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La filosofía política de Danilo Castellano o la inteligencia del bien común

La inteligencia de la política. Un primer homenaje hispánico a Danilo Castellano

 

1. Presentación

Es lugar común juzgar la política –sin hacerlo con el sistema– por la práctica, olvidando que eso que llamamos político es un ente, posee un orden óntico. Danilo Castellano corrige esta desviación al señalar que la racionalidad es la intelección en el pensamiento de ese orden óntico (y la emersión del pensamiento en tal orden), orden del ente que es su verdad y su bien; por cuanto es insostenible una racionalidad práctica diversa de la teórica, no hay una doble verdad –la de la praxis y la de la metafísica– sino una única verdad del ente que es, por cierto, su bien. La política –asunto humano– no puede prescindir de la consideración del ente «hombre» y de su bien, que es su verdad, pues si es arte, lo es en tanto «arquitectónico», es decir, arte de la edificación y del mantenimiento de la comunidad política, que es comunidad en el bien humano[1].

Dada la exigencia de considerar la realidad del ente, no se puede identificar teorética y teoría, como hace el pensamiento político moderno y contemporáneo, reduciendo el saber político a lo «operativo» y la política a la «efectividad». La verdad de la política en la modernidad se constriñe al puro poder (Rousseau), en la posmodernidad a mera convención (Rorty, Habermas)[2]. Ayuna de filosofía, la teoría moderna o posmoderna de la política no puede comprenderla. Para ello es indispensable recuperar la inteligencia de la política.

Danilo Castellano se ha propuesto, así, reconstruir el saber político –que es filosófico, esto es teorético– a partir de la recta inteligencia del ser de la política, su esencia, que es el bien común. Afirmar que la filosofía política es la inteligencia del bien común importa poner en relación los dos miembros de cada expresión. «Inteligencia» se corresponde con filosofía en tanto indagación teorética de la esencia (naturaleza) que llamamos política y, en contraste, conlleva el rechazo de la mera razón (moderna) que funda la ciencia, las teorías y las doctrinas políticas (modernas). La política dice del «bien común», que es su esencia; de donde la filosofía política es inteligencia del bien común, y la política la prudente consecución del bien común.

2. La inteligencia política

Necesidad de la filosofía política

La distinción entre actividad teorética y actividad teórica hoy se ha esfumado; el Diccionario de la Real Academia Española, por caso, los da como sinónimos en tanto opuestos a la práctica. Sin embargo, la distinción cobra sentido en el cuadro de la filosofía clásica; en ésta, teorético se refiere a la especulación, mientras que teórico sugiere un saber más próximo a lo hipotético o al cálculo, al discurrir del pensar (cogitatio)[3]. Cuando se habla, entonces, de teorético, se denota la actividad de intelecto ordenada inmediata o intuitivamente a la indagación de los primeros principios, de las esencias, de la verdad, la iluminación originaria de la verdad del ser, como enseña Cornelio Fabro[4]. La necesidad de la filosofía es primeramente especulativa, porque es necesidad del ser.

Castellano tiene presente esta distinción[5]. La suya no es una teoría de la política sino un empeño teorético por comprenderla, es decir, por aprehender su verdad; no se agota en el registro sociológico de lo que existe o en la lógica de un sistema sino que va en busca de su justificación, esto es, su fundamento; no se queda en la carcasa o corteza del fenómeno sino que ahonda en su naturaleza, que es «expresión del pensamiento del orden de las cosas reales»[6]. Es, por ende, un empeño filosófico; no teórico, pues no consiste en la elaboración racional de un sistema de pensamiento.

La filosofía política de Castellano está elaborada en compañía de los clásicos (Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Cicerón, San Agustín) y en contraposición de los modernos; no se trata, sin embargo, de un retorno al pasado[7] o de un puro recurso a la filosofía antigua, sino de la actualización de un saber perenne, válido en todo tiempo[8], de modo que confrontar con la modernidad comporta poner en su quicio la política a la luz de la verdad y orientar rectamente su inteligencia en orden a establecer una forma política digna del hombre, del bien humano.

El conocimiento de la política

comprensión (inteligencia) de la naturaleza de la política, que es su «realeza» (regalità), como ya se dirá. En este sentido, Castellano recusa la pretensión de convertir la filosofía en teoría –como sociología, examen de los hechos, o como lógica, indagación de las reglas sistémicas– o en doctrina –es decir, teorías elaboradas independientes de la praxis– o de reemplazarla por la ciencia. La ciencia política que, en la modernidad, es un método constitutivo de la realidad misma y productor de su conocimiento[9], no es inteligencia del ser porque, al fundarse en la neutralidad del saber y la independencia de la realidad, proclama la indiferencia frente a los fines objetivos del ente, convirtiéndose en una opción irracional, nihilista.

La filosofía –sostiene Castellano siguiendo al padre Fabro– es, en cambio, reflexión esencial o iluminación originaria acerca de la primera verdad, es decir, de la verdad del ser. Dado que el pensamiento no es libre para pensar a su antojo la realidad, esto es, para poner el pensamiento en lugar de la realidad o para imaginarla, todo presunto saber que no parte de la realidad se resuelve en mera «técnica teórica», en «ciencia sin experiencia», pura «lógica operativa»[10]. Por caso, el constructivismo moderno que, negando la natural sociabilidad humana, piensa la comunidad política como artefacto nacido de un contrato y con un fin convencional. Todo el empeño moderno de una ciencia ajena a la naturaleza de las cosas, a su realidad profunda, es ciertamente imposible porque no se puede pensar sin tener una referencia de la inteligibilidad del objeto[11].

Al contraponer filosofía política a ciencia política, Castellano recoge la paralela confrontación entre inteligencia de la política y geometría política o razón de Estado de Francesco Gentile[12], que es una manera de expresar el antagonismo entre un saber de la política nacido de la disposición a contemplarla en su constitución ontológica –y por lo mismo teleológica– y otro que la construye racionalmente a partir de una pura hipótesis. Este último proyecto, de raíz hobbesiana –si bien Gentile se detiene en Rousseau–, es el de la modernidad, que suplanta la filosofía política por la politología como ciencia hipotético-deductiva, el constructivismo vía contractualismo.

Castellano y Gentile ven en la ciencia política moderna el triunfo de la razón [abstracta, matematicista[13]] sobre la inteligencia (realista), triunfo que comporta suspender la consideración de la verdad de la política, que es lo mismo que decir su fundamento objetivo. La política pierde, en consecuencia, su carácter normativo –crítico y valorativo– resultando en un engranaje de medios compulsivos o coercitivos, el Estado, que se justifica a sí mismo por el sólo poder[14].

