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El catolicismo político francés entre tradición y modernidad

CUADERNO: LA RES PUBLICA CHRISTIANA COMO PROBLEMA POLÍTICO

 

1. Introducción

El marco de esta intervención implica limitarse a la síntesis de algunos elementos esenciales, o claves de entendimiento, sin por lo tanto pretender realizar un cuadro completo, ni histórico ni tampoco actual.

Por eso, hace falta tomar en consideración ciertas tendencias presentes en la vida pública de los católicos (compromisos, maneras de comportarse frente a ciertas categorías de acontecimientos, temas), y eso entre los más socialmente activos. Es cierto que se podría y debería completar con muchos otros detalles, entre otros una historia de lo que Brémond llamaba el sentimiento religioso, o mejor, una historia de la santidad, muy importante durante los siglos XIX y XX, que no se puede disociar del curso general de la sociedad.

Para hacer eso, seguiremos tres etapas principales:

1) La ruptura operada por la Revolución francesa en el estatuto social y político de los católicos.

2) La «psicología política» de los católicos franceses desde aquella etapa fundamental y hasta hoy.

3) Un breve panorama de las tendencias que se manifiestan en la actualidad, mezclando el peso del pasado con ciertos tratos nuevos y por parte positivos.

 

2. La ruptura revolucionaria y sus consecuencias

Catholique et Français toujours. Es el título de un cántico de protesta[1], muy expresivo de la realidad de la tragedia revolucionaria: la de la ruptura entre la nacionalidad y la religión. En efecto, la Revolución francesa es el punto de partida del cambio de estatuto de los católicos franceses.

– Antes de las guerras de religión, ser francés y ser católico se identificaban, estando el pueblo ungido de algún modo a través de la unción del Rey; esa situación permaneció pese a las amenazas externas –la insurrección protestante– e internas –el espíritu de transacción frente a ellas, al tiempo de los llamados «políticos» (Michel de l’Hospital y otros). De este modo, el auténtico francés sigue siendo el católico, y el protestante un enemigo del interior, tolerado o no, pero nunca legitimado.

A partir de la Revolución francesa los polos se invierten y el católico se trasforma, según las variaciones políticas, en sospechoso de subversión, convirtiéndose en objeto de represión, de contención o de domesticación (por tanto de corrupción). En realidad, hace falta distinguir entre los (verdaderos) católicos, tratados de esta manera, y los otros, el abanico que va desde los peores apóstatas (actores de la Revolución: se piensa en los soldados republicanos ejecutores del genocidio de la Vandea, probablemente casi todos bautizados), hasta los descreídos, los que buscan cualquier acuerdo con el espíritu de la época. De modo que, de ahora en adelante, cuando hablemos de «los católicos», será para designar a los fieles, a lo que queda del pueblo cristiano, practicante con más o menos regularidad.

– De un lado subsiste el pueblo católico, pero el Estado confesional ha cesado de existir. Desde entonces subsiste la masa aún mayoritaria de los católicos franceses, pero el Estado católico ha desaparecido. Políticamente, eso puede interpretarse como la evicción de la gran mayoría del pueblo por una minoría revolucionaria [lo ha explicado bien Augustin Cochin: la apropiación del pueblo entero por una especie de tiranía colectiva, que llamaba el «pequeño pueblo»[2]]. De allí deriva un desgarrón en la conciencia católico-francesa, enfrentada a una doble ruptura trágica –en el sentido estricto de la palabra– de exclusión fuera de su propia casa y de división entre la ciudadanía y la profesión religiosa.

Así se instituye el divorcio de manera duradera, bajo la presión principal de la masonería y con el desafortunado apoyo o la complicidad de los católicos liberales, y por desgracia, también en consecuencia de errores políticos de los «buenos», incluso de la política vaticana en algunos momentos claves. A fines del siglo XIX, los católicos están excluidos del orden político –y, según las épocas, también de lo que llamamos ahora el espacio público. Se forja entonces la distinción entre el hombre individual (católico o no) y el ciudadano que no puede ser sino «laico» o religioso pero sólo a título de opinión individual.

