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La crítica del personalismo en Danilo Castellano

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

 

1. Introducción

Dentro del trabajo extraordinariamente fecundo de Danilo Castellano tiene especial importancia su análisis crítico de la modernidad jurídica, política y religiosa. La equivocidad de las palabras, siempre ha sido un recurso muy socorrido para introducir en la mentalidad común doctrinas ajenas a lo que en principio sugerían los términos. La manera obvia de contrarrestar esta forma de engaño, universalmente usado por los sofistas, consiste en distinguir explícitamente la diversidad de significados que tienen los términos y evitar así la deriva doctrinal que se produce a costa de las palabras. Pero la cosa es, en realidad, más complicada: como destacó Rafael Gambra[1], las palabras no sólo tienen un significado, sino un factor mítico o mágico que tiñe positiva o negativamente tanto al vocablo mismo como a su significado y que posiblemente tiene más fuerza y es mucho más «pegajoso» que el mero cambio de significación. Castellano dedica muchas de sus páginas a exponer el sentido de términos como democracia, legitimidad, libertad, poder o soberanía, tal como son usados por juristas, teóricos de la política y eclesiásticos dominantes en la actualidad, y a distinguirlos del sentido que tenían en el pensamiento clásico. Esto le permite, luego, sacar a la luz los presupuestos teóricos en que se fundan esas transformaciones semánticas y mostrar la finalidad perseguida por quienes han introducido el nuevo término o el nuevo significado y los han rodeado del halo sentimental que les acompaña y eleva su valor.

La palabra «persona» es probablemente una de las que han acumulado en torno a sí mayor número de valoraciones afectivas y, también, una de las que han ejercido una influencia más decisiva en la configuración mental del catolicismo eclesial. La mención de la persona humana, de su libertad, de sus derechos, de su dignidad, en cualquier discurso o sermón, se ha convertido, para el católico y especialmente para los eclesiásticos, en algo tan obligado como, en otro tiempo, lo fuera mencionar a las personas divinas en cualquier oración. Bajo ese desmedido encumbramiento del término se oculta el engaño que ha motivado la investigación de Castellano en torno a ese término y en torno a la escuela, el personalismo, que lo ha tomado por bandera. Castellano, en efecto, asevera, de una manera que no puede ser más categórica, la inversión doctrinal que ha acompañado a la nueva dimensión adquirida hoy por ese vocablo: «Bajo el término de persona, propio de la cultura católica, se esconden los peores absurdos reivindicados como derechos por el nihilismo occidental contemporáneo»[2].

El término es de raigambre cristiana, como de todos es conocido. Fue en la teología de los Padres de la Iglesia donde perdió su significado primitivo de máscara para aplicarse a las personas de la Santísima Trinidad. Boecio dio una definición famosa que, como dice Castellano, no ha sido superada hasta ahora, la cual fue pulida y perfeccionada por los comentarios de Santo Tomás. Pero no es cosa de detenerse en la historia del término y de su frecuente uso entre los filósofos, teólogos y juristas a los largo de los siglos. La investigación de Castellano no tiene pretensiones meramente históricas; su designio principal consiste en demostrar que la escuela, o corriente intelectual, llamada «personalismo» es por completo ajena al cristianismo y a la filosofía clásica, a pesar de haberse enquistado en su seno. Con frecuencia, como destaca el propio Castellano, se ha dicho, y se ha creído incluso de buena fe, que el personalismo y la noción moderna de persona no son sino prolongaciones adecuadas al tiempo presente del tomismo, o de la filosofía perenne. Maritain, desde luego, se propuso fundar en la obra de Santo Tomás su noción de persona y luego toda su doctrina del humanismo integral que, si no es un personalismo en sentido estricto, sí lo es en sentido laxo. Y consiguientemente, entre los miembros de la Asamblea Constituyente italiana, como La Pira[3] y entre los tratadistas que la han estudiado, como Ferri y Perlingieri[4], se ha mantenido que el personalismo tenía una raigambre tomista o neotomista, de modo que, según ellos, la filosofía clásica tuvo un gran peso a la hora de redactar esa Constitución, muchas veces calificada de personalista.

A lo largo de estas páginas trataré de exponer el hilo argumental que, a mi juicio, preside el discurso de Castellano sobre el personalismo. Su designio consiste básicamente en mostrar que esa corriente es digna secuela de la modernidad y no de la filosofía clásica, o perenne, en ninguna de sus dimensiones. A ese fin, es obligado distinguir esas dos concepciones del mundo y de la política y, a través de su exposición, hacer patente su completa incompatibilidad.

2. La modernidad

múltiples especificaciones, que no rompen su univocidad genérica[5]. Su esencia viene dada por el subjetivismo, que se plasma analógicamente de manera diferente en las distintas vertientes del ser humano: «La modernidad, entendida axiológicamente, es sinónimo de subjetivismo: de palabra exalta al sujeto, aunque en realidad lo destruye. Decir que modernidad y subjetivismo son la misma cosa significa considerar que a) teoréticamente se pretende hacer del pensamiento el fundamento del ser; b) gnoseológicamente se cree poder erigir la ciencia (entendida al modo positivista) como único método de conocimiento (en realidad pretende constituirse en dominio de una naturaleza que a menudo ignora); c) éticamente se identifica la moral con la costumbre (fruto de las opciones «compartidas») o, en algunos casos y opuestamente, con la decisión personal; d) políticamente se reivindica el poder de crear el orden político (que, por esto, se limita a sólo orden público); e) jurídicamente se sostiene que la justicia es la decisión (efectiva) del más fuerte»[6].

