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1982

¿Crisis en la democracia?

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La utopía democrática: libertad e igualdad

LA UTOPIA DEMOCRATICA: LIBERTAD E IGUALDAD
POR
GONZALO lllÁÑllZ
El tema que se me ha asignado no debería, en verdad, darme
mayor motivo de preocupación.
El acontecer político y social
de
los últimos decenios no deja ya ninguna duda sobre el carác­
ter utópico de la pretensión que busca conciliar igualdad y liber­
tad en
el seno de una democracia tal como ellas y ésta son con­
cebidas en los días que corren. Precisamente, el problema está
ahí: no hay dificultad alguna en probar el carácter utópico de tal
pretensión y son muy pocos aquellos para los cuales aún no
es
esto evidente. Sin embargo, ¿quién duda de la fuerza que man­
tiene esta
utopía para atraer a nuestros contemporáneos? La
pregunta que cabe hacerse no se refiere tanto a saber cómo de­
mostrar algo que está suficientemente claro, sino a saber cómo
es posible que ello conserve todavía alguna vigencia, cómo puede
aún ser postulado como ideal político; qué mencanismos psicoló­
gicos impulsan al hombre de hoy a perseguir semejante espejismo.
Henos aquí enfrentados a un verdadero problema, cuya solu­
ción, desde luego, no
es posible aportarla en el marco de un tra­
bajo como éste.
Mi objetivo es más modesto. Me limitaré a mos­
trar las condiciones que han hecho posible el desarrollo de este
mito
y las ideas en que él se ha traducido. Por último, un rápido
vistazo sobre sus efectos.
Las condiciones
El mito que nos ocupa es muy viejo. Sin embargo logra de­
sarrollarse y alcanzar las proporciones que tiene hoy, porque en
nuestro mundo occidental se han dado, desde hace ya mucho
tiempo, las condiciones que
le han sido favorables.
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Lo que diré a continuación no tiene mucho de original. Sin
embargo, me parece importante insistir; la superación del im­
passe en que se debate nuestra civilización, exige tener en cuenta
las condiciones a que me refiero.
Todo cominza a fines
de la Edad Media. Hasta ahí, oficial­
mente al menos, el ideal que guiaba a los hombres en su vida
terrena
es el que condensa Jorge Manrique en una de sus fa­
mosas coplas:
Este mundo
es camino
para el otro qu'es morada
sin pesar_;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Este ideal se opaca a fines del medioevo. Como lo reconoce
Huizinga,
«La edad de la pura feudalidad y de la floración caba­
lleresca
va ya hacia su ocaso durante el siglo XIII ... » ( 1 ). «Diría
-agrega él-que el espíritu, agotado de haber acabado el edi­
ficio espiritual de la Edad Media, ha caído en una especie de
inercia. Sólo queda el
vacío y la sequedad. Se duda del mundo,
todo declina: reina un malestar general del cual todos los poetas
se resienten» (2).
Junto al viejo ideal otro comienza a brotar y a conquistar
lentamente los corazones. No nos
es posible ciertamente analizar
las causas últimas que están en la base de este fenómeno; ellas
permanecen en la inviolabilidad del libre arbitrio
de. los respon­
sables del cambio. Simplemente,
nos interesa recalcar que, dentro
de la nueva concepción,
la otra vida pierde su categoría de punto
de referencia de nuestra actitud en este mundo.
La vida tem­
poral
se pretende la única vida real.
El antiguo ideal no muere, ocioso es decirlo, pero no sólo
( 1) El ocaso de la Edad Media. &l. francesa (le Déclin du Moye-Jge)
de la Perite Bíbliotheque Payot; París, 1959, pág. 59.
(2)
Id., pág. 307.
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sectores completos de la sociedad son ganados por el nuevo, sino
que, además, la
duda ataca aun a los más sólidos. Después, el
proceso no ha hecho sino profundizarse: «Se quiere apartar
-se­
ñala Paul Hazard-los ojos del Cristo doloroso, crucificado por
la salvación de los hombres; no se quiere escudiar más el mudo
llamado de
sus brazos. El bienestar es la expansión de una fuerza
que se encuentra espontáneamente en nosotros mismos, y que basta dirigir. La aceptación de las penas, el deseo de sacrificios,
la lucha contra los instintos, la locura de
la cruz, no son sino
errores de juicio y malos hábitos.
