaban dirigentes democristianos como Gasperi. Muy pronto, el partido demócrata cristiano, aunque continuó beneficiándose del apoyo prestado por las organizaciones católicas, y reclutando dentro de las mismas a sus dirigentes, se esforzó en afirmar su propia autonomía» (Jean-Marie MAYEUR, «Forme di organizazzione del laicato cattolico», en Elio Guerriero (a cargo de ), I cattolici e il dopoguerra, Milán, San Paolo, 2005, pág. 173).

[71] Como documenta el jurista Pietro Giuseppe Grasso, «existen muchos motivos para pensar que tal adhesión a los cánones y modelos del constitucionalismo de corte liberal encontró un modelo necesario en el modo de ser de los partidos democristianos, más que, por consiguiente, una mera admisión de carácter práctico» (Pietro Giuseppe GRASSO, Costituzione e secolarizzazione, Padua, CEDAM, 2002, pág. 12). De modo análogo, lo evidencia, con particular referencia a la Sentencia 508/200, el hecho de que «la Corte Constitucional “certifique” el laicismo de la Constitución» (pág. 255). Grasso no deja de subrayar cómo «se ha hecho notar por algunos que, en Italia, el proceso de secularización de la vida pública (con las mencionadas innovaciones legislativas) se había hecho evidente durante el período en el que mayor fueron los resultados del Partido de la Democracia Cristiana» (pág. 10).

[72] Se ha escrito que «las responsabilidades de la DC por lo que se refiere al divorcio vienen de tiempo atrás: se remontan a la Constituyente, en la que, gracias al consentimiento de más de 37 diputados democristianos no se había introducido en el art. 29 de la Constitución el principio de la indisolubilidad del matrimonio […], y se prolongaron hasta 1987», cuando «sin discusión y por simple votación a simple mano alzada […] se aprobó con el voto favorable de la DC el llamado “divorcio corto”, que reducía de cinco a tres años el tiempo necesario para obtener la disolución del matrimonio» (Roberto DE MATTEI, Il centro che ci portò a sinistra, Roma, Fiducia, 1994, págs. 44-45).

[73] Roberto de Mattei ofrece un documentado análisis en la obra recién citada.

[74] A este respecto, el historiador Pietro Scoppola ha escrito que «nunca Italia […] se había laicizado tan profundamente como en el período democrático-cristiano». Pietro SCOPPOLA, «Il progetto degli anni ’30 nel dopoguerra», en AA.VV., L’idea di un progetto storico, Dagli anni ’30 agli anni ’80, Roma, Studium, 1982, pág. 90. Por su parte, el filósofo Augusto Del Noce advierte que «una secularización tan plena no se había producido ni con los jacobinos, ni con los masones, ni con los comunistas». Augusto DEL NOCE, «Introduzione» a Antonio Socci-Roberto Fontolan, Tredici anni della nostra storia (1974-1987), Il Sabato (Roma), núm. 13 (26 de marzo de 1988), pág. 3).

[75] El ex Secretario Nacional de la Democracia Cristiana, Ciriaco De Mita ha declarado que dicho partido «ha invertido decenas de años de reflexión y análisis destinados a desenmascarar el integrismo entre los católicos», enunciando la teoría de que «la democracia es un proceso que, por ello mismo, no se concluye nunca». Ciriaco DE MITA, «Discorso tenuto in apertura dei lavori del Consiglio Nazionale della Democrazia Cristiana», Il Popolo (Roma), 16 de octubre de 1982. Flaminio Piccoli, también ex Secretario de la Democracia Cristiana, ha afirmado que «ese gran proceso de transformación –que en Europa se ha llevado a cabo bajo la prevalente hegemonía socialdemócrata o laborista– ha sido realizado en Italia bajo la dirección principal de un partido democrático cristiano: se trata de un gran hecho histórico, si se piensa que el proceso de modernización habitualmente se ha desarrollado bajo el “espíritu capitalista” originado por la “ética protestante” o bajo el espíritu ilustrado de la Revolución Francesa, o bajo el socialista, marxista-leninista de la revolución de Octubre, se fundamenta en Italia en la tradición cristiana propia de los católicos demócratas». Flaminio PICCOLI, «Una DC più forte per una democracia più moderna», Il Popolo (Roma), 3 de mayo de 1982. Sobre esta cuestión cfr. también Ciriaco DE MITA, Intervista sulla DC, a cargo de A. Levi. Bari, Laterza, 1986.

[76] Según fórmula acuñada por el honorable Ciriaco De Mita.

[77] «El catolicismo democrático hace lo que el comunismo no podría hacer: amalgama, ordena, vivifica, y se suicida». Antonio GRAMSCI, «I popolari», L’ordine nuovo (1919-1920), Turín, Einaudi, 1954, pág. 286.

[78] A los que se conectan, a su vez, otros tantos problemas teológicos.

[79] Sobre este tema es ilustrativo el diagnóstico de Cornelio FABRO, Introduzione all’ateismo moderno, 2 vols., Roma, Studium, 1969. A este respecto, también, permítaseme reenviar a Giovanni TURCO, «Modernità e fenomenismo nel pensiero di Cornelio Fabro», en Gabriele DE ANNA (a cargo de), Verità e libertà. Saggi sul pensiero di Cornelio Fabro, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012, págs. 241-283.

[80] En relación con ambas nociones me permito reenviar a Giovanni TURCO, La política come agatofilia, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012.

[81] El problema ha sido analizado, entre otros, por el autor de estas líneas, particularmente en relación con las tesis de Carlo Francesco D’Agostino. Cfr. Giovanni TURCO, Della política come scienza ética, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012.

