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Pueblo, soberanía y partidos

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

1. Introducción

Problemas políticos existirán siempre a causa de la libertad, que, decía Berdiaev, «no es un derecho, sino un deber». En este momento, son especialmente graves en Europa, donde están precisamente en juego las libertades, debido, entre otras causas, a la hiperregulación de cualquier tipo de actividad, incluida la de pensar, perseguida por la political correctness importada de Norteamérica, una modalidad del leninista «¿libertad, para qué?». Monopolizado el poder político desde hace tiempo por una antipolítica clase política corrompida moral y materialmente, que se atribuye saber mejor que nadie lo que les interesa o conviene a los demás, impone sus caprichos y los de sus clientelas. Hay leyes hasta ¡contra el odio! Jünger pensaba hace tiempo que quedaba todavía la posibilidad de emboscarse. Hoy no queda ese recurso. Algunos se van a Rusia o al África negra; para la mayoría y en general es imposible.

 

2. La crisis presente

Es evidente, que el serio proceso de decadencia material en que está sumida Europa, constituye una consecuencia de la gravísima crisis espiritual: se debate entre dos amenazas totalitarias, de momento sin alternativa. La alternativa podría ser la Iglesia, que ha hecho Europa. Pero la Iglesia –las iglesias–, sumida también en el proceso de decadencia, no es hoy un contramundo en el mundo, pues, más o menos enfeudada a los gobiernos temporales, ha renunciado a ejercer su auctoritas.

La crisis más grave es sin duda la interior: el totalitarismo pacifista, «liberal» dice Spaemann, ha degradado a los europeos de su condición más o menos retórica de ciudadanos a la de súbditos siempre sospechosos, Verdächtige, de algo (E. Jünger, G. Steingart). Tal vez ya, a juzgar por los hechos, que se suceden aceleradamente, a la de «investigados permanentemente», como sucede por ejemplo en cuestiones fiscales, lo único que preocupa verdaderamente a la economicista clase política. Gunner Heinsohn opina sin ser el único, que el Brexit puede ser la salvación pues, según él, implica una competencia en torno al espíritu de Europa. ¿Entre la Europa de las naciones y sus tradiciones históricas y la sovietizada Europa socialdemócrata?

La segunda amenaza proviene, en principio, del exterior; pero es también interior debido a las mismas actitudes antipolíticas de las clases dirigentes: se trata de la amenaza del islam. En principio, no es una cuestión estratégica, belígena, sino de seguridad, tanto frente al islam yihadista como en relación con el pacífico por la «cuestión demográfica». Una cuestión, que se agrava rápidamente por la actitud complaciente de los gobernantes y la numerosa y variada legislación que dificulta la natalidad autóctona o le es abiertamente contraria. Muchos demógrafos creen que Europa podría ser mayoritariamente musulmana a fin de siglo, y, en casos como el de Francia, hacia 2050. Algo que, curiosamente, no parece preocupar al Papa Francisco.

 

3. La irrupción del populismo como respuesta a los partidos

La política es inseparable de la historia: es cliopolítica. Pero la vida política concreta gira desde hace dos siglos en torno a los partidos. Al principio, tenían escasa influencia social. Debido a la politización, cuya lógica lleva a la dominación totalitaria, que, neutralizando al pueblo lo despolitiza[1]–, existe una peligrosa partidolatría que lleva a aceptar se circunscriba la vida política al ámbito del Estado y su sociedad política, que obligan a la vida social y al pueblo a girar en torno a ellos.

Los partidos representan formalmente al pueblo, el titular de la soberanía, «el poder absoluto y perpetuo en una República», según una las definiciones de Bodino. Mas ha irrumpido en la escena el populismo como una respuesta a los partidos políticos. Populismo que apenas tiene que ver con el hispanoamericano de orientación claramente sovietizante de Ernesto Laclau, su esposa Chantal Mouffe y otros. Este populismo responde a la visión del «buen revolucionario» descrita por Carlos Rangel, mientras el surgido en Europa y Estados Unidos es más bien contrarrevolucionario: se enfrenta, de manera imprecisa por ahora, a la revolución del integrismo laicista de los partidos políticos, que como una prolongación de la Ilustración según la interpretación jacobina, intenta deseuropeizar Europa descristianizándola, lo que equivale a descivilizarla, como está ocurriendo aceleradamente desde las dos o tres últimas décadas.

En principio, se trataría de eliminar todas las religiones, acusadas principalmente de fomentar la violencia [2] ser enemigas de la felicidad[3]. El pacifismo integrista se alía con tal fin hasta con el islam militante, que, naturalmente, se beneficia de semejante actitud irracional, irrealista y utópica, pues, «el hombre, decía Zubiri, no tiene religión, es religión». La religión, que mira al allende, y la política, que mira al aquende, son inseparables y, pese a las apariencias, «la política de la Edad contemporánea constituye otro capítulo más de la historia de la religión»[4]. Paradójicamente, como el hombre es religión, el integrismo laicista sustituiría en realidad las religiones por otra religión artificiosa, cientificista, o como la sincrética que ya se postula[5], a gusto y conveniencia de las oligarquías dirigentes, que se hacen visibles a través de los partidos.

Pueblo y populismo tienen la misma etimología. No obstante, la palabra populismo suele tener un sentido despectivo en el uso corriente. Así pues, ¿qué pasa o no pasa en ese contexto histórico, en la vida política? Si los actores son los partidos y los partidos representan al pueblo, ¿qué pasa, o no pasa, con ellos? La pregunta inmediata capaz de sugerir la respuesta es: ¿representan los partidos la soberanía del pueblo?

 

4. Pueblo y partidos

Los partidos políticos son agrupaciones que buscan el poder dentro de un orden político concreto. Así pues, existen siempre, aunque se denominen facciones –la factio populorum al final de la república romana por ejemplo, desde los Gracos hasta Julio César–, camarillas, grupos de poder o con otros nombres, incluidas las sectas religiosas cuando compiten por el poder político[6]. Surgen al agruparse hombres para luchar por hacerse con el poder, tanto dentro de él como frente a la oligarquía que lo ostenta. La organización, un concepto que implica burocracia, es el rasgo principal que distingue a los partidos de los demás grupos que persiguen el mismo fin. Y, en tanto organizaciones, son formas modernas de competir por el poder político, pues la burocracia –de antecedentes eclesiásticos como todo en Europa[7]–, es consustancial a la estatalidad, una creación del siglo XVI. Abarcan sólo una porción mínima del pueblo, salvo cuando la intensidad de las oposiciones desemboca en guerra civil. Y aun así, parte del pueblo puede permanecer más o menos indiferente o al margen; solía ocurrir antes de aparición de los armamentos contemporáneos, aunque les afecten por ejemplo los impuestos. Las mismas guerras civiles son también luchas entre partidos o facciones, etc.: son, como toda guerra, la continuación de la política por otros medios. Luchas entre oligarquías, especialmente cuando es política.

 

5. Los antecedentes de los partidos

El antecedente de los partidos actuales son el tory (conservador) y el whigh (liberal), que aparecieron en Inglaterra después de la revolución puritana. Forzando lo que dice Hume acerca de ellos[8], cabe distinguir entre partidos de principios y partidos de intereses. Una distinción abstracta, simplificadora, ideal, útil para el análisis político. Los de principios son partidos de ideas, de tendencia aristocrática, los de intereses son partidos utilitarios, de tendencia oligárquica. Los primeros se forman en torno a principios éticos e ideas políticas sobre cómo se debe gobernar mirando al bien común del pueblo o al bien de la nación. Los segundos buscan proteger sus intereses o mejorar su posición sirviéndose del poder político.

Los partidos continentales –y en general los existentes en otras partes– proceden directamente de la Revolución francesa, al dividirse los revolucionarios en moderados o «conservadores», la «derecha», mezclando ideas e intereses, y radicales jacobinos o «liberales», la «izquierda». Los primeros son más políticos, los segundos más moralistas. Si no se pierde de vista que, en la historia el origen está siempre presente[9], tanto la derecha como la izquierda, representantes de la soberanía del pueblo o de la Nación, eran, siguieron y siguen siendo revolucionarias. Lo percibió muy bien Donoso Cortés. Prescindiendo de casos concretos y generalizando, la mayor diferencia consistía en que los moderados, la derecha, querían hacer compatible la soberanía del pueblo o de la Nación, con la de la monarquía (Monarquía constitucional, Monarquía parlamentaria), mientras la izquierda era o tendía a ser, republicana.

 

6. Del Estado al Estado de Partidos

Después de la segunda guerra mundial, el Estado –o el Gobierno donde no hay Estado–, ha devenido Estado de Partidos aunque no se reconozca como tal, a imitación del Estado controlado por los partidos únicos totalitarios, partidos doctrinalmente de principios o ideas. Así pues, si los partidos representaron alguna vez la soberanía del pueblo o la nación, es obvio que, conforme a la ley de hierro de la oligarquía –y la de la anakyklosis–, se representan hoy a sí mismos. No es sólo la teoría sino la realidad efectiva. En esta forma del Estado o del Gobierno, los partidos son como facciones del «consenso político» oligárquico, que les hace compatibles y, en cierto modo, los unifica en torno a un mismo fin: por supuesto el bienestar del pueblo –no por cierto el bien común– empleando cada uno su propio método. Eso equivale formal y fácticamente a una dictadura colectiva semejante a la del partido único. La diferencia es que aparenta ser pluralista ante el pueblo y la nación, si bien la política se limita a las discusiones y disensiones entre ellos como facciones del consenso.

