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El pueblo: del tercer estado a la nación

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

«Con el surgimiento del Estado-nación, un mundo completamente nuevo empezó a nacer. Este mundo abrió el paso a una nueva clase de paz y a un nuevo tipo de violencia. Ambos, igualmente distantes de los modos de paz y de violencia previamente existentes. Mientras que antes la paz significaba la protección de esa mínima subsistencia de la que la guerra entre los señores tenía que nutrirse, a partir de entonces la misma subsistencia se convirtió en víctima de una agresión, pretendidamente pacífica. La subsistencia se convirtió en presa de unos mercados en expansión de bienes y servicios. Este nuevo tipo de paz trajo consigo la búsqueda de una utopía. La paz popular había protegido a las precarias pero efectivas comunidades de la extinción total, pero la nueva paz se había construido sobre una abstracción. La nueva paz está cortada a la medida del homo œconomicus, hombre universal, hecho por la naturaleza para vivir del consumo de mercancías producidas por otros, en otros lugares. Mientras que la pax populi había protegido la autonomía vernácula, el entorno en el que esta podía prosperar y la variedad de modelos para su reproducción, la nueva pax œconomica protegía la producción. Asegura la agresión contra la cultura popular, contra los comunales y contra las mujeres».

Ivan Illich[1]

1. Introducción

Quisiera desambiguar, para empezar, el significado de la expresión «las metamorfosis del pueblo», rúbrica general en la que se inserta el argumento que debo desarrollar. «In nova fert animus mutatas dicere formas/corpora», así comienza Ovidio sus inmortales Metamorfosis. Libremente podemos traducir la frase: «Me propongo contar la mudanza de unas formas en (nuevos) diferentes cuerpos». En Ovidio son los dioses los actores de semejantes transformaciones literarias: mudan las apariencias, pues no otra cosa son para griegos y romanos los cuerpos, pero por debajo de ese envoltorio visible y cambiante, como un riachuelo oculto y subterráneo, perviven las formas originales, espirituales, bajo perceptibles trazas versátiles.

Este recurso literario nos sirve como punto de apoyo para emprender una reflexión sobre el tema que se me ha encomendado. ¿Es, pues, el pueblo una forma subsistente que se visibiliza en un momento dado como «Tercer estado» y que, a modo de crisálida macilenta, muda en la «nación» para, después, volver a mudar en sujeto soberano y así indefinidamente, en un proceso imprevisible, sin nunca alcanzar el definitivo estado de adultez en el que se manifestara el resplandor de la forma subyacente?

El pueblo es, como la nación, un agregado originalmente fáctico, sociológico, y no específicamente político. Denota agregados de diferente especie y que no guardan una relación directa –necesaria y unívoca– con lo específico de la política en la tradición clásica, es decir, con la conspiración del bien común. El pueblo antiguo se caracterizaba, con sus diversos matices, precisamente por ser una realidad tan cierta como de imprecisos contornos.

 

2. La continuidad política

Se impone entonces el interrogante: «¿Cuál es el agregado específica y duraderamente político y cuál es su fundamento?». Aventuro que lo que, en el orden político, tiene continuidad y va mudando de expresión –no sólo: también de autoconciencia– es algo que podemos denominar «la comunalidad política», o, si se quiere, la condición política del ser humano. Es la conjunción de un modo connatural y único de «conectividad» (connectedness) privativamente humana, unas circunstancias sociales y materiales que permiten la autarquía y unos vínculos culturales e institucionales[2] que posibilitan que esa inclinación natural se identifique con un telos común. Esos factores están presentes en esa realidad tan lábil y a la vez tan indudable que es la comunidad política.