Se entiende, entonces, la necesidad actual, la urgencia, de la filosofía política que es inteligencia de lo que es conveniente, oportuno y necesario a la convivencia humana; necesidad que, a su vez, implica el conocimiento de la naturaleza humana y de su fin[15]. La filosofía halla en ésta –la naturaleza de las cosas– la justificación de la política, su porqué, en este caso porqué «el hombre no puede no vivir en sociedad»[16]. Y al justificarla revela la verdad objetivamente intrínseca a la política, verdad que representa la esencia de la política tanto como su fin y su regla; verdad de la política que es su concepto[17].

La filosofía política parte de la experiencia, es comprensión de la experiencia de la imposibilidad humana de vivir otra vida que no sea la vida en sociedad; éste es su «principio»[18]. Castellano al estudiar el aristotelismo político de Marino Gentile sostiene que esa experiencia de la inevitable vida en común manifiesta exigencias que la ciencia no puede responder, exigencias de la experiencia que «se imponen de hecho y contradictoriamente a los postulados del pensamiento político moderno»[19]; como si dijéramos que la experiencia desaira la ciencia y desnuda la imposibilidad de ésta de constituir un orden político no cautivo de los intereses particulares[20]. Concluyendo así, tras la demostración por el absurdo, que el principio substancial y formal de la experiencia social es la condicio sine qua non para la existencia de una comunidad política[21].

La filosofía política al encuentro de la teología y la ciencia moral

En tanto que inteligencia del bien político, la filosofía política se abre a la especulación del «Bien», esto es, a la teología, al mismo tiempo que a la Revelación. Quien despoja a la política de su naturaleza filosófica separa –advierte Castellano– la razón de la fe: en el plano especulativo se cae en el racionalismo y en el de la fe, en el fideísmo. Hacer filosofía sin teología es tan errado como hacer teología sin filosofía[22].

Lo que nos compete no es la teología estrictamente sino la filosofía (más estricta aun: filosofía de la política) y aunque ésta pareciera no tener nada con aquélla[23], sin embargo, no se comprendería la experiencia sin Dios, pues considerando incluso al hombre por lo que es no se puede hacer omisión del Dios personal. Por ello, si bien es cierto que la filosofía (en su fundamento, su método y sus resultados) no depende de la teología o de la Revelación, sí se encuentra con la religión revelada, esto es, con Dios. Y, si es verdadera filosofía, advirtiendo que Dios es creador, toma nota también de que es ordenador, de que el ser de los entes es por su orden o disposición[24].

El ser del ente, aunque sea finito –y es así como lo considera la filosofía–, no es un mal sino un bien, no es apariencia de ser sino ser en plenitud. Castellano cita al Aquinate: «Cada cual es según su esencia. En cuanto tiene de ser, tiene de bien; porque si el bien es lo que todos apetecen, es necesario que el ser sea bien»[25]. A resultas de ello, se establece una circularidad entre el proceder de la teología y el de la filosofía: «Si el acto creador es también y necesariamente acto ordenador, y si su efecto son los entes, las esencias actualizadas que contienen en sí necesariamente su propio fin –resalta Castellano–, está claro que lo dado (objeto de investigación filosófica) nos lleva, a su vez, al origen, al acto creador. El análisis de la experiencia conduce, entonces, al orden, y el orden, haciendo posible la experiencia, a Dios»[26].

Luego, colegimos, la filosofía está en deuda con la teología y la religión revelada en tanto éstas nos muestran el Ser del que los seres son por participación, el Sumo Bien del que participan los seres y la Verdad de que son partícipes las esencias creadas, alcanzando el fundamento y la justificación del orden –incluso del político– pues al crear Dios ordena y lo creado es bueno. La filosofía no pierde por ello su autonomía porque el esfuerzo de la razón por inteligir el ser y el orden del ser encuentra en la teología y la fe la explicación última de su «principio».

El filósofo de la política no sólo se encuentra con la teología, también con la ciencia moral. Dar preponderancia al aspecto especulativo (la inteligencia) de la política no trae consigo el desconocimiento o la negación de la dimensión práctica (el arte). Dijimos ya que para Castellano la política es arte arquitectónico[27] que, para resolver los problemas concretos, histórico-contingentes, necesariamente se eleva a un plano superior, en el que se encuentra con la ética, que tiene bases metafísicas[28].

El punto de encuentro es el bien: si la política versa sobre el bien de todo hombre en tanto que hombre, el arte político, si desconoce qué sea ese bien, se torna en otra cosa distinta. Lo que no quiere decir que la política coincida con la ética o que sea una parte de ella, simplemente es la afirmación de la eticidad de la política en tanto ordenada a la buena vida[29]. «Si la naturaleza humana actualizada es, como es, el fundamento del criterio del obrar, de todo el obrar sea privado sea político, se puede decir –apunta Castellano– que la política debe estar subordinada a la ética (aunque no se identifique con ella)»[30]. Orden ético objetivo que la política no crea[31]; orden ético objetivo que, iluminado por la Revelación, mana de la ley natural, que es interpretado sin estar a disposición de los intérpretes[32]; orden ético objetivo que tampoco se resuelve en la pura historicidad[33], esto es, en el relativismo de «una» moral (cualquiera).

La eticidad de la política es expresión del ligamen íntimo entre la teoría y la praxis, ligamen que –como Castellano escribe a propósito de don Ennio Innocenti– manifiesta el señorío del hombre (del político) sobre su propia acción al igual que sobre las situaciones y las cosas[34]. Lo que comporta que el gobernante debe ser virtuoso, debe poseer las virtudes que orientan la persona hacia el verdadero fin, pues el ser dueño de sus actos es el resultado del impulso hacia el fin que viene de una vida íntegra[35]. De otra manera, quien no se gobierna a sí, mal puede guiar a los otros a la consecución de su fin.

3. Filosofía política y modernidad

De Maquiavelo y Hobbes a Hegel y Nietzsche, pasando por Locke, Rousseau y Kant, se advierte un modo de entender la política que no es el clásico y que, por lo mismo, sale al encuentro y confronta con la filosofía de nuestro autor. No es extraño que Danilo Castellano haya entonces dedicado especial atención al problema de la modernidad[36] y no pocos escritos a subrayar el talante antimoderno de ciertos filósofos contemporáneos de la política que son de su estima[37], ya que toda su obra puede ser leída en clave antimoderna.

