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Constitución y constitucionalismo

 

EL «OTRO» CÁDIZ. UNA REVISIÓN PROBLEMÁTICA DE LOS ORÍGENES DEL CONSTITUCIONALISMO HISPÁNICO

1. Carta constitucional y constitucionalismo

Cuando se habla de Constitución dentro del constitucionalismo se hace referencia al pacto que, estableciendo los derechos fundamentales, representa también el proyecto de vida de una identidad colectiva, que en el curso de los tiempos ha asumido nombres y significados diversos: Estado, tercer estado, nación, pueblo, etc. Este significado de Constitución se ha hecho propio de manera clara, aunque no se haya explicitado en todas sus consecuencias, desde la primera mitad del siglo XVIII. Basándose en la teoría del derecho natural racionalista y poniendo simultáneamente las premisas para su identificación con el positivismo jurídico sociologista, sobre el que se levanta en último término el derecho público contemporáneo, Henry Saint-John, vizconde de Bolingbroke, escribió en una obra publicada en 1735 que por constitución debe entenderse, cuando se habla con propiedad y exactitud, «aquel conjunto de leyes, instituciones y costumbres, derivadas de ciertos principios inmutables de razón y dirigidas a ciertos fines de bien público, que constituyen el complejo del sistema según el cual la comunidad ha convenido y aceptado ser gobernada»[1]. El constitucionalismo, en su origen, ha sido –pues– la doctrina sobre cuya base se ha intentado, de una parte, limitar el poder definido político, esto es, de poner una línea de frontera (vista como impracticable y hasta ahora impropiamente considerada tal) entre público y privado, y –de otra– reglamentar el ejercicio del poder público definiendo las competencias, organizándolo e instaurando un equilibrio de poderes en su interior. El constitucionalismo, en efecto, como se ha escrito, es una doctrina que –a partir de algunos principios asumidos como jurídicos– busca asegurar un orden político a través de la Constitución. Por lo mismo, puede definirse y así lo ha sido, la técnica jurídica de la libertad[2]. Tanto en el caso en que encuentre su realización a través de la vía social-historicista (como ha ocurrido generalmente en la cultura iuspublicista anglosajona), como en el de que se realice a través de la Constitución escrita (como ha ocurrido en la cultura iuspublicista europeo-continental, hija del racionalismo que en los siglos XVII y XVIII elaboró las teorías del contractualismo y del iusnaturalismo moderno). En ambos casos, en efecto, la que se advierte y pone como condicio de legitimidad del ejercicio del poder político (aunque impropiamente identificado con el público) es la exigencia de ser gobernados por medio de un documento escrito, expresión directa de los gobernados: sobre la base –pues– de un documento pacticio que en América encontrará conclusión, primeramente, en los artículos de la Confederación de 1777 y, después, en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787, mientras que en Europa lo hará en las Constituciones escritas (a partir de las francesas, fruto de la Revolución de 1789, que originó sobre todo la Constitución de 1791) aprobadas u otorgadas.

2. Génesis, fines y contradicciones del constitucionalismo

El constitucionalismo, desde su origen, se ha caracterizado por contradicciones, algunas de las cuales son verdaderas aporías. Que derivan de sus asunciones (hipotéticas), propias de la doctrina (el contractualismo) que representa la matriz del constitucionalismo: el hombre gozaría de una libertad salvaje, ejercitada en el estado de naturaleza; esta libertad, para ser tal, debe ser carente de reglas y sin límites; todo poder ejercitado sobre el hombre salvaje y, por tanto, libre (según esta doctrina) sería ilegítimo; el poder político, si no nace de un pacto, sería por definición tiránico, a veces podría incluso convertirse en totalitario[3].

La definición de libertad asumida por la doctrina contractualista exige, por una parte, el consentimiento (entendido como sola adhesión voluntarista a un proyecto cualquiera) y, de otra, la reserva al individuo (y donde lo considere oportuno) de un espacio de libertad dentro del que pueda continuar gozando de las ventajas de la situación salvaje en la que se habría encontrado antes de contraer el pacto social.

