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La filosofía moral de Danilo Castellano

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

1. Introducción

El propósito de este trabajo es presentar la que ha sido la filosofía moral de Danilo Castellano según aparece en sus diversos escritos.

Es muy evidente para quien esté familiarizado con el trabajo intelectual de Castellano que su obra no ha tenido como foco central ese campo que suele reconocerse bajo el término de filosofía moral. Su trabajo ha estado centrado en la filosofía política y la del derecho. Es necesario advertir, entonces, que los principios fundamentales de la filosofía moral no aparecen expuestos sistemáticamente en la obra de nuestro autor, sino que hay que entresacarlos, principalmente, de sus escritos políticos y jurídicos.

Sin embargo, en perfecta coherencia con el modo de concebir el orden moral, político y jurídico propio del mundo antiguo clásico y luego del católico, en cuya línea Castellano se inscribe sin ambigüedades, él no separa estos órdenes como si fueran compartimentos estancos. Por eso, cuando nuestro autor aborda los temas políticos y jurídicos tiene siempre como telón de fondo el orden moral. Pero aún más, ni siquiera se trata de ámbitos diferentes aunque interconectados. Los órdenes político y jurídico, en cierto sentido –que precisaremos más adelante– serían realizaciones de los principios de la moralidad humana.

Esta inseparabilidad de lo moral, lo político y lo jurídico nos pone ante un primer problema: ¿es posible y tiene sentido hablar de una filosofía moral prescindiendo de la indudable dimensión política y jurídica que tiene su objeto de estudio? ¿Tiene sentido pretender hacerlo para presentar una filosofía moral del profesor Danilo Castellano, en quien, por una parte, esa inseparabilidad es muy evidente, y, por otra, su aproximación, como se decía, es desde la filosofía política y jurídica y no desde la moral? Para responder podría distinguirse un sentido amplio del término filosofía moral y otro restringido. El primero, considera la bondad o malicia del acto humano no sólo en su realidad más abstracta y universal, sino también considerando su realización existencial en la que siempre e inevitablemente tiene un carácter político y jurídico. De esta manera, la filosofía moral incluye las filosofías política y jurídica. Es el modo menos común de entender el término. En su sentido restringido, la filosofía moral considera la bondad o maldad del acto humano en su carácter más general y abstracto, prescindiendo entonces de la consideración en particular de las formas e instituciones políticas y jurídicas que lo modifican o de las que él es causa. En este trabajo consideraremos la filosofía moral de Castellano en esta segunda manera, que, aunque más incompleta y en cierto sentido más trunca que la otra, nos evitará el peligro de la superposición temática con otros trabajos de este mismo volumen que abordarán de modo específico su filosofía política y jurídica.

Existen también temas particulares propios de la filosofía moral, como el de la conciencia y el de la libertad, que sí fueron desarrollados más directamente por Castellano. En estos casos, he incluido un acápite especial para desarrollarlos.

La filosofía moral de Castellano, como ya se ha sugerido, se inscribe en la de la tradición de pensamiento católico que, pasando por Tomás de Aquino, se remonta a los antiguos griegos y romanos. Sin embargo, no debe pensarse que su filosofía sea simplemente la repetición de lo que otros pensaron y escribieron. Muy lejos de eso. De hecho, Castellano cita poco a autores como el Aquinate. Nuestro autor desarrolla su pensamiento en la medida en que analiza y juzga los problemas morales, políticos y jurídicos de la modernidad, y especialmente los tratamientos que han recibido de parte de autores del último siglo y algo más. La obra de Castellano tiene sin lugar a dudas un carácter polémico. Polémico, porque no sólo no rehúsa el combate de ideas, sino que lo busca permanentemente. Podría ser calificada como una obra anti-moderna, porque se preocupa de desmontar los pilares ideológicos sobre los cuales se ha construido la modernidad. Pero sería injusto limitar a ese aspecto su trabajo, pues la crítica siempre queda asentada en ideas provenientes de una atenta observación de la realidad, sea de sus aspectos particulares, contingentes y cambiantes, sea de los universales, necesarios y permanentes. En otras palabras, cuando Castellano polemiza no se queda en la destrucción de los argumentos de aquellos a quienes critica, sino que construye los propios de manera de ofrecer una alternativa de explicación que dé buena razón de las realidades humanas que aborda. En definitiva, cuando Castellano escribe lo hace preocupado por descubrir la verdad acerca de las cosas.

El pensamiento moral de Castellano corresponde a una filosofía que no busca de ninguna manera originalidad, pero que, inevitablemente, aplica con originalidad los principios perennes a las ideas y acontecimientos modernos.

Trataré, entonces de mostrar esto. Para ello dividiré la exposición que sigue básicamente en dos partes. Una primera que aborda asuntos generales del orden moral que están presentes e impregnan todo el pensamiento no sólo moral, sino también político y jurídico de Castellano. La segunda que contiene los temas particulares de filosofía moral que nuestro autor desarrolló. La primera, a su vez, estará dividida en los siguientes puntos: el realismo de la filosofía moral de Castellano; la fundamentación metafísica de la moral; la relación entre naturaleza moral y sobrenaturaleza; y la inseparabilidad de la filosofía moral, política y jurídica. La segunda parte se subdividirá en una sección dedicada al tema de la libertad, otra a la cuestión de la conciencia.

Hay dos asuntos que podrían haberse tocado, pero que finalmente se dejaron porque son abordados en otros trabajos de este volumen. El primero corresponde a un tema muy central en la filosofía moral. Es el tema de la ley. La tentación de abordarlo fue permanente. De hecho, como se verá, no queda completamente abandonado, porque es inevitable tocarlo en relación con algunas de las otras materias aquí tratadas. Pero finalmente no se le dedicó un acápite especial para evitar repeticiones. El otro tema es el de la crítica que Danilo Castellano dirige a la moral moderna. Habiendo otros trabajos dedicados especialmente a esa crítica habría sido redundante incluirlo aquí.

2. El realismo moral de Castellano

La primera gran característica de la filosofía moral de Castellano es su realismo. Este realismo se hace presente en toda su filosofía moral. Y no es por casualidad. Nuestro autor advierte que hay que velar para que así ocurra: «El católico no debe cultivar las utopías. La suya es una vocación realista, siempre que no se entienda el realismo como mera efectividad: Maquiavelo, por ejemplo, no es realista en sentido metafísico; es, al contrario, un racionalista y un convencionalista como tantos otros»[1]. ¿Qué se entiende por realismo? Tal como lo dice la misma palabra, se trata de una filosofía fundada en el ser de las cosas, que en este caso particular se trata del ser humano. «En lo que respecta al ser humano, la ley que rige el estatuto ontológico del hombre es regla también de su obrar libre»[2]. En el orden moral, lo que se hace presente al entendimiento es el ser del hombre, pero es el ser con su naturaleza, lo que permite entonces discernir el bien y el mal que debe ser, respectivamente, hecho y evitado por el hombre. «No es necesario recordar la enseñanza platónica para comprender que la ley es descubrimiento de la realidad y que constituye un bien y que como bien debe ser perseguida»[3]. «Resulta imposible –remacha Castellano en otro texto–, en efecto, resolver incluso las cuestiones de la vida cotidiana rechazando el conocimiento de la verdad o practicando el llamado “distanciamiento de las esencias”»[4].

