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Danilo Castellano y la desmitificación del constitucionalismo

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

 

1. Introducción

Por el tiempo en que publicaba Schelling su famosa Philosophie der Mythologie mostrando que los mitos clásicos eran historias muy deformadas, generalmente sobre el origen de la cultura y la civilización, titulaba Goya según la versión más popular, uno de sus Caprichos, seguramente el más famoso, «El sueño de la razón produce monstruos». ¿Aludía a la inflación de mitos racionalistas, divulgados o inventados muchos de ellos por la Gran Revolución francesa?

Su recepción por las masas debe su legitimidad en buena parte al ansia de novedades, un modus novus de la tendencia moderna observado ya por Kierkegaard, en que insistía recientemente Hans Blumenberg[1]. Esa actitud, unida a la fascinación que ejercía la ciencia, da lugar a la aparición de nuevos mitos y supersticiones, no raras veces fabricados.

Uno de los mitos de la época moderna-contemporánea –que era espiritualmente para Ranke una sola–, es el del constitucionalismo, una consecuencia del ingenuo derecho natural moderno que comenzó a desplazar a la omnipotentia iuris[2]. El nuevo iusnaturalismo inauguró la tradición bautizada por Michael Oakeshott de la voluntad y el artificio, que discurre paralelamente a la de origen greco-romano de la razón y la naturaleza, cada vez más disminuida. La nueva tradición aboca de la mano de la ideología al nihilismo[3], una consecuencia, escribe Danilo Castellano, de «la utopía de la moderna libertad, que postula, coherente pero absurdamente, la inexistencia del derecho natural, esto es, del derecho en sí y para sí». O sea: desemboca en el nihilismo absoluto que, prosigue el jurista italiano, «se autorrefuta, no sólo en el plano teorético sino también en el práctico, cuando debe transformar la experiencia jurídica en una experiencia cualquiera del poder formalmente ejercido, pero nunca verdaderamente justificado y fundado»[4]. La corriente o tradición de la voluntad y el artificio, una tendencia, diría Ranke más exactamente (Marías dice trayectoria), del espíritu moderno, descansa efectivamente en el nihilismo denunciado por Nietzsche.

2. El mito

Díez del Corral recordaba hace tiempo[5], cómo habían perdido fuerza los mitos de origen clásico. Desmitificados por el cristianismo, que los debilitaba o reducía a caricaturas, se conservaban como leyendas. Y es que, afirmaba Ernst Jünger, las religiones bíblicas –el islam es una religión pagana sostiene Alain Besançon[6]– «tienen fuerza» para la formación de leyendas, pero no de mitos. Pero es un hecho que, a medida que decaen las religiones bíblicas, ocupan su lugar los mitos, de modo que los antiguos empezaron a ser sustituidos por una nueva mitología estudiada, en parte, por Manfred Frank[7], a quien se le escapa empero su origen cientificista o, como diría Julien Freund, artificialista; en definitiva, ideológico y, como tal, utópico.

Las ideologías, que operan como religiones seculares (a lo que deben su fuerza), constituyen una consecuencia de la «desfundamentación de la realidad» (Xavier Zubiri) llevada a cabo por la «nueva gnosis» (Urs von Balthasar) del racionalismo moderno, al fiarlo todo al «Yo pienso» cartesiano de las teodiceas y las filosofías de la historia racionalistas[8]. Sustituyendo a los mitos de las religiones antiguas, fundamentalmente la griega y la romana, los mitos cientificistas de las ideologías pretenden integrar burdamente al hombre en una nueva visión del orden cósmico, que prescinde la trascendencia[9].

Prosperan los mitos y las supersticiones. Georges Sorel propugnaba abiertamente la necesidad de inventar nuevos mitos políticos y el sociólogo de la religión Peter L. Berger aseguraba hace tiempo, que nuestra época es una de las más crédulas que han existido. El auge del pensamiento mítico e ideológico es directamente proporcional a la debilitación de la fe cristiana debido a la incapacidad de las ensimismadas iglesias, a las que su gran rival, el Estado, ha arrebatado la auctoritas espiritual, para hacer frente a la politización; hay quien dice que han abandonado al Pueblo de Dios o traicionado a Occidente. Efectivamente, el leit motiv del modo de pensamiento ideológico, que ofrece la salvación en este mundo, es iniciar una nueva historia sustituyendo la tendencia o trayectoria de la historia de la salvación, mediante la transformación artificiosa de la vida colectiva.

