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1968

Los mitos actuales

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El mito del diálogo

EL MITO DEL DIALOGO
POR
V LADIMIRO LAMsooRFF-GALAGANE..
Profesor A. de Filosofía del Derecho de la Universidad
de Santiago de Compostela.
Oímos mucho hablar, últimamente también en España, de
d1.álogo. Oímos decir que es algo muy bueno, que es algo impres­
cindible, incluso,
para alcanzar nuestra ~'autenticidad humana".
Oímos ensalzar en los más diversos órganos informativos a
qÚien lo practica, y oímos proclamar a los ouati:-o vientos todas
las circunstancias del caso cada vez que un "diálogo" parece
haber tenido lugar.
Timb~én podemos oir, en ocasiones, acusacio­
nes a determinadas personas de no practicarlo, de "cerrarse al diá­
logo". Lo cual equivale, en ciertos medios, a un auténtico anatema.
Pues hien, este. diálogo, publicado en los periódicos, anun­
ciado
por la propaganda, predicado por sacerdotes, profesado
por profesores, ¡;qu1é es?
En sí, la palabra "diálogo" es susceptible de encerrar muy
diversos significados, desde
el diálogo socrático hasta el diálogo
teatral.
Por supuesto, el "diálogo" que tan insistentemente se
nos recomienda practicar
en la actua)idad, no se refiere a cual­
quiera
de esas posibles acepciones de la palabra, sino a nna
muy determinada.· Y no es de extrañar que los partidarios de
esta forma
de comunicación hayan puesto un especial cuidado
en definirla y distinguirla nítidamente de
lo que ellos llaman
"el diálogo
en sentido amplio'·'. Incluso, para mayor claridad,
han recnrrido al uso de distintos adjetivos. Especifican el "diá­
logo" qne
propugnan como "diálogo político" ( en sentido de que
se refiere al bien común en sentido amplio), como "verdadero
diálogo" (en oposición a cualquier otra cosa susceptible de ser
designada como tal), como
"Diálogo Fraterno" ( que algunas
incluso escriben con mayúscula), etc.
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VLADIMIRO LAMSDORPP GALAGANE
Lo que aquí nÜs interesa, desde luego, no es la denominación
en sí, sino el significado concreto que encierran todos estos
adjetivos,
;por lo demás acumulables e intercambiables. Intenta­
remos hacerlo de la mano de uno de sus más conocidos pro­
pugnadores, el R. P. Georges-Dominique Pire, O. P., Premio
Nobel
de la Paz 1958 (!), y nos planteamos al respecto cuatro
preguntas fundamentales.
l. ¿ Quién dialoga?
Primero, ¿quién "dialoga", o tiene que dialogar? No nos
suelen responder .claramente los
¡,artidiarios del diálogo. Por
lo general, emplean fórmulas ambiguas como "los hombres de
buena voluntad", "los hombres" en general, o bien -muy a me­
nudo--n1osotros. Esta última palabra siempre está presente,
bajo una u otra forma, toda vez que se trata de subrayar la
necesidad del
"diálogo". En tales ocasiones, sus partidiarios
plantean
el problema como una exigencia ética incondicionada,
un imperativo categórico, dirigido a los miembros del grupo a
que dicen ¡pertenecer. En nuestro caso, dirigido por determinados
cató1icós a todos los
c.atólicos.
Sabido es que para que haya "diálogo", se necesitan dos
partes. ¿ Cuál es "la otra"? ¿ Con quién hemos de dialogar? Ahí
la respuesta es explícita. "Con quienes difieren de nosotros" (2:).
O sea, cÜn los no miembros del grupo dado. Los católicos, con
los
no católicos. Los cristianos en general, con los no-cristianos.
Los creyentes en general, con los ateos. Muy especialmente, con
los marxistas.
De hecho, el ,principal impacto publicitario se hace en el
"diMogo" entre católicos y marxistas. A juzgar por la impor-
(i) Geor·;es Dominique Pire, O. P., Diálogos verdaderos y diálogos
falsos,
trad. M. Zorrilla Ruiz, en Sociología para la convivencia, Zyx,
Madrid, 1966, 23 y sigs.
