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1974

Santo Tomás de Aquino, hoy

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Los principios de la política según Santo Tomás de Aquino

LOS PRINCIPIOS DE LA POLITICA
SEGUN SANTO TOMAS DE AQUINO
P01
RAFAEL GAMBRA
Podría juzgarse en cierro modo providencial la incidencia en
nuestros días de este centenario del Angel de las Escuelas, por loo
recuerdoo y celebraciones que sobre su obra y figura está ciando lugar
en este oscuro y turbulento término de 197 4 en que nos hallarnos.
Cuando todo parece desmoronarse,
no sólo en la estructura humana
de la Cristiandad y de la Iglesia sino aun
'en la fe y en el criterio y
rectitud
intelectual de las mentes, ninguna imagen puede resultamos
de mayor provecho salvífica que la de aquel sanro Docror en cuyo
espíritu
se realizó la más perfecta síntesis del saber humano y divino,
y de aquel siglo
XIII en que rayó a mayor altura la unidad vivifi­
cante de la civilización cristiana.
No pretendo yo realizar en este Congreso un estudio ni aun una
exposición general del pensamiento político de Santo Tomás, tema
larga y profundamente tratado por múltiples autores y al que,
con
esta ocasión, han dedicado brillantes ensayos, entre otros, Huoo KB·
RALY en la revista ITINERAIRFS y el ya mártir de nuestra fe CARr.os
SACHERI en MIKAEL. Prefiero limirarme a algón aspecro del difí­
cil momento religioso y político de ,iuestto presente histórico -en
este país de vieja Cristiandad que es España-que pueda verse ilu­
minado de alguna forma por el
lumin050 pensamiento del Aquina­
tense. Me otorga ocasión
para ello la pregunta con que ha cerrado su
disertación
-y dejado sin expresa respuesta-uno de fos ponentes
que me
han precedido en este Congreso y conmemoración. Me re­
fiero a las palabras finales del Prof. mías de Tejada: "Quien 05
habla forma parre de España --de las España-, comunidad cuyo
bien común debe defender
por encima de todo bien particular.
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España está identificada en su historia con la unidad católica, como
ha demostrado Menéndez Pelayo, de forma tal que quien deshiciera
esta unidad haría desaparecer
el vínculo y la razón de ser histórica
de esto que
llamama. España. ¿Tengo yo, español, entonces, el deber
de defender
la unidad católica, que es esencia de mi patria, contra
quienes intenten destruirla, sean quienes fueren, puesto que quienes
aprueban o fomentan esa ruptura, son destructores de
mi patria?
¿Trátase de un imperativo de derecho natural, que ha de informar al
derecho positivo para que las leyes sean leyes?".
Esta doble pregunta
-y su implícita respuesta-aluden_ a dos
fundamentos muy claros: uno lógico, otro --en cierto o;iodo--de
autoridad. Uno es el dialelo o círculo lógico que solía expresarse en
el supuesto dicho de Epirnénides. (Epiménides dice que todos los
cretenses son mentirosos. Pero Epiménides es cretense. Luego min­
tió. luego los cretenses son .veraces. Luego dijo verdad; luego son
mentirosos, etc.). Si una· ley positiva niega el fundamento natural
que la apoyaría deja de ser ley, se destruye a sí misma, y recobra su
imperio el derecho namral básico, etc.
Por otro lado, la pregunta se atiene a la afirmación de Menéndez
Pelayo sobre el· carácter fundarnentador de la religiosidad católica en
la génesis e historia de la nacionalidad española.
No se trata, eu reali­
dad, de un argumento de autoridad, puesto que Menéndez Pelayo
apoya su aserto en ocho gruesos y eruditísímos libros de historia crí­
tica de nuestra cultura patria.·
El Prof. Elías de Tejada nos habló, antes de formular esas pre­
guntas, de la
pietas (o piedad); esa virtud - que inspira respeto y devoción a las. cosas santas, y muy especial­
mente a
los propios padres y a la patria - dres-,, y mueve a actos de abnegación hacia tales realidades. La
f>ietas -filial o patria-es un sentimiento natural en el hombre
religioso, eminentemente en el cristiano, pero
común también al
hombre antiguo. Lo que difereocia radicalmente a la educación que
tradicionalmente
se ha impartido en roda civilización -y ha llegado
hasta nosotros~ de la -que actualmente se impone tanto en escuelas
públicas corno religiosas estriba· quizá en· esto: aquélla partía de los
derechos de Dios a quien debemos la existencia, y en una esencial
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LOS PRINCIPIOS DE LA POUTICA SEGUN SANTO TOMAS
actitud de gratitud hacia El, y hacia nuestros padres que son trasmi­
sores de esa existencia; hacia lo santo que entraña la paternidad en
el instinto recíproco de protección y
de veneración. La educación ac­
tual parte, en cambio, de los derechos del hombre y de una actitud
de exigencia ante la vida.
