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Los Estados Unidos de América, el «pueblo» y el populismo

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

1. Introducción

El régimen estadounidense depende en gran medida del mantenimiento de su estabilidad gracias a la aceptación de su «religión civil». En el corazón doctrinal de esa religión se encuentra la firme convicción de que los Estados Unidos de América tienen un papel «excepcional» en la historia de la humanidad, el cual es indefectiblemente beneficioso para el «Pueblo». Pero determinar simplemente quién ese «Pueblo», y cómo la misión especial de los Estados Unidos conduce a ese efecto indefectiblemente popular, ha sido objeto de considerable debate.

Ese debate refleja ideas tanto protestantes como ilustradas, de diversa índole, en relación con la naturaleza del «Pueblo» y la clase de orden que se requiere para su prosperidad. Revela también los dilemas planteados por la realidad de una población de carne y hueso cuyos deseos se apartan a menudo de los que se le atribuyen por los teóricos dedicados supuestamente a la presentación inteligente de esos deseos, al igual que por la reacción popular frente a los planes que esos pensadores proponen para salvar aquella distancia.

 

2. El problema inicial de las definiciones múltiples de pueblo

Todas las piedras angulares de tales definiciones varias y problemas conexos se pusieron entre los primeros días del asentamiento colonial y los que siguieron inmediatamente a la Revolución americana. Mi tarea hoy es fijar nuestra atención principalmente sobre esas aportaciones fundamentales al tratamiento estadounidense del concepto del «Pueblo» y sus debilidades, poniendo en relación con aquellas aportaciones el pensamiento político nacional y los movimientos populares que vinieron después, más o menos como «notas al pie de página» de un repertorio de argumentos y actitudes ya congelados. Al hacerlo así, indicaré también por qué estoy convencido de que no hay forma de que nadie que trabaje dentro del marco «canónico» estadounidense pueda evitar llegar a una conclusión necesaria: que para que triunfe su visión del «Pueblo», las necesidades de muchos hombres y mujeres individuales, junto con la propia idea de bien común, deben expulsarse fuera del cuadro.

Comencemos en Nueva Inglaterra. En la mente de los jefes puritanos que organizaron la colonia de la bahía de Massachusetts, el «Pueblo» para el cual creaban un hogar y un refugio beneficioso eran los predestinados a la salvación eterna. Eran esos «santos» quienes habitarían en la «Ciudad sobre lo alto» que debía servir de ejemplo de sociedad divina a los otros pueblos atrapados en el Viejo Mundo. Esto fue explicado por John Winthrop (1587-1649) en su sermón «Un modelo de caridad cristiana», pronunciado en 1630 justo antes de que los colonos estuviesen a punto de tomar tierra. Dada esa visión, estaba claro que la sociedad, correctamente ordenada, que debía acoger a semejante Pueblo debía estar controlada solamente por los «santos visibles» de la Iglesia congregacionalista; esto es, por la comunidad de aquellos creyentes comprometidos que habían tenido alguna experiencia definitiva de Dios tomando en sus manos las vidas de tales creyentes y guiándolas a puerto seguro[1].

En lugar de abrigar ninguna idea de establecer una «comunidad de santos visibles», los organizadores de las otras colonias británicas en América partieron de que el «Pueblo» que estaban asentando en el Nuevo Mundo iba a definirse y ordenarse por referencia a las condiciones políticas y sociales inglesas del siglo diecisiete. Esto significaba, en aquellos tiempos posteriores a la Guerra Civil, la Commonwealth, la Restauración y la Gloriosa Revolución de 1688, súbditos de una monarquía gobernada por un contrato no escrito o «constitución» que los patriotas ingleses del siglo dieciocho consideraban, sin discusión, como la mejor del mundo[2].

Mientras que en apariencia se conservaban intactas todas las tradicionales instituciones de autoridad y las preocupaciones históricas de la nación, el espíritu de esa constitución era no obstante un espíritu dirigido principalmente a la protección de las propiedades del «Pueblo», y operaba con ese fin a través del dominio de aquellas clases de propietarios en particular que habían alcanzado los primeros puestos de la sociedad durante los disturbios de los años 1600. Además, al tiempo que se mantenía el compromiso oficial con la Iglesia Anglicana como única confesión estatal, el reconocimiento por la constitución de las obvias divisiones religiosas del «Pueblo» trajo consigo una amplia garantía de tolerancia para las sectas protestantes disidentes, las cuales tuvieron entonces todas las razones del mundo para ser firmemente leales al nuevo orden revolucionario.

 

3. El «pueblo» de carne y hueso se resiste a la férula

Además, el «Pueblo» de carne y hueso, en los asentamientos tanto puritanos como no puritanos, no encajaba exactamente con los presupuestos teológicos y constitucionales oficiales. La colonia de la bahía de Massachusetts siempre poseyó un gran número de súbditos incapaces de demostrar el papel visible de Dios en sus vidas, o incluso sin ningún interés por ello. No hubo una presencia seria en América de las contemporáneas familias inglesas dominantes y propietarias, ni ninguna autoridad episcopal anglicana en las colonias, mientras que un crecimiento continuo en el número y variedad de los disidentes protestantes hizo que su existencia fuese la norma colonial en lugar de la excepción tolerada. Asimismo, la necesidad de adaptarse a las nuevas experiencias de los pioneros, en condiciones a menudo aisladas, creó un medio donde se subrayaba la importancia de los esfuerzos personales y comunitarios con características frecuentemente improvisadas e innovadoras en muy alto grado. Quienes vivían en ese medio se acostumbraron a reaccionar negativamente contra las llamadas de atención, tradicionales y eruditas, que exigían respeto por las antiguas guías de conducta en su existencia de pioneros.