Este texto, que incluye virtual y ordenadamente todos los elementos constitutivos –según Castellano– de la noción de modernidad, merece un breve comentario. La vía del subjetivismo moderno, abierta desde la duda metódica cartesiana, que niega a las facultades cognoscitivas del hombre el acceso inmediato a los seres, pone como principio la inmanencia del sujeto. Sujeto que, por decirlo así, queda, en primera instancia, encerrado en sí mismo, con sus ideas, sus fenómenos o representaciones. Este subjetivismo, también llamado inmanentismo o idealismo (en uno de los sentidos de la palabra), no supone de suyo que, de manera mediata, la razón no pueda llegar a conocer el mundo externo[7]; pero, como señaló Gilson, sí «obliga a proceder del pensamiento al ser, e incluso a definir siempre el ser en términos de pensamiento»[8]. Los conceptos de las cosas se transforman así en ideas, que se convierten en modelos de los cuales el idealismo no se conforma «con decir que lo real debe ajustarse a ellos, sino que ellos mismos son lo real»[9]. Castellano viene a decir eso mismo, cuando pone entre las primeras notas de la modernidad su pretensión teorética de «hacer del pensamiento el fundamento del ser».

De semejante presupuesto se sigue, como destaca Castellano, la necesidad de que la ciencia se convierta en método matematizado que se reduce a establecer proporciones cuantitativas entre fenómenos, en orden a predecir acontecimientos y a dominar prácticamente la naturaleza, sin pretensión alguna de conocer su esencia. Y, en el orden de la acción, se sigue el voluntarismo, pues el hombre, privado del conocimiento de la esencia del sujeto y de las cosas exteriores a él, carece de criterios, o de normas, y no puede sino seguir los dictados de su voluntad. De esta manera la libertad del hombre viene a concebirse en la modernidad como autodeterminación absoluta de la voluntad[10], sin criterio alguno, es decir como lo que Castellano llama libertad negativa, esto es, como «aquella libertad que para ser tal de ser ejercitada con el solo criterio de la libertad, es decir sin criterio alguno»[11].

De esta manera, la voluntad «se considera soberana, por tanto señora en cualquier orden, que –según la modernidad– es siempre y sólo producto de la voluntad individual y/o colectiva»[12]. De ahí lo que dice en el texto que comentamos sobre el orden ético: la obligación se identifica con la fidelidad a sí mismo en la decisión que toma el individuo o la comunidad. A su vez, la política, entendida a la moderna, se convierte en ejercicio de soberanía que reivindica «el derecho de ordenar el mundo según los dictámenes de la razón humana», de modo que «está obligada a identificar la racionalidad con el “cálculo”, la libertad con la licencia, la verdad con la opinión, la moral con la legalidad, el derecho con la efectividad»[13]. Lo cual, en otras palabras viene a significar que, en el ámbito de la acción política, la razón se ve dominada por las operaciones que ejerce la voluntad deliberativa desconectada de la realidad y de la verdad[14].

En fin, la afirmación (e), según la cual la justicia se identifica con la decisión efectiva del más fuerte, se comprende a la luz de la soberanía del Estado moderno, que se caracteriza por el contractualismo[15]: «El contractualismo “político” parte del presupuesto de que la voluntad humana no puede nunca ser injusta; y, con la teoría de la soberanía (sea del Estado o del pueblo), establece la identidad entre lo legal y lo legítimo, afirmando, coherente pero absurdamente, constituir el criterio del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, a través del ordenamiento jurídico positivo, cuyo fundamento, en último análisis, es el poder, la fuerza bruta; de hecho, al disfrutar el Estado de un poder mayor que el de los individuos, transforma en derecho su propia voluntad; la voluntad del Estado se convierte en ley por el simple hecho de presentarse con el carácter de la efectividad. Por tanto, derecho y poder serían la misma cosa»[16].

3. Las dos modernidades

La sociedad es realmente «una complejidad concreta cuyos elementos se sostienen mutuamente», tal como de nuevo señala Gilson, «de manera que igual puede decirse que en la sociedad no hay nada que no provenga de los individuos y que en el individuo no hay nada que no le venga de la sociedad»[17]. Desde la perspectiva subjetivista de la modernidad, que descompone la realidad en ideas por las que se define la realidad, «el individuo se tornaría una cosa en sí; el Estado, otra, y se plantea de nuevo un problema similar al de la comunicación de las substancias, tan insoluble como él»[18]. En el terreno jurídico y político que aquí interesa, eso se plasma, según Castellano, en dos formas de modernidad que difieren según se inclinen a reconocer como sujetos sólo lo público (el Estado) o sólo el sujeto privado (el individuo o persona).

El primer caso es el de la modernidad fuerte, representada por las ideologías de Hobbes, Rousseau y, sobre todo por la de Hegel[19]. Sólo queda la pluralidad de los Estados[20]. La única voluntad substancial, la única libertad capaz de autodeterminarse y de crear el bien es la del espíritu universal, o absoluto, que se plasma en el Estado; pues sólo él tiene la facultad de hacer efectivo, o real, su querer que es, por ello mismo, racional. El resto de los supuestos sujetos, desde la familia al individuo privado, pasando por los cuerpos intermedios, no tiene más existencia que el reconocimiento conferido por el Estado. «La persona humana, por ejemplo, no sería otra cosa que un centro de imputaciones jurídicas, es decir, una realidad formal y abstracta construida por el ordenamiento jurídico»[21]. A su vez, el derecho se identifica con el derecho positivo, emanado de la autodeterminación libre del Estado dentro del proceso histórico, de modo que «está privado de justificación intrínseca y de razones»[22].

