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Conservación, reacción y tradición. Una reflexión en torno a la obra de Nicolás Gómez Dávila

CONSERVACIÓN, REACCIÓN Y TRADICIÓN
UNA REFLEXIÓN EN TORNO A LA OBRA DE NICOLÁS
GÓMEZ DÁVILA
POR
MIGUELAYUSO(*)
1. Incipit.
U na ojeada a las caracterizaciones intelectuales de N icolás
Gómez Dávila pr esenta como elemento común el de su filiación
“reaccionaria ”, por otra par te no desmentida, sino aun profesada,
por el autor . Pero la intención de éste al r eclamar para sí la tal cali-
ficación, no es exactamente coincidente con la que ha animado a los
críticos que la han acogido. Con toda seguridad respecto de la
may or par te. E incluso probablemente respecto de la práctica tota -
lidad. N o resulta fácil en ocasiones discernir lo r eaccionario, de lo
conserv ador o de lo tradicional. Tanto si se consideran desde el
ángulo de las actitudes, como si lo son desde el de las ideas o inclu-
so desde el de los mo vimientos en que éstas (¿y aquéllas?) encarnan.
E l texto que sigue pretende, en primer término, esclar ecer tales
difer encias, pero sin ocultar las que pueden ser sus cer canías: la dia-
léctica clásica, esto es, perenne, ante dos fenómenos que se aseme -
jan, r esalta los elementos diferenciales; per o ante otros presentados
como disímiles, subraya aquello que los aproxima ( 1)
. A continua-
Verbo, núm. 459-460 (2007), 795-814. 795
––––––––––––
(*)Como es sabido de los lectores de Verbo, el pasado 4 de junio se celebró en la
U niversidad N icolás Copérnico de Torun, en P olonia, un seminario internacional sobr e
la obra del filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, con motivo de la traducción al
polaco de su libr oSucesivos escolios a un texto implícito . Publicamos a continuación la
ponencia desarrollada en tal ocasión por el pr ofesor Miguel Ayuso (N. de la R.).
(1) Esta primera par te la he desarrollado más ampliamente en mi “La contrarr evo-
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ción, a partir de algunos elementos tomados de la obra magmática
y singular del gran escritor y pensador novogranadino, se busca con
toda simplicidad verter ese esfuer zo elucidador al objeto de perfilar
mejor su caracterización intelectual ( 2)
.
2. ¿Contrarr evolución?
El punto de partida debe ser el la revolución. P or encima de sus
significados etimológico y gramatical, en cuanto que nombr e sus-
tantivo común, ha destacado su acepción histórica como nombre
sustantivo pr opio asociado a la pretensión de subver tir el orden
natural y divino ( 3)
. Sin embargo, no por que esta pretensión sea de
todo tiempo, hay que dejar de pr oseguir en la distinción. Así, en el
“ p r oceso re vo l u c i o n a r i o ”, cabe resaltar la trascendencia de la
Rev olución francesa o, si se quiere, de las ideas que la pusieron por
obra y que luego a través de ella se expandier on. Pues supuso el
ensay o de una acción descristianizadora sistemática por medio del
influjo de las ideas e instituciones políticas. Es decir , como ha escri-
to J ean Madiran, «la puesta en plural del pecado original» ( 4)
.
Es esta concreción la que nos descubr e el concepto propio de
contrarr evolución, pues surge como r eacción proporcionada a ese
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––––––––––––
lución, entre la teoría y la historia”, contribución a un curso de verano de la U niversidad
Complutense, celebrado en E l Escorial en agosto de 1993, y publicado en el volumen
coor dinado por J oaquim Veríssimo S errao y Alfonso Bullón de Mendoza, La contrarre -
v olución legitimista (1688-1876) , Editorial Complutense, Madrid, 1995, págs. 15 y
sigs. Con posterioridad lo he estampado de nuev o al término de mi libroLa cabeza de
la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moder n o, Ediciones N u e va
H ispanidad, B uenos Aires, 2001. P ara la ocasión presente he tomado, en alguna oca-
sión adaptados, sólo aquellos elementos impr escindibles para la comprensión de la
segunda parte del escrito .
(2) En el epígrafe 5 hemos optado por citar tan sólo textos del único libro fácil-
mente accesible de N icolás Gómez Dávila en España actualmente, Sucesivos escolios a un
texto implícito, M adrid, 2002, que es precisamente el traducido al polaco y que origina
este texto . La primera edición, que también poseo, es del Instituto Caro y C uervo,
S antafé de Bogotá, 1992. La página que aparece entre paréntesis en lo que sigue es la
corr espondiente a la edición española.
(3) Juan Vallet de G oytisolo, “E n torno a la palabra Revolución ”, Verbo (Madrid)
nº 123 (1974), págs. 277-282; Michele F ederico Sciacca, “Revolución, conser vaduris-
mo, tradición”, Verbo (Madrid) nº 123 (1974), págs. 283-296.
(4) Jean M adiran, Les deux démocr aties, París, 1977, pág. 17.
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ataque revolucionario. Y a una herejía social propone un r emedio
social. P or eso, en un texto del maestr o francés que acabo de citar,
y del que he hecho uso en abundantes ocasiones, se afirma que «la
secreta y ver dadera línea de demarcación trazada por la izquierda no
concierne a la fe cristiana en sí misma, sino a la principal obra tem\
-
poral de la fe, a la cual algunos incrédulos han podido contribuir y
que otros cr eyentes han podido desconocer: es la C ristiandad». De
modo que el designio constituyente de la r evolución es aniquilar la
Cristiandad o la civilización cristiana, es decir , «la moral social del
cristianismo enseñada por la tradición católica e inscrita en las ins-
tituciones políticas» ( 5)
.
Lo anterior no pr etende negar que en la revolución late un
móvil anticristiano, ni que oper en factores preternaturales. El culti -
v o de la doctrina social de la I glesia salva a nuestra perspectiv a
estrictamente filosófico-política de cualquier reduccionismo natu -
ralista y , así, no se nos escapa la adver tencia de San Pablo de que «no
es nuestra lucha contra la sangr e y la carne, sino contra los princi-
pados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo
tenebr oso, contra los espíritus malos de los aires» (E ph., 6, 12).