(2) Pire, cp. cit., pág. 24,
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tancia que le dan los medios informativos, no estamos lejos de
suponer que éste es
el único "diálogo" recomendado, e incluso,
practicado. Naturalmente, esto
es sólo una suposició~, pero de lo
que sí tenemos constancia cierta es de que
con ,fos,

católicos que
pongan en duda la necesidad
de dicho diálogo; no. se dialoga.
La exigencia de diálogo va dirigida desde dentro del grupo
hacia fuera de
él. En ningún caso hacia dentro, como exigencia
de diálogo entre diferentes miembros del mismo grupo.
Por lo
demás, los católicos partidiarios del
"Diálogo" tratan a los ca­
tólicos
que no se adhieren incondicionalmente a su opinión con
una hostilidad no disimulada. Como escriben textualmente, "quien
no es caipaz de abrirse al Diálogo, es un fanático" (3). Y en
estos "fanáticos" ven a sus principales enemigos'.
2. ¿En qué consiste el dialogar?
A nuestra segunda pregunta, la respuesta parece obvia. ¿ En
qué consiste el dialogar? Evidentemente, en hablar una per­
sona con otra.
Pero en realidad, no es .tan simple. ¿ Qué califi­
cativo merece,
.por ejemplo, eso que el autor de estas líneas ha
practicado multitud de veces, de encerrarse él y _algún amigo
marxista, con una botella y amplia provisión de cigarrillos, y
pasarse toda una tarde discutiendo? No parece clasificable como
"diálogo" sino con muchas salvedades
y reparos: "Si la actitud
era
de ... Si de la índole de los argumentos e111¡pleados no se des­
prende que
... , etc." En cambio, son incondicionalmente acep-­
tados como "auténticos djálogos" los encuentros entre católicos
y marxistas de. Colonia (1%4), de Salzburgo (1%5) y algnnos
análogos.
De lo que ,parece desprenderse que se consídera pré­
ferible el "diálogo" en presencia de Prensa, Radio y TV., inevi­
tablemente presentes en tales encuentros.
¿ De qué se habla durante el diálogo? Las respuestas son in­
equívocas.
Se habla de lo más básico y fundamental. De la visión
(3) !bid., pág. 24.
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del mundo en general. De la ideología de los dialogantes. De
religión. De lo que afecta a la convivencia, al bien común, a la
paz
mundial ( 4).
Se supone previamente que. en todas estas cuestiones, las
partes
en diálogo no están de a.cuerdo. Ello se admite expresa­
mente, se considera inevitable (5), e incluso deseable (6).
3. ¿Bajo qué condiciones?
Lo que insistentemente subrayan los partidarios del "diálo­
go",
más que los presupuestos anteriormente enumerados, que
tienden a sobreentenderse
ipor obvios, son las condiciones que
hacen un diálogo
"verdadero", "fraterno" o análogamente ad­
jetivable, en oposición a los diálogos
"falsos", "unilaterales",
'' de sordos", etc.
Una de las condiciones, insistentemente afirmada, es la liber­
tad en el diálogo. Por esta razón, se declara imposible el "diálo­
go" entre "el fuerte y el débil", entre la mayoría y la mino­
ría, etc., salvo que "se creen las condiciones necesarias para
dejar hablar a los humildes y escuchar el clamor de los débiles",
como exigencia
"previa a considerar la posibilidad del Diálo­
go" (7). Lo cual denota una cierta tendencia a la supresión de la
autoridad
como tal (8).
(4) !bid., págs, 28-29. Pedro Laín Entralgo, Sobre el diálogo y sus
condiciones, "Revista de Occidente", 1963 (2.P-ep., 1/1) 101 y sigs., pág. 102.
(5) Pire, op. cit., pág. 28.
(6) !bid,
(7) !bid., pág, 30.
(8) Lo cual se apoya en unas premisas totalmente inexactas. Libertad,
tanto para expresar nuestras opiniones o nuestros problemas, como para
cualquier otra cosa, tenemos todos por el mero hecho de ser hombre::.