A la versión fuerte, o totalitaria, de la modernidad política y jurídica opone Castellano la versión débil, o liberal, que está representada por Locke[23] y, hasta cierto punto, por Rousseau, en cuanto éste intenta identificar la libertad del individuo con la del Estado, o soberano, lo cual es tan imposible como la cuadratura del círculo. La modernidad débil invierte la balanza de la dicotomía individuo-Estado y pone la libertad de autodeterminación del sujeto singular en el origen y fundamento de la organización estatal y de la ley[24]. La función del Estado, entendido como mal necesario, se reduce a garantizar la libertad negativa de los individuos, cuyos proyectos, por insensatos que sean, son de suyo dignos de respeto y de protección eficaz[25]. El orden jurídico, a su vez, se identifica con la legislación democráticamente consensuada y está destinada a procurar la igualdad de las ocurrencias, o proyectos personales, sin discriminación, y a evitar los conflictos con entera independencia de la justicia y de la verdad[26].

A pesar de que «la relación entre lo público y lo privado ha cambiado totalmente», la Weltanschauung, la concepción del mundo, de la modernidad fuerte y de la modernidad débil es la misma. En uno y otro caso el bien común, que por ser «bien de muchos» es de suyo uno pero múltiple, desaparece en favor sea del bien público, o estatal, sea del personal. En una y otra modernidad el bien común –y el bien a secas– es ajeno a la esencia o naturaleza de las cosas, como no podía ser de otra manera, pues ambas modernidades toman como premisa primera el subjetivismo. El bien procede de la autodeterminación del sujeto público –y en ese caso se identifica con la conservación del cuerpo político y la ley suprema es la razón de Estado[27]– o del sujeto privado, o persona, cuyo bien emana de la autodeterminación del individuo, se conciba como vocación, como afirmación de la propia identidad o como simple capricho transitorio. En uno y otro caso el derecho se confunde con el ordenamiento jurídico, con la legalidad positiva, que surge exclusivamente de la realización de la libertad negativa, o determinación de la sola voluntad privada o pública[28].

4. El pensamiento clásico

El subjetivismo en que se funda la modernidad política (naturalismo político) y jurídica (iusnaturalismo) obliga a concebir la realidad desde las ideas, de modo que la oposición de conceptos se convierten en imposibles contraposiciones entre cosas que obligan a cada sistema a elegir entre uno u otro de los opuestos. Siendo contrariamente opuestas la unidad y la pluralidad, cada una de las doctrinas políticas modernas tiene que optar entre una concepción donde prevalece unas veces la multiplicidad de individuos y otras la unidad del Estado. Por otra parte, dado que ese subjetivismo entraña la incapacidad de alcanzar la esencia de las cosas, la acción política se concibe como efecto de la sola voluntad, que será o la voluntad del Estado o la de los individuos. Y de ahí la necesidad de contraponer la voluntad única del Estado a la de los individuos y la consiguiente necesidad de subordinar una a la otra; de modo que o bien el Estado es función protectora de los deseos individuales o bien los individuos son en función del reconocimiento estatal. La modernidad política se ve así envuelta en un constante enfrentamiento entre el totalitarismo y el individualismo que se ha hecho patente en las innumerables confrontaciones bélicas de los últimos siglos.

Castellano entiende que el fracaso de la modernidad jurídica y política obliga a retomar la cuestión desde el principio y, para ese efecto, propone no hallar una filosofía que empiece de cero, sino volver la mirada al pensamiento clásico, entendido no como la filosofía de la antigüedad, sino como filosofía perenne válida para todo tiempo[29]. Castellano destaca agudamente que recurrir al pensamiento no supone la adopción injustificada de lo que un pensador concreto dice ni conlleva una actitud intelectual acrítica. Al contrario, la posibilidad misma del análisis y de la refutación del error implica la capacidad de adquirir la verdad, cosa que no tiene sentido si «desde la antigüedad hasta nuestros días no se hubiese dado nunca la posibilidad de conocer lo verdadero»[30]. Postura muy razonable, que oculta una sana desconfianza sobre las filosofías con pretensiones de radical novedad y que viene a coincidir con la que ya adoptó Aristóteles hace veinticuatro siglos, cuando dijo: «El estudio acerca de la verdad es difícil en cierto sentido, y, en cierto sentido, fácil. Prueba de ello es que no es posible ni que alguien la alcance plenamente ni que yerren todos, sino que cada uno logra decir algo acerca de la naturaleza» (Met. II, 1, 993a30).

En particular Castellano propone volver la mirada principalmente a Santo Tomás de Aquino, «que puede ser un guía hacia la recuperación de la humanidad de la política»[31]. Porque Santo Tomás sigue siendo actual, no porque anticipe el pensamiento político moderno, como algunos han pretendido, sino «porque pone de manifiesto ante litteram sus aporías» y «porque demuestra que es insostenible»[32].

Lejos del voluntarismo que preside la concepción contractualista que la modernidad tiene de la política y del derecho, Castellano recalca la fundamentación metafísica que, a ojos de Santo Tomás, tienen ambas cosas[33]. Y, al mismo tiempo, destaca la necesaria conexión de la política con la moral, pues «es imposible separar (como, sin embargo, hace el “pensamiento” político moderno) el problema político del problema ético, y éste, a su vez, se viene abajo sin una base metafísica»[34].

