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Número 465-466

Serie XLVI

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La guerra de la Independencia y la Iglesia

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA Y LA IGLESIA
POR
FRANCISCOJOSÉFERNÁNDEZ DE LACIGOÑA
La Iglesia en España vivía en un régimen absoluto en el que el
regalismo campeaba a sus anchas. Aunque venía de antiguo, con
los Borbones alcanzó su culmen. Ciertamente la Iglesia estaba
p rotegida, imperaba la unidad católica y no se sentía a disgusto
con la situación. Hecho tan r e l e vante como la expulsión de los
jesuitas en 1767 no conmovió a la Iglesia hispana. F u e ron escasos
los obispos que lamentaron el hecho y los hubo que se mostr aro n
encantados con la medida que se aplaudió incluso en alguna pas-
t o r a l . Incidentes como el ocurrido, también en días de Carlos III,
con el obispo de Cuenca, Carvajal y Lancáster, por sus escasas
consecuencias prácticas, apenas sirvió para que sus hermanos en el
episcopado tomaran nota de que el rey no estaba dispuesto a que
le contrariaran. Los obispos se sentían honrados y protegidos, la religión lucía
en todo su esplendor y se impedía todo lo que pudiera per t u r b a r-
la, la Inquisición, aunque ya muy mediatizada, seguía siendo una
garantía. Apenas unos ministros “ilustrados” o un fiscal como
Campomanes podían augurar días peores. P e ro la piedad de los
re yes parecía cubrir con toda su autoridad inmensa cualquier
inquietud. Apenas el monje jerónimo Fray Fernando de Ce va l l o s
o el capuchino Fray Diego de Cádiz p re s a g i a ron lo que se ave c i-
naba. El primero en su obra La falsa filosofía crimen de Es t a d o.
P e ro las autoridades se encargaron de cortarle las alas al avisado
jerónimo interrumpiendo la edición de su obra.
Verbo, núm. 465-466 (2008), 375-381. 375
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La Re volución Francesa cambió por completo el panorama. Y
d i rec ta consecuencia de ella fue la invasión de nuestra patria en
1808 por los franceses. No voy a considerar la misma ni sus con-
secuencias. Lo han hecho otros compañeros de esta mesa re d o n-
da. Me limitaré sólo a la respuesta de la Iglesia a aquella guerra
que ve rdad eramente fue una lucha por Dios, por la patria y el re y.
Anticipando veinticinco años el trilema que harían famoso los
c a r l i s t a s . La situación era ciertamente difícil pues el rey de España,
tanto lo fuera Carlos como Fernando, habían entregado la Co ro n a
a quien parecía el amo del mundo. Y los obispos estaban acostum-
brados a ser obedientes. Como los Grandes de España o las altas
magistraturas de la N a c i ó n .
La sublevación popular se extendió por toda España y muchas
adhesiones al intruso se vinieron abajo. Con el pueblo estuvie ro n
el bajo clero y buena parte del alto, la hidalguía rural y, arrastra-
dos por ellos, buena parte de la nobleza y la gran mayoría del
E p i s c o p a d o . La mayoría de ellos formaron parte de las J u n t a s
locales y algunos las p re s i d i e ro n .
