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Acerca del problema del derecho natural. La perspectiva de Danilo Castellano

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

1. Introducción

Mi relación con Danilo Castellano data ya de casi 20 años, cuando a la sazón desempeñaba el cargo de Director del Institut International d’Études Européennes Antonio Rosmini, con sede en la ciudad de Bolzano, a la que con asiduidad un grupo de españoles hemos acudido sin interrupción durante todo este tiempo. Sus quehaceres profesionales le llevaron luego a ostentar el cargo de Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Udine, de cuya hospitalidad también he tenido la oportunidad de disfrutar. La amistad con la que desde el comienzo me honró Danilo Castellano, y la querida Laura, han sido uno de los motivos de satisfacción que le debo a Italia. Gracias a él se produjo la traducción al italiano de uno de mis libros, Legalità e legittimità: la teoría del potere[1], y esa relación de amistad y, debo decir, de escuela, pese a las distancias, se ha mantenido intacta a lo largo del tiempo. Danilo Castellano ha sido, para cuantos españoles nos hemos acercado a su obra y a su trabajo, un amigo y un maestro, difícil de encontrar ambos en los entresijos de la Universidad española. Sirva esta breve introducción para esbozar, aunque sea como mero acercamiento, la figura de quien ha sido y seguirá siendo un verdadero maestro, como enuncia una obra extensa y un buen hacer intelectual, al que todos hemos ido acercándonos para aprender, para pensar y para expresar otra forma de hacer derecho y de explicar el derecho.

Quizá sea en esa forma de explicar el derecho donde más se aprecie el magisterio de Danilo Castellano: su pensamiento tan opuesto a la modernidad ha señalado claramente cuáles son los aspectos más oscuros de ésta, en realidad el ser el totalitarismo de nuestro tiempo, ese que indica que la ley es ley y basta[2]. Lo más que se podrá decir de la ley es si resulta adecuada con el ordenamiento jurídico en el que se encuentra inscrita, pero sin que sea posible cuestionar la justicia o injusticia de su contenido.

Como señala el propio Castellano, la justicia aparece así como una cuestión que depende del ordenamiento jurídico que ha sido «puesto», creado, formalmente, y no una condición del mismo ordenamiento. Es aquí donde nos encontramos con una verdadera perspectiva iusnaturalista: el problema de la modernidad es el de una neutralidad axiológica que termina por convertirse en la aceptación del derecho que ha sido puesto, con independencia de lo que derecho establezca.

Y esto es totalitarismo porque también la negación de valores, la negación de la persona como condición del sistema jurídico y no al revés, persigue transformar la realidad. En definitiva un nuevo giro que sigue en la órbita de aquel Marx que no pretendía explicar la realidad, sino transformarla. En esta transformación, la justicia puede ser ya adjetivada, en función del ordenamiento del que procede, porque no bastando para constituirse en ordenamiento más que simples requisitos formales, cualquier clase de poder puede dar lugar a un conjunto de normas y a una justicia. No sería posible y no tendría sentido pararse a analizar en qué consiste la justicia y, ni tan siquiera, en qué consiste el derecho, puesto que ambos a la postre son el resultado del poder que transforma así sus actos de voluntad en normas jurídicas.

2. El derecho natural como problema

Dos son los problemas que plantea tal manera de entender el derecho y que Castellano pone de relieve: ¿cuál sería la base para imponer un comportamiento intersubjetivo? Si llevamos la cuestión, tal y como hace Norberto Bobbio, a través de la norma fundante básica, a pretender que el fundamento de ello es el poder, del fuerte o del más fuerte, estamos ante uno de los criterios, en última instancia, más inhumanos que existen. Pero es que el positivismo se desvela como la Gorgona del poder de la que hablaba Kelsen[3]. Detrás de esa construcción formal se encuentra, en última instancia, el poder ante el cual el hombre se halla inerme.

El segundo problema se encuentra estrechamente ligado al primero, porque sobre este pilar del simple hecho del poder, considerándolo como el fundamento sobre el cual se crea el ordenamiento jurídico, cualquier clase de ordenamiento tiene validez, desde el nacionalsocialista hasta el estalinista. El cumplimiento de los deberes, el cumplimiento de las obligaciones puede ser una excusa perfectamente admitida dentro del totalitarismo moderno, precisamente porque la configuración actual del ordenamiento, meramente formal, no permite analizar el contenido de las normas ni cuestionarse tan siguiera el por qué de éstas. La pregunta tiene ya su respuesta dentro del mismo ordenamiento jurídico, dentro de la misma positividad del derecho.

Sólo sería posible replantearse nuevamente las dos preguntas si pensáramos en un derecho diverso del positivamente impuesto, si estuviéramos pensando en un derecho natural, sobre el que gravita la obra entera de Danilo Castellano. Ese tan denostado derecho natural que ha sido desterrado de los nombres de las materias que se imparten, no sea que a alguno le dé por plantearse qué clase de derecho se está legando a las generaciones futuras y, sobre todo, qué clase de juristas son los que quiere el poder: obedientes, fieles y conscientes de los deberes. No hay diferencias respecto de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX.

Abrámonos, pues, al problema del derecho natural, que no es tanto un problema en sí mismo, sino en la forma que la modernidad ha tenido de representarlo. Como destaca el propio Castellano, el problema viene porque la expresión «derecho natural» es ambigua: por una parte, puede indicar que el derecho no es otra cosa más que una determinación de la justicia, lo que sería el derecho natural clásico; por otro lado, puede indicar la pretensión típica del racionalismo, lo que sería el derecho natural moderno. Esta última posición enlaza con el positivismo, en cuanto que ambos establecen una unión entre derecho y poder, ya que el primero depende del segundo, y donde se excluye necesariamente cualquier referencia a la justicia[4].

La perspectiva de Castellano enlaza claramente con el derecho natural clásico: la naturaleza es el fundamento de la racionalidad.

3. El derecho como técnica o una visión ideológica de la realidad

Las críticas que hacia la perspectiva iusnaturalista vierte el positivismo lo son sobre todo en aras de la aparente objetividad del sistema y en aras de la pretendida certeza del derecho, que sólo el positivismo estaría en condiciones de ofrecer. Sobre ambas cuestiones trata de responder el profesor de la Universidad de Udine. En cuanto a la certeza del derecho, el positivismo no puede dar una adecuada solución al problema de la inseguridad jurídica toda vez que la certeza del derecho depende de la estabilidad del poder y de la conservación del acto de voluntad del soberano, sea éste el Estado o el pueblo[5]. Por ese acto de voluntad cualquier mandato del legislador soberano se convierte en norma jurídica, contradiciendo normas anteriores, modificando las ya existentes o creando una nueva realidad social de resultas de las mismas. La certeza del derecho no se asegura a través de un ordenamiento formal que da cabida a que, siguiendo las condiciones formales que el propio sistema exige, cualquier mandato del legislador adquiere la categoría de norma jurídica, pudiendo incluso cambiar desde dentro del propio ordenamiento jurídico la orientación de éste y los fines que hasta ese momento le eran propios.