El dios-razón nos prohibe con­
cebir nuestra existeocia mortal como preparación a la inmor­
talidad» (3
). Como lo reconoce Daniel-Rops, incluso entre. los
católicos «
... una cierta interiorización de la religión ... desem­boca en esta especie de escisión íntima: una fe muy viva puede
ir aparejada a actitudes eo substancia poco cristianas» ( 4
). Situa­
ción que el Maritain de
Antimoderne había deounciado ya: «En el campo de las costumbres, la renovación católica (s. xvrr), aun­
que produce una
élite de magnificas frutos de santidad, de peni­
tencia y de vida interior, no termina en mucha gente sino en este
curioso concordato íntimo que yuxtapone a una fe aun vigorosa,
pero limitada estrictameote a las cosas del
culto y de la virtuci de la religión, un gobierno de vida, un régimen intelectual y
moral enteramente natural
y terrestre. Con un candor desarmante,
se es católico en la iglesia, y estoico, escéptico, epicúreo eo el mundo; sobre todo se está firmemeote decidido ¡a ganar el cielo!,
pero después de haber debidameote conquistado el bienestar en
la tierra» (5).
El hombre moderno quiere sobre todo indepeodencia
y li­bertad totales y pide que las ideas reflejen este estado de ánimo.
Es interesante advertir
. que geote como Occam y Marsilio de
Padua, organizan, ya en el siglo xrv, sus sistemas doctrinales como
{3) La Crise de la Conscience Européenne, Fayard, París, 1961, pá~ gina 281-
(4) Le Grand Sii!cle des Ame<, Ed. Fayard, París, pág. 192. (5) Ed. de la Révue des Jeunes, París, 1922, pág. 125.
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armas de lucha política, para favorecer al Emperador en sus afa­
nes contra el Papa, Lutero hará orto tanto en beneficio de al­
gunos príncipes alemanes. Maquiavelo1 más independiente, no
lucubra su tratado encerrado entre cuatro paredes; su príncipe
está tomado de ejemplos reales.
En el fondo, no hace sino des­
cribir lo que sucede a su alrededor. La labor intelectual deja de
tener por objeto explicar la realidad tal como ésta es; de ahora
en adelante
se trata de proporcionar argumentos que permitan
alcanzar o mantener un triunfo terrestre. En especial, triunfo
político y económico.
La ideología
Es desde este punto de vista que puede explicarse el desco­
munal trastorno ideológico que caracteriza a lo que
se denomina
la edad moderna. No
es que la gente descubra las nuevas ideas
y
se pliegue a ellas por creer que ahí está la verdad. Al contrario,
las ideas son una expresión de lo que un número creciente
de
personas quiere: ellas reflejan los deseos profundos que marcan
esa época, Los
podemos resumir en cinco: deseos de indepen­
dencia y libertad en relación a Dios; independencia y libertad de
nuestra inteligencia en relación a
la realidad para los efectos de
la búsqueda de la verdad; independencia y libertad en la ordena­
ción de nuestra conducta; independencia y libertad política y
jurídica. Las «ideologías» nacerán para justificar estas «liber­
tades». La primera es, sin duda, la principal y
raíz de las otras. La
Reforma protestante
es su manifestación más importante. De
ella quisiera retener, sobre todo1 la ruptura que opera entre Fe
y Moral; es decir, la pretensión de fundamentar la salvación so­
lamente sobre la Fe y no sobre las obras. La naturaleza humana
ha quedado de tal manera destruida por el pecado que nada bueno
puede brotar de ella, Dios tira sobre sus elegidos
---arbitraria­
mente elegidos-la Fe como una capa; no hay más necesidad
ni de sacramentos ni de
Iglesia: 'ilasta la Fe.
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Los hombres pueden entonces despreocuparse de todo lo que
se refiere a su salvación eterna; su destino se decidirá en las al­
turas, sin que nada puedan hacer por cambiarlo. No les queda
sino ocuparse de su suerte en este mundo de abajo. Por añadi­
dura, el
éxito temporal mostrará los designios de Dios.
En este sentido, cobra toda su importancia el esfuerzo por
liberar nuestra inteligencia de su dependencia de
la realidad en
el proceso de búsqueda de la verdad. Demás está recordar que,
de acuerdo a la tendencia natural de
la inteligencia, ésta se adap­
ta a
la realidad del objeto conocido, produciendo así la idea o
concepto de este objeto. El criterio de verdad depende, por lo
tanto, de la realidad
misma y no de nuestra subjetividad. La
nueva concepción, al contrario, afirma que es en nuestra propia
intelígencia que nosotros conocemos las cosas. Mirándonos en
nuestra interioridad encontraremos la verdad, no sólo sobre no­
sotros, sino sobre el mundo que nos rodea y, aun, sobre Dios.
La consecuencia cae de su propio peso: la realidad de los ob­
jetos depende, en adelante, de la idea que nos hagamos de ellos.
Si la verdad de las cosas no depe¡ide más de su realidad, sino de
nuestra raz6n, para ser «verdaderas» deberán adaptarse a
la idea
que nosotros tengamos de ellas.
Cada uno querrá entonces construir su propio mundo donde
pueda ser señor
y maestro. Es el resultado lógico del idealismo.
