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Los presupuestos teoréticos del pensamiento de Danilo Castellano

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

1. Introducción

No resulta fácil establecer el conjunto de los presupuestos teoréticos que constituyen la base del trabajo intelectual de un autor. No tanto porque, en general, se produzca una cierta resistencia a revelar «nuestras fuentes», sino porque, también en general, dichas fuentes no siempre consisten en un conjunto ordenado de postulados y planteamientos. Lo más habitual es, por el contrario, que dichos presupuestos se vayan formando a partir de materiales diferentes, que son recompuestos y sistematizados, de manera compleja; se trata de elementos de distinta procedencia y, también, de un esfuerzo personal que intenta hacer coherentes teorías y puntos de vista que, prima facie, parecen no tener mucho en común. Pero, sobre todo, la determinación de presupuestos teoréticos es difícil porque los autores no suelen ver la necesidad de exponer o aclarar sus puntos de partida. Los de llegada, esto es, los resultados, sí, pero los orígenes, la cimentación de su edificio teórico parece un empeño tedioso y, las más de las veces, poco productivo.

En el caso de la obra de Danilo Castellano, en concreto, no encontramos un texto aclaratorio, que sea sistemático y completo, de sus orígenes teóricos. A mi modo de ver ello no obedece a que tales elementos sean arbitrarios o asistemáticos, sino a que su objetivo es el de aportar planteamientos de contenido que requieren una profunda discusión y crítica, y no considera fundamental explicitar sus postulados. Sin embargo existen, naturalmente; basta con una simple lectura de algunas de sus obras para advertir la existencia de puntos de partida sólidos y profundos.

Lo que ocurre es que dichos elementos teoréticos se encuentran dispersos a lo largo de sus textos, de carácter jurídico y político. Por este motivo, me parece insuficiente comenzar estas consideraciones, por ejemplo, trayendo a colación el desarrollo del neotomismo en la cultura italiana desde 1848, o la recuperación, dentro de este marco, de la idea de Cristiandad, o, en fin, la consolidación del tomismo. Es indudable el interés que revestirían estos planteamientos. Aunque la escolástica nunca había llegado a extinguirse totalmente, fue con la proclamación, en el último cuarto del siglo XIX, del Aquinate como patrono de la enseñanza católica, cuando se crearon academias y asociaciones que alcanzaron una notable presencia con el pontificado de León XIII.

En este marco se escribieron los grandes tratados del siglo XIX[1] y, en seguida, aquellos que vieron la luz ya en el XX[2]. Incluso sería conveniente hacer referencia a otros planteamientos neotomistas transalpinos[3], o más simplemente neoaristotélicos, que se desarrollaron en otros puntos de Europa[4]. Pero no es posible abordar aquí una empresa de semejante envergadura.

Y otro tanto puede decirse de autores cuya influencia sobre el pensamiento de Danilo Castellano no es presumible, como ambiente general, sino que se encuentra reconocida y hasta documentada por él mismo. Un Antonio Rosmini, por ejemplo, que había resaltado la tendencia del hombre al bien objetivo, universal, absoluto, incondicionado, como prueba de su participación en la verdad, manifestando una tendencia que se ensancha hacia la infinitud. En el campo del derecho, en concreto, las reflexiones de Rosmini no dejan de ser relevantes e influyentes. Así, la realidad del derecho como aplicación de una justicia jurídica, diferente de la ética, referida a la perfección moral y a la caridad, o la fundamentación del derecho en la justicia, esencia de la ley, o la relación entre derecho y moral, afirmando que el derecho es tal si hace lo que la moralidad señala y ordena[5].

No puede pasarse por alto la influencia de estos planteamientos en una obra básicamente de filosofía del derecho y filosofía política. Sin embargo, continúa siendo imposible detenerse pormenorizadamente en ello. Habría que referirse igualmente a Darío Composta, cuyos trabajos sobre metafísica no podían pasar desapercibidos para Castellano[6], o, sobre todo, a Augusto Del Noce, a quien el propio Danilo Castellano ha dedicado páginas de gran interés[7]. Son destacables las consideraciones sobre la vida como elección y opción, que Castellano centra en la idea de «atención». El realidad, al profesor de Udine le interesa menos la identificación del aristotelismo de Del Noce como realismo u ontologismo, y se centra en la confrontación de la opción según valores a la opción según la realidad. Es más, encontramos en Del Noce una constelación de ideas que se reencuentran completadas y concretadas en la obra de Castellano. Me refiero a cuestiones como la del nihilismo, la libertad negativa, el liberalismo como negación del individuo, o como las de la inseparabilidad de filosofía y teología, la democracia como forma y no como fundamento de gobierno. No obstante lo cual, tampoco es posible detenerse en estas consideraciones.

Porque el objeto de estas páginas no es el de elaborar una biografía intelectual de Danilo Castellano. Un planteamiento del tipo de los de «Vida y doctrina», al uso, añadiría muy poco, me parece en el conocimiento de un autor que no es un simple epígono o discípulo de escuela. A su vez, un planteamiento que permitiera la comprensión de los problemas que aborda desde unos claros puntos de partida puestos en evidencia al comienzo de su reflexión implicaría un proceder cartesiano del que Danilo Castellano se encuentra muy lejos.

Su metodología pasa por una atenta observación del problema, a la que sigue su identificación para, desde ella, poner de manifiesto sus implicaciones y, sobre todo, la insuficiencia de las soluciones propuestas internamente. Hay una profunda visión histórica del problema para advertir que es posible otra concepción que se ofrece más perfecta y precisa desde el ángulo teórico.

En estas condiciones, me parece que la determinación de las bases teoréticas del profesor Castellano debe seguir un camino en cierto modo inverso al habitual, que es el descrito hasta aquí. Esto no significa, desde luego, que sea más sencilla. La propuesta en este sentido consiste en identificar algunos de los puntos problemáticos sobre los que el autor debate ampliamente, examinando el modo en que procede para, una vez establecidas las líneas comprometidas, establecer los presupuestos principales que le sirven de cimiento.

Pues bien, desde esta perspectiva, entiendo hay tres elementos que son imprescindibles. Desde luego es algo que puede discutirse, en cuanto pueden ser más, o tal vez menos, siendo alguno redundante, o añadirse otros nuevos según se desarrolle el tema. Pero, desde luego, son tres puntos que dan cumplida cuenta del alcance y de las intenciones teóricas de nuestro autor. Estos elementos son: las relaciones entre el derecho y la moral, el concepto y fundamento de los derechos humanos, y la noción de constitución en relación con el constitucionalismo. Todas ellas son cuestiones exquisitamente modernas, demostrando el constante diálogo y crítica emprendido por Castellano con la modernidad, y encierran referencia a otras problemáticas no menos modernas y relevantes, como la del laicismo y la laicidad.