Referida a la patria, la f>ietas se añade a la justicia general o legal
al modo como en las relaciones humanas la caridad se añade a la
justicia
particular (conmutativa o distributiva). La justicia general es
una virtud natural que nos inclina a dar a la colectividad lo que le
pertenece (servicios, tributos), y es la virtud propia del gobernante
que se debe a
la cosa pública. Se puede apoyar en la consideración
abstracta de lo que debemos a la sociedad política
y de lo que ésta
requiere de nosotros. La pietas, en cambio, considera a la sociedad
como patria, tierra amable de los padres, · realidad individualizada y
como propia, incambiable y en cierto modo carnal.
Así, escribía Santo Tomás en la Summa Theologiae (2a 2ae q. 101)
que "la piedad se refiere a la patria en cuanto que es en cierto modo
el principio de lo que somos, al paso que la justicia legal o general
se refiere
al bien de la patria en su razón de bien común".
Ya Sócrates, en su discurso de las leyes, antes de aceptar volun­
tariamente la muerte a que
la Ciudad le sentenciaba, rendía emocio­
nante tributo de pietmr a la Ciudad y Leyes de Atenas "en cuanto
ellas le habían dado vida
y defendido, y a ellas todo debía". No a la
Sociedad o la Ley en abstracto, cuya aplicación erá injusta en su caso,
sino a la_ existencia misma de Atenas, como ]_)arria y país de sus
mayores, "a la que no podía destruir con su ejemplo sedicioso puesto
que a su sombra vivió él
y vivieron sus padres".
La sociedad no es algo que se impone al individuo ni una proto­
rea/.idad de la que brota el hombre, sino algo exigido ¡,or la natura­
leza humana -ele cada hombre--. que es .. animal -pólítico o, social 1'.
Por lo mismo, la sociedad es en su estructura común y permariente
como una proyección en grande del propio hombre, en sus facultades
y·en los estratos ónticas en que cala su.ser. Santo Tomás desarrolla
esta profunda idea - hombre
y de la sociedad en la l.• parte de la StMnma, cuestión 50, y
en su
tratado De Regno o De Regimine Princq,um.
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La sociedad humana no es un productO de la razón o de la con­
venciót, o acuerdo racional, como ha pretendido el racionalismo mo­
derno a partir de Locke, ni tampoco un impulso ciego o "desideriwn
naturae", propio de la vida inferior o no racional del hombre;
ni
menos un designio o "empresa" volunrarista de la colectividad como
pretendieron los totalitarismos.
La sociedad es, antes bien, como una
proyecciót, de la naturaleza toda del hombre, en la que patticipan de
algún modo todos sus estratos ónticas, al modo como Platón veía
en ella (en sus "clases") una representación de las facultades del hom­
bre (apetito, ánimo y
razón) que dan lugar al "pueblo", a los "gue­
rreros o nobles" y

a los "sabios" o gobernantes. En la génesis de la
sociedad hwnana interviene decisivamente su razón (el lenguaje, cuyo
misterioso origen se vio siempre tan relacionado con el hecho social),
pero también los estratos inferiores, animales y aun meramente vita­
les: el instinto, la vida emocional, ere. E interviene, en fin, la indi­
vidualidad,
esa realidad última de nuestro ser que nos diferencia irre­
ductiblemente de cualquier otro ser de nuestra especie.