En Castellano, el realismo se asienta sobre dos pilares, el primero conduce al segundo. El primer pilar es el de la experiencia, que permite acceder al conocimiento de las realidades concretas pero sin quedarse en su sola singularidad, sino descubriendo en el objeto la unidad en la que se manifiestan los fundamentos metafísicos que sustentan toda la realidad moral, y que son el segundo pilar. De esta manera, la filosofía moral de nuestro autor se aleja y diferencia definitivamente de la moral moderna que tiene en su punto de partida el abandono del ser. La moral moderna, por haber olvidado el ser de las cosas, ha quedado reducida –esta es una idea omnipresente en la obra de Castellano– a convencionalismo, a subjetivismo, a relativismo, a nihilismo, cada cual incapaz, si no directamente contrario, de fundar una acción que tienda al bien humano[5]. La acción que tiene como efecto propio el bien humano no puede sino tener una base metafísica.

3. La fundamentación metafísica de la moral

Estricta y muy directamente relacionada con el realismo moral de Castellano aparece la idea de que el orden moral tiene una fundamentación metafísica. Para ser precisos, nuestro autor insiste en esta idea cuando explica el orden político, más que el moral. Pero como ya se ha advertido y se explicará con más detención luego, ambos órdenes son, en cierto sentido, uno y el mismo. Por eso, lo que se dice de aquel vale también para éste.

«La filosofía, en efecto, ancla la verdad política a la metafísica: el orden político, así, no es aplicación de una simple Weltanschauung; es más bien aplicación prudente (es decir, aplicación justa de los principios a la realidad contingente) del orden metafísico»[6]. Bastaría cambiar el término «verdad política» por el de «verdad moral» y tenemos la exacta idea que Castellano enseña respecto de todo el orden moral. Por supuesto, esto no quiere decir que la verdad moral se juegue en un orden puramente abstracto o de principios universales que quedan más o menos desconectados de la realidad. Lamentablemente, cuando se habla de metafísica suele relacionarse su significado con ese mundo de abstracciones imprecisas que si se aplican al orden práctico, terminan simplemente destruyéndolo, dado que todo él se resuelve en el terreno de las acciones humanas que tienen que ver con lo singular y contingente. Castellano, lejos de ello, pero consciente al mismo tiempo de los desvaríos modernos que se producen por reducir el orden moral a la sola contingencia –la reducción, por ejemplo, a la convencionalidad–, reconoce la singularidad y contingencia del ámbito moral, pero la funda en un orden estable del ser, que no por universal es menos real. El orden moral que propone Castellano es un orden, entonces, que aunque realizado en el ámbito de lo contingente, posee sus principios en el orden de lo necesario y permanente. Si bien es cierto que «no sólo es posible sino necesario que el derecho [el orden moral, podemos decir aquí] sea caracterizado por la historicidad»[7], sin embargo, «no hay duda de que el orden natural o tradicional en sentido clásico es universal […] porque está fundado sobre la naturaleza común»[8]. De esa manera, el orden moral está revestido de la estabilidad suficiente para que el bien humano, que es lo que en definitiva se juega en él, pueda ser alcanzado. Universalidad y particularidad, necesidad y contingencia son binomios que, bien entendidos, no hacen de la moral humana, por un lado, un ámbito de seres ahistóricos, y por el otro, tampoco, un espacio para un relativismo que simplemente destruye la posibilidad del bien. En este sentido, Castellano distingue entre ley y norma: «…la ley es inmutable, estable»; lo que puede y debe cambiar «es la norma, que representa el precepto contingente de la ley. La norma, por lo tanto, es la ley en un tiempo y lugar determinados». En otras palabras, la adecuación de la ley –que en sí permanece inalterada– a los tiempos y lugares particulares se manifiesta en la norma. Como se ve, la norma atiende a las realidades histórica y localmente particulares, pero lo hace afincada en la ley que manifiesta el bien del hombre, uno y el mismo, más allá de sus concreciones. De esa manera se evita identificar el bien «con cualquier elección u opción aunque fuere colectiva»[9], y, con ello, la posibilidad de llamar bien a la ley del más fuerte. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, esta fundamentación de la moral en un orden universal es lo que da cabida a la infinita pluralidad de posibles realizaciones del bien humano. La universalidad del orden racionalista moderno impide esa pluralidad, porque al renegar de la fundamentación metafísica, simplemente «se impone por la voluntad dominante (esto es, por el soberano de turno) […] [y] reclama la unicidad y el conformismo absoluto»[10].

Los principios del orden moral son los fines que se encuentran inscritos en la naturaleza humana. La fundamentación metafísica, significa, entonces, arraigar el orden moral –también el político y el jurídico– en el ser mismo de las cosas, en este caso, en el del ser humano y sus fines. El sujeto moral puede realizar su bien en la medida en que evite la tentación del subjetivismo, pues éste le priva de su verdad que constituye su bien: «El subjetivismo, intrínseco a cualquier forma de racionalismo, pero explícito en el pensamiento moderno, lleva a la pérdida del significado y de la dignidad del sujeto o de la persona, privándolo de su verdad, es decir, de lo auténtico del ente hombre, y, por consiguiente, hace que la persona humana no sepa qué es el bien», dice Castellano explicando y haciendo propio el pensamiento de Fabro[11]. La perfección humana depende de «finalidades objetivas y no de opciones subjetivas»[12]. Esto quiere decir lo siguiente: el bien propiamente humano, es decir, el moral, depende de las acciones también humanas. Esas acciones son buenas no simplemente porque procedan de la voluntad –si así fuera, Castellano, citando a santo Tomás, recuerda que ninguna acción de la voluntad podría ser injusta–, sino que lo son por el objeto al cual se refieren[13]. Por ejemplo, la acción de dar limosna es buena, no simplemente por la intención, o porque sea aprobada socialmente, sino porque su objeto, que es el bien del menesteroso, es bueno. El acto de restitución no es bueno, por ejemplo, porque haya una ley positiva que lo diga, sino porque realiza su objeto que es la justicia. Sin un orden objetivo al cual la acción humana se ordene no sería posible el orden moral. Simplemente no habría moral[14].

4. Orden moral natural y sobrenatural

Otra característica de la filosofía moral de nuestro autor es que está abierta a la teología, pues la explicación última de estas realidades –de todas– está en Dios, conocido no sólo según es accesible a la razón natural, sino según es conocido por la fe. Es cierto que la obra de Castellano no es teológica, pero como pensador católico no puede ni quiere cerrar las realidades humanas –morales, políticas y jurídicas– a su consideración desde la perspectiva de la fe, en la que aparece toda una riqueza que dentro de la sola filosofía permanece oculta.

Valga como ejemplo el término «libertad luciferina» que es usado con mucha frecuencia por Castellano, aun en textos puramente filosóficos, para referirse al carácter de la libertad moderna. Su uso denota una comprensión del alcance que tiene el modo de concebir la libertad por los autores modernos –en sentido ideológico, se entiende– que permanece oculto para quien no se acerca a ella con los ojos de la fe. La razón, en este caso, es iluminada por la fe que le permite descubrir el carácter esencialmente rebelde –non serviam– que adquiere la libertad moderna.