Tras la efímera victoria de Bailén el francés se apoderó prácti-
camente de la Península y entonces se dio el fenómeno del afran-
cesamiento que hoy algunos pretenden demostrar, de haberse
generalizado, hubiera sido la solución de España. No necesito
decir que no comparto en absoluto esa opinión. La Iglesia, en su inmensa mayoría, fue patriota. Los r e l i g i o s o s ,
suprimidos por Napoleón, militaron casi todos, algunos incluso
con lar armas, en el bando nacional. Lo mismo cabe decir del
c l e ro secular con algunas excepciones. En t re los obispos apenas
hubo quien apoyara de corazón la nueva dinastía. Sobrarían los
dedos de una mano para contarlos. De abierta militancia p ro f r a n-
cesa apenas podemos contar al arzobispo de Zaragoza e I n q u i s i d o r
general, Arce, y su obispo auxiliar el capuchino Fray Miguel de
Sa n t a n d e r . Ambos se r e t i r a ron a Francia en la desbandada que
siguió a la derrota napoleónica. Muchos abandonaron sus palacios y sus diócesis por no p re s-
tar juramento al rey intr u s o. En varios casos con riesgo cierto de
sus vidas y siempre en la seguridad de la pobreza y hasta el
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h a m b re que tenían asegurada en tan incierta aventura. En Ma -
l l o rca se r e f u g i a ron hasta ocho. O t ros llegaron a Cádiz, unos
como diputados, Nadal, Casquete de Prado, Bejarano, B e l t r á n ,
Aguiriano, otros como simples refugiados. Los hubo que aguan-
t a r on en sus diócesis la marea que, cuando se retiró, como en
Galicia, les permitió mostrar el patriotismo que llevaban en al
a l m a . Los hubo que pensaron que su obligación era permanecer en
sus diócesis y en ellas hubieron de prestar el obligado juramento
a José sin fervor alguno. Lo hubo también como el de Có rd o b a
que se excedió en sumisión personal y predicada. Ninguno de
ellos experimentó tras el re g reso de Fernando VII el menor con-
t r a t i e m p o. Ni siquiera el cordobés que merecido lo tenía. Tu v o pues la guerra un absoluto respaldo por parte de la
Iglesia con contadísimas excepciones. Era un combate con fuer t e s
m o t i vac iones religiosas, además de las patrióticas y mon árq u i c a s ,
Y la Iglesia allí estuvo. Incluso dos obispos, el que después fue el
c a rdenal Qu e vedo y el cardenal Borbón p re s i d i e ron la Re g e n c i a .
Y sobre un centenar de sacerdotes y algunos obispos fueron dipu-
tados en las Cortes que resistían al in va s o r. Aquel verso que decía:
“ ¡ Guerra gritó ante el altar el sacerdote con ira!” es un fiel re f l e j o
de lo que ocurrió. Pe ro hubo otra división en la Iglesia española. También des-
p ro p o r cionada en su número pero importante. La gran m ayo r í a
del clero y de los obispos eran de formación y convicciones tradi-
cionales. P e ro se re v eló un minoría liberal que tuvo una decisiva
influencia en las Cortes gaditanas. Y a los que cabe incluir en
aquella caracterización que hizo M e n é n d ez Pe l a yo del jansenismo
e s p a ñ o l . No m b res como Vi l l a n u e v a, Muñoz T o r re ro, Espiga o Ruiz de
Padrón fueron figuras re l e vantes de la facción liberal de las
C o r tes. Los hubo también muy señalados en el otro lado, va r i o s
de los cuales serían más tarde obispos en la restauración fernandi-
na: In g ü a n z o, Simón López, Ros, Cañedo Vigil, Lera y Cano,
Creus, Esteban Gómez, por nombrar sólo a los de las Cor t e s
e x t r a o rd i n a r i a s . Las dos grandes figuras de la Iglesia hispana eran el c ard e n a l
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de Toledo y de Sevilla, Luis María de Borbón y Vallabriga, primo
del rey y con una hermana casada con Go d oy y el obispo de
Orense, P e d ro Qu e v edo y Qu i n t a n o. El primero, a quien el conde
de T o reno retrató diciendo que “era su cortedad tanta”, se alineó
con el sector liberal. Qu e vedo, presidente de la primera Re g e n c i a ,
era la cabeza moral del episcopado hispano y militaba tradicional-
mente en el sector tradicional. Al orensano le tocó re p resentar el primer enfrentamiento ecle-
sial con las Cortes de Cádiz. A no aceptar, sin matizaciones, jurar
la soberanía nacional. Tenía muy claro el obispo, y en eso fue un
adelantado, que había un grave peligro para la religión con tal
j u r a m e n t o . No ponía inconveniente alguno en jurar siempre que
se le permitiera añadir que lo hacía en todo lo que la citada sobe-
ranía no se opusiera a la religión o quebrara juramentos anterio-
res suyos. A los que debía fidelidad. Fue el primer enf re n t a m i e n t o
del liberalismo con la Iglesia el mismo día en el que se inaugura-
ba. El obispo de Orense estuvo meses recluido hasta que por fin
juró después de haber hecho constar repetidamente el sentido en
el que juraba. Inmediatamente después se aprobó la libertad de imprenta en
lo que no pocos vieron un grave peligro para la Iglesia pese a las
garantías que se daban. Los recelos enseguida fueron realidad. Si al
periódico La Triple Al i a n z ase le acusó de blasfemo, el escándalo
que provocó Ba rtolomé José G a l l a rdo con su Diccionario crítico
b u r l e s c o fue mayúsculo. En él se atacaba abiertamente a la Ig l e s i a .
