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El populismo en Hispanoamérica. «Todos somos populistas»

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

 

«El populismo es una tendencia perpetua
donde las instituciones políticas son
crónicamente débiles» (Kenneth M. Roberts)

1. Cinco notas a modo de presentación

Quiero comenzar este recorrido por el populismo hispanoamericano con algunas notas preliminares que delimitan el sujeto y explican mi aproximación a él.

En primer término, es la mía una perspectiva fuertemente ligada a la experiencia argentina, que puede ser el punto de partida a una comparación y generalización que a grandes rasgos intentaré hacer. Aclaro también que mi consideración del populismo es, a juicio de los especialistas, intuitiva y no científica. Y que me place que así sea, por lo que más adelante diré[1].

En segundo lugar, sé de la ambigua red de aprehensión y de la generalmente negativa, peyorativa, connotación que se asigna al populismo: para la izquierda marxista o neomarxista es un sacrilegio político por la apropiación de las masas (que les pertenecerían por derecho propio); lo es también para la derecha liberal, por la quiebra con el sistema republicano (del que funge como perro guardián y también traidor); para los sociólogos, como Germani, es una anomalía aberrante producto de los resabios de una sociedad tradicional que se niega a morir y dejar paso a una democracia desarrollada –en buen romance, un fascismo criollo.

Pero la historia está llena de sorpresas. Casi medio siglo después de que se lo denostara, ahora se lo encomia moderada o desembozadamente, adjudicando al populismo una capacidad constructiva de sujetos heterogéneos, una habilidad para la producción de identidades otrora quebradizas, asimilándolo a la política misma.

Frente a estas etiquetas, confieso que no tengo particular inquina con el populismo y tampoco singular aprecio. Mi apreciación no se basa en la objetividad del científico naturalista sino que proviene de la indiferencia para con una realidad que ha probado ser resistente a la sociología política y a la misma experiencia cotidiana.

La ambigüedad ha llegado a la liquidación del concepto: «La palabra “populismo” ha sufrido una irónica desventura: se ha hecho popular»[2], afirma Taguieff. Esta es la tercera nota preliminar, y que apunta específicamente al renacer populista o neopopulismo. La época de oro del populismo fue la de la academia de 1960 y 1970; los estudios posteriormente decayeron; pero hay que reconocer que el atractivo populista ha vuelto con vigor sorprendente.

El populismo ha ganado fama no por su extravagancia, sino por su inasibilidad; el populismo ya no se busca como lo excepcional, surge en la normalidad, está en lo cotidiano, en las noticias de cada día y, como se dice, «hasta en la sopa»[3]. Y así no extraña a nadie que tengamos los católicos un Papa populista venido de Argentina[4].

Es como si los hispanoamericanos no pudiéramos abandonar el populismo, pues a tenor de lo dicho por historiadores y científicos de la política, vivimos sumergidos en experiencias populistas desde las primeras décadas del siglo pasado. No importa ya si el gobierno es considerado democrático o autoritario, civil o militar, institucional o revolucionario; tampoco interesa que sea de derechas o de izquierdas, retrógrado o progresista, unipolar o tercerista. Todo lo que sucede, ocurre bajo el signo del populismo que ha devenido una dimensión de la acción o del discurso político, que es ya unidimensional[5].

Tómese, por caso, lo que acontece en Argentina. Acabamos de salir del gobierno populista de los Kirchner –que llegaron al poder tras el populismo de Menem– y se afirma que hemos caído en el populismo de Macri. No es de importancia si aquéllos fueron socialistas y éste es liberal, si los unos fueron peronistas y este otro un porteñito bien: lo que en verdad define las políticas y los estilos políticos es el populismo que los hermana.

Un agudo observador ha dicho que «el populismo no se transmite de una generación a otra, salvo sin duda en América Latina»[6]. No podemos salir del populismo, su continuidad nos tiene signados. Bueno o malo, el populismo se ha confundido con la política misma hispanoamericana. Lo llevamos en la sangre.

Ahora bien, si es así, si verdaderamente en Hispanoamérica vivimos a caballo del populismo variopinto, me parece que podríamos aventurar –y esta es mi cuarta nota previa– que esta endémica experiencia puede atribuirse a, por lo menos, dos causas: la primera, las falsas promesas de la democracia que todo lo augura y que realiza poco o casi nada de lo jurado[7]; la segunda, la incapacidad del Estado –siempre requerido– para alcanzar un desarrollo generalizado y brindar una protección extendida o integral.

De la primera causa podríamos deducir que populismo y democracia están sensiblemente conectados, no como polos contrapuestos, sino como caras de una misma moneda, por ejemplo, una poniendo el acento en lo institucional y la otra en lo popular, una en los derechos y la otra en las acciones. De la segunda se podría colegir que los hispanoamericanos tenemos mayor afecto por el Estado que otros pueblos, que todavía esperamos del Estado la redención o la emancipación que otras instituciones no pueden darnos[8].

La relación entre populismo y democracia no es tan contradictoria como se acostumbra proponer[9], al contrario, el populismo es una forma de la democracia que acentúa elementos que el ideal democrático tiende a ocultar: es el lado plebeyo de la democracia[10]. Los límites ideales de la democracia son puramente formales en el sentido de teóricos; los límites populistas a la democracia son más bien reales. Los populismos realmente existentes no proponen –como sostienen algunos– una democracia lisa y llanamente directa, masiva; de igual manera que las democracias idealmente concebidas destilan en la práctica sus deformaciones representativas.

El enemigo del populismo en Hispanoamérica son los regímenes militares, opuestos por lo general a los intereses populares –que entienden anárquicos o demagógicos– y que combaten aplicando restricciones políticas y medidas económicas liberales.

Tengo la impresión –va aquí la nota final– que el populismo es la más de las veces una «enfermedad académica», una suerte de hábito de rotulación de realidades políticas complejas que se intentan encasillar con etiquetas inventadas por la sociología política.

Quiero decir: una cosa es la realidad que se estudia y otra la manía académica habituada a rotular. La realidad no debe verse con los anteojos de la ciencia, sino que, como manda el principio del realismo, esa realidad debe ser aprendida en lo que ella es, pues lo que es enseña el método adecuado a su aprehensión intelectual. Pero los profesionales hoy parten de aprenderse las etiquetas para leer lo real[11].

El problema básico de la academia es que hay muchas etiquetas para el populismo, diseñadas en diferentes momentos y al calor de variadas ideologías o teorías. Y a pesar de ello –quizá por ello mismo– el sujeto sigue escapándoseles, porque es o parece ser inasible. Cuál es la esencia, la substancia específica del populismo, no lo sabemos[12]. Un cientista político invencible contestaría: no sabemos lo que es pero «existen patrones de procedimiento relativamente estabilizados»[13].

 

2. Los usos del populismo

Nada invento si digo que hay un uso vulgar del término populismo y que hay otro uso académico, aunque éste sea, como ya apunté, tan diverso.

En el uso corriente el vocablo populismo se aplica a actitudes demagógicas –no necesariamente a decisiones políticas– de halago y/o de concesión de preferencias al pueblo, a las políticas a favor de los trabajadores o más generalmente de las masas, al discurso en nombre del pueblo. Es un uso descriptivo y como las conductas o discursos que describe son vagas, en tanto cubren un alto rango, el vocablo también está cargado de vaguedad.