Semejantes realidades de carne y hueso condujeron a cambios en la concepción de lo que se requería para crear y educar a un Pueblo. Aunque una respuesta a la realidad de la vida en el Massachusetts puritano fue la del Half Way Covenant (Alianza Incompleta) de 1662, que permitía a quienes no habían tenido indicación clara de la acción de Dios en sus vidas una participación parcial, de «segunda clase», en la comunidad religiosa y política, en realidad ese planteamiento no satisfizo a nadie.

El esfuerzo por encontrar una solución más aceptable al problema llevó a muchos a la Cristiandad de las «Nuevas Luces» de Jonathan Edwards (1703-1758) y al llamado «Gran Despertar». Esto comportaba un intento mucho más activo por aumentar las filas del Pueblo de Dios y de la comunidad por él formada gracias a una predicación que estimulase las experiencias visibles de la presencia divina en las vidas individuales. Mientras tanto, otros descontentos con el Half Way Covenant creyeron que la formación y el mantenimiento de un Pueblo verdaderamente piadoso requería o bien una clara separación de la comunidad de los santos visibles de la sociedad civil dedicada a propósitos principalmente materiales, o bien una mayor aceptación de la idea de que una sociedad cristiana unificada podía componerse de hombres y mujeres que reflejaran variedad de entendimientos individuales de la Fe y su significado. Tales conclusiones requerían obviamente cambios en el sistema político existente o, si fuese necesario, emigrar para crear una fundación colonial nueva y verdaderamente piadosa –en condiciones que, una vez más, pondrían a los hombres en circunstancias de pioneros, las cuales provocarían respuestas poco convencionales a la vida diaria.

Las experiencias «que cambiaban a la gente» en la Nueva Inglaterra puritana tuvieron su paralelo en otras colonias. Metodistas, presbiterianos y baptistas impulsaron campañas de revitalización evangélica. Predicadores sectarios, sin aprobación oficial de ninguna escuela o comunidad reconocidas –ni que decir tiene, sin aprobación de ningún obispo–, llevaron su fijación en «el Espíritu Santo y el individuo» hasta un desprecio abierto por la instrucción docta y la disciplina del clero de las iglesias dominantes congregacionalistas y anglicanas. Esos variados activistas non-establishment desarrollaron así pronunciados sentimientos anti-establishment, los cuales eran exactamente tan favorables a separar los asuntos del piadoso «Pueblo» de las comunidades civiles existentes con una afiliación religiosa estatal, como aquellos cofrades suyos colonos en Nueva Inglaterra. Y el carácter no tradicional de la vida de los pioneros, tanto como de la clase propietaria en las plantaciones del Sur, les permitió a todos ellos aceptar vincularse con los comerciantes de Nueva Inglaterra cuando las cambiantes preocupaciones particulares y prácticas del Pueblo británico en América parecieron frustradas por otros propietarios, con intereses divergentes, los cuales dominaban la constitución en el Viejo Mundo que los americanos habían dejado atrás[3].

En resumen, se estaba formando una común visión colonial del «Pueblo británico americano» en gran parte definida en base, por un lado, al individuo y sus necesidades y, por otro lado, a las «libertades» especiales demandadas por variedad de comunidades y personas. A pesar de la fugaz pero poderosa sugerencia de Jonathan Edwards acerca del innovador carácter religioso del planteamiento de las Nuevas Luces Americanas, esa visión no se formuló en ninguna forma abstracta y conscientemente nueva. Al contrario, se presentó como un esfuerzo por realizar, en las específicas condiciones coloniales, las promesas de la histórica constitución británica, tal y como había sido definida en la Revolución Gloriosa y su posteridad. Esa constitución –cuya brillantez fue subrayada por el Barón de Montesquieu (1689-1755), el único escritor político no inglés con lectores en la América británica– se había conformado e interpretado, por aquellos años del siglo dieciocho, merced a un énfasis protestante y de la Ilustración moderada, religioso y obsesionado por la propiedad privada, en el individuo y su lucha contra el despotismo, el cual ofrecía un mensaje para todos en el Nuevo Mundo británico[4].

El movimiento de las Nuevas Luces de un Jonathan Edwards y el conexo planteamiento «carismático» del metodismo de John Wesley (1703-1793) tenían carácter militantemente cristiano y podían seguir sirviendo para definir al Pueblo británico americano en referencia a la Fe. Sin embargo, la evolución en las colonias resultó muy afectada por las poderosas tendencias deístas que estaban fermentando en el mundo de habla inglesa gracias a la influencia de la Ilustración «cristiana» moderada y su brazo político whig en el sentido de la Revolución Gloriosa, especialmente en la forma deudora de John Locke (1632-1704), Isaac Newton (1643-1726) y los seguidores del sedicente sistema «físico-teológico» de este último. Ese sistema, que necesitaba para funcionar alguna clase de Creador –pero no necesariamente el Dios cristiano– que ejerciese un cuidado providente sobre el universo, dio efectivamente la batalla por el control de Harvard, Yale y Princeton en el curso del siglo dieciocho contra los «viejos calvinistas» y los partidarios de las Nuevas Luces. Y sus seguidores no tuvieron problema en apropiarse del antiguo espíritu puritano de la «Ciudad sobre lo alto» en ayuda de sus proyectos de construcción de un Pueblo grato al Dios de la Naturaleza, a través de la sustitución de un conflicto doctrinal «inútil» por la adhesión al código moral común, obvio, «verdaderamente cristiano» (esto es, puramente racional) y la fraterna explotación de la máquina del universo en varias sociedades «patrióticas» beneficiosas para todos los hijos del Creador en la América británica[5].