El gran engaño consiste en que el consenso político usurpa sus funciones al consenso social natural, espontáneo, obra de la historia, al atribuirse los partidos la representación de la sociedad –no exactamente la del pueblo, pues sociedad y pueblo son cualitativamente diferentes[10]– como si fuesen sus dueños. Soberanía del pueblo o soberanía de la Nación son ficciones útiles, diría Bentham, quien procuraría seguramente desenmascararlas. Consenso político no significa, pues, consenso popular, sino la sumisión del pueblo a una mayoría, doctrinalmente democrática, formada por los votantes, que poco pueden elegir. Su participación en la vida política se limita prácticamente a este acto. El propio Rousseau, el santo patrono de la soberanía popular o del pueblo, reconocía que era inevitable.

Mientras los gobiernos dejaron en paz al pueblo y no se entremetieron demasiado en los detalles de la vida social, actitud muy peligrosa contra la que advirtieron ya Tocqueville y hasta Comte, la farsa no era evidente. No obstante, reciente todavía la segunda guerra mundial, cuando la gente tenía otras preocupaciones y se desinteresaba de estas cosas y de sus posibles consecuencias langfristig, un pensador como Ernst Jünger se preguntaba en 1951: «¿Por qué votar, es decir, elegir, en una situación en que no queda ya elección? La respuesta al ofrecerle a nuestro votante la papeleta de voto, es que se le da la ocasión de participar en un acto de aclamación»[11]. Igual que en los Estados reconocidos formal y materialmente como totalitarios, representados entonces principalmente por la URSS.

 

7. La estructura social de los partidos y sus consecuencias

Si se aplica la distinción inferida de Hume a los partidos hodiernos, los de tendencia socialista o colectivista son partidos de principios; es decir, generosos y desinteresados, de tendencia aristocrática. No obstante, dada la necesidad de coherencia doctrinal o ideológica, les corresponde en realidad la representación en este tipo de partidos, a quienes definen la doctrina y la custodian como Papas políticos: Lenin, Hitler, Mussolini, Mao..., y sus consejeros doctrinales, el sacerdocio político. Los otros partidos, conservadores o liberales, son menos doctrinarios o, por decirlo eufemísticamente, más realistas o prácticos, pero la representación le corresponde al jefe y su camarilla. Simplificando otra vez, estos últimos partidos, o son simplemente antisocialistas, o sea, anticolectivistas, y representan a quienes temen la «indiscutible superioridad moral» del socialismo fundada en su tendencia retóricamente aristocrática –que disculpa a sus partidarios hagan lo que hagan, puesto que «la verdad es siempre revolucionaria», como dijo Lenin parodiando la frase evangélica «la verdad os hará libres»–, o bien representan crudamente intereses materiales, principalmente económicos.

Lo cierto es, que los partidos de cualquier tipo dependen de los oligarcas que los dirigen: de sus principios o ideas, de sus gustos, sus amistades, afectos, simpatías y antipatías, aficiones, intereses en sentido amplio y materiales en sentido concreto, etc. Si se trata de partidos únicos o prácticamente únicos, el jefe –Stalin, Hitler...– decide sin más. Si se trata de partidos consensuados, deben sopesar todo eso con los oligarcas de los otros partidos.

 

8. El carácter oligárquico de los partidos

La característica principal de los partidos en sí mismos es, pues, su carácter oligárquico. Es sabido que Robert Michels llegó a esta conclusión desmitificadora en su famoso estudio sobre el partido socialdemócrata alemán[12]: en tanto socialista, era un partido de principios e ideas –ideológico–, pero representaba en la práctica los intereses de los oligarcas que lo dirigían, aunque tuviesen que acomodarlos a los de sus seguidores y posibles votantes o disimularlos. Tesis generalizable a todos los partidos de derechas y de izquierdas; y por supuesto, a los que dicen ser de centro para parecer neutrales, lo que significa casi siempre, que lo que les importa es contentar a todos para disfrutar del poder.

Es decir, los partidos pertenecen a la oligarquía que los dirige y se rigen por los intereses, en sentido amplio, de sus dirigentes, que pueden coincidir –suelen acabar coincidiendo– con los de quiénes deambulan en lo que llamó Carl Schmitt los «pasillos del poder», una de las causas normales de la corrupción política relacionada con la naturaleza humana. Lo anormal es –era– que se inventen sistemas políticos estructuralmente corruptos y generadores de corrupción, como suelen ser los socialistas: su angelismo (de hecho cinismo) antropológico de marca rousseauniana (y kantiana) les lleva a confiar en que los ideales y la organización impedirán mecánica o automáticamente la corrupción o, por lo menos que se note.

 

9. Política y conflicto

Una de las justificaciones de la política consiste, en que la vida colectiva es conflictiva. Mas la lucha política se confunde hace tiempo con la lucha por la «hegemonía cultural», como pedía Gramsci, sin que esto signifique que sea el autor italiano el deus ex machina de una situación tan confusa como la actual. La historia la «determinan» infinitas causas, concausas, circunstancias y hechos incidentales entre los que hay que elegir para interpretarla. Por eso decía Ranke que la historia es una obra de arte: hay que interpretarla, lo que no significa falsificarla como ocurre por ejemplo intensamente en España, donde «llevamos, dice Pío Moa, cuarenta años de embrutecimiento por la falsificación de la historia», sea por ignorancia, sea por sectarismo, por negocio o para justificar la existencia de un enemigo al que tiene que combatir permanentemente como a Satán el sistema político establecido. Frecuentemente, las cuatro cosas juntas.

Puestos a interpretar, la causa concreta principal de la situación política actual, en realidad histórico-política –dejando aparte el desafío del Islam–, es el conflicto en el mundo de las ideas, entre el modo de pensamiento ideológico, que es el dominante, y el modo de pensamiento realista (o que pretende serlo). Este último puede considerarse hoy minoritario y prácticamente ausente de la lucha política, salvo precisamente lo que puedan tener de realistas los movimientos populistas europeos y el norteamericano, Por lo menos, parecen oponerse al irrealismo político de los individuos que llamaba Oakeshott manqués (resentidos, frustrados) o a disgusto con la realidad histórica, y sus amigos y clientes interesados, y reivindicar el sentido común, imprescindible en la política.

 

10. Clases y oligarquías

Es muy ilustrativa la tesis expuesta por Helmut Schelsky (1912-1984) en los años setenta del siglo pasado, en un libro convenientemente silenciado por parte de sus colegas sociólogos y por los escritores políticos en general; quizá porque su realismo parecía una denuncia que les afectaba[13]. En Alemania destacaron las críticas de los frankfurtianos y de algún sedicente liberal como Ralph Dahrendorf –obsesionado por cierto con obtener el titulo de Sir, lo que consiguió–, a quien reprochaba Schelsky, que «enterraba la teoría de las clases sin quererlo ni saberlo en vez de renovarla». Lo cierto es, que el libro de Schelsky fue bastante dado de lado o censurado por todos los que viven directa e indirectamente de la política.

En un momento en que era abrumadora la propaganda sovietizante y prevalecía la versión marxista de la oposición entre las clases económicas –que estaba ya en los ingleses John Millar y Adam Ferguson, a quiénes siguió Marx según Sombart–, incurría Schelsky en la herejía de considerarlas obsoletas y dar una explicación más profunda y política del problema de las clases relacionando las oligarquías con el modo de pensamiento ideológico.

Según Schelsky, la lucha de clases tenía lugar cuando escribía –y es más aguda en el momento presente– entre la clase de los intelectuales como salvadores teóricos (Heilslehren) y el resto, la clase de los productores de bienes (Güterproduzenten) que trabajan para sostener el sistema establecido. La clase de los Heilslehren está formada por Sinnproduzenten, productores de sentido entregados a la reflexión permanente (Dauerreflexion), y Sinnvermittler, los que difunden los resultados entre la opinión para formarla o educarla. Esta puesta al día de las ideas de Comte sobre cómo debería organizarse el gobierno en el estado positivo de la Humanidad, fue como un anticipo del porvenir del pensamiento único de moda reforzado e impuesto por la political correctness norteamericana. Que es en realidad, el método jacobino y leninista del modo de pensar totalitario, excepto la manera terrorista manu militari de imponerlo.

 

11. Cambio social y Estado de Partidos

La sabiduría de los Heilslehren, influida, no siempre sin saberlo, por la intensa propaganda leninista, ha conseguido difundir como un dogma entre los gobernados la mentalidad del futurismo totalitario del cambio por el cambio, el objeto de la política del Estado Social y Democrático de Derecho, configurado expresamente en Alemania en Estado de Partidos (Parteistaat) e imitado de derecho o de hecho en todas partes[14].

La teoría del cambio social es un Ersatz más aceptable de la doctrina marxista-leninista de la revolución. Hizo furor en las Universidades y los media desde los años sesenta y se concibió la idea de convertir la historiografía en una ciencia social tributaria de la filosofía marxista de la historia, en realidad una ateiología, para estar en «el lado correcto de la historia», como diría Obama, premio Nobel de la Paz por el mero hecho de ser negro, antes de demostrar merecerlo por sus obras. Uno de sus méritos posteriores es haber promovido o impulsado la «primavera árabe» y ayudado al Isis o Califato terrorista, que ha venido a turbar la paz pacifista –si justa o injusta es ya lo de menos– de la paloma de Picasso en la ensimismada Europa socialdemócrata.