Así, lo mismo que no existe "el hombre" sino hombres concreros,
irrepetibles y perecederos, tampoco existe "la sociedad", sino socie­
dades concretas, históricas y evolutivas, todas diferentes entre sí (Fran­
cia, España, Polonia, etc.): Y se forma parte de una de esas sociedades
históricas concretas no por vía racional o voluntaria, sino con todos
los estratos de nuestro ser: el instinto profundo, la emotividad y
nuestra misma individualidad nos atan a nuestra patria concreta o
carnal en la que podemos reconocer como una proyección en grande
de todos esos estratos que constituyen nuestro ser. Por esto, no sólo
la "justicia legal o general" nos inclina a dar a la colectividad que
nos alberga
lo que le corresponde, sino que la "pietas'º nos impul­
sa más allá del bien común, a amarla "en cuanto es en cierto modo
el principio de
lo que somos".
De aquí el ábsurdo que constituye en esta época "social" o aun
"socialistaºº la tendencia a
privar a la sociedad real (las patrias o paí­
ses históricos) de todo carácter diferenciado y concreto que pueda
mover hacia
ella los estratos más profundos y vinculares del hombre.
La masificación del hombre en núcleos innominados, la tecnificación
estatal en la regulación
de sus Jaros, la secularización de sus vidas y
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LOS PRJNCIPIOS DE LA POUTICA SEGUN SANTO TOMAS
de la vida pública que destruye lo santo y reverencial de los pueblos
y de sus costumbres... ¿Quién podrá amar a su distrito municipal o
a
su partido judicial, esas demarcaciones artificiales del racionalismo
político? Así, la
pietas y el verdadero patriotismo ( que nace del amor casi
visceral a la casa paterna y se amplía en círculos cada vez más
amplios y racionales pero siempre emocionales) se pretende susti­
tuir
por una vacua "formación cívico-social" o por una "filantrópica
cooperación", o, cuando más, por un "nacionalismo" de tipo volun­
tarista. Tal fue años atrás la "formación del espíritu nacional" ba­
sada
en la idea orteguiana de la Nación como un "proyecto" o "em­
presa de futuro"
-una "Espafia que. no nos gusta", que "nos due­
le"-, en la que ha de verse sólo "un destino en lp universal". Na­
cionalismo tmtipam6tico --exento de pietas-que se volatilizó fá­
cilmente o se sustituyó
por la imagen teenocrática de la nación como
un desarrollo económico hacia niveles de productividad o de confort.
Días atrás una figura relevante de nuestra política proclamaba la
necesidad de "ser fieles
al futuro". Dado que sólo el presente existe
y el pasado ha existido
(y pervive como "principio de lo que somos")
y el futuro no existe, tal consigna significa estrictamente "no ser fie­
les a nada", máxima educativa muy en boga dentro del estatismo
mas;ficador.
Todo esto nos hace recaer en la pregunta de que inicialmente nos
hicimos eco: ¿podemos nosotros -nos permitirla la justicia general
y la pietas-la aceptación de la llamada "libertad religiosa" (liber­
tad de cultos y propaganda de toda religión), e incluso la supresión
de la confesionalidad del Estado y del fundamento religioso a sus
leyes
y principios?
Santo Tomás nos brinda una respuesta indirecta en su mencio­
nado tratado De Regno: "Para que la multitud lleve una vida recta
se necesitan tres cosas: la primera, que viva unida con el vínculo de
la paz; la segunda, que, unida por ese vínculo de la paz, se oriente
-o sea orientada-a proceder rectamente ( ... ); la tercera es el
acopio de cosas necesarias para la vida mediante
la industria del go­
bernante: la acción del príncipe debe así ordenarse a la preservación
de estos tres elementos".
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La primera de esas condiciones es que reine entre los miembros
de la comunidad el vínculo de la paz "porque todo reino que luche
consigo mismo perecerá". Esto nos
pone ante el concepto de paz,
uno de los más equívocos y más equívocamente tratados en nuestros
días. (No hay acción ni organización "autodemoledora' en la Iglesia
actual que no se titule de alguna manera
PAX, Justitia et Pax, etc.).
Cuando se habla hoy de "la promoción de la paz" como misión del
cristiano o de
la Iglesia se toma el término como meramente opuesto
a guerra o violencia, como simple concordia externa. En este mismo
sentido (opuesto a las causas de conflictos bélicos) emplea el término
Pablo VI al afirmar que "desarrollo es el nuevo nombre de la paz".
Sentido muy
. distinto al que presuponía la frase de nuestro Divino
Salvador: "no he venido a traer la paz, sino la guerra".