Utilizando un recurso que recuerda la metodología hegeliana, pero que en este caso no deja de ser un recurso retórico, ordenaré estos puntos partiendo de los que me parecen más comprensivos, de modo que permitan dar un mayor sentido a los demás. Como veremos, este método deberá conducirnos a unos puntos reasuntivos que son transversales a todo su planteamiento en conjunto. De ellos, el más destacable me parece el del concepto de libertad, pues se encuentra latente en su ideario la existencia de una analogía, al menos formal, entre la filosofía primera y la filosofía práctica, en toda la tradición clásica aristotélico-tomista, en virtud de la cual la forma de las cosas en el pensamiento teorético se corresponde con el fin de las mismas en el pensamiento práctico. Sin esta noción de libertad orientada al bien no es posible comprender la tesis de fondo que recorre la obra de Danilo Castellano. Pero hemos de llegar a esta conclusión tras examinar los puntos que se han determinado como básicos para ello.

2. La doctrina clásica de la constitución natural

El problema que plantea el constitucionalismo en los escritos de Castellano[8] se refiere al carácter central que adquiere la constitución en la organización político-jurídica moderna. Pero en la medida en que representa también el criterio último de la vida de los hombres en comunidad, se advierte igualmente su centralidad desde el ángulo ético; así como verdad suprema y ley suprema que consolida el positivismo heredero de la Ilustración. Además, en cuanto producto de la razón que, por sí mismo, transmite racionalidad a los objetos que constituye, el proceso constitucional ya es racional: el origen de la suprema ley, su vida y desarrollo, incluso su modificación gozan del valor de la razón.

Pero ¿en qué descansa este valor? ¿Qué funda la vida colectiva? Castellano advierte inmediatamente que el valor de las modernas constituciones descansa en su génesis individualista. No es una norma otorgada ni pactada, al estilo medieval, sino un texto producido desde la razón y voluntad del individuo, por y para él. Este elemento individualista, uno de los puntos fuertes de la crítica de Castellano, neutraliza, en efecto, todo lo que pretenda situarse por encima de tal voluntad, convirtiendo la voluntad popular en suma de voluntades particulares.

Este individualismo fundamentador explica también el carácter contractual de la constitución: un contrato, por cierto, inmodificable, pues el resultado se sobrepone al mismo, en cuanto que su obligatoriedad es condición de la vida en común de individuos que mantienen su particularidad como esencia. Es este un punto que dará lugar a numerosas dificultades entre los propios contractualistas, señaladamente la de la capacidad de obligar a quienes no participan o renuncian al acuerdo. Sin embargo, será un punto irrenunciable, porque abre el proceso de la legalidad y, al mismo tiempo, lo cierra (dada la extensión al infinito de dicho proceso legal).

Por otra parte, Danilo Castellano sitúa en el centro de su reflexión otro punto no menos fundamental de la constitución, sobre todo, contemporánea: el del pluralismo. Se trata del mantenimiento de la legalidad pero manteniendo la individualidad que tiene por base, es decir, un pluralismo que se refleja en una diversidad de derechos que son indiferentes a la justicia, articulándose en torno a las garantías; derivados y exigidos por las plurales fuerzas políticas, forman los llamados «derechos de la ciudadanía». Con ello se revela que el derecho de la constitución sólo es pura y contingente efectividad; en lugar de responder a las exigencias de la justicia, depende del compromiso y del equilibrio[9].

Esta noción de pluralismo exige, por ello, la revisión del concepto moderno de soberanía, en el que se invierte la relación entre ciudadano y Estado, en el sentido de que el sujeto, originalmente protagonista del contrato, se convierte en consociado. Al ser el Derecho constitucional creación de la constitución, ésta deja de dar forma a la sociedad, que pasa a formalizar la constitución, creando una identidad de Estado y constitución en la que lo constituido se convierte en constituyente, del mismo modo que lo constituyente no puede constituir sino lo ya constituido. Así, no es el Estado el que hace la constitución, sino ésta al Estado.

A partir de aquí es posible establecer una línea de pensamiento: el constitucionalismo. Para comprenderlo, hay que resaltar las características ya señaladas (individualismo, pluralismo, efectividad), añadir otras (garantismo), y mantener el cimiento fundamental formado por la libertad negativa. El constitucionalismo, efectivamente, supone que la constitución contemporánea se ha independizado del Estado, que pierde realidad (deja de ser soberano) a favor de la autonomía constitucional, que mantiene, sin embargo, su perfil de contingencia y de dependencia del poder.

Será, justamente, esta contingencia del poder la que permita al profesor de Udine poner de relieve el carácter democrático, más que liberal, de las constituciones contemporáneas. En este sentido, el constitucionalismo es sobre todo una línea ideológica que encubre una transformación muy profunda: la forma de defensa del individuo frente al Estado mediante derechos negativos, limitaciones del poder, pasa a abrir el juego de los derechos positivos, como exigencias que el Estado ha de satisfacer. Es el paso desde la defensa a la promoción de los derechos, ésta última como fin de la democracia. Esta situación da lugar a un enfrentamiento ley-derechos que carece de solución, en cuanto que el derecho ya no se entiende como relación. De ahí que el constitucionalismo tenga que derivar, inevitablemente, hacia el procedimentalismo y el absolutismo.

Aunque sigue subyaciendo en ambos casos el juego de las libertades individuales. Por eso, tanto en la modernidad como en el momento contemporáneo, la constitución representa el instrumento (legal) del nihilismo jurídico y del relativismo. Abordar esta cuestión exige un planteamiento radical. En principio, la constitución consiste en un conjunto de leyes, instituciones, costumbres derivadas de principios inmutables de la razón. Pero convertidos en principios formales, se vacían de contenido, limitándose a lograr un equilibrio de fuerzas individuales o/y de grupos. Esto es resultado del problema político que plantea la constitución. A pesar de que se presente como un principio básico, el particular no puede traspasar su poder a la constitución, por varios motivos: en primer lugar se crearía así una relación asimétrica, en la que lo privado deviene directamente público; en segundo lugar, el privado no puede dar lo que no tiene, esto es, poder público (sólo goza de poder doméstico); por último, tal traspaso pretendería obligar a todos, independientemente de su voluntad (o sea, del contrato).

En definitiva, fundar el poder político en la constitución requiere la existencia previa de un poder no cualificado (la violencia): «…el hombre no posee la verdad al modo divino –escribe Castellano–, sino que la conquista por grados, fatigosamente, y sólo cuando está dispuesto a considerar todos los aspectos de la cuestión, todas las “vías” propuestas y a veces recorridas, en un intento de alcanzar la verdad, todas las objeciones alzadas»[10]. Estamos ante una base antropológica muy diferente de la practicada por los modernos: rechaza la concepción abstracta y a priori del proceder humano, proponiendo, frente a la razón pura, una razón práctica. En el campo constitucional, esto supone poner en cuestión tanto la materialidad del poder como el formalismo liberal, en los que la constitución organiza y limita el poder del Estado, tanto mediante los derecho como mediante la división (no natural) de poderes[11].

Desde el ángulo de la constitución natural, pues, hay que poner en tela de juicio la noción de un constituyente proveniente de un acto voluntario colectivo, la idea de un acto prejurídico que el derecho reconoce como fundamento del mismo. Al contrario, el derecho es condición del pueblo, en la medida en que en la constitución natural la fuente del derecho no es la voluntad del pueblo, sino la naturaleza propia de la comunidad política, natural al hombre. Para esta doctrina, en efecto, el constituyente es un poder ordenador que obra legítimamente sobre la base de un orden jurídico, muy lejos de un poder de hecho que cuenta con fuerzas discrecionales (la libertad individual).