El uso científico padece de similar defecto, pero, además, hasta el intento reciente de rehabilitación por Laclau y otros, el término tiene una carga negativa y su empleo es, como se dijo, peyorativo. En general, se puede decir que es compartida la valoración del populismo que describiera Guido Di Tella hace medio siglo. Para el teórico argentino, el populismo suele ser visto como un proceso «bastante desdeñoso, en tanto implica la connotación de algo desagradable, algo desordenado y brutal, algo de una índole que no es dable hallar en el socialismo o en el comunismo, por mucho que puedan desagradar estas ideologías»[14]. A juicio de la academia, nos pueden desagradar muchas cosas, pero el populismo nunca podrá gustarnos.

Ernesto Laclau invirtió los términos: el populismo pasó de ser un sistema perverso a ser un constitutivo de toda política –en su esencial dimensión discursiva– porque es el modo de dar identidad unitaria a ese sujeto disperso que llamamos pueblo.

 

3. El populismo y su historia

El populismo no es una planta exótica que los hispanoamericanos importamos de Rusia; tampoco es un hongo que apareció sorpresivamente después de una noche de lluvia. Las primeras interpretaciones del populismo –funcionalistas, marxistas, liberales, etc.– rara vez buscaron las razones históricas particulares del populismo, sus causas vernáculas o nacionales salvo en el corto plazo; las sustituyeron por marcos teóricos –sociedades en transición, modernización, articulación antagónica, desarrollo, dependencia, discurso configurador de identidad, etc.– que hacían las veces de una explicación universal.

Por encima de todas las cosas, no se miraba en la historia particular con la hondura requerida para descubrir en el mismo proceso de democratización –sea orientado a una república de libertades, sea dirigido a un paraíso colectivista– la semilla ya sembrada del populismo. O cuando se lo hacía, era con la anteojera populista ya puesta.

El hecho histórico es conocido para reproducirlo en detalle. El subcontinente hispanoamericano estaba sumido en una crisis de legitimidad política por lo menos desde la I Guerra Mundial y una crisis económica más antigua; emergieron a la vida pública nuevos actores que presionaron en busca de una incorporación política y un reconocimiento económico-social; comenzaron a ponerse en práctica procesos de modernización, de desarrollo industrial (sustitución de importaciones) o de capitalismo dependiente; las nuevas medidas económicas produjeron cierta movilidad social y una fuerte urbanización y las organizaciones sindicales pasaron a tener mayor presencia; los sistemas políticos seguían las viejas prácticas del caciquismo, el personalismo y el fraude; el desarrollo del aparato estatal, incipiente, cobró entonces fuerza. La entreguerra y la II Guerra Mundial, operaron la muerte y transfiguración de las democracias hispanoamericanas, como ocurriera en Europa. Se reforzaron los socialismos vernáculos. Los derrumbes de las experiencias nazi y fascista no parecieron tal: la intelligentsia de izquierda permanecía alerta a dónde y cómo se replicaban «los fascismos».

El siglo XX hispanoamericano lo fue de crisis. Por más de cincuenta años, los diversos países del continente sufrieron la alternancia de gobiernos civiles y militares, que no coinciden necesariamente con los dispares ciclos económicos de prosperidad y estancamiento. La generalizada democratización de los años 1980 pareció poner fin a ambas secuencias. Sólo pareció.

En la historia del populismo latinoamericano[15], se suele hacer mención a los precursores, al proto-populismo, encarnado por José Batlle y Ordóñez en el Uruguay –que domina el escenario político desde fines del siglo XIX hasta la tercera década del XX[16]–, Hipólito Yrigoyen en Argentina (1916-1922) y Arturo Alessandri en Chile (1920-1925)[17]. Luego, viene el período del populismo clásico, las décadas del 30 al 50 del pasado siglo: Getulio Vargas en Brasil (1930-1945)[18], Luis Sánchez Cerro en el Perú (1931-1932), Lázaro Cárdenas en México (1934-1940), Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955)[19], Rómulo Betancourt en Venezuela (1945-1948) Carlos Ibáñez del Campo en Chile (1952-1958)[20], y José María Velasco Ibarra en Ecuador (1952-1956)[21]. Anómalos, por tardíos, pero pertenecientes al ciclo clásico son los gobiernos de Luis Echeverría en México (1970-1976), el tercer gobierno de Perón en Argentina (1973-1976), y los de Fernando Belaúnde Terry en Perú (1963-1968 y 1980-1985). Finalmente, a mediados de los 80, advino el neopopulismo, emparentado con el neoliberalismo y la globalización, que cubriría un arco temporal extenso hasta el presente.

Prácticamente todos los países de Hispanoamérica tuvieron líderes, partidos y gobiernos populistas, con la excepción tal vez de Chile, según la opinión de Drake[22]; de Bolivia y quizá Colombia. Al menos estas tres naciones serían las que menos padecieron del populismo: en algunos casos por un sistema político más estable (Chile); en otros por su marcada inestabilidad (Bolivia); y en otros por un bipartidismo fuertemente arraigado (Colombia).

 

4. El populismo clásico y el líder carismático

Casi todas las interpretaciones del populismo coinciden en que es esencial la existencia de un liderazgo carismático –según la tipología de Max Weber–, es decir, una especie de sacerdote pagano dotado del don de encantar serpientes. El líder es exigido por una masa popular desarticulada, no institucionalizada, con bajo nivel de organización o como quiera que se diga. En algunos casos (Perón o Velasco Ibarra), el líder es el hombre inédito, que surge en un momento excepcional; en otros, es el político conocido (Cárdenas, Belaúnde o Vargas) capaz de capear el temporal y reencauzar la política en un nuevo sentido. El líder es un dispensador de esperanza en tiempos críticos para los desheredados y los excluidos.

Pero no se trata de cualquier liderazgo, sino el carismático, el que encanta con su discurso y va embargando lentamente el alma del pueblo; el que sabe captar o inventar las necesidades populares y representar su drama en el gobierno; el que se dirige en directo a las masas eliminando toda intermediación institucional; el que sabe excitar las emociones de los sectores bajos y se alimenta de ellas; el que se reproduce a sí mismo, no dejando lugar a sucesores que corrompan su obra; etc. Todo esto caracterizaría al líder populista, o más bien su caricatura o la de su discurso, pues cuando se atiende al hombre en privado suele resaltarse su temperamento de personas sencillas, honestas y frugales, trabajadoras y sacrificadas, que poco dicen de esa descripción de un «redentor» o «hechicero»[23].

Ahora bien, ¿significa esto que existe un lazo místico entre líder y pueblo? En principio así sería: el carisma del jefe eleva las emociones hasta hacer perder la razón; pero hay que estar atento a los aparatos a los que recurre el líder, quiero decir: los medios de influencia y los mecanismos de «fascinación». Porque el liderazgo no es sólo la figura fascinadora del jefe; es también el resultado de un conjunto de recursos aplicados para obtener el apoyo del pueblo y que consolidan al líder[24].

Todo líder populista formó –o al menos intentó formar– un partido, recurrió con insistencia a los discursos públicos, procuró encuentros personales con la masa, y cuando alcanzó el poder instrumentó un sistema gubernativo de información. A la atracción personal del líder y a la retórica seductora se suman una indiscutida capacidad de mando y un conocimiento del país como pocos, según se ha reconocido a Perón, Velasco Ibarra, Belaúnde o Cárdenas; y también, un ingenio poco habitual para hacerse siempre más popular[25].

La capacidad de mandar, en muchos casos fue aprendida en los cuarteles; muchos de estos líderes eran militares de profesión, de donde puede provenir ese hábito del trato directo con el pueblo[26]. Y el conocimiento del país real es producto de un esfuerzo por ello: por eso los viajes, los informes, las reuniones y el trato directo, del que se habló.