La apertura a la consideración del tema moral desde la fe no se da sólo porque ésta ilumine la razón, sino porque la misma realidad analizada cobra todo su sentido en la historia de la salvación y no en la puramente natural. En primer lugar, todas las cosas de la creación, también las anteriores a la Encarnación del Verbo, tienen la impronta cristiana, porque proceden de Cristo y es Él quien les imprime su orden. Las cosas, así, tienen sentido cristiano, por eficiencia y formalidad: «Si nos planteamos la pregunta ¿qué debemos a Cristo en lo referente al problema político? [nos servimos aquí nuevamente de la extrapolación al ámbito moral de lo que Castellano afirma para el político], debemos responder que, en este como en otros sectores, a Cristo se lo debemos todo. Debemos todo a Cristo, ante todo porque, como nos recuerda el prólogo del Evangelio de San Juan, “todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho”. Esta afirmación del prólogo de San Juan tiene también un significado político; un significado anterior a la encarnación de Cristo, es decir, aplicable a las “cosas” que preceden la Encarnación de Cristo precisamente porque todo fue hecho, es decir, creado, por medio de Él. Lo que fue hecho por la creación […] [es] el orden de las “cosas”, en particular el orden de todo ente y, más concretamente, el orden del ente que es la persona humana»[15]. Pero las cosas –en lo que nos interesa, el entero orden moral– no son cristianas sólo porque sean efectuadas originalmente por Cristo y porque sean manifestación del orden que Él les imprimió. También lo son porque el mismo hombre, que participa limitadamente del poder creador divino al ser él también causa racional, aunque secundaria y subordinada, de ese orden, ha de obrar en materias morales, políticas y jurídicas –particular relevancia tiene su participación en la condición legisladora divina– impregnando su actividad de su carácter cooperador de la obra divina. El hombre actúa libremente para realizar el orden querido por Dios para el hombre mismo, que es su bien. Es libre, pero su libertad no es ni puede ser autonomía respecto del orden de la creación. Si el hombre quiere liberarse de Dios, termina también destruyéndose a sí mismo y la creación. O el hombre edifica con Dios y para Dios, o destruye. Lo recuerda Castellano cuando refiere aquel pasaje evangélico que señala que nisi Dominum aedificaverit domum in vanum laboraverunt qui aedificant eam[16]. En otras palabras, como el orden impreso por Dios a esta realidad que es el hombre, no es estático, sino que requiere ser actuado libremente, el mismo hombre está llamado a realizar en sí el orden que Dios quiso para él por creación. Por último, el orden moral es también cristiano por su finalidad. Se puede reconocer un bien o fin del sólo orden de la naturaleza, distinto del sobrenatural. Pero si el fin natural es distinto del sobrenatural y reconocible por la sola razón natural, sin necesidad de la fe, eso no quiere decir que existencialmente se ubiquen en mundos separados. «[A]un en la distinción, los dos órdenes no están separados. […] el bien humano histórico y el sobrenatural están inscritos en la naturaleza del hombre»[17]. Esto significa, en términos prácticos, un ser que tiene un movimiento intrínseco hacia un fin. En materia moral, el fin último es Dios, el mismo, por supuesto, que para el orden sobrenatural. La unidad de los dos órdenes, no se da entonces por una subordinación de un fin particular a otro universal, sino porque como se trata del fin último que excede la capacidad de cualquier naturaleza, ésta necesita ser perfeccionada por la sobrenaturaleza, que así participa de la capacidad divina, para alcanzarlo. Debo decir que este asunto no lo he encontrado desarrollado en los textos de Castellano, pero sí he tenido la oportunidad de conversarlo.

Evidentemente, este tema es más complejo de lo que puedan revelar las citas recogidas en este texto. Pero el hecho que aquí importa destacar es que la obra redentora de Cristo no se sobreañade al orden de la naturaleza como algo extraño, sino que como algo que, aunque excede infinitamente las posibilidades de la sola naturaleza, sin embargo, está en prefecta sintonía con ella, cumpliendo en ella una tarea reparadora. La gracia sobreeleva la naturaleza, en cierto sentido, más allá de sus propias posibilidades, pero también la repara en su propio orden. Y esto es lo que está presente a lo largo de toda la obra de nuestro autor, por mucho que lo suyo sea la filosofía y no la teología.

5. La inseparabilidad de la filosofía moral de Castellano de la filosofía política y jurídica

En el mundo moderno ética y política o ética y derecho son realidades aparte, no sólo en el sentido de que de hecho se hayan separado como una suerte de resultado inexorable de los acontecimientos, sino en el de que así están concebidas y queridas. En realidad, esta pretensión moderna es un imposible y no hace más que esconder la primacía y superioridad de un modo de entender la moral –el liberal– que, así, se impone sobre los demás y se instala como el único que tiene carta de ciudadanía en la sociedad política. De hecho, según Castellano, un Estado que no se identifica con ninguna ética –según lo afirma la ideología– impone una moral mediante las leyes que, precisamente por haber prescindido de la naturaleza, no tienen más fundamento que el poder voluntarista del legislador[18].

Si la laicidad es «una posición de autonomía en el orden de la indiferencia y, por tanto, la reivindicación de la libertad de pensamiento y de conciencia como condiciones de independencia frente a la realidad y la ética (entendida como orden moral), así como de cualquier autoridad»[19], el Estado laico será aquel que, sin asumir él una posición en materias morales ni estar sometido a ninguna autoridad más allá de su misma voluntad (en lenguaje ideológico, voluntad general; en lenguaje realista, voluntad de quienes tienen el poder), garantiza esas libertades a los individuos. La pregunta es: ¿de dónde brota la ley? La ley, como pura manifestación de esa voluntad soberana general no es más que la imposición de la moral del poderoso a la sociedad toda. El Estado se transforma así en el creador de la moral. La diferencia del orden que es producto de este Estado y del orden que sigue y respeta la naturaleza humana es que, en este segundo caso, el orden está abierto a las cuasi infinitas posibilidades de realización concreta de esa naturaleza. Hay por tanto una riqueza amplísima en la vida humana social y personal. «El Estado moderno […] ha terminado por identificarse con la realidad que ostenta el monopolio del uso de la fuerza»[20]. Con lo cual «se ha erigido, así, como organización del poder, legitimado por la eficiencia en la neutralización de los conflictos y en la instauración de un orden identificado con el orden público. Tanto que ha terminado por convertirse en totalitario, esto es, […] por pretender que todos piensen y quieran lo que piensa y quiere el Estado»[21]. El Estado laico que pretendía ser neutro moralmente termina imponiendo una sola moral que, en lugar de tener como base la realidad humana, tiene como único fundamento el poder de quien se ha hecho de él.

Castellano, situado en las antípodas de esa visión, reconoce que entre ética y política no hay separación. La sociedad política tiene como fin la perfección moral de la persona humana. La comunidad política «tiene por fin intrínseco el mismo bien del hombre individual; bien que no depende de las elecciones de nadie, pues está inscrito en su naturaleza. El Estado por ello, no puede ser neutral»[22]. El Estado está subordinado a la ética, «esto es, al orden natural al que el ordenamiento jurídico debe conformarse»[23]. En otras palabras, Castellano se hace eco de la tesis aristotélica: «…Es evidente que debe haber, como hay, un bien propio de la comunidad política. ¿Cuál es ese bien? Con Aristóteles podremos responder que el bien político, el bien de la comunidad política, es el mismo bien del hombre»[24]. Por eso para poder avanzar en el conocimiento de la sociedad política «hace falta llevar a cumplimiento la filosofía del hombre, es decir, conocer su naturaleza y su fin»[25].

Hay entonces que conocer el fin de la vida humana para conocer el fin de la comunidad política. El fin de la vida humana en cuanto tal es el fin moral. Es en el ámbito moral donde el hombre vive bien o mal como hombre. Alguien puede ser un deportista muy dotado o un pintor de excelencia, pero eso no los hace ipso facto buenos hombres. Para serlo deben ser buenos moralmente. Es en este orden moral, entonces, en el que se juega la buena o mala vida formalmente humana. Por supuesto, el hombre vive para lograr una buena vida y para ello se asocia con otros. Por eso, el fin de la vida moral es el fin de la vida política. De allí que «el orden político, por tanto, teniendo por fin la “vida buena” de los ciudadanos, esto es, la “vida virtuosa”, como enseñaba Aristóteles, no puede ignorar quién es el hombre, es decir, su esencia y su fin»[26].