Aun condicionado por la recta razón, el acto de la voluntad singular no pasa de ser una reminiscencia de la superior voluntad divina, o de un cálculo de la felicidad[12]. Para la doctrina clásica de la constitución natural, ninguna decisión humana puede darse si no es guiada por la razón, no como complemento secundario, tal vez corrector, sino como componente esencial, en cuanto saber del fin y del bien. Aquí la naturaleza humana exige no sólo el que, sino el por qué y el para qué. La constitución es, por tanto, un organismo natural, como la constitución física del hombre[13]. La naturalidad de la constitución se corresponde con la naturalidad de la comunidad política, estableciéndose así una continuidad entre la sociedad doméstica, civil y política. La familia y la sociedad civil, por tanto, no son creadas por el ordenamiento jurídico estatal, o sea, por una decisión. El constitucionalismo, precisamente, invierte esta relación, porque invierte la conexión entre democracia y gobierno, convirtiendo la forma de gobierno en fundamento del gobierno, es decir, en fundamento de la libertad negativa que busca el bien individual.

En estas condiciones, la democracia moderna justifica cualquier fin. Al no existir participación (igual o proporcional) en el fin de la comunidad, la constitución se convierte en fuente del nihilismo. Mientras que Aristóteles consideraba la política un arte arquitectónico en el que ésta no era un poder al que debiera someterse el derecho sin más, lo que la convertía en ciencia del bien común, ahora la justicia es creación del poder. Las interpretaciones que se apartan de este horizonte, en el que el derecho tiene como razón de ser el bien común como bien más comprensivo[14], no son sino vanas extensiones del poder.

3. La fuente del nihilismo

Los orígenes del nihilismo y la mención del bien más comprensivo (y transversal) nos permiten entrar en el segundo punto que puede revelar los presupuestos teóricos de Danilo Castellano. Reconducido el concepto de constitución y el constitucionalismo a su verdadero sentido, consistente en la hipostatización de la voluntad individual, y hecha explícita una concepción clásica de la constitución natural, es preciso enfrentarse ahora con el problema del orden ético, en su relación con el orden político y el orden jurídico.

Hay un esquema formal que se repite aquí: el de la ética como producto de una convención, lo que explica la presencia de diversos órdenes éticos y sistemas de valores que pretenden situarse en el mismo plano al provenir de exigencias personales. Como base del derecho, esto equivale a la afirmación de tantos órdenes jurídicos como éticos, y al revés. De este modo, el derecho no sería sino la codificación de un orden (liberal, socialista o racista), olvidándose el problema del ser o del origen del derecho y poniendo en primer plano el de su eficacia.

De esta forma, el derecho adquiere un perfil esencialmente nihilista. Si bien la filosofía de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) encerraba una cierta nostalgia de la filosofía, al criticar los intentos de identificar y fundar un orden en sí como orden ético racional (Kant, por ejemplo), los herederos de estas posiciones, que forman lo que ha dado en llamarse «pensamiento débil» en el momento contemporáneo, renuncian a considerar ni siquiera estas cuestiones: no existen principios, sino opciones individuales[15]. Y como nadie puede imponer una verdad que, por principio no existe, sólo cabe un orden compartido.

Naturalmente que con ello el problema se desplaza ahora al criterio de lo convenido, de lo compartible, sobre lo que se establece la convivencia. Hablaríamos, entonces, de una «opción convenida» que sustituye al principio pero que, como él, permite legitimar el poder, lo público (la violencia, según su propio planteamiento). Pero no existe un orden natural que conforme la verdad y la justicia, ni tampoco, evidentemente, obligaciones naturales (como las familiares, por ejemplo), independientes del querer. Por el contrario, la obligación existe en cuanto aceptada, reconocida, compartida por los consociados.

El relativismo que se inaugura así es absoluto. Una contradicción que lleva al nihilismo, pues en la medida en que la opción compartida es el principio (provisional) de la convivencia, es fuente de disidencias, enfrentamientos de minorías, etc., problematizando la vida en común. Es posible, sin duda, la discusión y el debate en este ámbito; pero no puede ser, dada la irracionalidad que preside esta situación, más que discusión de conveniencias y cálculo. Política y vida pública no pasan de ser, pues, un mal necesario, tal vez menor por ser cuantificable, pero un mal al que se ve condenado el ser humano.

Podría decirse que la fuente del nihilismo se encuentra en la propia soberbia del hombre, que pretende ser no ya la medida, sino el creador de la verdad y el bien. En la cultura moderna, el Estado es autor de la justicia, con lo que los derechos, la ética misma, lo son del ciudadano y no del hombre. Autonomía y privacidad sólo son comprensibles desde lo púbico, en cuanto que algo negativo, sustraído a lo público. Aunque la interioridad del sujeto se reserva, como libertad (arbitrio kantiano) debe coincidir con el derecho, externo y coactivo (como había advertido Rousseau), en un planteamiento en el que el supremo objetivo del particular consiste en fundirse con lo público, con el Estado (como propone Hegel).

De este modo, desaparece la certeza del derecho y la certidumbre moral; arrojado a la pura contingencia, no hay más derechos que los reconocidos por el Estado, lo que obliga a hablar de un derecho variable [es más, de un derecho natural de contenido variable, o de un mínimo de derecho natural[16]]. Pero con ello se elimina toda naturalidad en el comportamiento humano, aquellos elementos prepositivos relativos a la naturaleza de las cosas, la equidad, la buena fe, sobre los que la tradición había construido lo jurídico. Se explica así que, ahora, los derechos dependan de la libertad del legislador. Castellano destaca, en esta línea el absurdo que entraña, refiriéndose a la esclavitud, que si bien no puede reconocerse en absoluto en el hombre, sí puede hacerse con los animales, debido a su incapacidad de autogobierno, de ser señores de sí mismos. Claro que la libertad que configura este derecho se entiende en sentido aristotélico, dependiente de la naturaleza, siendo la misma razón que no reconoce capacidad de obrar en el menor o en el que está privado de sus facultades mentales.

Es, pues, una consecuencia natural. No tener en cuenta la naturaleza conduce al caos. Tal vez hoy, sin embargo, el problema es, como dice Edward Lorenz, aprender a vivir con y en el caos[17], de espaldas a la naturaleza de los entes que tienen el acto del ser, eliminando sus diferencias. Y, una vez roto el orden natural, establecer otros criterios de diferenciación y organización de los seres (hombres y animales, por ejemplo). Para la concepción clásica, sin embargo, cada ser está destinado a convertirse, según su desarrollo natural, en aquello para lo que está destinado, ya que el acto contiene la potencia (lo cual vale para el hombre y su paso de feto a niño y de ahí a hombre). Por eso, hay que evitar, ante todo, cualquier cosa que impida este desarrollo natural, empezando por el respeto a la vida, no ser suprimida ni obstaculizada, ni alterada (genéticamente), incluidos, por supuesto, la de aquellos que no son capaces de gobernarse a sí mismos. Es un planteamiento que domina y conforma el derecho natural realista y que el derecho positivo no puede cambiar, ni siquiera recurriendo a aquel elemento utópico («mágico») que es la constitución. Otra cosa es caer en el nihilismo, despreciando los elementos prepositivos que no dependen de la voluntad del legislador, de poder, de opciones compartidas: el orden ético.