No es necesario llegar al gobierno para ser un líder populista: se lo puede ser de un partido o un movimiento que fracase, como se comprueba con Víctor Haya de la Torre en el Perú[27]; o en el caso del colombiano Jorge Eliecer Gaitán, muerto en 1948 a las puertas del poder. El mestizo Gaitán, «el hombre que era un pueblo» –como dicen sus biógrafos–, el artífice del Bogotazo, radicalizando su liberalismo, enfrentó a la tradicional oligarquía en nombre del pueblo, bregando por la participación popular, movilizando las masas, etc.

Además, el líder populista, revestido de salvador o redentor, sacia al pueblo en sus necesidades, al menos así lo ven los sectores que lo apoyan; ofrece sacrificio, trabajo, pero también una suerte de paraíso el final de la jornada. De Sánchez Cerro decía una popular canción: «Cuando suba Sánchez Cerro / no vamos a trabajá / pues nos va a llové todito / como del cielo el maná»[28].

Este tipo de liderazgo es visto por los democráticos como un peligro porque supone un nivel mínimo de institucionalidad: el líder siempre está dispuesto a pasar por encima de las instituciones –si no las ha pasado ya–, a usar del pueblo contra el sistema y a plebiscitarse él mismo. El liderazgo populista propende a la unidad en torno al líder representativo quien tendría la potestad de separar a los réprobos de la masa del pueblo. En otros términos, el populismo es un veneno porque celebra la uniformidad, la unanimidad, y repudia el pluralismo y los cauces institucionalizados, de modo que el distinto se convierte en enemigo del pueblo. La democracia, en cambio, festeja la tolerancia[29].

Otro rasgo lo hace inaceptable para las democracias: la personalización de las relaciones políticas, esto es, el estilo personalista del liderazgo populista que lo hace pasar por sobre las instituciones en razón de las deficiencias de ellas para canalizar las demandas populares. No hay un solo líder populista que no haya tratado de establecer lazos más o menos personales con el pueblo, a espalda de la institucionalidad democrática. El jefe y su pueblo son de carne y hueso.

Las democracias que se dicen no enfermas de populismo dan muestras, también, de usar recursos similares. Cualquiera puede traer a la memoria líderes democráticos que usan y abusan de los medios, que ofrecen al pueblo ventajas y prometen años dorados, que inflaman las almas con el llamado a la unidad nacional, a la democracia o a la libertad, etc. Y los marxistas y sus secuaces tampoco pueden protestar, pues siempre han celebrado el personalismo político (de Lenin en adelante hasta Fidel y el Che) y trabajado por construir la «vanguardia del proletariado» y el «partido de la revolución». De los liderazgos mágicos, deberían callar unos y otros[30].

 

5. El pueblo en el populismo

El pueblo del populismo, se dice, no es real; hace alusión a una entidad sin contornos y de naturaleza vaga; un ente nebuloso e ilimitado, indefinible; un todo sin contenido[31]. Además, tomando una distinción clásica, reactualizada por Taguieff y Laclau, la plebs del populismo –siempre parcial (los pobres, los excluidos)–, entendida como el conjunto de los menos privilegiados, emerge a la vida pública reclamando para sí la representación del populus –el todo numérico ideal (la comunidad política toda)[32]–, esto es, del conjunto de los miembros de la comunidad.

Es el líder quien hace el todo de la parte. Pues al componer, decide quién es el pueblo y quién no, porque el pueblo en el populismo es «una parcialidad que quiere funcionar como la totalidad de la comunidad»[33], esto es, según observa Laclau, «el pueblo, como opera en el discurso populista, nunca es un dato primario sino que es una construcción»[34]. Este proceso de construcción importa exclusiones, «la patria nueva» impone la exclusión de los «anti-patria» o de la oligarquía, la expulsión de los no asimilables. Por ejemplo: «Braden o Perón» se gritaba en Argentina en 1945; o «Una sola ideología, contra la oligarquía», decía un slogan de la campaña electoral de Abdalá Bucaram en 1996.

Sin embargo, no todas las conceptualizaciones del populismo distinguen un pueblo del otro, la masa sin discriminación de los sujetos que componen un colectivo selecto. Las primeras teorías sobre el populismo –e incluso algunas actuales– siguen remitiendo al pueblo como un todo, a un sujeto heterogéneo en sí pero que el líder es capaz de componer y unir (la comunidad), aunque en la búsqueda de la unidad opere un nivel de selección y, por ende, de exclusión. Lo que revelaría que no hay pueblo sin líder, que no existe tal masa unificada sino en función de la capacidad de asignación que se reconoce al líder. En verdad, se repite el mito hobbesiano de la unidad del poder estatal capaz de hacer un pueblo de una multitud[35].

Pero en el contexto histórico del populismo clásico juegan otros factores. Por caso, las escisiones ideológicas suelen ser decisivas. Los liberales protestan contra esta política divisora y maniquea del populismo que posterga los derechos individuales en aras de los reclamos populares, burlando las constituciones y sus garantías. Los socialistas variopintos afirman que ese pueblo populista es una caricatura del verdadero proletariado. Los populistas insistentemente recalcan que, en un mundo bipolar –el de la segunda posguerra–, su política es anti-imperialista y fuertemente nacional. Los liberales quieren democracias al estilo americano; los socialistas según el modelo soviético o cubano; los populistas sostienen «la tercera posición»[36].

Este llamado a un pueblo real y nacional es una respuesta al abstracto igualitarismo demoliberal, puramente formal, que entendía resolver la cuestión cuantitativa o electoralmente (el pueblo de los ciudadanos o de los votantes); pero es también una contestación anclada en historias concretas de, como hoy se dice, «exclusión social»: exclusión económica (postergados y desprotegidos por el Estado), exclusión política (infra-representados por las elites y sin voz parlamentaria), exclusión cultural (europeización, afrancesamiento, desnacionalización). Que de estos datos reales se construya una mistificación del pueblo redimido no es sino la consecuencia de la mítica igualdad de todos en todo del liberalismo democrático y de lo que se ha llamado «la traición de las oligarquías»[37].

Los críticos del populismo suelen ver solamente una cara del problema: la negación del otro, esto es, lo que es opuesto al pueblo populistamente redefinido[38]. Pero, al mismo tiempo, han confirmado el carácter multiclasista de los movimientos o partidos populistas, hábiles a la hora de establecer alianzas entre las clases sociales de las que eran incapaces los demoliberales. Ese policlasismo, sumado al ingreso a la vida política de los sectores marginados, llevó a concebir una «era aluvial» nunca antes vista, como José Luis Romero dijo de la época de Perón, pero que también podría decirse de Vargas o del gaitanismo[39].

Por eso el populismo es ajeno, en principio, al análisis clasista, pues la experiencia enseña que puede haber un populismo burgués y de clases medias –como indicó Ianni– y también un populismo popular, de los trabajadores[40], un populismo de la clase dominante y otro de la clase dominada, como sugirió Laclau[41]. Aunque el discurso se dirija al pueblo trabajador con preferencia (Haya de la Torre era llamado «el padre de los trabajadores» y a Perón se lo conocía como «el primer trabajador»), las políticas ensamblan beneficios para diversas clases.

Veamos un caso. En el Ecuador de la década de 1940, Velasco Ibarra se valió conscientemente de la contraposición de pueblo y oligarquía[42], que resultó políticamente útil: pueblo son los pobres, con exclusión de la oligarquía, de los ricos, aunque no incorpora a los indígenas y los negros. Sólo en los años noventa del pasado siglo, las minorías raciales excluidas demandaron su pertenencia al pueblo ecuatoriano, pero –como ocurre con el multiculturalismo– sin renunciar a su singularidad cultural[43]. Es decir: aquél no tuvo una visión completa del pueblo, pero éstos quieren ser igual a los demás sin dejar de ser distintos.