Por esta misma razón, tenernos en nosotros mismos la posibilidad de
imponernos
ante la coacción externa. En este caso, si algunos "débiles"
de los que habla
Pire no tienen los medios materiales, o el valor de hacer
oir aisladamente su voz, que se
unain para hacerlo. Al fin y al cabo, son
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Se subraya también reiteradamente que el diálogo se ha de
llevar a cabo "con
respeto a la opinión y a la persona del otro".
La segunda de estas exigencias, el respeto a la persona, se com­
prende fácilmente. Pero ¿ qué se entiende exactamente por res­
peto a una opinión? Sencillamente el dejarla existir como ella es.
El diálogo ha de ir encaminado a "tratar de comprender y
estimar ¡positivamente las opiniones ajenas, aunque no se com­
partan" (9). Comprender y estimar positivamente. La expresión
es muy fuerte.
4. ¿Para qué?
Pero donde realmente nos as<1lta la duda es al preguntar
¿ para qué se dialoga? En efecto, se excluye expresamente la
posibilidad de llegar a
un pleno acuerdo en base a una de las
opiniones
en litigio. El Diálogo, escribe el P. Pire, ha de ser
cuidadosamente distinguido de lo que sean "conversaciones, in­
fluencias, contactos o apostolado" (10).
El mismo especifica que
a la Encíclica
Ecclesiam Suam, que trata del "Diálogo de Sal­
vación", "sería erróneo estimarla dirigida a estimular o promo­
ver el Diálogo Fraterno en sentido estricto" (11).
En cambio, se admite expresamente, en el diak,gante, "el
riesgo a las transformaciones del propio pensamiento y quizá a
la .pérdida
de sí mismo'' (12). El sentido de estas palabras,
cuando el llamamiento al
"Diálogo" va dirigido a católicos, no
puede ser más inequívoco: incluye el riesgo, por parte de éstos, a
perder la fe. Sin embargo, como vimos, no incluye la lógica
hombres y no niños a quienes es indispensable crear condiciones externas
favorab1es
y tuitivas. Por lo demás, si así se hiciera, el propio P. Pire se
C'ncargaría, con toda seguridad, de hablar de "paternalismo".
(9) Pire,
op. cit., pág. 24.
(10) Ibid., pág. 25.
(11) !bid.
(12) [bid., pág. 23 (cita de Jean Lacroix, tomada por su cuenta por
el P. Pire).
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contrapartida a dicho riesgo, que seria la posibilidad de conver­
tir al contrincante.
Todo lo más que se admite es una vagorosa posibilidad de
que de las verdades relativas esgrimidas
por los dialogantes surja
una verdad más elevada (que puede-llamarse "convivencia",
"mutua -perfección", "armonía universal" o cualquier término
análogo).
En ocasiones, se admite e~resamente el origen hege­
liano de la idea (13).
5.
El mito del diálogo.
Pues bien, el "Diálogo Fraterno" así entendido es un mito.
Lo es por una razón muy sencilla: por ser impracticable; por ser
absolutamente imposible de llevar a cabo en la vida real. Y es
impracticable no
tanto por razones pragmáticas o éticas (14),
sino; en primer lugar, por consideraciones puramente lógicas.
En efecto: se parte de la hipótesis de que el diálogo re­
quiere dos o
más ideologías contrapuestas, o al menos distintas.
Su existencia se da por supuesta.
Pero para que sus representantes entren en "Diálogo Frater­
no", es .preciso que estén ¡previamente de acuerdo al menos en
una cosa: en que van a dialogar. Sólo hay diálogo si ambas
partes están dispuestas a
él. Este previo acuerdo, a su vez,
significa que ambas
partes ·admiten que es deseable, o incluso
necesario, el
diálogo mismo, tal como están dispuestas a practi­
carlo: o sea, con todas las condiciones e
implicaciones que bre­
vemente acabamos de considerar.
Ahora bien, una de estas implicaciones es la idea hegeliana
de que el
"Espíritu" camina .por contradicciones y síntesis su­
cesivas hacia la armonía universal. Sin la admisión, al menos
(13) !bid., pág. 24.