Lo que está en juego es el bien del hombre. Si se acepta que la actividad humana tiene su razón de ser en ese bien –lo contrario sería absurdo–, entonces esa actividad, que de hecho y por naturaleza se lleva a cabo en comunidad política, no puede ser impedida o dificultada por ésta. Al contrario, la vida política tiene por fin hacer posible que el hombre realice la actividad en la que actualiza su bien. «Si la naturaleza humana actualizada es, como es, el fundamento del criterio del obrar, de todo obrar, sea privado o político, se puede decir que la política está subordinada a la ética»[27].

Al final de la cita con que termina el párrafo anterior nuestro autor incluía –y que nosotros omitimos– un paréntesis en el que señalaba que aunque la política se subordina a la ética, sin embargo, no se identifica con ella. ¿Por qué si el fin de la vida política es el mismo que el fin de la vida ética, ambas no se identifican? Castellano recuerda muchas veces ese texto de Aristóteles del comienzo de su Ética a Nicómaco donde afirma que, aunque es el mismo bien el del individuo y el de la comunidad, éste último es más divino que el primero[28]. ¿Por qué es más divino, si es el mismo? La razón fundamental es que el bien humano es común. El bien común «es el bien de todo hombre en cuanto hombre»[29]. El bien del hombre es un bien participado por muchos que al mismo tiempo, a diferencia de otros entes inferiores que también participan de una misma naturaleza, aparece en el horizonte de la actividad humana precisamente como común y participado. Por ello es necesaria la sociedad para que pueda ser realizado. Cada cual persigue su bien en comunidad política. Pero no lo persigue como si fuera un bien puramente particular o privado, sino precisamente como común. Eso significa que cada hombre persigue su bien en la medida en que persigue, al mismo tiempo, el de los demás. ¿El virtuoso sigue necesitando la vida política? Según lo señalado, sí. Es cierto que el hombre virtuoso ha logrado ya una cierta autosuficiencia respecto del bien humano. El hombre virtuoso depende más de sí que de otros para realizar el bien. Sin embargo, ese mismo hombre virtuoso «es un instrumento necesario para quien debe ser ayudado a alcanzar la autonomía, y, en todo caso, para quien […] no sabe ser libre o siempre libre, en el sentido agustiniano del término»[30] (el término autonomía en este texto también es usado por nuestro autor en un sentido agustiniano). Lo que señala Castellano es lo que a mi parecer sitúa a la concepción política clásica y católica a una distancia sideral de la moderna. En esta última, cada cual vive para sí en competencia, a veces feroz, con los demás. En la primera, cada cual vive para los otros y cuidando de ellos alcanza su propio bien. Es la diferencia entre concebir el bien humano como bien común o como bien privado. Es la diferencia entre concebir el bien de la comunidad como el bien común del hombre en lugar de un bien público que no es el bien de las personas. Ya revisaremos la confusión que suele hacerse entre bien público y común, pero antes terminemos de responder la cuestión acerca de la diferencia entre ética y política. El orden político en cierto sentido es parte del orden moral, pero tiene una cierta realidad propia que deriva de la condición de común del fin de la vida moral. Ese fin común exige la sociedad: eso implica, para decirlo muy simplemente, la constitución de una doble relación: la relación de los particulares con el bien común o con quien está directamente a su cargo –que vendría a ser una relación vertical–, y la que se constituye entre las partes, aunque siempre mirando en último término el bien común. Esta sería la relación horizontal. «Toda sociedad, en cuanto sociedad, posee un orden»[31] dice Castellano. Este orden comprende una institucionalidad y una legalidad que aunque fundada en el bien moral va más allá de él. Es lo propio del orden político.

El bien común, contrariamente a lo que suelen creer quienes no aceptan el concepto, al menos el clásico, no impone un bien realizado unívocamente en los diversos individuos y comunidades menores. Ese bien común «se puede y se debe conseguir en presencia de tradiciones diversas, de lenguas plurales, de múltiples costumbres: unifica entre la pluralidad de las legítimas opciones particulares que, a veces, son necesarias. La comunidad que constituye no tiene problemas de minorías ni de etnias: el bien común es universal y particular al mismo tiempo, no está ligado a la fortuna (riqueza, poder, etc.), sino a la felicidad, que tiene por premisa indispensable y fin histórico la vida humana conforme a la propia naturaleza»[32]. «El bien común es lo que une, reconociendo la diversidad. Desde este punto de vista, el ser común es afirmación de pluralidad»[33]. El bien común, en otras palabras, es un mismo fin universal natural, pero que admite y exige un sinfín de realizaciones particulares concretas. De allí que las sociedades en las que se vive procurando ese bien común sean de una mucho mayor riqueza que las que lo reemplazan con un bien convencional determinado desde el Estado. En estas sociedades prima sobre el bien común lo que se ha llamado el bien público, que muchas veces se confunde con aquel. Veamos.

«[L]a comunidad política posee un fin en sí misma: el bien común. Con frecuencia se le confunde con el bien público, es decir, el bien de la persona civitatis. En otras palabras, el bien común, para diversos autores, no sería otra cosa que el bien del ente al cual se ha dado vida artificialmente con el contrato social»[34]. Esta precisión que hace Castellano es tan importante como deletérea la confusión que señala. Bien común y bien público son dos cosas completamente distintas. La primera se inscribe en la línea del pensamiento clásico –léase por ejemplo la maravillosa obrita de Platón Critón–, la segunda es típicamente moderna. Pero hoy, incluso personas que creen adscribirse a la primera línea de pensamiento usan el segundo concepto con total soltura, como si en él no hubiese nada problemático. En este punto no puedo evitar un elogio a la precisión que realiza el profesor Castellano, pues no sólo ataca un punto clave para entender la diferencia entre un pensamiento y otro, sino que además lo hace con singular claridad.

El bien público existe en la teoría política moderna, porque no existe un bien humano natural y, por tanto, menos un bien común del cual participan todos los hombres. El contrato social existe precisamente para intentar hacer posible una convivencia entre hombres que no tienen nada en común. Cuando la sociedad política comienza a existir producto de este pacto –por supuesto, según la explicación moderna– la cesión de libertades por parte de los individuos constituye el Estado. Este Estado tiene su propia voluntad –la general–, a partir de la cual y mediante las leyes crea un «bien común» que en realidad no son más que condiciones externas que harían posible la convivencia entre individuos que no tienden más que a su bien privado. Esas condiciones constituirían el bien público. Por eso dice Castellano que «el bien público no es otra cosa que la conservación del artificial cuerpo político (esto es, del Estado moderno)»[35]. Bien público que, como se puede deducir fácilmente, ya nada tiene que ver con el bien propio e íntimo de la persona humana. «El bien público es el bien del Estado, el cual es otro respecto al bien del hombre individual; como máximo es el bien del que sólo el ciudadano, no el hombre, es partí- cipe en cuanto miembro del cuerpo social»[36]. Pero este asunto no queda allí. La voluntad del Estado es soberana, es decir, no tiene nada sobre ella. No hay una naturaleza a la cual ella deba atender para legislar. Esa voluntad es autónoma respecto de la verdad de las cosas y respecto del bien natural humano. El Estado, por eso, es creador del bien público. El Estado no tiene más referencia a la que atender para legislar que su propia voluntad general. Lo que proviene de ella es legítimo sin más. Por eso, «el bien público es virtualmente totalitario, pero de hecho (y no podía ser de otra manera) se ha revelado tal también en acto [aquí, yo hubiese dicho lisa y llanamente que es esencialmente totalitario]. Por tanto, sólo puede tomarse en consideración a sí mismo, y a sí mismo lo sacrifica todo»[37]. En línea con esto el Estado moderno se arroga la posibilidad de elegir no sólo los medios de la actividad política, sino también los fines[38]. En otras palabras el Estado viene a ocupar el lugar de Dios, determinando con mayor o menor precisión para qué se ha de vivir y cómo se ha de vivir. Y los ciudadanos habrán de cuidarse de no salirse del orden creado por este dios, porque también ha acumulado la fuerza, de la cual tiene el monopolio.