4. El problema de la laicidad

Surge en este campo de consideraciones con singular fuerza el problema de la laicidad. Estado y derecho positivo chocan con la Iglesia porque están llamados a disciplinar el caos de cuestiones éticas (aborto, eutanasia, cambio de sexo…) que produce lo contemporáneo. Estado e Iglesia, subraya Castellano, son dos modos distintos de entender la libertad (y la propiedad), lo que da lugar a un enfrentamiento de antiguo: el Estado con un fin técnico; la Iglesia depositaria de verdades eternas, recepción de la revelación divina de un orden metafísico y ético superior al hombre, del que éste forma parte.

Pero si, tradicionalmente, el laicismo, efecto de esta confrontación, consistía en la independización de lo político (lo temporal) de la religión, lo que condujo al anticlericalismo, actualmente no tiene como objeto esta exclusión recíproca de lo político y lo religioso, sino que más bien es incluyente: no trata de separar, sino de negar lo religioso, y el orden ético, la verdad misma, como algo negativo. Esto inaugura la violencia del derecho positivo sobre el orden natural. Laicidad, por consiguiente, significa eliminación de las esencias como naturaleza de cada cosa: del hombre, del trabajo, del matrimonio… No hay más derecho, entonces, que el del ordenamiento positivo, incondicionado. A lo sumo, las esencias se convierten en libertades individuales vinculadas a la conciencia subjetiva y a las creencias y opiniones.

La laicidad es, así, emancipación de toda limitación moral o religiosa, o natural incluso; la suprema manifestación de la libertad negativa. Algo que, por cierto, se encuentra en el fondo de los dos modelos de tecnificación de los derechos de la modernidad, tanto el anglosajón, que va del individuo al Estado, como el francés, que va del Estado al individuo, pues en ambos casos, a la postre, el ordenamiento jurídico proviene del poder soberano del Estado, que se hace efectivo.

5. La libertad

Sin duda una pieza fundamental en el horizonte conceptual de Danilo Castellano es el problema de la libertad. Pero, como se habrá advertido, no en el sentido subjetivo de la modernidad. Es, al contrario, la libertad del hombre natural que, a diferencia del animal, es dueño de sí mismo como fin de un proceso natural que constituye su «bien». La libertad aquí se refiere a la elección y no al poder de acción: libertad de decidir entre el bien y el mal. Esto es, precisamente, el derecho natural: la elección de un vivir honesto y justo; la liberación de la iniquidad; una vida conforme a las exigencias de la naturaleza humana.

Esto significa que no puede ser una libertad absoluta, ya que, al ser elección de vida justa en un orden justo, la libertad es un bien, un fin, natural del hombre. En estas condiciones, no hay contradicción entre libertad y derecho, como creían Rousseau y Kant. El segundo no es represión de la primera, porque no se requiere la limitación u ordenación de libertades que son poderes individuales. Derecho y libertad serían, por ello, confluyentes.

El positivismo recorre un tortuoso camino para llegar a sus postulados fundamentales. Para éste, sin el paso de la naturaleza a la sociedad no sólo no habría derecho: tampoco habría moralidad. Porque la naturaleza es para él necesidad, y únicamente gracias a la sociedad, en la que aparece la racionalidad, se puede dar la libertad en su concepto propio, como diría Hegel. Todo esto invierte, como puede verse, su propio esquema de partida, pues sin derecho positivo no habría ética. O sea, el consentimiento se convierte en condición de validez moral y jurídica. Lo que permite legitimar un objeto resulta ser lo legitimado; del mismo modo que se constituye lo ya constituido y lo constituido se hace constituyente.

Como indica Castellano, el recurso a la soberanía, estatal o popular, como técnica instrumental, permite soslayar estas contradicciones. Sin embargo, esta solución alumbra una ética irresponsable, cuando, como dice el profesor de Udine, toda acción ha de ser responsable, o sea, producto de una elección dominada por la razón y no por la mera voluntad. Ello da lugar a la existencia de una razón natural anterior a la legalista, debiendo de tomarse ambas en cuenta para enjuiciar ciertos actos (como algunos crímenes contra la humanidad), en cuanto que el criminal podría ser fiel a la ley positiva.

Por consiguiente, la legalidad no puede ser la fuente del derecho, que es, ante todo, un problema ético. Existe por tanto una unión entre ética y derecho que excluye que la soberanía o el pacto puedan ser constitutivas de lo jurídico. Esto permite comprender mejor el sentido del liberalismo. El constitucionalismo separa derecho y moral, Iglesia y Estado, haciéndoles extraños; funda el ordenamiento en la soberanía, o sea, en el poder en cuanto poder; registra los derechos desde la reivindicación de la libertad negativa; los tutela estableciendo un equilibrio de poderes. Todos estos son, en fin, principios del Estado de Derecho, siendo el derecho, derecho positivo. Pues bien, en este marco, el liberalismo, que puede revestir diversas formas, remite siempre a un principio basal: el del espíritu individualista, que descansa en el racionalismo moderno, radical, absoluto. Por eso, siguiendo a Ruggiero[18], Castellano afirma que el liberalismo puede estar presente en tres revoluciones aparentemente muy diferentes entre sí: liberal, socialista y democrática.

Es natural que en estas condiciones Danilo Castellano rechace la concepción al uso de los derechos humanos como códigos de exigencias que parten del respeto a la persona y son guías para el legislador. Esta doctrina, dice, presenta a los derechos como propios de la naturaleza humana, cuando provienen de la voluntad. Igualmente rechaza que sean los derechos de la doctrina católica. A lo sumo, afirma, la Iglesia adopta el lenguaje de los derechos, pero no la tradición laica y liberal que los anima.

Si pasamos de una visión crítica a un concepto positivo de los derechos, tendríamos que centrarnos en tres puntos: su concepto en sentido estricto, normalmente sacrificado al de garantía; el concepto hombre, normalmente identificado por la voluntad más que por la razón; y la conexión entre derecho y ser humano, normalmente sometido a éste último como creador y protagonista. En esta perspectiva se sitúa el concepto de Castellano: el verdadero bien humano es la virtud moral y todos aquellos bienes que se desprenden de ella; esto exige salir de la lógica racionalista moderna, así como del personalismo contemporáneo, así como de un liberalismo que entiende el «cristianismo como un humanismo». Puede añadirse que, en este sentido, hablar de derechos del hombre resulta hasta redundante, salvo que se entiendan como derechos de la voluntad que la razón formaliza.

El racionalismo que acompaña a estos derechos es la ilusión de poder constituir, esto es, «crear», una sociedad nueva por encima de la verdadera[19]. Esto coloca el modelo socio-político a construir como alternativo respecto de la realidad del orden de las cosas, lo que convierte al racionalismo en un desorden que intenta sustituir el orden por otro convencional e ideado como más perfecto. Se trata de un desafío a Dios[20], pues al reducir el mundo creado al dolor y al sufrimiento, se olvida la redención y la salvación; de hecho se olvida al propio Dios, convertido, a lo sumo en una voluntad impenetrable que nos posibilita realizar acciones infinitas.