Sin embargo, con el avance de semejante creencia en una Dios Creador, no cristiano pero sí benevolente, vinieron corrientes profundas que abrían a los hombres a la influyente tensión del deísmo inglés «no-providencial» y, merced a esa perspectiva, les exponían en su integridad al tumulto intelectual que había precedido y acompañado a la Gloriosa Revolución y a otra comprensión de cómo sus promesas habían de ser «cumplidas» posteriormente. Esto confrontó a los americanos no sólo con las ideas pronunciadamente democráticas, heterodoxas en extremo e incluso abiertamente anticristianas de hombres como James Harrington (1611-1677), John Toland (1670-1722), Anthony Collins (1676-1729), Algernon Sydney (1623-1683) y otros. Ello condujo también directamente a Baruch Spinoza (1632-1677), a la idea de un universo eterno y naturalista y a una visión democrática de armonía social producida gracias al respeto igualitario por los intereses egoístas y mecanicistas de todos los individuos, y por la liberación de tales intereses[6].

 

4. La libertad del pueblo y sus distintas fuentes

Si hubiese una sola palabra común relativa a lo que ese «Pueblo» necesitaba para existir y prosperar, una sola palabra común que estuviese en los labios de todos aquellos americanos activos en el periodo conducente a la Revolución acerca de cuyas opiniones tenemos algún conocimiento definido, esa palabra sería esta que sigue: libertad. De nuevo, la gran mayoría de aquellos hombres se referían a la necesidad de «libertad» del Pueblo sobre la base de razones consabidas, históricas y particulares: la libertad de construir una comunidad piadosa, libre del despotismo, en sus variedades tanto católico como monárquico pre-1688; la libertad ya garantizada por «la mejor constitución del mundo», cuyas promesas se cumplirían con simplemente aplicarla en modo adecuado a las necesidades específicas de los colonos. Algunos de ellos eran todavía creyentes firmemente cristianos; algunos de ellos principalmente seguidores de Locke y Newton pero, como ellos, convencidos de que los valores morales protestantes, confirmados por la Razón, debían mantenerse para conservar el debido contrato que aseguraba al Pueblo libertades vigorosas; muchos de ellos deístas y miembros de las logias masónicas que habían adquirido tanta importancia en la expansión de la Ilustración moderada y del movimiento whig desde comienzos del siglo dieciocho en adelante[7].

Tiene asimismo interés que la obra que alcanzó una audiencia lectora infinitamente más amplia que Locke en el periodo prerrevolucionario fueron las Cartas de Catón, un comentario acerca de la sociedad y el gobierno británicos compuesto entre 1720 y 1724 por John Trenchard (1662-1723) y Thomas Gordon (1691-1750). Ello ilustra la creciente influencia de ideas radicales en un medio que parecía expresarse –al menos públicamente– en términos más conservadores. Republicanas e incluso rotundamente democráticas en sus críticas, las Cartas de Catón formularon sus tesis en relación con el Pueblo y sus necesidades no partiendo de la tradición histórica británica, dentro de la cual podrían tratarse las particularidades americanas, sino sobre bases puramente racionales y poseedoras de un significado universal. Lo que me llama la atención como instructivo en la popularidad de esta obra no es tanto que ayude a explicar los motivos de queja racionales y universales que caracterizan al Summary View of the Rights of British America (1774) del «radical» Thomas Jefferson y a cierto número de sus argumentos en la Declaración de Independencia (1776), sino más bien el sincretismo revolucionario del «conservador» John Adams (1735-1826). Porque este último, en su Novanglus (1774-1755), se glorió de defender al Pueblo y sus libertades con referencia a «los principios de Aristóteles y Platón, y Livio y Cicerón, y Sidney, Harrington y Locke», la armonización de los cuales sería un proyecto abrumador para cualquier mente racional[8].

Incluso más importante que las Cartas de Catón para inyectar en la corriente sanguínea americana ideas racionalistas de la Ilustración radical, igualitarias y aplicables universalmente, fue Thomas Paine (1737-1809) y su muy exitoso Common Sense (1776). Esta obra dejaba ver la influencia de otro reciente best seller radical, la Histoire Philosophique, publicada bajo el nombre del abate Guillaume Thomas François Raynal (1713-1796), pero que reflejaba el materialismo igualitario de los círculos de la Enciclopedia dirigida por Denis Diderot (1713-1784). Completamente anti-Locke y anti-histórico en su racionalismo democrático, no contractual, separaba al Pueblo americano de la Tradición británica para unirlo con la humanidad en todo el mundo. En Common Sense se admitía que iba a ser difícil para ellos «superar prejuicios locales o de mucho tiempo». Pero esto era algo que los americanos –la mayoría de los cuales, según subrayó, para entonces no eran ya, ni siquiera étnicamente, verdaderos ingleses en absoluto– debían llevar a cabo si querían hacer suya la sabiduría que venía de los verdaderos maestros del hombre racional: pensadores europeos que liberaban a las mentes de las cadenas del hábito y la costumbre, y no aquellos que cimentaban sus vínculos sociales en la constitución británica, corrupta y política y jurídicamente atrasada[9].

Tres puntos cruciales deben afirmarse en relación con el planteamiento de la Ilustración radical representado por Paine. Si bien anticristiano por esencia –del modo por él explicado detalladamente en su Age of Reason (1794)– Paine también se sirvió fácilmente del argumento de la «Ciudad sobre lo alto», pero con el propósito de promover una sociedad «del pueblo» verdaderamente natural, válida en todas partes. «La causa de América es, en gran medida, la causa de toda la humanidad», dijo, uniéndose así con Toland antes que él en argumentar que esa noble comunidad natural serviría como modelo para el resto del globo y debería adorarse con su propio culto civil, que él comparó con el que los druidas habían dirigido en el pasado celta. Si bien en último término demócratas, igualitarios y por lo tanto mundanos en espíritu, los radicales como Paine empleaban sin embargo el lenguaje de la «libertad» común al protestantismo, la Ilustración moderada e individualistas coloniales de muy diferente carácter, al igual que la necesidad de su «realización» en América como preludio de su realización en todo el mundo. Y, finalmente, Paine se aplicó a su obra con ese planteamiento «realista» que, como la Ilustración radical desde sus comienzos, miraba con desprecio las pseudo-enseñanzas pedantescas y tiránicas de teólogos, médicos y abogados, hablando en nombre de la Razón «obvia» y de «ideas claras y distintas»; en resumen, en nombre del «sentido común». Esa era precisamente la clase de lenguaje que funcionaba bien cuando se utilizaba por un predicador evangelista con sus poco convencionales audiencias de pioneros. Pero recordemos que Paine acompañaba esto con la petición de un “programa de reeducación” que destetase a los americanos de la irracional e histórica Tradición británica, lo cual podía también interpretarse por «el hombre corriente» como un esfuerzo de la gente educada por «darle gato por liebre», en forma tal que podría no recibirse con el mismo agrado[10].