6. La libertad

La cuestión de la libertad, así en general, no está desarrollada por Castellano en un texto específico. Su libro La libertà soggettiva explica la visión de Fabro más que la suya y aun en él explora temas que van más allá del de la libertad. Por supuesto, como suele ocurrir, Castellano pareciera asumir como propias muchas de las ideas de Fabro. Pero, formalmente, está expuesto como pensamiento de Fabro. Como digo, entonces, no hay un texto que trate este tema de modo general. Sin embargo, tampoco hay un texto en el cual el problema de la libertad no esté presente. Cuando nuestro autor se enfrenta con el problema de la libertad, la mayor parte de las veces lo hace para criticar y desarmar los postulados modernos sobre ella. Pero esa crítica la realiza desde una interesante y, hoy, poco común concepción de la libertad. Esta última no está desarrollada en detalle y sistemáticamente. Por eso, podría ocurrir que mi interpretación diga más o menos de lo que el mismo Castellano quería decir. Pero servirá para proponer ciertas ideas que, yendo más allá de una presentación de la filosofía moral del profesor de Udine, pudieran ser útiles para generar una conversación o, quizá, discusión sobre la libertad.

Veamos en primer lugar la crítica que Castellano dirige a la concepción moderna de libertad. La libertad en la modernidad está entendida fundamentalmente como «poder hacer» sin más límites que el propio deseo. Citando a Hobbes, Castellano explica: «La libertad en la modernidad no es la libertad del orden justo y en el orden justo. Al contrario, es considerada tal solamente en ausencia de derecho y reglas. Hobbes, por ejemplo, afirma claramente que “el derecho natural […] es la libertad que todo hombre tiene de usar el propio poder como desea”; aunque precisa, sosteniendo así un criterio (al menos funcional) del ejercicio del poder, que lo hace siempre en vista de la conservación de la propia vida. La libertad, por otra parte, depende a su juicio del “silencio” de la ley: donde hay ley no hay libertad y viceversa»[39]. Guido De Ruggiero, explica Castellano a modo de ejemplo, «destacó que la subjetividad jurídica sería sinónimo de independencia de toda dependencia natural o coactiva. No sería libre, por tanto, quien está sometido a la ley natural que no permite la autodeterminación absoluta, quien debe estar debajo de una voluntad distinta de la propia. Los Diez Mandamientos constituirían obstáculos para la libertad, como toda autoridad obstaculizaría también la libertad»[40]. La idea fundamental que está detrás es la de un hombre en estado de naturaleza que, por no vivir en sociedad, «puede hacer todo lo que desea» sin tener que limitarse o sin tener que dar explicaciones a nadie. Ese hombre es libre. Pero entendida así, la libertad queda reducida a la espontaneidad del deseo. Con ello, la libertad humana desciende a la altura de los instintos animales, que por espontáneos, también podrían ser considerados tan libres como la actividad humana. Por eso, no son raros los autores modernos que convirtiéndose en profetas de esta libertad, son al mismo tiempo deterministas. Es el caso, por ejemplo, de Hayek. Un elemento esencial de este modo de concebir la libertad es que ella no se define por el bien al que tiende, sino por la ausencia de coacción, donde por coacción se entiende cualquier deber que sobrevenga a la voluntad desde un principio superior a ella misma. Ese principio superior puede ser la ley positiva, pero también puede ser la realidad de las cosas y con ella la ley natural. La inteligencia, así, es libre en la medida en que no tiene por medida la verdad. La voluntad es libre en la medida en que no tiene por medida el bien. Por esto, Castellano, en innumerables pasajes de sus diversos escritos, la llama «libertad negativa». Esta libertad «sería el valor máximo que se tendría que tutelar y promover»[41]. Se trata de una libertad que está entendida como autodeterminación absoluta frente al bien y la verdad[42]. Es, en cierto sentido, libertad como liberación de todo aquello que se pueda aparecer como criterio de su ejercicio distinta de ella misma: «Liberación de la condición finita, liberación de la propia naturaleza, liberación de la autoridad, liberación de las necesidades, etc.»[43]. Se trata de una libertad que «es ejercitada con el solo criterio de la libertad, o sea, la libertad sin ningún criterio»[44]. Por esto, dice Castellano este «modo de entender la libertad es, pues, el luciferino»[45]. Esta libertad se identifica con «la pretensión originaria de nuestros primeros padres (Adán y Eva) de ser como Dios, convirtiéndose en autores del bien y del mal, de lo justo y lo injusto»[46]). Esta concepción de libertad es la que ha asumido el liberalismo. La libertad existe en la medida en que la voluntad, sea del individuo o del Estado, sea soberana. De allí que siempre hay una reivindicación «de la libertad de pensamiento contrapuesta a la libertad del pensamiento, de la libertad de religión contrapuesta a la libertad de la religión, de la libertad de conciencia contrapuesta a la libertad de la conciencia, etc.»[47]. En virtud de esta libertad cada cual tendrá el derecho de escoger su propia concepción de bien. La única condición será que no intente imponerla como concepción común de bien. De hecho «la libertad negativa necesita la ausencia de cualquier bien considerado o definido como común»[48]. Por lo mismo, se trata de una libertad que, como ya se dijo, entra en colisión con la ley y el derecho. Estos aparecen como limitaciones de la libertad. La voluntad libre es fundamento de la moral individual, al revés de la concepción clásica, donde ella se ordena al bien y por eso no determina desde sí misma las leyes, sino que se sujeta a ellas. En la concepción clásica, la ley y el derecho son anteriores al acto de la voluntad. En la concepción negativa de la libertad es la voluntad la causa total de la ley y el derecho. Por supuesto, ya no podrá ser simplemente la libertad individual quien haga esto. Pero el hecho es que, sea la individual sea la estatal, se trata de una voluntad que no se subordina a nada[49].

Si la libertad no se identifica con el poder hacer lo que se desea, entonces «no consiste en ser legibus solutus, es decir, superior a la ley, sino en ponerla en práctica sin necesidad de recurrir a la coerción: «Hoc modo –escribe Santo Tomás– unusquisque sibi est lex, inquantum participat ordinem alicuius regulantis»[50]. No hay oposición entre actuar libremente y hacerlo sujeto a una ley, pues si ésta es un principio que ordena los actos humanos al bien, y la libertad se define, como se verá, por su orden al bien, entonces, la ley no sólo no es un obstáculo para la libertad, sino una condición para su ejercicio.

Es en este punto donde aparece la concepción de libertad de Castellano que, según decía más arriba, hoy es poco común. Es en realidad la concepción agustiniana de libertad, que se halla presente también en Santo Tomás. Pero hoy, por influjo de la concepción moderna en la que el objeto del acto libre pierde importancia, si no se olvida, al menos se la malentiende, aun en círculos intelectuales católicos.