Estamos, desde luego, en un tema central a su filosofía política y jurídica, que amerita detenernos en él. Trataremos de exponer primeramente qué es modernidad en sentido axiológico –como gusta decir al propio Castellano– no temporal o cronológico; seguidamente buscaremos develar el núcleo invariante de la filosofía moderna; y luego señalaremos algunos desenlaces filosófico-políticos de la modernidad.

Qué es la modernidad

Hasta aquí Castellano nos ha señalado cuál es su empeño y qué camino ha tomado para asumirlo; en apretada síntesis, podría decirse de él lo que escribió a propósito de Rafael Gambra: es un defensor de la Tradición, esto es, del progreso de lo clásico y lo perenne, entendido como «la profundización del conocimiento del orden inmutable de las “cosas”, de la naturaleza y de la finalidad de los entes». La modernidad es lo contrario a la Tradición, es el racionalismo, es el apartamiento de la realidad de los entes, «es esencialmente un intento por parte del hombre de imponer su diseño a la realidad, de ordenar el mundo según su deseo»[38].

Esta manera racionalista de imponer el esquema mental a la realidad ha tenido diversas valoraciones[39], aunque Castellano llega a una personal síntesis. El hegelianismo es la expresión final –si así puede decirse– del racionalismo moderno y la clave de su lectura filosófica desde Descartes hasta la (aparente) disolución posmoderna (por ejemplo, Rorty o Vattimo). La crítica de la modernidad que proviene de la escuela católica –especialmente del padre Fabro– es enriquecida por las observaciones de del Noce. Una recapitulación singular, como se verá.

En la colaboración al libro Iglesia y política, Danilo Castellano ha expuesto –a mi modo de ver– de manera acabada qué es la modernidad[40]. Respondiendo a la pregunta si es divisible la modernidad, nuestro autor sostiene en primer lugar que modernidad es sinónimo de subjetivismo, cuyo despliegue todo lo abarca, pues el subjetivismo es: teorético (el pensamiento es el fundamento del ser), gnoseológico (la ciencia es el único método de conocimiento), ético (la moral se identifica con las costumbres o la decisión personal), político (la voluntad crea el orden político) y jurídico (la justicia es la decisión del más fuerte).

Empero, la apuesta racionalista de la modernidad en lugar de llevar al gobierno racional del individuo y de la sociedad conduce al nihilismo por la abolición del sujeto convertido «en un haz de pulsiones»; el sujeto es la «simple epifanía» de sus estímulos y pasiones, un fenómeno, no una «realidad óntica irreductible» que las gobierne. «No sería un ens, inteligente y libre, dominus de los propios actos –afirma Castellano–, sino una entidad que sufre los propios impulsos y las propias pasiones»[41].

Disuelto el sujeto, con él se disuelve el orden que porta en su naturaleza. La voluntad –camuflada bajo el nombre de conciencia– crea el bien y el mal (destrucción del orden ético); la voluntad –maquillada de autonomía y libertad– crea la sociedad política (el constructivismo convencionalista destruye el orden político); la voluntad –disfrazada de ley– crea el derecho y establece la justicia (el positivismo destructor del orden jurídico). En suma, asistiendo a su despliegue se puede alcanzar mayor hondura en su naturaleza: «La modernidad representa el intento de dominar la realidad, de plegarla a la voluntad humana. Es la esencia de la doctrina luciferina –esgrime nuestro autor– según la cual el hombre es como Dios, igual a Él, por tanto, en la condición de desafiarlo y, sobre todo, de poder expulsarlo de la experiencia humana y de la historia»[42].

La tesis de Danilo Castellano sobre la modernidad es lo suficientemente nítida para requerir aclaraciones. Sí podemos, empero, explicitar una cadena de razonamientos que parecieran implícitos o necesitados de exposición. Por lo pronto, la modernidad empieza como un proyecto racionalista y acaba en la apoteosis del voluntarismo. El hombre no se gobierna por la razón, ordenada a su fin, sino por la voluntad (entendida como poder) sometida por sus pulsiones.

Y si la voluntad dirige al hombre según la inclinación de las pasiones, el resultado es el nihilismo. Se dice que la razón establece lo bueno pero el bien cambia de individuo a individuo, de época a época, de sociedad a sociedad. Se afirma que la razón constituye el orden político, pero tal orden se gobierna y dirige por la voluntad, sea la del soberano, sea la de la mayoría, sea la del Estado o la del partido, sea la que fuere. Se sostiene que la razón es norma de justicia, cuando el derecho –rectius, la legislación– no es sino imposición del codificador, del legislador o de la comunidad internacional.

Por último, es la voluntad –en nombre de la razón– la que expulsa a Dios de toda realidad, por lo que la modernidad está necesariamente unida al ateísmo. Así, la «laicidad» de la modernidad, sea cual fuere la modalidad que adopte (beligerante a la francesa, tolerante a la americana), es un radical inmanentismo como aseguraba el padre Fabro, en tanto reivindica abiertamente el «distanciamiento de las esencias», según la fórmula de Giovanni Boniolo[43], el alejamiento de la verdad, la emancipación de Dios.

Modernidad y gnosticismo

Cuando Danilo Castellano afirma que la modernidad es la tentación luciferina de endiosar al hombre y desplazar a Dios por los hombres, devela su núcleo gnóstico invariante. En efecto, más allá de las corrientes historiográficas que reducen el fenómeno gnóstico a las religiones precristianas y de los primeros siglos de la Cristiandad, hay un componente gnóstico perceptible en el corazón de la modernidad: el error racionalista de sustituir la realidad por el proyecto individual, el rechazo del orden natural, del orden de la creación, lo que importa, finalmente, el intento humano de sustituirse a Dios[44].

Por eso la modernidad postula el ateísmo. El hombre, de la misma altura de los dioses, se considera un valor absoluto –como propone el personalismo[45]–, pues negada la trascendencia sólo resta la absoluta inmanencia que es la inversión completa del Cristianismo[46]. «La reivindicación de la libertad negativa como poder/derecho, en efecto –afirma Castellano– no es solamente una tentativa de ser como Dios (cosa en sí imposible y grave al mismo tiempo), sino de ser más que Dios»[47].

El gnosticismo político, consecuentemente –como advirtiera del Noce–, sostendrá que el orden es creación humana[48]; postulará la libertad como autodeterminación en todos los ámbitos y tomará, en nuestros días, la bandera de los derechos humanos. Luego, la impronta gnóstica está presente en todas las ideologías hodiernas, del liberalismo a la democracia pasando por el socialismo en sus diversas versiones[49].