Un orden racional sustituye al orden natural; carente de historia y de fines, supone una huida del mundo; en lugar de la acción moral, la ley, la libertad, aparecen otras categorías, como la voluntad de acción sin obstáculos o la ley como objeto autónomo que produce su propia obligatoriedad. De entre todas estas categorías, Danilo Castellano destaca, nuevamente, la de la libertad negativa, como libertad absoluta y por ello, sin criterio, pura decisión ex nihilo. De este modo, no es libertad como elección y alternativa (frente al vicio, por ejemplo), sino enajenación, remoción de obstáculos, afirmación del yo (en consonancia con la emancipación practicada por el Iluminismo).

La naturaleza del hombre es ahora libertad natural. Pero el término natural no debe engañarnos: no es una libertad realista, sino ideal: el hombre se hipostatiza, se absolutiza, a la vez que se aísla; su conciencia individual es facultad de autojuicio. Escribe en este sentido: «… se está reconociendo la absoluta soberanía del individuo, que se convierte en regla para sí mismo, y si se asocia con otros, en regla para sí y para los demás, según la voluntad “colectiva” en cuya formación participa y que se impone como voluntad del Estado»[21]. Los derechos humanos han de entenderse desde esta perspectiva liberal totalitaria. Sus principios (libertad negativa, contrato, localización de la religión en la conciencia individual) son axiomas recogidos en declaraciones y constituciones que expresan el conocido esquema ilustrado de que el hombre tiene derechos a los que renuncia, pero sólo en parte al entrar en sociedad, reservándose el resto, o bien el de que todos los derechos provienen del Estado, una vez que éste los ha juridificado. Ambas variantes, a las que ya se ha hecho referencia, conducen a una heterogénesis de fines que legitima cualquier ordenamiento jurídico.

En la concepción clásica que defiende Castellano no hay estado de naturaleza, compuesto por hombres aislados e incomunicados, sino que todos nacen ya en sociedad; tampoco no hay decisión de constituirla. Por lo que los derechos no son absolutos. «Los verdaderos derechos del hombre –escribe– son, sobre todo, ejercicio de sus deberes»[22]. Así, se tiene el derecho a la vida o a la libertad porque se tiene el deber de vivir o de ser libre. Como veremos más adelante es este un postulado teorético de Castellano que se apoya en Aristóteles, que habla de los derechos como ejercicio. En cualquier caso, son derechos que provienen de la naturaleza humana y no de la voluntad subjetiva. En esta concepción moderna, de la tradición liberal, el origen de los derechos no puede estar más que en la ley positiva, con la consecuencia de que todo lo que disponga dicha ley, por aberrante o absurdo que sea, es derecho y es obligatorio (como el caso del parto de incógnito o la madre que concibe, artificialmente, de su propio hijo homosexual que desea tener hijos).

La centralidad del contrato, por su parte, es objeto de diversas consideraciones, comenzando por la de su calidad de ficción, su carácter contradictorio, y terminando porque sitúa el poder en el individuo sin contar con que muchos poderes privados no dan origen a un poder cualitativamente diverso, como sería el público. En ningún caso el pacto es expresión de la razón universal, sino de un acto imperativo que expresa la voluntad contenida en el mismo; de ahí que su generalidad y abstracción sólo pueda ser formal. Del mismo modo, el pueblo es un concepto enigmático. ¿Es el pueblo el que genera el Estado, como sostiene la corriente liberal, o es el Estado el que da vida al pueblo? De cualquier manera se produce así un enfrentamiento de pueblo y Estado irresoluble, dada la aporía de que «… parten de premisas racionalistas según las cuales existe un “estado de naturaleza”, la libertad es siempre libertad negativa y [en especial] que el consenso es siempre adhesión voluntaria a un proyecto cualquiera»[23]. Aunque tal proyecto no es tan indiferente: termina afectando a un bien público general que es el Estado, motivo por el que la vía liberal anglosajona termina confluyendo en la continental de Rousseau y Hegel. El bien de los hombres se somete, por lo tanto, a la razón de Estado, convirtiendo los derechos del hombre en derechos del ciudadano, o sea, del Estado. Es el resultado totalitario del liberalismo.

La libertad religiosa, especialmente, permite evaluar el alcance de esta perspectiva. Todas las libertades están dominadas por el principio de la autonomía moral. Ello explica que la más eminente sea, precisamente, la libertad de conciencia. Consecuencia de las guerras de religión, dicha libertad se completa con la neutralidad del Estado. Pero en un planteamiento clásico, sostiene Castellano, la fe es un derecho natural del ser humano (el de adorar a Dios); un derecho inalienable que, sin embargo, cada uno ejerce como le parece más adecuado, dentro del carácter natural y racional del ejercicio, que exige protección. Si se prescinde de la noción de deber, la libertad religiosa adquiere una base individual que no contempla el ejercicio público de la fe y que no sería, por ello, garantizable, en cuanto que tal protección se referiría a la voluntad individual o a un proyecto particular de vida subjetiva. En estas condiciones, estamos ante un Dios genérico y abstracto, creación de la conciencia misma. En el mejor de los casos, existirían deberes hacia un Dios que depende de él mismo, lo que conduce, nuevamente, al relativismo, el nihilismo, el agnosticismo.

Danilo Castellano distingue, a este propósito, entre libertad de conciencia y libertad de la conciencia, la primera como derecho consigo mismo, la segunda como el derecho de ajustarse a la ley moral ínsita en la naturaleza humana. En esta línea, el derecho a la libertad religiosa moderna es derecho a la libertad de religión, no ejercicio de un deber hacia Dios, sino una libertad negativa, coherentemente con el agnosticismo y la neutralidad del Estado, incapaz de valorar diferentes creencias, y limitándose a ordenarlas administrativamente, para evitar conflictos. Si tenemos en cuenta el resto de los derechos y libertades, su naturaleza y concepto, y la función del Estado, se comprende bien la actual situación que ha dado en llamarse de «proliferación legislativa».

6. Conclusión: orden, libertad y experiencia

Sería preciso llevar a cabo una apertura en estas consideraciones para llamar la atención acerca del resultado, totalmente coherente con sus premisas voluntaristas y liberales, de todo este proceso: «… lo que debería haber sido –escribe Castellano– una afirmación de la “civilización del derecho” se convierte, en última instancia, en una afirmación de la “barbarie del derecho”»[24]. Como en todo positivismo, en efecto, el derecho se convierte en instrumento de la libertad concebida de modo negativo, incluso cuando se afirma la preeminencia de los derechos sobre la ley, como en la versión anglosajona, dado que derechos y ley son dependientes de la constitución como voluntad creadora[25].