Simplemente, y pese a lo incontestable de esa versión, pretende
aunar –de acuerdo con las exigencias de la precisión conceptual– la
captación de la esencia de la revolución, que per tenece a la filoso-
fía, con la descripción de su especificidad en la edad contemporá-
nea, lo que pertenece a la historia. P or tanto, no disminuye el valor
de las consecuencias lesivas para la fe que acompañan a cualquier
estadio del proceso re volucionario; sino que –supuesto eso– afirma la
d i f e r encia existente entre la faz de la r e volución desde la Re vo l u c i ó n
francesa y otros ataques que la fe ha sufrido a lo largo de la historia. De hecho, el propio magisterio de la Iglesia en la edad contem-
poránea ha tenido el carácter diferencial de ocuparse, de un modo
inusitado en siglos anterior es, de cuestiones de orden político, cul-
tural, económico-social etc., ofreciéndonos todo un cuerpo de doc -
trina centrado en la proclamación del Reinado de Cristo sobr e las
sociedades humanas como condición única de su ordenación justa
y de su vida progr esiva y pacífica. El profesor F rancisco Canals,
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(5)Id., “Notr e politique”, Itinéraires (París) nº 256 (1981), págs. 3-25; M iguel
Ayuso, “¿Cristiandad nueva o secularismo irr eversible?”, Roca viva(Madrid) nº 217
(1986), págs. 7-15.
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recogiendo la enseñanza directa del jesuita padre Ramón Orlandis,
y por medio de éste, del también jesuita H enri Ramière, que ha
expandido a través de una escuela cuyos frutos se pr esentan grana-
dos ante nuestra vista, ha escrito estas luminosas palabras referidas
a España: «N o podría, pues, pensar que no hay relación entre los
procesos políticos de los últimos años y la ruina de la fe católica
entre los españoles. Afirmar esta conexión, que a mí me par ece
moralmente cierta, entr e un proceso político y el proceso descristia -
nizador , no me parece que pueda ser acusado de confusión de pla-
nos o de equiv ocada interpretación de lo que es en sí mismo perte-
neciente al E vangelio y a la vida cristiana. P recisamente porque
aquel lenguaje pr ofético del Magisterio ilumina, con luz sobrenatu -
ral v enida de Dios mismo, algo que r esulta también patente a la
experiencia social y al análisis filosófico de las corrientes e ideologías
a las que atribuimos aquel intrínseco efecto descristianizador . Lo
que el estudio y la docilidad al M agisterio pontificio ponen en
claro, y dejan fuera de toda duda, es que los mo vimientos políticos
y sociales que han caracterizado el curso de la humanidad contem-
poránea en los últimos siglos, no son sólo opciones de or den ideo-
lógico o de pr eferencia por tal o cual sistema de organización de la
sociedad política o de la vida económica. (...) S on la puesta en prác-
tica en la vida colectiva, en la vida de la sociedad y de la política\
, del
inmanentismo antr opocéntrico y antiteístico» ( 6)
.
De consuno la filosofía política de la contrarr evolución y la
doctrina social de la I glesia han consistido en una suerte de «con-
testación cristiana del mundo moderno». H oy no sé hasta qué
punto su sentido histórico –el de ambas, aunque de modo distin -
to– está en trance de difuminarse, per o en su raíz no significó sino
la compr ensión de que los métodos intelectuales y , por ende, sus
consecuencias, del mundo moderno, de la rev olución, eran ajenos
y contrarios al or den sobrenatural, y no en el mero sentido de un
or den natural que desconoce la gracia, mas en el radical de que son
tan extraños a la naturaleza como a la gracia ( 7)
.
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––––––––––––
(6)Francisco Canals, “Reflexión y súplica ante nuestr os pastores y maestros”,
Cristiandad (Barcelona) nº 670-672 (1987), págs. 37-39. Cfr . también, del mismo
autor , “El ateísmo como soporte ideológico de la democracia ”, Verbo (Madrid) nº 217-
218 (1982), págs. 893-900. ( 7 )Jean Madiran, L´hérésie du XX siècle , París, 1968, pág. 299; Miguel Ayus o, “El
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3. El nombre y caracteres de la contrarr evolución.
La aproximación anterior nos permite contemplar con algo de
distanciamiento las posibles objeciones que al nombre de contrarr e-
v olución puedan oponerse. Es cier to que tiene un origen circuns-
crito a F rancia y que inicialmente fue concebido como dicterio por
los r evolucionarios, siendo aceptado luego por aquellos a quienes se
dirigía como arma arrojadiza. Es cierto también que nunca ha sido
acogido tal cual por los textos pontificios, a diferencia de lo que
sucede con otros de los términos que suelen envolver la misma cos-
movisión. O que pr esenta demasiado frontalmente en su propia
construcción la dimensión negativa o de rechazo, por encima de la
positiv a o afirmativa. Sin embargo, no resulta menos claro que otras
expresiones que, ya generalmente, o en algunos supuestos histórica -
mente cir cunscritos, se han utilizado como sinónimos del mismo,
tampoco libr es de precisiones o matizaciones.
Así, reacción incurre en idéntica dificultad, con la desv entaja de
portar una mayor vaguedad y permanecer ajeno al hecho crucial de
la irrupción de la revolución en la historia. Restauración, por su
parte, resalta más la dimensión constructiva y recuperadora, frente
a la puramente combativa, per o también viene demasiado unida a
co yunturas históricas concretas inser tas en la propia dinámica de la
rev olución –tanto en Francia como en España, aunque en momen-
tos alejados en el tiempo–, por lo que evocan en ex ceso la conserva -
ción de la pr opia revolución ( 8)
. Con esta última frase también he
dejado zanjado –quizás con excesiv a celeridad, pero en todo caso
con decisión– lo que respecta a conservadurismo oconservatismo,
que conocen muchas lecturas según el ángulo angloamericano, lati-
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orden político cristiano en la doctrina de la Iglesia ”, Verbo (Madrid) nº 267-268 (1988),
págs. 955-991; I d., “Una contestación cristiana ”, Roca viv a(M adrid) nº 281 (1991),
págs. 362-364. (8)Rafael Calvo Serer ,Teoría de la R estauración, Madrid, 1952; A urèle Kolnai,
“Revolución y Restauración ”, Arbor (Madrid) nº 85 (1953), págs. 125-134. F rancisco
Canals, por su par te, ha impugnado el «conservadurismo» que ha alentado en algunas
de esas protestas «restauracionistas». Véanse algunos de los artículos compilados en
P olítica española: pasado y futuro, Bar celona, 1977. Cfr. también Francisco Elías de
T ejada, La monarquía tr adicional, Madrid, 1954, especialmente el capítulo primer o,
titulado “El menénde zpelayismo político”.
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no o germánico en que nos ubiquemos (9)
. Incluso un término tan
límpido y tan evocador como el de t r a d i c i ó nno queda a r e s g u a rd o
de malinterpretaciones, pues demasiadas veces se hace preciso insistir
en que la ve r d a d e r a tradición no es enemiga del p ro g reso, sino que,
por el contrario –en la certera exposición de M. F. Sciacca ( 1 0 )
– ,con-
serv a reno vando y renueva conser vando y es a la v ez conservación y
p r o g reso de acuerdo con las exigencias del derecho natural.