Este nuevo estatuto se impuso socialmente de manera gradual, con pasos adelante o marchas atrás, pero sin desmentir nunca el principio formalizado en la Declaración de derechos de 1789[3] y consagrado por el Concordato de 1801, cuyo Preámbulo describe el catolicismo de modo sociológico, como «la religión de la gran mayoría de los franceses».

– De parte de la Iglesia, fue una rendición objetiva, y desde el punto de vista de la historia de los católicos, fue el verdadero punto inicial de la ruptura entre la práctica religiosa privatizada (aunque pudiera manifestarse públicamente en el marco de la sociedad «civil») y la ciudadanía laica. Por supuesto, el concordato no es otra cosa que un acto prudencial dictado por el realismo político y el deseo de salvaguardar el bien de los fieles. Pero sabemos que este realismo (tal vez bastante imprudente) se convirtió, en el interior del catolicismo francés, en costumbre poco a poco dominante, hasta el Concilio Vaticano II, y desde entonces en doctrina oficial confirmada expresamente por los obispos y, con ocasión del centenario de la ley de Separación, por Juan Pablo II[4].

 

3. La psicología política nacida de la situación nueva

Debemos notar que el nuevo ordenamiento cobra aproximadamente nueve generaciones. Y que durante este periodo, más allá de los cambios de regímenes, nada significativo ocurrió para restaurar el orden católico. Sin embargo, el problema católico ha sido siempre el mismo –por supuesto, no sólo en Francia–, a saber el enfrentamiento entre Iglesia y Revolución –la modernidad política y filosófica. De tal manera que la relación entre los católicos de Francia y el sistema vigente (la «República») sigue siendo constante y central.

Ahora bien la mayor parte de los católicos franceses ha sufrido una persistente dificultad con la comprensión del sistema revolucionario y sus herencias.

 

En primer lugar, la dificultad del análisis del nuevo orden y sus consecuencias

– Al inicio, la inspiración filosófica de la Revolución no es evidente a todos los católicos. Muchos suponen que se trata –sin decirlo así– de un fenómeno de «modernización» del Estado monárquico. Pero pronto, a causa de la violencia, se descubre el horror de la tormenta. Y la parte sana del cuerpo católico ve en el fenómeno revolucionario una manifestación satánica, tanto más cuanto que fue brutal y relacionado con la impiedad fomentada por los intelectuales a lo largo del siglo XVIII. Sólo más tarde, los utopistas exaltados como Lamennais o los románticos como Lamartine saludan la «era nueva» profundamente evangélica nacida de los dolores revolucionarios. Esa pequeña minoría es la raíz de la familia liberal-progresista que va crecer en el mismo seno de la Iglesia, según un ritmo constante hasta el Concilio y después. Si el fenómeno no toca sólo a la Francia, ésta sin embargo tiene la precedencia en el asunto.

La obra del padre Augustin Barruel –Memorias para servir a la historia del jacobinismo– presenta el primer análisis del fenómeno. Es una obra excepcional de documentación realizada en condiciones difíciles, en el curso mismo del período revolucionario. El autor pone de relieve el papel ideológico de las logias y otras sociedades ocultas, la propaganda que resulta de este trabajo y, por fin, las infiltraciones de individuos o grupos subversivos en los cuerpos del Reino de Francia. Pero deja de lado los aspectos jurídicos (la nueva forma del Estado) y sociológicos: el funcionamiento de las bandas de los partidos, la relación entre ellas y la burguesía o la parte corrupta de la nobleza como soporte socio-económico principal del nuevo sistema. Barruel no podía ir más allá de lo que había hecho, pero haciendo hincapié en la actividad de los grupos sectarios, inició una forma de cultura política de carácter conspiracionista. Resultan de ahí varias consecuencias negativas: desplaza la atención de los hechos políticos reales hacia especulaciones sobre la presencia de infiltrados, genera la sospecha y finalmente paraliza a los que caen en ella en una especie de realidad virtual y paralela. El conspiracionista, por el contrario, no presta atención a la forma del nuevo sistema, ni tampoco a su funcionamiento efectivo.