Dice Castellano que «[s]i la libertad no fuese un concepto equívoco, podríamos decir que la finalidad de la polis es ayudar al hombre a ser libre. Pero para ser libre, debe ser bueno»[51]. ¿Por qué la libertad es un concepto equívoco? Evidentemente lo es por muchas razones, pero la que interesa acá es la equivocidad introducida a partir de la irrupción del concepto moderno de libertad. Este concepto moderno, como ya se ha visto, entiende la libertad como un estar libre de criterios de acción y por ello de obligaciones que están por sobre la voluntad y a los cuales, entonces, ésta debe atender. La voluntad es libre para el moderno en la medida en que es soberana, es decir, en tanto y cuanto no tiene nada superior a lo que deba subordinarse. Se trata de una libertad que se identifica con el poder hacer: si una acción es posible de hacer y así lo desea el agente moral, entonces está bien que la haga. La única limitante será que esa acción no sea obstáculo para que otros puedan realizar sus propias acciones. Como se ve, se trata de una libertad que está independizada de cualquier orden objetivo: el objeto del acto puede ser cualquiera si es que con ello no daña la libertad de otros. No hay un orden intrínseco de la acción moral a partir del cual ella pueda ser evaluada. La evaluación en ese terreno no puede ser sino subjetiva. Por esto, decir hoy día que el fin de la polis es que el hombre sea libre conlleva el peligro de que se entienda al modo moderno. Pero no habría problema en afirmarlo si la libertad se entendiera al modo agustiniano. «Para ser libre, debe ser bueno», dice Castellano. Me parece –aunque no tengo seguridad– de que lo que quiere afirmar nuestro autor es que «ser libre es ser bueno». ¿Por qué podría afirmar esto? En otros textos afirma que ser libre es ser dueño de sí mismo[52]. Esta idea puede ayudar a entender la primera. La libertad es la autoposesión del espíritu o intelecto de manera tal que no depende en nada de aquello que está fuera de sí, sino de su sólo acto interior. Evidentemente la perfecta autoposesión de sí se da sólo en Dios en quien su ser se identifica con su acto intelectivo. En los ángeles no hay perfecta autoposesión, porque en ellos hay una cierta potencia respecto de la perfecta autoposesión, la que pueden alcanzar o perder para siempre mediante un acto electivo. En el caso del hombre, cuya entidad espiritual es forma de una materia, tiene una libertad cuya autoposesión es completamente potencial. La vida humana consistirá en un camino en el cual esa autoposesión se perfecciona o se impide. La vida moral tendrá aquella parte que ordena las pasiones para que ellas sirvan al acto interior del espíritu y no le pongan obstáculos. Los obstáculos aparecen cuando el hombre se vuelca hacia afuera, hacia los objetos de sus pasiones y haciéndose dependiente de ellos. El orden en las pasiones hace posible ordenar los actos que dicen relación con la vida social. La autoposesión humana en la que consiste la libertad requiere de la comunicación –de la vida común– de los hombres. Esta vida común es ordenada por la justicia y tiene como condición posibilitante un cierto orden de las pasiones. En la medida en que la voluntad se dispone bien en el orden de las pasiones y de la vida social es posible que realice de modo más perfecto el acto interior por el cual el espíritu se autoposee. Esa autoposesión del espíritu comprende un doble acto: uno en la voluntad, que es querer el bien universal –no como abstracción, sino como finalidad, es decir, Dios–; otro en el intelecto, que es conocer la Verdad. El de la voluntad es condición para la realización del acto del intelecto. Es en este último donde el espíritu puede llegar a poseer la totalidad del Ser que es su objeto proporcionado. Poseyendo en sí el Ser, el espíritu se autoposee, sin ya depender de nada exterior a él. Evidentemente, el acto autoposesivo más perfecto del que es capaz el hombre no es posible en esta vida. Aristóteles da buena cuenta de esto. Pero eso no quiere decir que no sea en absoluto posible. Esta vida será la historia de una voluntad que lucha por disponer al hombre adecuadamente respecto de todo lo real de manera de que pueda llevar a cabo el acto cognoscitivo del Ser y unitivo con el Ser en el cual él ya no depende de cosas exteriores, sino que ha logrado la perfecta autarquía del hombre virtuoso, por tener en sí la totalidad del Ser. Esto explica también la primacía absoluta de la vida dianoética por sobre la ética, aun cuando, como se sabe, en la vida presente haya una relativa primacía de la segunda sobre la primera.

«El hombre, para ser verdaderamente libre, no debe depender de sus pulsiones y deseos, sino que debe ser dueño de sí mismo y señor de sus propios instintos, sentimientos y actos»[53], dice Castellano con toda razón. Habría que añadir que se trata de no depender de las cosas señaladas, porque eso hace posible el acto en el cual el hombre hace suyo el Ser. Se trata de no depender, para que el ente espiritual pueda realizar su acto propio perfecto, definido como tal por la perfección de su objeto, que ya no es una verdad particular, sino simplemente la Verdad subsistente.

Esta manera de entender la libertad, me parece, es la que permite apreciar en toda su dimensión la monstruosa libertad moderna, en la que tanto la voluntad como el intelecto se independizan de sus objetos propios: el bien y la verdad.

Castellano nos recuerda estas ideas en un sintético pero clarísimo texto: «Cristo, sin embargo, enseñó –recordémoslo– que veritas, no libertas, liberavit vos. Sólo la libertad como reconocimiento y fidelidad al orden metafísico y ético, esto es, sólo la libertad en la verdad, hace verdaderamente libres. Con lenguaje teológico se podría decir que la libertad es la libertad del pecado, no la libertad de pecar. […] la “libertad negativa” es reivindicación de la libertad como mera y absoluta decisión del sujeto, como determinación de su voluntad, cuyo acto, por el mero hecho de ser tal, sería en sí la libertad»[54].

Esto nos lleva al último punto relativo a la libertad. La prescindencia del objeto de la voluntad en el mundo moderno como relevante para la cualificación moral del acto, o lo que es lo mismo, el vaciamiento de la voluntad ha llevado a que se ponga la elección en el centro de la libertad. «La voluntad vacía, la voluntad como mera autoafirmación está obligada a identificar la libertad con la decisión»[55]. Se trata de una decisión o elección –no estoy seguro si Castellano ve ambos términos como sinónimos– que se autoafirma: lo importante es elegir, no qué se elija. Cuando el bien está presente en el horizonte de la voluntad, la elección no tiene esta centralidad. Evidentemente no es que no importe. Hay muchos bienes, quizá la inmensa mayoría, que se quieren electivamente. Sin embargo, la razón de la elección está en el bien y no en la elección misma. Por eso es propio de la vida moral formar virtudes que, aunque son hábitos electivos, su primer efecto es ordenar la voluntad respecto del bien. Por ello, mientras mayor sea el bien, menos posibilidad de ser elegido. Será simplemente amado, intentado, pero no elegido. El bien que se elige aparece siempre como alternativa frente a otro bien. Por eso, los bienes más altos, aunque objeto de amor, no son objeto de elección. Ellos son fines, más que realidades que conduce a los fines.

Tuve, en ocasión más o menos reciente, la oportunidad de conversar con el profesor Castellano respecto de este tema. Lamentablemente no pudimos terminar ese diálogo. Él giró en torno al acto de la Santísima Virgen por el que acepta ser madre de Dios. Mi tesis es que María, una vez que sabe que es Dios quien se hará carne en sus entrañas, ya no tiene la posibilidad de elegir. Dada su virtud, tenía un amor incontrarrestable por el Bien y la Verdad, y por ello, toda su voluntad en un solo acto amoroso se funde con su objeto hecho Persona y dice: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mi según su palabra». La declaración «he aquí la esclava del Señor» tiene mucho sentido en este contexto. Lo propio del esclavo es tener sometida su voluntad al superior. Si la esclavitud entre los hombres es contraria a la naturaleza, porque la voluntad queda suprimida simplemente por otra voluntad, la esclavitud respecto de Dios es la plenitud de la naturaleza, porque es el momento en que la voluntad se rinde al Bien y con ello se hace posible el íntimo acto contemplativo-unitivo en el que la Verdad llena el ser del espíritu. La Santísima Virgen cuando se declaró esclava del Señor realizó el acto más libre en la historia de la humanidad. Pero ese acto libre no fue una elección.