3. La ideología y los nuevos mitos

La ideología hizo su aparición con la Revolución francesa inspirando el constitucionalismo. Éste sustituye desde entonces, de la mano de la voluntad política, la omnipotentia iuris medieval de antecedentes greco-romanos por la omnipotencia de la ley. Mediante la dictadura del constitucionalismo –la Constitución fuente de la Legislación como ley de leyes–, prevalece progresivamente la política sobre el derecho, instrumentalizado por la mitificación del progreso material, cuyo espíritu anima a las ideologías concretas. Su origen es el contractualismo político de Thomas Hobbes, que fundamenta la tradición de la voluntad y el artificio.

La situación presente se caracteriza precisamente por la abrumadora superioridad del hobbesianismo revitalizado por el constitucionalismo inaugurado por esa revolución, que ha propiciado con el tiempo el imperio del estatismo. Una consecuencia que habría rechazado seguramente Hobbes, quien pensaba en un Estado protector, que diese seguridad a la vida y a la propiedad, no en un Estado dueño de vidas y haciendas.

Los nuevos mitos inspiradores de la legislación se configuran como mitos jurídicos y destruyen el derecho, una de las grandes preocupaciones de Danilo Castellano. En su libro Constitución y constitucionalismo, sin acometer directamente la desmitificación del constitucionalismo nacido de la revolución, uno de los aspectos clave de la tradición de la voluntad y el artificio, ofrece los elementos adecuados con su crítica concisa y contundente al exponer su naturaleza.

4. La secularización y el constitucionalismo

Una característica sobresaliente del pensamiento moderno en que merece la pena insistir por la confusión que introduce, consiste en la secularización. Como afirma Rémi Brague esta palabra en realidad no explica nada del proceso histórico que ha llevado a la situación actual, caracterizada por el auge político de la trayectoria de la voluntad y el artificio, que interrumpió la desdivinización, desacralización o desmitificación del mundo llevada a cabo por el cristianismo: la religión absoluta en tanto religión de la libertad («La verdad os hará libres»). Dejando al margen la fe, es decir, culturalmente, como hizo el agnóstico Croce en su ensayo de 1942 Perché non possiamo non dirci «cristiani»[10], es en efecto el cristianismo la mayor de las revoluciones imaginables.

Castellano distingue tres constitucionalismos: el inglés, el norteamericano y el europeo continental. Este último responde a la idea mítica «de la geometría legal», según la cual «el derecho no es el elemento ordenador de la comunidad política (y, por tanto, bajo un cierto prisma preexistente a ella), sino que nacería con el Estado, que –a su vez– se generaría por el contrato social». La fuente del derecho sería en este caso, según el jurista italiano, «la voluntad/poder de quien logra contingentemente hacer efectiva la voluntad propia»[11].

El constitucionalismo continental fue preparado por los «intelectuales descarriados», «predicadores de masas», de Ortega, que, al ensalzar la figura de los legisladores antiguos, inventaron la razón secular[12], alentada después por salvadores teóricos, Heilslehren, que separan la religión del cristianismo construyendo religiones sociales radicalmente secularizadas (politizadas), que disfrazan de diferentes maneras la voluntad de poder: los Sinnproduzenten de Schelsky[13] que ofician a lo Comte de pouvoir espirituel con la burocracia como pouvoir temporel. En la línea de la despersonalización del poder que va desde Hobbes hasta Kelsen, la Constitución devino una suerte de soberano abstracto.

5. Del derecho a la legislación

Hobbes fue muy leído en Francia los años que precedieron a la revolución. Pero se leyó y divulgó mucho más Rousseau, quien quería completar lo que, según él, había dejado inacabado el pensador inglés: la liquidación completa del dualismo de los dos poderes, el poder espiritual y el temporal. Este calvinista sentimental se convirtió en guía de la revolución, que sustituyó la vieja dialéctica fundamental de los dos poderes, en que descansa la civilización europea, por el monismo derecho igual a legislación. Se desorbitó de tal modo la plusvalía de la ley, que la gran aporía jurídica del constitucionalismo moderno y contemporáneo, diferenciados en que el segundo introduce el pluralismo, observa Castellano, se concentró en torno a ella como la fuente del derecho. Desde entonces, este último ¿es de origen social o de origen político?[14].