(14) Que por lo demás, tampoco hay que olvidar. Cfr. a este res­
pecto Jean Ousset,
Las condiciones de un verdadero diálogo, VE.Roo, 1966
(5/47-48), 415 y sigs.
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implícita, de esta idea, el diálogo tal como lo hemos definido
carece de sentido. Pero si dos ideologías admiten esta idea, se
trata de dos ideologías hegelianas. Lo cnal pugna con la hi-
pótesis.
·
Pugna con la hipótesis, porque dos ideologías hegelianas no
pueden realmente ser consideradas como
distintas. Por el con­
trario, en sus aspectos esenciales -----,precisamente sobre los cuales
debe versar el diálogo-- son ideologías úlénticas. Las diferen­
cias entre ellas sólo pueden ser accidentales, de mero detalle.
Por consiguiente, con el diálogo tal como lo define el P. Pire,
y tras él numerosos católicos que convenimos en llamar "pro­
gresistas", ocurre necesariamente una de dos: o bien un enfren­
tamiento de dos ideologías realmente distintas, en cuyo caso el
diálogo entre ellas es imposible, porque al menos una de las
partes
se negará a practicarlo sobre las bases propuestas. O bien,
una confrontación de dos ideologías hegelianas, en cnyo caso
el
diálogo entre ellas es inútil, por estar ambas previamente de
acuerdo en los puntos esenciales. Es más, en esta última hipó­
tesis, de un diálogo entre dos ideologías hegelianas, como cada
parte
se compromete a respetar las opiniones de la otra _(o sea,
a no contradecirlas), ni se conseguiría allanar las posibles dife­
rencias accidentales
entre ambas, ni se llegaría a ningún acuer­
do en cuestiones fundatr1t-ntales, por existir dicho acuerdo ya
antes de empezar el diálogo.
6. ¿ Qué encubre el mito?
Pero entonces, si es así, ¿ por qué continúan existiendo, sobre
todo entre cristianos, y en número cada vez mayor, partidarios
y propugnadores del "Diálogo"? Desde luego, no hay ningún
mito que se pro¡pague por consideraciones estéticas o humorísti­
cas. Si hay mito, es que encubre o justifica algo práctico e inme­
diato. Veamos, pues, cuáles
son las implicaciones -también des­
de un punto de vista meramente lógico--de una postura "abierta
al diálogo" en un cristiano.
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El que un católico esté dispuesto a "tratar de comprender y
estimar positivamente las
opiniones ajenas, aunque no las com­
parta", en la creencia que de ello resultará algún bien y se pro­
gresará en
la verdad, tal vez no implica en él una "hegelización"
consciente. Pero supone en todo caso, por su parte, el admitir
que la doctrina que él profesa es susceptible de ser "sintetizada"
0 "perfeccionada" (cuando no "transcendida") con ayuda de
otra contrapuesta. Contrapuesta, entiéndase bien, en lo esencial.
Lo cual, a su vez, implica qÚe este católico deja de considerar a
su doctrina como la Verdad absoluta, más allá y fuera de la
cual no hay otra posible, dado que su postura afecta no ya sólo
a
la doctrina social de la Iglesia, sino a lo más central y fonda­
mental: al Dogma. El hablar, pues, de "Diálogo" implica consi­
derar a la
propia doctrina corno una verdad relativa, de rango
igual
a la que en el "diálogo" se le contrapone, y con ayuda
de la
cual se trata de llegar a otra verdad superior que las
armonice y comprenda a ambas.
Pero tal postura, a su vez, significa que estos "católicos"
renuncian expresamente a la creencia de que las verdades que
profesan
han sido reveladas por Dios de una vez y para siempre,
y de que
el Pa,pa está asistido por el Espíritu Santo en su ma­
gisterio ordinario.
Ahora bien, resulta que la fe católica consiste precisamente
en estas creencias.