No estoy para nada seguro que Castellano comparta estas ideas. Pero se las ofrezco como homenaje y ocasión para en un futuro, si Dios lo quiere, retomar esa plática interrumpida.

7. La conciencia moral

Un tema más específico que ha ocupado la atención de Castellano en más de un trabajo es el de la conciencia moral. Es un asunto claramente más específico que otros, pero que al mismo tiempo es punto de reunión de todos los temas más relevantes de la filosofía moral, porque obliga a que ellos concurran para dar razón acabada del problema de la conciencia.

Tratar acerca de la conciencia implica entrar en el terreno del fundamento de los juicios morales. La conciencia, afirma Castellano, no puede ser, primero, el resultado de un puro proceso histórico que determinaría los juicios morales, como pretende, por ejemplo Gramsci[56]. En este caso, el hombre «sería objeto y no sujeto del proceso histórico-económico y, por ello, irresponsable de sus acciones»[57]. No habría, en estricto rigor, juicio personal en materias morales. La conciencia entendida, ahora, como facultad conduce, también, a su negación. Castellano, como Santo Tomás, niega que la conciencia sea una facultad. Sin embargo, las razones parecen ser diferentes, aunque también compatibles. Nuestro autor asume que una conciencia-facultad sería aquella en la que «el bien y el mal, de hecho, son sus criaturas»[58]. Si la conciencia fuera facultad sería «señora no de la existencia del acto humano sino de su naturaleza». La conciencia como facultad sería «la facultad/poder de crear el bien y el mal, lo justo y lo injusto. La conciencia, así, no revela al hombre el orden impreso en su naturaleza, sino que lo produce»[59]. Ella sería, entonces, la determinante del bien y del mal del acto no porque se sujete a una ley superior a ella misma, sino porque ella, autónomamente, pondría en el acto el ser bueno o malo. La conciencia tendría está autonomía, al menos, en el sentido de que «el individuo tiene el derecho a hacer todo lo que el ordenamiento jurídico positivo no establece que es ilícito»[60]. En resumidas cuentas, la conciencia entendida como facultad equivale a hacer de ella la fuente del bien y del mal. La conciencia, de este modo, deviene ley, lo que equivale a afirmar que «la ley es extraña a la conciencia, incluso enemiga»[61].

¿Qué es, entonces, la conciencia? La conciencia «es un acto de juicio moral práctico»[62]. La conciencia es un acto que aplica «la ley que rige la acción, esto es, el fin y la regla de la acción en el contexto histórico y social en el que la acción se desenvuelve»[63]. En este sentido, aunque puede decirse, por una cierta analogía, que la conciencia es ley –ya que es su aplicación al caso concreto– en estricto rigor, sin embargo, ella está sujeta a la ley. Se trata, por supuesto, de sujeción, primero, a la ley natural inscrita en cada hombre, y sólo luego, y a condición de ser expresión de la primera, a la ley positiva. «La conciencia es ley pero no la ley. La conciencia constituye un imperativo para el sujeto, pero no es el último y supremo imperativo. En otras palabras, la conciencia constituye norma de conducta subjetiva pero a condición de que sea recta y cierta. La conciencia recta postula la ley que “recibe” pero no crea; más aún […] la conciencia no podría pretender ser tal si expulsase o rechazase a la ley natural»[64]. En este sentido, Castellano, citando a Ratzinger, recuerda que la conciencia ha de estar abierta a la verdad objetiva, verdad que ella no crea, sino que descubre[65]. La conciencia debe ser reflejo de una realidad legal, es decir, que contiene una ley que ha de ser obedecida.

La conciencia está llamada a obedecer la ley. Es en esa obediencia que la conciencia permite al sujeto moral echar raíces en su propia realidad. Es la realidad –en este caso, la humana, con sus fines y sus movimientos hacia esos fines– la que, en cierto sentido, se presenta como ley. Es la realidad la que en cuanto es la propia del sujeto la que aparece como bien y, apareciendo como tal, se manifiesta como ley[66].

Es con el fundamento anterior que la conciencia aparece como un lugar sagrado, es decir, intocable. La conciencia no ha de ser violentada ni se le impondrá actuar contra su deber, porque ella es reflejo de esa realidad que es el propio hombre y su bien. El respeto de la conciencia es el respeto de la libertad del hombre que busca el bien.

En resumen, la comprensión del lugar y de la función de la conciencia supone haber reconocido que la realidad del ser del hombre, incluyendo su movimiento intrínseco hacia su bien, es la naturaleza. Es la naturaleza la que es y manifiesta el bien del hombre, el cual, a su vez se presenta como ley. Y es esta ley la que es fundamento del acto de conciencia, el cual, entonces, siendo fiel a la ley lo es al mismo tiempo a la realidad del hombre y, en particular, a la del agente moral concreto.

Ley y conciencia no forman, así, un binomio de realidades opuestas y excluyentes, como si lo que gane una lo pierde la otra. La conciencia no puede sustraerse a la ley porque en ella está en juego la propia realidad del sujeto que actúa. Sólo cuando se rechaza la realidad, «la propia realidad, puede el hombre soñar la libertad como silencio de la ley»[67]. La aceptación de la realidad hace brillar la obediencia de la conciencia a la ley como el momento de la realización del bien del hombre. La obediencia, por tanto, no es sometimiento servil, sino «la libre fidelidad al orden de la creación, el testimonio de una docilidad voluntaria a la ley natural que ella no crea, la opción decidida a favor del bien y la justicia»[68]. «La ley no es límite para la conciencia»[69], como se suele creer a partir de las premisas del pensamiento moderno.

Las premisas de la modernidad, según las cuales el Estado, y con él la ley positiva, tiene la soberanía, transforman en conflictiva la relación entre conciencia y ley. La soberanía se entiende como el poder superior del cual mana mediante la ley la determinación del bien y del mal. De este modo la persona tiene la posibilidad de quedar enfrentada a dos leyes contradictorias: una, la ley natural que se manifiesta en la conciencia y que recoge el bien del hombre; otra, la ley positiva que mana del Estado, contraria a la ley natural. Por supuesto, la ley positiva puede ser justa en cuyo caso no creará ningún conflicto. Pero la ley justa interpela la conciencia de quienes le están sometidos no simplemente porque sea una ley positiva que ha cumplido con los requisitos procedimentales que terminan en su promulgación, sino porque lo que manda es adecuado a la naturaleza humana[70]. «La conciencia tiene que obedecer a la ley no escrita, condición de la misma ley escrita. Si ésta entrase en conflicto con aquella, es decir, con la ley natural, debe prestarse obediencia a la ley natural y no a la norma positiva»[71].

Esta atención a la ley natural es la que, entonces, puede justificar lo que se denomina «objeción de la conciencia». Esta objeción de la conciencia consiste en el rechazo a obedecer una ley o norma positiva inicua que obliga a un mal moral, es decir, a la realización de un acto contrario al bien de la naturaleza humana. Castellano distingue la «objeción de la conciencia» de lo que la modernidad llama «objeción de conciencia». Esta última vendría a ser el rechazo al cumplimiento de una ley o norma positiva no porque ella sea contraria a la ley natural, sino porque es contraria a la coherencia interna de una conciencia consigo misma y que no responde más que a sí misma. Quienes practican una objeción de la conciencia lo hacen por decisión propia, pero no en nombre propio, sino en nombre de leyes no escritas (Antígona), del daimon (Sócrates), de Dios. La «objeción de conciencia» moderna se practica «no sólo por decisión propia sino también en nombre propio, apelándose así a la soberanía de la propia conciencia individual»[72]. Este modo de concebir el derecho de la conciencia a objetar la ley «presupone la inexistencia del orden moral»[73], a diferencia del modo clásico en el que la conciencia «objeta no para reivindicar el derecho a la simple coherencia sino para testimoniar su fidelidad a la ley de Dios, al orden moral objetivo»[74].