En cuanto a su ser, la ciudad es, en un sentido, posterior a las personas que la constituyen, formando familias y pueblos; pero, en otro, es anterior naturalmente a los individuos, pues fuera de ella el hombre no alcanza a sobrevivir o, incapaz de actualizarse, se desnaturaliza: «El que no forma parte de la ciudad –dice Aristóteles– es una bestia o un Dios»[35]. En ese sentido, Castellano observa que la comunidad política y la persona se subordinan mutuamente: cuantitativamente el individuo se ordena a la ciudad, pues, según dice Aristóteles «es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el bien de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para ciudades»[36]; en cambio cualitativamente la comunidad se ordena al bien de la persona, pues ese bien no es sino lo que constituye la perfección de su naturaleza[37]. En otras palabras, la contraposición entre la concepción unitaria y pluralista de la comunidad política a la que necesariamente se enfrenta el pensamiento político moderno, se resuelve en la filosofía clásica gracias a la noción física y ontológica de naturaleza, o esencia del hombre. La naturaleza, principio común, que siendo una se multiplica en los individuos de la especie humana, incluye la necesidad de vivir en sociedad; porque la totalidad social, que tiene como partes a los individuos, surge de la naturaleza común a todos ellos, los cuales, a su vez, se ordenan a la comunidad en virtud de que esa misma naturaleza multiplicada en ellos les inclina a vivir en sociedad.

La misma incompatibilidad entre lo uno y lo múltiple se refleja en la concepción que los sistemas políticos modernos tienen de las normas y fines por las que se rige la moralidad personal y la política. Unos y otros se conciben de manera voluntarista, es decir, como si procedieran de la sola voluntad, es decir de la espontaneidad o creatividad humanas. Es pues inevitable que se produzca el enfrentamiento entre los fines del individuo y los del Estado, empeñados, cada uno por su lado, en la conservación propia. Sólo queda, como he indicado el sometimiento o absorción del individuo por el Estado o viceversa.

El voluntarismo, para la filosofía perenne, es absurdo: si la voluntad –dice Santo Tomás– fuera el único criterio de la justicia, la voluntad no podría ser mala y, por tanto desaparecería cualquier regla de moralidad que no sea la convención consuetudinaria[38]. El obrar siempre supone el pensar sobre la naturaleza de las cosas. La libertad humana no consiste en seguir el dictado arbitrario de la voluntad, sino en la capacidad que ésta tiene de adherirse al fin que por naturaleza le corresponde, so pena de caer en la esclavitud de las pasiones o de los instintos. Ahora bien, ese fin no es objeto operable, sino necesario. No se crea, sólo se busca y se contempla: «Al hombre –dice Castellano– se le ha dado la facultad de conocer las cosas, no de crearlas»[39]; no crea el fin acorde con su esencia; lo encuentra. Y lo mismo vale para las normas encaminadas a ese fin: «No son las reglas las que constituyen las cosas, sino que son las cosas las que constituyen la reglas»[40].

Las normas morales, según la filosofía clásica o perenne, no proceden de un código o mandamiento científicamente injustificado, se entienda como norma convencional, como regla inscrita a priori en la conciencia humana o como decisión procedente de la sola voluntad individual, acaso entendida como vocación personal. Al contrario, la moral se funda en la contemplación de sí mismo, no como individuo o persona, sino en cuanto está esencial o naturalmente englobado en el conjunto de cosas, o seres encaminadas al destino final del universo. Con palabras de Sertillanges, la moral versa sobre «lo que el hombre debe ser, en razón de lo que es»[41]. Conforme a la máxima aristotélica según la cual «la naturaleza de algo es su fin, es decir la perfección de su esencia»[42], el hombre, ordenando las funciones que halla en sí mismo, según unas sean fin de las otras, halla el fin último al que debe dirigir su acción voluntaria, que no es otro sino la actualización de su facultad más perfecta, cuyo objeto es la perfección suma del más inteligible de los seres, que es Dios. Ese fin último, avizorado por Aristóteles como bien supremo del que brevemente pueden gozar algunos privilegiados en este mundo, lo identificó Santo Tomás con la beatitud, a la que todo hombre debe aspirar en la otra vida.

Este bien no es sólo el fin al que deben subordinarse y encaminarse todos los otros fines de la vida personal, sino que constituye también el fin de la sociedad y de quienes la gobiernan. Ya hemos visto que la comunidad se ordena al bien de la persona, de modo que, como dice Aristóteles, el fin de la ciudad y de la persona es el mismo[43]. Por tanto el fin de la vida en sociedad y de los gobernantes es ayudar a los hombres a bien vivir, es decir a la actualización de la naturaleza humana[44], o, si se quiere, al bien común a todos los hombres en cuanto hombres[45], es decir, a la vida virtuosa[46].

En suma, según el pensamiento clásico, el Estado no es una unión cualquiera de hombres con un fin particular, sino «una comunidad de hombres libres en la virtud». Y «su ordenamiento jurídico, por tanto, no puede hallar su propio fundamento en la voluntad y en el poder soberano; sino que lo encontrará más bien en la justicia que, a su vez, constituye la base de la ley», que no puede confundirse con la fuerza o el mero poder fáctico[47].

5. El personalismo

Por personalismo se ha de entender la corriente, de límites imprecisos, que se desarrolló, sobre todo entre autores católicos, después de la Segunda Guerra Mundial. La vertiente política y jurídica de esta escuela, que es la que aquí interesa, creyó encontrar «en el milagro de la palabra persona, término teológico por excelencia, propio de la doctrina social de la Iglesia» el fundamento para oponerse a las diversas formas de totalitarismo que, surgidas a partir de la concepción «fuerte» de la modernidad, habían provocado la conflagración[48]. Dentro de esa corriente, Castellano distingue entre el personalismo en sentido estricto y el personalismo en sentido amplio. Su exposición, de la cual recojo sólo algunos retazos, empieza por la definición de persona en algunos autores de ambas corrientes.