En el orden cultural, los pueblos y las naciones tienen ciertamente una continuidad y hasta prestan un punto de apoyo para la continuidad de las comunidades políticas. Se puede atribuir al pueblo el protagonismo político de muchas formas. Antes de la edad contemporánea, la politicidad de esos agregados era indirecta, es decir, no en razón de su finalidad propia, sino porque todo el dinamismo político del ser humano se articula de forma gradual e intermedia por modo de agregaciones sucesivas, no siempre perfectamente deslindables. En ese sentido, el pueblo se puede decir político y los pueblos antiguos lo fueron, pero sólo en ese sentido.

Es a raíz de las experiencias revolucionarias del siglo XVIII, y particularmente de la Revolución francesa, cuando se pretende inventar un sujeto político nuevo al cual, paradójicamente, se le atribuye ser depositario de toda la politicidad de la historia precedente. La obra de Jules Michelet Le Peuple (1846), contribuye de un modo particular a forjar el imaginario de una entidad constante y continua que, consignataria de la identidad de la nación, peregrina por el tiempo. Es esta imagen, instalada en nuestra forma de mirar la nueva y la vieja política, la que se proyecta sobre el pasado, haciéndonos imaginar la existencia de un substratum o substantia común, de un mesianismo intrahistórico, que encarnaría la esencia y el corazón de lo patrio.

Para deshacer algunos equívocos hay que señalar que esta concepción ha logrado una difusión y una implantación que rebasa ampliamente los límites del republicanismo ateo y de izquierdas en el que se gesta. Es la apelación a un fantasmagórico y mostrenco «pueblo de Francia», médula de esa Francia inmortal, el que opera de premisa mayor indiscutible en 1914, tanto para los obreros internacionalistas urbanos (la 2.ª internacional estaba en su apogeo) como para los paisanos católicos rurales, a la hora de provocar en todos ellos una común exaltación guerrera que los empuja a la movilización contra el igualmente fantasmal y materializado, amén de pérfido, «pueblo alemán». Un único señuelo patriótico logró la provisional y eficaz fusión de aquellos dos grupos culturales y sociales (que sumados entre sí conformaban una amplísima mayoría de la población de Francia). Dos grupos que previamente recelaban entre sí y que entre los escasos puntos que tenían en común figuraba precisamente una aversión natural a una guerra nacionalista como la que se avecinaba. Aquellos dos grupos, mutuamente incapaces de aceptarse sucumbieron, sin embargo, al inexorable poder de la premisa mayor de la defensa del pueblo de Francia, que en aquel momento –premisa menor– se encarnaba en la República. No había más Francia que la que se manifestaba en la Troisième Republique y si se amaba a Francia no había más remedio que hacerse solidario, aun a regañadientes, de las directrices de la República. De este modo, los católicos franceses fueron a derramar su sangre contra los cristianos alemanes, muchos de ellos católicos, y lo hicieron entonando la extraña marsellesa. De este modo, los obreros internacionalistas franceses fueron a entregar sus vidas en combate contra los obreros alemanes, bajo la enseña de Juana de Arco. La marsellesa y Juana de Arco se convirtieron en instrumentos del Estado-nación, que no era más que el rostro contemporáneo (más o menos ensombrecido o desfigurado) de ese viejo pueblo francés que peregrina por los siglos. Lo que también puede verse como que la marsellesa y Juana de Arco, instrumentalizados al servicio de la idea de Estado-nación francés, sirvieron de señuelo para integrar fragmentos dispares que, a partir de ese momento, adquirían una identidad común de fondo por debajo de sus divergencias aparentemente irreconciliables.