 

5. El progreso de la revolución

Todos los elementos activos en el escenario americano hicieron pesar sus ideas al tiempo que la Revolución progresaba. Los ministros presbiterianos predicaron desde el púlpito lo que cabe considerar literalmente una Teología de la Liberación, llamando a los hombres a las armas para la batalla por un Pueblo piadoso y su libertad contra el despotismo que era su única alternativa –y con tal fervor «cristiano» que el comandante británico en Nueva York llamó al conflicto una guerra de religión. Los «constitucionalistas» se alzaron contra la amenaza a la libertad británica americana que se reflejaba en la Quebec Act (1774), la cual confirmaba el dominio católico en el Canadá antes francés. Los pioneros ensalzaron la «libertad» que la independencia les daría para invadir las tierras indias hacia el Oeste, las cuales habían sido dejadas fuera de las fronteras por los manipuladores de la constitución a su vuelta a Gran Bretaña. Innumerables presbiterianos de las Nuevas Luces cristianas, deístas newtonianos como Benjamin Franklin (1706-1790), contractualistas lockeanos de moral puritana y fervor anti-católico como Samuel Adams (1722-1803), y racionalistas universalistas de convicciones jeffersonianas unieron armas con pioneros en apartadas regiones en la lucha común –pero con reales divisiones– por el Pueblo y la Libertad[11].

Pareció también que las fuerzas más moderadas quedaban, de entrada, a la defensiva. Aparte de Edmund Burke (1729-1797), los partidarios del Pueblo que clamaban que sus libertades podrían realizarse con arreglo a la Constitución británica abandonaron generalmente la causa americana, mientras que la comunidad racionalista e igualitaria inglesa tensaba la cuerda. La edición de 1780 de la Histoire Philosophique alcanzaba el éxtasis gracias a la Constitución del Estado de Pensilvania de 1776, seriamente radicalizada. Parecía realmente que un Pueblo democrático americano estuviese emergiendo –mientras que los radicales, por supuesto, no tuvieran en cuenta la pequeña dificultad, subrayada hoy por casi todos los historiadores de la Revolución, consistente en que la mayoría de la población ni tenía interés por ella ni realmente la deseaba[12].

En términos prácticos, lo que en torno a 1789 salió del conflicto fue una victoria aparente de los partidarios de la causa del «Pueblo» en tanto que protegida por las enseñanzas que habían emergido de la experiencia histórica británica. Las expresiones populares de voluntad democrática –como las rebeliones Shay (1786-1787) y Whisky (1791)– fueron vigorosamente reprimidas, la reciente constitución de Pensilvania fue des-democratizada (1790), y Thomas Paine y sus seguidores fueron rechazados como ateos repelentes. Los «adecuados ajustes» que daban respuesta a los problemas de las colonias se hicieron conforme a los deseos de la élite de propietarios –la cual era básicamente cristiana o deísta al modo de Newton y Locke o, en otro caso, religiosamente indiferente. Pero semejantes ajustes se habían hecho en forma tal que respetaban la «libertad religiosa» de quienes pretendían crear un Pueblo piadoso fuera de los límites que en su día habían sido fijados por las Iglesias oficiales anglicanas y congregacionalistas. Desde el punto de vista de los «constitucionalistas conservadores», las promesas de la Revolución Gloriosa se habían cumplido ahora, con tanta mayor solidez cuanto se habían puesto por escrito, añadiendo así las Escrituras Políticas del «Pueblo» a las Sagradas Escrituras. La libertad, la cual era la «forma» de la «materia» prima, y juntas producían al «Pueblo», había sido finalmente conquistada. Y James Madison, en The Federalist, el conjunto de ensayos escritos en defensa de la obra de la Convención constitucional, explicaba exactamente cómo se había diseñado la maquinaria del sistema para impedir cualquier cambio sustancial en su modus operandi en el futuro. Pero los críticos de este inmutable «cumplimiento» no eran, en modo alguno, enemigos insignificantes[13].

Para padres fundadores como Benjamin Rush (1746-1813) y Thomas Jefferson, al igual que para sus seguidores, la realización plena de la libertad que creaba a un Pueblo no se había asegurado en modo alguno. Influenciados por la Ilustración radical como lo estaban, creían que la Razón y las implicaciones democráticas que de ella derivaban seguían obstaculizadas política, jurídica, económica, social y moralmente por el sistema existente. Sus sucesores pondrían el dedo sobre esos obstáculos y se empeñarían en removerlos, con fervor creciente y con peticiones de cambios cada vez más profundos, pues no dejaban de descubrir más necesidades «naturales» que debían satisfacerse para que el «Pueblo real» se realizara correctamente[14].