En los hechos, de acuerdo a las circunstancias, el concepto de pueblo muestra una elasticidad necesaria para acomodarse a las nuevas realidades. En Venezuela se cultivó una imagen benevolente y paternalista del pueblo: eran las masas virtuosas de ignorantes que sostenían la democracia[44]. En su segundo gobierno Carlos Andrés Pérez buscó disciplinar esas masas por el Estado y el mercado pues creyó que el Caracazo (1989) había sido la irrupción de las masas desorganizadas e incivilizadas. Esa masa inculta pero virtuosa comienza a su vez y desde entonces a percibir a las elites como la corrupción enquistada en el Estado, la oligarquía contraria a los intereses del pueblo; de donde algunos coligen la imposible alianza entre un populismo de fines y un liberalismo de medios[45].

Los casos que he expuesto vienen a demostrar que este pueblo imaginado o construido suele ser más real que el pueblo de las democracias, pues al menos remite a hombres de carne y hueso, que integran alguna categoría social y no a la masa indiferenciada y anónima de los votantes que únicamente se identifican en un padrón. Además, si antaño el pueblo del populismo era dilatado, cuyos contornos lindaban con lo «nacional» (de ahí el nexo denunciado entre populismo y nacionalismo), hoy –cuando campea el neopopulismo– pareciera tomar los límites del comunitarismo, de las identidades minoritarias o infrarrepresentadas y, por lo mismo, asociarse a formas de multiculturalismo e indigenismo, entre otras.

Lo que prueba la inutilidad de los análisis clasistas y la existencia de diferentes clases o capas sociales de las que se nutre el populismo. ¿Qué sectores del pueblo hacen triunfar al líder o lo apoyan? Generalmente se ha apuntado a las masas urbanas y los sindicatos[46], pero hay sobrados casos de líderes apoyados en las capas rurales (Cárdenas en México, Torrijos en Panamá)[47] e incluso otros que triunfan sobre los partidos gobernantes con alianzas de partidos diversos y hasta contrapuestos (Velasco Ibarra, por caso)[48].

 

6. El populismo y el Estado

Lo que escandalizó a los liberales de la época del populismo clásico fue la conformación de un aparato estatal que regulaba e intervenía como actor, en los ámbitos económico-sociales, aunque sin grandes innovaciones en el plano político-institucional. Y, se sabe, para los socialistas clásicos, este Estado social o asistencialista es el enemigo de la clase trabajadora pues adormece su potencialidad revolucionaria; en todo caso, espuria alianza estatal-popular[49].

El Estado populista no fue un pasivo espectador del movimiento económico-social ni un mero agente de control de ese tráfico; no fue débil, sino fuerte. Es la época del Estado Nôvo brasilero, del Estado activo del cardenismo, del Estado social peronista, centrado preferentemente en la protección de los trabajadores y sus familias (regulación de la jornada de trabajo, descanso dominical, salario mínimo, asistencia social, reglamentación de formas especiales de trabajo, etc.), que con el tiempo se abre al Estado de bienestar.

De acuerdo a la explicación del populismo como modernización, ese papel del Estado es clave. Por ejemplo, Gino Germani afirmó que el populismo latinoamericano es una fase de transición de la sociedad tradicional (agraria) a la moderna (industrial), motorizada por una configuración singular, que calificó como «movimiento nacional popular», multiclasista, movilizador de las masas, hasta el punto de sobrepasar la capacidad integradora del Estado que se vio envuelto en una puja por la redistribución. De aquí el surgimiento de liderazgos carismáticos que toman la conducción del aparato estatal para establecer políticas de satisfacción de las demandas populares y promover la industrialización.

Los casos de la Argentina del primer Perón y el Brasil de Vargas son hasta cierto punto gemelos. El Estado fue en ambos casos receptor de las protestas del pueblo y, al mismo tiempo, un instrumento con el que establecer la solidaridad nacional; y ambos propósitos se perseguían mediante las políticas estatales. El Estado devino agente del desarrollo nacional, aunque no siempre fue capaz de cortar la dependencia externa –o no quiso hacerlo. Similar fue en el México de Cárdenas, se lo vea como una continuidad o radicalización de la tradición estatista-revolucionaria o como una ruptura con ésta[50].

La activación del papel del Estado cumple también una función ideológica genérica, al redireccionar y organizar las reformas que se hicieron necesarias desde la crisis de 1929-30, de ahí que los llamados populismo adoptaran una tercera posición o una tercera vía frente al liberalismo capitalista y el socialismo colectivista (como sucede con el cardenismo, el aprismo o el peronismo)[51]. Se trata de un intento de hacer racional la intervención y la regulación estatales en la producción y en la distribución de riqueza en el mercado interno y a veces el externo (el IAPI peronista). La mejor expresión de esta postura es la de Haya de la Torre: «La peruanización del Estado».

Pero como he analizado en mi estudio sobre Perón, la apuesta al Estado, a los planes económico-sociales, a la organización técnica y al control socio-económico, importa descubrir el «lado racionalista del liderazgo carismático», esto es, la apuesta por mecanismos que funcionan con su propia racionalidad –según se cree– dirigiendo la realidad y dominando la impulsividad y la impaciencia tanto de la sociedad como del líder. Cárdenas y Perón pueden señalarse como los mejores ejemplos.

Sin embargo, las diferencias existen: en el México de Cárdenas, el Ecuador de Velasco Ibarra y el Perú de Velasco Alvarado, la reforma agraria –en razón del fuerte componente rural de las alianzas populistas en estos pueblos– ocupó un lugar central, lo que no aconteció en otros países. El dato es importante respecto de la formación y permanencia de las alianzas populistas, pues el sector agrario o rural siempre fue secundario en relación al urbano.

De hecho, los casos muestran cierta disparidad: en Argentina bajo Perón o en el México de Cárdenas, se dijo ya, existían sindicatos libres o relativamente independientes que apoyaron a los líderes. Incluso es el caso del Brasil de Vargas[52]). Por tanto, estos populismos fueron en la realidad una alianza de distintos sectores en la que los trabajadores tuvieron un rol fundamental[53]. Lo que no quita que los líderes buscaran controlar los sectores obreros poniendo mano en los sindicatos mediante la designación de sus dirigentes o por prohibiciones a los opositores u otro tipo de políticas similares[54].

Sin embargo, en este período clásico del populismo no se llegó a una estatización de la economía, como sucederá a partir de las décadas de 1960 y 1970. Eran economías mixtas, fuertemente pragmáticas, economías nacionales, con sectores de libre mercado y otros de actividad público-estatal o regulada por el Estado; y, en general, constreñidas por la presión internacional y las restricciones externas. Lo que también habla de la pluralidad de orientaciones populistas según los lugares y los momentos (nacionalistas, revolucionarias, desarrollistas, reaccionarias, clasistas, progresistas, democrática antioligárquica, etc.)

 

7. Movilización o participación: un punto decisivo de la relación populismo y democracia

Poco se concede a favor del populismo clásico. En ciertos casos se admite que fueron mecanismos de integración en el molde estatal: «En Argentina en particular y en América Latina en general, los populismos clásicos constituyen un hito insoslayable en los procesos de homogeneización e integración política, social y territorial que son supuestos del Estado moderno»[55].

Esa incorporación, no obstante, no siempre se juzga políticamente correcta. En el Ecuador, por ejemplo, se dice que la incorporación ha sido «para apoyar a líderes», esto es por aclamación y otras celebraciones rituales del pueblo. «Estos tipos de participación litúrgica fueron vistos como más importantes que el voto y el respeto a las instituciones de la democracia liberal. Al basar la democracia en formas plebiscitarias de aclamación al líder, se dificultó consolidar estos regímenes, por lo que la historia política del Ecuador se basa en el ciclo régimen populista-golpe de Estado»[56].