La aparente objetividad del ordenamiento jurídico se diluye también bajo la idea de una justicia que admite la posible adjetivación de la misma, ya que no es la condición previa del derecho, sino la consecuencia de éste. La contradicción del positivismo es que en aras de una cierta operatividad del derecho, de un cierto pragmatismo jurídico, los problemas que se supone iba a resolver se acrecientan. La llamada geometría legal puede servir de cobertura para cualquier clase de mandato, sin que el individuo tenga un horizonte jurídico cierto. Hemos visto cómo la interpretación del tenor de las normas se retuerce dando cabida a comportamientos que no estaban inicialmente en la mente del legislador que crea que la norma. ¿Qué ha cambiado? La voluntad del soberano que se convierte de esta forma en la premisa de la que descienden tanto el derecho como la justicia.

Castellano señala que esta forma de entender el derecho, a la postre lo convierte en una técnica, en un medio respecto de un fin convencionalmente establecido[6]. El fin al que va dirigida esta técnica es el mantenimiento de una visión ideológica de la realidad, en la cual no hay derechos per se, sino en función de lo que en cada momento el legislador determine. Lo que en el totalitarismo característico del siglo XX se consideró el resultado de la brutalidad humana hoy, si cuenta con los parabienes de la ideología nihilista, puede transformarse en una fuente de derechos que priva de la vida a quien no puede, igual que en otros tiempos, defenderse. No hay seguridad jurídica como no hay certeza, no hay objetividad ni fines concretos para el ordenamiento jurídico. No hay nada que este legislador soberano no pueda hacer: estamos ante un nuevo totalitarismo que deja al hombre en manos de un acto de voluntad.

Esta técnica en que se ha transformado el derecho pretende, en última instancia, transformar también la propia dimensión humana, conducirnos a un nuevo concepto de persona que ya no posee derechos y cuyas exigencias son modificadas por el Estado de manera que puedan coincidir con la nueva orientación ideológica a la que éste, en cualquier momento, se dirige. La libertad es la parcela que de la misma ofrece el poder, dentro de las coordenadas ideológicas, que son las del nihilismo, en las que se desenvuelve la total actividad humana. Si no existe el derecho natural, en su concepción clásica, si el derecho no procede de la naturaleza humana, sino de un acto de voluntad que se transforma en técnica y que permite cualquier contenido –lo que acertadamente Castellano denomina ese «nichilismo contenutistico»[7]–, entonces el derecho termina por ser la encarnación de la arbitrariedad. Los juristas se reducen a «encimas del poder» y los operadores jurídicos a instrumentos ciegos para la aplicación coherente de cualquier conjunto de normas[8]. El jurista habrá pasado de dedicarse al culto de la justicia a ser instrumento necesario para el mantenimiento del poder dominante que, sea cual sea éste, se encuentra inserto en el marco de la ideología nihilista.

El positivismo se transforma en una versión aparentemente positiva del nihilismo, como subraya nuestro autor, que justifica el ejercicio de cualquier facultad, porque no otra cosa es este nuevo derecho positivo que ha perdido todo ligamen con el derecho natural y que se reduce a ser, dogmáticamente, un simple, y no tan simple, voluntarismo jurídico. No tan simple porque en su aparente nihilismo no renuncia a imponer una cierta moral, aquella que tiene cabida dentro de la ideología que lo sostiene, de ahí la necesaria intervención en todos los aspectos de la vida del hombre y la negativa a que éste pueda sustentar criterios que chocan con los que mantiene el ordenamiento jurídico así configurado.

4. El derecho como determinación de la justicia

Si, por el contrario, consideramos que el derecho debe ser la determinación de la justicia, esto es, que al legislador le vienen impuestas las razones de la justicia, entonces el derecho positivo no puede ser otro derecho diverso del natural[9]. Castellano nos habla de unas exigencias eternas de justicia que imponen al sujeto un comportamiento conforme a la justicia. Esas exigencias eternas no implican que el derecho no deba abrirse a la realidad histórica, a las necesidades y problemas concretos que la historia nos va ofreciendo como retos que debemos de afrontar. Pero otra cosa es que la respuesta al problema del devenir histórico no venga dada por la idea de actuar conforme a lo que la justicia requiere de nosotros. La justicia ha de ser metahistórica[10].

La correcta relación entre derecho natural y derecho positivo nos la da Castellano, siguiendo a Aristóteles: lo justo legal puede ser «puesto» en ausencia de lo justo natural, pero no puede contradecirlo y mucho menos tener la pretensión de instituirlo[11], que es precisamente lo que ocurre en ese trasunto de la modernidad, que ha sido el nihilismo. Nihilismo incluso si se examina la consecuencia inmediata que presenta esta visión deformada de lo que ha de ser el derecho: para los positivistas, el derecho positivo puede ser injusto, lo que equivale a decir que puede representar la misma negación del derecho[12]. Ello es producto de una mentalidad que se ha difundido y se ha inoculado y desde la cual cabe considerar que la experiencia del derecho es la experiencia del dominio. Dicho de otra forma, el fundamento del derecho, resultado de una visión positivista, que es el armazón sobre el cual se sostiene la misma comunidad política, no depende de las razones o argumentos, sostiene Castellano, sino de la efectividad, cualquier efectividad.

En el fundamento del actual ordenamiento jurídico no pueden encontrarse ni un orden metafísico ni tampoco la justicia. El derecho público, que se ha impuesto y dejado cada vez menos ámbito de acción al derecho privado, es la expresión de la dominación, de una soberanía tanto más brutal cuanto que no tiene contrapartida y que invade todo aquello que constituían límites que hoy sobrepasa y anula. La conocida frase de Weber, que señala que el derecho romano no traspasaba el umbral del hogar, hoy no tiene sentido, porque en aras de la pretendida salvaguarda de un concepto de «ciudadanía» que viene construido desde el Estado, no hay parcela donde ya no entre el derecho público y donde no pueda éste determinar las acciones y relaciones que son adecuadas: «El derecho, por tanto, nacería de los mandatos impuestos por el soberano, de cualquier mandato del soberano. La única experiencia jurídica posible sería en este caso la de la llamada estatalidad del derecho, o sea la llamada “normativa”, entendiendo ésta como sola y necesaria subordinación al poder de la persona civitatis»[13].