Entre los personalistas en sentido estricto[49] destaca Mounier, creador del personalismo comunitario. Su incompleta e imprecisa descripción de la persona la disuelve en la fenomenología, de modo que su ser viene a coincidir con su devenir. En ello se aproxima a la idea de persona que tiene Sartre, para quien la existencia precede a la esencia; aunque Mounier difiere de él porque su noción de libertad es comunitaria, es decir porque debe crear la libertad de los otros, de la humanidad entera, y no sólo la libertad propia como ocurre en Sartre. En resumen, la libertad, entendida como aventura irrepetible, reduce el fin primero del hombre –de la comunidad de todos los hombres– a la expansión o despliegue de sí mismo[50]. Castellano observa que el ideal comunitario, subyacente a esta concepción de la persona y de su libertad, no constituye criterio ético alguno que impida a la libertad convertirse en licencia, de modo que la sociedad y el Estado fácilmente se pueden convertir en simple garantía de la libertad negativa[51].

No todos los personalistas en sentido estricto se mantienen en el terreno meramente descriptivo y fenomenológico en que se sitúa Mounier. Por ejemplo, la idea de persona que presenta Luigi Stefanini es un generoso intento de fundar metafísicamente la persona que, sin embargo, resulta incompleto e inadecuado. La misma apertura al fundamento ontológico de la persona se detecta en el brumoso pensamiento de Karol Wojtyla.

Wojtyla es otro de los personalistas en sentido estricto cuya noción de persona expone Castellano, resaltando, con especial miramiento, que su análisis no pretende ofrecer una concepción metafísica, sino que se desarrolla más bien en el plano fenomenológico donde la persona se manifiesta a sí misma en su individualidad a través de sus actos conscientes, o moralmente responsables[52]. Con todo, Castellano no deja de encontrar difícilmente comprensible la contraposición entre naturaleza y persona que, oculta bajo un uso equívoco del término «persona», parece mantener Wojtyla[53]. Éste, influido por Scheler, ve en el acto consciente del hombre la manifestación para el sujeto de su propia individualidad irrepetible, es decir de sí mismo como persona. Pero, de otra parte, en consonancia con la filosofía clásica, el hombre, como cualquier otra cosa, es sujeto poseedor de una naturaleza, o esencia, que se actualiza y manifiesta por medio de actividades acordes con esa misma esencia común. Castellano observa que esta distinción, fruto de la confluencia de filosofías dispares, puede tener consecuencias notables sobre el orden social y el ordenamiento jurídico[54]. En efecto, al contraponer el sujeto a la persona, en vez de distinguir entre la persona, que es sujeto individual, y su naturaleza, como hace Santo Tomás[55], resulta que, por ejemplo, el feto carente de conciencia moral sería un individuo humano, pero no una persona[56].

Castellano examina también la noción de persona en autores, como Sciacca y Maritain, que pueden englobarse en una noción ampliada de personalismo[57]. Para nuestros efectos, resulta especialmente importante la figura de Maritain en su segunda etapa, por su conocida pretensión de enraizar en el tomismo su teoría política y antropológica del humanismo integral. En su análisis de la noción maritainiana de persona, Castellano destaca la incongruente pretensión de distinguir, por una parte, entre el individuo –polo material del hombre– y la persona –polo espiritual– y, por otra, mantener la unidad del hombre como subsistencia del alma espiritual comunicada al compuesto humano. Según Maritain el hombre es persona en virtud de su libertad de autonomía, es decir, es persona sólo y en la medida en que la vida del espíritu domine la de los sentidos y de las pasiones. Lo cual contradice manifiestamente la supuesta unidad del compuesto y tiene importantes consecuencias, tanto morales como políticas[58]. En efecto, sólo serán personas los hombres que actualicen conscientemente esa libertad de autonomía, de modo que tanto los fetos como los disminuidos mentales o los viciosos no tendrán la condición de personas.

6. Juicio sobre el personalismo

Una vez recorridas las definiciones de persona en el personalismo estricto y en el personalismo en sentido amplio, Castellano concluye que, si bien todas ellas se engloban en una misma Weltanschauung[59], el personalismo en su conjunto no mantiene una noción unívoca de persona, de forma que ese término se convierte en un una voz vacía de significación propia, en un flatus vocis[60]. La misma corriente personalista, así llamada en virtud de su común preocupación por el problema de la individualidad humana, no constituye una escuela unitaria, de modo que, en vez de hablar de personalismo, más bien habría que hablar de personalismos[61]. Los que coinciden en esa preocupación común mantienen concepciones filosóficas muy distantes entre sí. Pero, más allá de estas conclusiones sobre la sustantividad y la coherencia interna de esta escuela, Castellano emplea su análisis de la noción personalista de persona para demostrar su carácter claramente moderno y su incompatibilidad con el pensamiento clásico.

En efecto, el análisis de las definiciones de persona que, dentro de su disparidad, sirve de principio sobre el que el personalismo funda su teoría política y jurídica, permite a Castellano hacer tres clases de argumentación para concluir que esa corriente no se enmarca dentro de la filosofía perenne, sino dentro de la modernidad y más concretamente dentro de la modernidad débil de la que hemos hablado arriba. La primera argumentación compara la noción de persona en la filosofía clásica con la que mantienen en común los personalistas. La segunda extrae a priori las consecuencias políticas y jurídicas que se siguen de esa noción de persona; y, la tercera, presenta a posteriori algunos resultados que de hecho ha producido la influencia de esa noción de persona en los ordenamientos jurídicos de Italia.