Escribe Castellano: «Las teorías de Hobbes y Rousseau constituyen un buen ejemplo del intento de dar orden, pero un orden arbitrario, a la sociedad: la socialitas y el contrato, la esencia de la experiencia social y el constitucionalismo abstracto serían términos equivalentes»[15].

Quizá más que una revolución política, la Revolución francesa fue una revolución jurídica inspirada por la creencia en las virtudes taumatúrgicas de la legislación. Entre sus hallazgos, hay que recordar el invento jacobino del año cero, 1789 (legalmente 1792 tras el ajusticiamiento del monarca), en el que comenzaría la nueva historia guiada por los derechos del hombre transformado en citoyen. La voluntad revolucionaria de comenzar la historia verdaderamente humana, sin necesidad de plegarse a los límites de la naturaleza, ha determinado entre otras consecuencias la «historia del constitucionalismo como el seguimiento de la utopía», dice Castellano[16]. El modo de pensamiento metafísico sustituyó al histórico, y de 1792 a 1794 se propagó en Francia la fiebre del comienzo absoluto de un tiempo nuevo articulado mediante el constitucionalismo (como una mala copia del norteamericano), se sacralizó la idea de la Constitución como una panacea, y la fiebre contagió a gran parte del mundo. Es conocida la anécdota de Jeremías Bentham, quien instituyéndose curandero político, se dedicó a recetar constituciones.

6. Las constituciones geométricas

Burke vio inmediatamente, que las constituciones metafísicamente geométricas del constitucionalismo revolucionario, que expresan los «valores» fundamentales rectores de la moralidad estatal, sustituían a las constituciones materiales o naturales asentadas en la realidad histórica: las constituciones fundadas en las tradiciones de los pueblos, cuya fuerza radica en su carácter prescriptivo, destacado por el propio Burke, que constituyen los pueblos como comunidades políticas. Hayek observó agudamente, que las nuevas constituciones eran intrínsecamente revolucionarias en tanto formas de planificación de la vida colectiva, y Miguel Ayuso expresa la misma idea de otra manera: el constitucionalismo representa el intento de modificar la naturaleza de la sociedad y a veces de la misma juridicidad[17].

Esta posibilidad estaba implícita en la doctrina hobbesiana: «En el reino puramente natural de Dios, la interpretación de las leyes naturales, sean sagradas o profanas, depende de la autoridad del Estado, es decir, de aquel hombre o asamblea a quien se ha entregado el poder soberano del Estado, de modo que Dios ordena por su voz todo lo que ordena; y, a la inversa, que cuanto es ordenado por ellas respecto a la manera de honrar a Dios y respecto a los asuntos profanos, es ordenado por Dios»[18].

7. Realidad y utopía

Las leyes civiles eran para Hobbes «cadenas artificiales», y el soberano, que «no está sometido a las leyes civiles», «el único legislador»[19]. Como si lo legal pudiera hacer otra cosa que legalizar –positivizar– la voluntad de poder, el constitucionalismo a la francesa proporciona el fundamento legal, que «legitima» conforme a la filosofía del als ob (Vaihinger), «las cadenas artificiales llamadas leyes civiles». Pues, siendo la «libertad en el sentido adecuado, como libertad corporal, esto es, como libertad de las cadenas y de la opresión […], la libertad de un súbdito radica sólo en aquellas cosas que ha omitido el soberano al regular sus acciones». Lo que digan las leyes queda sustraído a la libertad, de modo que las libertades «dependen del silencio de la ley»[20]: la jaula legal de papel, o de hierro, en que, encierran las oligarquías bourgeoises europeas a sus naciones. Hay mucho de verdad en la afirmación de Slavoj Zizek siguiendo a Lacan, de que hoy se vive en un orden simbólico, ficcional, no en un mundo real. El problema es que se quiere recuperar la realidad impulsando la utopía. Pero, ¿no son ya utópicas las constituciones a la francesa?

El pretexto de que la mítica soberanía popular legitima la Constitución por el sistema de mayorías, no es sólo equívoco sino falso. Soberanía popular significa soberanía del derecho, y el constitucionalismo la emplea para justificar el absoluto derecho del poder político a legislar. En el fondo, su legitimación por el origen se fundamenta en su carácter revolucionario, conforme al principio de que la revolución se justifica a sí misma. En la práctica, esas constituciones sólo se legitiman precariamente en la medida en que se identifiquen con el consenso social prejurídico y por su aceptación, o sea por su ejercicio, como pensaba el propio Hobbes[21].