Modernidad y política

La modernidad, por tanto, recusa la existencia de un orden increado de valores que no depende de ningún arbitrio, incluso del divino; sólo reconoce el orden que ella crea y realiza, y en todos los ámbitos: teológico, filosófico, moral y político, pues no hay realidad que no sea construcción de la propia razón[50]. Tal asunción importa afirmar que el hombre es esencialmente libertad, esto es, poder o capacidad de decidir acerca de la propia vida, del propio bien, de la propia libertad. Lo que, en el fondo, quiere decir que la libertad es el poder de disposición sobre la propia naturaleza o, mejor dicho, la inexistencia de una naturaleza humana como esencia, pues el hombre sería contingencia que se hace a sí misma, o un simple evento, un resultado[51]. La voluntad –lo hemos dicho– siendo soberana es legisladora y auto-legisladora[52].

Este ser insustancial es el autor y el protagonista de la sociedad política: como autor, la crea deliberadamente; como protagonista, la pone a su servicio, esto es, la convierte en garante de su libertad. Tal la tesis del convencionalismo[53]: la sociedad política, el Estado, es un artificio que el hombre ingenia y al que le asigna un objetivo o propósito también artificial[54]. Negación del hombre (asimilado a un ser contingente), negación del orden (reducido a la convención), la modernidad es también negación de la política, que se entiende como movimiento, como ejercicio del poder, sin que exista un fin consustancial a las exigencias de la naturaleza humana, que ya dijimos es convencional[55].

La filosofía política moderna, al menos implícitamente, niega la existencia de un orden metafísico y, por eso, de un orden político dado por el Creador[56]. ¿Cuán lejos estamos de la filosofía política, entendida al modo clásico? Dejemos la palabra a nuestro autor para cerrar el apartado: «No se trata de antítesis ideológicas –sostiene Castellano– en puntos de vista opuestos pero equivalentes, sino más bien, por una parte (Santo Tomás), de un análisis riguroso de la experiencia social, con la intención de conocer desinteresadamente la realidad; y, por otra parte (la modernidad), se trata de una “asunción”, de opción sin pruebas a favor del racionalismo político, que mete en segundo plano la realidad, con la intención totalmente irracional de superponerle el artificio»[57].

4. La política y la naturaleza humana

En este viaje de la filosofía política clásica hacia la moderna, y vuelta, se han ido perfilando dos ideas sobre la política: una anclada en la realidad de la experiencia política –su principio–; la otra sostenida en la voluntad racionalista –la convención. Y ambas en nombre del hombre: la primera tomándolo en su realidad óntica natural; la otra derivándolo de la libertad negativa, esto es, de la absoluta autodeterminación.

Preguntarnos qué es la política, cuál es su naturaleza, importa, por ello, preguntarnos primeramente qué es el hombre, cuál es su esencia[58]. Esa es la faena del presente capítulo, no obstante reducirse a dos o tres temas centrales a la filosofía política.

Naturaleza y libertad humanas

Castellano advierte que la naturaleza humana no es materia de teorías o de visiones, esto es, no se trata de imaginarse el ens humano; antes bien, como en toda actitud filosófica, se debe respetar la naturaleza de la realidad. Y, específicamente, ante lo que se lleva dicho del sujeto en el racionalismo, habrá que notar que el hombre no es un haz de pulsiones ni un conjunto de decisiones sino un orden óntico, un ente de una naturaleza dada en la que encuentra su tendencia al fin[59]. Por lo tanto, la perfección de su naturaleza no consiste en un acto de voluntad cualquiera (libertad negativa) sino en seguir el orden inscrito en su naturaleza.

El hombre es libre, pero no al modo gnóstico de la modernidad. El criterio de la libertad humana es el orden de su naturaleza; es ésta, es decir, el ente humano que es, «lo que consiente la libertad de elección –escribe Castellano– y no de simple decisión» pues, efectivamente, ser libre no consiste en tomar cualquier decisión sino en elegir sin ser coercionado conforme a la ley que está en su naturaleza, es decir, elegir ante la alternativa del bien y el mal, de lo justo y lo injusto, de acuerdo al orden de su ser. No hay libertad en ausencia del orden: el hombre no es libre o no sabe ser libre si sigue cualquier arbitrio[60].

Ser libre es tener dominio el hombre sobre sus acciones, lo que supone, de un lado, el libre albedrío –esto es, la libertad de elección– y, del otro, que las acciones no dependan de la voluntad humana –individual o del Estado– sino del bien que está inscrito en su ser. Esto es lo que hace «persona» al sujeto: el señorío, el ser señor de sus propios actos[61]. La libertad no es el poder de realizar la propia voluntad, no es una decisión voluntaria; si fuera esto, se la confundiría con la autodeterminación, con la libertad de querer que «está determinada en sí y por sí porque no es otra cosa que el autodeterminarse», según las palabras de Hegel que Castellano recuerda permanentemente[62]. La autodeterminación anula las alternativas (el bien y el mal, lo justo y lo injusto) y pone a la voluntad, es decir, al sujeto que obra, como regla de su acto: ser libre no es elegir sino decidir(se) y disponer de sí mismo. La libertad de autodeterminación es la libertad negativa, la libertad ejercida con el único criterio de la misma libertad, la libertad como «voluntad de libertad».

La filosofía político-jurídica moderna asume esta idea: el hombre es libre, su libertad es absoluta pues tiene el poder de autoafirmarse, autodefinirse. Si el hombre se define por la libertad así entendida, luego no tiene naturaleza, producto contingente de una potencia también contingente, es existencia antes que esencia, existencia que determina su esencia[63]. «La asunción de la esencia del hombre como libertad negativa equivale, pues, a concebir al hombre como simple afirmación y despliegue de un poder no regulado por la racionalidad –colige Castellano– sino bajo el aspecto del cálculo, como “narración” de sí, como “hacerse” históricamente»[64]. Sobre esta hipótesis se fundan los derechos humanos[65] y es la raíz más o menos explícita del personalismo.

Mas, como sostiene Castellano, la libertad negativa no resiste el orden, la voluntad de autodeterminación ve al orden como una negación de la libertad, tiende necesariamente a la anarquía, de modo que la sociedad es, en el fondo, un mal, una constricción –un límite– a la libre autodeterminación[66]. Lo que lleva a una aporía: no aceptando ninguna norma fuera de la propia voluntad, ¿cómo se puede fundar un orden?, ¿cómo regular el concurso de mónadas autodeterminadas?[67].

