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Michele Federico Sciacca, Il chisciotismo tragico di Unamuno

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
MicheJe Federico Soimxa: IL CHISCIOTISMO TRAGlCO
DI UNAMUNO (*)
En este libro del ilustre profesor Michele Federico Sciacca hay
más
de lo que promete el titulo. Y sobre
ese más, que no quiere
decir que sea precisamente lo mejor ni lo más importante, sino sen­
cillamente un más de suma -o de cantidad, es sobre lo. que comienzo
por poner al tanto al lector. De
las 272 páginas que tiene el libro, hay unas 70, las que consti­
tuyen la segunda parte del mismo, bajo el epígrafe de «otras
pá­
ginas españolas», que no son materia precisamente del tema .general
del libro. Sin embargo, yo llamo la atención sobre ellas, porque al­
gunas
tocan también, de refilón, el tema dicho, y porque todas se
leen con fnúción y ofrecen reflexiones y observaciones útiles. Además,
el señor Sciacca habla de lo español siempre con simpatía y gran
conocimiento de causa, y D:llilquier escrito suyo, por volandero que
sea, merece bien ser recogido al vuelo.
Entre las páginas volanderas aquí recogidas, publicadas en dis­
tintas fechas por
el autor, puede verse un capítulo dedicado a una
interpretación de
«La vida
es sueño», de Calderón de la Barca; otro
~ «Caballero vivo ·de esta Europa que se muere», y un tercero de
«escritos varios>>, miscelánea de artículos críticos debidos a la
plwna
del

autor, casi todos
Sobre algún tema español.
En
la interpretación de «La vida es sueño» piensa Sciacca que
no estamos frente a
'un,a concepción
poético-dramática de
la vida
transida de escepticismo, al que únicamente se escapa por un acto de fe ciega, sino ante
-una concepción

positivamente antiescéptica,
porque ya en el mismo soñar, a que parece. reducirse todo
el vivir,
hay un

«positivo» que
no-es

sueño y que-impide·caer
e.o. una_ solución
de la duda puramente pragmático-voluntarista .. Sin ese positivo, el
drama de Calderón caería del lado del quijotismo
unamU11iano. Ese
«positivo» consiste en que todos· los que saben que cuantos viven en
el
mrindo sueñan, saben que. no todo es sueño. Cuando se tiene. con-
(*) Marzorati · Editore · Milanó1 1971, ptgs:· 272.
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ciencia de que la vida es un sueño, ya se está en poses10n de una
verdad que no es puro sueño,
y que permite distinguir el sueño de
la vigilia, la ilusión de la realidad. Esta distinción no se confía a la
sola experiencia de lo sensible, sino que pertenece al mundo de lo
inteligible. Si Segismundo pronuncia que todo en el mundo es sueño
y vanidad, es porque se sale, en cierta manera, del mundo mismo; de
otra manera, la valoración sería imposible. Para llegar a la conclu~
sión de que toda la vida es sueño y el vivir sólo es soñar, Segismundo
ha debido descubrir qué es verdad y qué es realidad, que algo fue
verdad en medio de tanta vanidad o apariencia. -<< Y el hombre que vive
sueña lo que es hasta el despertar», esto es, hasta que no abre los
ojos a lo que transciende los sentidos, y los clava en la Verdad eter~
na.

Quien mide
el tiempo con el metro de la eternidad, ese vive,
siquiera sea soñando, en tensa vigilia espiritual.
Sobre «El caballero vivo de esta Europa que se muere» diré luego
unas palabras, enlazándolas con el tema principal del libro. Ahora apunto el contenido de «escritos varios». Aquí se recogen páginas pe­
riodísticas, relativas a nuevas < González Caminero, al libro de Hernán Benítez sobre «El drama re­
ligioso de Unamuno», al de Calvo Sever: «España sin problema», al
de Julián Marías:
«La filosofía