El hombre, por tanto, sería soberano por naturaleza, esto es, señor absoluto de sí mismo, hasta de su propia naturaleza y existencia. La renuncia (total en algún caso, parcial en otros) a este su status se produciría solamente por cálculo, esto es, considerando las ventajas que aquélla podría procurarle. El contractualismo es, en sustancia, una doctrina utilitarista; característica que sirve también para el constitucionalismo, que no representa sino una versión de aquél.

En lo respecta al tema de nuestro interés son dos las aporías del contractualismo y del constitucionalismo que es oportuno considerar:

a) La pretensión, imposible, de legitimar el poder público y/o político recurriendo al consentimiento del privado: nemo enim plus iuris in alium trasferre potest quam ipse habet. Este es un principio jurídico que no permite al individuo obrar en su propio nombre con la pretensión de tener título para hacer caer los efectos de su acción sobre terceros. El poder público y/o el político, en efecto, encontrarían en este caso legitimación en la voluntad del privado, ejercitando sin embargo potestates cualitativamente diversas respecto a las privadas y que el particular no puede conceder. La obligación contractual, en efecto, obliga a las partes contratantes, pero no puede obligar nunca a la sumisión de otros (extraños al contrato), legitimando el ejercicio del poder sobre estos. Salvo que el poder público o político vengan identificados con el poder no cualificado, es decir, con el poder brutal. Cosa que ocurre en la modernidad. Tanto que la efectividad se convierte en la característica esencial del derecho, cada vez más dependiente –y no casualmente– del público, cuya génesis residiría en un pacto de sujeción, que más que pacto sería hecho, lo que revela que el monopolio del ejercicio de la fuerza está sólo en las manos del Estado (soberano). Así, el Estado de derecho se legitimaría por el poder de usar la fuerza y se revelaría como persona civitatis en cuanto nacida de un contrato ficción: la relación de subordinación del individuo respecto al Estado impide cualquier rechazo del individuo a la sujeción misma, sea el Estado absoluto o democrático, puesto que en el primer caso la soberanía es del Estado y por él se ejercita, mientras que en el segundo es del pueblo, cuya voluntad se manifiesta e impone generalmente a través de la mayoría que interpreta la voluntad soberana y que a través del Estado y en el Estado se hace efectiva.

b) La segunda contradicción viene dada por la pretensión, ilusoria, de poder revocar el propio consentimiento y deslegitimar, así, el poder público o político. Ninguna doctrina contractualista ha teorizado nunca esto, ni siquiera cuando ha recurrido de manera fuerte a las ficciones de la democracia (moderna). Al contrario, el teórico por excelencia de la democracia moderna (Rousseau) propuso la pena capital para el disidente reincidente que pone por obra su disentimiento[4].

¿Por qué aparecen estas dos contradicciones cuando se habla de Constitución y constitucionalismo? Por una serie de razones entre las que la primera, y más importante, procede del hecho de que el constitucionalismo, en cuanto técnica jurídica de las libertades, se revela en sus orígenes como doctrina de la soberanía contra la soberanía, aunque por aquélla se considere la soberanía del Estado como irrenunciable. En otras palabras, el constitucionalismo pretende con la Constitución, sobre todo con la escrita, limitar la soberanía del Estado a favor de la soberanía individual, que –a través de la ficción del contrato social– sería condición de legitimidad de la primera (la estatal). Se quiere, o mejor, se considera necesario el poder público pero dentro de los límites establecidos en el pacto y por el pacto y a condición de que garantice alcanzar los objetivos para los que cada vez nace la sociedad. La Constitución como carta constitucional supone un paso adelante hacia la expulsión de toda trascendencia, también de aquella (a veces puramente formal) representada por el rey: el pueblo, que se considera fuente de todo derecho y se reserva todo derecho, se convierte en el único protagonista. No es casual que Sieyès, tras haber identificado pueblo y nación, y la nación con el tercer estado (esto es, con la burguesía), afirmase lapidaria y reiteradamente que el tercer estado es todo[5]. Y tampoco es casual que se haya leído la Constitución, sobre todo la escrita, como orden propio de la convivencia civil, construido por las voluntades particulares de los individuos y de las fuerzas sociales pero en vista de la supremacía del Estado: la lectura de la experiencia constitucional de Hegel y la teoría del ordenamiento jurídico como institución de Santi Romano no otra cosa sino que la Constitución es el mismo Estado, que –por tanto– en sí y por sí es Estado de derecho. Siempre, por tanto, incluso cuando se convierte en totalitario: el totalitarismo, en efecto, no expulsa a la Constitución del ordenamiento; al contrario, la usa y respeta incluso cuando ésta (y sobre todo cuando ésta) se convierte en (kelsenianamente) puro y solo procedimiento parlamentario. El fascismo italiano y el nazismo alemán, por ejemplo, fueron regímenes constitucionalmente legítimos. No es distinta la lectura que de la experiencia constitucional hacen las doctrinas democráticas, que consideran al Estado servidor de la soberanía popular que, al igual que la estatal, reivindica poderes omnipotentes.