Tal es el carácter revolucionario de la nación y de los pueblos modernos. Todo lo trituran. Trituran toda experiencia originaria, personal y comunitaria, para sustituirla por un mito que exige erigirse en fundamento de la vida en común. En esa misión de la nación moderna y del pueblo moderno, juega un papel extraordinario la política exterior de los Estados. Se manifiesta así el carácter proteico, voraz y diabólico del pueblo moderno. Una vez aceptada la existencia de ese pueblo diacrónico, forzosamente se deduce que las diferentes expresiones históricas, más o menos felices, sobre todo son eso, expresiones de una realidad fundante y subyacente. En esa misma medida se acepta la existencia interna de pugnas y disensiones en cuanto la dirección de la política gubernamental, pero la política externa (esa que, aparentemente, está más alejada de los intereses cotidianos de los ciudadanos), se erige en instrumento privilegiado para manifestar el verdadero carácter homogeneizador del pueblo moderno. Los españoles, los alemanes, los ingleses, podrán pensar que albergan en su seno profundas diferencias de visión política, disparidad de doctrinas o de ideologías que alimentan el espejismo de lo que Jean de Viguerie denominó «las dos patrias», pero la prueba de que esas filiaciones antagónicas en el seno de las naciones revolucionarias son poco más que una quimera es, precisamente, la imponencia con la que campea la política exterior: con España, con Francia, con Inglaterra… con razón o sin ella.

Por estas razones me parece que la dialéctica entre lo concreto-experiencial y lo universal no se corresponde, como afirma Chantal Delsol, a la tensión que existe «el arraigo en lo particular» y «la emancipación de la Ilustración»; entre la vivencia del pueblo y la teoría de la nación; entre el ιδιωτης –idiótés– y el πολίτης –polités[3]–. El pueblo –en el sentido del depositario de la esencia de la nación, al modo en que se apela a él desde el siglo XIX– no recoge la dimensión empírica, concreta, experiencial y sapiencial de las viejas comunidades políticas –de las que «pueblo» en el sentido de pequeño municipio o asentamiento sólo evoca hoy lejanos ecos–[4]. Por esa razón, el populismo tiene, sí, relación directa con el concepto de pueblo decimonónico y dista tanto como la nación y el nacionalismo de la experiencia política antigua, clásica o primitiva.

Por decirlo de otra manera, los «rebeldes primitivos» que describe Eric Hobsbawm[5] –que, por desconocimiento no aborda las partidas carlistas ni los cristeros tal como se reflejan en Entre las patas de los caballos[6]– están más emparentados con la «sociedad primitiva» que narra Lewis Morgan[7] o con «la cultura del don» que estudian Marcel Mauss y Louis Dumont[8], que con el pueblo de Michelet. No son «héroes populares» al estilo de los que han glorificado las revoluciones nacionales, de izquierda y de derecha, sino más bien, los obligados por la tradición, parientes pobres y anónimos del viejo patricio Cincinato.

 

3. Sieyès y el tercer estado

Una vez mostrada la no identidad entre los modernos conceptos de nación y de pueblo por un lado y la comunidad política por otro, vale la pena detenerse en una etapa de particular relevancia dentro del proceso de creación imaginaria de la nación y el pueblo «políticos».

En un primer momento, el abate Sieyès identifica simplemente pueblo y nación (así en ¿Qué es el tercer estado?). Entonces los usa como sinónimos estrictos pero

«posteriormente, sin embargo, procederá a su diferenciación, reservando en lo sucesivo el término nación para designar al titular de la soberanía y, por tanto, del poder constituyente y el de pueblo para referirse a uno de los dos polos nacidos de la aparición del Estado constitucional –gobernantes y gobernados–, esto es, los ciudadanos como receptores de los beneficios del Establecimiento público y supervisor de su actuación: «El pueblo son los gobernados, la voluntad constituyente es la nación entera, antes de toda distinción entre gobernantes y gobernados, antes de toda Constitución»[9].

La razón por la cual Sieyès establece esta sinonimia inicial estriba en que para él, con la Revolución, han decaído los viejos órdenes sociales y los privilegios y se ha instaurado la igualdad de todos ante la ley, por lo que no ve razón para distinguir entre pueblo y gobernantes, que sería lo mismo que perpetuar las antañonas distinciones de los órdenes sociales.