La renuncia a ellas tiene por tanto un nombre
muy preciso. Se llama apostasía. No ya herejía, que consistiría
en apartarse de
alguna de las verdades reveladas, sino apostasía
propiamente dicha,
pues consiste en afirmar implícitamente que
no existe
ninguna verdad fija e inmutable, y por tanto, ninguna
verdad revelada.
7. La "apertura".
El "diálogo" tal como en los nombrados sectores católicos
se predica, es ¡pues, un mito. Pero un mito que encubre un hecho
desgraciadamente muy real: la apostasía.
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Si ahora recapitulamos a la luz de este hecho las notas que
señalamos en
el "Diálogo" prü1pugnado por el P. Pire y sus
partidarios, descubrimos que todas ellas tienen
su razón de ser.
Todo se explica. Por ejemplo, un hecho que los no "progresis­
tas" encuentran particularmente irritante, y es el siguiente: lo
que realmente hacen los propugnadores católicos de
"la apertura
al diálogo"
no es tanto entablar, de hecho, "diálogos" con los
no católicos (lo cual
ya vimos que es o imposible, o inútil), sino
hablar del diálogo a los demás católicos. Y si es que alguna vez
se emprende con alguien
una apariencia de diálogo, se hace, como
ya señalamos, con bombo y platillo,
empleando todos los medios
actuales de difusión y propaganda.
Lo subrayado en dicha pro­
paganda
es meramente el hecho de que el diálogo tuvo lugar:
que se encontraron católicos y marxistas en tal número, en tal
lugar y tal fecha. De lo tratado en el encuentro apenas se habla.
Por lo demás, los resultados concretos del diálogo no se declaran
casi nunca "satisfactorios" (lo
cual sería, ¡por cierto, muy de
extrañar), sino ,rprometedores''.
Todo ello es muy lógico, si tenemos en cuenta que la actitud
básica de este movimiento a favor del "Diálogo" es la apostasía
de
la fe. Todo apóstata tiende evidentemente al proselitismo: si
ha abandonado su fe, es que la considera como un mal, y un mal
hay que evitárselo al mayor
número posible de gente. Y bien, lo
que
se trata de conseguir es precisamente esto: católicos "abier­
to.s al diálogo", pues esta "apertura" en sí misma ya implica
una apostasía inconsciente, que andando el tiempo se acaba con­
virtiendo en apostasía consciente y formal (15), aunque
no siem­
pre declarada. Esto es lo que se predica, o bien de palabra, al modo
tradicional, o bien
por el ejemplo, organizando "diálogos", "colo-
(15) El proceso lo describe admirablemente Plinio Correa de Oliveira,
Trasvase ideológico inadvertido y diálogo, VERBO, 1966 (5/42-43), pági­
nas 77 y sigs., págs. 139 y sigs. Y Martirán Brusnó lo demuestra magis­
tralmente
en el ejemplo de un tal P. Liégé, O. P., en quien (como en tan­
tos otros) son inseparables la insistencia en el diálogo y el ataque furibundo
a toda
e.Jase de "integrismos" (España en el diálogo~ Ed. Vicente Ferrer,
Earcelona, 1966, págs. 167-171).
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quios", "encuentros", etc. Lo que en tales casos interesa destaéar en
el. mero hecho de que twvo lugar el "diálogo"; lo que en él se dijo,
en
el fondo, no tiene importancia. El papel del marxista en estos
"diálogos" es meramente instrumental.
No van encaminados a
influir
en él directa ni indirectamente. Van encaminados a in­
fluir en los demás católicos. De los marxistas, sólo se requiere
la presencia física.
También es lógico que el principal enemigo de los católicos
"abiertos" no sean los no-católicos o los ateos, sino los católicos
''fanáticos", "cerrados al diálogo". En efecto, el principal ene­
migo de todo a¡póstata es el que intenta mantenerse firme en la
fe. Hacia él, no hay "apertura" posible.
8. El diálogo y los marxistas.
Lo que sí merece una explicación aparte, sin emba.rgo, es la
actitud de los marxistas ante el "diálogo" con los católicos.