Un panorama continental diría que la experiencia es generalizable. Argentina o Perú no le van en zaga a Ecuador. Pero este análisis vuelve a transformar al populismo, convertido ahora en resorte de una participación informal, esto es, de la movilización de las masas[57]. Además, mal que les pese a los sociólogos, la movilización no es exclusiva del populismo, las democracias también recurren a ella en diversos momentos. La dificultad estriba en la aclaración de una serie de cuestiones.

Primero, ¿cuál es el camino «racional» para la participación de las masas? Según los entendidos, debería ser la democracia misma, que integra al pueblo en diversos niveles, especialmente mediante los sindicatos y los partidos políticos como instrumentos de la autoconciencia popular. Luego, la salida populista será siempre «irracional», pues contiene elementos autoritarios y totalitarios. Sin embargo, se abre aquí la segunda cuestión: Gino Germani, que ha resuelto de aquel modo la primera, se plantea si la racionalidad democrática era posible en las condiciones históricas del surgimiento del populismo y responde que no, pues atendiendo al caso argentino, ni las condiciones económicas y sociales, ni las posibilidades educativas y tampoco las alternativas políticas, hacían viable la integración de las masas recurriendo a los mecanismos habituales de la democracia. Entonces, el populismo, aun siendo una anomalía, no es tan irracional como en principio se afirmó.

La contradicción entre la teoría y la realidad hizo que Germani revisara su concepción y así sostuvo, en obra posterior, que el populismo constituía una forma de «democratización fundamental» caracterizada por la movilización heterónoma de las masas excluidas de los procesos socioeconómicos de una sociedad en cambio[58]. El sociólogo ítalo-argentino descubrió finalmente las virtudes del populismo como una forma de participación que, no obstante, es contradictoria («disruptiva») del sistema político ya por exceso ya por defecto[59].

Como se aprecia, ni aun lo bueno del populismo es tal. Debería concluirse, entonces y de acuerdo a la academia, que éste ha producido «sociedades de masa, precariamente cohesionadas, que sobreviven gracias a frágiles e inestables equilibrios, meros regímenes de sustitución para sobrevivir las crisis»[60]. Pero la sentencia, me parece, falla en la apreciación de los hechos y en la fundamentación en derecho.

 

8. Final. El pan populismo y la política de lo inespecífico

El término «populismo» y sus variadísimas interpretaciones que buscan darle un significado tienen un claro origen: el fenomenal desconcierto de los intelectuales liberales, marxistas y socialistas ante el surgimiento de movimientos, fuerzas y líderes políticos que daban al traste con las leyes del desarrollo histórico en la que creían, por ejemplo, la evolución hacia la república verdadera, la organización autónoma del pueblo, la inevitable crisis del capitalismo, la conciencia de clase de las masas, la necesidad de la revolución como paso al socialismo, y otras por el estilo.

Esto explica por qué la mayor parte de los estudios son sociales, de clase, económicos, laborales, pero muy pocos son políticos e ideológicos (no sólo discursivos) de los populistas y sus opositores. He aquí un defecto de los especialistas en populismo, uno de tantos[61].

La carrera y la suerte del populismo son conocidas: nace como término peyorativo y su uso se vuelve positivo, primero constreñido a ciertos casos específicos y luego generalizado a las experiencias políticas hispanoamericanas más diversas. Cuando se nos dice que no debemos buscar un concepto inmanente o absoluto del populismo –«el populismo en estado puro»–, se quiere significar que abandonemos todo anhelo platónico y se nos invita a que pensemos en la inespecificidad del populismo que únicamente puede entenderse cuando nos valemos de sofisticados arsenales teóricos «para entender que el populismo se instala en el vasto campo de toda experiencia posible»[62], o que es una dimensión de la acción política sujeta a todo tipo de sincretismos[63].

Pero no es necesario seguir este consejo. Porque el populismo no es una lejana constelación celestial; son estos mismos académicos los que nos insisten en que es la política a la que cotidianamente asistimos.

Como su mismo nombre lo indica, el populismo es primero que nada una degeneración ideológica del pueblo. Una muestra clara es la dificultad que se tiene a la hora de definir al pueblo del populismo: ¿populus o plebs?, ¿masas indiscriminadas o sectores sociales señalados?, ¿ciudadanos o gente común?, ¿pueblo o nación o Estado?[64].

Este factor viene precedido y continuado por métodos que sólo han conseguido enredar más el problema del populismo, por caso: la combinación de etiquetas ideológicas para describir los hechos (fascismo, totalitarismo, bonapartismo, autoritarismo, nacionalismo, cesarismo etc.); los inconvenientes en torno a los diversos modos de liderazgo (democrático, populista, autoritario, carismático)[65]; la formalización de usos lingüísticos como instrumentos analíticos (por ejemplo, movilización, masa, clientelismo, etc.) y la construcción de cambiantes modelos conceptuales[66]; y podríamos seguir.

El populismo resulta inasible e inespecífico por los defectos de la misma ciencia política que lo estudia, caracterizada por la renuncia a una comprensión metafísica de la política en virtud del rechazo a toda metafísica en nombre de la ciencia; por la adopción de un marcado historicismo sociológico anclado en momentos de cambio generalizado no explicables con los instrumentos analíticos clásicos; por incubar una señalada teleología historicista (una filosofía de la historia), definida por la inevitabilidad de la democracia, ora la liberal, ora la socialista[67]; etc.

En el fondo se trata de una ciencia que no comprende la política porque está amasada sobre la ideología moderna que cree al hombre naturalmente libre y que convierte en convencional toda comunidad y autoridad políticas. Por esto el populismo tiene que ser presentado como el hijo deforme de una democracia utópica. Lo único que ha variado con el paso del tiempo es que esa deformidad ayer se la vio como defecto y hoy se la presenta como cualidad o mérito, hasta convertirse en el criterio reductivo de toda política.

Hemos alcanzado ahora el paroxismo del populismo: es sinónimo de la misma política o algo inevitablemente contenido en ella. Así lo hace Laclau –el gurú del populismo–, al decir que «no existe intervención política que no sea hasta cierto punto populista»[68]. De donde se podría colegir que la crisis de la política es causa de la aparición del panpopulismo[69]. Una vez que el populismo se ha convertido en la categoría explicativa de la política todo es populismo, todo es populista[70]. Entonces el populismo deviene en una convención lingüística, en una de esas verdades modernas «pegadas con saliva», como gustaba decir don Rubén Calderón Bouchet.

Tengo para mí –como he dicho– que el populismo no deja de ser una etiqueta seudo científica que censores y admiradores aplican a discreción según sus amores y sus tirrias, acomodándola a éstos. Pero si nos sacudimos de encima la manía académica y evitamos los nombres vacíos o confusos, podríamos descubrir que siendo el populismo un concepto controvertido y controversial –a pesar de contar más de medio siglo de carrera–, lo mejor es no emplearlo[71]. Porque, al final, parece que tenía razón Isaiah Berlin cuando dijo que el populismo era como el zapato de la Cenicienta: cabe en muchos pies, aunque los de la dueña todavía no se encuentran[72].

 

9. Bibliografía

Indico aquí una literatura –especialmente libros y revistas– que no ha sido citada en el trabajo. El propósito es sugerir diversas lecturas históricas y teóricas, clásicas o actuales, de diferente valor, para que el lector juzgue.