– El principio de la soberanía absoluta del pueblo había sido rechazado por el papa Pío VI, pero sin analizarlo en sus últimas consecuencias. Curiosamente, y eso se verifica desde el tiempo de la Restauración, también incluso antes, si el sistema parlamentario y de partidos suscita la crítica de los autores reaccionarios, contrarrevolucionarios o conservadores, acerca de los temas de la igualdad, de la inestabilidad, del centralismo estatal y hasta de la tiranía, no genera en cambio ningún análisis de las modalidades concretas de las lógicas institucionales (de cómo funciona un partido, de donde procede socialmente la oligarquía…).

Al final del siglo XIX, Augustin Cochin, ya mencionado, atraerá la atención sobre un aspecto de la cuestión, analizando el funcionamiento social y psicológico casi mecánico de las «sociedades de pensamiento». Manifestaba sin embargo un entusiasmo exagerado por la sociología (de Durkheim) y daba a sus análisis un tono demasiado sistemático. Como murió en el curso de la Primera Guerra mundial (1916), no tuvo el tiempo suficiente para ampliar sus observaciones, en particular para detallar sus propias intuiciones sobre la propaganda, o interesarse de modo comprensivo por el conjunto formado por la prensa, las logias, la finanza y los partidos.

Otros autores católicos hicieron una labor importante para analizar la nueva sociedad nacida de la Revolución francesa, pero esencialmente en el plano económico y social, sin hacer la síntesis con el sistema político en su conjunto. O bien analizaron el desorden del centralismo estatal nacido del jacobinismo (Le Play en particular), pero no el sistema del poder jacobino. Se pueden mencionar también ciertas observaciones de Tocqueville sobre la tiranía de la mayoría, a través del estudio del modelo americano. Pero su catolicismo liberal le impidió ir más adelante. Salvo raras excepciones –tal como Armand de Melun (1807-1877)–, los «católicos sociales», muy atentos a las consecuencias del liberalismo económico, fueron en mayor parte acríticos con el liberalismo político o hasta francamente liberales en materia política.

– Entonces, ¿cómo explicar esta ausencia relativa de atención, de parte de los católicos, al fenómeno del poder nuevo, tanto político como cultural? Podemos sugerir dos factores:

Primeramente, la forma mentis monárquica (de tradición milenaria en Francia) puede explicar algunas deficiencias. Si la experiencia del pasado ha permitido aceptar la posibilidad de una conspiración, o de una revolución de palacio, no facilita la comprensión de una estructura de poder subversiva absolutamente nueva. Además, la misma forma mentis nutre una disposición muy frecuente entre los católicos franceses: la espera del «hombre providencial» que va resolver todos los problemas. Es una tendencia que afecta sobre todo a los católicos antiliberales, pero que tiene un influjo sobre los liberales. Así, el providencialismo de Bossuet puede tener su compañero en el evolucionismo histórico de Tocqueville.

En segundo lugar la penetración anterior de ciertas ideas liberales más allá de las fronteras religiosas. La conciencia de la «modernidad» como conjunto coherente de ideas y prácticas que afectan a toda la vida, individual, económica, técnica, política, artística, etc. no apareció claramente de inmediato. En especial no se advirtió fácilmente la relación entre liberalismo económico y democracia, ni tampoco (ni siquiera se advierte hoy mismo) otra relación, entre modernidad y modelos de vida cotidiana y otros aspectos culturales. Y cuando se aceptan los diversos aspectos culturales y morales del liberalismo se torna tanto más difícil esta comprensión. De esta flaqueza inicial ha nacido el moderantismo, forma dominante del liberalismo católico práctico. Y también muchas contradicciones particularmente sensibles hoy en día, cuando vemos a las mismas personas criticar justamente la maldad de la ideología dominante y adoptar conductas, expresiones y usos modelados sobre la misma.