Por de pronto, no nos atreveríamos a afirmar que la idea
misma de "diálogo"
-en la -acepción que hemos examinado-­
haya sido Ianzada por marxistas. No hemos conseguido averiguar
su procedencia exacta, pero juzgamos lo más verosímil que lo
haya hecho algún apóstata de fecha reciente (16), deseoso de
ocultar, o bien
de justificar y propagar su actitud (más probable­
mente, todo esto a la vez). Los marxistas, por el contrario, se
yieron colocados anie un dilema. Su ideología, pese a todas las
apariencias y declaraciones, e incluso a ciertas nuevas orientacio­
nes, es muy poco hegeliana:
un marxista se cree en posesión de
la verdad fija e inconmovible, e incluso, del único conocimiento
científico y omnicomprensivo posible
(17). Le es, pues. imposi-
(16) El mito. desde luego, ··fue lanzado no hace mucho, posible­
mente
ya después de · ta muerte de Stalin. En todo caso, después de la
segunda guerra m!l1lldia1.
(17) Invariablemente encontramos, al principfo de cualquier tratado,
manual o monografía expositiva de este pensamiento, frases de este tipo:
11El materialismo dialéctico e histórico constituyen la cosmovisión co-
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ble, en princ1p10, aceptar el "diálogo" prnpuesto sobre las bases
que hemos visto.
Por otra parte, los diversos partidos comunistas
-pasando ya a consideraciones tácticas-se dieron cuenta del
partido que podían sacar del mito del diálogo, en orden a hacer
cuantos más apóstatas se pueda
en la Iglesia católica y, de ser
posible, captar
para sí a los ya existentes.
Se resolvió el problema acudiendo a la división del trabajo,
como muy claramente se pudo notar en los ya mencionados en­
cuentros de Colonia
y Salzburgo. Los comunistas occidentales,
para quienes son problemas vitales tanto el del proselitismo como
el de la lucha contra la Iglesia, se prestaron -y se siguen pres­
tando--a la maniobra con mucho gusto. Los comunistas orien­
tales en el poder,
en cambio, muy celosos de la unidad ideológica
de sus pueblos, y que en su lucha contra la Iglesia disponen de
otros medios, boicotearon los
encuetltros. Para ellos, en efecto,
lo vital es no demostrar la menor fisura en su ideología, la menor
concesión a cualquier otra, o la menor admisión implícita de que
alguna
de éstas pueda comportar una parcela de verdad que no
afirme también
el marxismo. El "abrirse al diálogo" ellos tam­
bién, como
vimos, implicaría al menos esto último, por lo cual
se guardaron mucho de hacerlo. Desde entonces, si bien se han
mostrado dispuestos a enviar personal a encuentros con católi­
cos ~personal cuidadosamente seleccionado, por surrxiesto---, ha
sido siempre con el mayor sigilo y con exclusión absoluta de
cualquier publicidad en
el interior de sus países.
9.
El diálogo y los católicos.
Ya sabemos, pues, en qué consiste y qué implica el "Diálogo
herente y unitaria de la clase obrera, que da una explicación consecuen­
temente materialista a todos los fenómenos de
la realidad" (D. l. Chesnokov,
lstorícheskiy Matieriallism (Materialismo histórico), Muysll, Moskvá, 1964,
pág. 5). "En la historia de la filosofía no hubo, ni hay, ninguna filosofía,
a excepción de la marxista, capaz de dar una. explicación coherente,
consecuente y científica de todos los fenómenos naturales y sociales"
([bid., pág. 6)_
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Fraterno" que desde determinados ambientes tanto se nos re­
comienda. Y ante eso1 ¿ qué hemos de hacer ?
Por de pronto, no solucionaríamos nada interrumpiendo o
evitando todo contacto con los no católicos (marxistas inclusive),
alegando que tal contacto sería
"diálogo". Menos solucionaría­
mos aun atacando la idea misma de diálogo. Por el contrario, el
diálogo con los que no participan de su fe es para todo católico
un deber.