El racionalismo se transforma, pues, inevitablemente, en un positivismo que ambiciona crear una nueva realidad ordenada cuya identidad viene dada por la pura efectividad: el Derecho válido es el efectivamente seguido, sin más. El orden, la justicia, la naturaleza misma son establecidos por un poder cuya única exigencia y finalidad consiste en mantenerse como poder (o sea, ser eficiente). En cierto modo, se trata de un mundo utópico, que ignora la filosofía como conocimiento de lo real con el propósito de alcanzar su esencia mediante la problematización de la experiencia. Este rechazo tiene como consecuencia la disolución de la racionalidad, que se liquida en su entrega a lo inmediatamente dado. Abandonada la experiencia, en efecto, la realidad queda en manos de una libertad sin contenido; en el campo jurídicopolítico, en concreto, nos encontramos ante un pueblo que no es tal, o un derecho sin relación con los hechos… todo ello oscilando entre el nihilismo y el puro reduccionismo al poder (ambos aspectos complementarios, por lo demás). No obstante todo lo cual, «… este esfuerzo por hacer real la utopía es vano», concluye Danilo Castellano[26].

Más adelante se insistirá, en estas páginas, en la importancia de la experiencia (y no sólo del concepto de experiencia) para Castellano, que forma uno de sus puntos teoréticos fundamentales. De momento es preciso tener muy presentes las consecuencias que produce el nihilismo, en la línea de un pensar sin pensar o un querer que no es más que puro querer, lo que conduce tanto a la política como al derecho a un irracionalismo en el que, a su vez, todo puede llegar a ser derecho. En estas condiciones, la original universalización del derecho preconizada por codificadores y constitucionalistas, revolucionarios y doctrinarios, es negada por un relativismo que pierde la naturaleza de las cosas, abriendo así una perspectiva particularista y subjetivista del mundo jurídico y político[27].

Nuevamente se formula una conclusión que ya nos es familiar: «Se ha hecho legitimador lo que debería legitimarse»[28]. Pero lo acuciante ahora es cómo salir de esta situación. Toma forma aquí uno de los ejes teoréticos de Danilo Castellano más importantes: el de orden. Pero ¿cómo recuperar el orden? Lo primero es exigir un análisis en profundidad del elemento más demoledor de la modernidad: la noción de derecho subjetivo, en la que se encierran diferentes perspectivas ya mencionadas anteriormente, además de la de orden, como la de libertad negativa, voluntarismo, nominalismo ético… Aunque tomemos como punto de partida, muy destacable sin duda, el origen escolástico de dicho derecho, hay que subrayar que se trata de las escuelas metafísicas de la Segunda Escolástica, especialmente la Escuela de Salamanca, las que emprenden su definición, y éstas nos sitúan ya en la modernidad, rompiendo con la tradición clásica, como vio muy bien don Dario Composta[29]. En concreto, el cambio operado en este marco consiste en un deslizarse desde la noción de facultas moralis del derecho, hasta la facultas como simple poder contenido en la estructura individual del ser humano.

Entonces, el fundamento del derecho se convierte en un empeño imposible, en un problema metafísico en el «mal» sentido ideológico. Derecho y derechos devienen flexibles, variables, dúctiles…, o sea, derecho y derechos positivos. La existencia de un orden moral natural resulta una hipótesis que no puede ser abordada desde la efectividad y positividad del poder. A lo sumo, puede servir de elemento (casual) de legitimación de la voluntad del poder. Porque la propia génesis del derecho moderno, su concepción metafísica y antropológica del hombre no autoriza a afrontar el problema que ella misma plantea[30].

El derecho subjetivo convierte el derecho, los derechos y la política en un producto histórico dentro de un proceso sin objeto, de manera que no son realmente avances en el desarrollo de la civilización, sino premisa y a la vez conclusión del racionalismo del derecho natural racionalista. El orden es sustituido por el ordenamiento[31].

Esta noción de orden natural moral constituye, pues, el primero de los elementos teóricos fundamentales de Danilo Castellano. La importancia de la recuperación de esta perspectiva permite, entre otras cosas y ante todo, denunciar la impostura del constitucionalismo moderno como acto revolucionario que parte del individuo como sujeto libre negativamente. Permite advertir que en realidad toda constitución parte del pueblo ya organizado, el Cuerpo místico de Cristo para la Contrarreforma, cuyo objetivo es la comunicación final con Dios como cumplimiento de la Providencia. Para esta concepción, en efecto, el individuo nace en una organización dada, por lo que no es preciso que delegue sus funciones, en cuanto que el poder no se vincula a una decisión política, sino a la interpretación de la Ley universal.

Para llevar a cabo semejante reconstrucción es necesario, desde el punto de vista metafísico, y como operación de índole casi gramatical, distinguir entre sustancia primera, que goza de una entidad mayor que los predicables, en el orden físico, y sustancia segunda, que es de naturaleza lógica, también por su relación con la primera. En el ámbito político y jurídico, esto significa que la comunidad política, que es materia y forma, ha de conocerse según su ejercicio, y no sólo en su forma (lógica), de modo que es la cosa, es decir, la comunidad política, en «su» ejercicio (o sea, ordenado) la que da razón de la cosa misma de manera sustancial. En el mismo sentido, y dentro del ámbito moral, el sujeto se finaliza por el ejercicio, o sea, alcanza su fin al actualizarse: el sujeto es sujeto en el hábito, ya que, si no, no se finaliza[32].

tanto para el conocimiento como para la acción, en el que el sujeto requiere de relación con otros sujetos. Sólo con Dios puede haber una relación absoluta; la gracia, por ejemplo, entrañaría una relación absoluta. Fuera de ésta, la relación del sujeto es siempre de algún modo, desde el que, precisamente, ha de conocerse, bien sea el modo inteligible, o el sensible. El desconocimiento de este orden es la sustancialización del hombre, su desvinculación de Dios para hacerse absoluto en cuanto tal, perdiendo así la relación con el fin (la verdad, el bien). Esto es lo que hacen el racionalismo y el idealismo modernos, que convierten la relación trascendental en trivial, dando lugar a las aporías que señala Castellano, comenzando por la de un sujeto que se pretende absoluto y trascendente a todo orden, por encima de sus modos y ordenación.

Estas consideraciones en torno al orden llevan al segundo de los ejes teoréticos de Danilo Castellano: el de la libertad. Para la modernidad, resulta incomprensible la afirmación aristotélica de que es libre el hombre que cumple con su deber. En un horizonte teórico de esa clase sería contradictorio, dada su concepción negativa de la libertad. Por consiguiente, el profesor de Udine se esfuerza en restablecer el sentido clásico de la libertad, rechazando, mediante una minuciosa crítica el principio de una libertad basada en la felicidad y el querer individual, que excluye la racionalidad y convierte todo el derecho en positivo, siendo su única razón la del mero cálculo utilitarista.

Este planteamiento «emancipatorio» de la libertad revela el carácter utópico de la modernidad. Al mismo hay que oponer una concepción clásica que «partiendo de una premisa positiva […] procedente de la auténtica experiencia político-jurídica surge de la consideración de la “dadidad” metafísica, única referencia real también en lo que se refiere al derecho, los derechos del hombre, el derecho subjetivo»[33].