Realmente, si en
algón aspecto de la Iglesia oficial anterior al
Concilio
podía reconricerse un antecedente de lo que sería el progre­
sisrilo, habría que buscarlo en esta confusión de la paz con la no­
gue"a o mera concordia. El origen diplomático de los últimos pon­
tífices parecía inclinarlos. a
un pacifismo mediador o un_ pacifismo
"a toda costa" arite el que toda guerra, defensa o violencia parecían
intrínsecamente
rechaza.bles. En las últimas guerras el Pontificado
parecía asumir una función semejante a
la Cruz Roja o a las Or­
ganizaciones Mundiales pro-Paz.
Es cierto que el cristiano, y especialmente el sacerdote, debe ser
un "hombre de paz". La función sacerdotal se ha considerado siem­
pre incompatible con las armas, y el cura era en los pueblos el ffie­
diador caritativo en las desavenencias y conflictos. Pero ningún cura
habría admitido · como esencial
en su ministerio esa función de paci­
ficador o árbitro de relaciones humanas: si lo era
de hecho -y debía
serlo--es como consecuencia de su sagrado ministerió, de su función
primordial, de
santificar las almas y llevarlas a Dios.
La identificación de la paz de que nos habla Sanro Tomás con esta
otra
paz del pacifismo uoiVersal aflora claramente en el Progresismo
actnal, con el antecedente -reórico--del modernismo que los papas
precedentes habían condenado. Para esta doctrina la revelación
y la
"v~dad trascendente" que supone poseer el cristiari.ismo no difiere
esencialmente de
la iluminación o revelación primitiva de la Hu-
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manidad; a lo sumo es su visión profética. De aquí que las diversas
religiones y el desarrollo racional de la humanidad sean confluyentes
hacia unas mismas
metas de plenitud. y realización humanas. La
Iglesia, en consecuencia, debe deponer su hostilidad hacia el raciona­
lismo y la democracia "modernos",
y reconocer en el progreso el
cumplimiento de las promesas mesiánicas, y saludar las grandes fá­
bricas como a las catedrales del funuo. Consecuencia de ~ta especie
de sincretismo humano-religioso fue
el Únperativo de "aggiorna­
mento" y la consideración de la democracia y aun el socialismo como
creaciones oripto-cristúmas que sólo por una ininteligencia del cris­
tianismo
(y de las religiones en general) se habían considerado como
hostiles. o execrables. El ideal de
una "nueva Cristiandad"" coo rna·
yor autoconsciencia será, para Maritain, ·un "Estado laico cristiano";
y Teilhard de Chardin postulatá la evolucióo del cristianism<> hacia
una meta-religión humanista. El Progresismo, como tantas teorías mo­
dernas de las que es reflejo, padece una particular cronolatría (ado­
ración del tiempo, de los tiempos) o, mas bien,
kinelatrla (de kine­
sis, movimiento, adoración del movimiento o devenir). Lo cual es
esencialmente opuesto a la noción misma de religión., que eS re-liga­
ción del hombre en su finitud y del. mundo temporal con la eterna
inmutabilidad de Dios y del mundo
trascendente. Cuando se habla
de Dios
en el Credo se dice que· sedet (que posa, está sedente), no
que deviene o evoluciona,
y al gobierno de la Iglesia se le llama
Sede Apostólica, no Vanguardia Apostólica.
Santo Tomás en una· de sus cuestiones" -.y a través del método
tscolástico,
tan profundamente dialogant~ nos aclara esa noción
de paz y el equívoco surgido -de tanta actualidad-con la mera
concordia o ausencia de guerra. En la_ Summa, 2a,_ 2ae, q. 29, art. 1,
se plantea la pregunta de si la paz es lo mismo que la concordia.
En favor de su aparente identificación aduce la sentencia de San
Agustín según la cual "la paz de los hombres es la ordenada con­
cordia";
así como el hecho de que ambas (paz y concordia) tienen
a la guerra como contrario. Arguye a continuación con el hecho de
que puede darse concordia entre los impíos ( entre grupos de ban­
didos, por ejemi,lo), y él testimonio de·la-Escrirura "no hay paz-entre
los
impíos".. Dé todo lo. cual concluye -por vía de armonización en
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profundidad-que la paz incluye la concordia, pero es también algo
más.