El deber de evangelización que recordó Pablo VI en
su primera Encíclica
(18). Evangelización por la palabra y por
el ejemplo, no exclusivamente por este último (19). De la evan­
gelización por la palabra, por el razonamiento, por la lógica,
habló el Papa con mucha claridad. Habló de la posibilidad de
llevar a un ateo a Dios
JX>r la vía de la razón, al ponerle de
manifiesto lo ilógico, fragmentario y voluntariamente superficial
de su postura (20). Y claro, para eso hay que hablarle al ateo,
discutir con
él, comprenderlo y convencerlo (21). Habló Pablo VI,
en una palabra, del diálogo de salvación, nacido de la caridad,
que
ha de realizar la Iglesia a través de cada uno de sus miem­
bros (22).
(18) Ecclesiam Suam, cap. 3. Y con no menor ms1stencia, el Concilio
Vaticano
II fConstitución sobre la lgleS1.°a, c. 4, 35; Decreto sobre el
apostolado de los seglOJYes, passim).
(19) Cfr. Concilio Vatica:no II, Decnto sobre el apostolado de los
seglares,
2, 6.
(20) Ecclesiam Suam, "Acta Apostolicae Sedis", 1964 (56/10), 609 y si­
guientes, pág. 653.
(21) No queremos decir que haya de hacerse sin adoptar determina­
das precauciones.
Por de pronto, es deseable un previo conocimiento de
la ideología del interlocutor, y es, desde luego, abrnlutamente indispensa­
ble un sólido conocimiento de
la doctrina propia, que se compromete uno
a
defender. Por otra parte, no es propicio todo tiempo, lugar_ y ocasión.
Sobre estas condiciones,
-cfr. más concretamente, inspirándose en la Ec­
clesiam Suam, Juan Labrador, O. P., A Dialogue With Communism?,
"Philippiniana Sacra" 19§6 (1/1), 137 y sigs., -pág. 151 y sigs. En general,
cfr. el cap, 6 del Decreto_ sobre el apostolado de los seglares, del Con­
cilio Vaticano II.
(22) Ecclesiam S1tam, ed cit., pág. 642. Sobl'e la importancia de este
documento, cada día menos comentado, cfr.
Agustín de Asís, Puntos de
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EL MITO DEL DIALOGO
Ahora bien, esto no consiste en hablar de diálogo, sino en
practicarlo. En practicarlo, por Slllpllesto, con los no católicos;
pero los ·que necesitan, más que nadie, de apostolado, son los
católicos que actualmente se encuentran cerca de la apostasía.
La catolicidad ha estado sometida, y sigue sometida, a un intenso
bombardeo propagandístico de mitos diversos, entre los cuales
el del ¡¡Diálogo" ocu.pa un lugar destacado. No es, pues, de ex­
trañar que se haya conseguido intoxicar a un número muy con­
siderable de fieles. Y a éstos es necesario y urgente explicarles1
con todos los medios a nuestro alcance, qué hay debajo de tales
mitos y adónde llevan. No sólo existen los "hermanos separa­
dos"; también hay que acordarse de los "hermanos contagiados".
Ahora bien, en este último caso se nos ,puede oponer una ob·
jeción, .tal vez no muy sólida, pero de indudable "garra" polé­
mica. Es la siguiente: que consideramos el diálogo como un deber,
pero
un deber que se concreta a oponerse al diálogo. O sea, dia­
logamos
para convencer a los demás de que .no se dialogue.
Por supuesto, de todo lo dicho hasta ahora se desprende que
no se trata de esto. Que lo atacado no es el diálogo en sí, sino
el mito del diálogo. El diálogo-mito .no es lo mismo que el di~lo­
go
real y efectivo. Es más, vimos que el diálogo-mito implica
más bien
ausencia de diálogo real. Lo que hay de mito en el
diálogo, como vimos, estriba más que nada en el problema del
fin del mismo. El diálogo real sólo se puede concebir como
urn
medio~ entre otros ¡posibles medios, de difundir la fe cristiana. Lo
que hay en él de mito consiste en presentarlo como un fin. en sí.