El derecho por lo tanto se convierte en la mera correa de transmisión del Estado, de forma que no habría más experiencia jurídica que aquella que ofrece la estatalidad, la dominación que se impone sobre el ciudadano. Con ello, sin embargo, lo que elimina es la posibilidad de una experiencia que sea radicalmente jurídica[14]. Se advierte claramente cuál es la posición de Castellano: el derecho o se construye sobre un fundamento metafísico, aquel que forma parte del derecho natural, o no puede convertirse más que en un conjunto de normas, más o menos coherente, en función de su adecuación a un sistema de condiciones netamente formales. Pero la percepción que tendrá el hombre de este modo de construir el derecho no deja de ser la de estar ante una mera técnica que se impone sobre él, independientemente del contenido concreto, de las obligaciones o derechos que en cada momento determine el legislador soberano. El derecho sería entonces la expresión de una voluntad concreta, que arbitrariamente, y sin relación con una idea de justicia, configura el horizonte al cual se dirigen nuestras acciones. Siendo esto así, hasta nuestros fines personales vendrían constreñidos o negados en función de lo que el marco jurídico define. El nihilismo no es sólo jurídico, sino también existencial, dado que nuestra vida queda diluida dentro del cuadro de acciones que la voluntad soberana establece, al margen de toda certeza y de toda seguridad. Lo que resulta de todo ello es la identificación del derecho con la fuerza[15], algo por completo ajeno a la esencia del derecho. De ahí que la experiencia jurídica que se deriva de un modo semejante de construir el derecho devenga absolutamente incomprensible para el individuo. Y lo es respecto de las exigencias concretas que tiene el individuo como ser real. El derecho se ha convertido en un armazón contra el que se estrellan buena parte de las aspiraciones personales del individuo: «¿Cómo dar respuesta a las exigencias intelectuales y morales planteadas por el ser humano individuo, a sus demandas de justicia a veces ignoradas o sofocadas por la legalidad, a sus preguntas sobre la autonomía o heteronomía del derecho, al problema de la libertad y la igualdad, no resueltos (y que, quizá, no pueden resolverse) con el recurso a la ficción de la ciudadanía?»[16].

La perspectiva de Castellano nos lleva por el camino de la existencia de un orden previo: no es la técnica, resultante de un acto de voluntad, la que da lugar al derecho y configura el sentido de la experiencia jurídica. Es la existencia de un orden previo, el que deriva de las exigencias propias de la naturaleza del individuo, el que da lugar a la creación del derecho positivo, de manera que éste pueda entenderse, en cuanto determinación de la justicia y elemento ordenador del Estado, y el Estado a su vez como comunidad política[17]. El derecho no puede quedar a merced, tal y como se advierte en el positivismo, de la efectividad, de una praxis que nada tiene que ver con la esencia de la juridicidad. La juridicidad, más allá de la norma y del sistema, lo que busca es el por qué final de cada relación que el derecho regula. ¿Qué es lo que hace que una relación social se perfeccione por el consentimiento, más allá de la técnica regulativa? Desde luego no la voluntad del legislador, sino la idea de que ciertas relaciones exigen un acuerdo de voluntades para la asunción de derechos y obligaciones. Por tanto, lo que construye una experiencia jurídica respecto de estas relaciones no la da la norma positiva, sino la razón última del mantenimiento de la relación, a la que la norma da cobijo. El derecho es, pues, determinación de la justicia, y no praxis, operatividad o simple eficacia regulativa. No da igual lo que mande el legislador, del mismo modo que la arbitrariedad no puede legitimarse por el mero cumplimiento de ciertos requisitos formales: pasar a través del derecho que necesariamente nos acompaña en nuestra existencia se ha convertido en un obstáculo que difícilmente podemos evitar[18].

Buscar la res iusta en cada una de las relaciones constituye el verdadero paradigma de la experiencia jurídica. Lo que Castellano pretende es retornar al punto de partida: el derecho se encuentra en el origen y no en el final de la experiencia jurídica o de la misma técnica legislativa, si es que ésta quiere responder verdaderamente a una finalidad esencial. El proceso es inverso a cuanto propone el positivismo: la experiencia es ese acto vital consciente –al decir de Félix Adolfo Lamas y que Castellano asume– donde el hombre toma contacto con la realidad y busca la naturaleza de las cosas en cada una de las relaciones. La capacidad jurídica está ínsita en la misma naturaleza humana, forma parte de nuestra forma de interpretar lo que es recto y separarlo de aquello que no conviene a la naturaleza. Habrá, pues, que indagar metafísicamente el derecho y no llevar a cabo solamente una indagación histórico-sociológica o meramente ordinamental-institucional.

Buscar las raíces del derecho en la naturaleza humana es la razón de ser de la construcción del derecho, de manera que la experiencia proporcionada por la forma en que el hombre se abre a la realidad es el núcleo de la juridicidad, es la esencia de lo jurídico y, por tanto, del derecho. Ello se mantiene además al margen de consideraciones pragmáticas. La eficacia, la praxis, son consecuencias de la determinación de la justicia, en que consiste el derecho, pero no pueden ser nunca la causa de la experiencia jurídica. Más aún, si pensamos como hace el positivismo, que la eficacia es una consecuencia que brota lógicamente del poder y de la dominación en que se resuelve el problema de la estatalidad.

El derecho natural no es, en Castellano, un concepto abstracto, ahistórico y atemporal: el derecho natural reside en el porqué de la propia experiencia jurídica, de hecho determina que esta experiencia se convierta en jurídica porque tiende a la esencia de lo que constituye el derecho. Si la experiencia impone el descubrimiento del derecho y éste consiste en aplicar la justicia al caso concreto, la propia experiencia constituye un medio, un instrumento necesario para determinar lo que es concretamente justo. Hay que volver a retomar la existencia de un orden metafísico para construir el derecho. La juridicidad no viene determinada por la técnica que haya de seguirse en la creación de la norma que ha sido «puesta», positivizada por el legislador. La necesaria sujeción de ciertos requisitos formales no es la razón última de la creación del derecho, que reside en la aplicación de la justicia, por conformidad con la naturaleza de las cosas y con la naturaleza del hombre. Por lo mismo, la coacción no es tampoco la razón de la juridicidad. La coacción asegura la eficacia de las normas, pero al igual que no es posible admitir cualquier clase de efectividad –como ya hemos visto con anterioridad– tampoco cualquier clase de coacción sirve de legitimación de lo que es mera arbitrariedad.

La legitimación del acto de creación de una norma jurí- dica no depende de lo que son realmente actos externos a la propia juridicidad, ciñéndose ésta exclusivamente a la determinación de lo que es justo en el caso concreto. Las razones que se esgrimen, en ocasiones, para justificar una cierta solución a un conflicto pueden ser razones de conveniencia, del juego de las mayorías, de la necesidad de convertir cualquier deseo en una fuente de derechos, pero nunca pueden consistir, y ni siquiera lo pretenden, en la realización de la justicia o en la adecuación de la norma por derivación de la naturaleza del hombre[19].

Este derecho positivo que ha perdido sus lazos con el derecho natural, no pretende establecer lo que es justo en el caso concreto: conduce, de hecho, a la desesperación de los operadores jurídicos y no sólo a la inseguridad del individuo. Si se piensa en el derecho como el producto del ordenamiento jurídico –y éste a su vez como un conjunto formal de normas jurídicas, en ese vacío de contenido, «nichilismo contenutistico»–, nos encontramos entonces con una anarquía jurídica, puesto que los fines y los medios utilizados nada tienen que ver ni con la experiencia real del individuo ante el derecho ni con la necesidad de resolver de una manera justa los conflictos y, en última instancia, con la exigencia de vivir dentro de un orden social justo.