La concordia se da con otro, para un fin determinado; la paz
se da con uno mismo (armonía de los afectos, de la fe con las
obras, etc.). En la frase de San Agustín ha
de repararse que no
identifica la paz con la concordia sino con la "ordenada concordia",
es decir, con aquella que nace de un orden, de una paz verdadera,
íntima y profunda.
Llamamos
bien com,/4n al objero último de la sociedad y del po­
der, esto
es, aquella parte del bien humano (de lo que necesita el
hombre o lo petfecciona) que no puede obrener por sí solo, sino a
través
de la comunidad, y de la autoridad que es principio necesario
de toda comunidad. El bien común puede ser trascendente o inma­
nente. El primero es Dios, término y bien supremo de nuestras almas,
para cuyo logro preéisamos directamente de la sociedad que es la
Iglesia, e indirectamente de la sociedad civil. El bien inmanente
po­
demos decir que es la paz, entendida como ordenada concordia (San­
to Tomás, Comentatrios 'a k, Etica, L. 1, e). Es decir, que no hay
sociedad verdadera que no se apoye en una paz íntima u ordenada
concordia y no tienda a preservarla o restaurarla si ha de supervivir.
Esa paz o unidad primigenia (que es siempre de carácter reli­
gioso) se encuentra en
el origen de todas las civilizaciones y pueblos.
Es un algo dado, misterioso, que el poder no crea, pero sobre el que
-más o menos conscieritemente- gobierna, y que tiene obligación
de preservar, por su propio interés y por servicio al bien supremo
trascendente de los hombres. La unidad réligiosa se encuentra en la
formación y en 1a irrupción histórica de todos los pueblos, lo mismo
que en el hombre se halla la tendencia riarural a cooperar y obedecer,
sin
la que sería imposible la sociedad.
En la civilización cristiana, sus· miembros no pertenecen sólo a
la sociedad civil o Estado, sino -en una armoniosa dualidad de fi­
nes y funciones-a una sociedad religiosa que es la Iglesia. Su ne­
cesidad resulta de la incapacidad de la naturaleza humana caída para
salvarse
por las solas fuerzas naturales, y su realidad, del hecho
de la Redención y de su institución divina. Bien o fin inmanente de
una y otra sociedad es la paz (como ordenada concordia), necesaria
directamente para alcanzar
la vida eterna ----®steniendo la unidad de
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verdades y creencias fundamentales, misión específica de la Iglesia­
y la paz en este mundo, entte los hombres -misión de la autoridad
civil-, pero en orden siempre al fin ttascendente y supremo del
hombre.
La necesidad histórica obliga a veces al gobernante humano a go­
bernar en la pluralidad religiosa (y de ideas morales, políticas, sub­
siguientes), y
la prudencia política acoosejará realizarlo así, pero en
lo
mínimo indispensable, es decir, apoyándose siempre en el elemento
religioso común que
exista entte las partes disidentes, y procurando
-en lo que de él dependa-restablecer la perdida unidad.
F.ste pluralismo (o aun neuttalismo) religioso puede admitirse
-y siempre se admitió--en hipótesis (hipótesis de tales circunstan­
cias plurales
dadas o insuperables para el gobernante). Pero la ten­
dencia a reconocer en ese pluralismo (o neuttalismo) un bien -o,
incluso, una más perfecta realización política del cristianismo-es
una consecuencia del anttopocentrismo moderno, y, dentto del ca­
tolicismo, de la actual germinación "progresista" del modernismo.
En la medida en que
un pueblo pierde su profunda unidad reli­
giosa, cuando falla esa "paz en la raíz" se inicia su disociación como
pueblo
y su ruina como civilización histórica. Una y otta se oonsu­
man cuando se gobierna ya sólo para la economía y el desarrollo, el
tercero y último de los elementos que,
para Santo Tomás, engren­
draban "el que la multitud pueda llevar una vida recta". Creo que
aquí se encuentra. la respuesta a ese misterioso objetivo a que nos
pretende llevar la hoy famosa "apertura", "evolución" o "pluralis­
mo", y también a
nuestta cuestión inicial de si la pieta, es para un
español rompa tibie ron la aceptación de una "libertad religiosa"
que
es la pérdida artificial, impuesta, premeditada, del bien radical,
insustinüble, de
la unidad religiosa católica de nuestta pattia .
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