8. La soberanía contra la soberanía

Josef Isensee no distingue los tipos de constitucionalismo como hace Castellano, y llama «territorio bárbaro» al espacio político en el que nace una nueva Constitución, pues queda más allá de la civilidad garantizada constitucionalmente. Para el jurista alemán, otro desmitificador del constitucionalismo, los comienzos de una Constitución se acercan a la barbarie: «Choca contra la ruptura jurídica y con la arbitrariedad política, con la causalidad histórica y con la crudeza de lo fáctico. Las circunstancias en las que surge una Constitución, no rara vez se burlan de las reglas que habían dictado a su vez los órganos constituidos». La Constitución «dicta al legislador las reglas para la producción jurídica. Pero no regula su propia creación», cuyas reglas, en la medida en que se consideren existentes, han de presuponerse[22]. Las contradicciones y las aporías abundan en el derecho constitucional a la francesa. Trátase, dice Castellano, de una «doctrina de la soberanía contra la soberanía», que, como estudio de principios y normas a «realizar», confirma el abandono de la iuris prudentia clásica y el fin de la scientia iuris moderna.

Una de sus contradicciones obvias es «el patriotismo constitucional» inventado por Habermas rizando el rizo (en realidad lo inventó Sièyes), como lealtad o fidelidad al texto constitucional en sustitución del patriotismo natural fundado en el sentimiento histórico de la patria, la tierra compartida por los padres, los antecesores. Un jefe de los fiscales españoles –por delegación del gobierno– dijo recientemente, sin duda con ánimo de solucionar lo de los «presupuestos»: «Lo que no está en la Constitución, no existe». Se reconoce únicamente como derecho lo que se ajusta a los «valores» constitucionales, cuya custodia e interpretación corresponde a los llamados Tribunales Constitucionales, órganos estatales, no sociales o del pueblo. A los políticos inexpertos –impostores les llama Guy Millière[23]– y horros de sentido histórico, les gustaría incluir todo en la Constitución, y por eso y por la demagogia tendieron las constituciones a ser cada vez más largas y complejas, lo que justifica la necesidad de tribunales especiales para interpretarlas de acuerdo con la voluntad de poder[24].

9. La ley y el catecismo

Un secretario general del partido socialista obrero español, que nada tiene de socialista ni de obrero y muy poco de español, pero –diría el ilustre fiscal– existe, remachó poco después con manifiesta ignorancia de lo que significan la democracia, el derecho y el catecismo: «En democracia, lo único que impera son las leyes y no es el catecismo». La diferencia está sin duda en que mientras para el catecismo son todos iguales, «la ley, decía al parecer Anacarsis en el siglo VII a. C., es como una red que atrapa a las moscas y deja pasar a los pájaros». La religión democrática, que ignora la vieja máxima constitucional y constituyente vox populi vox Dei,[25] justifica cualquier tropelía del poder si se ajusta a la Constitución o lo interpreta así el Tribunal Constitucional[26], en función de los sistemas de vida que pretenden implantar las constituciones continentales.

Hobbes, que no era demócrata, había dicho un semillero de ideas que llevan al despotismo y a la tiranía legal: «Entiendo por leyes civiles las leyes que se ven forzados a observar los hombres [...], por ser miembros [...] de una república»[27]. O sea, es indiferente que la ley sea justa o injusta: las leyes pueden servir para sovietizar –una forma modernizada del «despotismo oriental»[28]– y «americanizar» en cierto sentido a los pueblos, si se ajustan al sistema constitucional, que organiza el Estado de derecho[29].