La separación que los griegos advertían entre la civilización, el orden encarnado en la polis, y la barbarie, residía en la existencia de diké que había pasado –en una evolución que va desde los poemas homéricos a Hesíodo– a dejar de ser la mera vindicación ante el daño recibido, a constituir la piedra angular de la construcción de la comunidad política y ello atendiendo a los principios que forman parte de la naturaleza humana, según se expresa en las tragedias tebanas de Sófocles, en particular en esa Antígona que apela a una justicia más alta que aquella que proviene de los mandatos del tirano.

El planteamiento problemático entre la legitimación de la arbitrariedad y la determinación de lo que es justo en el caso concreto se resuelve hoy en día –al contrario que en esa experiencia verdaderamente jurídica de esa filosofía griega que se desenvolvía como filosofía cualitativa, de valores– de una forma agónica, porque conduce al fortalecimiento de unas estructuras que lo son exclusivamente de poder y dominación. Por eso cabe hablar, incluso, del desconcierto del jurista y del operador jurídico de nuestro tiempo que proviene, sobre todo, de haber acogido teorías jurídicas impropiamente consideradas como idóneas para fundar y justificar el derecho, reconduciendo éste a ese conjunto de normas positivas cuyo origen es el Estado[20].

5. El derecho como antítesis de una legalidad formal

La posición de Castellano, por el contrario, enuncia la clave de cuanto constituye el meollo del iusnaturalismo clásico: el derecho sólo ha de entenderse como la determinación de lo que es justo, condición por tanto de la norma y del mismo sistema de normas. Lo justo deriva de la correcta interpretación de la naturaleza de las cosas y de la naturaleza del hombre: derecho natural, consiguientemente. Mientras que la legalidad viene dada por el cumplimiento de una serie de exigencias formales, pero para que dicha legalidad adquiera legitimidad, pueda justificarse, es preciso que el derecho, como determinación de la justicia para el caso concreto, sea la condición previa de la legalidad. Con ello se está indudablemente proponiendo un retorno a tomar el fundamento metafísico de la persona –alejado también de la posición del personalismo contemporáneo– como la condición inicial para justificar y dar lugar al sistema jurídico. En caso contrario, adquiriría todavía mayor sentido la «positividad» de una determinada construcción del derecho. Positividad, en tanto que «puesto» e «impuesto» por los actos volitivos del Estado. La voluntad del poder soberano puede fijar la legalidad del sistema, pero si se crea con independencia de la juridicidad, de ese concepto de derecho en tanto que concreción de la justicia, entonces no conseguirá más que establecer una construcción virtual, y no real, del derecho y la experiencia del hombre con un sistema de tales características es la que ofrece la relación entre la dominación y el sometimiento.

Castellano se encuentra claramente en la línea del iusnaturalismo clásico, tan alejado ambivalentemente del iusnaturalismo racionalista de raíz modernista como del positivismo y de las múltiples facetas con las que éste se presenta. Las dos visiones confluyen necesariamente en un nihilismo puro, en una dogmática fría y cerrada, abstracción de abstracciones que germina en una teoría que no explica la realidad, sobreponiéndose por encima de ella[21]. Y precisamente porque construido de esa forma el sistema no da explicación de la realidad, no está consiguientemente en condiciones de obligar porque se impone por encima de lo que es natural y en contradicción con la misma naturaleza humana. De ahí que necesariamente el sistema deba de apelar a la coerción para ser aceptado, aunque lo que constituía un instrumento para constreñir las conductas se convierta habitualmente en una causa de justificación del propio conjunto normativo.

La eficacia del sistema, nos indica el profesor de la Universidad de Udine, depende o del consenso –lo cual no indica la racionalidad de esa normatividad– o de la coerción. En cualquiera de los dos supuestos construye una geometría legal alejada de lo jurídico.

El derecho no se identifica con el poder ni ha de ser un producto del mismo. El positivismo jurídico es un concepto falseado del derecho, una copia alejada de la fuente original y que ha quedado circunscrita a ser una mera técnica al servicio de los fines, siempre cambiantes, del legislador soberano. Por ello una auténtica ciencia del derecho no puede tomar como objeto de su estudio cómo se elabora o se construye el ordenamiento jurídico, porque ello significa reducir la actividad del jurista o del filósofo del derecho a una función meramente descriptiva, que se limita a constatar el cumplimiento de las condiciones formales y que no se interroga ni cuestiona el porqué de ese falseamiento de lo jurídico. Que la mentalidad positivista se haya infiltrado y dé carta de naturaleza a esta seudociencia del derecho no significa que nos encontremos ante una verdadera experiencia jurídica, sino tan sólo ante el fortalecimiento de un mundo que prefiere no poner en tela de juicio lo que el poder le transmite. La conveniencia ha de serlo totalmente y el consenso se consigue más fácilmente alejando preguntas que son difíciles de responder.

6. El fundamento ontológico del derecho

De la misma manera que no es posible alejar la juridicidad de la justicia, en cuanto representa la determinación de ésta, no es posible construir separadamente el derecho del hombre, salvo que aceptemos por derecho lo que es tan sólo una técnica, vaciada de contenido, y que admite valores –si lo son– alejados del ser. El derecho sería, desde este punto de vista, una técnica convencionalmente admitida y que crea convenciones, sin que las mismas tengan el poder de crear lo bueno y lo justo o de convertir lo que, en realidad, son la negación de los mismos, en su expresión. Del valor jurídico, que las normas debieran de recoger como epifanía del ser del derecho y, por tanto del orden de la justicia, no puede disponerse por parte de los individuos, ni por parte de algunos, ni por parte de la entera sociedad, ni tampoco por parte del Estado. El valor jurídico es, consiguientemente, un dato ontológico, que enlaza tanto con el ser del derecho como con la esencia del hombre. Atender a la naturaleza humana, al ser y a la esencia del hombre, más allá de interpretaciones acomodaticias de la realidad, es el auténtico fundamento del derecho.

La autodeterminación de la voluntad del hombre, sin embargo, se ha convertido en una de las cuestiones centrales dentro del nihilismo positivista. Los fines que el ordenamiento jurídico persigue se encuentran en una posición antagónica con la que define los valores jurídicos desde una perspectiva ontológica. Las respuestas, todas en clave modernista, tratan de presentar como fines del derecho lo que verdaderamente no son sino las distintas facetas de la anarquía jurídica, que es el auténtico logro conseguido por la modernidad. Todas las respuestas, que convierten a la técnica legislativa en un valor en sí mismo, confluyen en una interpretación pesimista tanto de la comunidad política como del hombre. L’uomo triste de Maquiavelo habría terminado por imponerse.

La primera respuesta considera el derecho como un remedio a la maldad humana, de manera que el ordenamiento jurídico es el que hace posible la convivencia. El derecho, en este supuesto, sería un valor al ser una técnica de control social.