El único problema será el de saber si en este proceso por cons­
truir un mundo, los hombres no encontrarán en el
camino otros
hombres ocupados en lo
mismo. ¿Quién va a ganar? Los que
tienen más fuerza, por supuesto... Es la liberación moral.
Hasta entonces los hombres, siendo libres, sabían que debían
orientar su conducta en vistas
de una finalidad trascendente:
Dios,
y que ellos estaban creados para servirlo. La misma natu­
raleza ofrecía un parámetro de conducta: atendida nuestra fina­
lidad, del conocimiento de las posibilidades de nuestro ser
po­
díamos inferir cuál era el uso óprimo que de él podíamos hacer.
La ley natural no es ni más ni menos que eso.
Pero, si la verdad depende de nuestros deseos subjetivos
y
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no de la realidad misma, se impone negar que, en el dominio de
nuestra conducta libre, debamos adaptarnos a las normas que
de­
rivan objetivamente de la naturaleza. El hombre no quiere re­
conocer que él es algo cuya entidad escapa a SI! querer; quiere
ser lo que
él quiere y comportarse como le da la gana. El camino
está libre para las éticas hedonistas, utilitaristas, cínicas, etc
....
que nuestra época nos ofrece en abundancia.
Llegamos ya a nuestro tema: las consecuencias políticas y
jurídicas de estos principios.
Un hombre que quiere tal grado de independencia no puede
aceptar ningún tipo de subordinación. El hecho de pertenecer a
alguna sociedad no puede tener otro origen que su
propia vo­
luntad. Corresponde negar, por lo tanto, todo vínculo «natural»
con la sociedad. El hombre de que hablamos es «anterior» al es­
tado social; si la sociedad tiene alguna existencia, la tiene a
causa de un «pacto social», libremente consentido. El estado
na­
tural que corresponde a la dignidad de este hombre es el de
soledad.
El hombre no se considera como una parte, un miembro de
la sociedad, sino como un
todo, independiente de los otros. Su
finalidad no es sino la búsqueda de su propio bienestar en la
tierra. La sociedad
es un medio creado artificialmente para res­
ponder a las exigencias de cada uno: Toda coacción social parece
insoportable y no
se acepta otro orden social sino aquel cuyo
origen es la voluntad individual.
Pues bien, la negación de
la realidad natural de la sociedad
y del hecho de que los hombres son naturalmente sus miembros,
desemboca necesariamente en una concepción igualitaria de
la
persona humana. Fuera del conjunto social, las diferencias no
tienen sentido. Estas lo tienen en la medida que cada uno de
nosotros
naturalmente cumple con una determinada función den­
tro del todo, diferente a las de los demás. Por eso, dentro de la
nueva concepción, el derecho ya no
es más la parte, la proporción
que a cada uno corresponde
en el todo, y cuya determinación de­
pende precisamente de su posición en el cuerpo social. Según las
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nuevas ideas, los hombres, siendo todos iguales, tienen todos
los mismos derechos, indistintamente;
es el origen de las Decla­
raciones de Derechos Humanos.
Sin embargo, la verdad
es que estas Declaraciones parecen
siempre insuficientes. Así hemos visto cómo se agregan constan­
temente nuevos «derechos», hasta lindar con la extravagancia ( de­
recho «al sol», a la «segunda lengua», etc .... ). Lo que sucede
es que, si se supone a los hombres fuera del cuadro social, se
hace imposible determinar los derechos de cada uno. En última
instancia, la única fuente de éstos
es la voluntad individual: cada
uno elabora su propia Declaración de Derechos. Es por eso que,
en la hipótesis que comentamos,
el derecho designa el poder, la
facultad, la libertad para exigir todo aquello que cada cual
es­
tima necesario para su bienestar. Es es derecho subietivo, del
cual Kant nos muestra uno de sus aspectos: «Lo mío en derecho
( meum ;uris) es aquello con lo que tengo relaciones tales que
su uso por otro sin mi permiso me perjudicaría» ( 6 ). Al hombre
que
el nuevo ideal nos presenta como modelo, toda idea de par­
rición, de distribución, de adaptación a las proporciones de otros,.
le es completamente extraña. El es él y sus derechos.
Una dificultad. Las soluciones propuestas
Esta doctrina sobre el hombre y sus derechos es muy atrac­
tiva, cuando
se considera a la persona tomada individualmente;
pero las dificultades comienzan al tratar de compaginar los
de­
rechos de unos con los derechos de otros. Como lo dice Kant,
el derecho también podría ser definido como «. . . el conjunto de
condiciones por medio de las cuales
el arbitrio de uno puede
concordar con
el de los otros, de acuerdo a una ley general de
libertad» (7). ¿Cuáles son estas condiciones?
(6) Principios Metafísicos del Derecho~ Ed. francesa de Durand, París,
1853, pág. 165.
(7) Id., pág. 43.