10. Una hoja de papel

Teniendo en cuenta la frase nada cínica, realista, de Ferdinand Lassalle, «la Constitución es una hoja de papel», las constituciones a la francesa pueden ser útiles a falta de otra cosa. Una consecuencia del patriotismo constitucional socialdemócrata –en realidad estatista, pues el socialismo había muerto en las revoluciones de 1848[30]– es la decadencia del patriotismo natural y el sentimiento de nación. Según una encuesta de septiembre de 2014, sólo el 16% de los españoles estaría dispuesto a luchar y morir por su patria. Con todas las reservas que merecen las encuestas, utilizadas como instrumentos para fabricar la opinión, el resultado podría ser parecido en cualquier nación europea; con la otra reserva, dicho sea de paso para ser justos, que en ninguna de ellas han sido tal maltratados el êthos, las tradiciones, el sentimiento patriótico y nacional, el mismo Estado y hasta la propia Constitución monárquica de 1978 (formalmente una carta otorgada), sacralizada al dedicársele un día de fiesta –parece ser uno de los pocos casos en el mundo si no el único–, como en la España sovietizada culturalmente por las oligarquías constituidas en virtud de la propia Constitución[31]. El Sr. Rodríguez Zapatero, un producto de la transición de la dictadura de Franco a la monarquía reinstaurada por él, afirmó siendo presidente de la nación más antigua de Europa, que «la nación es un concepto discutido y discutible», y, resumiendo el espíritu de la transición, sacralizó también la mentira que corrompe las almas: «No es la verdad lo que os hará libres; la libertad os hará verdaderos»[32].

11. El oligárquico poder constituyente

Es lógico que las constituciones a la francesa, cartas otorgadas por las oligarquías del estatismo fruto del artificialismo contractualista inventado por Hobbes, que funda jurídicamente el orden social[33], y de la razón secular, necesiten un defensor, como demostró Schmitt. Pues si no se conoce el origen de la Constitución se desconoce la razón de su validez. Por eso encomiendan a los tribunales constitucionales el papel de «guardianes» de la Constitución. Pues, remitirse «al poder constituyente», que paradójicamente preexiste al pueblo, que es su titular, tampoco resuelve nada[34].

Se trata en realidad de un falso problema, pues, debido a la inexorable ley de hierro de la oligarquía, el poder constituyente es constitutivamente oligárquico. La cuestión del origen del que trae la Constitución su fundamento sigue estando presente, diría Jean Gebser[35]. Por ende, escribe Castellano, «la Constitución sería un “hecho” (Kelsen diría una hipótesis fundamental, pero que no es tal), que hay que interpretar y aplicar, no discutir o considerar críticamente»[36]. Así, para Joseph Weiler, la non nata Constitución europea sería constitucionalmente ilegítima al ignorar deliberadamente las raíces cristianas de Europa.

El positivismo jurídico radical carente de sentido histórico, equipara la eticidad del derecho y la legalidad[37], porque consideran al Estado, del que emanan, fuente de la eticidad o civilidad, lo que crea infinidad de problemas insolubles. Uno de ellos consiste, observa Castellano, en que el constitucionalismo «desemboca no solo en la negación del derecho (y en particular del natural), sino incluso de sí mismo». Para el sentido común, la justificación del positivismo en estas cuestiones se reduce a que crea puestos de trabajo de profesores de derecho constitucional, da quehacer a las imprentas y proporciona temas de discusión a los periodistas.

12. La organización constitucional y la politización

Lo político es para la nación, no la nación para el Estado, como ocurre en el constitucionalismo continental. En la Biblia y en la tradición cristiana, que es la esencia de la civilización occidental, hay una teología de las naciones, descuidada como tantas cosas por la Iglesia, aunque no por Juan Pablo II, según la cual las naciones incurren también en el pecado. Esa teología nada tiene que ver con el hecho de que las constituciones sean nacionalistas, una hybris, exceso o pecado. Las constituciones no son la Biblia, aunque funcionen así para muchos, sobre todo para sus beneficiados, y el nacionalismo consiste en separar, dividir, detestar a los otros a diferencia del patriotismo connatural a la nación, cuya esencia radica en amar a la propia tierra como un patrimonio histórico común heredado de los antepasados.

Es gravísimo, decía Guardini, que el poder político «degenere cada vez más en una mera organización de poder y de intereses»[38], como ocurre con las constituciones a la francesa, basadas en el mito del pouvoir constituant, sustituto jurídico, que desmitifica Isensee, de la libertad constituyente. El mito rousseauniano del poder constituyente explica y justifica el abandono por los regímenes políticos del derecho natural tradicional. Como dice por ejemplo un dubitativo jurista compatriota de Castellano, Gustavo Zagrabelsky, estaría apodícticamente prohibido por «otro gran e irrenunciable componente del constitucionalismo actual: la democracia, que impide la afirmación total y absoluta de cualquier concepción natural del derecho»[39]. La organización constitucional de lo político desvinculado de su base religiosa tradicional, la vox populi depositaria y transmisora de la vox Dei, que conlleva limitaciones de que carece la democracia en tanto religión de la política, se produce en primer lugar como politización del orden social entero y, sobre todo, en el caso del Estado, sustituye el derecho por la legislación vinculada a la Constitución. Ésta resulta ser así fuente de incertidumbre e inseguridad y desintegra la vida colectiva al hacerla perder su espontaneidad natural asentada en el ordo amoris, o, si se prefiere en la virtud de la amistad civil o consenso social del pueblo.