Las necesidades de la guerra hicieron que el oro y la plata de
las iglesias fueran el recurso más fácil e inmediato para subvenir a
los apremios del tesoro. Lo que los franceses simplemente ro b a-
ban, en la España libre se obligaba a entr e g a r l o.
Los religiosos no eran bien vistos por los ilustrados y no sólo
les hacían blanco de ataques por vagos, inútiles, personas sin for-
mación o con una ya no acorde con los tiempos sino que, también
imitando a los franceses, pusieron la vista en los bienes inmuebles
de monasterios y conventos. En Cádiz no se atre v i e ron a extinguir
los re g u l a r es, eso vendría después. El primer paso fue reunirlos en
una casa en aquellas poblaciones en las que hubiera varias de una
misma orden, poner inmensas trabas a la devolución a sus pr o p i e-
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tarios de aquellos que se iban liberando de la dominación france-
sa, suprimir los que no llegaran a un determinado número de re l i-
giosos y amparando las secularizaciones que eran las de todos
aquellos cuyas casas habían estado en algún momento bajo el
dominio francés. En la España libre y en la que se iba liberando había que ir con
c i e r tas cautelas pues el pueblo estaba de corazón con los re l i g i o s o s
p e ro el propósito de reducirlos y hasta de suprimirlos era claro.
La supresión del voto de Santiago, de los señoríos jurisdiccio-
nales y otras medidas análogas ponían de manifiesto lo que la
Iglesia podía esperar del régimen liberal. Y así llegamos a la supre-
sión del Tribunal de la Inquisición que hirió profundamente los
sentimientos del pueblo católico español que veía en él la garan-
tía de la pureza de la fe. La mayoría liberal de las Cortes la impu-
so e hizo que el decreto de supresión se leyera en todas las misas
que se celebrasen en la iglesias de España.
Hubo obispos que se negaron y que para evitar la prisión si
estaban próximos al P o rtugal ya liberado se r e f u g i a ron en él. Así
el gran Q u e vedo y Quintano, obispo de Orense, el arzobispo de
Santiago, Múzquiz, y el de Astorga, después arzobispo de Z a r a -
goza, Ma rt í n ez Ji m é n e z .
El nuncio de Su Santidad fue expulsado de España en una
medida que realmente arrojaba la máscara con la que algunos que-
rían disimular su actitud ante la Iglesia. El jansenismo español
había triunfado en su propósito episcopalista y reductor de las
p re r r o g a t i v as del Romano P o n t í f i c e .
Sin embargo, las nuevas elecciones para las Cortes o rd i n a r i a s ,
ya con la mayor parte de España liberada del francés, lle va ron al
C o n g r eso una mayoría mucho más tradicional que la que había
llegado a Cádiz. Las extraordinarias se habían completado con
una serie de diputados suplentes que habían sido elegidos sin la
menor intervención de las poblaciones por las que eran diputados.
Es más que probable que si Fernando VII a su r e g reso no hubiera
disuelto las Cortes ellas mismas hubieran echado abajo lo que las
e x t r a o rdinarias habían le va n t a d o. Pe ro en la historia es inútil con-
jeturar con lo que hubiera ocurrido si tal hecho se hubiera o no
p ro d u c i d o .