D ificultades que se agrandan cuando se trata del tradicionalismo,
hasta el punto de que E lías de Tejada se vio obligado a distinguir
entre un “ tradicionalismo hispánico ” y un “tradicionalismo euro-
peo ” (11)
. El primero, el núcleo intelectual en que ha cuajado la
r esistencia popular al liberalismo, en defensa de la sociedad cristia-
na tradicional; pensamiento contrarr evolucionario apoyado en la
filosofía y en la teología escolásticas, posible pr ecisamente por su
i n i n t e r rumpida vigencia en España y muy especialmente en
Cataluña. E l segundo, un esfuerzo no vedoso, con pretensión de
defensa de la tradición, cr eado en ambientes en los que se había
producido durante algunos decenios un vacío y ausencia de tradi-
ción metafísica y teológica; pensamiento mixtificador –aun en su
sana intención antirrev olucionaria– que, andando el tiempo, des-
embocará en el catolicismo liberal, merced a la desconcertante efec -
tividad r evolucionaria de tópicos “ tradicionalistas” extrañamente
matizados por virtud del ambiente colectiv o del romanticismo (12)
.
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––––––––––––
(9)Para el complejo significado en el mundo anglosajón, cfr . Russell Kirk, La men-
talidad conser vadora en Inglaterr a y Estados U nidos, versión española, Madrid, 1956; Id.,
U n pr ograma par a conservadores, versión española, M adrid, 1957; Paul Gottfried, “El
conservatismo nor teamericano”, Razón E spañola (Madrid) nº 11 (1985), págs. 271-
283; Thomas M olnar, “Retos del conservatismo ”, Razón Española (Madrid) nº 11
(1985), págs. 285-290; F rederick D. Wilhelmsen, “E l movimiento conservador norte-
americano ”, Verbo (Madrid) nº 301-302 (1992), págs. 109-123. El mundo latino pr e-
senta menos dificultades, cfr. Philippe Bénéton, Le conserva t i s m e, París, 1987.
F inalmente, a título de ejemplo respecto del mundo alemán, cfr . G. K. Kalterbrunner,
“T eoría del conservatismo ”, Razón E spañola (Madrid) nº 4 (1984), págs. 391-406; C.
V . Schrenck-N otzing, “Neoconservatismo alemán ”, Razón Española (Madrid) nº 19
(1986), págs. 193-200. (10) Michele F ederico Sciacca, loc. cit.
(11) Francisco Elías de Tejada, Joseph de M aistre en España, Madrid, 1983.
(12) Francisco Canals, “P rólogo” a José María Alsina, El tr adicionalismo filosófico
en E spaña. S u génesis en la gener ación romántica catalana, B arcelona, 1985, págs. IX-
XXIII.
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Los anteriores distingos, con la relativización en este punto de
las disputas terminológicas, que ceden ante la nitidez del concepto
que buscan denotar , nos conducen a lo que puede llamarse «el con-
cepto análogo de contrarrevolución» ( 13)
, que se constr uye a partir
de la superposición de tr es nociones –reacción, catolicidad y tradi -
ción– dentro de cada una de las cuales existe gradación, y entr\
e ellas
jerarquización. La reacción es, a no dudarlo, el componente más vaporoso de
los que se integran en el concepto. Más que la simple oposición, en
cuanto que es un agere contra, y aunque no todas las reacciones son
c o n t r a r re v olucionarias, en ella encontramos algo de lo que
B ernanos expresaba cuando respondía que ser r eaccionario quiere
decir simplemente estar vivo, ya que sólo el cadáv er no reacciona
contra los gusanos que lo devoran. Fórmula que –como obser va
M olnar– podría haber sido tomada como divisa por los contrarr e-
v olucionarios, ya que define magistralmente la tarea que se han pr o-
puesto: permanecer vivos, portar los gérmenes de la vida, dentro del
cuerpo agonizante del Estado ( 14)
.
Pr ecisamente esta última obser vación demanda algún desarro-
llo en cuanto a la naturaleza de esa reacción. Aquí hemos de acudir
a la vieja expresión del conde De M aistre, estampada al término de
sus Consider aciones sobr e Francia, uno de los primeros libros, si no
el primero, formalmente contrarr evolucionario: «La contrarrevolu-
ción no será una rev olución contraria, sino lo contrario de la r evo-
lución» ( 15)
. La contrarr evolución es la doctrina que –al contrario
que la rev olución– hace descansar la sociedad en la ley de Dios; que,
mientras su opuesta pr o g resa y procede deshaciendo los lazos socia-
les naturales, no cesa de tejerlos incansablemente; que cons tru ye en
vez de destr u i r, sigue humildemente el orden en lugar de pr e t e n d e r
re c r e a r l o . Esta es la reacción en que se basa la contra rre volución ( 1 6 )
.
La catolicidad es el rasgo más importante. Las precisiones ante -
riormente expuestas sobre la r ealeza social de Cristo, al amparo de
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(13) Luis María Sando val, “Consideraciones sobre la contrarrevolución ”, Verbo
(M adrid) nº 281-282 (1990), pág. 238.
( 1 4 ) Thomas M o l n a r, La contr a r r e v o l u c i ó n , versión española, Madrid, 1975, pág. 112.
(15) Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Fr ancia, versión española, M adrid,
1955, pág. 234. (16) Juan Vallet de G oytisolo, “Qué somos y cuál es nuestra tar ea”, V erbo (Madrid)
nº 151-152 (1977), págs. 29-50, donde recoge textos muy nítidos de Madiran, Ousset etc.
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fijar su esencia inmediatamente en la destrucción de la civilización
cristiana y mediatamente en el ataque al orden sobrenatural, entran
de lleno plenamente en este aspecto del pr oblema del concepto aná-
logo de la contrarrev olución. Si el primer rasgo nos permite separar
la contrarr evolución de otras posturas que en ocasiones pueden
par ecer e incluso resultar parcialmente concomitantes, aquí –dado
que hemos tocado su núcleo conceptual– es donde nos es dado afi-
nar su especificidad. F rente al entimema sobre el que se ha funda-
do el pr edominio de la democracia cristiana, que, después de afir-
mar que la r eligión no se confunde con la política, porque está por
encima de ella –con la finalidad expr esa de desolidarizar la Iglesia
de la contrarr evolución–, concluy e que los cristianos de hoy tienen
la obligación de pertenecer políticamente a la democracia cristiana.