En una segunda respuesta, más optimista que la anterior, pero no por ello alejada de esa visión negativa del hombre, el derecho sería un instrumento de garantía y de promoción de la proyección humana, de cualquier proyecto del ser humano. En este caso, la visión optimista, en realidad, nos reconduce a la negación de la esencia del ser y, por tanto, a la negación de que haya un orden previo a la técnica formal de configuración de las normas. Cualquier proyecto, cualquier deseo, por muy «creativo» que éste sea, se convierte en una fuente de determinación del ser humano: la existencia precede a la esencia. Al derecho le correspondería tutelar, garantizar, asistir, esos diferentes actos de creatividad o de autodeterminación de la voluntad del individuo, aunque representen claramente una contradicción con la misma naturaleza esencial del hombre. Como destaca Castellano nos encontraríamos, en esta segunda respuesta, con un derecho que es potencialmente un instrumento de anarquía[22]. El subjetivismo axiológico de la modernidad se transforma en el verdadero valor de un ordenamiento jurídico en principio aparentemente neutral, pero que termina por ser una herramienta hábil para la realización de cualquier clase de fines, por muy subjetivos que puedan ser.

Frente a las posiciones señaladas cabe, por el contrario, una respuesta clásica al problema de los valores, según la cual el ordenamiento jurídico sería, sí instrumental, pero en este caso para ayudar a los hombres a resultar mejores, donde mejores significaría la superación de la eficacia por la realización de la propia realidad (ontológica)[23].

Lógicamente es la segunda respuesta la que particularmente ha encontrado un gran predicamento en los ordenamientos jurídicos actuales, donde el fenómeno de la globalización ha terminado por imponerse y por hacer que haya una radical similitud entre todos ellos: cualquier deseo, cualquier proyecto, por muy personal que éste sea o, cabe decir, por muy antagónico que resulte con la esencial dignidad de la persona humana, se convierte en una fuente de derechos que el derecho positivo ha de tutelar, con independencia de su oposición a la justicia. El hombre podría desarrollar plenamente su personalidad: el derecho a tener derechos lo sería, de acuerdo con este punto de partida, con independencia del derecho, de la esencia del derecho, pero también con independencia de la esencia del ser persona. El dato ontológico viene aquí negado, mientras que por el contrario se afirma la creación de una nueva idea del ser.

De la misma manera que la experiencia jurídica y que el propio derecho se han reinterpretado, lo propio se produce respecto del hombre, para que encuentre acomodo en un ordenamiento estatal cuyo horizonte más inmediato es la anarquía, derivada del subjetivismo.

Nos encontramos ante el diseño de una nueva realidad, donde en última instancia hasta el hombre es objeto de una reinvención. El orden natural de las cosas exige tanto la libertad como la responsabilidad del hombre, puesto que ambas son condiciones que determinan el propio dato ontológico, mientras que considerar que la libertad reside en la autodeterminación del querer, de la voluntad, lo que es sólo libertad negativa, tiene como resultado la posible formulación de diversas opciones, ninguna de las cuales supone la obligación de una responsabilidad por parte del hombre, lo que es violación del orden natural. Si el presupuesto ontológico del derecho es un orden justo, orden natural de las cosas, la nueva concepción en torno a la realidad humana, no hace sino contravenir el orden natural y presentar bajo la perspectiva de la eficacia, de una nueva clase de realidad, lo que en rigor no son más que expresiones de la subjetividad, poco acordes además con la racionalidad del orden natural.

La concepción de un iusnaturalismo clásico no ofrece, como no lo hace Castellano, la existencia de una necesaria contraposición entre derecho natural y derecho positivo: cuanto esto es así, cuando existe esa contradicción, el llamado derecho positivo no lo es realmente, siendo tan solo esa técnica de control social, una técnica legal, pero no legítima y carente de fundamentación porque le falta la adecuación al orden natural de las cosas. La aprehensión de lo verdadero deviene imposible: «Lo verdadero, como lo bueno o lo justo, serían tales no porque sean conformes al orden natural, sino sólo como adecuación a las modas y costumbres»[24].

El derecho natural es elaborado por el espíritu humano, pero su naturaleza reside en la justicia. El dato ontológico del que hay que partir en la elaboración del derecho natural es el de la propia esencia del hombre: el hombre es de naturaleza racional y condiciones de esa misma naturaleza lo son la libertad y la responsabilidad. De ahí que el derecho deba de poseer también tales características, porque el derecho trata de determinar en el caso concreto lo que exige el orden natural. Castellano subraya así la necesaria derivación entre el hombre, la naturaleza racional y libre de éste, y el derecho. Cuando se invierte el sentido de esta relación, nos encontramos con un derecho que persigue como finalidad última la de construir un hombre totalmente nuevo, despojado tanto de su racionalidad como de la auténtica libertad, reduciéndose ésta exclusivamente a la libertad negativa, ejercicio de la voluntad individual y capacidad para autodeterminarse, para poder realizar la propia voluntad.

7. El subjetivismo axiológico del positivismo

El derecho natural clásico, que surge claramente de la obra entera de nuestro autor, «impone escoger; no permite la autodeterminación»[25]. Escoger entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, teniendo en cuenta que esa elección viene determinada por la racionalidad de la naturaleza humana, por la necesidad de sopesar en la balanza lo que aconseja la razón y aquello que representa una contradicción con la misma. La libertad no es, consiguientemente, absoluta, porque está reglada por la justicia: libertad en cuanto elección dentro del orden objetivo del bien y, por ello, elección del bien. El problema del positivismo es el subjetivismo axiológico, donde cualquier fin tiene cabida dentro del derecho, en la medida en que éste es tan sólo un producto del poder. Fines que pueden ser contradictorios con la dignidad de la persona, con su libertad de elección y su responsabilidad. Dado que «bien» o «mal» son conceptos que son construidos desde el derecho positivo, en la medida en que resultan de la mera adecuación a las normas creadas por ese legislador soberano que es el Estado, la posibilidad que tiene el hombre de conservar su propia responsabilidad y su libertad, de elegir lo que se encuentra en consonancia con su misma naturaleza, resultan poco menos que un sueño utópico.

Como se desprende de la perspectiva de Castellano, el problema de ese subjetivismo axiológico, dentro de la pretendida neutralidad del Estado, es que deviene en un totalitarismo que además recrea la propia condición de la persona, en cuanto determina la moral, las llamadas «opciones morales compartidas», rechaza el dato ontológico como origen de la configuración del derecho positivo y asume toda la responsabilidad puesto que niega que el hombre, en ejercicio de su capacidad de discernimiento entre el bien y el mal, esté en condiciones de elegir la conducta que es acorde a la justicia. La supuesta indeterminación de los valores lo son exclusivamente dentro del relativismo y ha sido un instrumento hábilmente utilizado para negar la construcción ontológica del derecho. El bien o el mal tienen una realidad clara y nítida: incluso aquel que elige el mal sabe perfectamente discernir la esencial contradicción del mismo con la conducta determinada por la justicia. La realización del mal, aún cuando provenga del cumplimiento de la norma positiva creada por el Estado, no le convierte en realización de la justicia, sino tan sólo en la adecuación a una conducta exigida por el Estado. «Cumplir las órdenes recibidas», la justificación de la obediencia no se hace apelando al criterio de la distinción entre lo justo y lo injusto, sino acogiendo la necesidad de seguir el formalismo creado por el Estado.

