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Patrias, naciones, estados y bloques territoriales

ACTAS DE LA XLVIII REUNIÓN DE AMIGOS DE LA CIUDAD CATÓLICA: LA TRADICIÓN CATÓLICA Y EL NUEVO ORDEN GLOBAL

 

1. El problema del lenguaje

Siempre es importante, singularmente en la edad contemporánea, tan baqueteada ella por confusiones y ambigüedad. Vivimos en Babel, en la nueva Babel de las ideologías, donde a diferencia del episodio del Génesis, en que los constructores no se entendían entre sí a causa de hablar lenguas distintas, hoy no nos entendemos siquiera en nuestra lengua[1]. Hoy no es que usemos palabras distintas para expresar una misma cosa sino que expresamos cosas distintas con la misma palabra[2]. Pero, a lo anterior, al equivocismo, se añade un empobrecimiento univocista.

Si lo primero dificulta el consejo aristotélico de seguir el uso común al dar nombre a las cosas[3], lo segundo obliga a superar las rigideces del lenguaje moderno, recuperando su sentido analógico y flexible[4].

El uso revolucionario del lenguaje aprovecha tales equívocos y limitaciones. Durante cierto tiempo, así, “las naciones oprimidas” tomaron el relevo de los “obreros oprimidos”, si bien hoy parecen ocupar el primer plano de la “opresión” las minorías (mujeres, invertidos y finalmente la “naturaleza”, contemplada en el surco de lo que se han llamado las bioideologías)[5].

 

2. La modernidad política y su impacto

Esto se aprecia en particular en el tema que vamos a abocetar en lo que sigue, conscientes de que un tratamiento más profundo excede del espacio que tenemos a disposición. Y concierne, sí, a los términos “nación”, “patria” o “Estado”, pero también a los que vienen referidos a representaciones mentales de esas realidades, tales como “nacionalismo”, “patriotismo” o “estatismo”.

“Nación” (de nascor) tiene que ver con el nacimiento y, porta, por lo mismo, un significado principalmente natural y cultural, p e ro no político. Lo mismo que ocurre con “patria” (de pater), que procede de la tierra de los padres, reforzando sobre la anterior (donde está presente, sobre todo, la “generación”) el sentido de la “tradición”. La “ciudad” o comunidad política es una institución natural, propiamente política, finalizada por el bien común.

La modernidad va a atribuir a la nación y a la patria un significado distinto, como sujeto político. En su base se halla el Estado moderno, forma histórica de la comunidad política (su encarnación moderna al tiempo que su destrucción), basado en la soberanía, pronto confundida con la voluntad general, operativo a través del llamado “principio de las nacionalidades”.

En cuanto a lo primero, Pío XII, en su mensaje de 24 de diciembre de 1954, afirmaba: “La vida nacional es por su propia naturaleza el conjunto activo de todos los valores de civilización que son propios de un grupo determinado, caracterizándole y constituyéndole como el lazo de su unidad espiritual. Enriquece al mismo tiempo, por su propia contribución, la cultura de toda la humanidad. En su esencia, por consiguiente, la vida nacional es algo no político; es tan verdadero que, como demuestran la historia y la experiencia, puede desarrollarse al lado de otras, en el seno de un mismo Estado, como puede también extenderse más allá de las fronteras políticas de éste”[6]. Concepción de la nación como ajena al dominio de lo político, que se corresponde con el sentido afectivo-existencial y abierto de lo que podríamos llamar la nación histórica; frente a una politización que conduce de modo inexorable a su absolutivización e ideologización[7].

Lo segundo nos ofrece a un Estado dechado de particularismo, centralización, neutralidad y artificio frente al universalismo, descentralización, necesidad de una ortodoxia y mando personal que tocan a la comunidad de los hombres[8]. Es el Estado agente de lo que he llamado la primera globalización y paciente, en cambio, de la segunda[9].

 

3. El territorio y la articulación de los grupos humanos

Echemos un vistazo ahora a la articulación territorial. Los hombres necesitan de su agregación y de sentirse pertenecientes a un grupo. Pero, al mismo tiempo, necesitan marcar su independencia. Explica Aristóteles que para que estemos en una verdadera ciudad se precisa la existencia de algún lazo de amistad entre los hombres que viven en ella, sin el cual no hay ciudad. Pero a condición de que no sean totalmente amigos, porque en ese caso desparece también la ciudad[10]. Vivir en sociedad se hace, por tanto, de una dialéctica entre autonomía y unidad. Hacen falta vínculos de integración y hacen también falta vínculos de instituciones que potencien la variedad.

Es cierto que hoy se habla de la crisis de los Estados modernos, lo que abre una gran oportunidad para quienes, como los pueblos hispánicos, el Estado no forma parte de su constitución histórica. En otro lugar lo he llamado las (posibles) “ventajas de la no-estatalidad”[11]. Pues el Estado suplantó al gobierno, pro p i o del régimen. Hoy, y esta es la gran pena, el resquebrajamiento de los Estados no apunta hacia la recuperación del gobierno, sino más bien hacia la llamada “gobernanza”, esto es la administración de las cosas, frente al gobierno de las personas[12].

