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El subjetivismo como principio del mal. La esencia de la modernidad en el pensamiento de Danilo Castellano

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

 

1. Introducción

Toda la obra de Danilo Castellano puede ser leída como un hábil y macizo alegato contra aquel inmenso movimiento de doctrinas, tendencias y hechos que llamamos «modernidad». Aun cuando en muchas ocasiones no sea el objeto formal de sus trabajos, la modernidad emerge en el pensamiento del autor como una madeja que organiza el hilo de sus ideas matrices. Diríase que acapara el centro de sus preocupaciones, particularmente en el ámbito antropológico, político, ético y jurídico. En tales áreas, pocas plumas hay como la suya a la hora de explicitar, identificar y valorar la mentalidad moderna.

Desde este ángulo se pueden repasar sus obras más representativas. En La razionalità della politica el autor se enfrenta a la geometría del racionalismo político, teniendo como fondo del cuadro el ocaso de la inteligencia en la concepción política moderna[1]. En L´ordine della politica evalúa los efectos negativos del pluralismo, del Estado y de la democracia, todos fenómenos modernos, así como la huida del bien común[2]. En La verità della politica analiza el problema europeo, sin olvidar el lugar del derecho natural y de la identidad, así como los torrentes que llevan al totalitarismo[3]. En De christiana republica aparece en toda su magnitud el problema del modernismo social, del constitucionalismo, del liberalismo y la democracia en sus fibras secularizadoras[4]. En L´ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo afronta la cuestión del personalismo contemporáneo que permea de manera tan letal los ordenamientos jurídicos actuales así como las declaraciones de derechos humanos[5]. En Quale diritto? se aborda la gran cuestión de la modernidad jurídica, en sus aspectos más peligrosos: el fondo nihilista de los derechos humanos, las fuentes del derecho incrustadas en el positivismo, y los sucedáneos teóricos y prácticos que corren en lugar de la justicia[6].

En este escrito nos centraremos en las páginas que el autor ha dedicado al concepto mismo de modernidad[7]. Colateralmente revisaremos algunos escritos complementarios a fin de pulir algunas nociones dignas de interés[8]. Pero, en principio, nuestro ámbito de análisis quedará circunscrito a esta sola faceta conceptual.

2. En torno al significado nominal de modernidad

Como cuestión previa, Castellano delimita el significado nominal del término «modernidad», habida cuenta que lo «moderno» es susceptible de variadas acepciones[9]. Obviamente, la «modernidad» no se identifica con el puro fenómeno cronológico de sucesión del presente. Tiene, por así decirlo, una base axiológica que supera en mucho, en fijeza temporal y hondura ideológica, a la ilusión historicista que asume que lo que viene después es necesariamente mejor que lo que ocurrió antes. De ahí que la modernidad deba considerarse con categorías distintas a las del progreso y la moda[10]. Además, y por múltiples razones, se puede vivir en la actualidad, pero no ser moderno. La modernidad, parece decirnos el autor, es un proyecto teorético cuya ejecutoria intenta adecuar el presente a una peculiar weltanschauung. Lo actual se vuelve «moderno» en la medida en que es asumido, conformado y controlado por la misma.

En esta línea de avance, no deja de ser un problema filosófico de alta resolución el identificar la esencia de dicha cosmovisión. Lo cual ha tenido, como se sabe, muy diversas respuestas dependiendo de los autores.

Es interesante destacar aquí, desde el ángulo de la génesis misma del concepto de modernidad, una primera cuestión. La relación entre modernidad y progresismo. Es frecuente que ambas se vuelvan categorías de significación sinonímica. El autor, sin embargo, sugiere un matiz: el concepto de modernidad debe distinguirse –entendemos que no separarse– del progresismo como utopía predilecta de la Ilustración racionalista. Si es así, la mentalidad progresista no pasa de ser una máscara de la modernidad. La ilusión del progreso esconde en realidad el rostro del proyecto moderno, que en sí mismo considerado no tiene nada de evolutivo. El proyecto moderno constituiría una totalidad fija que no admite ulteriores evoluciones. Considerado en sí mismo es una weltanschauung con pretensiones de inmovilidad, en cuanto pretende hacer ingresar revolucionariamente en la historia un sucedáneo del orden de lo creado. El único progreso admisible a este nivel, que es el más profundo, esencial y amplio es el de la estrategia gradual para implantar el sueño moderno en la realidad de los hechos e instituciones humanas.