Es esto lo que hacen los gobiernos mediante la «política» fiscal y las leyes justificadas por el patriotismo constitucional –la Constitución como patria ironiza Isensee–, que condicionan, tergiversan o socavan de distintas maneras las relaciones e instituciones naturales. Casos obvios son el matrimonio, la familia y la propiedad, instituciones fundamentales del derecho. Aunque se garanticen constitucionalmente, la «política» estatista tiende lógicamente a eliminarlas para que queden sólo individuos aislados, como adivinó Tocqueville. Apoyada en el mito de la Constitución, controla y condiciona incluso la elemental libertad de trabajo.

El constitucionalismo justifica la manifiesta preferencia a lo Saint-Simon de los políticos por la empresa y por la gran empresa. Estas últimas, observaba alarmado MüllerArmack[40], no son incompatibles con la libertad de trabajo, la propiedad mediana o pequeña o las empresas familiares, que son en realidad propiedades. Sin embargo, es más fácil manipular y controlar fiscalmente a las empresas, sobre todo a las grandes, que, generalmente en manos de oligarcas, pueden ofrecer además sinecuras a los políticos a cambio de favores. Se llega así –o se ha llegado ya– a lo que llamaba Tocqueville el despotismo de los industriales amparado constitucionalmente, una suerte de nuevo feudalismo.

13. Constitución y artificio

Las especulaciones sobre si la propiedad (y recientemente la familia) es o no de derecho natural, se parecen muchas veces a las discusiones sobre el sexo de los ángeles. Las críticas se deben, aparte del posible uso de la fuerza, a su acumulación en pocas manos en las sociedades en que existe el mercado; generalmente a causa de intromisiones políticas inadecuadas, principalmente de orden fiscal, o intencionadas. Además no es lo mismo la gran propiedad que la mediana o la pequeña, etc.

Lo decisivo es que se trata de una institución natural, espontánea, que no daña a nadie y complementa la institución familiar. Su utilidad es indiscutible: favorece la certidumbre ante el futuro, la igualdad moral, obliga a trabajar y a administrar, da seguridad, sentido de la independencia, garantiza la libertad –para Hobbes eran idénticas la libertad y la independencia[41]–, hace posible la democracia política, como pensaban ya los griegos, etc. Sin la propiedad suficientemente difundida y libre de trabas, la libertad adolece de la base material que le da independencia y no hay más que masas entre las que la demagogia enciende más fácilmente las disensiones, las revueltas o las revoluciones.

Las Constituciones post-revolucionarias a la francesa son un desarrollo de la teoría hobbesiana adoptada y popularizada por Rousseau, para controlar artificialmente la amenaza de la vuelta al imaginario estado de naturaleza. Artilugios mágicos que permiten controlar la conciencia individual e imponer una conciencia común, pública, a la opinión. Según Hobbes, siempre en el trasfondo porque las ideas tienen consecuencias, aunque su concepción de la protección y la seguridad meramente políticas fuese muy distinta de las interpretaciones posteriores, «otra doctrina incompatible con la sociedad civil es que constituye un pecado todo cuanto haga un hombre contra su conciencia, lo que depende de la suposición de hacerse juez de lo bueno y lo malo, pues son una y la misma cosa la conciencia de un hombre y su juicio; e igual que el juicio, también la conciencia puede ser errónea. En consecuencia, quien no está sujeto a la ley civil, peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque no tiene regla alguna que seguir salvo su propia razón; pero no sucede así con quien vive en una república, porque la ley es la conciencia pública por la que ha aceptado ya guiarse»[42]. Jean de Viguerie cita lo que dijo un día un «patriota» durante la Gran Revolución o Contrarrevolución: «La insurrección contra una ley es el mayor crimen del que puede ser culpable un ciudadano; por semejante crimen se disuelve la sociedad [...]. Se trata del verdadero crimen de lesa nación...»[43].