La doctrina contrarr evolucionaria, sin embargo, siempre ha tenido
por primer cuidado el mantenimiento de los der echos de la Iglesia
en la sociedad cristiana, librando a sus hombr es de las aporías en
que concluye el catolicismo liberal: el encarnacionismo extr emo y
humanístico que tiende a concebir como algo divino y evangélico
las actuaciones políticas de signo izquier dista, y el escatologismo
utilizado para desviar la atención de la vigencia o restauración p\
rác -
tica y concr eta del orden natural y cristiano . Para la contrarr evolu-
ción, en suma, r esulta inexcusable la fidelidad a la teología política
católica expr esada en la realeza social de J esucristo (17)
.
He aquí un tema decisiv o, en el que la convergencia de un cier -
to “ cambio de frente ” de la Iglesia con la descristianización real
–inducida en parte por aquél– ha operado un clar o debilitamiento
de las posiciones contrarr evolucionarias. Creo, incluso, que consti-
tuy e uno de los factores más relevantes en su “ crisis de identidad”.
P ero luego tendremos que retornar a esta cuestión. P ara cerrar lo
r elativo a ella sólo recor daré con Guerra Campos que la misión de
la Iglesia en relación con cualquier comunidad política, y quien-
quiera que sea el titular de la soberanía, es pr edicar en nombre de
D ios que no sólo los actos y comportamientos de los ciudadanos,
sino además la misma estructura constitucional de la “ciudad”, ha de
estar subor dinada eficazmente al or den moral (18)
. Pues, de lo con-
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(17) Francisco Canals, Política española: pasado y futuro , cit., págs. 211-230.
(18) José Guerra Campos, “La Iglesia y la comunidad política. Las incoherencias
de la pr edicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la I glesia”,
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trario, es la misma fe, especialmente la de los “pobres”, la que queda
a la intemperie, desguarnecida. Y esto resulta una realidad insobre-
pasable para la doctrina católica. En tercer lugar , hallamos el entronque y la inspiración en el
pasado institucional de la Cristiandad. N uestro maestro, el pr ofesor
Rafael Gambra, ha ilustrado perfectamente este aspecto en polémica
con la famosa obra de M aritain sobre la “nueva Cristiandad” ( 19)
.
P arte de reconocer que, en cier to sentido, podría haber otras formas
de civilización cristiana distintas de la Cristiandad, y que el
Evangelio puede fecundar a sociedades y Estados de variadas confi-
guraciones, hasta el punto de que sería más correcto hablar de aqu\
é-
lla como una civilización cristiana, en vez de la civilización cristia-
na. P ero añade una segunda batería de argumentos que apuntan en
dirección opuesta. En primer lugar , la Cristiandad fue la mejor y
más densa impregnación alcanzada en la historia de las estructuras
sociales y políticas por el mensaje bíblico y el magisterio de la
Iglesia. En segundo lugar , y a salvo lo que pueda suceder en el curso
futuro de la historia, hemos de r eservar el determinante la para la
única civilización que real y v erdaderamente existió con signo cris -
tiano . Pero, incluso, en ter cer lugar, puede afirmarse más, ya que
«una nueva civilización, comunidad de base cristiana, diferente por
enter o en su estr uctura y desconectada de la Cristiandad histórica
es simplemente impensable, por que el primero de los mandamien-
tos comunitarios (referentes al prójimo) es el de “honrar padre y
madre ”. Una “ nueva Cristiandad” al estilo de Maritain, Mounier u
otr os, habría de ser siempre una forma de impr egnación del cristia-
nismo sobr e la sociedad y sus miembros, y nunca podría olvidar tal
precepto y, con él, el principio patriarcal-familiar y la pietas debida
a la patria y a la tradición».
4. Hacia un balance.
He tratado, en las páginas anterior es, de ofrecer una serie de
consideraciones –desenvueltas con ese mínimo de linealidad que es
necesario en toda exposición, aunque sin despreciar del todo una
cier ta dimensión cir cular por la presencia inevitable de temas r ecu-
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Iglesia-Mundo (Madrid) nº 384 (1989), págs. 51-58; M iguel Ayuso, “La unidad católi-
ca y la España de mañana ”, Verbo (Madrid) nº 279-280 (1989), págs. 1421-1439.
(19) Rafael G ambra, Tradición o mimetismo , Madrid, 1976, pág. 45 y sigs.
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rrentes– que nos acerquen a la problemática actual de la contrarre-
v olución. ¿Cuál es la situación actual de las doctrinas y mo vimien-
tos contrarr evolucionarios? ¿Cuál es su futur o?
Sería excesiv o pretender, al término de esta exposición intro-
ductoria, dar r espuesta a estas cuestiones y otras que les son cone-
xas. Sí me par ece oportuno, en cualquier caso, apor tar una reflexión
al acer vo que este congreso aspira a reunir y que quizá pueda ser vir
para encontrar esas r espuestas.
Rafael Gambra ha r esaltado en alguna ocasión cómo tras la des -
trucción de la unidad de la Cristiandad se muestran como insolida -
rios los elementos que antes apar ecían firmemente integrados (20)
.
T odos los días percibimos ahora que la defensa de las causas nobles
en que el pensamiento cristiano se halla implicado se hace, en el
mejor de los casos, desde la desconexión con sus pr emisas ideológi-
cas y políticas, cuando no desde posiciones gravemente desenfoca-
das. I ncluso en las exposiciones de la doctrina social de la Iglesia,
impulsadas por el pontificado de J uan Pablo II, se per cibe una ten-
dencia a aceptar las estructuras políticas vigentes, aun a riesgo de
incurrir en alguna grave contradicción derivada de la aceptación de
la democracia pluralista. Paralelamente, el trasvase de caudales pro-
ducido entr e la doctrina contrarrevolucionaria y el pensamiento
que –en la terminología de R ené Rémond– podríamos denominar
“bonapartista ”, también opera como factor de fragmentación ( 21)
.
Concluy o por donde empecé. La filosofía política muestra la
v eracidad de los postulados contrarrev olucionarios y de sus análisis
históricos, y su superioridad sobr e la parcialidad de liberal-conser-
v adurismos, democracias cristianas y bonapartismos fascistizantes o
populistas. La doctrina social de la Iglesia, en su sentido cabal, nos
llev a a la necesidad de una ciudad católica. P or ambos y cruzados
focos deberíamos, todos, hacer un esfuerzo para que no se pierda el
hilo de la tradición contrarr evolucionaria.
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(20) Id., La monarquía social y r epresentativa en el pensamiento tr adicional, Madrid,
1954, donde muchos pasajes tributan a este juicio .