En ese sentido hay que recordar que Sieyès todavía está apegado a los restos de la tradicional visión práctica-empírica de la sociedad. Para él la nación (que es el predicado político principal: en un principio el pueblo se identifica con la nación y luego se distingue de ella, pero siempre la nación es el sujeto político y el pueblo, cuando lo es, lo es sólo a resultas de no ser más más que otro nombre para la nación) no es ningún ente ideal. La nación no es una «idea que se despliega en la historia». Es el agregado espontáneo y real de los hombres y de las mujeres que forman la comunidad política. Y él se refiere consecuentemente a la nación como «asamblea de los individuos», como «una cosa viva», como un «cuerpo social», formado por el conjunto, bien real, de todos los franceses que efectivamente existen en un determinado momento, en el presente. «¿Dónde –se pregunta Sieyès– buscaremos la nación? Allá donde se encuentra, a saber: en las cuarenta mil parroquias que abarcan todo el territorio. Es decir, todos los habitantes y tributarios de la cosa pública: en ellos reside sin duda la nación»[10].

La nación, para Sieyès es una unidad espontánea que precede a la formación del Estado o a cualquier forma histórica que adquiera la comunidad política. La nación –insistirá– pertenece al «estado de naturaleza». Ese agregado da inicialmente –lo cual es muy significativo y se erigirá en verdadera clave interpretativa de su construcción– un primer paso que consiste en erigirse en comunidad social y económica, no propiamente política. El fin de esa asociación social es el común interés económico de los productores. Sieyès se distancia tanto de los románticos de tipo conservador, que tienden por entonces a concebir la nación como un ente de razón (o también como Volkgeist o cultura comunitaria) como de los jacobinos, que conciben la nación como vanguardia ética del pueblo (curiosamente, más tarde, en Michelet, se fusionarán esas tres vetas nacionales, para formar su concepto de pueblo). Maiz lo expresa de forma sintética:

«Nación denota, en ese sentido, la colectividad real, el conjunto histórico-concreto de los franceses que trabajan y comercian y que deciden dotarse de un Estado para garantizar su prosperidad económica, así como asegurar su libertad y sus derechos y ponerlos a salvo de la precariedad y provisionalidad que poseen en el estado de naturaleza. Por eso, desde un punto de vista lógico, la nación soberana precede al Estado, cuya creación es el fundamental acto de soberanía»[11].

Para el abate Sieyès, la nación no sale jamás del estado de naturaleza y «la nación es todo lo que ella puede ser en razón de lo que es»[12]. Una ontología política –lo que la nación es– se presenta como repositorio inalterable, como garantía irrenunciable mediante cesión o transacción, de lo que permanece siempre como horizonte de la nación que se hace.

El estado de naturaleza en Sieyès tiene la peculiaridad de que se fundamenta en razones económicas pero, a diferencia de los fisiócratas, no es la riqueza sino el trabajo efectivo el que constituye ese estado. El trabajo es el fundamento de la nación. Por lo que el «todo social» o el «cuerpo social» efectivo que constituye la nación no está compuesto por todos los ciudadanos, sino tan sólo por la parte conformada por los productores y comerciantes: «Aquellos que soportan los trabajos que sostienen a la sociedad»[13]. Por lo que, cuando ese agregado se dota de una organización política –el Estado–, ese sistema político se funda exclusivamente sobre el trabajo, sobre los ciudadanos que efectivamente trabajan.

De modo que el concepto de nación será tributario de estas consideraciones y cuando Sieyès esté pensando en los franceses reales (no hipotéticos), presentes, que conforman la nación, no está pensando, pues, en «todos los franceses». Está pensando precisamente en el «tercer estado», en las clases «laboriosas» con exclusión de la aristocracia ociosa y parasitaria económicamente. Los intereses de las clases productoras y mediadoras (comerciantes), lo que incluye también a los industriales y a los que realizan los trabajos más humildes, son comunes, pero son contrapuestos de los intereses de las clases intrigantes y ociosas. Ahí reside la «voluntad común» de la nación, que no es la suma de los intereses particulares, sino el interés económico del conjunto.