14. Conclusión

El mayor de los crímenes contra las naciones, y de rebote contra la civilización occidental, es tal vez el constitucionalismo a la francesa con su énfasis retórico en la libertad, la igualdad, la fraternidad y los derechos del hombre y el ciudadano. Constituye el origen y la causa del estatismo que la está asolando. La artificiosa distinción ontológica entre lo público y lo privado es un ejemplo muy claro.

Según la famosa definición de Ulpiano, en el derecho romano lo público sólo se distinguía de lo privado por su utilidad. La primera y efímera Constitución francesa de 1792, que, presentada al pueblo, la aprobó casi por unanimidad, acabó siendo retirada por la Convención. No obstante, introdujo la idea de la primacía del derecho público que obliga a interpretar las demás ramas del derecho de acuerdo con sus normas, empezando a concretarse así la idea hobbesiana del derecho político. La legislación es «la “política” disuelta en el “derecho”»[44]. Empezó a prosperar tendiendo a acomodar la conducta pública a las normas, mediante la distinción entre la moral pública, la moral determinada por la ley, de la privada, relegada a un lugar secundario. En realidad separándolas, pues, «el moralismo político, como lo hemos vivido y lo vivimos todavía, apunta certeramente Ratzinger, no sólo no abre camino a la regeneración, sino que la bloquea»[45]. La legislación técnica y minuciosa a causa del absolutismo de lo público representado por la Constitución, condiciona la moral privada y los restos del derecho.

 

 

[1] Hans BLUMENBERG, Die legitimität der neuzeit, Francoforte de Meno, Suhrkamp, 1988.

[2] Véase Paolo GROSSI, El orden jurídico medieval, Madrid, Marcial Pons, 1996.

[3] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, III, 2, págs. 66 y sigs.

[4] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, Marcial Pons, 2010, III, pág. 80.

[5] Luis DÍEZ DEL CORRAL, La función del mito clásico en la literatura contemporánea, Madrid, Gredos, 1957.

[6] Alain BESANÇON, «L’islam», Commentaire (París), núm. 107 (2004), págs. 585 y sigs.

[7] Manfred FRANK, El dios venidero. Lecciones sobre la nueva mitología, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, y su continuación Gott im exil. Vorlesungen über die neue mythologie, Francoforte de Meno, Suhrkamp, 1988.

[8] Véase Odo MARQUARD, Las dificultades con la filosofía de la historia, Valencia, Pre-textos, 2007.

[9] Véase Rémi BRAGUE, La sagesse du monde. Histoire de l’expérience humaine de l’univers, París, Fayard, 1999.

[10] Benedetto CROCE, Perché non possiamo non dirci «cristiani», Bari, Laterza, 1943.

[11] Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, introducción, pág. 29.

[12] Un modo, condicionado históricamente y contingente, de entender la “razón” y un modo particularmente limitado y reductor», que aboca a la violencia e, incapaz de fundar una realidad social, aboca al nihilismo, que «no es hoy una filosofía, es ante todo una praxis, y una praxis del suicidio, aunque sea un suicidio blando». Javier MARTÍNEZ, Más allá de la razón secular, Granada, Nuevo Inicio, 2008, I, pág. 26

[13] Helmut SCHELSKY, Die arbeit tun die andere. Klassenkampf und priesterherrschaft der intellektuellen, Francoforte de Meno, DTV, 1986.

[14] Cfr. Juan Bms. VALLET DE GOYTISOLO, ¿Fuentes formales del derecho o elementos mediadores entre la naturaleza de las cosas y los hechos jurídicos?, Madrid, Marcial Pons, 2013.

[15] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., III, 2, pág. 66.

[16] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 100.

[17] Miguel AYUSO, El ágora y la pirámide, Madrid, Criterio, 2000, II

[18] Thomas HOBBES, De cive, XV, 17.

[19] Thomas HOBBES, Leviathan, XXI y XXVI.

[20] Ibid., XXI.

[21] J. Isensee cita la frase de Hobbes en Leviathan (II, 26, 5), «el verdadero legislador no es aquel por cuya autoridad fueron promulgadas originariamente las leyes, sino aquel por cuya autoridad siguen siendo leyes». Cfr. «El pueblo fundamento de la Constitución», Anuario de Derechos Humanos (Madrid), nueva época, vol. 6 (2005),V, 2, D, pág. 428.