– Dos consecuencias resultan también de esas insuficiencias:

Una, más importante, de orden práctico, es la «entrada» en las instituciones del Estado revolucionario (napoleónico, pseudo-restauracionista, republicano) de muchos católicos valiosos, nobles o no, sea en la alta administración, sea en el ejército o la marina. Eran conscientes frecuentemente del carácter negativo de los regímenes que servían, pero tenían el sentimiento de deber cumplir un servicio en favor de la Patria, a pesar de las deficiencias del régimen. Por tanto, no practicaban de ningún modo el «entrismo»[5] y, en caso de conflicto de conciencia, unos renunciaban (como se vio por ejemplo durante el fin del siglo XIX) mientras que otros callaban. Es el fenómeno de las «dos patrias», estudiado por el historiador Jean de Viguerie[6], una ilusión mucho tiempo cultivada por el sistema cuya persistencia comprobamos hasta hoy mismo. (Debe notarse que es distinto el problema casuístico de la licitud de aceptar un empleo que implica cualquier cooperación indirecta cuando no hay ninguna alternativa.) La fuente de la ilusión mencionada, del lado de los católicos, es la insuficiente percepción de las estructuras, para sólo prestar atención a la calidad, negativa o positiva, de los hombres. Dicen: no debemos dejar el espacio a los hombres malos, las cosas andarán mejor si estamos nosotros en el puesto debido. Es una forma de reducción moralista de la realidad institucional, una incomprensión de quienes mandan y al servicio de qué causa lo hacen.

Otra consecuencia radica en el primado de las visiones a corto plazo, particularmente en adecuación con las perspectivas electorales (lo que se puede interpretar como una predisposición al Ralliement); curiosamente esta disposición contradice una idea frecuente sobre la monarquía, fuente de continuidad del proyecto político a largo plazo. Pero en realidad estamos delante de dos fenómenos diferentes: de un lado, la sucesión de una dinastía, que tiene principios, como el honor, el espíritu de servicio, o bien la continuidad de una clase que quiere mantener sus privilegios; de otro la reconquista de un poder perdido, pensada a largo plazo. Ésta presupone una fuerte capacidad política apoyada sobre un grupo de hombres resueltos, perseverantes, movidos por razones religiosas y/o patrióticas, unidos bajo una estructura de mando, al servicio de un fin bien determinado[7]. En tales circunstancias, la visión a corto plazo es como una táctica sin estrategia (¡ni tampoco ejército!).

Para concluir, debo notar que no separan a los liberales y a los católicos más tradicionales, aunque en la práctica es el liberalismo que saca ventaja de la situación.

 

Los católicos más coherentes, dos veces huérfanos

– Una circunstancia de primer orden, evidentemente, fue la desaparición de la dinastía, desprovista de todos modos de medios y de voluntad eficaz de recuperar el poder. Hasta 1873, los católicos ya estaban divididos entre partidarios del nuevo curso liberal (orleanistas y otros), y legitimistas, en cuyas filas también se encontraban elementos partidarios de la transacción con los principios liberales. En la práctica, los mejores y más fieles se implicaban en los combates religiosos del ultramontanismo, mientras que los más «realistas» eran conservadores y en distinta medida liberales.

Pero el intento de restauración del Conde de Chambord, finalmente aceptado por los orleanistas, fracasó, tanto a causa del liberalismo de la mayor parte de sus partidarios, como de su propia falta de conciencia política: no quería tomar el poder mediante la fuerza, sino ser llamado por la representación nacional unánime; además entregó su suerte, con exagerada confianza, al mariscal de Mac Mahon, hombre preso típicamente de prejuicios legalistas y posiblemente de intenciones no tan claras, que de todos modos fue eliminado en 1876[8]. Desde ese momento, los católicos no liberales se encontraron en una situación de afasia.