Hablamos de «sueño» porque así ha calificado el autor al liberalismo, que a diversos títulos parece ser el corazón de la modernidad. Ya volveremos sobre el punto. Aquí destacamos, para seguir el hilo de nuestras reflexiones, que la modernidad proyecto, la modernidad cosmovisión, de cierto modo nació para ser vencida, puesto que en el orden de las realizaciones humanas la «totalidad» de la que hablamos es de imposible realización. Un «sueño». Una «utopía». Podría decirse que se le conoce más por lo que destruye (la civilización cristiana) que por lo que construye, sujeto a recurrentes crisis, o «licuefacciones», como propone Bauman en su modernidad líquida[11].

3. El principio del mal: el subjetivismo

¿Dónde ubica Danilo Castellano la esencia de la modernidad? Sus palabras son claras: «La modernidad, entendida axiológicamente, es sinónimo de subjetivismo»[12].

Esta precisa descripción merece variadas observaciones. La primera es que el origen de la actitud moderna, en lo que tiene de más radical, se encuentra en un movimiento de la criatura humana para curvarse sobre sí misma como primer principio de su entidad. Tal movimiento es esencialmente una mentira, dado que la criatura no es ni podría ser causa sui. Mentira, sin embargo, que pugna por hacerse realidad a través del ocultamiento y perversión de la verdad del ser. La modernidad es, en este sentido, lucha no sólo contra el orden humano sino también contra el orden del universo donde la criatura humana se inserta.

En esta perspectiva, la modernidad puede ser considerada como un proyecto para negar, velar y sustituir el orden del universo. Una concatenación «teorética» para sustituir el orden de lo creado. De ahí, si lo interpretamos bien, las siguientes consideraciones de Castellano: «Decir que modernidad y subjetivismo son la misma cosa significa considerar que a) teoréticamente se pretende hacer del pensamiento el fundamento del ser; b) gnoseológicamente se cree poder erigir la ciencia (entendida al modo positivista) como único método de conocimiento (en realidad pretende constituirse en dominio de una naturaleza que a menudo ignora); c) éticamente se identifica la moral con la costumbres (fruto de las opciones compartidas), o en algunos casos, y opuestamente, con la decisión personal; d) políticamente se reivindica el poder de crear el orden político (que por esto se limita al solo orden público) sobre bases absolutamente voluntaristas; e) jurídicamente se sostiene que la justicia es la decisión (efectiva) del más fuerte (pseudo argumento de Trasímaco, que hacen suyo las doctrinas positivistas y politológicas del ordenamiento jurídico que tantos contemporáneos comparten)»[13].

En otro lugar, Castellano completa la descripción del subjetivismo como principio maestro del proyecto moderno. Es como una fuente pestilente que sirve de canal para la expansión de los errores capitales que ha conocido la humanidad en los últimos siglos. Errores que son principios de otros errores: racionalismo, voluntarismo, inmanentismo, vitalismo, liberalismo, democratismo. El autor los describe a través de los siguientes principios: a) El principio del subjetivismo, en sí mismo considerado, pone fin a la vieja metafísica, que presumía conocer lo real fuera del hombre y del pensamiento; b) el principio de la razón inmanente y liberadora, conlleva el primado absoluto de la conciencia, tal como lo comprendió el protestantismo en sus efectos secularizadores y el naturalismo; c) el principio de la religión como necesidad inmanente, satisfecha con la elaboración racional del objeto que se encuentra en el espíritu. Por este principio, la filosofía moderna pretende crear a Dios; d) el principio de la verdad como identidad del espíritu: la verdad coincide con la vida, con la autodeteminación, etc.; e) el principio (político) de la democracia, como auténtico autodeterminarse de la identidad histórico-sociológica del pueblo y/o de los individuos[14].

Una segunda observación. Destaca en el autor el intento por explicitar la malicia, el sentido moral pervertido del subjetivismo, así como el esfuerzo por hacer patente su absurdo antropológico, que toma en ocasiones la forma en bruto de una paradoja, o más exactamente, de una «heterogénesis de los fines», como le llama el autor. Abordaremos esta perversión paradójica primero respecto del subjetivismo, y posteriormente, en dos de sus manifestaciones más graves, el racionalismo y el liberalismo.