 

12. El totalitarismo invertido

Los partidos patrimonializan hoy en día los Estados y los Gobiernos se justifican con la doctrina del cambio social como el Triebfeder o motor del cambio histórico correcto para llegar a la democracia verdadera o auténtica. Die wahre Demokratie de Marx, reinterpretada por Lenin y renovada por la revolución culturalista contracultural de 1968, que dio carta de naturaleza universal al nihilismo de fondo del leninismo. Hasta el Government norteamericano, considerado el más libre –pero siempre futurista, la Nueva Jerusalén desde antes que hiciera suyo el leninismo el mito de Moscú como la Tercera Roma– ha hecho suyo el modo de pensamiento sovietizante. A la verdad, lo ha incentivado con la aportación del multiculturalismo y otras bobadas que expelen las Universidades estadounidenses, difunden sus media y acaban instalándose en el muy infantilizado inconsciente colectivo. Una consecuencia de la separación protestante entre la fe y la razón, entre el hombre interior y el exterior, que deja libre el campo al cientificismo. Así, Sheldon S. Wolin observa la progresión en Estados Unidos de lo que llama el totalitarismo «invertido»[15]. Es decir, en lugar de las ideas prevalece la ideología, la perversión futurista del pensamiento político, que remonta, según Julien Freund, a la visión artificialista de Thomas Hobbes, el primero de los ideólogos como pensaba Comte, aunque François Picavet no le prestó atención al hacer su nómina. Michael Walzer va más lejos y piensa que habría sido Calvino, muy influyente en Hobbes, el primer ideólogo[16]. Peter Sloterdijk ha señalado que el Génesis implica el artificialismo y John Gray piensa que el origen del futurismo, a la postre un milenarismo renovado por el protestantismo (según este escritor, pese a Lutero y Calvino), puede estar en el Apocalipsis. Lo de Pierre Manent. O lo de Chesterton: las ideas cristianas se han vuelto locas.

 

13. Política y Kulturkampf

La política como lucha por la cultura no la inició Bismarck con su Kulturkampf –reintentado por Hitler de otra manera– para completar la unificación política de Alemania con la religiosa, que fracasó, relativamente, por la oposición del Zentrum, el partido de los católicos. Es muy antigua, anterior a la Revolución francesa, aunque renació en sus vísperas con el futurismo del siglo XVIII, si bien el modo de pensamiento ideológico, cuya clave es la idea de emancipación, como observó también Freund, no salió a la luz hasta esta revolución. La III República intentó imponer el laicismo como una moral parareligiosa –el cristianismo sin religión de Rousseau– por motivos parecidos. La lucha por la cultura se remonta en Europa al conflicto de los griegos contra el Imperio persa, al que siguió la contienda con el islam, luego las guerras civiles ligadas a motivos religiosos, que asolaron gran parte de Europa a causa de la Reforma, etc. Lo inédito es la lucha cultural planteada por el modo de pensamiento ideológico. Lo expresó muy bien Gramsci con su concepto de lucha por la «hegemonía cultural».

La emancipación es la madre de ese modo de pensamiento[17] y el denominador común de todas las ideologías concretas. Kant contribuyó poderosamente a su éxito sin quererlo, con su escrito ¿Qué es la Ilustración?, al que hay que añadir La paz perpetua, un librillo irónico, Hannah Arendt dixit, muy de moda en la pacifista Europa socialdemócrata.

El modo de pensamiento ideológico, un pensamiento pseudofilosófico al ser einseitig, unilateral, mutila la realidad para emanciparse de ella. Progresó como filosofía para las masas gracias a su simplicidad y llegó a su apogeo en el siglo XX al triunfar la revolución leninista, que implantó en Rusia el primer Estado Totalitario. Esta forma estatal es una posibilidad de la hybris del artificialismo de la cultura europea sometida a la ciencia y la técnica, aplicadas por Hobbes a su teoría del Estado como un Gran Artificio imitando a la Iglesia, que ni es científica ni es técnica. En esta forma, quizá terminal, del Estado, es esencial el modo de pensamiento morfotécnico, cuyo principio moral o de acción reza, según Konrad Lorenz, «todo lo que puede ser hecho debe ser hecho». Otra explicación del caos intelectual o, mejor, espiritual, que forma parte del modo ideológico de pensar.

 

14. Culturalismo y renovación del modo de pensamiento ideológico

El culturalismo de 1968, una protesta revolucionaria de los estudiantes de ciencias sociales contra los hábitos, las costumbres y las tradiciones de la conducta, renovó el modo de pensamiento ideológico inherente al artificialismo presentándose como una contracultura. Eric Zemmour dice que conquistó la sociedad en detrimento del pueblo. Desde luego, ha infectado la cultura sustituyendo la tradicional por el culturalismo banal, cuya influencia es evidente en la creciente neutralidad cultural o indiferentismo de las generaciones posteriores. La sociedad reina así sobre el pueblo favoreciendo a minorías sociales culturalistas e introduciendo discriminaciones positivas y negativas a conveniencia con la colaboración de los gobiernos. Esto ha sido la mecha del populismo, encendida empero por la invasión musulmana, que tiene atemorizados a los totalitarismos socialdemócratas establecidos: ni los individuos ni los pueblos pueden soportar indefinidamente la inseguridad, la incertidumbre y la tendencia a la desintegración como un destino. Un dato importante es el origen alemán de esa revolución, muy influida por el nacionalsocialismo, una versión del leninismo más popular –el Volk– que nacionalista. La iniciaron estudiantes pertenecientes a la «generación escéptica», como la denominó precisamente Schelsky[18], aunque se difundió desde Berkeley y París, por el hecho, en cierto modo trivial, de que el inglés y el francés son más asequibles que el alemán[19].

 

15. Efectos del culturalismo sobre los partidos

Un mérito del culturalismo contracultural es que remozó el envejecido socialismo de distintas tendencias, de modo que todos los partidos son hoy de orientación socialdemócrata sovietizante y anarquizante. La palabra democracia designa ahora lo que considera cada uno democrático –al final quien tiene más poder– y los partidos, que se consideran todos democráticos, se dividen sedicentemente en «izquierdas» más o menos variopintas y «derechas» más o menos conservadoras o liberales. Los de derechas prefieren decir que son de centro, para disimular que son catch-all-parties, partidos atrápalo-todo, y también revolucionarios: su función política suele consistir en arreglar los desperfectos económicos de la izquierda, consolidar sus «conquistas sociales» y, lo que es más grave, las morales; conquistas todas ellas favorables al artificialismo colectivista del modo de pensamiento ideológico. El mejor ejemplo es seguramente el español desde la Reinstauración de la monarquía.

En definitiva, todos los partidos representan los intereses de los respectivos oligarcas envueltos en la ideología, pues, como enseñaron Huxley y Orwell, el colectivismo –que es anarquizante– necesita imprescindiblemente una minoría rectora más o menos camuflada, parecida al consenso político pluralista. Las distopías de estos imaginativos autores ingleses, pueden ser hoy utilizadas perfectamente como manuales de teoría política. Enseñan más que la mayoría de los así titulados. No es de extrañar que, según Paolo Mancini, ha pasado el tiempo de los partidos políticos[20], que, mal que bien, no era dictatorial ni tiránico hasta la recepción del leninismo.

 

16. Partidos y sociedad civil

Los partidos son en teoría, según la descripción de Lorenz von Stein, la manera en que penetra la sociedad civil –que para Stein no coincide exactamente con la Bürgergesellschaft hegeliana, sino la sociedad como sinónimo de pueblo– en el Estado. Sin esperar a la contracultura del 68, desde el final de la Gran Guerra son los partidos los que penetran en la sociedad civil para explotarla como unas «élites extractivas» cualesquiera, semejantes a las descubiertas de repente a los economicistas despistados por D. Acemoglu y J. A. Robinson en su difundido libro Por que fracasan los países[21]. Como si nadie se hubiese dado cuenta antes de lo que significan las palabras oligarquía, plutocracia, crisocracia, etc., excluidas del lenguaje económico. Su sorpresa se debe sin duda principalmente a que la realidad no es reductible a las matemáticas como ha puesto de moda el economicismo. La economía como ciencia o como arte era y sigue siendo política, economía política. El mismo Marx la concebía así. Su éxito se debe, observó Schumpeter, a que le añadió una penetrante sociología socioeconómica. Lenin y la social-democracia rival de Kautsky, Bernstein, etc., para quienes todo era político, la transformaron en política económica, degradaron el derecho a política jurídica, etc. Es lo que hace en Europa la clase dirigente.

 

17. La ley trascendental de la política

Polibio llamó anakyklosis hace veinticinco siglos a la evolución y degeneración de las formas políticas y de gobierno. En realidad, es una ley histórica general: todo tiene su anakyklosis particular, pues tanto lo natural como lo artificial –producido o construido por el hombre con elementos naturales– tienden inexorablemente a descomponerse o corromperse. Fue así como llegaron los griegos a la idea de un principio o ser superior, el theós, que impide que el universo entero, kosmios, regrese al kaos, desorden, descomposición o corrupción del orden. Fue Jenófanes, según Popper, el primero en caer en la cuenta de la necesidad de lo que podría llamarse una Providencia. Pero debido a su naturalismo, los griegos no las tenían todas consigo: el kosmios se deteriora también y no podían evitar creer, como los ecologistas, en la ley cíclica del tiempo, la anakyklosis. Como a los naturalismos les resulta inconcebible lo infinito, según la cuenta de Platón, la Idea de las ideas, la providencia de Jenófanes o el theós de Aristóteles, sólo podrían mantener el orden en ciclos de 7500 años. Las religiones bíblicas (judaísmo y cristianismo) confirmaron las concepciones griegas de la Idea de las ideas, el theós y la Providencia. Pero introdujeron con la creencia en la creatio ex nihilo la infinitud y, con ella, la conciencia y el sentido históricos[22]. Lo que no implica la anulación de la anakyklosis y de la ley de hierro de la oligarquía.