La consigna del Ralliement debe entenderse en estas circunstancias: León XIII aconsejaba a los católicos franceses que dejasen sus divisiones estériles (entre varias y vanas hipótesis dinásticas) y se uniesen para penetrar el sistema vigente y transformarlo desde el interior. Como se sabe, el mensaje no fue recibido por los católicos más tradicionales (conscientes de la ilusión que suponía), mientras que los liberales lo consideraron como una ocasión única de lograr un reconocimiento oficial de su conducta, tanto más cuanto que el papa argumentaba de modo muy peligroso para conseguir sus fines (en particular legitimando el régimen republicano, como si fuese neutro).

Así, los «católicos y franceses» fueron efectivamente dos veces huérfanos: perdieron la esperanza de conocer la vuelta del Rey cristianísimo, perdieron también la protección paterna del Papa.

– Es imposible recorrer la historia del periodo que sigue, por lo que bastará recordar algunas cosas:

La primera es que, a partir del Ralliement y a pesar de su fracaso, la doctrina moral, en materia política, enseñada en los seminarios, y presentada al rebaño católico por los obispos y los curas, fue a favor de la sumisión al orden establecido: una interpretación del Ralliement sin la idea entrista de León XIII. Sólo una parte de los católicos rechazará este discurso: por ejemplo, los padres Charles Maignen (1858-1937) y Dom Besse (1861-1920).

A partir del mismo periodo, en segundo término, la jerarquía (obispos, Roma), con motivos varios, va siempre a favorecer a los liberales y a oponerse (y hasta condenar) a los más ortodoxos. Además los obispos buscarán siempre mantener un mayor y más estrecho control sobre los católicos. Lo ha demostrado muy claramente el caso de la FNC, la Federación Nacional Católica, dirigida por el general De Castelnau en 1924, para obstaculizar los proyectos anticatólicos del Cartel de las izquierdas que quería aplicar la ley de separación a la Alsacia-Mosela recuperada en 1918[9].

Así los católicos se encuentran en un callejón sin salida: o aceptan el régimen y participan en él, en distintos grados, domesticados tanto por el sistema dominante como por el sistema clerical; o bien buscan la posibilidad de actuar políticamente, pero al riesgo de conflicto con la jerarquía: sin embargo, de hecho, no actuaron así, probablemente a causa de su propensión a esperar el hombre providencial y también a consecuencia de la insuficiente preparación ya mencionada; y eso les lleva a cooperar con iniciativas no específicamente católicas: lo que pasó con diversas ligas nacionalistas, pero ante todo con la Action Française, lo que al final agravó su caso.

Este punto es bien conocido. Sólo hay que recordar que Maurras era positivista, partidario de la Realpolitik, excelente analista de la actualidad política republicana pero mucho menos pensador estratégico. El movimiento creado detrás del diario fue una «escuela», sí, intelectual y moral, pero con aspectos negativos que agravaron ciertas tendencias antecedentes de los católicos y les comunicó otras falsas, muy modernas, entre otras una forma de sectarismo ideológico, de rigidez intelectual, de pragmatismo moral.

La condena de la Action Française por Pío XI es frecuentemente llamada «el segundo Ralliement»: y este fue mucho más rico en consecuencias que el primero. La política del pontífice conduce a prohibir la acción política autónoma de los católicos, para forzarles a entrar en masa en las filas de la Acción Católica bajo el estricto control de la jerarquía. De allí la legitimación de hecho de los modernistas (y, un poco más tarde, de los progresistas), la separación entre militancia católica y participación política sin referencia religiosa y, por fin, la marginación de los católicos más consecuentes y resueltos. A partir de 1926, los ortodoxos son los liberales; los heréticos, los católicos más fieles

Entre los años treinta y la víspera del Concilio, aparece una nueva configuración del catolicismo francés, acentuada siempre por un acontecimiento de gran importancia:

La mayor parte de los católicos disocian la vida religiosa de tipo tradicional y la vida política: en ésta la misma mayoría es legalista, mientras las personalidades de más significación política son «moderadas», más o menos. Típica, por ejemplo, es la figura del coronel de La Rocque, fundador de la liga de veteranos «Croix de feu»: un conservador, patriota, republicano sin estados de ánimo[10].