En frase lapidaria sostiene Castellano que el subjetivismo «de palabra exalta al sujeto, aunque en realidad lo destruye»[15]. Es decir, pese a las apariencias o a las falsas promesas, el subjetivismo somete al sujeto a un proceso de invariable disolución.

En primer lugar, disolución antropológica, en cuanto tiende a alterar el orden de la naturaleza humana, desfigurando o inhibiendo el papel de las potencias racionales, sin cuyo efectivo señorío sobre los impulsos sensibles el hombre pierde la distinción específica con el animal. En sus palabras: «La modernidad disuelve al sujeto al convertirlo en un haz de pulsiones. El sujeto no es realidad óntica irreductible, señor de sus pulsiones, sino simple epifanía de éstas. No sería ens, inteligente y libre, dominus de sus propios actos, sino una entidad que sufre sus propios impulsos y pasiones. Un fenómeno. Se diluye la poderosa observación realista de Aristóteles de que el sujeto es un animal racional, caracterizado por la llamada (y la capacidad) de valorar y gobernar sus instintos y pasiones»[16].

En segundo lugar, el subjetivismo somete a la persona a una disolución moral: «Cuando ensalza la conciencia lo que hace es exaltar un poder ilimitado del individuo, que entiende una facultad suya: la facultad / poder de crear el bien y el mal, lo justo y lo injusto. La conciencia así no revela al hombre el orden impreso en su naturaleza sino que lo produce. Poco importa que a ello concurra el individuo aislado o la sociedad en conjunto. Lo que cuenta es que el orden moral no existe en sí y por sí. Es siempre el resultado provisional y mutable o de la voluntad subjetiva o del conjunto de condiciones económico-sociales»[17].

Esta disolución del sujeto es per diametrum lo opuesto a lo que promete la modernidad. Y es que siendo el hombre criatura no le es dado desligarse de sus límites sin caer tanto más hondo cuanto más alto pretende exaltarse. La caída es una metáfora que revela bien el grado de desfallecimiento en que la modernidad deja al individuo. En el ámbito ontológico lo inclina hacia el estatus de lo «sub-humano» o de lo animal, como desde otro ángulo también ha observado Redeker[18]. En el ámbito ético, desaparece la conciencia moral y, en rigor, el conocimiento que el alma debe tener sobre sus propios actos. Sólo queda la conciencia psicológica pretendidamente independiente pero impotente para discernir lo que es radicalmente bueno o malo. De ahí todas las teorías éticas modernas de carácter procedimental o utilitaristas, particularmente las de raíz anglosajona, que intentan determinar el bien o el mal (normalmente con un lenguaje más aséptico) a través de procesos argumentales.

Es este uno de los puntos más desconocidos del subjetivismo y, sin embargo, uno de los más graves, porque surge, bajo la forma de racionalismo, en el sector más profundo del alma humana.

4. El racionalismo, emergencia del subjetivismo

Al racionalismo Castellano ha dedicado varios estudios. Nos interesa rescatar aquí el racionalismo como veta del subjetivismo en orden a la conceptualización de la modernidad. A este propósito nuestro autor apunta con palabras de rigor: «La modernidad, que es el racionalismo hecho sistema, conduce a Nietzsche y Marx. Representa el intento de dominar la realidad, de plegarla a la voluntad humana. Es la esencia de la doctrina luciferina según la cual el hombre es como Dios, igual a Él, por tanto en la condición de poder desafiarlo y, sobre todo, de poder expulsarlo de la experiencia humana y de la historia»[19].

Habría que ascender hasta el Syllabus de Pío IX o a los escritos de Donoso Cortés o Veuillot para encontrar una descripción del racionalismo donde se desvelara su faceta anti-cristiana y anti-divina de modo tan nítido. Simular la realidad en paralelo con ella y por odio a ella, y a su Autor, es en suma el proyecto racionalista moderno, visto en negativo.

Las consecuencias políticas y jurídicas de este racionalismo (¿y es que existe otro?) están a la vista y han sido tejidas en la historia de estos dos últimos siglos. Hay un texto de nuestro autor donde esto se condensa de un modo magistral. Lo sintetizamos del modo que sigue:

– En lo que respecta al origen de la autoridad y a la legitimidad del poder: la modernidad sostiene que en la Iglesia y en la sociedad política la autoridad no debe venir de fuera, de Dios, sino que, por el contrario, es una emanación de la colectividad. La autoridad depende estrictamente de la voluntad de los consociados, del consenso, como adhesión voluntarista a un proyecto cualquiera, sin que la razón, en el sentido clásico del término, puede servir realmente de guía. De ahí que la realización de la libertad negativa y el ejercicio del poder político (siempre inestable) como dominio, sean características tan salientes de la modernidad.