La primera argumentación trata de probar que «la concepción de persona de los personalistas está muy alejada de la concepción clásica de la misma»[62]. Según la concepción clásica, lo que para el derecho y la política importa de la definición boeciana de persona (rationalis natura individua substantia) no es la singularidad como tal[63], sino la naturaleza que se da singularizada en el ente humano. La persona «por su naturaleza está dotada de razón y de libertad: por tanto es un ente que puede conocerse a sí mismo y a todo otro ente y obrar libremente conociendo las “leyes” del ente. En otras palabras, siendo su naturaleza específica la parte formal y perspectiva, la persona […] encuentra en su propia naturaleza las normas objetivas»[64]. Políticamente y jurídicamente se puede hablar, como hace el personalismo, de un «primado de la persona humana»[65], e incluso de un personalismo en sentido clásico[66]; pero sólo a condición de que se haga depender el ordenamiento jurídico y la política de la naturaleza y el fin de la persona, pues de ahí es de donde se sigue lo que se ha visto antes sobre la concepción clásica del derecho, la sociedad y el Estado.

En cambio podría decirse que los personalistas se fijan en la individualidad de la definición boeciana y la absolutizan, dejando de lado tanto su carácter substancial como su naturaleza racional para quedarse sólo con una dimensión «relativa y opinable» que es precisamente la que no es absoluta[67]. Ahora bien, como lo individual, en cuanto tal, es inasequible al entendimiento, o indefinible, sólo pueden ofrecer descripciones fenoménicas y accidentales que, según los casos, exaltan la creatividad, la libertad de autonomía, la autoconciencia de sí mismo, la vocación personal, la fidelidad a la propia identidad, como criterio y justificación de la acción humana. Todo ello viene a confluir en una comprensión voluntarista e irracional[68] del hombre que valora, ante todo, su libertad individual como bien respetable de suyo por encima de cualquier otra consideración. Por esta vía, el personalismo viene a identificarse con el subjetivismo individualista moderno, que sirve de base a la concepción política y jurídica del liberalismo. Estas observaciones, que evidencian las diferencias de la antropología clásica y de la personalista, permiten avizorar la gran distancia que entre ellas existe en lo que se refiere a la concepción de la sociedad. Entiendo que las otras dos argumentaciones que ofrece Castellano no hacen sino explicitar eso mismo por dos procedimientos diferentes.

El primero, partiendo de la noción de persona en el personalismo, concluye a priori, es decir, sin recurrir a hecho alguno, la teoría sobre el Estado y el derecho que de ella se sigue necesariamente. Con lo cual se hace patente la incompatibilidad de las premisas personalistas con los principios de la filosofía clásica. La perspectiva personalista, que atribuye un primado absoluto o al hombre singular, esto es, al individuo o a la persona, tal como la entiende esta corriente, implica, de una parte, que el ordenamiento jurídico debe garantizar la libertad de la persona, entendida como libertad negativa[69]. En otras palabras: «Una consecuencia de la equivocada fundamentación de la persona está representada por la imposibilidad de captar en sí la estructura jurídica y, por tanto, de captar la verdadera naturaleza del derecho»[70]. Y lo mismo se sigue para la organización política, pues esa noción equivocada de persona implica que «el Estado siempre estará subordinado a ella (a la libertad personal), hasta el punto de tener como derecho subjetivo cualquier manifestación de voluntad». De la definición de persona, que hace el papel de principio primero para la corriente personalista, se sigue, pues, que sus diferencias respecto del pensamiento clásico, en materia política y jurídica, no son accidentales, o coyunturales, sino esenciales y, por tanto, insuperables; de modo que cualquier intento de mediar entre ellas está tan destinado al fracaso como, de manera más general, le sucede a cualquier intento de componer política moderna y filosofía perenne[71].

Por si pudiera quedar alguna duda, todo el capítulo II de L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo puede entenderse como una argumentación a posteriori que se funda sobre los resultados de hecho provocados por la adopción de la concepción personalista del hombre. Castellano, en ese texto, recurre al análisis de la Constitución italiana que, según una tesis ampliamente compartida, es una constitución personalista. A partir de las actas de la Asamblea Constituyente, saca a la luz el concepto de persona y el consiguiente concepto de libertad, de Estado y de constitución que tienen sus miembros. La libertad es entendida como libertad negativa, que viene a coincidir con la libertad tal como aparece en la declaración de derechos de 1789, la cual «consiste esencialmente en el poder de hacer todo cuanto no perjudica a los demás»[72]. El Estado, por su parte, se convierte en una institución operativa, aunque siempre sospechosa, encaminada a la consecución de las aspiraciones, o caprichos, de cada cual, que tienen de suyo derecho a afirmarse en cuanto expresión del espíritu creativo de la humanidad[73]. En fin, la constitución, tal como la entienden los miembros de la Asamblea, viene a ser una especie de máscara jurídica convencionalmente establecida, cuyo fundamento, igual que el del Estado y el de las leyes, se reduce, en última instancia, a la efectividad, es decir al mandato unido a la fuerza para imponerlo[74]. Los miembros de la Asamblea Constituyente, según el análisis de Castellano, estaban imbuidos por las tesis personalistas, en las cuales creyeron encontrar una base para superar y evitar definitivamente los regímenes autoritarios, como el fascismo y las otras formas de gobierno totalitario que prevalecieron antes de la segunda guerra mundial. Aunque algunos de ellos creyeron, o dijeron creer, que el primado de la persona daba un cierto tono clásico, e incluso tomista, a sus intervenciones, el hecho fue que lo que se plasmó en la Constitución fue el individualismo y, con él, la concepción política de la modernidad débil. Pero, ni los miembros de la constituyente eran plenamente conscientes de ello ni la norma superior del Estado, por ellos redactada, contenía explícitamente la neta oposición a la filosofía perenne que aparecerá con posterioridad en los desarrollos legislativos coherentes con la constitución.