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En teoría, la dificultad no existe. Para el optimismo burgués
-que constituye el telón de fondo del desarrollo de estas ideas­
e! desencadenamiento de las libertades individuales no debe preo­
cupar, porque
es ahí donde está la clave de todo progreso. No
hay para qué preocuparse del
interés común, pues la búsqueda de
los intereses particulares acarrearán siempre
el triunfo del pri­
mero: una
mano invisible arreglará siempre las cosas, de modo
que nunca haya contradicción eotre los intereses particulares
y
el común.
Sin embargo, este optimismo no es compartido por todos.
Más aún, teóricos del sistema dudan que las libertades indivi­
duales ejercidas sin límites puedan producir por sorpresa
el triun­
fo del bien común.
Desde luego, Hobbes, en su Leviatán, nos dice que
es derecho
común de todos los hombres,
eo_ el estado de naturaleza, el poder
hacer
todo lo necesario para la propia conservación personal.
Pero, agrega, como el uso de este derecho no puede acarrear sino
guerras, anarquía
y destrucción, es preciso cederlo sin reservas
a una autoridad común que lo asumirá en toda su extensión. Sólo
ella puede entonces hacer lo que
quiera. Lo que es más grave,
esta renuncia constituye para Hobbes
el único uso razonable de
la libertad. En el estado de naturaleza, de soledad, los hombres
gozamos eotonces de todos los
derechos que cada uno pueda ima­
ginar. En el estado social, en cambio, naturalmente no gozamos
de ninguno; sólo de aquellos que nos conceda la autoridad, pues
los hemos depositado irrevocablemente, por medio del pacto, eo
manos de este monstruo que es el Leviatán.
El punto de partida de Rousseau es más optimista. En el
estado de naturaleza, en el cual cada uno vive aislado, todos
somos bueoos. Es la sociedad la que corrompe. Pero, puesto que
ésta
se ha hecho inevitable, hay que organizarla de modo tal que
no entrabe las libertades
y derechos propios al estado de natu­
raleza. De lo que
se trata es de « ... eocontrar una forma de aso­
ciación que defieoda y proteja con la fuerza común la persona
y los bienes de cada asociado, y por cual cada uno, uniéndose a
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todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como
antes» { 8
).
Ello se lograría mediante el expediente del pacto social. Sus
cláusulas, bien estudiadas,
se reducen a una sola: «La enajenación
total de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad
entera
... » (9). Aparentemente, esta cláusula es peligrosísima.
Sin embargo, nuestro autor nos pide calma; nada hay que temer
pues, «
... primeramente, dándose por completo cada uno de los
asociados, la condición
es igual para todos; y siendo igual, nin­
guno tiene interés en hacerla onerosa para los demás ... , dándose
cada individuo a todos no
se da a nadie, y como no hay un aso­
ciado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede,
se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza
para conservar lo que
se tiene ... » ( 10). La voluntad de los
asociados se subsume en la «voluntad general», que viene a ser
la expresión verdaderamente auténtica del querer de cada uno.
Esta voluntad «. .

.
es siempre recta y tiende constantemente a la
utilidad pública ... ». «El soberano, por la sola razón de serlo,
es siempre lo que debe ser ... » (11).
Nuestra libertad y nnestros derechos están garantizados.
Si
alguno comete la locura de rebelarse contra la «volonté générale»,
se rebela en el fondo contra sí mismo. Obligarlo a obedecer
« ... no significa otra cosa que obligarlo a ser libre» (12).
En Kant,
el proceso ideológico es parecido. El punto de par­
tida
es la consideración de la persona humana como un absoluto,
un
fin en sí mismo: «.. . todo ser razonable existe como un fin
en
sí, y no como un medio ... » { 13 ). Conclusión capital: siendo
la persona un fin para
sí misma, no está obligada sino a las leyes
(8) «El Contrato Social», en Obras Selectas, trad. de Everando Ve·
larde, El Ateneo, Buenos Aires, 1966, págs. 741-2.
(9) Id., pág. 742.
(10) Id-, id.
(11) Id., págs. 752 y 744.
(12)
Id., pág. 745.
(1.3) Fundamentos de la Meta/isica de las Costumbres; ed. francesa de
Hatier, París, págs. 51-52.
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que ella consienta en obedecer; es decir, «... una persona no
puede ser sometida más que a las leyes que ella misma se da» (14 ).
Es el princípio de la autonomla moral y jurídica, « ... la volun­
tad de un solo individuo, respecto de una posesi6n exterior,
y,
por consiguiente, contingente, no puede ser una ley obligatoria
para todos, porque chocaría con
· la libertad determinada según
leyes generales» ( 15).