Pero esa es otra cuestión. En los signos de los tiempos vemos que la coexistencia resulta insuficiente para instaurar un orden y que es necesaria la comunidad. Y, sin embargo, no parece que las cosas se encaminen por esa senda, pese a los buenos deseos de muchos, incluidos los Pontífices romanos, sino más bien por la del apuramiento del liberalismo disolvente. En todo caso, lo que se evidencia es cómo las exigencias encerradas en el pensamiento tradicional son de más actualidad que nunca e incluso contienen respuesta para los problemas presentes.

Para empezar, podemos repasar el aspecto halagüeño. En cuanto la crisis ataña al Estado como artefacto, el nuevo ordo orbis podría abrirse a lo que el último cultor del ius publicum europeum llamaba “grandes espacios” (grossraume)[13]. Y, qué duda cabe, el mundo hispánico constituye un gran espacio, un gran espacio, además, no sólo en un sentido geográfico, sino también en un sentido profundamente humano, cultural y espiritual. Y con una historia a sus espaldas.

En la senda anterior, y explotando las vetas que ofrece para una reconstrucción realista de la política que permita reatar el hilo de la tradición, se ha hablado de “regionalismo funcional” superador de los Estados decadentes[14]. Es cierto que, en el singular sistema de su autor, tal expresión contiene ambigüedades no pequeñas. Por eso ha habido quien ha visto en ella una intentio universalista y tecnocrática que se situaría en los antípodas de la tradición católica[15]. Así como, por otra parte, se ha observado la contradicción que supone proponer, de un lado, la sustitución del Estado por regiones territoriales, para a renglón seguido sostener que el centro del sistema no es el territorio sino la función, que está a cargo de organismos técnicos. Pues así acaba con el mismo regionalismo que necesariamente tiene que apoyarse en una geografía[16].

No están exentas de razón ambas objeciones. A mi juicio, sin embargo, el planteamiento debe ser tomado como un intento (sugestivo) de superar la cerrazón de los Estados-naciones modernos, que permitiría recuperar la comunidad política natural y que tendría por columna vertebral el principio de subsidiariedad, que en el mundo hispánico –en precoz prematuración– se habría concretado en el “fuero”. Sé que tampoco lo que acabo de decir está exento de algún punto débil. Pues el principio de subsidiariedad no es una regla técnica sino un principio regulador de las relaciones entre los cuerpos sociales[17]. Y pues el “fuero” está ligado al derecho histórico[18]. Nada más alejado del reduccionismo “funcional” que las palabras permitirían dejar entrever. Pero que, me parece, se hayan contrapesadas al rechazar el one world mundialista y al postular grandes espacios éticos, de verdadera comunidad, en los que necesariamente el factor religioso tendría un papel importante[19]. Por todo ello, creo que podría concluirse que la Hispanidad puede constituir un modelo de superación de los Estados actuales, a través de la articulación de un gran espacio, con base histórica, y unidad moral, con el principio de subsidiariedad y el particularismo foral como ejes.

En contra juega el contexto disolutorio de la crisis presente. Que hace temer que con el Estado caiga algo de más permanente y noble: la propia comunidad política. Lo que no es de excluir en las condiciones presentes con un nihilismo rampante. Por eso, entre los signos contradictorios que signan siempre toda crisis, hemos de contemplar con cautela muchos fenómenos de la experiencia hodierna. Se ha escrito a este propósito: “La crisis del ‘Estado nacional’, en todo el mundo, permite conjeturar (…) una superación de la actual estructura estatal: ad extra, por organismos supranacionales, y a la vez, ad intra, por autonomías regionales infranacionales. Pero, por un lado, aquellos organismos se han evidenciado absolutamente vacíos de toda idea moral, como no lo sea la muy vaga y hasta aniquilante del pacifismo a ultranza, que sólo sirve para favorecer la guerra mal hecha; por otro lado, el autonomismo se está abriendo paso a través de cauces revolucionarios, a veces anarquistas, pero siempre desintegrantes, que no sirven para hacer patria, sino sólo para deshacerla. Así, resulta todavía hoy que ese ‘Estado nacional’ llamado a desaparecer, subsiste realmente como una débil reserva de integridad moral, pero sin futuro”[20].

Buena parte de mis escritos en sede de teoría política se han centrado en tal problema. Que no debe perderse de vista. Aunque, en nuestro caso, tampoco la realidad de una Hispanidad que deseamos creciente. Lo que conduce a extremar la cautela en estos tiempos de confusión que, con tanta frecuencia, tocan incluso a la doctrina social católica.