Esa nación-tercer estado tiene un doble vínculo coagulante: uno, en el propio estado de naturaleza (la comunidad de intereses) y otro, en el estado político (la voluntad común de dotarse de una constitución que proteja esos intereses comunes).

El Estado así alumbrado no lo concibe Sieyès como depositario de poderes ilimitados, sino, al contrario, como instrumento de los intereses indeclinables de los trabajadores, propios del estado de naturaleza. Por lo tanto, el Estado nace como estado constitucional o limitado y con la división de poderes:

«Sería ridículo suponer a la nación vinculada ella misma por formalidad alguna o por la constitución […] si para ser nación le hubiera sido precisa una forma de ser positiva, nunca hubiera llegado a serlo. La nación se forma mediante el solo derecho natural. El Estado, al contrario, no puede pertenecer sino al derecho positivo»[14].

La concepción del estado de naturaleza lo emparenta en cierto modo con Hobbes –aunque él rechaza el homo homini lupus y afirma el dominio del derecho natural: no considera que el paso al ejercicio del poder constituyente se deba al bellum ómnium contra omnes, sino a la necesidad de garantizar los derechos naturales[15]–, la forma de constitución social a partir de relaciones sociales de producción le hacen tributario de Spinoza y de Locke y en él el orden de lo público nunca se emancipa del orden de los intereses privados que le dan vida.

El poder constituyente (el torrente revolucionario) instituye la sociedad política, pero no la nación, pues. Como explica Maiz, la nación (natura naturans) es soberana. Lo es, sin embargo, hasta el preciso momento en que se enuncia o se conjuga como Estado (natura naturata). A partir de ese momento la soberanía de la nación permanece en estado de potencialidad latente.

Dentro todavía de su primera concepción de la nación, Sieyès sostiene que el Estado, una vez constituido por la nación, influye a su vez sobre ella. Elimina los privilegios, legisla un derecho igual para todos, impone la educación nacional, organiza la administración y genera un «patriotismo cívico». Es lo que él denomina la «adunation politique» de la nación por parte del Estado, nacional

De esa acción nacionalizadora políticamente surge el segundo concepto de nación en Sieyès, al que aludía antes. Se trata de un concepto derivado y artificial, no como el primero, originario y natural. Según él, todo proceso de construcción de un Estado comporta la acción nacionalizadora del Estado: un proceso de construcción nacional o construcción del Estado-nación. Para el resultado de esta acción del Estado, Sieyès suele recurrir al concepto de Pueblo. La nación genera el Estado y el Estado nacional produce un pueblo. De manera que, para Sieyès, la nación tiene un estatuto meramente social y económico, mientras que el organismo propiamente político es el pueblo. Materialmente, la nación y el pueblo están constituidos por los mismos individuos, por lo tanto, y el segundo no pierde nunca de vista su génesis radicada en la primera.

Sieyès es centralista y antifederal, precisamente por su concepto de nación de individuos. Si éstos entran en el Estado y éste hace una política nacional es para garantizar la igualdad radical en el cumplimiento de los intereses comunes.

Para Sieyès la soberanía no puede residir en el Estado (para evitar eso se dividen los poderes), sino que permanece –en estado latente– en la nación originaria y, llegado el momento de una quiebra del Estado, es allí donde el pueblo ha de volverse para encontrarla. La titularidad de la soberanía pertenece a la nación y su ejercicio al momento del poder constituyente, no a los poderes constituidos. La nación jurídicamente organizada es el pueblo, tal es su segunda concepción de la nación.

El tercer estado de Sieyés no deja de representar el fin de un cierto empirismo político antiguo, en el que se prepara –abandonada ya toda traza de un sustrato orgánico– la idealización de la nación como sujeto soberano. La nación es, pues, la institucionalización política de la revolución.