española actual»,
y otros articulitos
en conexión con temas hispánicos.
Viniendo al tema del
Quijotismo trágico de Unamuno diré que
se trata de un libro claro, transparente
y, en lo que cabe, sistemati­
zado, donde el alma de Unamuno queda como radiografiada, con sus
claros
y sus oscuros, más. oscuros que claros. Del alma, nahlral y pro­
fundamente religiosa
y religiosamente atormentada de Unamuno, con
tormento trágico
y, por lo mismo, grande y conmovedor-, creo que no
debe caber la menor duda. Pero tan grande como su
religiosidad hay
que

decir que fue
su falta de fe y su indisposición personal para
aceptar a Dios, un Dios que se afirma con independencia del querer
personal de la criatura, que lo necesita para salir de la angustia
trá­
gica en que se debate nuestra existencia, no só_lo tal y como lo pro­
pone la fe católica (de
la que Unamuno tenía muy pobre conoci­
miento a pesar de los elogios que de ella algunas veces hace), sino
incluso tal
y como lo reclama el dicurso racional, que no está pre­
cisamente en contradicción con lo que en este punto aparece como una
exigencia del corazón o sentimiento humano.
Me contaba uno de los padres dominicos de
Salamanca., que

co­
noció a Unamuno
y conoció" ta~ién al famoso místico P. Arintero,
con el que Unamuno gustaba de ·conversar, sobre todo en momentos
de su mayor angustia religiosa, me contaba, digo, este padre dominico
que hubo una temporada en que
el pr-0fesor de Salamanca menudeaba
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las visitas al convento de San Esteban para dialogar con Arintero so­
bre temas religiosos. Le escuchaba éste con gran paciencia y trataba
de ganarlo para la fe.
Hasta que un día, cansado ya de tanto diálogo
sin provecho, por­
que el pensamiento de Unamuno se resistía a aceptar nada que para
su razón no resultase demostrable y evidente, le dijo: «Mire, don
Miguel. No perdamos más el tiempo. ¿Sabe lo que le falta a usted
para aceptar la fe? Humildad, humildad, humildad. Porque Dios sólo
se entrega a los humildes.»
Efectivamente, si hay una cosa de la que menos dé prueba el
alma de Unamuno, es de humildad. Fue un Quijote, pero sin los
idealismos sanos
y humildes del Caballero de la Triste Figura. Lo
de Unamuno son más «gestos» que «gesta», diré glosando lo que Sciacca
dice a propósito de Don Quijote de la Mancha, en quien la
«gesta» es grande y sublime, a pesar de la sencillez y humildad de
muchos de sus gestos. En Don Quijote no hay nada del egoísmo or­
gulloso que caracterizó a don Miguel de Unamuno. Don Quijote
lucha por un ideal,
el ideal humano y de la Humanidad. Pero lo hace
sin gestos altaneros, incurriendo a menudo en ridiatleces. Es sublime
bajo las apariencias
más humildes,

las que hace con
la mayor. natura­
lidad y espontáneamente. Pasa por el mundo dando y dándose, mien­
tras que Unamuno piensa con exceso en sí mismo, alardea de su
misma angustia y escepticismo. Sueña demasiado con la gloria de
una inmortalidad en la memoria de los hombres. Es un adorador de
sí mismo, y quiere que todo el mundo viva pendiente de él.
A Unamuno, como a don Quijote, no le peta el positivismo san­
chopancesco de tantas almas vulgares
y rastreras como andan por el
mundo. No son los bienes materiales, no es la utilidad o la eficacia,
no es ni siquiera
la razón lo que mueve, conmueve y exalta su es­
píriru,
sino

las cosas del alma
y del corazón, una voluntad resuelta
a vivir
y sobrevivir, luchando con la angustia y la agonía que son la
verdad de la existencia humana. Porque en la conciencia de cada cual
está
la presencia de la nada que somos y de la muerte a que estamos
abocados,
y la presencia también de ·una exigencia de lo Absoluto, que
nosotros mismos creamos para salvar nuestra conciencia de la nada. De ahí
la contradicción, la angustia y la agonía. · Aceptar eso, tener
conciencia de que corazón y cabezá van por distinto caminó en el hom­
bre, saber afrontar esa «feliz incertidumbre que nos permite vivir» sin
confiarnos a racionalismos estúpidos, positivismos groseros o fideísmos
fáciles, he ahí la grandeza del hombre que se hace cargo de la tra­
gedia inmensa de su yo.'
«Esta

conciencia dialéctica, inquieta
y trágica tiene su respuesta
adecuada en la religión -die Sciacca_:, pero Unamuno no sabe en-
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INPORMACION BlBUOGRAFICA
trar en el corazón de la. experiencia religiosa, se queda a la puer­
ta>> (pág.