El diálogo real, lo consideramos "bueno" o "malo" según los
resultados obtenidos: bueno si hemos conseguido inclinar al in­
terlocutor hacia nuestra fe, malo en el caso contrario. Ambas
posibilidades están siempre abiertas, pues no todo diálogo tiene
necesariamente éxito.
El diálogo-mito, en cambio, nos es pre­
sentado como un
bien en sí. Se nos dice que lo bueno es el mero
hecho de dialogar, independientemente del posible resultado; o
vista sobre la Endclica Ecclesiam-""J~uam, "Anales de la Cátedra Francisco
Suárez", 1964 (4/1) págs. S, y sigs.
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más aún, que el resultado positivo se -producirá- automáticamente
con motivo de la generalización del "diálogo", y que cada diálo­
go concreto es por esto mismo un bien.
La distinción es, pues, muy clara. El fin último que persigue
el diálogo cristiano es la universalidad de
la fe cristiana. El fin
último del diálogo-mito es
la Hapertura ", o dicho en términos
tradicionales, la apostasía.
Y
ante esto, también nuestra posición ha de ser muy clara.
El diálogo que como seglares estamos dispuestos a practicar,
de acuerdo con
las directrices pontificias y las del Concilio Va­
ticano II, es el diálogo fundamentado en el principio de cari­
dad (23). Tan necesario es practicarlo con los no católicos como
con los católicos (24). Consiste
en comunicarse con claridad,
afabilidad, prudencia,
sobre todo ,m confianza, lo cual, evidente­
mente, excluye
toda publicidad (25). Con los no católicos, tal
coloquio
versará sobre las verdades fundamentales de la fe. Ver­
sará sobre este tema querémoslo o no, pues incluso un diálogo co­
menzado sobre temas
ix>líticos o sociales, tarde o temprano
tendrá que llegar a la zona de los fines últimos. En cuanto a
las, condiciones, es evidente la del respeto a las personas, toda vez
que sea posible. En cambio, el respeto a la opinión contraria, si
bien
ba de admitirse en la zona de las verdades naturales (26),
(23) Decreto sobre el apostolado de los seglall'es, del Concilio Vati­
cano II, 1, 3.
(24) "Los católicos, en la acción ecuménica, deben, sin duda, preocu­
parse de los hermanos separados~ orando :por ellos, tratando con ellos de
las cosas de la Iglesia y adelantándose a su encuentro. Pero, antes que
nada, los
católicos, con sincero y atento ánimo, deben considerar todo
aquello que
oo la propia familia católica debe ser renovado y llevado
a cabo para que la vida católica dé un más fiel y más claro testimonio de
la doctrina y de las normas entregad.as por Cristo a través de los Apósto­
les"
(Decreto sobre el ecumenismo, del Concilio Vaticano II, 1, 4). ¿Y
quién negará que el fenómeno más indeseable, dentro de la propia Iglesia,
es la apostasía encubierta? Poco importa que el apóstata no nos convoque
a "diálogo". Hemos de
buscarlo y dialogar no.rotros con él.
(25) Ecclesiam Suam, ed. cit., págs. 644-645.
(26) Hay que recordar, con SaL11to Tomás, que respecto de las con-
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EL MITO DEL DIALOGO
es inadmisible en cuanto a las verdades fundamentales. Y por
supuesto, el fin del diálogo ha de ser el llegar a un acuerdo; no
siempre se podrá conseguir en la práctica, pero no
por ello la
intención ha de ser distinta (27). Y el fin último, para el que
se busca el acuerdo, no es sino el Reino de Cristo en la tierra,
no sólo en lo espiritual, sino también, como muy particularmente
subraya el Concilio Vaticano II, en lo temporal (28).
clusiones particulares de la razón especulativa. la verdad es idéntica en
todos, pero no todos la conocen igualmente. Y en las conclusiones par­
ticulares de la razón práctica, ni la verdad o rectitud es idéntica en todos
los hombres, ni cuando
lo .es, es igualmente conocida. (S. Th., 1-2,
q. 94, a. 4).
('O) Ecclesiam Suam, ed. cit., pág. 644.
(28) Decreto sobre el apostolado de los seglMes, 2, 7.
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