 

4. La creación poética del pueblo

Es, pues, apremiante distinguir, romper la equivocidad, entre el pueblo, en tanto que agregado social fáctico, lábil e impreciso, aunque real, y el pueblo, en tanto que realidad fundante de lo político, instancia que místicamente legitima o no las sucesivas concreciones de esa politicidad. El equívoco no es casual, pues es precisamente la evidencia que posee –en su labilidad– esa realidad social la que es utilizada por los teóricos del «pueblo místico», que obligaría y al que habría que rendir cuentas, para dotarle de un anclaje en el imaginario de la gente, que naturalmente sería imposible. La teorización romántica –de izquierda y de derecha– del pueblo político se asemeja a una labor de creatividad religiosa. Uno de los más eficaces teóricos del pueblo político moderno, Jules Michelet, recurre a un lenguaje de tipo religioso para invocar la profundidad incomparable de la voz del pueblo:

«Vino alguno […] a quien Dios le había concedido un corazón y un oído para escuchar, desde el fondo de la tierra, la triste voz y el débil suspiro […] es necesario escuchar estas palabras que nunca fueron pronunciadas y que permanecían en el fondo de los corazones (examinad los vuestros, están ahí)»[16].

Ese pueblo místico (que no desdeña la ambigüedad de ser nombrado con el mismo término con que se nombra la aldea o la fluida agrupación de gentes semejantes) necesita, a diferencia de los pueblos concretos, de un médium que le preste su voz para comunicar sus elevadas apelaciones. Abnegadamente, Michelet, como todos los intérpretes de la voz del pueblo, le presta su voz:

«Ese gran pueblo […] careciendo de una voz para gemir […] ¿qué podía yo ofrecerle a este gran pueblo mudo? Lo que yo tenía: una voz. En este libro yo he hecho hablar a todos los que gimen o sufren en silencio, todo lo que aspira y se eleva hacia la vida. Es mi pueblo. Es el pueblo. Que vengan todos conmigo»[17].

Las referencias religiosas, específicamente cristianas, abundan en la justificación de Michelet. En su Historia de Francia, Michelet evoca cómo el clásico de la devotio moderna La imitación de Cristo tuvo muchas versiones populares y una enorme difusión en Francia. Para Michelet, «al hablar de recogimiento monástico», esta obra contribuyó, sin embargo, a proporcionar al género humano el movimiento y la acción[18]. El profundo nexo que Michelet establece entre la obra de Kempis y los efectos populares, emancipadores, aparentemente antagónicos y revolucionarios es el infortunio, la desgracia (le malheur) del pueblo. La gran circulación popular de estos textos se debía, según Michelet, a que, por fin, «el infortunio del pueblo había encontrado, mediante ese libro, una expresión»[19]. «Para los clérigos, el espíritu del libro fue (se leyó como) paciencia y pasión, pero para el pueblo fue (leído como) acción», explicará Michelet[20]. El pueblo, entonces, se plasma en cada momento en un intérprete privilegiado. En una ocasión el pueblo fue Juana de Arco, de igual modo en que luego ha podido ser el Directorio.

No he pretendido con estos apuntes otra cosa que distinguir entre dos órdenes que los teóricos modernos de la nación y del pueblo políticos han mantenido confundidos, ya vemos que no de forma inocente. Poco tienen que ver el orden de los agregados sociales que tan cierta como lábilmente van permitiendo la finalidad de la búsqueda del bien común temporal con el orden abstracto de los conceptos de pueblo y nación como espíritus colectivos contenedores de la esencia de la politicidad. Lo cierto es que el pueblo o la nación republicana, mediante la voz de los demagogos, han terminado por extinguir la genuina y nada pretenciosa voz de las comunidades políticas. Han destruido el auténtico sentido de las naciones culturales y étnicas, han teñido de ideología la realidad de los pueblos.