(21) René Rémond, Les droites en F rance, P arís, 1982, donde distingue entre una
der echa liberal, una contrarrevolucionaria y una última bonapar tista.
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5. Nicolás Gómez Dávila entr e conservación, r eacción y tradición.
¿Es dable aprovechar algo de lo anterior en lo que toca la figu-
ra de N icolás Gómez Dávila? Para empe zar, y como primera pr ovi-
dencia, no es fácil leer al autor que nos ocupa. Q uiero decir que no
es fácil leerlo sistemáticamente, en cuanto que fue principalmente
un escritor aforístico . Entre los contemporáneos el más cercano que
encuentro es el caso de Gustav eThibon, que tuve el privilegio de
conocer y que no he dejado de frecuentar en sus textos ( 22)
.
A unque quizá nuestr o hombre sea aún más radicalmente aforístico
que el llamado filósofo campesino francés. A este pr opósito se me
ocurre lo interesante que sería trazar un ensayo de parangón entr e
ambos. P ero no es éste el momento... E n los aforismos reside, a no
dudarlo, un signo que como la punta de una lanza se clav a en el lec-
tor atento . Todo libro, se ha podido decir , es una carta dirigida a
cada lector, que lo lee en modo nunca idéntico, quizá porque quid-
quid r ecepitur ad modum r ecipientis recepitur. Por eso, con toda
razón, escribe nuestro hombre que «sin lector inteligente no hay texto
sutil» (p. 82). Lo anterior, por tanto, sin duda ha de acrecer con una
escritura concentrada en pensamientos que no llamaré aislados, pues
están entrelazados, cimentados, he ahí el “texto implícito”, pero que
con el corte que pasa de un uno a otro no pueden sino dificultar la
integración, al permitir la multiplicación de las lecturas a través del
e s p a r cir de las conexiones. Así pues, con sólo algunos de sus textos
puede construirse una interpretación. P e ro con esos mismos textos
podría alzarse otra. Como, finalmente, con otros textos sería posible
alcanzar sea una que la otra, o incluso una diversa. Hay que contar
con lo anterior para relativizar mi lectura. P e ro también las demás.
Hay acuer do general en calificar a Gómez Dávila de r eacciona-
rio, incluso de «auténtico» r eaccionario, esto es, una suer te de
modelo para r eaccionarios. Así apareció titulado incluso uno de sus
ensay os (23)
. Tal reaccionarismo, de tintes exquisitos, quizá en oca -
siones incluso algo cínicos, emerge constantemente. P ensemos en
su afirmación de que «“ pertenecer a una generación ”, más que nece-
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(22) Miguel Ayuso, “El signo de Gustav e Thibon”, Verbo (Madrid), nº 393-394
(2001), págs. 241 y ss. (23) Nicolás Gómez Dávila, “El r eaccionario auténtico”, Revista de la U niversidad
de A ntioquia (Medellín), n.º 240 (1995), págs. 16 y ss.
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sidad, es decisión que toman mentes gregarias» (p. 27). O el atri-
buir a la fealdad cr eciente del mundo actual más que a su inmora -
lidad la incitación «a soñar en un claustr o». O incluso la lapidaria
consideración de que «la pr esencia de un imbécil entristece» (p . 27).
La denuncia del gregarismo, de la fealdad y de la estulticia del
mundo moderno son típicas de un r eaccionario. No es preciso por
ello, como también sostiene, que comiencen las matanzas para que
el hombre inteligente deteste las revoluciones (p. 33). Mucho antes
el rigor , la estética y el ingenio le hacen escapar de las mismas.
Ahora bien, textos como los anteriores, que es dado hallar aquí
y allá, contrarios a una interpretación democrática, no lo son nece-
sariamente a otra liberal. Cierto es que la relación dialéctica entre
liberalismo y democracia no tiene sólo una cara, sino que es decidi -
damente bifronte cuando no poliédrica ( 24)
. Porque, en una lectu-
ra, en el liberalismo, una forma de naturalismo o racionalismo,
radica la entraña del mal moderno, mientras que la democracia
puede leerse como simple demofilia o, incluso en una acepción
política, la participación popular . De algún modo es lo que quiso
expresar León XIII, en Gr aves de communi, por ejemplo, sin mucho
éxito, como quiera que sea ( 25)
. O es incluso lo que san Pío X, pese
a la singular lucidez de su en v erdad denuncia profética del moder-
nismo teológico, filosófico y social, no dejó de poner por obra al
cr eer poder instrumentar la democracia contra el liberalismo . Línea
que pr osiguió el pontífice que lo beatificó y canonizó, Pío XII\
( 26)
.
E n el campo del pensamiento es lo que significó por ejemplo
Chesterton, crítico del liberalismo, como una pseudo-sabiduría
gnóstica, y cantor de una democracia expresiva de los sanos senti-
mientos del pueblo ( 27)
. Cierto es también que, desde otro lado,
podría contemplarse el liberalismo como una suer te de gobierno
limitado, que algunos incluso han acer cado al regimen, preestatal
(en el sentido del Estado moderno), mientras que la democracia se
identificaría con el grueso animal de lo colectivo ( 28)
.
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( 2 4 ) Miguel Ayuso, “Liberalismo y democracia”, en AA.VV., Ra zo n a l i s m o .
H omenaje a F ernández de la M ora, Madrid, 1995, págs. 244 y ss.
(25) Eugenio Vegas Latapie, Catolicismo y R epública, Madrid, 1932.
(26) Danilo Castellano, De Christiana Republica , Nápoles, 2004, págs. 25 y ss.
(27) Gilbert Keith Chesterton, Ortodoxia, versión castellana, en Obras completas ,
tomo I, B arcelona, 1967, págs. 541-542.
(28) Dalmacio N egro, La tr adición liber al y el Estado, Madrid, 1995.
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Esto último es lo que, al menos parcialmente, parece creer
Gómez Dávila, cuando afirma: «La discusión del reaccionario con
el demócrata es estéril porque nada tienen de común; en cambio,\
la
discusión con el liberal puede ser fecunda porque comparten v arios
postulados» (p . 101). E incluso más explícitamente: «Existen dos
interpr etaciones del voto popular: una democrática, otra liberal.
Según la interpretación democrática es v erdad lo que la mayoría
resuelv e; según la interpr etación liberal la may oría meramente esco-
ge una opinión. I nterpretación dogmática y absolutista, la una;
interpr etación escéptica y discreta, la otra» (p. 130). Y para termi-
nar: «Se comenzó llamando democráticas las instituciones libera\
les,
y se concluyó llamando liberales las ser vidumbres democráticas» (p.