Los griegos no enunciaron esta última ley por parecerles de sentido común. Sabían que, como dijo Wright Mills, «en cualquier sociedad, ostenta el poder solamente una minoría en sus diversas formas». Es también una ley histórica general, pero tan fundamental en la política –que es en rigor cliopolítica–, que gira en torno a ella el pensamiento propiamente político. Fernández de la Mora la bautizó como la «ley trascendental» de la política concreta, efectiva. Ambas leyes son consustanciales a la naturaleza humana. Para retrasar la ley cíclica natural de las formas del gobierno y corregir la de la oligarquía, inventaron los griegos la forma mixta de gobierno[23].

 

18. Situación actual del modo de pensamiento histórico

Ahora bien, según los filósofos –desde Sócrates, Platón, etc.– y los teólogos, la caducidad no afectaba al alma, ni por ende a la moralidad, hasta que la ideología decretó la inexistencia o la posibilidad de hablar de semejante cosa, igual que, curiosamente buena parte de la psiquiatría y la psicología actuales, cuyo objeto es o debiera ser justamente la psyché. En palabras de Alexis Carrel, el materialismo ignora que, «el alma es el aspecto de nosotros mismos que es específico de nuestra naturaleza, y que distingue al hombre de los demás animales». Eso explica muchas más cosas que la bioideología animalista, tan de moda.

Por ejemplo, que esas leyes históricas sean las bestias negras del modo ideológico-utópico de pensar ligado al artificialismo futurista, que es como la metafísica de las ideologías. Su desideratum consiste en eliminarlas modificando la naturaleza humana, una idea central de Lenin desarrollada por Trotsky, cuyo libro La revolución permanente (1930) es fundamental junto con Literatura y revolución (1924), para entender la filosofía de la historia vigente[24]. En último análisis, se trata de anular el pasado, la historia, y construir una historia cientificista rectilínea que llevaría al fin de la historia una vez conseguida la verdadera democracia, la sociedad feliz, una suerte de eterno estado positivo de la Humanidad como el de Comte, cuya influencia es difícil exagerar.

El modo de pensar ideológicamente constituye la causa principal de que se haya roto la conexión, que existió mejor o peor en el Estado de Derecho entre el pueblo, la soberanía y los partidos, cuando tenían aun suficiente vigencia las antiguas tradiciones de la conducta. Como esto implica no un cambio histórico, sino, lo que es más grave, una crisis histórica, puede merecer la pena una breve consideración de pasada sobre la situación actual del modo de pensamiento histórico. Pues, como decía Zubiri, el hombre es ante todo un «animal histórico» y lo que está en juego en Europa, es la amenazante posibilidad de que se salga de la historia. Chantal Delsol afirma en su políticamente incorrecto ensayo Populismos. Una defensa de lo indefendible[25] que está ya fuera de ella.

 

19. Culturalismo y naturaleza

El neomarxista inconformista Terry Eagleton, comentando la irritación de los culturalistas postmodernos contra lo natural y «la idea de una entidad llamada historia», de la que desconfían a la vez que se entusiasman con la historia en general[26], dice que basta que el hombre sea un animal lingüístico para que pueda tener historia, pues, gracias al habla, que pertenece a su naturaleza, es un ser cultural[27] y por ende espiritual. En otras palabras: si el hombre es racional, político, social, es porque es un ser histórico, de modo que la lucha por la cultura es una lucha por la historia, la forma extrema de la lucha política. Y los partidos y los pueblos de Occidente se encuentran inmersos en culture civil wars. Guerras belicosas como todas las guerras, de momento, salvo en lo que concierne al islam, no violentas. Sus armas son desde Hobbes los conceptos. Ahora bien, cuando las luchas culturales son luchas por la historia ¿no son existenciales? ¿Son también luchas religiosas?

El hombre «natural» no ha existido nunca a no ser en la contabilidad puramente biológica de los individuos de la especie anthropos. Como decía Hegel, «es imposible meter el espíritu en un perro dándole a mascar libros». Historia y cultura vienen a ser lo mismo, pues con la cultura, un producto espiritual, comienza la historia, que es historia del espíritu, aunque la historia humana se despliegue en el espacio de la Naturaleza y contando con su naturaleza particular: la naturaleza humana, en torno a la cual se desarrollan hoy las guerras culturales. Sin embargo, en modo alguno ha sido fácil e inmediato «el caer en la cuenta» de que el hombre no se reduce a lo natural.

Volviendo a los griegos, éstos cayeron en la cuenta de que el hombre posee logos, razón, lo común, puesto que el universo del que forma parte es racional en tanto ordenado; que el logos limita o descarta el incierto modo de pensar mítico; y que gracias al logos, que es capaz de ordenar –orden y razón (el método de ordenar) vienen a ser lo mismo–, puede ser libre. Sin embargo, no consiguieron distinguir lo natural de lo humano. Sócrates, y sus discípulos barruntaron que está incardinado en lo natural, pero sin abandonar la idea del hombre como un ser puramente natural. Se cayó en la cuenta de la diferencia gracias a la idea bíblica de Creación difundida por el cristianismo y a la versión del logos del Evangelio de San Juan, que completa la griega. Julián Marías hacía notar que el Credo de Nicea, el «símbolo de los Apóstoles», cuenta una historia.

 

20. Naturaleza e historia

El hombre es político, social, cultural, técnico y muchas cosas más, porque siente la realidad: es un animal de realidades (Zubiri) porque su realidad vital, a la que ajusta su vida, es histórica y tiene que ordenarla. Pues «no tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal y como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio»[28]. De ahí la elemental conexión entre el culto y la cultura, que comienza, insistía entre otros Jacob Taubes, con el culto a los muertos. Culto, cultura, historia son modos de hacer de la naturaleza humana. Partiendo de la realidad de que es capaz de percibir y controlar en alguna medida el espacio y, más limitadamente, el tiempo, del que es consciente, el hombre es un animal histórico antes que otras cosas, afirmaba Zubiri. Su auténtica realidad es temporal, histórica y, en tanto humano, no pertenece a la Naturaleza sino a la Historia. Por eso, ser racional u ordenado y por tanto estético y técnico, político, social, económico, sentimental, etc., son atributos o modalidades de su historicidad religiosa. Ahora bien, «sólo cuando se han cortado las raíces sacrales que la vida humana hundía en la naturaleza y se la ha religado con la instancia suprema de una divinidad trascendente, creadora y personal, puede enderezarse la vida humana con esperanza innovadora hacia el futuro»[29]. Eso justifica que se diga también que es un «animal infinito», lo que conlleva ciertamente una condición misteriosa[30], sobre la que cabe especular indefinidamente.

 

21. El modo de pensamiento antihistórico

Porque el hombre es un ser histórico, la combinación del modo de pensar ideológico y el utópico, constituye paradójicamente la causa del predominio del pensamiento antihistórico en la cultura actual. «Desgraciadamente, decía ya Nietzsche hace siglo y medio en Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas, hasta lo irracional parece hoy la única cosa “real” precisamente; es decir, la única cosa operante. Y justamente el hecho de reservar esa especie de realidad para explicar la historia es lo que se considera como “cultura histórica” propiamente dicha».

Infectados los historiadores por el modo de pensar artificialista, les afecta «el velo de la ignorancia» de la naturaleza de la historia. Ernst Jünger, pensando acaso en los métodos estalinistas y orwellianos de reescribir la historia a gusto del que manda o quiere mandar[31], prevenía hace ya bastante tiempo contra los historiadores en una generalización, excesiva pero fundamentada: «Se envilecen hasta el punto de convertirse en meros peones y cómplices del periodismo»[32]. O sea, de la propaganda y la ideología. Tony Judt, más próximo en el tiempo e historiador él mismo, afirmaba buscando una explicación, que los historiadores están desconcertados: «No saben ya lo que están haciendo... Si les preguntan a mis colegas cuál es el propósito de la historia, o cuál es la naturaleza de la historia o de qué trata la historia, se quedarán boquiabiertos. La diferencia entre los buenos historiadores y los malos consiste en que los buenos pueden arreglárselas sin una respuesta a estas preguntas y los malos no»[33].

 

22. La situación del saber histórico

La ignorancia o el menosprecio del hecho de que el hombre es un ser histórico es una causa principal del desconcierto. Pero hay más. Como pensaba Ranke, la historia es, después de todo, interpretación[34]. Sin embargo, fascinados por la ciencia –por el fundamentalismo científico–, han renunciado hace tiempo los historiadores a interpretar estéticamente, quizá para no arriesgarse, a no ser que oficien expresamente como Heilslehren. Si, por una parte, son hombres de la cultura de su tiempo, una cultura predominantemente cuantitativa –eco de la res extensa de Descartes–, por otra, la maraña de una situación tan desordenada, agitada y compleja como la del siglo XX y lo que va del presente, que empieza a ser caótico, dificulta ver bien el camino, el methodo, y lo que es peor, acertar a escoger el adecuado.

En su preocupación por la situación del saber histórico, apuntaba Judt una causa muy concreta del desconcierto: «A los historiadores solía agradarles bastante la idea de que se les incluyese dentro de las Ciencias Sociales...». Y eso explicaría el «complejo de inferioridad» que les lleva a «fascinarse» con «la teoría, los modelos y los “marcos”»[35]. Concurre también el predominio del modo de pensamiento abstracto en la cultura de tendencia cuantitativa del Zeitgeist, observado por Tocqueville. El gran pensador francés hizo notar que, coincidiendo con la importancia de la opinión de la mayoría numérica, los historiadores de los tiempos democráticos tienden a la abstracción. Observación que cabe extender a escritores políticos, juristas, filósofos, teólogos, etc., a biólogos, médicos y estudiosos de las ciencias naturales y exactas, afectados también por ese complejo, cuyo origen hay quien piensa pudiera estar en Kant. El predominio alcanzado por el arte abstracto es un buen indicador. Pues el arte expresa la visión de la totalidad vigente en el Zeitgeist.