La dificultad que esta afirmaci6n presenta
en el campo de
la vida social es fácilmente superable. En ese
ámbito, las leyes han de ser producto de la voluntad común o
colectiva: «La única voluntad capaz de obligar a todos es, pues,
la que puede dar garantías a todos, la voluntad colectiva general
(común), la voluntad omnipotente de todos» (16). «El poder
legislativo no puede pertenecer
más que a la voluntad colectiva
del pueblo. Y puesto que de
él debe proceder todo derecho, no
debe absolutamente poder hacer injusticia a nadie por
sus leyes.
Ahora bien, si alguno ordena algo contra otro,
es siempre po­
sible que le haga injusticia; pero nunca en lo que decreta para
sí mismo (porque volenti no fit in¡uria). Por consiguiente, la
voluntad concordante
y conjunta de todos, en cuanto cada uno
decide para todos y todos para cada uno, esto
es, la voluntad
colectiva del pueblo,
puede únicamente ser legisladora» (17).
Contra está voluntad nadie puede rebelarse; ella resume todas
las voluntades particulares y así no hace injuria a nadie. Nadie
atenta contra sí mismo. «No hay, pues, contra
el poder legisla­
tivo, soberano de la ciudad, ninguna resistencia legítima de parte
del pueblo; porque un estado jurídico no
es posible más que por
la sumisi6n a la voluntad universal legislativa ... ningún derecho
de sedici6n
... menos todavía de rebeli6n... pertenece a todos
contra él como persona singular o individual (el monarca), bajo
pretexto de que abusa de su poder. . .
La violencia ejercida en su
(14) Principios metafisicos del Derecho, ed. cit., pág. 37.
(15) Id., pág. 76.
(16) Id., id.
( 17) Id., pág. 148.
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persona, por consiguiente, el atentado a la vida del príncipe no
es permitido» {18).
A pesar del marcado acento antirreligioso
y especialmente
anticatólico que estas ideas siempre presentaron, ellas no han
dejado de fascinar a un número cada vez más importante de
católicos. Entre ellos, quiero destacar a Jacques Maritain, prin­
cipal representante de la corriente de pensamiento llamada «per-
·
sonalista».
Maritain esboza una crítica bastante aguda de las teorías in­
dividualistas que, con Kant y Rousseau, terminan por tratar al
individuo humano «.. . como a un Dios y a hacer de todos los
derechos
que_ le son atribuidos los derechos absolutos e ilimi­
tados de un Dios» (19). Estos derechos encontrarían su funda­
mento «.. . en
la afirmación de que el hombre no está sometido
a ninguna otra ley que aquella que proviene de su propia volun­
tad
y libertad ... puesto que toda medida o regulación que emane
del mundo de
la naturaleza (en último término de la sabiduría
creadora) destruiría
al mismo tiempo su autononúa y suprema
diguidad» (20).
Sería lógico, entonces, esperar de Maritain al menos los es·
bozos de una teoría contraria. Sin embargo, cae en los mismos
errores.
Su crítica no se refiere, en definitiva, tanto a los «dere­
chos» en sí, sino a su fundamento. Para Rousseau
y Kant en el
estado «social», tal fundamento no es sino el pacto. Para Mari­
tain, católico, ellos encontrarían su base en
la calidad que tiene
el hombre de «hijo de Dios», de criatura hecha «... a imagen y
semejanza divinas ... » .. En lo que al fondo se refiere, la posición
de Maritain
es idéntica a la de los autores que él critica.
Desde luego, su punto de partida
es el mismo: la considera­
ción de la persona humana como un absoluto. Esta tendría «
... una
dignidad absoluta, porque
ella está en una relación directa con el
(18) Id., págs. 157-158.
(19)
L'Homme et l'Etat, P. U. F., 1965, pig. 76.
(20) Id., id.
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absoluto, en el cual solamente puede ella encontrar su total ple­
nitud» (21). Por eso Maritain
·considera como una derrota el
hecho de que
la persona «... sea sometida, como objetos especi­
ficadores de su conocimiento y de su querer, a realidades distin­
tas de ella misma, y como medidas reguladoras de su acción, a
leyes que el no ha hecho» (22).
De esta dignidad absoluta nacen los
derechos. El bien que
constituiría
mi derecho me sería debido «... porque yo soy un
yo, un suieto (un soi)» (23). La condición presupuesta es« ... una
dignidad o un valor absoluto en
el sujeto de .derecho. Este valor
metafísico
es absoluto, porque el sujeto de derecho es tomado
no como parte de un todo, sino como siendo
él mismo un todo ...
Lo que es debido al sujeto ( soi) que se posee a sí. mismo y que
tiene un valor metafísico absoluto, le
es debido como a un centro
absoluto, y no en relación al mundo o al orden cósmico» (24
).