Una de las notas características de este nuevo diseño de la realidad, dentro de la perspectiva nihilista, es la idea de que el derecho necesariamente supone la constricción de la libertad, que no es posible ser al mismo tiempo libre y un fiel cumplidor de las normas jurídicas. Ello es consecuencia de entender el derecho como un sistema de normas que ha de apelar a la coerción para ser obedecido y, efectivamente, esto es así cuando la justificación del derecho positivo no es la realización de la justicia sino la adecuación al mandato del legislador que, arbitrariamente, según el momento y las circunstancias puede exigir de nosotros conductas contradictorias. Aquello que se criticó del régimen nacionalsocialista, en cuanto menoscabo de la dignidad del hombre y supresión de la vida, puede gozar hoy de todos los parabienes, incluso acudiendo a la figura del consenso, para suprimir la vida del inocente. No hay, por tanto, una medida racional que identifique el bien porque resulta ser la conducta adecuada al mandato de la naturaleza del hombre: el bien y el mal, lo justo y lo injusto, son términos construidos por el legislador soberano. De esta forma, el aborto tutelado y garantizado por el Estado constituye un deseo convertido en derecho, una autodeterminación de la voluntad que el Estado impone como mandato, que no puede justificarse más que en los términos de coerción y de reinterpretación de la realidad del individuo. La justicia no puede ser el producto del poder ni el resultado de la teoría de los ordenamientos (definidos) jurídicos, porque en este caso tendríamos una desconcertante, injustificable y contradictoria pluralidad de concepciones de la justicia y, consiguientemente, del derecho y de la libertad, pero también porque nos encontraríamos en presencia de un sustancial nihilismo que, en último término, impediría legítimamente hablar de derecho y de libertad[26].

El nihilismo reduce la capacidad del hombre porque efectivamente niega tanto su posibilidad de elección, si ésta contradice el criterio sustentado desde el Estado, como la existencia de un dato ontológico previo a la construcción del derecho positivo. La «cosificación» del ser humano, la reducción del ser a un objeto que puede ser destruido de todas las formas posibles que garantiza el Estado, no se convierte en una adecuación a la justicia. La formalidad no convierte en legítima, ni tan siquiera en jurídica, la conducta que es contraria a la realización del bien y que contradice también la posibilidad de discernir y de elegir libremente, en cuanto va en contra de la propia naturaleza humana. Libertad y derecho resultan ser términos antagónicos dentro de la visión de la modernidad, porque la libertad es sólo la ausencia de reglas y de mandatos creados por el derecho. Sin embargo, en el iusnaturalismo clásico, la libertad es la condición natural del hombre, de manera que el derecho tendría que preservar esta capacidad de libre elección del sujeto, de poder elegir entre ese bien acorde con su naturaleza y el mal que le separa de ésta. Por eso invocar hoy el derecho natural, en palabras de Zagrebelsky, que recoge Castellano, significa lanzar un grito de guerra civil. El relativismo, según expone Castellano acertadamente, permitiendo hacer a cada uno lo que desea, no crea problemas a la convivencia: «La sociedad pluralista contemporánea no podría ni admitir ni comprender la llamada al derecho natural, porque en aquella conviven de hecho y de derecho (si se acepta la identificación de la libertad con la “libertad negativa”) valores y concepciones de la vida y del bien diversos. En una sociedad como la actual no sería posible siquiera investigar “el principio del derecho”; como máximo se pueden registrar “opciones compartidas”. La verdad sería el producto momentáneo de las identidades sociológicas, o de las comunidades tal y como generalmente las entiende el comunitarismo político contemporáneo: surgiría del y en el lenguaje, siendo pura convención o mero convencimiento. Todo debería “leerse” en plural, también los términos derecho, naturaleza y libertad. Sólo sería legítima, en suma, una situación babélica de la que los hombres nunca han salido y de la que ni siquiera actualmente logran liberarse»[27].

Negar la existencia del bien o del mal con un carácter objetivo ha conducido, en un nuevo giro de tuerca de la modernidad, a reinterpretar los mismos, y considerar que el bien o el mal constituyen el producto de una decisión temporal y consensuada. En tal sentido, por ejemplo Habermas, para el cual sólo se puede llevar al debate político aquello que no evidencie una posición «fundamentalista», entendiendo por la misma la que contradice la sustancial relatividad de los términos. Las opciones morales compartidas reflejan, en todo caso, como se desprende de la visión que sobre esta idea mantiene Castellano, una ausencia de moral: en aras del consenso se puede prescindir de la distinción entre bien y mal, justo e injusto, para sustentar una fórmula de compromiso que a nadie hace responsable, porque implica la negación de la responsabilidad del hombre, pero que tampoco a nadie hace libre, porque la libertad no puede ser contraria a la naturaleza, sino que es condición de ésta. Esa «situación babélica» de múltiples deseos y proyectos de vida, por muy irracionales que sean, de múltiples contenidos para el bien, incluso aunque manifiesten una absoluta contradicción con lo que éste representa, esto es, la posibilidad de hacer «mejor» en el sentido platónico al individuo, la posibilidad de la perfección espiritual, en el sentido aristotélico, del hombre, se convierte en el terreno resbaladizo en el cual tiene que moverse necesariamente la existencia humana, si no quiere verse reducida a esa situación marginal reservada a aquellos que no pretenden compartir una opción moral que suponga exactamente la negación de toda moral. Si todo está permitido, hasta la cosificación del ser humano, es porque nada es bueno o malo en sí mismo, sino en virtud de condiciones sociológicas o históricas: se trata de un subjetivismo relativista, que relativiza a su vez la propia condición humana, en tanto que se la transforma en un producto del momento y de la voluntad del que manda. No hay hombre, ni dignidad asociada a su naturaleza, que no sea objeto de transacción o de mercantilismo.

Nos encontramos además con un subjetivismo que ha ido más allá y se ha convertido en una ideología totalitaria, que ha pasado de negar la verdad y de transmitir como dictado a las mentes que había múltiples verdades, a considerar que la única verdad es la de esa pluralidad de opciones donde la objetividad desaparece y los términos carecen de un contenido concreto. Justicia e injusticia, pero también el propio hombre, serían el resultado de decisiones temporales, todas ellas válidas según el contexto sociológico considere. La única verdad, en esta perspectiva de un nihilismo totalitario, es que no existe la verdad, y eso se admite como un dogma que no exige demostración. No hay libertad de elección porque cualquier elección, sea la que sea, puede ser admitida, claro está si es acorde con el mandato del legislador, porque la elección no puede llegar hasta el extremo de considerar que existe un bien como concreción de la justicia, al que debe tender la conducta humana. El babelismo confluye en la negación de una verdad objetiva y siempre que el hombre renuncie a la búsqueda de su perfección espiritual. Dogmatismo que no admite contrapartida y que sitúa al hombre en un callejón sin salida, reducido a ser el resultado de una simple convención, donde la carga de la prueba se invierte y quien afirma la existencia de una naturaleza humana, que predetermina el sentido de la elección de la conducta que debe realizarse, ha de probar que efectivamente hay una esencia. Si se niega la existencia del hombre en sí y por sí, también se rechaza la existencia del derecho en sí y por sí, en lo que consiste el derecho natural[28].