Las consecuencias de la libertad negativa, respecto del orden político-jurídico, las veremos más adelante. Resta ahora considerar la naturaleza social del hombre –impugnada también por el gnosticismo moderno[68]–, pues es la respuesta de la filosofía al principio de la experiencia del cual parte: el hombre no puede no vivir en sociedad –y sobre todo, sociedad política– porque es sociable por naturaleza. Para Aristóteles es evidente de toda evidencia[69]: el hombre vive en sociedad por razones intrínsecas a su propio ser, pues sólo es hombre si vive en una comunidad política.

La sociedad política, por ende, es necesaria a la vida humana, a la naturaleza del hombre; el ser gregario no es una tendencia de su animalidad sino una exigencia de su racionalidad[70]. De donde resulta que es natural al hombre ser «amigo» del hombre, no enemigo, como supuso Hobbes (homo homini lupus) y el gnosticismo político de la modernidad. La amistad es motor de la sociedad, dice Aristóteles[71], es causa agente aunque no sea su fin.

La política

Estamos ahora en condiciones de responder qué es la política. Fiel a la disposición metafísica que anima su obra, Danilo Castellano da una respuesta que no es fenomenoló- gica o sociológica ni deudora de una teoría o una ideología, pues no se trata de la invención de una verdad sino de expresar la verdad objetiva, intrínseca a la política, la verdad que representa su esencia (que es su fin y su norma), esto es: su concepto[72].

A la hora de desentrañar la esencia de la política, Castellano pasa revista a las diversas teorías (de la modernidad fuerte a la débil), doctrinas (desde Maquiavelo hasta Hannah Arendt) e ideologías (del liberalismo a la democracia). Los cuatro tomos que dedicó, sucesivamente, a la racionalidad, el orden, la verdad y la naturaleza de la política, demuestran su esfuerzo por renovar un concepto clásico hoy desnaturalizado. Resulta aquí imposible –por obvias razones– revistar a esas teorías, doctrinas e ideologías, por lo que iré directamente a exponer el entender de nuestro autor.

Para Castellano la sustracción de la investigación filosófica acerca de la política explica la decadencia de la política misma, decadencia que se produce en el momento en el que el poder llamado político todo lo invade[73]. En efecto, el actual ocaso de la política viene de su confusión con el poder[74], confusión que tiene su epifanía en la escuela politológica yanqui que identifica política y conflicto[75]. Hay en esta ideología un equívoco de fondo: el poder político es presentado como algo extraño a la naturaleza humana (libre), que se produce en la sociedad política como resultado de la voluntad (consenso) de los hombres. De aquí el dilema y el drama de la política moderna: el constructivismo no sabe cómo limitar un poder que es opuesto a la libertad, cómo convertir la fuerza en legalidad, cómo ordenar la anarquía.

La «desinteligencia» moderna nace de su negación del orden natural de las cosas y de su desconocimiento de la finalidad objetiva, de la esencia reguladora del hombre y de la sociedad política. Porque «es el orden natural de los entes, o si se quiere su intrínseca finalidad objetiva, el que nos proporciona el criterio para establecer cuándo el poder es mero poder (y por tanto arbitrario) y cuándo, sin embargo, es autoridad»[76]. En otras palabras, sólo la autoridad, que es poder verdadero, respeta el fin objetivo de los hombres, se ordena a él y gobierna atendiendo a él. Es lo que Santo Tomás expuso al decir que «gobernar significa conducir convenientemente lo que se gobierna al fin debido»[77]. No a cualquier fin sino al fin que se debe al ente por cuanto es el fin del ente.

La política no impone el fin, no lo inventa ni lo construye, sino que lo encuentra en la naturaleza de los hombres sujetos a su gobierno. Luego, la naturaleza o esencia de la política está en dependencia de su fin, que no es arbitrario sino conveniente –es decir, apropiado, ajustado y por lo mismo útil– a la naturaleza humana. De ahí que pueda decirse, con Franceso Gentile, que la política es «inteligencia de la justa medida», en tanto «factor de equilibrio [de las sociedades particulares en sus relaciones recíprocas y en las relaciones con la comunidad política] en vista del Bien»[78]. Por lo mismo hemos dicho, siguiendo este razonamiento, que la política es la «inteligencia del bien común»

La esencia de la política –que le viene del fin humano común– no es, por tanto, el poder crudo, la efectividad; no es la fuerza o una virtud directiva cualquiera; tampoco la coacción o la soberanía, sino la regalità, la realeza[79]. Porque la realeza no impone un fin convencionalmente sino que conoce los deberes anejos al gobernar y se determina por «las razones de su natural constitución», esto es, por la justicia pues, como señaló Aristóteles, lo justo es el bien de la ciudad[80].

El concepto de realeza lleva a entender la política como «gobierno prudente que persigue el bien común», según la síntesis de Castellano[81]. Los términos del concepto no son antojadizos: «gobernar», se ha dicho con Santo Tomás, es la conducción conveniente de los gobernados al fin debido, al fin apropiado a su naturaleza; el «bien común» es –se dirá a continuación– el fin específico de la comunidad política; y «prudente», respecto del mando político, quiere decir «la recta razón en el obrar» en atención del fin[82]. Luego, concluye Danilo Castellano, la política como gobierno prudente lo es respecto de los medios y no del fin[83], pues éste ella no lo pone sino que lo toma de la naturaleza misma.

5. El bien común

La cuestión del fin en política es esencial, antes de cualquiera otra. Ya que la realeza de la política proviene precisamente del fin, la realeza será el criterio de distinción de lo político y lo impolítico y la regla de la actuación política, esto es, el criterio de legitimidad del poder[84]. Alcanzar el concepto del fin de la política es el propósito de este capítulo.

Bien, bien humano y bien político

La política persigue el logro del bien humano que, siendo del hombre, lo es también de la ciudad[85]; es por eso un «bien común», el bien que es «actualización de la naturaleza humana», que reconoce la diversidad humana y la une; y así, siendo común, es «afirmación de pluralidad»[86]. Por eso Rosmini –recordado por Castellano– sostenía que el bien común es el verdadero bien humano (la virtud) que, siendo propio de cada hombre, es común a todos los hombres[87]. Ningún fin convencional es compatible con la naturaleza humana, porque ésta no lo consiente en tanto no puede satisfacer las exigencias de esa naturaleza, de donde se sigue que el fin de la política no puede ser nunca un bien ajeno a la naturaleza humana.