139). Unamuno no tiene más Dios que a sí mismo. Somos
nosotros, piensa, los que creamos a Dios para salvar a la conciencia
de la nada. El hombre es idólatra de sí mismo. Es fin para sí mismo
y finaliza todo lo
demás. Unamuno
es el gran idólatra del yo, del
suyo, naturalmente, lo primero. No es el hombre para Dios, sino Dios
para el hombre. Es el suyo un humanismo absoluto de tipo hegeliano,
que humaniza e historifica al mismo Dios.
La filosofía para Unamuno no es una teoría, es una praxis. Para
él son ideológicos los filósofos que buscan la ciencia por la ciencia o
se aquietan con los «porqués» de las cosas. El porqué sólo interesa
con vistas al «para qué» ; «sólo queremos saber de dónde venimos
para mejor averiguar adónde vamos». Por eso
«a don

Miguel
le
duelen siempre la inmortalidad y Dios». Sólo por sobrevivir y ser
inmortales vale la vida la pena de ser vivida. Y la verdadera batalla
por la que se interesó Unamuno no fue ni
la social ni la política
( aunque en éstas se metiera más de una vez), sino la de Sobrevivirse
a sí
mismo, haciéndose

inmortal en
la memoria de los demás, ya que
la verdadera inmortalidad en Dios, Unamuno, si la presintió, no la
entendió ni la supo aceptar con fe ni con razón.
Su quijo,tismo no consistió en otra cosa que en idealizar el sen~
timiento trágico de la vida, entrando por el camino de esa feliz in­
certidumbre que nos permite vivir, sustrayéndonos al- vértice de las
cosas mundanales .
J>Jtra abrazarnos

con
la tragedia de una existencia
abocada a la muerte.y, sin embargo, sedienta de inmortalidad. Para
apagar esta sed sólo bastaría Dios, y así saben hacerlo muchos fieles
y creyentes de corazón limpio y humildes. Pero como Unarnuno no
supo ser creyente porque no sabía ser humilde, por eso la inmorta­
lidad a que aspiró no fue más que a
la de sobrevivir en la memoria
de los demás. Es decir, la más ridícula vanidad.
La filosofía de Unarnuno no pertenece al mundo de la lógica ni
de las ideas, sino de la práctica y del sentimiento. Unamuno no tiene
propiamente una ontología, sino una axiología edificada sobre los
cimientos de su propio yo, porque él no reconoce la verdad en abs­
tracto, sino sólo 111 verdad, mi verdad. Yo creo la verdad y yo creo
a Dios. El quijotismo de Unamuno ·es un pragmatismo o voluntaris­
mo irracional, de inspiración· cristiana y, a su manera, místico;_ pero
en él no hay dogmas, ni se aceptan los contenidos de una verdad
aceptada· por revelación. Por un lado;
reéhaza la