 

6. La visión racionalista e igualitaria post-revolucionaria del pueblo

Es legión el número de figuras políticas y pensadores post-revolucionarios comprometidos con esa visión racionalista e igualitaria del Pueblo y su libertad, distinta de toda experiencia histórica anglo-americana y de cualquier expresión particular de este o aquel otro deseo popular. Echemos una mirada sobre ellos desde un punto de vista más bien temático que cronológico. Entre ellos se incluyen –la mayor parte de los mismos reveladores de un sentimentalismo irracional y abiertamente místico en el corazón de su racionalismo abstracto– el presidente Abraham Lincoln (1809-1865), quien simplemente «sabía» que el principio esencial en la base de los Estados Unidos de América, y la clave para el entendimiento de la verdadera voluntad del Pueblo, era el anhelo de igualdad, el cual estaba arraigado en la naturaleza y guiado por la voluntad de su Dios concebido al modo deísta o panteísta; George Bancroft (1800-1891), historiador, educador, hombre de Estado y autor de una voluminosa Historia de los Estados Unidos, que impartía unas enseñanzas semejantes; Ralph Waldo Emerson (1803-1882), fundador del así llamado Movimiento Trascendentalista, filósofo de un igualitarismo construido sobre la apertura noracional y anti-analítica a experimentar cualesquiera aportaciones vivificantes que los individuos trajesen a la esfera pública; Walt Whitman (1819-1892), poeta de un similar concepto del «Pueblo democrático», escrito en la misma fábrica «del cosmos» y realizado gracias al encuentro con todo lo que la naturaleza ofrece; Herbert Croly (1869-1930), un líder del Movimiento Progresista, quien trasladó esos principios a la sociedad industrial del siglo veinte merced a The Promise of American Life (1909) y sus colaboraciones en The New Republic; el presidente Woodrow Wilson (1856-1924), al igual que Whitman, que mostró cómo la creación del «Pueblo» podría permitir una actividad gubernamental sin límites; y John Dewey (1859-1952), en obras poderosas como Democracy and Education (1916). Lo que se encuentra en los posteriores igualitarios racionalistas es, creo yo, meramente más de lo mismo, sólo en apariencia más radical a causa de su constante «cuestionamiento de uno mismo» al modo de Dewey, ya que no dejaban de descubrir más «individuos naturales» cuyas experiencias creían que debían incorporarse a la esfera pública y a sus vidas personales para asegurar que «el Pueblo» se hiciera verdaderamente humano. Porque, como dijo Dewey: «La democracia y el único, último y ético ideal de humanidad son, a mi modo de ver, sinónimos»[15].

 

7. El movimiento populista de finales del siglo XIX y su posteridad

Pero los igualitarios abstractos y ahistóricos, racionalistas y sin embargo generalmente no racionales y sus compañeros de viaje no eran los únicos que abrigaban dudas acerca de la realización constitucional del Pueblo y su libertad en 1789. Seguían existiendo obstáculos a la voluntad y los derechos del hombre corriente por parte de los poderosos y sus elocuentes defensores, obstáculos que siguieron enfureciendo periódicamente a la población estadounidense de carne y hueso. Ello se hizo particularmente visible en el Movimiento Populista de finales del siglo diecinueve, que alcanzó su cénit en los años 1880 y 1890 con la formación del Partido del Pueblo y la campaña presidencial de William Jennings Bryan (1860-1925) en 1896 como candidato conjunto de demócratas y populistas[16].

No obstante, aunque los populistas ciertamente tenían a los plutócratas de Wall Street en su punto de mira y reclamaban una intervención gubernamental en ferrocarriles y recursos públicos que era anatema para el capitalismo liberal, la rabia popular tendía a dirigirse hacia fines específicos y pragmáticos que quedaban muy lejos del programa igualitario abstracto. Además, las bases populistas alzaron también su voz en favor de otros proyectos totalmente ajenos a la expansiva visión del Pueblo abrazada por los teóricos radicales, incluyendo verdaderas obsesiones desde la moneda de plata hasta la segregación racial, la oposición a la inmigración y los horrores que llegaban a los Estados Unidos con «las masas apiñadas anhelantes de libertad», la prohibición del alcohol y el protestantismo evangélico. El populismo, en resumen, podía significar absolutamente cualquier cosa –como han vuelto a indicar, a mi personal modo de ver las cosas, tanto el reciente «Occupy Wall Street» como el fenómeno «Tea Party». La alianza radical –o conservadora– con el populismo podía significar cabalgar a lomos de un monstruo[17].

Sin embargo, como insistió Walter Lippmann en 1922 en su muy influyente libro titulado Public Opinion, la maquinaria de la vida política y social estadounidense había operado de manera muy eficiente, en tanto que factor mitigante, para moldear la «voluntad popular» a fin de «fabricar consensos» de tal modo que se garantizase el dominio continuado de la clase dirigente –y ello con la aparente aprobación del «Pueblo». Parecería que, de algún modo, su «rabia» terminaba siempre por apaciguarse y disiparse. Ciertamente ello ocurrió con la «democracia jacksoniana» a través de la clase de políticos de partido que generó. Y ciertamente el Movimiento Populista fue reducido al modelo dominante y derrotado por la alianza con el Partido Demócrata en 1896 que sin embargo habría parecido, de entrada, el mejor camino para su victoria. Quizá los órganos de la Constitución y el sistema de creencias que inculcaban no beneficiaron únicamente a la «clase dirigente», sino que también la hicieron parecer más «favorable al Pueblo» de lo que en realidad era[18].

John Dewey, en su respuesta a Lippmann –primero en una reseña publicada en The New Republic (1922) y después en su libro The Public and its Problems (1927)– rechazó el «pesimismo» de Lippmann en relación con la confianza en el «Pueblo». Su respuesta al problema fue la de Thomas Paine: reeducación; una reeducación que lo iría apartando de su cerrazón parroquial, echando abajo las barreras a la apertura de espíritu y a las experiencias de todos los hombres y de todo tipo; una reeducación que los igualitarios demócratas siguen promoviendo hoy con cursos sobre la aceptación del matrimonio homosexual y la ideología de género; una reeducación muy dispuesta también a utilizar la coerción social y gubernamental para garantizar la «apertura de espíritu» contra la falta de buenas disposiciones populares a convertirse en todo lo que un verdadero Pueblo debe convertirse para ser verdaderamente auténtico[19].