La minoría liberal crece para transformarse en fuerza modernizadora, sea al lado del partido comunista, sea de una forma de social-democratismo decorado de conceptos cristianos.

Los católicos más tradicionales (para resumir: los «católicos de Action Française») se encuentran cada vez más marginados, por etapas: después del 6 de febrero de 1934 (manifestación antiparlamentaria de París, organizada por varias ligas republicanas de derecha y, junto a ellas, los de la Action française); con la participación en el régimen de Vichy y la depuración ulterior; con la segunda depuración operada en el periodo final de la guerra en Argelia, al estar el clero dominante a favor del FLN; finalmente el Concilio, evidentemente.

 

4. La situación presente

Desde hace cincuenta años los católicos franceses están involucrados en una doble crisis, que concluye (provisionalmente) el pasado crítico aquí muy brevemente recordado. Los católicos franceses han sido excluidos de su patria, no sólo políticamente, sino también culturalmente: al menos es la tendencia. Y quien ha sido responsable de la exclusión es el sistema moderno/posmoderno en su configuración francesa, que ha seguido su curso lógico y, por desgracia, la misma Iglesia, entrada en la crisis conciliar. Sin embargo en nuestros tiempos hay pruebas interesantes de supervivencia, y tal vez un poco más.

 

Los frutos de la crisis

Los católicos, que viven en el tiempo, inmersos en la sociedad con sus contemporáneos, sufren la crisis común. Nadie es una isla… Sin embargo, hay una escalera bastante larga, con muchos escalones, para medir la porosidad o la resistencia al medio ambiente, y para entender la proporción de los influjos respectivos de «tradición» y «modernidad» sobre los católicos franceses de hoy.

– La crisis de la sociedad, de la educación, de las costumbres, conduce a la ruptura con el pasado, a la generalización de la cultura de masas, a lo que Del Noce llamaba la irreligión natural. Eso genera un fenómeno de ósmosis, que como se sabe, funciona en dos direcciones en la medida de la fuerza de cada parte. Se entiende aquí la «ley de los dos termómetros» de Donoso Cortés: tanto más fuerte es la vida interior, mayor es la libertad. Claramente la destrucción operada inmediatamente después del Concilio ha debilitado en proporciones enormes esta capacidad de libertad interior en presencia del rodillo compresor de la sociedad del «bienestar» y del nihilismo posmoderno.

– La ruptura conceptual entre un país multicultural (dotado sin embargo de una religión civil, la llamada «laicidad») y el grupo sociológico de los «creyentes» católicos miembros de la «sociedad civil» ha generado una cultura del gueto, fuertemente acentuada desde la caída del Muro de Berlín. De ahí el éxito del tema del «comunitarismo» y de teorías asociadas de dichas «teologías políticas», muy poco políticas. De ahí también la agravación de las divisiones, de las peleas personales, de la persistente mentalidad del «cada uno en su casa».

Paralelamente, el lejano fracaso de las esperanzas restauracionistas, de una parte, la aculturación democrática y la ideologización conciliar, de otra parte, han suscitado una casi repulsión de la unidad, una tremenda fragmentación entre los católicos, yendo cada grupo por su propio camino. Es el aspecto más concreto de la impregnación del liberaldemocratismo, hecho naturalmente evidente.

De eso era consciente Jean Ousset, quien imaginó unir a los católicos con la doctrina. Pero al mismo tiempo contribuyó a difundir una concepción en el fondo antipolítica[11] que ha contribuido a destruir en el plano teórico lo que quería combatir en la mentalidad más común de los católicos.

 

Elementos de esperanza

No se puede concluir con esta visión muy negativa. Debemos observar, como dice el título francés de una obra colectiva con prefacio de Solzhenitsin, las «voces bajo los escombros»[12] que permanecen.