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[1] Como es muy difícil exponer en poco espacio y escaso tiempo las diversas experiencias del populismo en el subcontinente, he optado por ofrecer una bibliografía final que compense las ausencias de mi exposición.

[2] Pierre-André TAGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo: de un espejismo conceptual a un problema real», en AA.VV., Populismo posmoderno, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1996, pág. 29.

[3] Escribió Alan Knight en 1998 que «los movimientos populistas –para no mencionar a los regímenes–son totalmente mundanos, hasta convencionales; no pertenecen a un universo político extraordinario que requiere un tipo de análisis o categorización excepcional». Cit. en Carlos DE LA TORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico de los debates sobre el nuevo populismo», Revista de Ciencia Política (Santiago de Chile), vol. 23, núm. 1 (2003), pág. 55.

[4] Rachel ZOLL, «Following own path, populist pope coming to America, at last», en www.pressherald.com, de 30/08/2015.

[5] Léase, por ejemplo, el ensayo de Michael L. CONNIFF, «Brazil’s populist republic and beyond», en Michael L. CONNIFF (ed.), Populism in Latin America, Tuscaloosa, The University of Alabama Press, 1999, págs. 43-62. Aquí todos, desde 1930, son populistas: los que gobiernan y los opositores, los liberales y los socialistas, los viejos partidos y los nuevos. Lo que contrasta abiertamente con su conclusión del breve período populista brasilero: trece años entre 1951 y 1964.

[6] Guy HERMET, «El populismo como concepto», Revista de Ciencia Política (Santiago de Chile), vol. XXIII, núm. 1 (2003), pág. 12.

[7] El ex presidente argentino Raúl Alfonsín repitió a lo largo de la campaña electoral en 1983 el siguiente latiguillo: «Con la democracia no sólo se vota, con la democracia también se cura, se come, se educa». Y así lo afirmó ante la Asamblea Legislativa el 10 de diciembre de 1983 al asumir su mandato.

[8] Lo he sostenido en otras ocasiones, por ejemplo, en Juan Fernando SEGOVIA, «Gobernanza global y democracia: una perspectiva crítica hispanoamericana», Verbo (Madrid), núm. 469-470 (2008), págs. 781-805.

[9] Lo habitual en la literatura es la afirmación del populismo como un enemigo de la democracia; lo raro es que se afirme su carácter democrático y su colaboración en el establecimiento y perdurabilidad de las democracias latinoamericanas, como hace Michael L. CONNIFF, «Introduction», en CONNIFF, Populism in Latin America, cit., pág. 7.

[10] Rectifico a Alberto ADRIANZÉN, «Estado y sociedad: señores, masas y ciudadanos» [1990], en María Moira MACKINNON y Mario Alberto PETRONE (comp.), Populismo y neopopulismo en América Latina. El problema de la Cenicienta, Buenos Aires, Eudeba, 1999, págs. 279-300. El autor dice, ateniéndose al Perú y a sus prejuicios neomarxistas, que el populismo es el lado plebeyo de la oligarquía, porque es igualmente autoritario y elitista.

[11] Por caso, Gerardo ABOY CARLÉS, «Populismo, regeneracionismo y democracia», Postdata (Buenos Aires), vol. 15, núm. 1 (2010), págs. 11-30, como otros cientistas políticos en esta materia, distingue entre lo óntico (la realidad) y lo ontológico (perteneciente al discurso) y ubican al populismo ¡en lo ontológico! Lo «extra-discursivo», es decir, la realidad y su dinámica, no dan cuenta de lo político, como afirma Alejandro GROPPO, Los dos príncipes: Juan D. Perón y Getulio Vargas. Un estudio comparado del populismo latinoamericano, Córdoba, Ed. de la Universidad Nacional de Villa María, 2009, pág. 81.

[12] Según Guy HERMET, «El populismo como concepto», loc. cit., pág. 6, el tesoro imposible de encontrar del populismo es «su ausencia radical de definición», «su deficiencia teórica extrema como concepto».

[13] Julián MELO, «Los tiempos del populismo. Devenir de una categoría polisémica», Colombia Internacional (Bogotá), núm. 82 (2014), pág. 76.

[14] Torcuato S. DI TELLA, «Populismo y reforma en América Latina», Desarrollo Económico (Buenos Aires), vol. 4, núm. 16 (1965), págs. 391-425.

[15] Cfr. CONNIFF, «Introduction», loc. cit., págs. 10-14; Raimundo FREI y Cristóbal ROVIRA KALTWASSER, «El populismo como experimento político: historia y teoría política de una ambivalencia», Revista de Sociología (Santiago de Chile), núm. 22 (2008), págs. 117-140; y MELO, «Los tiempos del populismo. Devenir de una categoría polisémica», loc. cit., págs. 71-98.

[16] Batlle, líder del Partido Colorado, fue presidente interino en 1899 y luego presidente constitucional en dos períodos: 1903-1907 y 1911-1915. Es el típico presidente masón: fuertemente anticlerical, quiso hacer del Uruguay un emblema universal de libertad.

[17] También se ha incluido al peruano Víctor Haya de la Torre, fundador en 1924 del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), no obstante que sus banderas eran continentales, indoamericanas.

[18] Es decir, el período de la dictadura, pues Vargas volvió democráticamente al gobierno por el período 1951-1954. Algunos consideran populistas a los presidentes Joâo Goulart (populista revolucionario), Jânio Quadros (populista de derechas), Juscelino Kubitschek, etc.

[19] El triunfo del peronismo produjo una ola de regímenes populistas que trataron de imitarlo con dispar éxito: Manuel Odría en el Perú (1948-1956), Gustavo Rojas Pinilla en Colombia (1953-1957) y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela (1952-1953 y 1953-1958). Incluso Ibáñez en Chile. Un rasgo común: todos eran militares.

[20] La dictadura de Ibáñez (1927-1931) tiene rasgos de un reformismo popular de derechas. Su segundo gobierno, iniciado en 1952, contó con el apoyo de socialistas y comunistas y de los sindicatos por éstos manejados; lo abandonaron años después por la crisis económica, causando su caída. Se dice que fue un caso efímero.

[21] En verdad, Velasco Ibarra gobernó más de una vez: 1934-1935, 1944-1947, 1952-1956, 1960-1961 y 1968-1972. Para algunos no sería un populista, pues el verdadero era el comerciante Assad Bucaram, líder de la Concentración de Fuerzas Populares en las décadas de 1950 y 1960, agitador de los suburbios de Guayaquil. Cfr. Ximena SOSA-BUCHOLZ, «The strange career of populism in Ecuador», en CONNIFF, Populism in Latin America, cit., págs. 138-156.

[22] Paul W. DRAKE, «Chile’s populism reconsidered, 1920s-1990s», en Ibid., págs. 63-74.

[23] Cfr. Michael L. CONNIFF, «Epilogue. New research directions», en CONNIFF, Populism in Latin America, cit., págs. 191-193.

[24] En esto los estudios más recientes sobre «clientelismo» resultan interesantes, como también los que desnudan a los partidos políticos como máquinas electorales antes que expositores ideológicos.

[25] Escribe Ilán SEMO, «El cardenismo revisado: la tercera vía y otras utopías inciertas» [1993], en MACKINNON y PETRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina, cit., pág. 241, que «Cárdenas construye lealtades con un principio más elocuente y eficaz: ver para creer. Se deja ver y abordar en 961 actos políticos diseminados a lo largo del país». Lo mismo podría decirse de Perón y otros.

[26] Así, Cárdenas, Perón, Velasco Alvarado, Ibáñez y muchos otros. Lo que poco tiene que ver con los regímenes populistas militares (que se vieron en la década de 1970), de los que habla Alain Touraine.