 

[1] Gén., 11, 6-8: “Y se exclamó Yahveh: ‘He aquí que forman un solo pueblo y todos tienen ellos una misma lengua, y éste es el comienzo de su obra; ahora no les será impracticable cuanto proyecten hacer. Ea, bajemos y confundamos su lengua, a fin de que nadie entienda el habla de su compañero’. Luego los dispersó Yahveh de allí por la faz de toda la tierra y cesaron de construir la ciudad” (versión de Bover-Cantera, 1947).

[2] Thomas MOLNAR, “Notes sur la confusion des langues”, La pensée catholique (París), n.º 259 (1992), pág. 36.

[3] ARISTÓTELES, Tópicos, 2,2, 110a.

[4] Francisco CANALS, Política española: pasado y futuro, Barcelona, 1977, págs. 70 y sigs.

[5] Puede hablarse de “crepúsculo de las ideologías”, al modo de Gonzalo Fernández de la Mora, en su libro del mismo título (Madrid, 1965), siempre que lo refiramos a las ideologías concretas del momento y excluyamos, en cambio, a la ideología, esto es, a la mentalidad ideológica, más campante que nunca, y transformada hoy si hacemos caso de Dalmacio Negro en “bioideología” (cfr., por ejemplo, El mito del hombre nuevo, Madrid, 2009, pp. 239 y ss.). He tratado el asunto en mi “¿Terminaron las ideologías? Ideología, realidad y verdad”, Verbo (Madrid) n.º 439-440 (2005), págs. 767 y sigs. Continúa como punto de referencia el libro de Juan VALLET DE GOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, 2.ª ed., Madrid, 1975.

[6] A partir de este mensaje, Marcel Clément, por encargo del director de Itinéraires, Jean Madiran, dirigió una Enquête sur le nationalisme, reunida luego en un volumen editado en París en 1957. Últimamente, entre nosotros, José Antonio Ullate ha recuperado el tema con singular fuerza y acierto. Cfr. “El nacionalismo y la metamorfosis de la nación”, Fuego y Raya (Córdoba / Argentina) n.º 2 (2010).

[7] Sobre el surco del pensamiento tradicional español lo he tratado en los dos primeros capítulos de mi libro El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, 2011.

[8] Cfr. Dalmacio NEGRO, Gobierno y Estado, Madrid, 2000.

[9] Es el objeto de mi libro ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, 2005, y en particular de su capítulo tercero.

[10] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, libros VIII y IX.

[11] Cfr. mi Carlismo para hispanoamericanos, Buenos Aires, 2007. En la era de los Estados, los no-Estados o los Estados truncados (como los hispánicos) no podían sino hallarse en una situación de inferioridad. Pero en la coyuntura presente, la que se ha bautizado como de crisis del Estado, ¿acaso no podríamos encontrarnos en otra de privilegio?

[12] En mi “Las metamorfosis de la política contemporánea: ¿disolución o reconstitución”, Verbo (Madrid) n.º 465-466 (2008), págs. 513 y sigs., que cierra las actas de la XLV Reunión de amigos de la Ciudad Católica, se examinan varias cuestiones y, entre ellas, la de la “gobernanza”. En el mismo número, se ocupa monográficamente de ella el profesor Dalmacio Negro a las págs. 421 y sigs.

[13] Ve Carl Schmitt en el futuro (La unidad del mundo, Madrid, 1951, pág. 24) “un equilibrio de varios grandes espacios que creen entre sí un nuevo derecho de gentes en un nuevo nivel y con dimensiones nuevas, pero, a la vez, dotado de ciertas analogías con el derecho de gentes europeo de los siglos dieciocho y diecinueve, que también se basaba en un equilibrio de potencias, gracias al cual se conservaba su estructura”. Álvaro d´Ors, en La posesión del espacio, Madrid, 1988, se inspira en los leit-motiven schmittianos. Carl Schmitt se consideraba a sí mismo el último cultor de ius publicum europaeum, esto es, el último estatista. No es, pues, en modo alguno, un tradicionalista. Pero su influjo sobre un tradicionalista sui iuris como Álvaro d´Ors muestra las potencialidades sin cuento de toda obra genuina.

[14] Cfr. Álvaro D´ORS, Papeles del oficio universitario, Madrid, 1961, págs. 310 y sigs.

[15] Félix A. LAMAS, Los principios internacionales, Buenos Aires, 1989, pág. 58.

[16] Bernardino MONTEJANO, Curso de derecho natural, 8.ª ed., Buenos Aires, 2005, págs. 255 y sigs.

[17] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, Tres ensayos. Cuerpos intermedios. Representación política. Principio de subsidiariedad, Madrid, 1981.

[18] Francisco Puy lo trata sintéticamente en “Derecho y tradición en el modelo foral hispánico”, Verbo (Madrid) n.º 128-129 (1974), págs. 1013 y sigs.

[19] Álvaro D´ORS, Nueva introducción al estudio del derecho, Madrid, 1999, pág. 188.

[20] ID., “Tres aporías capitales”, Razón española (Madrid) n.º 2 (1984), pág. 213.