[82] Es interesante llamar la atención acerca de que los orígenes del pensamiento sociológico se hayan reconducido también a un autor como De Bonald. Sobre este punto, cfr. Robert SPAEMANN, Der ursprung der soziologie aus dem geist der restauration. Studien über L. G. A. de Bonald, trad. it., L’origine della sociología dallo spirito della Restaurazione, Roma-Bari, Laterza, 2002.

[83] Augusto DEL NOCE, «Tramonto o eclissi dei valori tradizionali?», en Ugo Spirito-Augusto del Noce, Tramonto o eclissi dei valori tradizionali?, Milán, Rusconi, 1971, pág. 201. Del Noce aclara la diferencia entre religión y clericalismo: «La primera se confronta siempre con la realidad existente; incluso cuando asume actitudes conservadoras se encuentra siempre enfrentada con las direcciones que parecen ya destinadas a la victoria y contra esos males mayores que encierran (aunque, ciertamente, puede errar en su juicio histórico). El segundo trata, por el contrario, de adaptarse a la “marcha en formación” de la historia, tratando se insertarse en ella».

[84] Acerca del relieve filosófico-jurídico de tal planteamiento, cfr. Giovanni TURCO, «Diritto alla vita e tentazione neolamennasiana», Studi Giuridici Europei, I (2011-2012), págs. 221-224.

[85] Es oportuno poner de manifiesto que Karl Rahner pone en términos homólogos a los de Lamennais para la política, el problema de la filosofía cristiana (e incluso, previamente, el de la relación entre Cristianismo y filosofía). Parte de la aceptación, sustraída a la discusión, de que «e x i s t e un pluralismo en la concepción del mundo y de la existencia que no es posible reconducir a una síntesis adecuada» (Karl RAHNER, Philosophie und Philosophieren in der Theologie, trad. it., «Filosofia e procedimento filosófico in Teologia», en Nuovi saggi, Roma, Paoline, 1969, vol. III, pág. 83). Una concepción extrafilosófica análoga se especifica como premisa en lo que se refiere a la filosofía: «Hoy no existe ya, ni siquiera para el católico una filosofía ya elaborada, ya adaptada a las exigencas de la teología» (pág. 76). También en este caso el juicio de hecho es tomado como juicio de valor. La representación de la situación viene dada como necesidad preclusiva. Como en lo que se refiere a la libertad lamennasiana, también la fe rahneriana se condensa en el acto que la pone, hasta el punto de que llega a aseverar que «no se puede concebir una motivación de la fe si no es en la fe misma» (Karl RAHNER-Karl Heinz WEGER, Was sollen wir noch glauben?Theologen stellen sich den glaubensfragen einer neuen generation, trad. it., Problemi di fede della nova generazione. Brescia, Morcelliana, 1982, pág. 137).

[86] Escribe Lamennais que «puesto que en nuestro tiempo, Dios […] ya no es admitido ni aceptado por todos […], es consecuente que hoy el único sistema social posible sea el que se fundamenta en el desarrollo de la libertad individual» (Félicité Robert DE LAMENNAIS, «Un grave errore della gente onesta», en L’Avenir, 9 de noviembre de 1830, en Scritti politici, trad. it. de D. Novacco, Turín, UTET, 1964, pág. 101).

[87] Una reflexión sobre este tema puede encontrarse en Bernard DUMONT, Gilles DUMONT y Christophe RÉVEILLARD (a cargo de), La culture du refus de l’ennemi. Modérantisme et religion au seuil du XXIe. siècle, Limoges, PULIM, 2007.

[88] Esta consideración, formulada en relación con el espacio político, nos lleva al análisis de las dos formas de falsa prudencia (o pecados contra la prudencia) sintetizada en un texto ejemplar: «Ita etiam aliquod peccatum potest ese contra prudentian habens aliquam similitudinem eius dupliciter. Uno modo quia studium rationis ordinatur ad finem qui non est vere bonus sed apparens: et hoc pertinent ad prudentiam carnis. Alio modo, inquantum aliquis ad finem aliquem consequendum, vel bonun vel malum, utitur non veris, sed simulatis et apparentibus: et hoc pertinet ad peccatum astutiae» (TOMAS DE AQUINO, S. th., II. II, q. 55, a. 3).

[89] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In. Pol., 1. I, lect.1.

[90] En analogía con la cuestión cristológica debe observarse que tanto las formas del monifisismo como las formas nestorianas deforman radicalmente la noción de res publica christiana.

[91] Nos referimos aquí a la tercera fase de su pensamiento, iniciada con Paroles d’un croyant.

[92] Esta consideración se refiere también a los casos en los que se registran formas ideológicas como la de la «nueva cristiandad laica» que, según la formulación de Jacques Maritain comporta una «conception profane chrétienne et non pas sacrale chrétienne du temporal» (Jacques MARITAIN, «Humanisme integral. Problèmes temporels et spirituels d'une nouvelle chrétienté», en Jacques y Raissa Maritain, Oeuvres Complètes, Friburgo-París, Éditions Universitaires-Éditions Saint Paul, 1984, vol. IV, pág. 475), a la que corresponde el proyecto de un «État laïque chrétiennement constitué» (pág. 491). Semejante teorización asume, sin discutirla, la premisa historicista de un incremento cualitativo y de una historia necesariamente irreversible. En palabras de Maritain, ello propone que «nous reconnaissons l'irréversibilité foncière du mouvement historique […] ce mouvement irréversible» que presupone «une loi que domine le temporel comme tel, et qui concerne la jonction […] de l'Homme et du Temps» (pág. 450). Para una crítica de esta concepción, cfr., entre otros, A. MESSINEO, «L'umanesimo integrale», La Civiltà Cattolica, 25 de agosto de 1956, vol. III, quad. 2549, págs. 449-462.