No se debe parar en una visión maniqueísta –cuyo origen está en la ignorancia, además de la pérdida de la esperanza–, ni imaginar que el triunfo satánico es para siempre. Se sabe, por ejemplo, que la crisis de la familia (divorcios, divisiones, vida doble en las parejas, cohabitación juvenil) amenaza a todos sin distinción. Que el fenómeno de la doble conciencia también representa una realidad común a ambientes ideológicos opuestos. Que hay varias inconsecuencias en los modos de vivir de quienes se consideran los mejores católicos. Y así sucesivamente.

– Esa observación es muy importante para subrayar dos realidades que no se deben olvidar a efectos de poder distinguir dónde se sitúan las posibilidades de renovación:

La importancia de la vida espiritual auténtica, también la apertura a la verdad (en contra del ideologismo) y la sed de entender (o la conciencia de la propia ignorancia). Un fenómeno que implica trascender –hasta cierto punto– las fronteras cerradas entre los «bandos». En el mismo sentido, se ha notado el influjo dinamizador de las JMJ (a pesar de todas las insuficiencias que las han caracterizado).

A veces, uno que se dice «católico» pero ignorante y no practicante puede estar mucho más mejor dispuesto que un «practicante» ideologizado o un tradicionalista de superficie. Aquí tampoco debemos olvidar la palabra de Mt. 12, 20: «No apagará la mecha humeante»[13].

Hay muchos problemas debidos a la presencia de mahometanos en el territorio francés. Sin embargo existe un fenómeno, minoritario pero significativo, de conversiones al cristianismo; además ciertos mahometanos tienen una actitud abierta y de cooperación con los católicos, especialmente en las materias que tocan a la educación y la moral pública. Muchos advierten mejor que los franceses de hoy, que Francia es un país esencialmente católico. Una golondrina no hace verano, es cierto, pero son hechos que considerar[14].

– Desde el año pasado, las grandes manifestaciones de protesta contra la destrucción legal de la familia dieron ocasión de verificar algunos hechos positivos, como también negativos.

El pueblo unido en estas ocasiones ha superado las clásicas divisiones (eso independientemente de la «cocina» de los organizadores, más complicada). El primer aspecto positivo fue la conciencia de poder establecer relaciones entre personas y grupos, de salir de los pequeños guetos y, en cualquier manera, para las nuevas generaciones, de descubrir la realidad de la violencia del régimen. Desde hace un año florecen numerosas iniciativas, conferencias, bitácoras, sesiones de formación, etc. Paralelamente, el tema del comunitarismo católico, un tiempo de moda, ha cesado de serlo: lo que significa que era la expresión de una forma de pesimismo político grave, mientras que su vanificación actual parece significar que atrás subsiste el sentimiento de la pertenencia al «todo» nacional.

Al mismo tiempo, los progresistas aparecen desde entonces como lo que son: una pequeña minoría vendida al sistema. Y en dirección opuesta, muchos sacerdotes y algunos obispos se han comprometido en el asunto, la mayor parte empujados por su base (la observación vale ante todo para los obispos).

Todavía subsisten graves insuficiencias: una aplastante ignorancia política, que ha permitido ver a buenos tradicionalistas (o casi) desfilar con el gorro frigio para pedir que «se salve la democracia», en escenas que recordaban las del periodo revolucionario. Del mismo modo, la dominación muy general de las ideas políticas introducidas en el catolicismo desde el periodo conciliar, que podemos resumir a la «creencia» democrática. Estas ideas funcionan como una especie de manta que impide la verdadera libertad de acceso a la formación del juicio en materia política. Aquí se mide la enorme responsabilidad de los intelectuales católicos y de los espacios de formación gestionados por la Iglesia de los tiempos contemporáneos.

Subsisten además los pésimos reflejos de la competencia entre los diversos grupos: cada uno quiere aprovechar las circunstancias para recuperar miembros y seguir sus propios caminos. La mayor parte no puede salir de la visión a corto plazo ni de las perspectivas electorales: es una forma de pusilanimidad política que tiene su fuente en el peso del pasado.

Así van las cosas. Sin embargo, debemos reconocer que los católicos franceses están delante de una nueva encrucijada.

 

[1] Su autor, en torno a 1870, fue F. Martineau.