48). P ero que no le impide rechazar el liberalismo precisamente por
lo que de negador de la v erdadera libertad tiene. La liber tad no
puede ser la r egla de sí misma: «El liberalismo r esulta desfavorable
a la libertad porque ignora las restricciones que la liber tad debe
imponerse para no destruirse a sí misma» (p. 110). En el primero de los sentidos el elitismo liberal sería antitradi -
cional, aunque todo elitismo tiene algo de antitradicional. E l segun-
do, en cambio, nos llevaría dir ectamente a la tradición. Pero, en
honor a la v erdad, no par ece muy difundido el segundo uso lingüís -
tico. E n todo caso, el liberalismo nos ha sido dado a conocer en
nuestr os días asociado indeleblemente a la democracia. Es ese con-
junto liberal-democrático que esencialmente es «r elativismo axioló-
gico» fr ente al que la r eacción alza un “ objetivismo” axiológico (p.
124). «Hay que repetirlo y r epetirlo: la esencia de la democracia es
la creencia en la soberanía de la voluntad humana» (p . 86). Por lo
que sólo en ocasiones se presentan ambos aisladamente y por lo
mismo se hace posible su parangón. ¿P odemos detenernos aún unos
minutos en el argumento? El elitismo, como de r esultas el desprecio de la masa, emerge de
continuo en la obra de Góme z Dávila. Piénsese, respecto de lo
segundo, en su afirmación tajante: «U na muchedumbre sólo deja de
repugnar cuando un motiv o religioso la reúne» (p. 89). Hasta el
punto de que, ahora en cuanto a lo primero, define civilización
como «la disciplina que una clase social alta le impone, con su sola
existencia, a una sociedad entera» (p. 94). Es cierto que algunos
matices también aparecen entr e sus afirmaciones: «Lo vulgar no es
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vulgar porque sea dicho por el vulgo. Al contrario el vulgo es vulgo
cuando dice lo vulgar» (p . 82). Lo que nos abre una distinción entr e
el pueblo y la masa. Es la civilización de masas la que exhibe una
vulgaridad insufrible al tiempo que desnuda el pueblo de su digni-
dad, la que encontraba en la tradición r eligiosa.
P or esta vía podría comprenderse un elitismo que no lo es tal
en el sentido liberal. P or eso dice que «la genialidad a veces cansa,
per o el alma finamente educada nunca aburre» (p . 73). El mal resi-
de por tanto en la mentalidad y en la disociedad modernas ( 29)
. Lo
que se puede ilustrar ampliamente. C uando extiende la partida de
defunción de la civilización con la r evolución industrial: «La civili-
zación es episodio que nace con la rev olución neolítica y muere con
la r evolución industrial» (p. 50). C uando filia la mentalidad moder-
na con el “ orgullo humano ” inflado por la “ propaganda comercial ”
(p . 50). Y cuando cifra el ideario del hombre moderno en «comprar
el may or númer o de objetos, hacer el mayor número de viajes y
copular el mayor número de v eces» (p. 50). Pero, ¿acaso no opera
igualmente sobr e las élites la degradación de los pueblos en plebe?
La rebelión de las masas ha venido precedida e instigada por la deser-
ción de las élites. D e pasada también lo dice nuestro autor: «Y a no
hay clase alta, ni pueblo; sólo hay plebe pobre y plebe rica» (p. 53).
Fr ente a la afirmación muchas veces r epetida de que cada pueblo
tiene los gobernantes que se mer ece, san Pío X insistió por contra
en que los pueblos son lo que quier en sus gobernantes. Ya lo escri-
bió el cronista castellano: «J uega el rey, todos tahúres; estudia la
r eina, todos estudiantes» ( 30)
. Aunque quizá eso fuera cierto antes
de la institucionalización de la mentalidad moderna y ho y lo sea
menos. H oy, diríase, es solo lo malo lo que se difunde institucional -
mente, mientras que lo bueno halla siempre mayores dificultades. Así pues, el elitismo liberal enfrentado con la democracia ple-
beya, admite no sólo una interpretación (liberal-)conser vadora, sino
también tradicional, donde la tradición corporeiza lo clásico y por
lo mismo per enne. Vemos sus huellas por doquier en la obra de
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(29) Marcel de Cor te, De la dissociété , París, 2002.
(30) Eugenio Vegas Latapie, “Importancia de la política ”, Verbo (Madrid), nº 53-
54 (1967). Véase sobre este aspecto de la obra de Vegas, mi articulo “E ugenio Vegas:
deber y servicio de la política ”, Verbo (Madrid), nº 239-240 (1985), y también en el
volumen In memoriam E ugenio Vegas Latapie , Madrid, 1986.
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nuestro hombre. E n el orden de la defensa de la civilización: «El
enemigo de la civilización es menos el adversario externo que el
interno desgaste» (p. 21). Como en el de perfilar su tarea: «E n rei-
terar los viejos lugares comunes consiste la tarea pr opiamente civi-
lizadora» (p. 21). P ero también en el de la maduración personal
humana: «Las influencias no enriquecen sino a los espíritus origin\
a-
les» (p . 25). Y también: «El gusto del jo ven debe acoger; el del adul -
to, escoger» (p. 21). ¿N o estamos en presencia de una tradición,
opuesta (en la frase orsiana) al plagio? ( 31)
:nihil inno vetur nisi quod
tr aditum est. Eso es lo que paladinamente sostiene: «P ara renovar no
es necesario contradecir , basta profundizar» (p . 27). O cuando,
encuentra que la diferencia entr e lo “orgánico ” y lo “mecánico ” en
los hechos sociales es moral: «Lo “ orgánico” resulta de innúmeros
actos humildes; lo “ mecánico” resulta de un acto decisorio de sober -
bia» (p . 21). Incluso en la confesión de que «las v erdades no mue-
ren, pero a veces se marchitan» (p. 56), reside un pálpito de amor a
la tradición. De ahí la necesidad de cuidar las verdades con dev o-
ción. Por eso, le vemos desligarse no sólo de lo democrático sino tam -
bién de lo liberal. Respecto de lo primero, no par ece dudar de la
existencia del despotismo democrático: «Es tan sólo mientras pr e-
dominan en la conducta del individuo los elementos antidemocrá -
ticos que las democracias no culminan en despotismo» (p. 40). D e
ahí que «el estado liberal no es la antítesis del estado totali\
tario, sino
el err or simétrico» (p. 123). P ero también, en cuanto al segundo:
«El liberal se equivoca siempr e porque no distingue entre las conse -
cuencias que atribuye a sus propósitos y las consecuencias que sus
propósitos efectivamente encierran» (p . 27). Por eso, «el terr orista
es nieto del liberal»: las ideas no se detienen donde lo desean quie-
nes las forjan, sino que tienen dinamismo propio . De ahí la tensión
(cuando no oposición) entre ideología y virtud de la prudencia.