8. El dato ontológico: el ente existente. La falacia de unos derechos en permanente construcción

Volver a un planteamiento clásico sobre este núcleo de cuestiones es la premisa sobre la que gravita la perspectiva de nuestro autor. Clásico que no significa, como él mismo advierte, repetir lo ya dicho: clásico significa perenne, lo que es válido en nuestro tiempo. Ello no implica elevar acríticamente las conclusiones de un autor o de una escuela a palabras definitivas. Muy al contrario, no se puede concluir que cualquier cosa es válida en el tiempo sin el ejercicio crítico de la inteligencia, lo cual por otro lado sería probablemente inútil si de la antigüedad hasta nuestros días no se hubiera dado al hombre la posibilidad de conocer la verdad[29].

Y ese conocimiento de la verdad se halla vinculado al dato ontológico que siendo la conclusión a la que estamos llegando en esta aproximación, nunca finalizada, de la obra de Castellano, representa al mismo tiempo el punto de partida, el origen de cualquier análisis sobre el derecho natural, esto es, sobre la determinación de la justicia en el caso concreto. La persona, siguiendo la línea de estudio que forma parte de la filosofía perenne, implica, sobre todo, el ente existente, es decir, el individuo humano que subsiste y existe por sí: la dignidad y la perfección de un sujeto, que encuentra en sí mismo una realidad sustancial, que la hace ser algo distinto de un sujeto producto histórico-cultural o fenómeno sociológico.

En cuando ente subsistente y singular, en cuanto ente existente por sí y completo, es el fundamento sobre el cual es posible hablar del derecho natural, o si se quiere, del derecho en los términos de la esencia de la juridicidad, porque como muy bien destaca Castellano no existe un derecho positivo contrapuesto al natural, simplemente en este caso nos hallaríamos ante la ausencia de derecho. La persona así concebida, encuentra en su propia naturaleza las normas objetivas para actuar. La persona representa el primado del cual partir para la construcción del derecho, pero desde luego un primado distinto del que le viene asignado por el individualismo moderno. Privar al individuo de la responsabilidad moral y de la libertad de elección, determinada por el conocimiento de las reglas objetivas, a través de su propia naturaleza es, desde luego, una concepción clásica –en el sentido enunciado por nuestro autor– pero alejada del personalismo contemporáneo y de un individualismo que sitúa como núcleo central, donde antes se encontraba la naturaleza racional, un mundo básico y primario de instintos y deseos, convertido en el horizonte próximo de la proyección de la persona.

De esta manera, la persona dentro del entramado de una visión clásica, es el criterio para establecer lo que es justo[30], porque es la encarnación de la esencia. Si el orden metafísico surge naturalmente en cada una de las personas, también surge naturalmente un orden ético y un orden político.

Precisamente por ello, el problema del nihilismo formalista, como se desprende de la crítica realizada y que aquí consignamos, no es sobre todo la construcción de un nuevo modelo de derecho, sino también la creación de un nuevo tipo de individuo, despojado de lo que constituye su esencia y reducido simplemente a producto contingente, a un acto volitivo más de quien tiene el poder, aunque el ejercicio del mismo venga adornado con la parafernalia que el formalismo exige para su aceptación. Al igual que para Santo Tomás, también para Castellano, y para quien esto escribe, el derecho ha de tener un fundamento metafísico y como tal desarrolla una racionalidad, consistente en la determinación de lo que es justo para el caso concreto, partiendo de la necesaria perfección de la persona[31]. Una construcción, ya sea sobre la persona o sobre el derecho, que olvide el fundamento metafísico de ambos, los transforma en un objeto sobre el que se desenvuelve la acción del poder, los actos volitivos de un legislador que no está obligado consiguientemente a respetar una esencia que no le es dable modificar.

Fruto de esta recreación de la condición humana es la teoría racionalista en torno a los derechos humanos, que olvida tanto la esencia de la persona, como la idea de que todo derecho conlleva como contrapartida la existencia de una obligación. Los derechos no pueden tener un fundamento subjetivo, sino el fundamento metafísico al que anteriormente se ha hecho referencia. Considerar que la norma es la creadora de los derechos, de las facultades, conduce a un momento como el actual en el cual se olvida que cualquier derecho ha de ponerse en relación con la naturaleza, con la esencia del hombre. Sólo a través de este olvido puede explicarse la existencia de un conjunto de derechos en permanente innovación, en permanente construcción, pero que dejan de lado la cuestión principal, la necesidad de mantener intacta la dignidad y la perfección del ente subsistente y existente por sí. La justificación de esa clase de derechos, desprendidos de cualquier base metafísica, hay que buscarla en el poder, en la utilidad social, o en convenciones sociales o políticas, nacidas de esas «opciones morales compartidas», que a su vez obligan a compartir, en aras del consenso, lo que en realidad es la negación de la verdad y de la moral.

En tal sentido, destaca Castellano, la ausencia de una fundamentación racional, clásicamente entendida, para tales derechos. Las pretendidamente «iusnaturalistas declaraciones de derechos en realidad tendrían una fundamentación positivista»[32]. Con ello se sugiere lo que es ciertamente una realidad en el ámbito de las declaraciones de derechos o en el marco de las mismas constituciones: todos los derechos que se contienen en las mismas son derechos positivizados y, por tanto, relativos, relativizados. Nos hay derechos antepuestos al orden positivo, sino resultados del mismo. Las declaraciones de derechos representan, por tanto, una mera consecuencia del arco legal establecido, donde no se trataría de hablar de unos derechos que forman parte de la naturaleza humana. Los derechos humanos son derechos condicionados, resultado de esa condición previa que es la necesidad de su reconocimiento por parte del orden jurídico-político y ello en la medida en que dicho orden así lo determine, consecuencia a su vez de esa idea de entender que el derecho es el conjunto de normas expresión de una voluntad política, más o menos soberana y más o menos consensuada. La naturalidad y la inviolabilidad de tales derechos vienen establecidas en todo caso por la necesidad de un poder que tienda a positivizarlos.

Como bien subraya Castellano, nos encontramos ante la sustitución de la realidad metafísica por otra clase de realidad: en lugar de una «ontología metafísica» deberíamos de hablar de una «ontología científica», casi empírica, la del derecho que vale en cuanto que es efectivamente dado, la del derecho como dato empíricamente construido. Ejemplo de ello sería el derecho a la objeción de conciencia o, si se quiere, el derecho de la libertad de la conciencia que no es, desde luego, un derecho absoluto, pero que además si se permite se hace teniendo como punto de partida el marco legal establecido y no la inviolabilidad de una ley no escrita, de un derecho natural[33], o una instancia de justicia, una determinación de la justicia, pues en eso consiste del derecho, según hemos ido viendo a lo largo de estas líneas que quieren desgranar, en el tema que nos ocupa, el pensamiento del maestro de la Universidad friulana.