 

23. La política como teopolítica

En bastantes casos tendrá también mucho que ver la influencia de la rutina, que se aprende, en principio justificadamente, en las Universidades fieles todavía a su función de transmitir el saber. Sin embargo, cabe relacionar la fascinación de que hablaba Judt, con la magia y la profecía (que están en auge). Puede valer para los historiadores lo que escribía Francisco Javier Conde hace tiempo a propósito de otros estudiosos: «El político legista –teólogo secularizado– tenía algo de mago y de profeta. El sociólogo positivo –teólogo profano– es una curiosa mezcolanza de economista, especulador y teórico»[36]. Los historiadores, habrían confundido –o sustituido–, la interpretación estética de Ranke con la magia y la profecía y, confundiendo la política con la teología, ofician como teólogos en demasiados casos. No tienen la culpa: hijos de su tiempo, la politización ha sustituido a la religión. Después de todo, la soberanía es un concepto de origen teológico[37] y, como sostiene John Gray, las ciencias sociales vienen a ser teologías encubiertas. De la mano de la soberanía, se pasó de la politización de la teología a la teologización de la política y de aquí a la de la vida social. «La mejor manera de entender el Estado moderno, escribe William T. Cavanaugh, es entenderlo como una soteriología alternativa a la de la Iglesia»[38]. La política como teopolítica.

 

24. La época de la neutralidad

Según Cavanaugh, «la política, es un ejercicio de la imaginación. Es a veces “el arte de lo posible”, pero es siempre un arte, y compromete la imaginación igual que lo hace el arte». R. Rotermundt pensaba de manera parecida antes que el teólogo norteamericano: «La afirmación todo es político, es asimismo lo contrario; político sería sólo lo que se encuentra en Bonn [el centro de la sociedad política alemana cuando era capital de la República Federal], con lo que nada tienen que ver el “pueblo” o el “hombre pequeño”»[39]. La gran causa es la sumisión de la discretio, el discernimiento, a la teopolítica más o menos artificialista de la época crítica abierta por la revolución francesa. Que no ha concluido a pesar de los cálculos-profecías de Augusto Comte.

La idea de una naturaleza pura divulgada por los teólogos[40], unida a la res extensa de Descartes, relegó al campo científico la visión natural, espontánea, de sentido común, del orden, reduciendo lo natural a lo material, de modo que, concluye Rémi Brague[41], el cosmos y posiblemente también el cielo murieron en la visión científica de la Naturaleza. Para Brague, la famosa fórmula weberiana «desencantamiento del mundo» es una consecuencia de la «neutralización del cosmos»[42], justamente en la misma época que llamaba Schmitt «de la neutralidad», pues la soberanía es neutral en las cuestiones religiosas: la neutralidad política, al aplicar el método científico al estudio de la organización jurídico-política implica la reestructuración de la Naturaleza en general[43], contribuyendo así a neutralizar el cosmos. Comte complicó más las cosas al dar de lado el derecho, la política, la economía y la psicología y sustituirlos por la sociología, en cierto modo «un saber de urgencia para prevenir y gobernar la revolución» (F. J. Conde), que aplica la metodología científica more theologicus.

Todo eso ha promovido sin duda la fascinación ejercida por las «ciencias sociales», inseparables del positivismo, que reduce la verdad a la verificación. Los historiadores caen en el cientificismo, un producto de la civilización tecnológica, cuyo racionalismo rebosa mitificaciones, al subordinar los saberes a los métodos[44]. Y como la política es cliopolítica, las consecuencias son obvias.

 

25. Ciencias humanas y sociales

Comte y muchos de sus entusiastas seguidores conscientes o inconscientes se declaraban y se declaran consecuentemente ateiólogos. Pero Cavanaugh insiste, coincidiendo con John Gray, en que «lo que encontramos en las ciencias sociales seculares no es algo esencialmente distinto de la teología: lo que hay en ellas son teologías disfrazadas, y habitualmente heréticas»[45]. Religiones Ersätze o sustitutorias, no facilitan la aclaración de la encrucijada del momento presente. Al contrario, contribuyen a embrollarla con los mitos cientificistas –que nada tienen que ver con las hipótesis y teorías científicas erróneas–, que infectan las ciencias humanas, debido en buena medida al exceso de confianza en sí mismas, en tanto cuentan con la capacidad técnica para realizarlos, o intentar realizarlos, muchas veces al margen de sus consecuencias[46].

Si el hombre es imago Dei, las ciencias humanas sólo pueden ser aproximaciones más o menos vagas basándose en la experiencia histórica. Las ciencias sociales son más certeras en tanto se refieren a conjuntos humanos. Pero tampoco se libran de la imprecisión y indeterminación, salvo que eliminen la libertad. Los mitos cientificistas son más peligrosos que los clásicos. Estos últimos son explicaciones a posteriori para ordenar la realidad, que, como descubrió Schelling, evocan quizá hechos. Los cientificistas son explicaciones a priori para motivar determinadas actuaciones.

Una consecuencia de las ciencias humanas mezcladas con las sociales en tanto una suerte de teologías, o más bien teodiceas ateiólogas, que funcionan como religiones encubiertas, es la deshistorificación de la historia.

 

26. La desafección a la política

Así pues, ¿representan los partidos la soberanía del pueblo, un concepto histórico? La respuesta es: no. Ante todo, porque la soberanía de Bodino es, como se mencionó antes, un concepto teológico importado a la política. La tradición, que es la esencia de la historia, es lo que da forma al pueblo, y, al despreciarla, los partidos futuristas, que son hoy prácticamente todos –igual que los eternos demagogos, que prometen cosas por lo menos dudosas– no representan prácticamente a nadie. Es completamente lógica y natural la desafección a la política que observa Ortí Bordás[47], puesto que la monopolizan absolutamente los partidos. En el mejor caso, representan a sus partidarios, amigos como los del crony Capitalism (capitalismo de amiguetes), numerosos clientes que viven de ellos, y, todos juntos a quienes les votan por cualquier motivo, pero no al pueblo. La partidolatría es sólo una incoherencia, en cierto modo normal, en este panorama. El pueblo sigue votando, porque piensa por costumbre que es una obligación de conciencia –cada vez menos, incluso respecto al partido con el que sienta identificado ideológicamente, pero del que desconfía–, o por temor, para oponerse a partidos políticos que considera más nocivos que al que elige a falta de otra alternativa más fiable.

 

27. Representación y democracia

Si, como dice Voegelin, la representación, que legitima políticamente (no moralmente) a los gobiernos, es el tema central de la política y resulta que no existe, el pueblo no está representado. Y esto significa, que se vive en la ilegitimidad, como durante siglos en el Imperio Romano. Pero al mismo tiempo se vive en democracia, enfatizan los demócratas enragés –la democracia como religión–, y la democracia política implica representación, sea directa, imposible hoy en día, si alguna vez existió, en grupos relativamente amplios[48], o participativa, es decir, con representación de algún tipo. La pregunta recae entonces sobre la democracia: ¿qué clase de democracia? No la liberal –quizá fuera mejor decir en este caso liberal/conservadora para evitar equívocos–, al no estar representado el pueblo, si es que alguna vez lo estuvo. De la democracia económica es mejor no hablar. La democracia social, aparte de ser utópica, un desideratum, no existe tampoco. No sólo son manifiestas las desigualdades, sino que habían aumentado antes de la crisis de 2008 y se incrementan aún más con ella. Son hechos, datos, que la distancia social entre los que mandan –si son políticos terminan muchos como potentados o nuevos ricos– y los que obedecen, entre los partidos y el pueblo, está in crescendo. En suma, la democracia presupone la identificación entre gobernantes y gobernados, de modo que, en la situación actual, desaparece la que pudiera existir. La ficción llega al punto que la gente vota a lo inexistente.

A la verdad, el Estado –los partidos–, es mucho más soberano absoluto que en las monarquías y los sistemas políticos son totalitarios. Tocqueville imaginó perfectamente el estado al que podrían llegar los pueblos europeos. «La democracia representativa ha muerto», escribe lapidariamente José Miguel Ortí Bordás. Es decir, ha muerto la democracia política en la medida que existió.

 

28. Oligarquía y democracia

En efecto, en Europa (y en general dónde se imita a Europa), la democracia es únicamente, como temía Tocqueville va ya para dos siglos, una de las ficciones útiles en política de las que hablaba Jeremías Bentham poco antes de proponer Carlos Marx como meta política la democracia real, verdadera o auténtica, die wahre Demokratie. Pero hijo de su época, el Romanticismo, guiado por su filosofía de la historia y fascinado por la nueva ciencia de la economía –la economía clásica, que descansa en la teoría objetiva del valor, que tanto contribuye a la fascinación por las ciencias sociales–, aunque identificó al enemigo, el Estado, confundió la oligarquía política con la clase económica predominante, la burguesía. No aceptó o no comprendió por eso, que la democracia no es más que la manera de contener y contrapesar a la oligarquía mediante el peso de los números –lo había dicho ya Aristóteles–, y se perdió en la antipolítica utopía economicista, que cree en los valores como dogmas de fe[49].

Tocqueville, Bentham, Coleridge y algunos más hablaban de oligarquías igual que Maquiavelo, para quien la historia política consistía en la lucha entre ellas. Pero los seguidores de Marx continuaron hablando dogmáticamente de las clases, del capitalismo como un individuo histórico (el Satanás de las teo o ateiopolíticas socialistas) y primaron la historia social sobre la política. Consiguieron dominar así en gran medida la cultura, de modo que la vida política ha devenido superficial o infantil al eludir la realidad que es su razón de ser. De ahí el dictum del teopolítico colombiano Nicolás Gómez Dávila (†1994), quien se proclamaba reaccionario por realismo: «La discusión política pública no es intelectualmente adulta en ningún país». Por lo pronto, versa sobre asuntos no políticos. Eso se salva hasta cierto punto, donde el sistema electoral es el mayoritario. La elección mayoritaria tiende a ser más realista, sin ser tampoco un antídoto contra las inexorables leyes de hierro y la anakyklosis.