En consecuencia, la comunidad política no puede ser indiferente ante el fin humano, pues ella existe para hacer posible al hombre una vida conforme a su naturaleza –no otra cosa significa la politicidad de naturaleza humana. El gobernar implica el conocimiento del bien del hombre que, en cuanto bien de cada uno, es bien común a todos[88]. Por eso lo clásicos afirmaban que el fin de la comunidad política es la vida virtuosa, buena o plena[89], porque ésta es impuesta al hombre por el hecho de serlo: debe vivir bien, vivir como hombre. Castellano lo traduce con estas palabras: la política ayuda al hombre a vivir racionalmente, lo que significa que debe «considerar la esencia del hombre, y ayudarle a convertirse en lo que es por naturaleza»[90].

No hay riesgo en la reiteración si se dice –como nuestro autor lo hace cada vez que aborda la cuestión– que ese bien, esto es, la vida buena, no depende de las convicciones personales ni de la propaganda colectiva, no es un proyecto individual ni una persuasión pública, porque el buen vivir está radicalmente ligado al «orden de la naturaleza humana actualizada». Por lo mismo, vida buena es la vida conforme a la humanidad que es en cada ser humano y en todo ser humano. La vida buena, la vida según la virtud, reafirma Castellano, es «el fin por el cual el hombre necesariamente vive en comunidad, y en virtud del cual se debe decir que la comunidad política es natural»[91].

Del propio concepto de bien común como bien humano, de todo hombre en tanto hombre, brotan dos corolarios. En primer lugar, respecto de los bienes particulares de las personas y las sociedades inferiores a la política, el bien común funge de coordinador y criterio ordenador[92]; es, diríamos, la regla de la subsidiariedad. Castellano lo ha recordado al proponer el concepto de política como justa medida que toma de Gentile[93]; y también cuando trae a colación la tesis de Marcel De Corte según la cual el bien común es principio de unidad, unión que implica la desigualdad y el carácter orgánico de la sociedad, compuesta de una multitud en la que hay capacidades, vocaciones y papeles diversos[94].

En segundo lugar, en la medida que la comunidad polí- tica está ordenada al bien común, está por lo mismo subordinada al bien, que no depende de ella, pues no le compete a la política establecer cuál es el fin de la vida humana, en qué consiste la perfección del ser humano[95]. Lo que implica reconocer que el bien común no se reduce al «bienestar terreno de la comunidad», aunque sea el bienestar moral, pues la vida virtuosa no es un fin sí misma, o sea, no es el fin del hombre, sino que es «en función del fin último [del hombre] que es la fruición de Dios»[96]. Tesis que está en un todo de acuerdo con la enseñanza tomasiana que entiende el fin natural ordenado y en función del fin sobrenatural, la vida buena temporal ordenada y en función de la vida bienaventurada, que no depende de la comunidad política sino de la Iglesia[97].

La desintegración del bien común

Sin embargo, con la modernidad se ha ido desnaturalizando el concepto de bien común a la par del de la política. La desnaturalización viene ya de identificar el bien de la comunidad política con el bien de un tercero –el Estado[98]–, ya de hacerlo con el bien privado del individuo –sus derechos. Castellano ha tratado de estas desviaciones que destruyen el concepto de bien común en más de una ocasión, y últimamente lo ha hecho en su ponencia madrileña de 2012 durante las IV Jornadas Hispánicas de Derecho Natural sobre el bien común[99].

El origen de la desintegración está en el gnosticismo moderno: al negar la politicidad natural del hombre y la naturalidad de la sociedad política, el constructivismo asigna a ésta un fin convencional establecido en su contrato constitutivo que es distinto –no sólo diverso– del fin del hombre. A mi entender, en este momento se producen las dos desviaciones que apuntara Castellano: de un lado, la sustitución del bien común por el «bien/interés público», entendido como bien privado de la persona civitatis (variante hobbesiana); del otro, la confusión del bien común con el bien privado de los individuos contratantes, esto es su libertad negativa traducida en los derechos del hombre o la dignidad de la persona (variante lockeana).

En el primer caso, el del bien común como el bien público, estamos ante el bien de un tercero, el Estado, que se distingue de los individuos; y por lo mismo, de acuerdo con la ideología de la razón de Estado, ese bien se identifica con el bien de éste, es decir, con su subsistencia. El resultado es el nihilismo positivista, «que pretende transformar en bien todo acto de voluntad positiva [estatal] y, sobre todo –escribe Castellano–, individuar el bien en la única realidad que tiene el poder de hacer efectiva la propia voluntad [el Estado]»[100]. Es la línea Hobbes-Rousseau-Hegel.

En el segundo caso, el bien común se diluye en el bien de los individuos en contraposición del Estado, en su libertad negativa como autodeterminación, pues el bien y el mal pertenecen a la esfera privada individual por lo que el Estado no tiene ni debe tener opinión acerca de la vida buena; es neutral y como tal ha de acoger en su constitución evolutiva (proceso) el pluralismo de opciones individuales (heterogénesis de los fines). De donde se sigue que «la realización de la voluntad, la obtención de los intereses, el agotamiento de las pasiones y de los deseos tanto de los individuos como de los grupos, y no –por tanto– la vida según la razón, representan el objetivo que conseguir»[101]. Es la línea Locke-Madison-Maritain.

Ambas modalidades comportan la desnaturalización del bien común –igual que aquella que lo define como un conjunto de condiciones[102]–, sea por su identificación con la voluntad del Estado sea por su asimilación a las voluntades individuales. Ambas son construcciones antinaturales, artificiales y relativistas, que trasladan el juicio de la moralidad política ora a la efectividad ora al consenso.

Necesaria recuperación del bien común

Se impone pues la recuperación del bien común que, como se ha dicho, es el bien mismo del hombre y el bien propio de la comunidad política. Es cierto que para que la recuperación se lleve a cabo se requiere una indagación filosófica del ser humano y de la naturaleza de la ciudad. Como lo primero se ha hecho y lo segundo se hará en el capítulo entrante, podemos insistir en que no hay vida humana verdadera sin el bien que corresponde a su ser y, consiguientemente, que no hay comunidad política digna y justa si no se establece en conformidad con el ser del hombre que es su bien.

Viene a cuento aquí lo que Aristóteles apunta respecto del bien de la ciudad: siendo la política arte arquitectónico su fin incluye el bien del hombre, y «aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo y para ciudades»[103].