Aceptando, como ya se ha indicado, que Danilo Castellano no pretende formular una doctrina en el sentido de elaborar un sistema completo de verdades y presupuestos, su crítica de concepciones que se pretenden científicas y, por ello, suficientes por sí mismas, en una línea de progreso que hunde sus raíces en el pensamiento iluminista, encierra elementos conceptuales y doctrinales que, sin embargo, han ser puestos de manifiesto. En este sentido, es preciso identificar el concepto clásico de libertad que le sirve de cimiento. En la tradición aristotélica, en efecto, sólo es posible abordar la libertad desde la noción del bien: hacer algo es hacerlo «para» algo. Porque el fin es lo que detiene el movimiento de la acción, de modo que hasta que el fin no se alcanza, dicho movimiento está activo, buscando su fin. Por consiguiente, hay que tener el fin; y aunque partamos de los sentidos, no llegamos al «qué», alcanzable solamente por el intelecto; pues es el acto inteligente el que muestra la falsedad de las sensaciones, de la pura agitación. Al apropiarse del «qué», el intelecto ordena y da sentido a lo desordenado.

Estamos así ante una virtud intelectual práctica que es necesaria para llegar al «para qué» poniendo fin a una amalgama de actos que se detienen en el fin. Dicho fin es un bien; pero ha de ser el bien más amplio, más comprensivo, excluyente de fines particulares y relativos que se pueden absolutizar falsamente. El hombre que finaliza su acción en esta acción con estas exigencias es el prudente. Y en esto consiste, en esencia, la libertad del deber, en el sentido de que sólo en relación con el fin propio se es verdaderamente libre.

Por consiguiente, toda libertad presupone relación a un fin, y, paradójicamente para la modernidad, cuanto mayor es la presencia del fin (bien) más libre se es; esto es, es libre el que opera necesariamente, porque se sabe que no se puede actuar de cualquier manera, pura agitación, propia de los esclavos. En definitiva, es libre el que sabe lo que hay que hacer, bien como elección, bien como ejecución; aun cuando en lo práctico se dé el libre albedrío hay que tener un fin. Y los fines en el derecho y la política deben ser los de la comunidad, y éstos, los de aquel que pertenece a la misma. Si un ser no perteneciera a ninguna comunidad no tendría nada en común con otros seres, sería único y solo, siendo él mismo su único fin y bien. El bien común sería aquí imposible.

Pero de modo análogo al esquema de la libertad clásica, todo lo que se quiere en derecho y política se quiere bajo la razón del bien común. De modo natural, pues, cada uno busca su bien por el bien común, siendo el bien universal común Dios, por el que cada uno se ordena a sí mismo a Dios, es decir, por el que la parte se ordena al todo. Reaparece aquí la noción del orden: el orden de las partes entre sí que es el orden del todo, el orden de la participación, en el que es imposible que uno solo lo agote (el propio Dios es el orden de y para las criaturas).

Entre bien común y bien particular hay, como puede apreciarse, una diferencia de razón: el bien común no es agregación de los bienes particulares; no es una coincidencia, porque representa la intrínseca perfección del bien: en el bien del todo se incluye y supera (mediante el orden) el de cada parte. «No es recta la voluntad del hombre que quiere algún particular –escribe en una conocida cita Santo Tomás– si no lo refiere al bien común como a un fin, porque el apetito natural de cualquier parte se ordena al bien común del todo»[34].

Esta perspectiva confirma la cualidad transversal de los principios de Danilo Castellano: hablar de orden es hablar de fines y hablar de éstos es hablar del bien como orden al que tiende (libertad) cada cosa. Pero hay un tercer eje teorético que me parece digno de ser destacado en su obra: el de la experiencia. Estando en el mundo de la acción y la práctica, orden y fin han de ser vividos, experimentados por el hombre. Así como el hombre justo es el que ejerce la justicia, el derecho y la política han de ser ejercidos.

Para la metafísica clásica, el hombre se relaciona con otros hombres como amigo, familiar, ciudadano. Pero el hombre no es ya todo esto; a lo sumo lo es en potencia. De otro modo serían simplemente accidentales. Así, un hombre que cura a otro hombre es médico, pero es un hombre potencialmente médico, y un médico potencialmente hombre, en la medida en que implica otros modos y relaciones además de médico. Todo ser es, por tanto, potencial, tiende al acto como tiende a un fin. De otro modo, nuevamente, un hombre hipostatizado como tal, sería pura potencia como potencia, lo que constituye el germen del voluntarismo; si no está informado por un acto sería algo desnudo, imposible de llegar a la perfección (pura voluntad).

Un planteamiento análogo puede llevarse al campo moral, en el sentido de la potencia de llegar a la virtud, y, por supuesto, a los de la política y el derecho. En lo que me parece que, de momento, es el último trabajo escrito de Danilo Castellano[35], escribe que «el fundamento del ordenamiento jurídico y del derecho no está en la teoría o en la doctrina formalmente cerrada. La ley positiva que se ejercita en el plano de la libertad negativa es únicamente el mandato del soberano, sea éste el Estado, el pueblo o la mayoría contingente. Lo justo no puede determinarse absolutamente. Diferentes doctrinas y teorías excluyen la experiencia jurídica, sosteniendo la existencia de una ratio intrínseca al ordenamiento»[36].

Por el contrario, el legislador debe advertir la existencia de una juridicidad más allá de la norma. Hay una experiencia que exige abordar el derecho como determinación de la justicia como realidad[37]; una experiencia que descubre el derecho en su epifanía. Escribe Castellano: «… para este descubrimiento es necesario un detenido análisis metafísico del derecho, esto es, no una simple indagación históricosociológica o meramente ordinamental o institucional»[38]. Porque el derecho, concluye, está en el origen y al mismo tiempo en el fin de la experiencia jurídica, como manifestación de la juridicidad en cuanto regla de ejercicio del poder. Y ello en la medida en que la experiencia no es conocimiento de la realidad (intelectiva sin más), sino «conocimiento histórico de la acción del espíritu captado en sus determinaciones, registrado en sus realizaciones; conocimiento de las objetivaciones del espíritu, de su hacerse y ser hecho»[39].

Es preciso concluir aquí estas consideraciones. Y es preciso también tener presentes las dificultades que reviste la empresa de determinar siquiera algunos de los temas teoré- ticos principales del maestro Castellano. Sólo ha sido posible ofrecer algunos de los ejes de su obra. Teniendo en cuenta que el texto que acaba de publicar, que se ha reseñado, no será el último, a buen seguro, únicamente cabe esperar que los aspectos teóricos aquí individualizados permitan comprender mejor la estructura y problemática de los nuevos temas que acometa en el futuro, con los que debata y a los que critique, así como los planteamientos y propuestas que defienda.

 

[1] Recordemos algunos de ellos en Italia: Mateo LIBERATORE, Elementi di filosofía, Nápoles, Gemelli, 1848; Opuscoli vari, Roma, Civiltà Cattolica, 1863; Luigi TAPARELLI D’AZEGLIO, Ensayo teórico de derecho natural apoyado en los hechos, versión castellana de Ortí y Lara, Madrid, Nueva Librería e Imprenta San José, 1884; Miscelanea Taparelli, Roma, Universidad Gregoriana, 1964; Juan María CORNOLDI, Lecciones de filosofía escolástica, versión castellana J. Palau, Barcelona, Cires, 1878. Otros más serán mencionados al avanzar el texto, como Rosmini.