Semejantes esfuerzos de reeducación ilustran asimismo cómo el tema de los Estados Unidos en tanto que «Ciudad sobre lo alto», la cual garantiza la libertad y la justicia para el «Pueblo» en general, fue también hecho suyo por el campo igualitario abstracto, con sus connotaciones patrióticas explotadas en nombre de su específico y «democrático» programa intelectual, político y social. Croly, Dewey y todos los progresistas estaban convencidos de que este tema debía consagrarse en una religión civil de la misma clase que tanto el moderado Benjamin Franklin como el radical Thomas Paine habían propugnado en diferentes maneras, y de que esa religión civil debía propagarse vigorosamente como un evangelio. Para Whitman, las palabras «Estados Unidos» y «democracia» eran «términos equivalentes». En sus Democratic Vistas (1871) hizo un cántico a la apertura política e individual a todo aquello que germina en la naturaleza y que reclama la democracia americana para la creación de un verdadero Pueblo, dejando así claro como el agua su particular carácter estadounidense en «For You O Democracy»[20]:

«Come, I will make the continent indissoluble,
I will make the most splendid race the sun ever shone upon,
I will make divine magnetic lands,
With the love of comrades,
With the life-long love of comrades».
«I will plant companionship thick as trees along all the rivers of America,
And along the shores of the great lakes, and all over the prairies,
I will make inseparable cities with their arms about each other´s necks,
By the love of comrades,
By the manly love of comrades».
«For you these from me, O Democracy, to serve you ma femme,
For you, for you I am trilling these songs»

«Ven, yo daré al continente forma indisoluble,
Formaré la raza más espléndida sobre la cual el sol haya nunca resplandecido,
Formaré divinas tierras magnéticas,
Con el amor de los camaradas,
Por siempre con el amor de los camaradas».
«Yo plantaré una frondosa camaradería como árboles junto a todos los ríos de América,
Y en las riberas de los grandes lagos, y a lo largo y ancho de las praderas,
Haré inseparables a las ciudades y a sus cuellos sus brazos colgados,
Por el amor de camaradas,
Por el varonil amor de camaradas».
«Por ti los canto yo, oh Democracia ¡para servirte, ma femme!
Por ti, por ti canto yo estos cánticos».

Servir a la democracia estadounidense requería cambios, y lo que uno tenía que hacer al enfrentarse con contrarias demandas populares de la gente de carne y hueso era interpretarlas con arreglo a la propia idée fixe, o expulsarlas con vergüenza de la plaza pública proclamando que eran destructivas del «espíritu» o «voluntad» de la religión civil, y por lo tanto destructivas de la misión estadounidense y de los propios hombres y mujeres que formulaban tales demandas. Con frecuencia esta coerción seguía promoviéndose en nombre de la apertura; en este caso, una apertura a lo que en realidad equivalía a abandonar la diversidad existente en favor de una unidad supuestamente más elevada, como ocurría en el caso de las ceremonias de americanización en un solo crisol o melting pot que Henry Ford hizo obligatorias en el lugar de trabajo, donde los extranjeros mostraban su apertura a su nuevo país al arrojar a una enorme hoguera las ropas y otros símbolos de sus diferencias[21].

Los radicales igualitarios post-revolucionarios no eran los únicos que jugaban la carta de la reeducación en nombre de la «Ciudad sobre lo alto», y que contribuían a la creación de la religión civil americana en ese proceso. Los constitucionalistas «conservadores», anglo-americanos y de ideas históricas, estaban también intensamente implicados, en nombre de su convicción de que el «Pueblo» y su «libertad» se habían realizado ya gracias a lo que la voluntad de los Padres Fundadores forjó en 1789. Su obra, una vez más, consagraba y garantizaba –merced a los muy efectivos mecanismos constitucionales de Madison– un sistema que protege al «Pueblo» y su «libertad» en la forma dada a los mismos por Locke y Newton, en apariencia favorable a la tradición y la religión mientras que gradualmente convierte a las dos en privadas e impotentes, permitiendo que los intereses individuales y materialistas de la propiedad dicten lo que en realidad cuenta en la vida política y social[22].

 

8. El impacto de la II Guerra Mundial

Esa voz pragmática, histórica y anglo-americana, siempre presente pero a veces menos vigorosa que la igualitaria democrática a la hora de exponer sus argumentos, creció y se hizo inmensamente poderosa desde la Segunda Guerra Mundial, en primer lugar a causa de su habilidosa presentación de la obediencia «patriótica» al legado congelado de los Fundadores como la única alternativa primero a la victoria del comunismo sin Dios, y ahora como la única alternativa al terrorismo islámico. A su servicio se encuentra una impresionante colección de think tanks extremadamente ricos en recursos financieros, los cuales operan de manera global con la ayuda de lobbies, dinero de becas, revistas y gran parte de los medios de masas a cuyo propósito intentan convencer al pueblo de que son esclavos de sus oponentes abstractos, radicales e igualitarios. Está muy dispuesta a utilizar esas fuerzas para presionar al pueblo a fin de que se someta a la voluntad de los Fundadores. Además, ha demostrado ser infinitamente más efectiva con la tosca población de carne y hueso que lo son sus enemigos –incluyendo ese segmento cristiano de la población que todavía aspira a establecer un pueblo estadounidense temeroso de Dios, y a quien periódicamente se le hace creer que la única alternativa a levantar el campamento y establecer un Nuevo Mundo en algún aislado desierto es un retorno a «la voluntad de los Fundadores». Incluso los católicos están dispuestos a ello, a pesar del hecho de que esa voluntad fundacional es anticatólica en su deísmo, relativismo, materialismo individualista y, primero y sobre todo, en su deliberada determinación. Creen incuestionadamente que poner en cuestión la voluntad de los Fundadores sólo beneficia a Lenin y a Mahoma[23].