La nación y el pueblo, en sentido moderno, conforman un estado violento, de guerra. En ese sentido, por primera vez en la historia supone no un modelo dentro del que suceden guerras, sino un modelo guerrero universal. Si, como dice Illich, «la guerra tiende a igualar las culturas, mientras que la paz es la condición bajo la cual cada cultura florece en su propio incomparable modo», las naciones modernas son la primera forma histórica que permite un análisis universal del pueblo. Pues «cada ethnos –pueblo, comunidad, cultura– se ha reflejado, se ha expresado simbólicamente y se ha reforzado mediante su propio ethos –mito, ley, divinidad, ideal– de paz»[21]. Por esa razón, de los pueblos antiguos sólo podemos hablar a grandes rasgos de forma universal. Por recurrir a la imagen de san Agustín, cada uno de esos pueblos antiguos o han tenido «amores» diversos o, más frecuentemente, en la época cristiana, han modulado diversamente los mismos. Eso ha prestado identidades y constituciones diversas entre sí. No existía y no podía existir –verazmente– una sociología política antes de la nación moderna, que es la que, con su belificación universal, impone una uniformidad que permite la ciencia universal, pero que deja fuera la vida originaria de los pueblos.

 

[1] Ivan ILLICH, In the Mirror of the Past. Lectures and Addresses (1978-1990), Nueva York, Marion Boyars, 1992, pág. 23 (ésta y las demás traducciones, salvo indicación contraria, son propias).

[2] A esos vínculos parece referirse el escocés Andrew Fletcher cuando escribe, ya en 1703, que «si a un hombre le fuera permitido escribir todas las baladas (de un pueblo), no tendría que preocuparse de quién hiciera las leyes de esa nación… (if a man were permitted to make all the ballads he need not care who should make the laws of a nation)». Por su parte, Maurice Barrès escribía a finales del siglo XIX que para forjar una conciencia nacional hacen falta «los cementerios y la enseñanza de la Historia» (citado en Marcel DETIENNE, L’identité nationale, une énigme, París, Gallimard Folio, 2010, pág. 27).

[3] Chantal DELSOL, Populismos: una defensa de lo indefendible, Ciudad de México, Ariel, 2016, págs. 12 y 14.

[4] Edith TURNER, Communitas. The Anthropology of Collective Joy, Nueva York, Palgrave MacMillan, 2012, cap. 1: «Contrasts: Communitas and False Communitas», págs. 12 y sigs.

[5] Eric J. HOBSBAWM, Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social Movement in the 19th and 20th Centuries, Manchester, Manchester University Press, 1972.

[6] Luis RIVERO DEL VAL, Entre las patas de los caballos, México, Jus, 1953.

[7] Lewis H. MORGAN, La sociedad primitiva, Madrid, Editorial Ayuso, 1970.

[8] Marcel MAUSS, Ensayo sobre el don, Buenos Aires, Katz, 2012; Louis DUMONT, Homo aequalis, Madrid, Taurus, 1999.

[9] Ramón MAIZ, Nación y revolución: La teoría política de Emmanuel Sieyès, Madrid, Tecnos, 2007, pág. 131.

[10] Ibid., pág. 132.

[11] Ibid., pág. 132.

[12] Ibid., pág. 133.

[13] Ibid., pág. 133.

[14] «¿Qué es el tercer Estado?», cit. en Ramón MAIZ, Nación y revolución: La teoría política de Emmanuel Sieyès, cit., pág. 134.

[15] Ibid., pág. 133.

[16] Jules MICHELET, Journal I, 30 janvier 1842 (citado en Geneviève BOLLEME, Le peuple par écrit, París, Seuil, 1986, pág. 94).

[17] Jules MICHELET, Le Peuple (citado en Geneviève BOLLEME, op. cit., pág. 94).

[18] Geneviève BOLLEME, op. cit., pág. 180

[19] Ibid., pág. 181.

[20] Ibid.

[21] «Each ethnos –people, community, culture– has been mirrored, symbollically expressed and reinforced by its own ethos –myth, law, goddess, ideal– of peace» (Ivan ILLICH, In the Mirror of the Past, cit., pág. 16).