Chesterton no decía de la liber tad, igualdad y fraternidad que fue -
sen “ideas ”, sino “virtudes” cristianas, per o enloquecidas ( 32)
.
La caracterización del r eaccionario no es, pues, la de quien sim -
plemente r eacciona, como una especie de acto reflejo salutífer o,
frente a la enfermedad del mundo moderno, sino la de quien si lo
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(31) Eugenio d´O rs, Nuevo G losario, Madrid, 1947-1949, III, pág. 474.
(32) Gilbert Keith Chesterton, loc. cit., pág. 521.
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hace es porque ha penetrado el morbo de éste. El reaccionario,
pues, se opone en cierto sentido al conservador . Riva-Agüero, el
gran escritor peruano, lo dijo no sin gracejo: ¡hay tan poco que con -
serv ar y tanto contra lo que reaccionar! ( 33).
Esto no implica que el
r eaccionario no sea sanamente conser vador, de lo que hay que con-
servar . O incluso que cier to conservatismo sea presupuesto de cier-
to reaccionarismo . A este respecto, su juicio sobre B urke es signifi-
cativo: «Bur ke pudo ser conser vador. Los progresos del “ progreso”
obligan a ser r eaccionario» (p . 110). Pero el paradigma del conser-
v ador se ha trazado precisamente sobre el que conserva lo que no
debe ser conservado . Jaime B almes, el filósofo catalán del sentido
común, respecto del par tido conservador, pero que se puede trasla-
dar al hombr e conservador, lo dijo también con ir onía: el conserva-
dor conser va, sí, la rev olución (34)
. En eso consiste en buena medi -
da el conser vadurismo, en la conser vación de lo que no debe ser
conservado, en la conservación de lo que rompió la tradición. E l
reaccionarismo, por el contrario, implica la reacción contra la revo-
lución, contra la rev olución que pareciera no contentarse nunca con
nada, pero también contra la que par ece contentarse en alguno de
sus estadios y que es finalmente la que se consolida, en equilibrio
inestable, desde luego . La historia política e intelectual del mundo
hispánico, aunque no sólo de éste, muestra con usura cómo han
sido los períodos (rev olucionarios) llamados moderados o conser-
v adores lo que han permitido a la postre el triunfo de la rev olución
más que el de los (r evolucionarios) radicales ( 35)
. H oy, revolucio-
nario significa poco más que «individuo para quien la vulgaridad
moderna no está triunfando con la suficiente rapidez» (p . 80).
P or ahí también volvemos a ver cómo el r eaccionario que es
N icolás Góme z Dávila se apr oxima mucho al tradicional, si se quie -
r e al tradicionalista, siempre que la tradición no se anquilose en
pur o conser vatismo. P ero, sobre todo ho y, la tradición tiende a
abrirse paso más a través de r eacciones decididas que de conser va-
ciones atildadas. S u ensayo sobre el verdadero reaccionario nos da
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(33) Luis Alberto Sánchez, Conservador, no; reaccionario , sí, Lima, 1985.
(34) Jaime Balmes, Escritos políticos , tomo III (volumen XXV de las O bras
Completas), B arcelona, 1926, pág. 241.
(35) Miguel Ayuso, “E l problema religioso y el problema político en la historia
contemporánea de España ”, Anales de la F undación Elías de Tejada (Madrid), nº 4
(1998), págs. 79 yss.
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en este sentido muchas claves (36)
. Progr esista radical y pr ogresista
liberal, r evolucionario y conservador podríamos decir , aunque la
sinonimia no sea perfecta, injurian al reaccionario de difer entes
modos porque el primero sostiene que la necesidad es razón, mien -
tras que el segundo afirma que la razón es libertad. En el fondo,
piensa Gómez Dávila, las críticas emergen de visiones distintas de
la historia. Para el progresista radical la razón es la sustancia de la necesi -
dad y la necesidad el proceso en el que la razón se r ealiza. La histo-
ria no es la suma de simples hechos, sino epifanía de la razón, e
incluso cuando piensa que el conflicto es el mecanismo vector de la
historia toda superación resulta para él de un acto necesario . La
norma ideal emerge del curso mismo de la historia. Y por lo mismo
la raíz de la obligación ética reside en impulsar la historia hacia sus
propios fines, porque actuando en el sentido de la historia la razón
individual coincide con la razón univ ersal. El progresista liberal, en
cambio, se instala en la contingencia: para él la libertad es la sust\
an -
cia de la razón y la historia el proceso en que el hombre se realiza
en liber tad. No hay, pues, proceso necesario, sino ascensión de la
liber tad humana hacia la plena autoposesión. La historia es una
materia iner te modelada por una voluntad soberana, de modo que
el acto r evolucionario condensa la obligación ética en cuanto que
romper las cadenas que la embridan es el acto esencial de la liber-
tad que se realiza. Pero la historia, obser va nuestro hombr e, no es ni necesidad ni
liber tad, sino que r esulta de su integración flexible. N o se desarro-
lla como un pr oceso dialéctico único y autónomo que pr olonga en
dialéctica vital la dialéctica de la naturaleza inanimada, sino como
una pluralidad de procesos tan numerosos como los actos libr es y
ligados a la diversidad de sus bases carnales. S i el progresista se vuel -
v e hacia el futur o como el conservador hacia el pasado, el reaccio-
nario no busca ni en la historia de ayer ni en la de mañana el para -
digma de sus aspiraciones. N i aclama lo que debe traer la próxima
aurora ni se acuesta sobre las últimas sombras de la noche. S u mora-
da se alza en el espacio luminoso donde las esencias le interpelan
con su presencia inmortal. El reaccionario escapa a la esclavitud de
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(36) Nicolás Góme z Dávila, “El r eaccionario auténtico”, loc. cit., al que parafraseo
en lo que sigue.
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la historia porque persigue en la jungla humana huellas de pasos
divinos. H ombres y hechos son, así, la carne servil y mortal anima-
da por mociones venidas de fuera. S er reaccionario, en síntesis, es
saber que no descubrimos sino lo que cr eemos inventar. Es admitir
que nuestra imaginación no crea, sólo desnuda los cuerpos tiernos.