[27] Fundado en 1930, el APRA fue proscripto en 1931 y hasta 1956. El partido no gobernó por entonces salvo el corto período de Bustamante y Rivero de 1945 a 1948. Fue un modelo continental por su organización política y también por su ideología, que anticipa la tercera posición de muchos líderes y fuerzas populistas.

[28] Steve STEIN, «The paths to populism in Peru», en CONNIFF, Populism in Latin America, cit., pág. 100. En Argentina se celebraba el día de descanso que el gobierno peronista concedía tras las manifestaciones populares, el famoso «Mañana es San Perón».

[29] Carlos DE LA TORRE, «Velasco Ibarra y la Revolución Gloriosa: la producción social de un líder populista en Ecuador en los años cuarenta», en MACKINNON Y PETRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina, cit., pág. 326, concluye sus invectivas con una más: «El maniqueísmo populista no sólo niega el derecho a disentir, sino que también transforma a un solo individuo en la fuente de toda virtud».

[30] Se me contestará: hay un socialismo real y otro normativo. Replico: lo mismo sucede con la democracia, están las perfectas ideales y las degradadas reales. Ahora bien, ¿por qué no permitirlo al populismo y pensar que el populismo «normativo» es mucho mejor que los populismos «realmente existentes»? La academia tiene una contrarréplica: el populismo «nunca ha sido un término con potencia normativa, no ha sido un objetivo por seguir. Ha funcionado más bien como límite, como un freno para otro tipo de experiencias consideradas positivas (por ejemplo, la democracia). Así MELO, «Los tiempos del populismo. Devenir de una categoría polisémica», loc. cit., pág. 91. Ahora bien, para no tener potencia normativa, ¡qué larga y productiva carrera ha hecho! Sin ánimo de una disputa estéril, señalo que se ha sugerido que el populismo gobernante es siempre un populismo sucio (pues en esencia es un reclamo, una queja, una protesta; es decir, es radicalmente impolítico o anti-gobierno). Así Pierre OSTIGUY, «Exceso, representación y fronteras cruzables: “institucionalidad sucia”, o la aporía del populismo en el poder», Postdata (Buenos Aires), vol. 19, núm. 2 (2014-2015), págs. 345-375.

[31] Roberto GARCÍA JURADO, «Sobre el concepto de populismo», Estudios (México), vol. X, núm. 103 (2012), pág. 19.

[32] TAGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 73-74; Ernesto LACLAU, La razón populista, Buenos Aires, FCE, 2005, págs. 108, 110, 155 y 191.

[33] LACLAU, La razón populista, cit., pág. 108.

[34] Ibid., pág. 48.

[35] En verdad, no se trata sino de un viejo axioma de la filosofía política clásica: es la autoridad la que acaba de dar forma, en su operación, a esa materia que es el pueblo.

[36] «Ni liberales ni marxistas, somos peronistas», canturreaban los seguidores de Perón.

[37] SEGOVIA, «Gobernanza global y democracia: una perspectiva crítica hispanoamericana», loc. cit., pág. 789.

[38] Escribe Gerardo ABOY CARLÉS, «El nuevo debate sobre el populismo y sus raíces en la transición democrática: el caso argentino», Colombia Internacional (Bogotá), núm. 82 (2014), págs. 37-38: «Autoconcebidos como representantes de la nación en su conjunto, los movimientos populistas desarrollarán una débil tolerancia hacia sus circunstanciales opositores, que, estigmatizados como la “antipatria”, quedarán expuestos a ser expulsados del demos legítimo».

[39] José Luis ROMERO, Las ideas políticas en Argentina [1946], 4.ª ed., 4.ª reimp., Buenos Aires, FCE, 1983, págs. 167 y sigs.

[40] Véase el libro compilado por Octavio Ianni que se cita en la bibliografía y la apreciación de María Moira MACKINNON y Mario Alberto PETRONE, «Introducción. Los complejos de la Cenicienta», en MACKINNON Y PETRONE (comp.), Populismo y neopopulismo en América Latina, cit., pág. 27.

[41] Ernesto LACLAU, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo [1977], 3.ª ed., Madrid, Siglo XXI, 1986.

[42] La oligarquía designaba a los «argollas» que conservaban el poder por el fraude electoral; pueblo equivalía a los ciudadanos a quienes no se respetaba en las elecciones.

[43] DE LA TORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico de los debates sobre el nuevo populismo», loc. cit., pág. 59.

[44] El populismo venezolano encarnó en la Acción Democrática, partido centrista con tendencias socialdemócratas, es decir, de centroizquierda, que se formó a comienzos de la década de 1940 y gobernó durante varios períodos. Sus figuras más representativas fueron Rómulo Betancourt (1945-1948 y 1959-1964) y Carlos Andrés Pérez (1974-1979 y 1989-1993). Cfr. Steve ELLNER, «The heyday of radical populism in Venezuela and its aftermath», en CONNIFF, Populism in Latin America, cit., 117-137.

[45] De hecho, el presidente Pérez, que fue destituido en 1993 antes de concluir su mandato, debió soportar un golpe de Estado en 1992, liderado por Hugo Chávez, que alcanzaría la presidencia venezolana en 1998. Sus seguidores lo veían como la encarnación del caudillo popular antioligárquico, según dice DE LA TORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico de los debates sobre el nuevo populismo», loc. cit., pág. 60.

[46] En cambio el sindicalismo no fue decisivo en la alianza del cardenismo y tampoco en el PRI.

[47] Mineros, campesinos y clases medias fueron la base del Movimiento Nacionalista Revolucionario que entre 1952 y 1964 gobernó Bolivia. Sin embargo el gran aliado era la Central Obrera liderada por Juan Lechín. De todos modos, antes que populista, el MNR fue más bien antioligárquico.

[48] Un estudio pendiente es el de las fuerzas electorales anti-populistas: en el caso de Cárdenas era el mismo callismo del PNR; en el peronismo, la mezcolanza meramente opositora de todos los partidos de la Unión Democrática; por el contrario, Velasco Ibarra formó en el Ecuador una Alianza Democrática que rejuntaba a todos los partidos que en Argentina enfrentaron a Perón; etc.

[49] Las interpretaciones del populismo venidas de algunos sectores de la izquierda destacan el rol activo del Estado en circunstancias históricas de crisis del modelo capitalista y de la burguesía local, que producía clases populares disponibles y manipulables. Lo aplicaron especialmente al peronismo (Murmis, Portantiero), y a la experiencia de Brasil (Weffort). Los intelectuales de izquierda señalaron la manipulación de las masas adormecidas por las prebendas y la tendencia al autoritarismo de los gobiernos populistas, pero la conclusión es cuestionada por otros escritores izquierdistas que afirman la racionalidad de las masas, es decir, su capacidad para defender los intereses de clase. Para Brasil, véase Francisco WEFFORT, «El populismo en la política brasileña» (1967) y para la Argentina, Juan Carlos TORRE, «Interpretando (una vez más) los orígenes del peronismo» [1989], ambos en MACKINNON Y PERRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina, cit. págs. 135-152 y 173-195. En general, TAGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 47-51.

[50] Véase Alan KNIGHT, «Cardenismo: ¿coloso o catramina?» [1994], en MACKINNON y PERRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina, cit. págs. 197-230. Dicho sea de paso, México parece ser el único caso de identificación de Estado y partido (el PRI desde 1946 hasta Echeverría en los años de 1970, por lo menos). Afirma Alain TOURAINE, «Las políticas nacional-populares» [1987], en Ibid., pág. 345, que la fortaleza del Estado-partido mexicano es tal que, absorbiendo la política, no deja espacio a un movimiento populista autónomo.