[22] Ibid., I, 1, págs. 337-338.

[23] Guy MILLIÈRE, Voici revenue le temps des imposteurs, París, Tabernis, 2014.

[24] Esta parece ser la doctrina vigente en el actual sistema político español. Lo explicó Gregorio Peces-Barba en las Cortes: «Desengáñense Sus Señorías. Todos saben que el problema del derecho es el problema de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación. Y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría proabortista, “todos” permitirá una ley de aborto; y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, la “persona” impide una ley de aborto». Intervención ante el Pleno del Congreso en la sesión del 6 de julio de 1978, al debatirse la expresión «toda persona tiene derecho a la vida» por «todos tienen…». La Constitución española. Trabajos Parlamentarios, Madrid, Cortes Generales, 1980, tomo II, pág. 2038.

[25] Cfr. George BOAS, Vox populi: Essays in the history of an idea, Baltimore, The Johns Hopkins Press, 1969.

[26] Por ejemplo, la novedosa «justicia antropológica», todavía más ideológica que la «justicia social».

[27] Leviathan, XXVI.

[28] Véase Karl WITTFOGEL, Despotismo oriental: estudio comparativo del poder totalitario, Madrid, Guadarrama, 1966. Cfr. Hilaire BELLOC, El Estado servil, Madrid, El Buey Mudo, 2010.

[29] Según Voegelin, la idea de sistema responde en política a la forma gnóstica de pensar. Pues, «en la ciencia política se trata, más allá de la corrección de las proposiciones, de la verdad de la existencia». El asesinato de Dios y otros escritos políticos, Buenos Aires, Hydra, 2009. Se trata, en concreto, del texto «Ciencia, política y gnosis», I, pág. 87. Sobre el «sistema» como un producto de la «geometría política», Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit

[30] Escrito tras la implosión del socialismo soviético en 1989, es interesante todavía, Thomas MEYER, Was bleibt vom Sozialismus?, Hamburgo, Rowoholt, 1991.

[31] Sobre la autodestrucción del Estado y la Nación por las oligarquías, Santiago MUÑOZ MACHADO, Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo y Cataluña y las demás Españas, Barcelona, Crítica, 2012 y 2014, respectivamente.

[32] J. M. Ortí Bordás describe el sistema de desgobierno introducido por la Constitución de 1078 en sus libros Oligarquía y sumisión y Desafección, posdemocracia, antipolítica, Madrid, Encuentro, 2014 y 2015 respectivamente.

[33] Véase Juan Fernando SEGOVIA, Orden natural de la política y orden artificial del Estado. Reflexiones sobre el derecho natural católico y la política, Barcelona, Scire 2009.

[34] Reconociendo que es «un tema complejo», ironiza Castellano, el «“poder constituyente”, [es] el poder (sólo aparentemente cualificado por el adjetivo [“constituyente”]) de “hacer”, rectius de crear (esto es, de “hacer de la nada”) la Constitución», Constitución y constitucionalismo, cit., II, pág. 56.

[35] Jean GEBSER, Origen y presente, Gerona, Atalanta 2011.

[36] Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, cit., pág. 56.

[37] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., I, pág. 81 y sigs.

[38] Romano GUARDINI, El mesianismo en el mito, la revelación y la política, Madrid, Rialp, 1948, IV, pág 122. «No es suficiente el interés en sí para establecer cuándo un daño es justo o injusto, ni, a tal fin, basta la ley entendida como orden del soberano». Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., IV, pág. 89.

[39] Gustavo ZAGRABELSKY, El derecho dúctil, Madrid, Trotta, 1995, pág. 67 (nota).

[40] Véase Alfred MÜLLER-ARMACK, Genealogía de los estilos económicos, México, Fondo de Cultura Económica, 1967.

[41] THOMAS HOBBES, Leviathan, XXI.

[42] Ibid., XXIX.

[43] Renaud ESCANDE (ed.) Le livre noir de la Révolution française, París, Cerf, 2013, X, pág. 223.

[44] Gianfranco MIGLIO, La regolarità della política, Milán, Giuffrè, 1988, vol II, 31: «Guerra, pace, diritto», pág. 777.

[45] Josef RATZINGER, El cristiano en la crisis de Europa, Madrid, Cristiandad, 2005, I, pág. 26.