Cuando Danilo Castellano se detiene en este pasaje, resalta que el bien común es calificado por Aristóteles como el más bello y el más divino. «Belleza» o hermosura, afirma nuestro autor, tiene aquí una significación teorética, pues se trata del «esplendor de una forma que revela la esencia perfecta de una cosa que es»; esto es, forma acabada, perfecta, del bien humano naturaliter. «Divinidad» en tanto ese bien proviene de los dioses pues solamente a ellos pertenece; o sea, don de Dios que perfecciona la naturaleza elevándola a lo sobrenatural; o bien porque el gobernante imita a Dios en el gobierno de la comunidad[104]. El bien común –concluye nuestro autor– «debe, así, ser comprendido, respetado y, en el caso político, secundado»[105].

6. La comunidad política

La naturalidad de la comunidad política

Si el hombre es por naturaleza sociable y político, la comunidad política es natural y no un artificio inventado por los hombres; luego la hipótesis de un estado de naturaleza apolítico, que abre la alternativa a la construcción del artefacto llamado Estado, es falsa por irreal, esto es, por no partir de la realidad óntica del ente que es el hombre[106]. En todo caso, lo mejor que obtendríamos de esta falsedad moderna es una «alianza», no una comunidad política, según Aristóteles lo advirtió[107], es decir, un tipo de asociación contingente al servicio de cualquier fin elegido.

Rafael Gambra había ya sostenido –y con él la larga escuela tradicionalista– que la modernidad no producía una verdadera comunidad sino una sociedad asentada sobre los derechos individuales («sociedad de derechos») desligados de los deberes morales; y Danilo Castellano, retomando el aserto, subraya que estas sociedades individualistas modernas son, virtualmente, «disociedades» –según la expresión de Marcel De Corte–, sociedades en camino a la disolución[108].

Luego, toda forma política que rehúsa constituirse sobre el principio filosófico de la naturalidad de la convivencia política o de la politicidad de la naturaleza humana[109], es una deformación antipolítica de la verdadera comunidad humana.

El propio Gambra, siguiendo las observaciones de Aristóteles, sostuvo la verdad: partiendo de la unidad substancial del ser humano y de su natural sociabilidad, se debe decir que la sociedad es fruto de la humana naturaleza, por lo que toda sociedad lleva «el sello del espíritu y, con él, de la moralidad», porque la naturaleza humana se caracteriza por el obrar libre y finalista[110]. Lo que comporta una refutación del voluntarismo contractualista al tiempo que una fundamentación realista de la sociedad política.

Ahora bien, decir que la comunidad política brota del ser del hombre no quiere decir –como ha argumentado el protestantismo– que sea hija del pecado y un remedio contra éste, pues aún antes de la caída el hombre vivía en sociedad y bajo autoridad[111], de donde se colige que la sociedad es un bien del hombre y que la autoridad es necesaria a su naturaleza[112]. En efecto, si la sociedad nace de las tendencias naturales del ser humano mismo no puede ser producto de su voluntad sino de una necesidad natural suya; y siendo necesaria por naturaleza –pues ésta no falla en lo necesario– se sigue que es un bien.

Por tanto, cuando en la filosofía clásica se dice que la conservación de la comunidad política es una ley superior y un fin inexcusable, no se está anticipando ni repitiendo el dogma de la razón de Estado; quiere decir que si la comunidad política es natural y no opcional, mientras haya hombres habrá comunidad política en tanto cuanto es indispensable para que ellos alcancen su fin. «La res publica debe ser conservada –afirma Castellano–, más bien, considerándola como realidad naturalmente jurídica, y, en cuanto tal, útil al hombre»[113].

La naturalidad de la comunidad política la pone en el mismo rango que otras sociedades también naturales como la familia o la sociedad civil, que pueden distinguirse mas no separarse, porque «las tres sociedades son contemporáneas, necesariamente contemporáneas, comprendiendo la una a la otra», escribe nuestro autor[114]. La observación es acertadísima pues en tanto exposición de la verdad, confuta ciertos errores –a los que no es ajena cierta corriente del tradicionalismo– como el afirmar que el bien humano puede alcanzarse sin el bien político (en la familia, por ejemplo) o creer que, en defecto de la comunidad política, ese bien puede ser logrado por las sociedades menores.

Para Castellano –fiel a la reflexión filosófica de Aristóteles y del Aquinate[115]–, todas las formas naturales de la sociabilidad derivan –se «fundan»– en la misma naturaleza humana, de modo que no puede decirse que la comunidad política provenga –derive– ya de la familia ya de la sociedad civil, pues siendo «otra» no se identifica con ellas, si bien es, al mismo tiempo, la condicio sine qua non de las dos anteriores. Y la prueba está en que si la comunidad política se desintegra, la familia y la sociedad no resisten, no perduran[116]. De donde se sigue que «la familia, las sociedades civil y política son realidades diversas, autónomas, distintas pero relacionadas: simul stabunt simul cadent. Pero, sobre todo, son realidades positivas, es decir, indispensables para que el hombre pueda conseguir su fin»[117].

Comunidad política y Estado moderno

La comunidad política en sentido clásico no es el Estado moderno pues, más allá de la discusión en sede historiográfica, hay una más acá filosófico: el Estado moderno y la comunidad política difieren en sus fundamentos[118]. De la paz de Westfalia (1648) nace una nueva geografía política al impulso de la geometría política, esto es, del gnosticismo moderno nacido del racionalismo protestante, patrono de la soberanía. Entre aquella paz y la nueva ciencia política hay un paralelo que no escapa al buen observador: «Como el contractualismo pretende constituir una sociedad basándose en el rechazo total o parcial de la soberanía individual, para garantizar por encima de todo la convivencia de los seres humanos –escribe Castellano–, así la paz de Westfalia intenta, con una operación en verdad imposible, transformar la “coexistencia” de entidades territoriales soberanas en “comunidades” internacionales»[119]. Pues, en efecto, con Westfalia se reconoce que el poder soberano no está condicionado ni limitado, al tiempo que también se consagra la soberanía en el principio del orden político, al extremo que quien la ejerce tiene el poder para determinar la religión: cuius regio eius religio.

El problema del Estado –así planteado– remite a la distinción aristotélica entre comunidad y alianza: el Estado moderno sólo puede asegurar la coexistencia como «armisticio»[120], nunca la comunidad en el bien; pues, en sus raíces, el Estado soberano es engendro del racionalismo de cuño gnóstico que desconoce la naturaleza humana y erige la libertad negativa –individual y colectiva– en principio constitutivo de las relaciones políticas vía convencionalismo.