Desgraciadamente, siempre que se plantea el asunto del «Pueblo estadounidense» en oposición a los de fuera, la común apelación a la misma Ciudad sobre lo alto y a la misma religión civil vincula indisolublemente a los constitucionalistas conservadores e históricos con los igualitarios radicales y racionales/no racionales. Esto es dolorosamente patente entre los mismos Padres Fundadores. Uno puede verlo en la correspondencia entre el «conservador» John Adams y el «radical» Thomas Jefferson, al igual que en los consejos dados por el «Padre de la Constitución», James Madison (1751-1836), a su sucesor James Monroe (1758-1831) con respecto a la «doctrina» relativa a las relaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo que lleva el nombre de este último. Porque todos ellos, conservadores y radicales por igual, estaban dispuestos a «contar con las guerras crueles, arrasamiento de países y océanos de sangre, los cuales deben ocurrir antes de que los principios racionales y los sistemas racionales de gobierno puedan prevalecer y establecerse» y a considerar incluso «esperanzadora» esa melancólica perspectiva con tal de que la «libertad», forma del «Pueblo», pudiera prosperar[24].

Pero esto, después de todo, tiene sentido. La consagración conservadora de la voluntad de los Fundadores significa consagrar una Ilustración moderada cuyo naturalismo básico y deliberado individualismo lockeano llevan consigo la posibilidad de apoyar cualquier posición voluntaria imaginable, incluyendo la de sus comunes adoradores de la Ciudad sobre lo alto en el campo radical, democrático e igualitario –ahora obsesionados con el sexo en lugar de con la propiedad.Nisiquiera el más antiguo movimiento, llamado paleoconservador, y mucho menos todavía los neo-conservadores guiados por Israel, pueden librarse del conservatismo esotérico de Leo Strauss (1899-1973), favorable a Lincoln, y de sus seguidores tales como Harry Jaffa (1918-2015). La clase de Pueblo y la clase de libertad que promocionan conduce directamente desde Locke y la propiedad individual hasta Locke y cualquier cosa individual. No lo reconocerán así porque no pueden pensarlo, y no pueden pensarlo porque están enraizados en una tradición histórica anglo-americana que es protestante, y de ese protestantismo vino su experiencia dominante con la Ilustración[25].

El protestantismo y su aliado racionalista anglo-americano llevan consigo un desdén innato por la autoridad social y una reducción de la experiencia humana a una guerra de aniquilación mutua entre individuos depravados y determinados, lo cual favorece inevitablemente un lógico fomento de conceptos radicales, democráticos y materialistas, muchos de cuyos partidarios ateos han dado un cambiante significado positivo a lo que primero se consideró un universo malo. Pero desde Lutero en adelante los protestantes se han ocupado de este desarrollo racional de sus principios subyacentes, bajo las influencias tardo-medievales de una anti-filosofía nominalista y un sentimentalismo místico e informe, junto con el tema de la corrupción total, llegando a erradicar todo discurso racional en favor de la estúpida afirmación de la voluntad. Sus «herederos» de la Ilustración moderada han seguido por esta senda. Todos ellos argumentan que el radicalismo no puede derivarse de sus convicciones simplemente porque no quieren que sea el caso. Su «voluntad», respaldada por la fuerza física y la ridiculización verbal de toda discusión intelectual, es el único argumento contra sus enemigos. Es desde luego un argumento muy poderoso. Sin embargo, no suprime la verdad de que Lutero, Newton, Locke y compañía ofrecen un radicalismo para sissies aterrorizadas por las posibles consecuencias de lo que están diciendo. Ellos y su progenie radical son realmente consubstanciales, y todos ellos trabajarán siempre felizmente unidos cuando sientan la presencia de un común oponente que deba ser aplastado. Todo esto es devastador para una seria discusión racional de los problemas de la teoría política estadounidense y su impacto sobre el pueblo.

 

9. Conclusión

Tristemente, la herencia protestante estadounidense se ha vulgarizado como sociedad en la clase de común denominador inconsciente a que aspira la masa y que Lincoln percibió y Tocqueville advirtió. Tristemente, su historia de amor consigo misma como Ciudad sobre lo alto destinada a salvar a todos los Pueblos de la tierra ha contribuido a una arrogancia acrítica en relación con su «excepcionalismo» que Charles Darwin satirizó brillantemente en el siglo diecinueve. Su talento en haberlo hecho así es hoy algo que se necesita mucho, en unos tiempos en que los Estados Unidos son mucho más poderosos que en aquel distante pasado. La población estadounidense –sus hombres y mujeres de verdad– merecen algo mejor que esto. Pero la única forma en que su verdadero beneficio podría obtenerse sería mediante su sometimiento a aquella verdad católica que el profundamente «patriota» san Ambrosio bendijo por haber humillado a su amada Roma. Es una tragedia que, respecto de lo que hay que hacer con quienes sostienen la verdad católica, los herederos de la histórica visión constitucionalista del Pueblo –en forma de castración– y los herederos de la abstracta y racional visión igualitaria –en forma de agresión directa–, todos ellos comparten la misma actitud de John Adams: la necesidad de «encerrarles como al hombre de la máscara, alimentarles bien y darles cuantos adornos les plazca, hasta tanto puedan convertirse a la recta razón y al sentido común»[26].

 

[1] Martin E. MARTY, Pilgrims in Their Own Land: 500 Years of Religion in America, Nueva York, Penguin, 1984, págs. 53-72.

[2] Jonathan I. ISRAEL, Democratic Enlightenment, Oxford, Oxford University Press, 2013, págs. 443-479.

[3] Martin E. MARTY, op. cit., págs. 75-89, 107-128.

[4] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 443-479.

[5] Ibid.

[6] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 443-479; Margaret JACOB, The Radical Enlightenment, Lafayette, Cornerstone, 2006, passim.

[7] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 443-479; Martin MARTY, op. cit., págs. 131-166; Jean Marie MAYEUR (ed.), Histoire du Christianisme, 13 vols., París, Desclée, 1999, X, págs. 479-512.

[8] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 445-449; 446

[9] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 413-442, 443-479; Martin MARTY, op. cit., págs 131-166.