Por eso, en definitiva, el derecho es «... una exigencia que
emana de un sujeto
(soi) en vistas de alguna cosa, como aquello
que le
es debido, y respecto del cual, los otros agentes morales
están obligados en conciencia a no frustrarlo» (25). Maritain
se­
ñala una treintena de derechos, desde el derecho a la libertad
personal, a la integridad corporal, a la seguridad, hasta el derecho
a una igual admisibilidad a los empeles públicos y
al libre acceso
a las diversas profesiones, a la asistencia de la comunidad en la
miseria y
la cesantía, en la enfermedad y la vejez (26). Todos
temas muy importantes. Pero hay dos dificultades que
nuestro­
autor deja sin solución.
(21) «Les· Droits de l'Homme et la Loi Naturelle», en Oeuvres choisies,
t. II, Ed. Desclée de Brouwer, París, 1979, pág. 166.
(22)
L'Idée thomiste de la Liberté, id., t. I, París, 1974, pág. 1218.
(23) Neuf Lefons sur les notions premibes de la Philosophie morale,
Id., t. II, pág. 30.
(24)
Id., págs. 631-632.
(25) Id., pág. 632.
(26) Les Droits de l'Homme et la Lai Naturelle, ed. cit., págs, 226
y siguientes.
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En primer lugar, la lista de derechos que él presenta es fruto
de su personal imaginación. A ella, según los gustos de cada uno,
pueden agregarse o retirarse derechos sin mayor explicación. Es
decir,
Marirain no señala el criterio que él ha seguido para de­
terminar estos derechos. En su caso, además, como en los de
Rousseau y de Kant, atendido el carácter absoluto de la persona
individual, sólo ésta puede determinar cuáles son
sus derechos
y
.cuál es su extensión. Cualquier ensayo de determinación exte­
rior
es un «abuso», un desprecio a esta dignidad absoluta.
Y con mayor razón
-segunda dificultad-lo sería cualquier
intento de
limitación de estos derechos, aunque su finalidad no
sea otra que ensayar de conciliados con los de las otras perso­
nas. Maritain
es consciente del problema. Sostiene, por lo tanto,
que, aun los derechos
más importantes pueden sufrir algunas li­
mitaciones en su ejercicio. Este estaría sometido « ... a las po­
sibilidades concretas de una sociedad dada, y puede ser contrario
a la justicia reivindicar
hic et nunc el uso de (un) derecho para
cada uno y para todos, si
ello. no puede realizarse sino arruinando
el cuerpo social» (27). Si « ... cada uno de los derechos humanos
es por naturaleza absolutamente incondicional e incompatible con
toda limitación, a
la manera de un atributo divino, todo con­
flicto que los opone entre ellos sería irreconciliable. Pero, ¿quién
no sabe, en realidad, que estos derechos, siendo humanos, son,
como todo lo que
es humano, sometidos a condicionamiento y a
limitación, al menos, como lo hemos visto, en lo que toca a su
ejercicio? Que los derechos diversos asignados al ser humano se
limiten mutuamente, en particular que los derechos económicos
y sociales, los derechos del hombre en tanto persona comprome­
tida en la vida de
la comunidad, no puedan encontrar lugar en la
historia humana sin restringir en alguna medida las libertades
y
los derechos del hombre en tanto individuo, es cosa simplemente
normal»
(28).
(27) L'Homme et l'Etat, ed., cit., pág. 94.
(28)
Id., pág. 98.
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Nada se soluciona, sin embargo, con decir que una limitación
es «cosa simplemente normal» sii al mismo tiempo, no se da
algún critetio para realizarla. La verdad es que Maritain no da
ninguno. Atendida la dignidad «absoluta» del sujeto, el tratar
de limitarlos es ya una pretensión inicua. Por eso nuestro autor,
en definitiva, debe reconocer que «... la estimulaci6n secreta
que mantiene sin cesar la transformación de las sociedades, es el
hecho de que el hombre posee derechos inalienables, pero está
privado de la posibilidad de reivindicar justamente
el ejercicio
de algunos de estos derechos a causa del elemento inhumano
que permanece en la estructura social de cada período» (29).
Las dificultades quedan todas sin solución. Maritain sostiene,
además, que la posesión
de estos derechos constituye un elemento
indispensable de nuestra perfección. Sin embargo,
es evidente
que los bienes en que
esos derechos se resuelven no alcanzan
para satisfacet lo que todos desean. ¿Cómo impedir la lucha
entre los hombres por su posesión? El suspenso en que Matitain,
y los persorialistas en general, dejan estas cuestiones es clara
muestra del alto grado de irresponsabilidad y de demagogia con
que siempre trataron los problemas políticos
y jurídicos, aun los
más graves.
Este rápido vistazo sobre las doctrinas que están detrás de
la idea de una plena libertad e igualdad entre los hombres nos
muestra un hecho fundamental. A la hora de resolvet el pro­
blema que presenta la compaginación de estas libertades, repre­
sentadas por los «derechos
huma¡¡os», o bien éstos quedan com­
pletamente descartados mediante la entrega de los individuos al
arbitrio de una voluntad que, a pesar de todo, no es la de ellos,
o bien la dificultad
es contorneada artificialmente para dejarla
sin solución.