– En lo que se refiere al problema de la democracia: la modernidad la considera no sólo una forma de gobierno sino como fundamento de todo gobierno. La confrontación dialéctica de las opiniones es ahora la verdad «teórica» (no teorética) de lo político, verdad «teórica» que en realidad es histórica, porque le es esencial ser necesariamente evolutiva y permanentemente cambiante, dependiente siempre de la contingente voluntad del Estado y de los asociados. Al extender el acuerdo a todo, la democracia libera al orden político de toda referencia trascendente.

– En lo que respecta a las relaciones Iglesia-Estado: la modernidad distingue entre Iglesia y Estado no para coordinar y unir sino para separar, reivindicando la absoluta autonomía de lo temporal, o más precisamente, la independencia de Dios y de su ley. Frente al cristianismo afirma el principio agnóstico, lo que desde el ángulo histórico significa una apostasía de la Fe y una usurpación pues el Estado ha terminado por sustituir en todo a la Iglesia (Carlo Francisco D´Agostino). Separación equivale en realidad al primado del Estado sobre la Iglesia y a la transmutación del orden social en orden público.

– En lo que se refiere a la libertad de la Iglesia: la modernidad, por la vía de la separación entre Iglesia y Estado, somete la primera al segundo. Tras la aparente exaltación de la libertad religiosa, se reivindica en realidad que sólo el Estado es libre, en el sentido de la libertad negativa, por lo que se atribuye la facultad de reglamentar según sus propios dictados –su último referente es siempre el ordenamiento jurídico positivo democrático– la vida social y con ella a la Iglesia. Ella pasa a ser una asociación «voluntaria» que necesita ser reconocida por el Estado para ser libre o tener derechos, y en esa misma medida.

– En cuanto a la estabilidad del orden político: la modernidad no crea propiamente un orden, pues sus instituciones políticas son esencialmente moldeables por las regulaciones estatales. En otros términos, las instituciones son instrumentos del arbitrio. Y en lo sustancial, la justicia (natural) ya no es fundamento del derecho (positivo), sino que es producto de ese mismo derecho, hijo de la ley, acto de voluntad del Estado[20].

5. El liberalismo, la maldición subjetivista en permanente actualidad

El liberalismo es otro de los aspectos de la modernidad más estudiados. Partamos por su principio, por el concepto de libertad.

La concepción de libertad que enaltece el liberalismo contiene vínculos con el subjetivismo que el autor destaca sin solución de continuidad, a propósito de su raíz gnóstica y protestante: «La libertad moderna no está subordinada a la verdad y no está guiada por criterios; el único criterio que la guía es la misma libertad, esto es, ningún criterio. Es pues pura autodeterminación de la voluntad. No de la voluntad humana, pues en ese caso la humanidad representaría ya un criterio que aquella no puede admitir ni tolerar. La libertad racionalista es puro poder, ejercitado de manera irresponsable: la responsabilidad, en efecto, que admite es sólo la exterior, heterónoma, que nace de meras exigencias de cálculo –tiene pues una génesis voluntarista– ligadas a la convivencia, entendida de modo reductivo como el estar al lado del otro. La libertad de la modernidad es la libertad negativa, propia del liberalismo»[21].

La descripción precedente denota el carácter inhumano de la libertad liberal. Todos los intentos de los filósofos modernos por «racionalizar» el acto de auto-determinación pueden ser leídos como nostalgias no reconocidas del orden racional clásico y cristiano. Pero en sí mismo resultaron ensayos incoherentes ante el impulso nativo de una libertad concebida como liberación total, que no necesita, al fin, de racionalizaciones, de motivos objetivos para la elección.

En este ámbito, la libertad liberal representa la liberación de todo dato, ligamen, vínculo, ley u orden no consentido por el ser humano. Pero cuidado. No se trata de cualquier consentimiento. Para ser liberal el consentimiento debe emular al acto puro, al acto supremamente activo, al acto creador. Para ser libre, el consentimiento liberal requiere crear desde sí mismo sus propios vínculos, sus propias normas, su propio orden, desconectado de razones, bienes y realidades que lo aten. El acto de consentimiento liberal, visto desde su radical legitimación, viene a ser un remedo del acto divino. Es un acto que pretende constituir la forma y el contenido primigenio de su propia entidad física y moral. Pero paradó- jicamente esto convierte al hombre en un fenómeno, un hecho, lejos de la entidad inherente a la sustancia.