9. Derecho natural en sentido clásico

El derecho natural que surge claramente de la obra de Castellano, como hemos ido viendo, es un derecho natural en sentido clásico, alejado del derecho natural de cuño modernista y que termina, este segundo, por ser anulado dentro de la visión nihilista en la que necesariamente concluye la vía de la Escuela Europea del derecho natural, tan alejada de la vía aristotélico-tomista. La vía del iusnaturalismo modernista desemboca claramente en el positivismo: la modernidad, separando ética y política, y ya sea fuerte o débil, concluye en el nihilismo[34]. El derecho sería entonces, dentro de esta perspectiva, tan sólo derecho positivo, derecho producto del poder.

Como destaca el mismo Castellano, para entender adecuadamente el derecho –sea natural o positivo– es necesario comprender, analizar, la naturaleza del hombre y su fin intrínseco. El derecho no es facultad o poder, facultas o potestas, sino ejercicio de un deber. La fundamentación metafísica del derecho entraña una serie deberes ligados al hecho del ser y, por tanto, inseparables del mismo. Si para construir el derecho no apelamos a la fundamentación metafísica, al hecho del ser, entonces es evidente que el derecho en su plasmación positiva puede revestir cualquier contenido. Si, por el contrario, partimos para dicha construcción, del ser, de la naturaleza del hombre que exige una determinación de la justicia y conlleva una serie de exigencias o deberes, entonces ciertamente el derecho está constreñido a un determinado contenido: la ley no es constitutiva de la justicia, porque si así fuese habría tantas justicias como ordenamientos. La verdadera ley es medida de la justicia y no al revés: la justicia nunca puede ser el resultado de la ley o la medida de ésta[35]. La verdadera ley es determinación de la justicia: en otro caso estaríamos ante una corrupción de la ley o la ausencia del sentido genuino de la misma.

Negarse a ser un instrumento ciego en manos de otros es también resultado de un acto de voluntad, pero es sobre todo resultado de una integridad personal no exenta de riesgos. Quienes nos hemos acercado a la figura de Castellano profesor de Universidad, iusnaturalista convencido –ma non vinto– damos fe de todo ello.

 

[1] Consuelo MARTÍNEZ-SICLUNA Y SEPÚLVEDA, Legalità e legittimità: la teoria del potere, prefacio de Gian Pietro Calabrò, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2006.

[2] Danilo CASTELLANO, «Introduzione» al libro por él coordinado Diritto, Diritto naturale e ordinamento giuridico, Padua, CEDAM, 2002, pág. 3.

[3] En otro marco diverso del jurídico, Joseph Brodsky, a propósito de la experiencia del pueblo ruso respecto del totalitarismo del siglo XX, señalaba que «adondequiera que dirijamos la vista, nos topamos con la penetrante mirada de gorgona de la Historia». Joseph BRODSKY, Menos que uno. Ensayos escogidos, Madrid, Siruela, 2006, pág. 236.

[4] Danilo CASTELLANO, ibid., pág. 5.

[5] Ibid., pág. 6.

[6] Ibid., pág. 9.

[7] Danilo CASTELLANO, Quale diritto? Su fonti, forme, fondamento della giuridicità, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2015, pág. 22.

[8] Ibid., pág. 24.

[9] Danilo CASTELLANO, «Introduzione» a Dirito, diritto naturale, ordinamento giuridico, cit., pág. 15.

[10] Ibid., pág. 16.

[11] Ibid.

[12] Ibid., pág. 15.

[13] Danilo CASTELLANO, «De la experiencia jurídica al derecho», en Miguel Ayuso (ed.), Utrumque ius. Derecho, derecho natural y derecho canónico, Madrid, Marcial Pons, 2014, pág. 22.

[14] Ibid., pág. 23.

[15] Ibid.

[16] Ibid., pág. 24.

[17] Ibid.

[18] Señala, a este respecto, que «la doctrina de la legítima arbitrariedad del legislador evidencia también en nuestro tiempo su insostenibilidad, sea cuando –por ejemplo– convierte en legal la práctica del aborto procurado, sea cuando legaliza el uso de sustancias estupefacientes para finalidades no terapéuticas, sea cuando permite intervenciones en el propio cuerpo sin otra finalidad que la propia voluntad, sea cuando reconoce el derecho a no nacer (y, si se ha nacido, al resarcimiento del daño por la propia existencia), etcétera». Ibid., pág. 23.

[19] El derecho, nos señala Castellano, no puede sustraerse a la racionalidad contemplativa. Hay que buscar lo que denomina el «punto archimedeo» del derecho, ese punto de apoyo desde el cual es posible decir que el derecho no puede consistir tan sólo en la voluntad del Estado o de quien detenta el poder, ni en la pura conveniencia no sometida a argumentos racionales y, por ello, absolutamente libre en la determinación de los fines y en la elección de los medios, ni tampoco en el mero formalismo. Danilo CASTELLANO, Quale diritto? Su fonti, forme, fondamento della giuridicità, cit., pág. 23.

[20] Ibid., pág. 25.

[21] Ibid., pág. 44.

[22] Ibid., pág. 65.

[23] Ibid.

[24] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, Marcial Pons, 2010, pág. 25.

[25] Ibid., pág. 64.

[26] Ibid., págs. 66-67.

[27] Ibid., págs. 78-79.

[28] A este respecto, «negar que el hombre sea en su esencia un ser racional (y social) y, por ello, un ser responsablemente libre, significa negar la posibilidad de la experiencia jurídica, para seguir la utopía de la libertad moderna, que coherente pero absurdamente postula la inexistencia del derecho natural, esto es, del derecho en sí y por sí. El nihilismo absoluto que está en la base de esta afirmación se autorrefuta no sólo en el plano teorético sino también en el práctico, cuando debe transformar la experiencia jurídica en una experiencia cualquiera del poder formalmente ejercido pero nunca verdaderamente justificado y fundado». Ibid., pág. 80.

[29] Danilo CASTELLANO, L’ordine político-giuridico «modulare» del personalismo contemporáneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007, pág. 69.

[30] Ibid., pág. 74.

[31] Ibid.

[32] Así destaca Castellano que, lejos de representar la «civilización del derecho», ha sido, por el contrario, la «barbarie del derecho», sirviéndose del mismo para la realización, total o parcial de la libertad negativa. Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos. Sobre la anti-filosofía político-jurídica de la «modernidad», Madrid, Marcial Pons, 2004, pág. 77.

[33] Danilo CASTELLANO, La verità della política, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2000, págs. 127-129.

[34] Ibid., pág. 137.

[35] Ibid., pág. 147.