La prueba en cierta manera última y definitiva que completa el razonamiento a posteriori, o por las consecuencias, que hace Castellano, consiste en mostrar cómo las leyes ulteriores más escandalosamente incompatibles con la moral clásica se desarrollaron a la sombra del personalismo implícito en la Constitución. Entre los ejemplos que presenta, quizá el más destacado sea el de la objeción de conciencia, que no debe confundirse con lo que Castellano llama objeción de la conciencia. Esta última viene a ser lo mismo que la resistencia a la opresión, que autoriza incumplir la ley positiva injusta para cumplir la ley natural o la ley divina. La segunda, en cambio, se identifica con la reivindicación de la mera coherencia en la realización del propio proyecto de vida, sin referencia alguna a una ley superior no emanada de la voluntad del sujeto[75]. En la Constitución italiana ni siquiera se quiso incluir la primera forma de objeción, por considerarla de consecuencias peligrosas. Pero, andando el tiempo, y a tenor de las premisas contenidas en la Constitución[76], la objeción de conciencia en su versión subjetivista, fue primero tolerada y acabó por convertirse en un derecho subjetivo. Con lo cual se vino a dar un reconocimiento jurídico a la libertad negativa, es decir, se vino a dar por sentada la radical indiferencia del ordenamiento jurídico ante las decisiones personales[77]; y se admitió la correspondiente subordinación del Estado a esas mismas decisiones. Entre los ejemplos que muestran claramente la incompatibilidad radical entre las consecuencias del personalismo y el pensamiento clásico, Castellano menciona el reconocimiento del derecho a la pornografía, en el cual podrían eventualmente verse involucrados los medios de comunicación estatales; y también, como no podía ser de otra manera, las leyes sobre el aborto provocado que, sin contradecir los principios de la constitución, se ha convertido en un derecho para el individuo y, a la vez, en un deber para el Estado que, por medio de la sanidad pública, está obligado a colaborar positivamente en el más antinatural de los pecados[78].

De estas argumentaciones, encaminadas, todas ellas, a demostrar que el personalismo político es ajeno a la concepción clásica de la sociedad y del derecho, y que pertenece plenamente a la modernidad en su versión débil, los dos primeros concluyen de manera rigurosamente lógica. En efecto, la comparación entre la noción de persona, en cuanto fundamento de la sociedad, tal como se entendía clásicamente y tal como la entiende el personalismo, pone inmediatamente de manifiesto la necesaria incompatibilidad entre ambas. Por su lado, la deducción a priori de las consecuencias políticas que entraña la noción personalista de persona demuestra mediatamente, y más concretamente demuestra por el absurdo, la imposibilidad de que el personalismo político pueda englobarse dentro de la filosofía clásica. La tercera argumentación, fundada en algunos hechos jurídicos concomitantes a la influencia de las doctrinas personalistas, es de carácter inductivo y tiene un valor probatorio inferior a las anteriores, pero, como frecuente le ocurre a la inducción y a la enumeración de ejemplos, resulta ser la más convincente para la mayoría.

He tratado de presentar la estructura lógica del discurso por el que Castellano, en su obra principal sobre el personalismo, deshace el equívoco que ha introducido en la mente común la idea ha de que el personalismo enlaza con el pensamiento clásico y que, incluso, constituye una prolongación adecuada a nuestros días del tomismo. Sin embargo, el desacuerdo de Castellano con el personalismo va bastante más allá. En esa, y en otras obras, es patente que no ve en esa escuela uno de tantas filosofías heréticas nacidas y criadas en el seno de la cultura católica. Al contrario, el personalismo para Castellano es una concepción política especialmente depravada y perniciosa, que históricamente ha jugado, y sigue jugando, un papel más demoledor que la mayoría de las teorías filosóficas de las que es deudora. El personalismo, en efecto, no es sólo una forma de individualismo y un retorno a las doctrinas liberales condenadas por la Iglesia hasta mediados del siglo XX, sino que los caracteres que arriba se han visto hacen de él la versión más radical, la culminación, el no va más, en la dirección mercada por la modernidad débil: «El personalismo contemporáneo es una forma de liberalismo radical o si se prefiere la confirmación y el reforzamiento del individualismo moderno»[79]; porque «propone asegurar a la persona la realización de sus deseos y de sus proyectos, de todos sus deseos y de todos sus proyectos, por medio del Estado»; y porque lo que los juristas llaman principio personalista «representa la evolución máxima del principio liberal-democrático en el sentido de que no es posible ir más allá sin vaciar de contenido la propia experiencia jurídica moderna»[80].

Pero lo que probablemente más ha motivado el razonamiento crítico de Castellano contra el personalismo, del cual extrae su juicio extremadamente negativo de esta tendencia, es que a ella se debe la decadencia doctrinal al que han llegado un número importantísimo de eclesiásticos. Allí donde fracasaron los intentos de conciliar la modernidad con el catolicismo triunfó el personalismo, sobre todo gracias a la figura de Maritain, que «fue quien favoreció el paso de la cristiandad contemporánea de lo antimoderno a la modernidad»[81]. Él «ha sido (con seguridad de hecho) el instrumento de la cultura política de origen protestante para el paso de la cultura política católica a la democracia moderna», es decir a la aceptación de que «la democracia como fundamento del gobierno es la única forma de gobierno legítima»[82]. Al personalismo se debe la substitución, entre muchos eclesiásticos, de la idea clásica de libertad de la religión, esto es, de la única religión verdadera, por la idea de libertad de religión, que lleva consigo la idea de laicidad[83]. El personalismo, en una palabra, es causa principal de la penetración en la Iglesia del humo de Satanás.