3. La evolución del constitucionalismo

No hay duda de que el constitucionalismo ha sufrido y, como veremos, está sufriendo una evolución: el liberalismo, que es su fundamento, tiene en su base a la democracia (moderna) que, por tanto, debe garantizar necesariamente. El camino hacia la realización plena de la democracia (moderna) representa, sin embargo, también su fin. Lo ha destacado –aunque la tesis no la ha formulado como la acabamos de delinear– un historiador del derecho constitucional cuando ha hecho notar que la Constitución ha representado (y todavía representa) para muchos un baluarte contra la soberanía[6]. Un intento, en suma, de defensa del individuo, de sus derechos, de su esfera privada, contra lo que –por ejemplo– Augusto del Noce llamó el totalitarismo de la democracia moderna[7]. Cuando el constitucionalismo pasó de la defensa a la promoción de los derechos liberales fue obligado, no sin incertidumbres y contradicciones, presentes en las diversas constituciones contemporáneas vigentes, a abandonar la vieja Weltanschauung y a transformar el papel asignado a la técnica jurídica de la libertad. La promoción de los derechos liberales le impuso explicitar la propia ideología y transformar las cartas constitucionales en un instrumento para ejecutar, y ejecutar plenamente, una doctrina social y política que necesariamente debía transformar la libertad en liberación. Así se pasó del liberalismo tanto al radicalismo como al marxismo.

4. La disolución del constitucionalismo

La transición de la libertad garantizada (aunque lo sea como libertad negativa) a la libertad asegurada, marca una ulterior evolución del constitucionalismo: la carta constitucional deja de ser un conjunto coherente de normas de las que deducir geométricamente derechos y deberes del ciudadano, para convertirse en un conjunto de disposiciones a las que se da contenido en cada caso mediante las leyes ordinarias y la interpretación. El kelsenianismo constitucional se confunde así con el schmittianismo sociológico-jurídico y la carta constitucional garantiza aquello en lo que la identidad colectiva, que la ha puesto y continúa compartiendo, se ha convertido. En otras palabras, se afirma que, aun partiendo de un presupuesto (la Constitución escrita), el significado de las disposiciones constitucionales debe ser construido. Gustavo Zagregbelsky, por ejemplo, sostiene (coherentemente respecto de algunos postulados que, sin embargo, son absurdos) que el derecho constitucional (contemporáneo) es un conjunto de materiales de construcción , pero la construcción en concreto no es obra de la constitución en cuanto tal sino de una política constitucional que se aplica a las posibles combinaciones de este material[8]. La carta constitucional, por tanto, tendría una normatividad de contenido variable. Con la Constitución escrita, en efecto, se puede dar vida, según esta teoría, a un ordenamiento constitucional modular que deriva de las agregaciones y los desplazamientos del pluralismo. Es la llamada sociedad civil la que se convierte en norma para la Constitución y no la Constitución la norma para la sociedad. Se ha llegado, así, a la afirmación según la cual la Constitución, para ser verdaderamente aplicada, no debe ser ejecutada sino realizada. La realización constitucional sería la Constitución necesariamente abierta, que garantiza la plena realización de la democracia, entendida como autodeterminación absoluta de un pueblo. La Constitución representaría así la garantía de la afirmación de la libertad negativa de un pueblo. No sería la jaula que la limita en nombre de derechos inmutables o en el de la necesidad de la certeza, aunque sea positivista, del derecho. Representaría, al contrario, la apertura de canales para el vitalismo social[9], siendo las disposiciones constitucionales instrumentos idóneos a tal fin. El único límite que la dogmática constitucional impone a la democracia moderna es el que procede de la necesidad / imperiosidad de mantener la posibilidad de la coexistencia de los contenidos. La liquidez ( p o r usar un término sociológico caro a Bauman) de la normativa constitucional permitiría la conservación (al menos virtual) de todo contenido y, por tanto, sería la garantía del mantenimiento del único principio considerado irrenunciable para la democracia moderna: el indiferentismo.