ciencia, que reconoce
impotente para resolver los verdaderos
problemas de la vida; y por
otro se pierde eh un·a ·religión :merámente ·humana, sin verdades de
fe, qrte se resuelve en una intensa aspiración· :l'eligiosa, en una in~
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INPORMACION .BIBUOGR.AFICA
quietud desesperada que cae en el vacío y se consume . en su propio
fuego (pág. 114).
El fideísmo de Unamuno no es de naturaleza teológica, como el
Kierkegaard, s.ino sólo práctico, de inspiración
más bien kantiana y,
por ende, racionalista. Unamuno no cree; sólo quiete creer. Dios existe
porque él quiere que exista, y porque lo necesita para que dé satis­
facción a su cora_zón. «Es cosa de corazón.» En la filosofía. quijotesca
de Unamuno no hay, pues, lugar para el Dios del Evangelio, el que
se encarnó en Cristo, el verdadero Dios vivo (pág. 108).
Pero hay un positivo sumamente valioso en la religiosidad pro­
funda del alma de Unamuno, siquiera sea una religiosidad no cató­
lica y hasta sin suelo metafísico. Ese positivo lo da su convicción de
que, sin
la creencia en Dios y el ansia y esperanza de sobrevivir más
allá de la muerte, la vida apenas vale la pena de ser vivida, y la de
que el vacío religioso en el hombre y en la sociedad no puede ser
llenado ni por el ciencismo ni el progresismo, ni por una civilización
de tipo técnico, a caballo del humanismo marxista.
Y es esto lo que conviene recordar a muchos -jóvenes encandilados
hoy con Unamuno, con su «talante» crítico, rebelde y adogmático,
pero que pasan por alto su rechifla del ateísmo, la imbecilidad de
que tilda a quienes creen que todo acaba con
la muerte o todo se
puede arreglar en el mundo con dinero y técnica. El progresismo de
Unamuno tiene muy poco que ver con la manía progresista de ahora,
o a la «moda». Nuestros progresistas deben saber que
lo más sustan­
tivo del «quijotismo trágico» de Unamuno consiste en su desespe­
rada lucha por la inmortalidad personal y la consecución de una salvación que sólo viene de Dios ; y que nada dista más del alma
naturalmente religiosa de Unamuno que el espíritu laico, positivista o
sanchopancista de nuestra civilización racionalista y ciencista.
A Unamuno los argumentos de los ateos le parecen infinitamen­
te más fútiles que los de los teístas. Su mal estuvo en este punto en
carecer de una auténtica metafísica
y en no tener humildad para
merecer la
fe. El no admite otra fe que la del corazón. Y se atreve
a traer a su favor un dicho de Santa Teresa,
la que estaba dispuesta
a morir mil muertes por uno cualquiera de los dogmas de la fe
católi~a.
De
donde resulta que Unamuno, «carente de
la fe de Ter~a, se
queda con la quijotesca: privado de juicio y no por el fuego de
amor que abrasaba a los Apóstoles. El canónigo podría objetarle que,
si no consuela la verdad lógica, todavía es mucho más desconsoladora
una
fe sin fundamento racional ni teológico, que se afirma capri­
chosamente» (pá¡¡;. 109). A Unamuno le falta la fe del creyente y
la verdad del filósofo. Contra Meyer, opina acertadamente Sciacca,
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hay que decir que Unamuno tiene Wla filosofía, pero sin lógica ni
ontología. «Su experiencia del ser es puramente existencial y, por
eso, no sabe ir más
allá de la simple descripción fenomenológica de
la persona, más aún del hombre que es Unamu.no. Los conflictos que
atribuye al ser no son sino conflictos sicológicos transferidos al plano del ser mismo
y, por eso, no tienen alcance ontológico aunque estén
ontologizados; su dialéctica no es dialéctica» (pág. 236). En fin, el libro de Michele Federico Sciacca nos da maravillo­
samente
la dimensión exacta del «quijotismo trágico de Unamuno»,
desrubriéndonos la veta valiosa del humanismo «agónico>> que en­
cierran, desde el punto de vista religioso, pero también haciéndonos
ver lo vago e inconsistente, tanto a la luz de la revelación como de
la
~azón ·o filOSofía, de ese quijotismo trágico que sería una tragedia
que aceptáramos
para llenar
el vado religioso de esta sociedad de
técnica y
de consumo. Pero lo que tiene de aprovechable lo puede
el lector recoger con mucho provecho en
la obra de Sciacca, que tiene
tanto de testimonio humano como filosófico. Lo aprovechable sería
reverdecer el espíritu del auténtico Don Quijote, «el caballero vivo de esta Europa que se muere».
B. MONSEGÚ, C. P.
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