 

[1] Rafael GAMBRA, El lenguaje y los mitos, Madrid, Speiro, 1983, pág. 103.

[2] Bernard DUMONT, «Le personnalisme erratique. Un entretien avec Danilo Castellano», Catholica (París), núm. 97 (2007), pág. 66.

[3] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007, pág. 131.

[4] Ibid., pág. 27.

[5] «La modernidad no es divisible. Constituye una realidad única» (de una única esencia). Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano (eds.), Iglesia y política, Madrid, Itinerarios, 2013, pág. 253.

[6] Ibid., pág. 228.

[7] Entre los sistemas indirectamente realistas, en este sentido, se cuenta el del propio Descartes. Locke, que es idealista en el mismo sentido originario que Descartes, pues declara que el objeto de nuestro conocimiento son las ideas, deja en una incoherente indeterminación si finalmente se puede conocer la existencia de las cosas o no. En todo caso, cuando destaca que no se pueden conocer las esencias reales, sino sólo las esencias nominales, rechaza categóricamente que se puedan conocer las esencias de las cosas y convierte nuestros conceptos en fruto convencional de la comunidad lingüística.

[8] Etienne GILSON, El realismo metódico, Madrid, Rialp, 1952, pág. 112.

[9] Ibid., pág. 113.

[10] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 339-340.

[11] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», en Miguel Ayuso (ed.), Cuestiones fundamentales de derecho natural. Actas de las III Jornadas Hispánicas de Derecho Natural, Madrid, Marcial Pons, 2009, pág. 24.

[12] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 242.

[13] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, pág. 59.

[14] «El pensamiento político moderno, al contrario, es elaboración racionalista. Con un término más cargado de significado debería decirse gnóstico. No se preocupa de “conocer” lo que es (en el sector político, la naturaleza y el fin de la comunidad), sino que pretende construir, incluso crear de la nada la sociedad, atribuyéndole un fin convencional absolutamente dependiente de la voluntad de los asociados […]. El voluntarismo político tiene al consentimiento como condición primera e irrenunciable. No es el consentimiento intelectual, sino el consentimiento como acto de la pura voluntad». Véase Danilo CASTELLANO, «De la democracia y de la democracia cristiana», Verbo (Madrid), núm. 529-530 (2014), págs. 802-803.

[15] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 56 n.

[16] Ibid., págs. 26-27.

[17] Etienne GILSON, El realismo metódico, cit., pág. 118.

[18] Ibid.

[19] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., págs. 26-28.

[20] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 68.

[21] Ibid., pág 68; cfr. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 5.

[22] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., pág. 28.

[23] Para el cual «toda persona tendrá derecho a disponer de sí como quiera» y «tendrá derecho a buscar la felicidad en lo que él cree que se la va a proporcionar». Con ello sienta las bases del principio que Castellano, siguiendo a Cornelio Fabro, llama principio de pertenencia. Cfr. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 147-148; «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 240, y L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 37.

[24] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 5 y 103.

[25] «La “libertad negativa”, es decir la libertad no sujeta a ninguna ley (incluida la representada por la naturaleza humana actualizada), sería el valor máximo que se tendría que tutelar y promover. Sería entonces la meta del Estado» (Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 69).

[26] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., pág. 30; y Danilo CASTELLANO, «De la democracia y de la democracia cristiana», loc. cit., pág. 69.

[27] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 59.

[28] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., págs. 27-28.

[29] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 68.

[30] Ibid., pág. 69.

[31] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 48.

[32] Ibid., pág. 45.

[33] Ibid., pág. 24.

[34] Ibid.

[35] Pol., I, 2, 1253a19-29.

[36] Et. Nic., I, 2, 1094b7.

[37] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 130-131.

[38] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 26.

[39] Ibid., pág. 52.

[40] Ibid., pág. 44.

[41] Antonin-Dalmace SERTILLANGES, O. P., Les grandes thèses de la philosophie thomiste, París, Bloud & Gay, 1929, pág. 216.

[42] Pol., 1253b32.

[43] Et. Nic., I, 2, 1094b7.

[44] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 77.

[45] Ibid., pág. 35.

[46] Ibid., pág. 33.

[47] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 129.

[48] Ibid., pág. 10.

[49] Ibid., pág. 52.

[50] Ibid., pág. 34.

[51] Ibid., págs. 36-37.

[52] Ibid., págs. 42-43.

[53] Ibid., págs. 44-46.

[54] Ibid., pág. 46.

[55] Ibid., pág. 72.

[56] Ibid., págs. 83-84.

[57] Ibid., págs. 52-53.

[58] Ibid., pág. 59.

[59] Ibid., pág. 30.

[60] Ibid., pág. 63.

[61] Ibid., pág. 53.

[62] Ibid., pág. 53.

[63] Ibid., pág. 82.

[64] Ibid., pág. 73.

[65] Ibid., pág. 82.

[66] Ibid., pág. 73.

[67] Ibid., pág. 63.

[68] Ibid., pág. 74.

[69] Ibid., pág. 81.

[70] Ibid., pág. 84.

[71] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 28 n. y pág. 74 n.

[72] Ibid., pág. 106.

[73] Ibid., pág. 110.

[74] Ibid., págs. 111-113.

[75] Ibid., pág. 117.

[76] Ibid., pág. 120.

[77] Ibid., pág. 123.

[78] Ibid., págs. 123-126.

[79] Ibid., pág. 11.

[80] Ibid., pág. 125.

[81] Danilo CASTELLANO, «De la democracia y de la democracia cristiana», loc. cit., pág. 810.

[82] Ibid., págs. 810-811.

[83] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 243-245.