La cuestión de la diferencia entre la «objeción de la conciencia» y la «objeción de conciencia» es, en el fondo, un asunto que refleja un modo radicalmente diverso de concebir la libertad humana y, en particular, la libertad «de la» o «de» conciencia. La libertad de conciencia «reivindica como derecho la simple coherencia consigo misma, [en cambio, la libertad de la conciencia] es testimonio de la ley moral inscrita en la naturaleza del hombre y, por tanto, no depende de la voluntad»[75]. «La prima, infatti, è una rivendicazione del soggettivismo»[76], la segunda, de la moral objetiva. La primera dice relación con la libertad entendida como autonomía moral que permite que la conciencia devenga ley para sí misma. La segunda, en cambio, si recurrimos a un texto de Castellano ya citado, «es un acto de un juicio práctico que presupone, como condicio sine qua non de su existencia, le ley moral objetiva»[77]. No puede haber conciencia sin una ley superior a ella misma, porque entonces pierde sentido una parte esencial del acto de la conciencia como es la discriminación entre los actos buenos y malos. Si la conciencia es ley para sí misma y goza de toda autonomía para determinar qué es bueno y qué es malo, entonces no se ve cómo un agente moral puede juzgar como malo un acto propio.

8. Colofón

Valgan estas líneas como homenaje a mi querido amigo Danilo Castellano, de quien no sólo he recibido la amistad a través de las ideas, siempre claras y punzantes, sino también a través de su permanente y generosa hospitalidad.

 

[1] Danilo CASTELLANO, «Conclusión», Verbo (Madrid), núm. 527-528 (2014), pág. 718. Se trata de un número de la revista dedicado a la Res publica christiana, en el que Castellano tuvo a su cargo el trabajo conclusivo.

[2] Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», en Miguel Ayuso (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010, pág. 214.

[3] Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., pág. 217.

[4] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, Marcial Pons, 2010, pág. 56.

[5] Vid. Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano (eds.), Iglesia y Política. Cambiar el paradigma, Madrid, Itinerarios, 2013, págs. 233, 250.

[6] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica. Saggi sul fondamento e sulle forme del politico, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997, pág. 22.

[7] Danilo CASTELLANO (ed.), Diritto, diritto naturale, ordinamento giuridico, Padua, CEDAM, 2002, pág. 16.

[8] Danilo CASTELLANO, «Orden tradicional, orden universal y globalización», Verbo (Madrid), núm. 499-500, (2011), pág. 815.

[9] Danilo CASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo», Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), pág. 493

[10] Danilo CASTELLANO, «Orden tradicional, orden universal y globalización», loc. cit., pág. 815.

[11] Danilo CASTELLANO, «El tomismo esencial entre (más allá de) lo moderno y lo antimoderno», Verbo (Madrid), núm. 337-338 (1995), pág. 838

[12] Danilo CASTELLANO, «La emergencia educativa: causas y problemas», Verbo (Madrid), núm. 475-476 (2009), pág. 372.

[13] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, pág. 26.

[14] Vid. Danilo CASTELLANO (ed.), Eutanasia del Cattolicesimo?, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1990, pág. 119.

[15] Danilo CASTELLANO, «La política cristiana: teoría y práctica», Verbo (Madrid), núm. 417-418 (2003), pág. 639.

[16] Danilo CASTELLANO, «Conclusión», loc. cit., pág. 717.

[17] Ibid., págs. 718-719.

[18] Véase Danilo CASTELLANO (ed.), Diritto, diritto naturale, ordinamento giuridico, cit., pág. 10.

[19] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 245.

[20] Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., pág. 203.

[21] Ibid.

[22] Ibid., págs. 208, 209.

[23] Ibid., pág. 208.

[24] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el bien común?», en Miguel Ayuso (ed.), El bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Madrid, Itinerarios, 2013, pág. 23.

[25] Ibid., pág. 24.

[26] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., pág. 24.

[27] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, pág. 147.

[28] Danilo CASTELLANO, «Pluralismo y bien común», Verbo (Madrid), núm. 357-358, (1997), pág. 739

[29] Danilo CASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo», Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), pág. 494. Hay muchos textos en que Castellano repite esta idea. Por citar sólo algunos más véase Danilo CASTELLANO, «La política cristiana: teoría y práctica», loc. cit., pág. 643.; Danilo CASTELLANO, «La esencia de la política y el naturalismo político», Verbo (Madrid), núm. 349-350 (1996), pág. 1114; Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 55.

[30] Danilo CASTELLANO, «La esencia de la política y el naturalismo político», loc. cit., p. 1116.

[31] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 51.

[32] Danilo CASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo», loc. cit., pág. 494.

[33] Danilo CASTELLANO, «Pluralismo y bien común», loc. cit., pág. 740

[34] Danilo CASTELLANO, «La esencia de la política y el naturalismo político», loc. cit., pág. 1113.

[35] Danilo CASTELLANO, «Pluralismo y bien común», loc. cit., pág. 731.

[36] Ibid., pág. 730.

[37] Ibid., pág. 731.

[38] Véase Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 36.

[39] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 67

[40] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el liberalismo?», Verbo (Madrid), núm. 489-490 (2010), pág. 732.

[41] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 69.

[42] Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, pág. 39.

[43] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el liberalismo?», loc. cit., pág. 731. Vid. también «La emergencia educativa: causas y problemas», Verbo (Madrid), núm. 475-476 (2009), págs. 370 y 371.

[44] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 99.

[45] Ibid., pág. 77.

[46] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el liberalismo?», loc. cit., pág. 730.

[47] Ibid., pág. 731.

[48] Danilo CASTELLANO, «Pluralismo y bien común», loc. cit., pág. 734.

[49] Véase Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., pág. 202.

[50] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 29.

[51] Danilo CASTELLANO, «La esencia de la política y el naturalismo político», loc. cit., pág. 1120.

[52] Véase Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 63.

[53] Danilo CASTELLANO, «La emergencia educativa: causas y problemas», loc. cit., pág. 372. Una idea semejante expone en «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 239 y sigs

[54] ) Danilo CASTELLANO, «Iglesia y contrarrevolución», Verbo (Madrid), núm. 335-336 (1995), pág. 488.

[55] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 29.

[56] Ibid., pág. 200.

[57] Ibid.

[58] Ibid., pág. 201.

[59] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 229.

[60] Danilo CASTELLANO, «La libertad religiosa como libertad negativa en las constituciones y declaraciones de derechos contemporáneas», Verbo (Madrid), núm. 485-486 (2010), pág. 453.

[61] Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., pág. 213.

[62] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, pág. 38.

[63] Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., pág. 217.

[64] Ibid., pág. 219.

[65] Ibid., pág. 210.

[66] Véase Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., págs. 215 y sigs.

[67] Ibid., pág. 216.

[68] Ibid.

[69] Ibid., pág. 219.

[70] Véase Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», loc. cit., pág. 211.

[71] Ibid., pág. 216. Véase también Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., págs. 25 y sigs.

[72] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 25.

[73] Ibid., pág. 31

[74] Ibid.

[75] Danilo CASTELLANO, «La libertad religiosa como libertad negativa en las constituciones y declaraciones de derechos contemporáneas», loc. cit., pág. 454.

[76] Danilo CASTELLANO (ed.), Eutanasia del cattolicesimo, cit., pág. 116.

[77] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 38.