El constitucionalismo se aproxima, así, a una heterogénesis de los fines: de garantía de los derechos liberales para el individuo se convierte en garantía de los derechos liberales de la identidad colectiva. En otras palabras, del liberalismo se pasa a la democracia moderna que, con seguridad, cuando no es unánime (y a veces incluso cuando lo es) se convierte en instrumento de opresión del individuo más que de su promoción. Como ha observado Miguel Ayuso[10], el constitucionalismo contemporáneo lleva al extremo las características y las deficiencias de sus orígenes y, en vez de garantizar un orden político, favorece la acentuación de los conflictos poniendo en grave riesgo los derechos liberales y la misma convivencia civil. Pero sobre todo, por el efecto irradiante de la Constitución evolutivamente realizada, representa un riesgo para el verdadero derecho y para el auténtico bien común de la comunidad política.

 

[1] Cfr. Henri SAINT-JOHN BOLINGROKE, A dissertation upon parties, 1975. Apud Nicola MATTEUCCI, Lo Stato moderno, Bolonia, Il Mulino, 1993, pág. 135.

[2] N. MATTEUCCI, op. cit., pág. 128, ha hecho propia la definición.

[3] Resulta clara la definición de totalitarismo que da Vladimir VOLKOFF, Du Roi, París, Julliard/L’Age de l’Homme, 1987, trad. it. Nápoles, Guida, 1989, pág. 41. Reenvío también sobre la cuestión a Miguel AYUSO, La cabeza de la gorgona, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, particularmente a las págs. 61-84, así como a Danilo CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 165-175.

[4] J.J. ROUSSEAU, Du contrat social, lib. II, cap. V.

[5] Cfr. Emmanuel de SIEYÈS, ¿Qué es el tercer estado? Ensayo sobre los privilegios, Madrid, Alianza Editorial, 2008, págs. 85-90.

[6] Maurizio FIORAVANTI, Costituzione, Bolonia, Il Mulino, 1999, págs. 118 y sigs.

[7] Cfr. Augusto DEL NOCE, Il problema dell’ateismo, Bolonia, Il Mulino, 1965, págs. 324 sigs. Sobre el tema, con referencia al pensamiento de Del Noce, véase D. CASTELLANO, La politica tra Scilla e Cariddi, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2010, págs. 71-85.

[8] Gustvavo ZAGREBELSKY, Il driitto mite, Turín, Einaudi, 1992, págs. 8-9.

[9] Leonard T. HOBHOUSE, Liberalism, Oxford, Oxford University Press, 1964, trad. it. Florencia, Sansoni, 1973, pág. 53, escribe que el vitalismo es la esencia del liberalismo: «El liberalismo ha sido un movimiento de liberación, una remoción de obstáculos y de apertura de canales para el flujo de actividades libres, espontáneas, vitales».

[10] M. AYUSO, «La Costituzione fra neocostituzionalismo e postcostituzionalismo», en D. CASTELLANO (ed.), La Facoltà di Giurisprudenza di Udine: dieci anni, Udine, Forum, 2009, pág. 74.