 

29. Pueblo y sociedad civil

El Pueblo en sentido político es hoy una ficción útil para los imperantes; una abstracción. Empezó a serlo en realidad, desde que lo sustituyera Hobbes por la Sociedad como un conjunto de individuos dispersos, trasunto de los individuos en el imaginario estado de naturaleza, un modelo científico a fin de cuentas. Locke contribuyó a difundir ese concepto. «En la época de Locke, dice Pierre Manent, sociedad civil se contrapone a estado de naturaleza; a partir del siglo XIX, sociedad civil se contrapone a Estado». La expresión societas civilis es una inexacta traducción habitual del aristotélico «comunidad política» (koinonia politiké) y la sociedad de Locke se parece más a la sociedad de Hobbes. La inexactitud se debe a que las poleis griegas, comunidades arcaicas vinculas por la sangre, no son comparables (igual que otros conceptos políticos griegos) a las modernas, más amplias, más complejas y dinámicas. Su espíritu, determinado por el cristianismo, es distinto y mucho más libre. Lo que no obsta a reconocer que los griegos descubrieron la posibilidad de la política y ésta sigue siendo griega por su origen.

Sin perjuicio de la diferencia entre communitas y societas, la expresión sociedad civil se refiere a una sociedad organizada –no ordenada, pues no es lo mismo organizar y ordenar– regida por una constitución. No escrita en el caso de Locke, conforme la tradición inglesa, continuadora de la medieval, pues en Inglaterra no se afirmó la estatalidad; escrita en los demás casos como pedía Hobbes que fuesen las leyes; es decir, no propiamente histórica sino innovadora, lo que establece una diferencia cualitativa entre el constitucionalismo inglés (y norteamericano) y el continental[50].

Así pues, hasta el XVIII, la sociedad civil fue la alternativa conceptual al estado de naturaleza; en el XIX, el liberalismo hobbesiano y jacobino la entendió como lo otro del Estado de Derecho, mientras Marx identificó el concepto con el de la sociedad de la clase económica dominante. Ese liberalismo consideraba una victoria el fin de los particularismos de la sociedad civil del antiguo régimen, el creciente individualismo de la sociedad y la transformación de un Estado realmente débil y con resonancias personales –el mando y la decisión políticas estaban personalizados en el Antiguo Régimen– en un Estado fuerte, omnicomprensivo en virtud de la Constitución escrita, y abstracto, puesto que el mando y la decisión están despersonalizados. Por lo menos doctrinalmente. De ahí que, bajo la influencia del humanitarismo y el socialismo, se empezara a pensar también en la sociedad civil, de suyo un concepto impersonal –a diferencia del pueblo en tanto un cuerpo político–, como enfrentada al Estado despersonalizado, mientras el Pueblo real, el pueblo soberano, quedaba al pairo. Le pasó aproximadamente lo mismo a la Nación a lo largo del siglo XX. Chivo expiatorio de la sovietización internacionalista, ha llegado a ser prácticamente irrelevante como tal en el XXI.

 

30. Pueblo y soberanía

El Pueblo es un cuerpo orgánico cuya cabeza es el Gobierno, y la Sociedad el conjunto mecánico de los individuos que forman la población del Pueblo, cuya unidad básica natural no son sus miembros individuales, sino las familias que lo constituyen. El «pueblo» político titular de la soberanía –la Sociedad cortesana o política, o la Nación Política en la Nación-Estado–, no es el pueblo natural sino la oligarquía social. Aquella parte de la sociedad civil que respalda a los partidos políticos, también oligárquicos. El pueblo político es la oligarquía social que apoya a los gobiernos que poseen el aparato estatal. Estos gobiernos representantes de las oligarquías sociales son los soberanos efectivos por sí, ante sí y para sí: el soberano es la oligarquía formada por las oligarquías de los partidos. La «teocracia» de que habla Burkhard Wehner correspondiente a la democracia mehrspurig, de varios recorridos o caminos, propia del Estado de Partidos[51]: el consenso político «pluralista», diría Antonio García-Trevijano. Lo demás es propaganda o derecho constitucional.

Sin embargo, el titular de la soberanía es en teoría el pueblo natural, y cuando la ejerce el pueblo entero, por ejemplo mediante elecciones para elegir y nombrar representantes, acorta su distancia del gobierno, puesto que el soberano «absoluto» es el Derecho, que brota espontáneamente de las relaciones sociales. Mas es tal la impoliticidad de la política y la descomposición de los órdenes políticos, que le sobra la razón a Sloterdijk cuando afirma que derecho y ley no son más que otros nombres para los caprichos de los gobernantes. Los gobiernos han sido, son y serán siempre oligárquicos por definición y la democracia es la forma en que puede contener la libertad política colectiva su tendencia al despotismo en el mejor caso, en el extremo a la tiranía.

 

31. Soberanía, Derecho y legislación

El problema proviene obviamente de la doctrina de la soberanía de Bodino. El escritor francés atribuyó la facultad de hacer leyes al poder ejecutivo –el gobierno– que, con el tiempo, se atribuyó el monopolio del Derecho. Mas el Derecho de ese origen no es Derecho sino Legislación, pues no nace del pueblo, sino de la voluntad del soberano que lo impone. La Legislación empezó a aumentar así bajo el Absolutismo (un término útil inventado en el siglo XIX) la distancia política natural entre gobernantes y gobernados, separados, no unidos, por la Legislación-Derecho. Separación que aumentó tras la Revolución francesa. En efecto, la distancia política no disminuyó con la revolución sino que se consolidó y fue la causa del crecimiento de la distancia socioeconómica, que suscitó los socialismos. El Derecho emana desde entonces del Parlamento, el soberano jurídico absoluto –los trescientos parlamentarios que eran para Tocqueville como trescientos reyes absolutos (los partidos eran entonces de «notables»)–, como representante doctrinalmente del Pueblo. En él suele coincidir además la mayoría con el ejecutivo. El mayor problema del parlamentarismo europeo consiste en que no está sometido a las restricciones que imponen las tradiciones constitucionales al Parlamento inglés, respetadas incluso por los partidos ideológicos[52].

Eso retroalimenta la distancia entre gobernantes y gobernados determinada por la distinción entre lo público y lo privado, que ha llegado a ser sustantiva, al existir una verdadera frontera entre ambos. «Donde se piense que el legislador no es omnipotente, la herencia medieval subsiste», es otro aforismo de Nicolás Gómez Dávila. Entonces, «existía un sistema legal sin Estado, una idea casi inconcebible en el mundo del moderno sistema de Estados»[53]. Los gobernados pueden acercarse hoy a los gobernantes sólo, y relativamente, como miembros de los partidos o como sus amiguetes o clientes o en los pasillos del poder. Los mismos miembros de los partidos están separados de sus respectivos oligarcas. Cum grano salis, podría valer otro aforismo del escritor colombiano: «La diferencia entre medioevo y mundo moderno es clara: en el medioevo la estructura es sana, y apenas ciertas coyunturas fueron defectuosas; en el mundo moderno, ciertas coyunturas han sido sanas, pero la estructura es defectuosa». La Edad Media es historia desrealizada. No fue la darkness Age de los renacentistas y los modernos ni la época idealizada por los románticos, entre ellos curiosamente Augusto Comte. Es un ejemplo de cómo puede ordenar la libertad colectiva la vida en común sin la soberanía en el sentido moderno.

 

32. Pueblo y libertad política

La libertad política colectiva era lo normal en Roma y en el medievo, aunque estuviera restringida a lo que se considerase el pueblo en sentido político, que no es lo mismo que el pueblo político, la sociedad política o la sociedad civil posteriores. Tan normal, que era prácticamente inexistente el pensamiento estrictamente político. En la Edad Media, el Derecho era como una atmósfera al prevalecer absolutamente la omnipotentia iuris. Por eso, hay que buscar las ideas políticas en la teología jurídica. Pues la titularidad, más bien que la soberanía, del Derecho pertenecía al pueblo como un todo, no al poder político, el ejecutivo, cuya función consistía en hacer cumplir el Derecho y defender al pueblo de otros poderes políticos.

El pensamiento político suele aparecer en momentos de crisis graves o cuando es excesivo el poder político y se echa en falta la libertad política como libertad colectiva, del pueblo. Cuando los pueblos están políticamente enfermos. Platón fundó el saber político como un saber medicinal para curar los males que afligían a la Polis y el pensamiento político es un pensamiento de crisis, medicinal, curativo, por ende imaginativo y experimental. No es futurista sino realista, se atiene a los hechos, los síntomas de la enfermedad, y es crítico-constructivo. Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes a su manera[54], Burke y Tocqueville, Schmitt, Voegelin, Oakeshott, Jouvenel, etc.

La Reforma protestante, una crisis religiosa, planteó la necesidad de pensar lo Político. La Revolución francesa fue una crisis político-religiosa y lo pensó estatalmente en detrimento de la Iglesia. La revolución soviética, que sigue proyectando su sombra, fue una crisis religiosa y política total. La crisis política actual, que vio venir Donoso Cortés como una secuencia de las anteriores, es cultural, histórica, jurídica y, en último análisis, sobre todo religiosa.