De ahí que para el liberalismo la libertad no sea una característica natural del ser humano sino una conquista suya dependiente de la sola capacidad (poder) de autoafirmarse. Este punto es esencial para comprender el problema y Castellano no se cansa de insistir en ello. Para el liberalismo no se es libre mientras se esté sometido a una ley que impida la determinación absoluta. Por tanto, el Decálogo, o la ley natural, o el mismo ordenamiento jurídico positivo, mientras impliquen estar debajo de una voluntad distinta de la propia, no son legítimos. Para el liberal, el hombre no nace libre sino que se convierte en libre.

Ontológicamente esta libertad como «conquista», como liberación, es absurda, porque no se trata de conducir el propio destino a partir del orden dado sino con prescindencia de él o aun contra él. En este preciso punto se patentiza la faceta destructiva del liberalismo. No hace otra cosa sino dirigir la libertad en contra de la condición finita del ser humano y de todo lo que ello implica en la dimensión moral, social, económica, política y religiosa.

El absurdo de esta pretensión explica el carácter necesariamente ideológico de las teorizaciones liberales, como connota nuestro autor en Locke, en donde destaca cómo con su categoría del derecho de propiedad (entendido como soberanía) juega a hacer del hombre dueño de sí mismo y de su libertad, expulsando el derecho natural como regla y medida de lo suyo.

Pero el liberalismo no es pura y simplemente doctrina ideológica. Tras ella hay algo más hondo. Un movimiento histórico y una actitud de alma que refleja una visión gnóstica y diabólica del mundo. Castellano lo describe con pungente clarividencia: «Esta libertad en último término es la libertad gnóstica [...]. Es la pretensión originaria de nuestros primeros padres de ser como Dios, convirtiéndose en autores del bien y el mal, de lo justo e injusto […]. Poco importa bajo el ángulo teorético, aunque la cuestión resulte relevante desde el práctico, que esta libertad se ejercite por el individuo o por el Estado. Lo que destaca es el hecho de que postula que la libertad sea liberada: liberación de la condición finita, de la propia naturaleza, de la autoridad, de las necesidades, etc.».

«La libertad liberal es, pues, esencialmente reivindicación de una independencia del orden de las cosas, esto es, del “dato” ontológico de la creación y, en el límite, independencia de sí mismo. Aquella, por tanto, reivindica la soberanía de la voluntad, sea del individuo, sea del Estado. Pretende siempre afirmar la libertad respecto de Dios y la liberación de su ley en el intento de afirmar la voluntad / poder sin criterios y, al máximo, admitiendo aquellos criterios y solo aquellos que de ella derivan, y que –al depender de ellos– no son criterios»[22].

Podría pensarse que es excesiva la recurrencia del autor a la ausencia de criterios para delimitar la «negatividad» de la libertad liberal. Sin embargo, a nuestro juicio, es un aspecto que hay que destacar sobremanera. Por una parte, permite comprender mejor la rotura antropológica implicada en la libertad del liberalismo: para ser coherente consigo misma ésta requiere afirmar la prescindencia frente al logos, a la naturaleza inteligible de los seres. Más aún, exige reclamar la independencia ante la función connatural que le cabe al entendimiento en la determinación de los actos humanos. De ahí puede atisbarse hasta dónde llega la disolución antropológica concebida por el liberalismo.

Por otra parte, la rotura entre voluntad libre y entendimiento, sostenida como una cuestión de principios, conduce a una especie de «vacío» estructural. Es decir, el alma humana, en la medida en que se ajuste a las enseñanzas del liberalismo y se auto-determine con pretensión de independencia frente a la verdad, queda ciega ante la luz. Ciega por negación de la estructura de las propias potencias racionales llamadas a entrar en junción para la determinación de la verdad práctica. Alma liberal, alma sin luz, alma sin alma, pronta a ser arrastrada al infierno del nihilismo.

En esto residiría la autonomía liberal. En la negación de la luz y todas sus sinonimias de nivel metafísico: el ser, la verdad, el bien, y en el ámbito sobrenatural, el rechazo de la gracia preventiva y medicinal. Algo, en suma, diabólico, que es participado por el hombre y las sociedades en la distinta medida en que se abren a este pecado.