[2] Cfr. Augustin COCHIN, Les sociétés de pensée et la démocratie moderne (1921), última edición, París, Éd. du Trident, 2011.

[3] Artículo X: «Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aun por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley».

[4] Carta del 11 de febrero de 2005, dirigida a la Conferencia de los obispos de Francia. Ese documento considera que cien años después, se encuentra realizada la paz entre el régimen republicano y los católicos: «Esta paz, lograda progresivamente, ha llegado a ser una realidad profundamente arraigada en el pueblo francés. Permite a la Iglesia que está en Francia cumplir su misión con confianza y serenidad, y participar cada vez más activamente en la vida de la sociedad, respetando las competencias de cada uno. Bien comprendido, el principio de laicidad, muy arraigado en vuestro país, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia». Se nota la expresión muy simbólica de la exclusión institucional del catolicismo francés, usada desde los últimos decenios del siglo XX: «La Iglesia que está en Francia». La Iglesia católica, como cualquier otro grupo transnacional, está presente en Francia a través de los ciudadanos franceses que se adhieren a ella.

[5] Táctica de origen trotskista, con la cual los militantes de esta tendencia penetraron en los partidos de izquierda para desviarlos en el sentido de sus propios fines.

[6] Cfr. Jean DE VIGUERIE, Les deux patries. Essai historique sur l’idée de patrie en France, Bouère, DMM, 1998. Para completar, o más bien matizar lo que escribe Viguerie, quien tiende a minimizar la conciencia nacional francesa, léase Colette BEAUNE, Naissance de la nation France, París, Gallimard, 1985 (nueva edición, París, Folio-Histoire, 1993).

[7] Cfr. Bernard DUMONT, «Cuando el bien común no se realiza», en Miguel Ayuso (ed.), El bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Madrid, Itinerarios, 2013, pág. 260.

[8] Mac Mahon, típico monárquico servidor de los regímenes liberales (Luis Felipe, Napoleón III), es designado jefe del poder ejecutivo en 1873 por la mayoría restauracionista de la Asamblea nacional elegida en 1871. El duque Albert de Broglie, legitimista pero católico liberal, es nombrado presidente del Consejo, con la misión implícita de favorecer la venida del conde de Chambord (Enrique V). Ahora bien, éste rehúsa las transacciones propuestas por los liberales (aunque fueran legitimistas), cuyo símbolo sería la aceptación de la bandera tricolor. Mientras tanto, una serie de elecciones parciales acrecientan el número de los republicanos. Por fin, en 1875 se votan cinco leyes constitucionales, proclamándose la República, de modo subrepticio, bajo la forma de una enmienda, votada por mayoría de un solo voto. En 1876, Mac Mahon, que quiere disolver la Asamblea, es forzado a la dimisión.

[9] Cfr. Corinne BONAFOUX-VERRAX, À la droite de Dieu. La Fédération nationale catholique, 1924-1944, París, Fayard, 2004.

[10] Cfr. Jacques NOBÉCOURT, Le Colonel de La Rocque, ou les pièges du nationalisme chrétien, París, Fayard, 1996.

[11] Cfr. el libro L’action (París, Office international, 1968).

[12] Cfr. Alexandre SOLZHENITSYN et al., Des voix sous les décombres, París, Seuil, 1975.

[13] En 2009, el 4,5% de los franceses frecuentaban la liturgia cada semana (en algunos departamentos mucho menos), mientras que según otro sondeo de 2008 el 54% de los no practicantes se decían comprometidos con los valores católicos de la Francia.

[14] Se debe notar que ciertos católicos del milieu tradicionalista prefieren compartir el discurso laicista antes que imaginar cualquier forma de convivencia con los mahometanos. Ahora bien, no sólo esta actitud significa preferir la peste al cólera, sino también cae en una simplificación que no hace tomar en consideración las diferencias concretas entre las diversas categorías de mahometanos. Y además extiende a su modo el escándalo dado por el clero postconciliar quien se negó, salvo raras excepciones, a evangelizar a los mahometanos.