Es no abrazar causas ni defender fines determinados, sino someter
nuestra v oluntad a la necesidad que no asfixia, abrir nuestra liber -
tad a la exigencia que no constriñe. ¿Dónde radica la entraña de esa caracterización? Decidida-
mente, hay muchas razones para la r eacción: «El reaccionario no es
un pensador ex céntrico, sino un pensador insobornable» (p . 41). Y
la raíz de ese pensamiento «no es la desconfianza en la razón, sino
la desconfianza en la voluntad» (p.43). Pero quizá habría que inda-
gar un poco más en torno a estas clav es. Permítaseme hacerlo sólo
con un perfil filosófico y algunas ideas políticas. Respecto a lo primer o, que excede del objeto de estas páginas,
se observa, de un lado, una alergia r especto del racionalismo, en
nombre de la razón, típica de la filosofía clásica (y cristiana), per o
que se extiende a algunas de las corrientes más señaladas de ésta,
singularmente el aristotelismo y , a partir del mismo, del tomismo .
T ambién al estoicismo . El rechaz o del racionalismo se extiende a la
Ilustración, que es una de las matrices del liberalismo: «E l vicio del
Aufklärung no es la “abstracción ”, es la adhesión ciega y fanática a
ciertos postulados que llama “ razón”» (p. 143). Y no esconde su dis -
tancia de Aristóteles: «E l vicio de la escolástica medieval no está en
haber sido ancilla theologiae , sino ancilla A ristotelis» (p. 153). O del
estoicismo: «N o quiero serenidad estoicamente conquistada, sino
ser enidad cristianamente recibida» (p . 99). La preferencia agustinia -
na y franciscana es palpable, por otr o lado, en múltiples páginas. Y
muchos de sus aforismos no se entenderían r ectamente sin esas pre-
fer encias legítimas. Aunque, aristotélico confeso, quizá se disculpe
al autor de esta nota r ecordar que el Aquinate conjuga a Aristóteles,
per o también al mejor Platón, con los padr es de la Iglesia, singular-
mente con Agustín. Y que su lema bien podría ser sapientia cordis.
S iempre que no se contemplen como contrarios los términos, nada
obsta a seguir a nuestr o autor cuando afirma, respecto de Dios, que
«no debe ser objeto de especulación, sino de oración» (p. 53). O de
la tradición: «E l gesto, más que el verbo, es el v erdadero transmisor
de las tradiciones» (p . 110).
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En cuanto a lo segundo, si tomamos como ejemplo el del
poder , le parece que lo característico del reaccionario, es no calum-
niarlo pero sí desconfiar profundamente de él (p . 47). Frente al
tópico anar quizante del liberalismo según el cual en todo poder hay
algo de maléfico y corruptor , está puesto por Dios para la discipli-
na del hombre y para que, a través de la misma, éste alcance per fec-
ción ( 37)
. Pero también es fácil que se convier ta en vehículo de
abusos. Así pues, el poder es un instrumento del orden que puede
acabar por imponer el desor den, aunque siempre un desor den
“ordenado ”. Esa es una de las grandes paradojas del pensamiento
reaccionario: que no puede r eaccionar contra los poderes existentes,
en nombr e de la defensa de un orden al ser vicio de los cuales debie-
ran hallarse. P or eso el poder no es algo mecánico, sino humano,
quizá demasiado humano, que obliga a buscar su encauzamiento (y
quizá también en ocasiones su contención) no en factor es mecáni-
cos sino humanos: «La separación de poder es es la condición de la
liber tad. N o la separación formal y frágil de poder ejecutivo, poder
legislativo y poder judicial; sino la separación de tres poder es estruc-
turados, concr etos y fuertes: el poder monárquico, el poder aristo -
crático y el poder popular» (p . 133). He ahí la idea clásica del régi -
men mixto, comprendida en su pr ofundidad. Y que corona la
monarquía. A unque los monarcas tantas veces decepcionen: «Los
monarcas, en casi toda dinastía, han sido tan mediocres que par e-
cen pr esidentes» (p . 114).
T enemos que terminar . Nicolás Gómez Dávila es un r eacciona-
rio, que reacciona contra el mundo moderno (entendido no crono -
lógica sino axiológicamente), contra la r evolución que éste ha intro-
ducido, al tiempo que conserva lo que éste no ha deshecho (toda-
vía) del orden natural e histórico de la civilización cristiana y cuida
con mimo las tradiciones que vienen de ésta. Reacción, conserva-
ción y tradición se r eúnen en un surco que es el de la I glesia católi-
ca y la civilización que fecundó: «El peso de este mundo sólo se
puede sopor tar postrado de hinojos» (p . 30). Y es que la religión es
más que razón o moral: «La religión no es conclusión de un racioci-
nio, ni exigencia de la ética, ni estado de la sensibilidad, ni instinto,
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(37) Miguel Ayuso, La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo
moder no, Buenos Aires, 2001; Danilo Castellano, La verità della politica, Napoles,
2002.
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ni producto social. La religión no tiene raíces en el hombre» (p . 45).
E l propio dogma católico «constata un hecho misterioso, no esbo-
za explicación del hecho» (p . 54). Por eso debe huirse de la tenta-
ción del eclesiástico de todo tiempo: «T ransportar las aguas de la
r eligión en el cedazo de la teología» (p . 46). Sin embargo, la moder-
nidad intr oduce un factor nuevo. Y si la Iglesia antigua pudo adap-
tarse al mundo helenístico es porque la civilización antigua era de
índole r eligiosa, mientras que «en el mundo actual, la I glesia se
corr ompe si pacta» (p. 132). P orque el moderno ha cambiado «la
Imitación de C risto por la parodia de Dios» (p . 31). Y tornado en
sistema la tendencia perenne de justificar el pecado, que aleja más
de D ios que el propio pecado (p . 51). Singularmente los progresis -
tas cristianos tiene particular responsabilidad, pues «están convir-
tiendo el cristianismo en un agnosticismo humanitario con vocabu -
lario cristiano» (p . 136). Tanto es así que se muestra indulgente con
err ores como el puritanismo, que le par ece «la actitud propia al
hombr e decente en el mundo actual» (p. 109). Lo que quizá
adquiera luz singular a través de su afirmación de que «las alm\
as que
el cristianismo no poda nunca maduran» (p . 54).
Gómez Dávila es al tiempo tajante y suav emente escéptico.
T ajante como cuando afirma: «El mundo moderno no tiene más
solución que el J uicio Final. Que cierren esto» (p . 152). Y suave-
mente escéptico cuando subraya que el escepticismo inteligente «es
el que duda porque posee como criterio tres o cuatro evidencias» (p .
87). Por eso, mientras tanto, en la espera del J uicio Final, afirmado
en esas evidencias, «hacer lo que debemos hacer es el contenido de
la Tradición» (p. 55).
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