6. Las consecuencias jurídicas del subjetivismo liberal

En los escritos de Danilo Castellano se subrayan al menos tres consecuencias jurídicas relevantes del liberalismo: la conversión del individuo en sujeto sui iuris, la imposición hegemónica del nihilismo como base de los ordenamientos jurídicos y la promoción del personalismo vitalista como medida y modelo ejemplar para el desarrollo de los derechos humanos.

En cuanto a lo primero, el ser sui iuris significa transmutar la subjetividad jurídica en negación de toda dependencia natural y en proclamación del hombre como puro sujeto de derechos en la línea de la soberanía auto-referencial. De ahí el ocaso de la naturaleza social del derecho y la objetividad de «lo justo» como padrón en la determinación de lo que corresponde a cada cual. Los deberes en su sentido fuerte han desaparecido del discurso de los derechos fundamentales y sólo comparecen los derechos como elementos dinámicos del «desarrollo de la personalidad», esto es, de la capacidad (poder) de autoafirmarse a sí mismo tras el ariete de un «proyecto cualquiera».

Ser sui iuris significa aquí ser dueño no solo de los propios actos sino también de sí mismo, al extremo de que cada cual hace nacer de su propia autonomía sus propios derechos o espacios de libertad, con el consabido límite del «orden público», que no es más que el trasunto de los condicionamientos de la coexistencia, por el momento inevitables para el liberalismo. Estamos frente a la tentación de la inocencia de la que habla Pascal Bruckner, esa libertad tan ilusa que cree poder actuar sin deberes ni responsabilidades no consentidas[23].

Los efectos de este nuevo sujeto jurídico hoy se dejan ver por doquier. Al respecto, escribe Castellano: «Sólo el individuo tiene derechos sobre sí mismo. Nadie puede interferir en el goce y en la disposición de su vida y de su libertad. Lo que a su vez significa que cada uno es soberano de sí. Puede, por ejemplo, disponer libremente de su cuerpo, mutilarse por finalidades no terapéuticas (ligadura de trompas, esterilización); disponer de sí por pura conveniencia (cambio de sexo, contratos sobre el propio cuerpo con fines de lucro, etc.); el derecho al suicidio (impedirlo sería delito de violencia privada), consumir libremente sustancias estupefacientes si entiende que le hacen feliz (momentáneamente)»[24].

Ya que todo está entregado a la subjetividad individual, el viejo y denostado positivismo se convierte travestido en la premisa de la convivencia. La razón es obvia y la destaca nuestro autor: el ordenamiento jurídico se yergue en el único y supremo criterio para juzgar lo bueno y lo malo, lo justo e injusto. La legalidad de torna fuente de la legitimidad. Gruesa paradoja para la pretendida autonomía.

La segunda consecuencia jurídica es el nihilismo como base de los ordenamientos jurídicos. Ya se habló del vacío como secuencia liberal de disolución del individuo. Acá no se hace sino recoger sus proyecciones jurídicas y sociales.

Castellano hace notar que las nuevas doctrinas liberales se encuentran «obligadas a invocar el nihilismo teorético (cuya afirmación constituye ya una contradicción) a fin de imponer ordenamientos jurídicos “neutrales” frente a la realidad y al bien y para imponer también praxis vitales inspiradas en el relativismo»[25].

Funcional al nihilismo es la doctrina procesal del derecho que tanto ha avanzado en las últimas décadas. De carácter anti-normativista y anti-institucionalista, ha sido creada para superar la ausencia de un verdadero fundamento del derecho. Nihilismo y «procedimentalismo» se hermanan así para sustituir la actividad ministerial del jurista de modo de transformarla en actividad dominadora. En función de ello es fácil redirigir el ordenamiento jurídico hacia la pura arbitrariedad voluntarista revestida de ciertas formas[26].

La tercera consecuencia jurídica que hemos de anotar es el personalismo, o, si se quiere, el vitalismo subjetivista, como base de unos derechos fundamentales que van convirtiendo a los ordenamientos jurídicos en «modulares», al sabor de las identidades diversas y dispersas de grupos y minorías. Aquí la modernidad subjetivista exaspera sus propias causas. Castellano lo explica con su acostumbrada lucidez:

«[El personalismo] es un modo de entender la persona basado en su sola voluntad […]. Reivindica la libertad como libertad negativa: la considera un derecho del individuo y por tanto reclama su respeto y su ejercicio pleno y libre; la pone como fundamento de la moral, que –por ello– debe convertirse en sola y absoluta autenticidad; pretende que el ordenamiento jurídico se haga sirviente de las voluntades individuales, de los proyectos del individuo, de cualquier proyecto de la persona […]. Lo que destaca es que la voluntad de la persona en estos y otros muchos casos se considera soberana, por tanto señora de cualquier orden que –según la modernidad– es siempre y solo producto de la voluntad individual o colectiva»[27].