[10] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 413-442, 443-479; Martin MARTY, op. cit., pág. 208; Jean Marie MAYEUR, op. cit., X, 488-490.

[11] Martin MARTY, op. cit., págs. 131-166; Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 438-479; Jean Marie MAYEUR, op. cit., X, págs. 482-506.

[12] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 438-479; ver también Christopher FERRARA, Liberty, the God That Failed, Tacoma, Angelico, 2012.

[13] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 438-479; Jean Marie MAYEUR, op. cit., X, págs. 479-512; Martin MARTY, op. cit., págs. 131-166; ver también The Federalist, X.

[14] Jonathan ISRAEL, op. cit., págs. 470-479.

[15] Discurso al Banquete Republicano de Chicago, Illinois, 10 de diciembre de 1856 (Illinois State Journal, 16 de diciembre de 1856), en Roy P. BASLER (ed.), Collected Works of Abraham Lincoln, New Brunswick, Abraham Lincoln Association-Rutgers University Press, 1953, II, pág. 385 David ZAREFSKY, «“Public Sentiment is Everything”: Lincoln’s View of Political Persuasion», Journal of the Abraham Lincoln Association (Michigan), vol. 15, núm. 2 (1994), págs. 23-40; Stephen W. SAWYER, «Between Authorship and Agency: George Bancroft’s Democracy as History», Revue Française d’Études Américaines (París), vol. 118 (2008), págs. 49-66; James CONANT, «The Concept of America», Theosophical Society of America (2003), págs. 18-28; Brian-Paul FROST y Jeffrey SIKKENGA, The History of American Political Thought, Lexington, Lanham, 2003; Stephen MACK, The Pragmatic Whitman: Reimagining American Democracy, Iowa, University of Iowa, 2002; Karen PASTORELLO, The Progressives: Activism and Reform in American Society, Chichester, John Wiley & Sons, 2013; Sidney MILKIS y Jerome MILEUR (eds.), Progressivism and the New Democracy, East Lansing, University of Michigan, 1999; Daniel TANNER, Crusade for Democracy, Albany, Suny Press, 1991; Martin MARTY, op. cit.; págs. 189-284, 371, 405-408; Steven C. ROCKEFELLER, John Dewey: Religious Faith and Democratic Humanism, Nueva York, Columbia, 1991, con cita de Jo BOYDSTON (ed.), Dewey’s Early Works, Carbonadale, Southern Illinois, 1969, 1, pág. 228.

[16] Laura GRATTAN, Populism’s Power: Radical Grassroots Democracy in America, Oxford, Oxford University Press, 2016; Matthew JOSEPHSON, The Politicos, Nueva York, Harcourt, Brace and World, 1938, págs. 466-636; Michael KAZIN, The Populist Persuasion: An American History, Ithaca, Cornell, 1998.

[17] Mattehew JOSEPHSON, op. cit., págs. 466-636; Laura GRATTAN, op. cit. Para On Occupy Wall Street, ver «About us» (http://occupywallst. org/about/); para el Tea Party (http://www.teaparty.org) véanse también sitios como «Renew America» (http://www. renewamerica.com/columns/ sharris/140802).

[18] Walter LIPPMANN, Public Opinion, Nueva York, Harcourt, 1922; Francesco REGALZI, «Democracy and its Discontents: Walter Lippmann and the Crisis of Politics», E-rea (en línea), http://erea.revues.org/2538; DOI: 10.4000/erea.2538; James L. BUGG, Jr. (ed.), Jacksonian Democracy: Myth or Reality?, Nueva York, Holt, Reinhart and Winston, 1966; Mattehew JOSEPHSON, op. cit., págs. 604-708.

[19] John DEWEY, «Review of Public Opinion by Walter Lippmann», en Jo A. BOYDSTON (ed.), John Dewey: The Middle Works 1899-1924, Carbondale, Southern Illinois University, XIII, 1921-1922, págs. 337-344; John DEWEY, The Public and its Problems, Nueva york, Holt, 1927; J. DEWEY, Democracy and Education (Free Press Reprint, 1997); Walter LIPPMANN, The Phantom Public, Nueva York, Harcourt, Brace and Co, 1925; Michael SCHUDSON, «The Lippmann-Dewey Debate», International Journal of Communication (Los Angeles), vol. 2 (2008), págs. 1031-1042.

[20] Walt WHITMAN, Democratic Vistas, Iowa, University of Iowa, reimpresión, 2009; «For You, O Democracy», en Walt Whitman Archive (http:// www.whitmanarchive.org/published/LG/1881/poems/49); sobre la religion civil Americana, en general, véase John RAO, «La illusion americanista», en Bernard DUMONT, Miguel AYUSO y Danilo CASTELLANO (eds.), Iglesia y Política, Cambiar de paradigma, Madrid, Itinerarios, 2013.

[21] Véase la ceremonia en «The Henry Ford Collections», https:// www.thehenryford.org/collections-and-research/digital-collections/ artifact/254569.

[22] Véase John RAO, Americanism and the Collapse of the Church in the United States, Nashville, Tan, 1994, en línea en http://jcrao.freeshell.org/ Americanism.html.

[23] John RAO, Americanism…, cit.; «La illusion americanista», loc. cit.; y como ejemplo David WEMHOFF, John Courtney Murray, Time/Life, and the American Proposition, Indiana, Fidelity, 2015.

[24] John Adams a Thomas Jefferson, 17 de septiembre de 1823, Charles Francis ADAMS (ed.), The Works of John Adams, Boston, Little and Brown, 1865, X, pág. 410.

[25] Véase, por ejemplo, Thomas WEST, «Harry Jaffa and the Nobility of the American Founding», en http://thefederalist.com/2015/02/19/ harry-jaffa-and-the-nobility-of-the-american-founding/.

[26] John Adams a Thomas Jefferson, 15 de agosto de 1823, Charles Francis ADAMS (ed.), op. cit, 10, pág. 409.