 

33. Soberanía, Derecho y Legislación

El Derecho es consuetudinario al ser su fuente el mismo pueblo, como en Roma y la Europa medieval. Al transformarse en Legislación, cuya fuente es en cambio la ley[55], se convirtió poco a poco, en un arma del poder político contra el pueblo a medida que su espíritu se distanciaba del jurídico y, por consiguiente, del pueblo. Hoy, advertía hace tiempo Ernst Jünger (quien no distinguía entre Derecho y Legislación), «el Derecho se ha convertido en un arma». La Legislación es el arma principal, por lo menos la visible, del «totalitarismo liberal» del que habla Spaemann, imperante en Europa. «Legalidad, decía Carl Schmitt, quiere decir sumisión y disciplina»[56]. Si la legalidad es legítima, desaparece la impresión de sumisión y disciplina, y con ella el miedo; se obedece espontáneamente, de forma natural, conforme a «la naturaleza de las cosas» y el sentido común. No ocurre lo mismo con la Legislación cuando es contraria al êthos configurado por la tradición, singularmente la religiosa, aunque sea legítima procedimentalmente. La lucha política actual por la cultura es una lucha en torno al êthos: el tradicional de los pueblos y el futurista de la ideología que controla la soberanía y se ha impuesto en la sociedad civil. Consiste, en cierto modo, en la oposición entre esta última, la sociedad hobbesiana, y el pueblo.

Desde el punto de vista de la libertad política, es la soberanía el problema de todos los problemas. Quien tiene la soberanía decide y manda. «La sujeción a un soberano» es otra de las definiciones de la soberanía de Bodino, quien pensaba en un soberano personal. Con el tiempo se fue impersonalizando y la Revolución francesa instituyó la Nación como el soberano, según la doctrina del abate Sieyès en competencia poco clara con la soberanía de la voluntad general de Rousseau sobreentendida como manifestación de la soberanía del pueblo como soberanía «nacionalista» según su famosa paradoja de la libertad: «Quiconque refusera d’obéir à la volonté générale y sera contraint par tout le corps; ce qui ne signifie pas autre chose sinon qu’on le forcera à être libre».

La democracia imitada de Norteamérica se fue imponiendo así a medida que progresaba el igualitarismo y retrocedían las libertades y, bajo la democracia social –la socialdemocracia–, aunque sea la Nación el soberano según las constituciones, impera la soberanía popular como soberanía de la mayoría, no la mayoría como contrapeso a la oligarquía. De hecho, la nomocracia legislada por los partidos. De lo que resulta que el soberano neocrático de Wehner[57] está oculto como un deus absconditus y nadie es responsable de nada. Es el fin de la política de la imaginación y de lo posible. De ahí, paradójicamente, la apariencia de libertad: «Cuando el tirano es la ley anónima, el moderno se cree libre» (Gómez Dávila).

 

34. El fin del socialismo

Desaparecida la política a manos de la ateiopolítica, los partidos políticos europeos –y las gentes en general dedicadas a la política– parecen estar perdiendo sus encantos como una especie de sectas. Lo suyo es la sociedad y su enemigo el pueblo, que puede despertar con el populismo. Puede ser significativo, que sean los socialistas, a quienes importa sólo la sociedad, los más momificados y se empiece a abandonar el uso de la palabra socialista, igual que renunciaron bastantes partidos comunistas a la palabra comunismo –alguno se rebautizó «liberal»– e incluso al socialismo cuando implosionó la Unión Soviética.

La palabra socialista ha dejado de ser una palabra talismán. En Italia, los partidos izquierdistas prescinden de ella; en Grecia y España han surgido otros más o menos sovietizados. En España, la omiten Podemos, Ciudadanos, los principales partidos separatistas, el mismo Partido Popular, que pasa por conservador y es en realidad socialista o capitalista de Estado, da lo mismo, casi desde el principio, y se ha mostrado por fin como tal. El primer ministro francés Manuel Valls, partidario hace tiempo de renunciar a esa palabra gastada, lo reiteró siendo ya primer ministro del partido socialista francés dirigido por Hollande. Inclinado hacia una izquierda «pragmática, reformista y republicana», considera necesario desprenderse del socialismo para subsistir, «porque la ideología, ha dicho, nos ha llevado al desastre».

El socialismo propiamente dicho murió en el 68. No obstante, las ilusiones y los intereses creados en torno a esa palabra son infinitos y sigue habiendo multitud de creyentes a la izquierda y a la derecha, unos por rutina, otros por el principio primum vivere deinde philosophare.

 

35. El necesario restablecimiento de las jerarquías

Lo que practican descaradamente en los últimos tiempos tanto la izquierda como la derecha, que no son ni lo uno ni lo otro sino gente arrimada al poder, es una suerte de colectivismo sovietizante: el capitalismo de Estado que beneficia a las nomenklaturas. Pulverizan los pueblos y las naciones, destruyendo el êthos, la familia, la institución comunitaria integradora fundamental, los patrimonios familiares –familia id est patrimonium– y la natalidad y transfieren recursos ajenos a sus amigos y clientes. La izquierda se distingue porque, fiel a su moralismo revolucionario, ataca retóricamente la religión, la moral, la tradición, el trabajo libre; la derecha lo acepta y, en tanto representante retórico u «oficioso» del «capitalismo», completa el programa de la izquierda aniquilando la independencia y la propiedad de las clases medias al mismo tiempo que fomenta y potencia el gigantismo empresarial crony. La ideología cuenta muy poco salvo como retórica (los griegos decían en estos casos erística). El culto al dinero ha desplazado a todo lo demás. La socialdemocracia se ha transformado en crisocracia.

¿Desaparecerá el socialismo? Si hay que aceptar por mero sentido común la anakyklosis, la existencia de un último día, decía un distinguido teólogo, «para cada civilización, para cada generación, como para todo hombre viviente...»[58], ¿no será una causa de la crisis del presente, que, habiendo llegado a su cénit la religión secular en su versión nihilista con diversas modalidades, ha iniciado la cuesta abajo y se resiste a salir de la historia? Con todo, no será fácil abandonar el modo de pensamiento ideológico, muy enraizado como forma mentis.

Como este modo de pensamiento es «totalitario» pero einseitig, escribe Tenzer: «El combate antitotalitario, pasa por una reconciliación del hombre con lo universal» restableciendo las jerarquías en el orden cultural. ¿Cómo restablecer las jerarquías si la Iglesia, que ha construido Europa, renuncia a ejercer su auctoritas natural?

 

[1] Nicolas TENZER, La sociedad despolitizada, Barcelona, Paidós, 1992, pág. 116.

[2] Vid. William T. CAVANAUGH, El mito de la violencia religiosa. Ideología secular y raíces del conflicto moderno, Granada, Nuevo Inicio, 2010.

[3] La felicidad terrenal, una idea puesta de moda por la Ilustración, es el objetivo compartido por todas las variedades del socialismo. En la Venezuela bolivariana existe un «Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo». En los Emiratos Árabes un «Ministerio de la Felicidad» existe «para generar “bondad social y satisfacción”». Con la misma lógica, se está pensando en España en crear ¡un Instituto Estatal para el Talento en el Empleo! Etc. La felicidad es, a fin de cuentas, el objetivo de la política «social».

[4] John GRAY, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, Barcelona, Paidós. 2008.

[5] Quizá la de origen norteamericano, que mezcla la de la democracia como una religión de John Dewey y el Moralistic Therapeutic Deism que, dice B. S. Gregory en The Unintended Revolution. How a Religious Revolution secularized Society (Cambridge, Harvard University Press, 2012), está colonizando las religiones tradicionales. Parece ser una de las ideas centrales de Obama y los Clinton, representantes de las oligarquías «liberales», es decir, socialdemócratas, que es lo que significa «liberal» en Estados Unidos.

[6] «El evitar los partidos exige gran habilidad en el legislador, de modo que muchos filósofos opinan, que este secreto, como el del gran elixir o el del movimiento continuo, puede ocupar nuestros ocios teóricos, pero nunca logrará ser llevado a la práctica». David HUME, Ensayos políticos, Madrid, Unión Editorial, 1975, 7, «De los partidos en general», pág. 66.

[7] Pierre MANENT, Histoire intellectuelle du libéralisme, París, CalmannLévy, 1987, «Avant-propos», págs. 19-20: «El desenvolvimiento político de Europa es solamente comprensible como la historia de las respuestas a los problemas planteados por la Iglesia –una forma de asociación humana de un género completamente nuevo–, al plantear a su vez cada respuesta institucional problemas inéditos que reclaman la invención de nuevas respuestas. La clave del desenvolvimiento europeo se llama el problema teológico político».

[8] Ibid. Vid. también 8: «De los partidos británicos».

[9] Jean GEBSER, Origen y presente, Gerona, Atalanta, 2011.

[10] Se suele pasar por alto la diferencia, que es fundamental, entre el pueblo y la sociedad. Vid. Alfredo CRUZ PRADOS, La sociedad como artificio. El pensamiento político de Hobbes, Pamplona, Eunsa, 2008. El concepto sociedad es mecanicista; de ahí el individualismo radical. El concepto pueblo es organicista y el individuo está inserto en su medio natural.

[11] La emboscadura (1951), Barcelona, Tusquets, 1988, pág. 23. El voto no es hoy más que una cortesía del sistema y un acto de pleitesía al mismo; puro conformismo ritualizado dirigido por la propaganda del consenso.

[12] Los partidos políticos, Buenos Aires, Amorrortu, 1991.

[13] Die Arbeit tun die Andere. Klassenkampf und Priesterherrschaft der Intellektuellen, Francoforte de Meno, DYV, 1975.

[14] Vid. Manuel GARCÍA-PELAYO, El Estado de Partidos, Madrid, Alianza, 1986.