Ante esta enormidad, caen incluso los «valores» objetivos utilizados por los maestros del viejo positivismo para justificar la legalidad (seguridad jurídica, juego limpio de la democracia procedimental, etc.). El liberalismo nos ha depositado en la anomia, al menos en la zona donde el ordenamiento jurídico se vuelve funcional a los derechos humanos.

A este propósito subraya nuestro autor que «el personalismo parece encerrar la esencia de toda experiencia jurídica». Y trae a colación una cita de Zagrebelsky quien reconoce que en la concepción antigua el derecho subjetivo nace de la violación de un orden justo dado, que debe ser reintegrado. Para los modernos, en cambio, el derecho sería el poder de instaurar el orden que se entiende preferible, no según una valoración prudencial, sino para realizar la libertad negativa. Los derechos humanos son por tanto la positivización de la libertad negativa[28].

7. A modo de conclusión

Si el subjetivismo es la esencia de la modernidad, y ésta es un movimiento histórico caracterizado por su odio al orden del ser, al Autor de lo creado y al Redentor, no puede haber nada más urgente que su estudio y denuncia.

Danilo Castellano se ha convertido a este propósito en una de las figuras señeras de la filosofía anti-moderna contemporánea. El ensayo de delimitación conceptual que aquí hemos abordado da cuenta de la profundidad de su empeño.

 

[1] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993.

[2] Danilo CASTELLANO, L´ordine della politica. Saggi sul fondamento e sulle forme del politico, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997.

[3] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002.

[4] Danilo CASTELLANO, De christiana republica. Carlo Francesco D´Agostino e il problema politico (italiano), Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2004.

[5] Danilo CASTELLANO, L´ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007.

[6] Danilo CASTELLANO, Quale diritto? Su fonti, forme, fondamento della giuridicità, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2015.

[7] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano, (eds.), Iglesia y Política. Cambiar de paradigma, Madrid, Itinerarios, Madrid, 2013, págs. 227-253; Danilo CASTELLANO, «Qué es el liberalismo», Verbo (Madrid), núm. 489- 490 (2010), págs. 729-740.

[8] Danilo CASTELLANO, «Il problema del modernismo sociale: appunti per una “lettura” della contemporanea esperienza politica italiana», en De christiana republica, cit., págs. 65-86; Danilo CASTELLANO, «Il diritto tra verita e nichilismo», en Quale diritto?, cit., págs.17-26.

[9] En De christiana republica, el autor reconoce matices entre los términos modernismo y modernidad, o entre modernismo social y modernidad política. Aquí los hacemos equivalentes, a los efectos de anudar la identificación del aspecto esencial del fenómeno moderno.

[10] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 227-228.

[11] Zygmunt BAUMAN, Modernidad líquida, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002, págs. 7-12.

[12] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 228.

[13] Ibid.

[14] Danilo CASTELLANO, «Il problema del modernismo sociale: appunti per una “lettura” della contemporanea esperienza politica italiana», loc. cit., pág. 67.

[15] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 228.

[16] Ibid., págs. 228-229.

[17] Ibid., págs. 229.

[18] Robert REDEKER, Egobody. La fabrique de l´homme nouveau, París, Fayard, 2010, págs. 57-73.

[19] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 229-230.

[20] Danilo CASTELLANO, De christiana republica, cit., págs. 67-71.

[21] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 239-240

[22] Danilo CASTELLANO, «Qué es el liberalismo», loc. cit., págs. 730- 731.

[23] Pascal BRUCKNER, La tentación de la inocencia, Barcelona, Anagrama, 2002, págs. 78-92.

[24] Danilo CASTELLANO, «Qué es el liberalismo», loc. cit., pág. 733

[25] Ibid., pág. 730.

[26] Danilo CASTELLANO, Quale diritto?, cit., págs. 19-26.

[27] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 241.

[28] Ibid., págs. 242-243.