(29) Id., pág. 95.
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LA UTOPIA DEMOCRATICA: LIBERTAD E IGUALDAD
La crítica marxista
Es difícil explicarse la resonancia de estas doctrinas, si se
las analiza en abstracto. Son tan extravagantes, que es imposible
no ver detrás del éxito que las
ha acompañado, otros motivos
que los puramente intelectuales. Como decíamos
más arriba, apo­
yando estas teorías hay intereses políticos y económicos cuya jus­
tificación está pendiente.
Hobbes escribe para sostener el poder absoluto y sin contra­
peso a que aspiraba Jacobo I en Inglaterra. Contra sus ideas
se
levanta, más tarde, Locke. Este autor dice que en el estado
de naturaleza los hombres gozan de muchos derechos y que no
es cierto que su uso engendre solo anarquía. En este estado, los
hombres están «bien».
Si pasan al estado civil o social es para
estar «mejor».
Por lo tanto, al momento del pacto, ellos no
abandonan todos
sus derechos en beneficio de la autoridad. Al
contrario, conservan bastantes, en especial el de propiedad cuyo
fundamento
es el trabajo.
¿Qué ha sucedido? Simplemente que en Inglaterra
se ha le­
vantado una oligarquía propietaria contra el absolutismo de los
Stuart. Esta oligarquía,
en. el · fondo, q~iere hacer del gobierno
un instrumento
al servicio de sus intereses. No se trata de que
todos los hombres hayan conservado derechos en el «estado civil»,
sino solamente sus miembros. Sólo ellos son
personas en el pleno
sentido de la palabra.
La influencia de Rousseau sobre los acontecimientos de 1789
es de sobra conocida. ¿Quién es la voluntad general? No por
supuesto la de la mayoría, sino la de aquellos que han triunfado
en el afán por conquistar el poder: la burguesía.
Al arbitrio real
ella opone
su arbitrio disfrazado de volonté générale. Como se­
ñala Stucka, el teórico soviético de la filosofía marxista del de­
recho, «La gran revolución francesa comenzó, como es sabido,
con la proclamación triunfal de la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. En realidad, este derecho de
la gran
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GONZALO IBAJvEZ
revoluci6n francesa --este derecho para toda la humanidad­
fue solamente un derecho de clase del ciudadano, un c6digo de
la burguesia» (30), « ... en el mundo burgués solamente el ciu­
dadano --es decir, el hombre que tiene la calificación de pro­
pietario, el hombre dotado de propiedad
privada-es reconocido
como hombre en el verdadero sentido de la palabra» (31).
Maritain
es fiel representante, por una parte, de sectores ca­
tólicos pseudo-místicos que se sienten destinados a manejar el
proceso revolucionario mundial para hacer la gran
síntesis -he­
geliana-entre todas estas ideas y el cristianismo y, por otra,
de una cierta pequefia burguesía que
se siente mal bajo el peso
de la que triunfó en 1789. Ella ataca las ideas de ésta, pero sólo
para presentarlas después, con ligeros retoques, como propias,
esgrimiéndolas contra los grupos que las habían empleado pri­
mero.
Marx ha visto muy bien cómo, en la época moderna y con­
temporánea, las ideologías no son sino disfraces, a veces bien
groseros, de intereses económicos
y políticos. Su error consiste
en querer hacer de una visión sociológica referida a un período
de la historia, una filosofía de verdades universales. Es decir,
no porque en alguna época las cosas hayan sucedido como lo
dice Marx, ellas
habrán de pasar siemt,re así.
Pero, en todo caso,
el grado de su acierto es bastante grande.
El le saca la careta a este mundo moderno y llama las cosas por
su nombre. Y lo que
es tan importante como lo anterior, él vuel­
ve las ideas contra sus inventores. Mucho escándalo se hace
porque Marx trata a la religión de opio del pueblo: ¿ qué son,
sino
eso, las religiones «nacionales» que brotan con la Reforma?
Lenin dice
-¡horror para muchos!-que la verdad de una pro­
posición
se mide por su eficacia práctica para alcanzar el poder:
pero si eso está ya en el idealismo: ¡cada uno tiene su verdad!
(30) La Funci6n revolucionaria del Derecho y el Estado, Ed. Penín­
sula,
Barcelona, 1969, pág. 31.
(31) Id., id.
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LA UTOPIA DEMOCRATICA: UBERTAD E IGUALDAD
Consideraciones finales
La conciliación de la libertad 'J de la igualdad predicadas por
los autores «modernos»
es una contradicción desde un punto
de vista intelectual. Imposible impedir la lucha entre los hom­
bres: las libertades son contradictorias.
En el escenario no caben
muchos
absolutos, sólo uno.