[51] Por cierto que los préstamos ideológicos pueden ser variados, aunque las formas políticas sean menos: el nacional fascismo, la socialdemocracia reformista, los socialismos nacionales y no muchos más.

[52] John D. FRENCH, «Los trabajadores industriales y el nacimiento de la República Populista en Brasil: 1945-1946» [1989], en MACKINNON Y PERRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina, cit. págs. 59-77.

[53] Como dice WEFFORT, «El populismo en la política brasileña», loc. cit., pág. 143, la nueva estructura política «ya no es más la expresión inmediata de una sola clase social».

[54] En los tres casos, las fuerzas obreras y sus organizaciones son preexistentes; lo que los líderes populistas vienen a darles es mayor cohesión y unidad. La influencia de estos líderes sobre las organizaciones sindicales fue diferente en cada caso, pero el más singular es el del peronismo por la identidad que se produjo entre las fuerzas políticas y las obreras. Debe observarse, no obstante, que en ningún caso se llegó a un sindicalismo estatal. Este paso se produce con posterioridad –en Argentina, con los gobiernos militares de 1960– cuando el Estado necesitó del apoyo sindical para imponer sus planes de gobierno, concediéndoles un poder económico que antes no tuvieron (p. e., la propiedad de las obras sociales sindicales).

[55] ABOY CARLÉS, «El nuevo debate sobre el populismo», loc. cit., pág. 42.

[56] DE LA TORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico de los debates sobre el nuevo populismo», loc. cit., págs. 58-59.

[57] Germani distingue la movilización populista de la integración democrática; la primera es una suerte de proceso psico-sociológico por el que ciertos grupos acrecientan sus demandas de reconocimiento y la defensa de sus derechos sin una respuesta correlativa del sistema político; la otra es la participación legítima de las masas por los medios institucionales –los partidos políticos– dentro del régimen político existente. En Europa, la incorporación se efectuó mediante un tipo de movilización que respetaba de las reglas del régimen, que para Germani es el «modelo de integración», que acaba en la consolidación de una democracia representativa. América Latina –especialmente la Argentina que tenía a la vista– optó por un mecanismo diferente, el «proceso de movilización», por el cual las masas intervienen en la vida pública a través de formas no institucionales, al no haber instrumentos políticos adecuados para incorporarlas (anomia). La movilización supone el reclutamiento y la manipulación de las masas por los líderes –la «disponibilidad» de las masas marginales– que se valen de éstas para el logro de sus propósitos. Cfr. Gino GERMANI, Política y sociedad en una época de transición. De la sociedad tradicional a la sociedad de masas [1962], 4.ª ed., 4.ª reimp., Buenos Aires, Paidós, 1979, especialmente el cap. 9, págs. 326-353.

[58] Gino GERMANI, Authoritarianism, fascism and national populism, Nueva Jersey, Transaction Books, 1978, ed. en castellano: Autoritarismo, fascismo y populismo nacional, Buenos Aires, Temas, 2003. Sostiene ahora Germani que la movilización no consiste en un mero aumento de los niveles de participación popular, es una participación anormal que viene exigida por el cambio sufrido por las sociedades en transición

[59] Para una puesta al día de este aspecto, véase Robert S. JANSEN, «Populist mobilization: a new theoretical approach to populism», Sociological Theory (Washington), vol. 29, núm. 2 (2011), págs. 75-96.

[60] Así, MACKINNON Y PETRONE, «Introducción. Los complejos de la Cenicienta», loc. cit., pág. 43.

[61] Hay otros aspectos que deberían ser estudiados mejor: en el populismo clásico, la relación entre formación castrense y liderazgo político; en el neopopulismo, el vínculo de las dirigencias políticas y culturales con el paganismo poscristiano; en ambos, el papel que juegan los oportunistas, aduladores y secuaces de turno. Poco sabemos también del rol de los católicos y de la jerarquía eclesiástica.

[62] Como piensa Alejandro GROPPO, «El populismo y lo sublime», Studia Politicae (Córdoba: Argentina), núm. 2 (2004), pág. 40.

[63] Como opina TAGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 29 y 53.

[64] Creo, por mi parte, que los problemas para definir al pueblo vienen de una causa anterior: el atomismo de los gobiernos revolucionarios del independentista siglo XIX, al que sigue el atomismo nominalista de la ciencia política del siglo XX. «Cuando una sociedad está atomizada, sin grupos secundarios, asociaciones intermedias o corporaciones, sostiene el autor [Zermeño], en los hechos delega su unidad a la institución estatal y está inerme frente a ella». MACKINNON Y PETRONE, «Introducción. Los complejos de la Cenicienta», loc. cit., pág. 35.

[65] Resulta asombroso, por caso, que los mismos que entienden a la política como «conflicto» acusen a los liderazgos populistas de «conflictivos».

[66] Aníbal VIGUERA, «Populismo y neopopulismo en América Latina», Revista Mexicana de Sociología (México), núm. 55 (1993), afirma en pág. 50: «Partimos de la idea de que no se trata de definir ontológicamente “qué es” el populismo, sino de construir categorías generales que revelen una verdadera utilidad científica a la hora de analizar e interpretar las características generales de la región como las de los distintos casos nacionales». Lo que sea que pudiera ser la esencia del populismo es sustituida por un «tipo-ideal» weberiano o una «definición operativa» hobbesiana, procedimiento propio del nominalismo, construido a base de una sintomatología que depende de cada observador/médico. Por eso TAGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 53-54, aconseja al científico el uso de la navaja de Ockham.

[67] Lo ha notado TAGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 40 y sigs.

[68] LACLAU, La razón populista, cit., pág. 192

[69] Lo que, por cierto, parece ser la tendencia actual, pues a Laclau se han unido algunos discípulos que –no sin críticas al maestro– acaban afirmando que «en el populismo se haya implicada una forma de experiencia subliminal, propia de momentos políticos históricamente excepcionales y de una alta potencialidad subjetivadora, esto es, de formación de identidad». Así, GROPPO, «El populismo y lo sublime», loc. cit., pág. 45. La categoría central en el populismo, para Groppo, es lo sublime como irrupción de lo heterogéneo en un determinado orden. Ahora bien, si los sujetos del proceso político no son ontológicos sino pura conciencia o psiquismo (como parece plantear el colega), y si la realidad es construcción de esa psique, todo será heterogéneo u homogéneo según lo vea el constructor. Lo sublime sería entonces sinónimo de arbitraria construcción del sujeto que se construye a sí mismo.

[70] Esto explica la capacidad de adaptación de los populismos, su «reflexividad», que los hace compatibles con el autoritarismo y la democracia, el socialismo y el liberalismo, la derecha y la izquierda, la economía de mercado o las estatistas.

[71] Muchos intentos de alcanzar un núcleo explicativo mínimo aplicable a todo populismo –en más o en menos–, no son sino tareas ahistóricas, que llegan a conclusiones aplicables también a la Atenas de Pericles, a la Roma de César, a las repúblicas italianas del Renacimiento o a los comuneros de Castilla del siglo XVI. Así ocurre con MACKINNON Y PETRONE, «Introducción. Los complejos de la Cenicienta», loc. cit., págs. 44-46: los populismos –afirman– emergen en una situación de crisis, poseen una dimensión participativa y son ambiguos.

[72] La referencia está en diversos autores; yo la he tomado de Alexandre DÉZÉ, «Le populisme ou l’introuvable Cendrillon. Autour de quelques ouvrages récentes», Revue de Science Politique (París), vol. 54, núm. 3 (2004), págs. 189-190.