[2] Recordemos de entre ellos los de Cornelio FABRO, La nozione metafísica di partecipazione secondo S. Tommaso, Turín, SEI, 1939; y su Introducción al tomismo, versión castellana, Madrid, Rialp, Madrid, 1999.

[3] En especial, dentro del ámbito francés, incluido el mundo belga, cabría recordar, empezando por el cardenal Mercier, a Pierre L. Goosens o a Adolphe L. Perraud. Debe tenerse presente, no obstante, la presencia de elementos existencialistas, ya en el siglo XX, dentro de algunas de estas corrientes de habla francesa.

[4] En Alemania, por ejemplo, habría que mencionar a Trendelemburg y a Brentano, más bien de corte aristotélico, para llegar a Josep Pieper y a Hertling. En estos casos lo que habría que advertir es una cierta inclinación hacia el criticismo kantiano.

[5] Cfr. Antonio ROSMINI, Filosofia del diritto, Milán, Boniardi Poglia, 1844-1845.

[6] Cfr., en especial su Naturaleza y razón, de 1971 y, sobre todo, su Filosofia del diritto: prolegomeni, epistemología, metodología, protologia, Roma, Pontificia Universitas Urbaniana, 1991. También la revista Instaurare sirvió de nexo y punto de encuentro para ambos autores. Castellano escribió, en esta misma revista su «In memoriam di don Dario Composta», año XXXI (2002), págs. 3-4

[7] Vid., entre otras, las líneas que escribe a este propósito Miguel AYUSO, «Democracia y bien común», Verbo (Madrid), núm. 375-376 (1999), págs. 465 a 485. Baste recordar de Del Noce dos sugerentes títulos: Secolarizzazione e crisi della modernità, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1982, y Per una interpretazione filosófica della storia contemporánea, Bolonia, Il Mulino, 1990.

[8] En especial, véase Constitución y constitucionalismo, versión castellana de M. A., Madrid, Marcial Pons, 2013.

[9] En este sentido, cfr. Gustavo ZAGREBELSKY, El derecho dúctil: ley, derechos, justicia, versión castellana M. Gascón, Madrid, Trotta, 1995. Y también Contra la ética de la verdad, versión castellana A. Núñez, Madrid, Trotta, 2010.

[10] Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, cit., pág. 55.

[11] Cfr. Joseph DE MAISTRE, Las veladas de San Petesburgo, versión castellana R. Conte, Madrid, Espasa Calpe, 4.ª ed., 1998. En este sentido, ya Marino Gentile había advertido de la incapacidad del hombre de crear un orden mediante el contrato que fuera más allá de su individualidad. Cfr. Marino GENTILE, «Introduzione», en Danilo Castellano (ed.), Rivoluzione francese e coscienza europea oggi: un bilancio, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1991, págs. 12-13.

[12] Cfr., en este sentido tanto Samuel PUFENDORF, De la obligación del hombre y del ciudadano según la Ley Natural en dos libros, versión castellana V. de Ortiz (de la edición de J. Hayes, Cambridge, 1682), Córdoba de Tucumán, Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 1980. Tambien vid. Jaime BRUFAU PRATS, La actitud metódica de Pufendorf, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1968. Así como Hugo GROCIO, Del derecho de la guerra y de la paz, versión castellana J. Torubiano, Madrid, Reus, 1925; sobre la obra de Grocio véase Antonio DROETTO, Studi Groziani, Turín, Giappichelli, 1968.

[13] En este sentido, Miguel AYUSO, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la constitución española, Madrid, Criterio, 2000, en especial, pág. 47.

[14] De modo semejante a lo que ocurre con la virtud más comprensiva, en la que intelecto (conocimiento) y práctica (acción) coinciden en la prudencia.

[15] Así, entre otros, y dentro de una obra que ha de reconocerse compleja, véase Gianni VATTIMO, El pensamiento débil, Madrid, Cátedra, 1988, y El sentido de la existencia: posmodernidad y nihilismo, Bilbao, Universidad de Deusto, 2007.

[16] Cfr. Rudolf STAMMLER, Tratado de Filosofía del Derecho, versión castellana W. Roces, Madrid, Reus, 2007; y H. L. A. HART, El concepto de derecho, versión castellana G. Carrió, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1998, respectivamente.

[17] Edward LORENZ, «Designing chaotic models», Journal Atmospherics Sciences (Cambridge), vol 62, núm. 5 (2005).

[18] Guido DE RUGGIERO, Storia del liberalismo europeo, Bari, Laterza, 4.ª ed., 1945. Hay traducción castellana: Historia del liberalismo europeo, a cargo de C. G. Posada, Madrid, Pegaso, 1944.

[19] Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos, versión castellana C. García, Madrid, Marcial Pons, 2004, pág. 23

[20] Ibid. La cursiva es mía.

[21] Ibid., pág. 29.

[22] Ibid., pág. 35.

[23] Ibid., pág. 53.

[24] Ibid., pág. 77

[25] El derecho de resistencia, apunta Castellano en este sentido, parece confirmar la preexistencia de un estado de naturaleza anterior al político. Pero paradójicamente, añade, se trataría de un derecho previo a la voluntad del soberano cuyo ejercicio depende del propio soberano, único que determina qué casos constituyen desobediencia y cuáles rebelión. Aparte de la contradicción de tratarse de un derecho prepolítico de naturaleza política. Algo semejante ocurre con otros derechos, como el de objeción de conciencia. Véase ibid., págs.79 y sigs.

[26] Ibid., pág. 85.

[27] En este mundo, todo se convierte en proceso, todo se procesualiza. Baste recordar, en este sentido, la hasta hace pocos años famosa ética comunicativa y dialógica de Habermas (pero también de Appel), puesta como medio para alcanzar la verdad y los valores. Cfr. Juan Fernando SEGOVIA, Habermas y la democracia deliberativa, Madrid, Macial Pons, 2008; también, del mismo: «El positivismo de J. Habermas», Verbo (Madrid), núm. 473-474 (2009), págs. 303 a 328.

[28] Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos, cit., pág. 141.

[29] Dario COMPOSTA, Filosofia del Diritto: prolegomeni…, cit., pág. 46 passim.

[30] Michel VILLEY, La formation de la pensée juridique moderne, París, Montchrestien, 1968, pág. 411 y sigs.

[31] Ibid., págs. 10-12.

[32] «La felicidad es una actividad del alma», dice Aristóteles. Por eso, «… toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden». Etica nicomaquea, versión castellana J. Pallí, Madrid, Gredos, 2000, págs. 48 y 23 respectivamente. Subrayado mío.

[33] Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos, cit., pág. 153.

[34] S. th., I-II, 19, 10c.

[35] Danilo CASTELLANO, Quale diritto? Su fonti, forme, fundamento della giuridicità, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2015.

[36] Ibid., pág. 92.

[37] Véase en este sentido Juan Bms. VALLET DE GOYTISOLO, Metodología de la ciencia expositiva y explicativa del derecho, Madrid, Fundación Cultural del Notariado, tomo II, vol. 1º, 2002, págs. 297 y sigs

[38] Danilo CASTELLANO, Quale diritto…, cit., pág. 86.

[39] Ibid., pág. 78.