Por
eso, en el terreno práctico, esta utopía ha sido alimen­
tada por aquellos que viéndose con fuerzas suficientes, preten­
den el dominio de los poderes políticos y económicos. Escudán­
dose tras el mito de
la «voluntad popular» o de una plena liber­
tad, buscan el beneficio de sus intereses. Los otros serán
sus
«servidores asalariados». El mito dé «la» persona humana, llena
de dignidades y de «derechos», sólo beneficia a quienes son
ca­
paces de llegar efectivamente a ser lo absoluto en la sociedad.
La lucha de clases y de grupos es la única consecuencia de esta
utopía. Tal
vez, como decía Hohbes, los hombres, cansados de tanto
luchar, lleguen a algunos
acuerdos. Pero no hay que equivocarse.
Se trata de acuerdos tácticos, temporales. En el preciso instante
en que a alguno de los «socios»
se le presente una oportunidad
de obtener una mejor tajada, el acuerdo cesará: «dos pasos hacia
adelante, uno hacia atrás», fórmula leniniana, vieja como la hu­
manidad. Sobre todo muy practicada por los
secté
es triunfantes
en 1789.
La solución a las dificultades exige, por supuesto, dejar de
lado la utopía. Para comenzar, olvidamos de que
somos unos
«absolutos».
Lo cual no quiere decir, como se teme, que las per­
sonas queden entregadas
al arbitrio de las otras. Afirmar nuestra
relatividad sólo significa, en el plano moral, afirmar que los
hombres hemos sido hechos en vistas de un fin que
nos trascien­
de: Dios. De El, en definitiva, participaremos, pero sólo en la
medida que lo sirvamos.
Servir a Dios implica, por otra parte, cumplir con nuestro
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GONZALO IBMIEZ
rol en la creaci6n y, más específicamente, en la sociedad política.
Esta no
es un invento de los hombres, sino un hecho natural,
que tenemos que perfeccionar a partir de nosotros mismos, sus
elementos. Es decir, el criterio pr6ximo de moralidad no es nues­
tra propia voluntad, ni lo que nosotros creamos son nuestros
intereses, sino el bien común. Como dice Santo Tomás: «... al
bien de la multitud están ordenados, como a su fin, todos
los
bienes particulares que el hombre se procura, las ganancias de
la riqueza, la salud, la elocuencia o a erudici6n» (32). Significa,
también, dejar de considerar el derecho como un poder o liber­
tad de hacer lo que queramos. Modestamente,
él no es sino la
proporción que nos corresponde en el todo social, la parte que
nos es debida en atención a nuestros méritos, a nuestras capad~
dades y al lugar que ocupamos dentro de la sociedad. Sólo sobre
esta base podrá asentarse, por lo demás, una convivencia
razo­
nable entre los hombres.
Aceptar todo esto, parece difícil para muchos hombres de
hoy. El orgullo humano soporta mal el reconocer que hemos sido
hechos para servir
y no para ser servidos. La dificultad no es
tanto intelectual -no es que no se sepa qué hacer-sino moral:
no
se quiere hacerlo.
El saduceísmo práctico de una buena parte de la religiosidad
contemporánea se
. mantiene: al lado de unas prácticas religiosas
a veces intensas, el triunfo temporal sigue constituyendo el obje­
tivo principal de esta vida.
La falta de fe en la otra vida -la
vida eterna-, y en todo lo que ella significa: juicio final, pre­
mios, castigos, etc .... es evidente.
Occidente se hizo sobre la base de esta creencia. Esta vida
es camino para la otra: Dios conoce nuestro destino final, lo ha
predestinado, pero eso no obsta para que de nuestra condena­
ción o salvación seamos personalmente responsables por nuestras
obras. Como dice San Pablo, si no hay resurrecci6n, nada tiene
sentido, nada vale la pena, sino gozar intensamente de los pocos
años que pasaremos sobre esta tierra.
(32) Del Régimen de /os Principes, Libro I, ch, XV.
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LA UTOPIA DEMOCRATICA: LIBERTAD E IGUALDAD
Desde luego, y con esto termino, el mundo moderno no es
tan caótico y negativo como parecería desprenderse de las ideas
que hemos comentado en
el cuerpo de este trabajo. El terror
mutuo al desencadenamiento de los poderes individuales ha
con­
ducido, a menudo, a los acuerdos a la Hobbes que hemos seña­
lado más arriba. Más importante, el antiguo ideal no ha dejado
nunca de subsistir y de seguir animando nuestra vida social.
En
el plano de las ideas, sin embatgo, las que reflejan el
ideal contrario, individualista, ha logrado imponer las suyas casi
sin contrapeso. En el plano moral, la lucha es aun considerable.
Ello no obsta para que lenta, pero seguramente,
el espíritu indi­
vidualista
-- se imponga entre nosotros. No podemos dejar de notat que la
fuente de nuestra civilización
se agota poco a poco.
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