[15] Prefacio a Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, Buenos Aires, Katz, 2008. Explica Wolin que el totalitarismo puede adoptar formas diversas. Su propósito consiste en «poner en evidencia tendencias en nuestro propio sistema de poder, que se oponen a los principios fundamentales de la democracia constitucional. Esas tendencias son, en mi opinión, totalizadoras, en tanto revelan una obsesión por el control, la expansión, la superioridad y la supremacía». La realidad posterior de la reacción populista con Trump contra el sistema, viene a confirmar su tesis.

[16] Sobre la relación entre Calvino y Hobbes, Olivier ABEL, Pierre MOREAU y Dominique WEBER (eds.), Jean Calvin et Thomas Hobbes. Naissance de la modernité politique, Ginebra, Labor et Fides, 2013.

[17] Sobre los modos de pensamiento: Hans LEISEGANG, Denkformen. (1928), Berlín, W. de Gruyter, 1951; Alfred N. WHITEHEAD, Modos de pensamiento, Buenos Aires, Losada, 1944. Karl Mannheim se refirió a los estilos de pensamiento en Ensayos sobre sociología de la cultura, Madrid, Aguilar, 1957. También, Dalmacio NEGRO, «Modos del pensamiento político», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), núm. 75 (1996) y «Sobre el modo histórico de pensar», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), núm. 92 (2015).

[18] Die skeptische Generation, Düsseldorf, Eugen Diederichs, 1957.

[19] Eso se ha repetido muchas veces. Marx no hubiera sido probablemente tan famoso si no hubiese escrito en francés, y cabe decir lo mismo de otros pensadores revolucionarios, que escribieron en ese idioma, o en inglés, o fueron traducidos a esas lenguas. El predominio –merecido– de la cultura alemana durante los dos últimos siglos, es debido sin duda a las traducciones. Sin embargo, se traducen más las obras políticas revolucionarias que las conservadoras o no revolucionarias. Así, Lorenz von Stein, cuyo pensamiento es fundamental por ejemplo en el derecho constitucional y en el derecho administrativo, es conocido principalmente por artículos y referencias de otros autores.

[20] Il post partito. La fine delle grandi narrazioni, Bolonia, Il Mulino, 2015.

[21] Bilbao, Deusto, 2012.

[22] Por eso son distintas las utopías clásicas, cuyo prototipo podría ser la de Tomás Moro, y el utopismo inherente al modo de pensamiento ideológico. Aquellas son intemporales, espaciales; las utopías ideológicas, en realidad ucronías, pretenden controlar la historia, reducir el tiempo al espacio.

[23] Vid. Elio-Alfonso GALLEGO, Sabiduría clásica y libertad política. La idea de Constitución mixta de monarquía, aristocracia y democracia en el pensamiento occidental, Madrid, Ciudadela, 2009.

[24] Cfr. Isaac DEUTSCHER, Trotsky, el profeta armado (1954), México, Ediciones Era, 1966.

[25] Barcelona, Ariel, 2015.

[26] Las ilusiones del posmodernismo, Barcelona, Paidós, 2004, 2, págs. 56 y sigs.

[27] Las ilusiones…, cit., 4, págs. 114-115.

[28] José ORTEGA Y GASSET, «Prólogo para franceses», en La rebelión de las masas.

[29] Luis DÍEZ DEL CORRAL, «Sobre la singularidad del destino histórico de Europa», en De historia y política, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1958, pág. 250.

[30] Vid. Manuel CABADA CASTRO, El animal infinito. Una visión antropológica y filosófica del comportamiento religioso, Salamanca, Ed. San Esteban, 2009. También del mismo, Recuperar la infinitud. En torno al debate histórico-filosófico sobre la limitación o ilimitación de la realidad, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2008.

[31] Métodos que siguen en boga, amparados por ejemplo con leyes como la española de la Memoria histórica (2007), inventada y subvencionada por la izquierda y conservada y subvencionada por la «derecha conservadora».

[32] La tijera, Barcelona, Tusquets, 1993, pág. 218.

[33] Pensar el siglo XX, Madrid, Santillana, 2012, 7, pág. 250.

[34] Vid. Sobre las épocas de la historia moderna, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2015.

[35] Ibid., pág. 252.

[36] Sobre la situación actual del europeo, Madrid, Publicaciones españolas, 1949, pág. 50.

[37] Vid. Nicolás RAMIRO RICO, «La soberanía», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 66 (1952).

[38] Imaginación teo-política, Granada, Nuevo Inicio, 2007, I, pág. 23.

[39] Staat und Politik, Munster, Westfällisches Dampfboot, 1997, pág. 159.

[40] Vid., por todos, Henri de LUBAC, El misterio de lo sobrenatural, Madrid, Encuentro, 1991, I.

[41] La sagesse du monde. Histoire de l’expérience humaine de l’univers, París, Fayard, 1999, XII.

[42] Ibid., XII, pág. 284.

[43] Cfr. Francesco GENTILE, Intelligenza politica e ragion di stato, Milán, Giuffrè, 1984.

[44] «Pertenece a las tergiversaciones de nuestra época apreciar más altamente el camino que la meta y buscar más que el encontrar. En el sentido de lo superficialmente interesante, puede ser correcto este modo de valorar, pero en el sentido de la decisión por la verdad es falso». H. URS VON BALTHASAR, Antología de San Agustín, Madrid, Fundación Maior, 2016. Al comienzo cfr. Friedrich A. HAYEK, La contrarrevolución de la ciencia. Estudios sobre el abuso de la razón, Madrid, Unión Editorial, 2008; Pierre PERRIER, «Le scientisme, menace permanente», Catholica (París), núm. 108 (2010).

[45] En Carmen BERNABÉ UBIETA (ed.), La Modernidad cuestionada, Bilbao, Universidad de Deusto 2010, «La teología después de la modernidad: ¿Reina de las ciencias de nuevo?», 2, pág. 70. Cfr., del teólogo luterano Karl Richard ZIEGERT, Zivilreligion. Der protestantische Verrat an Luther. Wie sie in Deutschland entstanden ist und wie sie hersscht, Munich, Olzog, 2013.

[46] Vid. Hans JONAS, El principio responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Herder, 1995. El cientificismo es la plaga que produce el modo de pensamiento artificialista. Ken Wilber, crítico del cientificismo, ve con razón el fundador de esta especie de ideología en el conservador Comte. Vid. Los tres ojos del conocimiento. La búsqueda de un nuevo paradigma, Barcelona, Kairós, 1991, 1, págs. 36 y sigs. Sobre el cientificismo como enemigo de la ciencia, Mark JOHNSTON, Saving God. Religion after Ideology, Princeton University Press 2009. III, págs. 46 y sigs.

[47] Desafección, posdemocracia, antipolítica, Madrid, Encuentro, 2015.

[48] Sobre las formas de democracia, Jean BAECHLER, Démocraties, París, Calmann-Lévy, 1985.

[49] Es una causa del auge y la influencia de la axiología. La filosofía de los valores (Cohen, Natorp) cubrió el vacío creado por Kant al destruir la metafísica (racionalista). Scheler y Hartmann la potenciaron después de la primera guerra mundial. Afirmaban, que existen valores objetivos, igual que en la economía ricardiana, que era la de Marx, y en las ideologías colectivistas. Vid. la crítica de Carl SCHMITT, La tiranía de los valores, Granada, Comares 2010, con prólogo de Montserrat HERRERO.

[50] Cfr. Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013.

[51] Von der Demokratie zur Neokratie. Evolution des Staates, (R)Evolution des Denkes, Hamburgo, Merus, 2006.

[52] El parlamentarismo continental es una imitación del inglés, cuyas atribuciones, funcionamiento, actividad y limitaciones descasan en arraigadas tradiciones de la conducta. El último ejemplo es el acatamiento del Brexit. El continental adolece de tradiciones semejantes y, entre otras diferencias con el inglés –donde no se negocia, se discute de cara a la opinión– no entienden los partidos que la oposición forma parte del gobierno, que su misión es criticarle para que gobierne mejor o que son inconstitucionales las alianzas contra el gobierno entre los partidos representados en el Parlamento por ser un engaño a los electores. El gobierno en minorías es por eso una posibilidad, impensable en el Continente. Las tradiciones compensan también que la división de poderes no sea de abajo arriba, como en Estados Unidos, y que el régimen sea oligárquico.

[53] Entonces, «existía un sistema legal sin Estado, una idea casi inconcebible en el mundo del moderno sistema de Estados». Kenneth PENNINGTON, «Sovereignty and Rights in medieval and early Modern Jurisprudence: Law and Norms without a State», en Janusz SONDEL, Jenna RESZCZYN´SKI, Piotr SCIS´LICKI (eds.), Roman Law as Formative of Modern Legal Systems. Studies in Honour of Wieslaw Litewski, Cracovia, Jagiellonian University Press, 2004, pág. 27.

[54] Hobbes confunde en realidad la libertad política con las libertades civiles en torno a la propiedad, igual que en el Estado de Derecho, cuya idea está en ese gran pensador. Locke le corrigió rechazando el absolutismo y volviendo a su manera a la Constitución tradicional.

[55] Vid. Juan Berchmans VALLET DE GOYTISOLO, ¿Fuentes formales del Derecho o elementos mediadores entre la naturaleza de las cosas y los hechos jurídicos?, Madrid, Marcial Pons, 2013.

[56] Carl SCHMITT, «La revolución legal mundial. Plusvalía política como prima sobre la legalidad jurídica y supralegalidad», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 10 (1979), págs. 5 y sigs.

[57] Cfr. Fabio Massimo NICOSIA, Il sovrano occulto. Lo «stato di diritto» tra governo dell’uomo e governo della legge, Milán, Franco Angeli, 2000.

[58] Henri-Irénée MARROU, Theologie de l’histoire, París, Ed. du Seuil, 1968, 20, págs. 83, 85.