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Los liberales sabían que en Cádiz contaban con una clientela
que les apoyaba desde las tribunas y que en muchas ocasiones
impedía hasta hablar a aquellos diputados que no eran de los
s u y os. Hubo incluso alguno que tuvo que refugiarse en un navío
con riesgo cierto de su vida. La maniobra no triunfó y las Cor t e s
o r dinarias ya se pudieron reunir en Madrid. Curiosamente ese
empecinamiento liberal por no abandonar Cádiz pudo suponer
hasta el fin del liberalismo pues una terrible peste se extendió por
la ciudad y como consecuencia de ello fallecieron varios diputados. La oposición al liberalismo fue sin duda sentimiento general
y Fernando VII, repuesto en sus derechos absolutos, fue re c i b i d o
con entusiasmo inenarrable. Hoy se cuenta, como colmo del ser-
vilismo del pueblo español que en su largo trayecto hast a Ma d r i d ,
a la entrada de todas las poblaciones, la multitud desenganchaba
los caballos del carruaje real y lo arrastraban sus súbditos en
medio del general entusiasmo. Curiosamente quienes hacen burla
de tal demostración de fervor monárquico callan con el may o r
cuidado que exactamente lo mismo hacían con Riego los liberales
en el Trienio que restauró la Constitución gaditana. En el grupo tradicional de las Cortes de Cádiz era muy
i m p o r tante la re p resentación clerical. A los nombre que hemos
citado debemos añadir los de Ostolaza, Dou, J i m é n ez Hoyo. . .
P e ro con ellos estaban también numerosos laicos como Borr u l l ,
Valiente, F re i re, Hermida, Go n z á l ez Llamas... Figuras muy im-
p o rtantes de la oposición al liberalismo. Así como hubo prensa liberal también fue significativa la pre-
sencia de la contraria. L aEstafeta de Sa n t i a g o, El S e n s a t o , El Diario
de la Au ro r a, el Exacto Correo de España en La Coru ñ a, La At a l a y a
de la Ma n c h a, los gaditanos El Ce n s o r , El Sol de Cádiz y, sobre
todo, El Pro c u r ador Ge n e r al de la Nación y del Re y, el Diario de
P a l m a, El Fe rn a n d i n o , El Lu c i n d o . . .
Son de mención obligada porque constituyen hitos del pensa-
miento contrarr e volucionario el dominico andaluz F r a y
Francisco Alvarado cuyo seudónimo de El Filósofo Ra n c i ose hizo
popularísimo en España. Sus Ca r t a s f u e ron un auténtico torpedo
en la santabárbara liberal. Famosísimo también el capuchino F r a y
Rafael de V é l ez con su Pre s e r va t i v o contra la irr e l i g i ó ny la Ap o -
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logía del Altar y del Tro n o.Curiosamente esta obra, en dos vo l ú-
menes, tuvo dificultades con la censura en pleno sexenio absolu-
t i s t a . Crítica acerbísima de la obra de las Cortes la In s t r u c c i ó n
P a s t o ral de los obispos refugiados en Ma l l o rc a. Ve rd a d e r a m e n t e
demoledora está firmada por seis obispos que habían buscado
asilo en la isla y que, a consecuencia de su escrito, fueron expul-
sados de la misma. Por último también debemos referirnos al célebre Ma n i f i e s t o
de los P e r s a s, cuyo primer firmante fu e Be r n a rdo Mo zo de R o s a l e s ,
después marqués de Mataflorida, en el que sesenta y nueve dipu-
tados, entre ellos bastantes eclesiásticos, exponen al rey un p ro g r a-
ma ciertamente muy distante del liberalismo de Cádiz pero
también del absolutismo borbónico. El rey prefirió este último y
nos quedamos sin conocer las virtudes de la propuesta de los
sesenta y nueve diputados.
A estos dos últimos escritos así como al cardenal Q u e ve d o
dediqué largos trabajos en la revista Verbo y a ellos me re m i t o.
So b re la peripecia de las Cortes gaditanas también publiqué
hace años un trabajo con el significativo título de El liberalismo y
la Iglesia española. Historia de una persecución. Las Cortes de Cádiz,
en el que desarrollo ampliamente lo que hoy sólo he podido apun-
t a r .
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