El convencionalismo en política es la modalidad del voluntarismo que afirma la existencia contractual del Estado: éste nace de la voluntad de los individuos manifestada en un contrato o pacto constitutivo del Estado[121]. Se trata de la imposición de un diseño racional organizador que desconoce la realidad, pues el Estado no viene incoado por el orden natural sino que es producto del cálculo humano, empujado por una situación de hecho acaecida en una hipotética condición prepolítica (el estado de naturaleza) de la que se sale por una decisión voluntaria colectiva (el pacto o contrato). Luego, el contractualismo consiste en la pretensión de «crear la sociedad “política”, asignando a la existencia (proyecto humano) el primado sobre la esencia (su naturaleza), e incluso otorgando a la primera una función constitutiva respecto de la segunda»[122].

El pasaje citado tiene gran hondura filosófica: se trata, primero, de establecer el pseudo principio del Estado moderno: la negación de la verdad metafísica expresada en el axioma clásico según el cual el obrar sigue al ser (el existir y el hacer son consecuencia de la esencia o naturaleza)[123]; y, tras la negación, viene, en segundo lugar, la afirmación de lo contrario: el ser es consecuencia del obrar, el libre obrar crea el ser, la esencia es causada por la existencia. Con una agravante, pues con esto se niega además el orden y, en su lugar, se emplaza una forma de (des)organización política en constante hacerse, en permanente rehacerse.

El voluntarismo es, entonces, una forma de nihilismo que, negando en el plano ontológico la verdad, en el político la reemplaza por el poder soberano estatal. Si bien Castellano cita a Locke como el típico modelo voluntarista que remata en la creación del Estado, resolviendo el problema político en el constitucional –es decir, resolviendo lo práctico-ético en lo técnico-artístico[124]–, podrían traerse a colación también otros ejemplos, desde Hobbes hasta Rawls. Y en todos y cada uno de ellos se repetiría la misma aporía: el Estado se vuelve totalitario –pues es condición y agente de la justicia, de la moral, del derecho– mientras que intestinamente vive en la anarquía, en tanto el principio regulador de la vida social no es la justicia sino la libertad negativa[125]. Esto es, en sus mismas entrañas el Estado lleva la guerra civil institucionalizada[126], la reproducción social del estado de naturaleza.

La piedra de toque de la organización estatal es la soberanía, que Castellano entiende opuesta a la realeza: lo que la modernidad contrapone al gobierno regio es el poder soberano del Estado. La soberanía –lo señaló el inventor del término, Bodino– es un poder absoluto e ilimitado, características que no se pierden porque ese poder venga regulado en el aspecto procedimental, pues lo esencial es el concepto de libertad negativa –traspasado ahora del individuo al Estado– como decisión no ordenada a un fin que no sea la autodeterminación misma, la autonomía de la voluntad, la conservación del Estado como suprema ley.

Bien señala el profesor italiano que la soberanía no cambia de naturaleza porque varíe su titular: el rey absoluto de las monarquías nacidas bajo el amparo de las ideas protestantes o el pueblo gobernante de las democracias hodiernas; y que esa naturaleza de la soberanía tampoco se morigera por el constitucionalismo que, al pretender ponerla entre límites, la acepta como su presupuesto y fundamento[127]. Desde este ángulo, se ve nuevamente de qué manera el convencionalismo convierte el problema político de práctico (filosófico) en técnico, ya que el Estado como artificio recurre al constitucionalismo para darse un conjunto de reglas racionales y universales de construcción, organización y regulación del mismo Estado, reglas que, presentadas como limitaciones al poder soberano, no son más que pautas procedimentales de su ejercicio[128].

Así, el proyecto naturalista moderno, habiendo negado la verdadera política, pretende reorganizar el mundo con la soberanía[129]. Enfocado el problema desde la perspectiva filosófica que corresponde, resulta indiferente que el Estado sea el instrumento de una política nacional, burguesa o popular, que sea el vehículo del capitalismo, del socialismo o de los nacionalismos. Porque en todos estos supuestos lo que realmente importa es la correlación entre el Estado y el fin del hombre, entre la soberanía y el bien común. Puestos en este plano, tiene razón Castellano cuando sostiene que la soberanía es por naturaleza incapaz de remediar el desorden social, interno e internacional, porque es «la asunción de un principio irracional, o sea desordenado»[130].

¿Es posible un Estado cristiano?

Más allá de la expresión, de la fórmula lingüística o terminológica[131], a la luz de las bases (anti)metafísicas, ideológicas, del Estado moderno, cabe preguntarse por la posibilidad de un Estado cristiano que no sea protestante, esto es, un Estado católico. Castellano lo cree posible: el Estado puede no ser vehículo de la soberanía sino de la regalità atendiendo a su naturaleza de instrumento, pero instrumento de un fin que es el suyo propio e insustituible, el bien común que lo define esencialmente[132]. Empero, dicho lo principal, hay ciertas derivaciones que deben subrayarse.

Para comenzar, si el Estado como instrumento es relativo (no absoluto), la relatividad no se dice de su fin: su función ancillar, afirma Castellano, no quiere decir que se caracterice por la eficacia y que el bien común le sea indiferente. En este sentido, recobra vigor la amonestación agustiniana, pues sustraída la justicia nada diferenciaría al Estado de una banda de ladrones[133], esto es: la república es régimen justo porque incorpora en su concepto y finalidad el servir a Dios[134]. Luego, no es posible el agnosticismo ni la laicidad de Estado[135], no se puede instituir la ética en base a la legalidad estatal con olvido de la ley de Dios y el orden natural.

En consecuencia, debe advertirse que no siendo el Estado la encarnación de la divina voluntad ni la realización del espíritu ético, no es absoluto respecto del orden moral; al contrario, tiene en su naturaleza impresa la eticidad como cualquier ser humano. Por lo tanto el límite al Estado no está fuera de él –no lo son los mecanismos de contrapeso ni las tablas declarativas– sino que constitutivamente, por naturaleza, está constreñido al orden moral[136].

Luego, el derecho estatal no es autónomo, porque el Estado no inventa la justicia sino que la aplica determinándola según los casos[137]. Por ello está subordinado a la ley y al derecho naturales, y no puede decirse absoluto tampoco en este orden[138].

Agréguese finalmente que el Estado así concebido no es absoluto respecto de las otras sociedades naturales, pues los hombres para conseguir el bien común –el bien del hombre y de todo hombre en tanto que hombre- no necesita únicamente vivir bien, sino además vivir y hacerlo socialmente, en sociedad[139]. De donde se sigue la no absorción de las sociedades menores.

Seguramente no se han agotado las precauciones conceptuales para delimitar la validez de la expresión «Estado católico», pero con las indicadas –que son aquellas en las que más ha insistido Danilo Castellano– está trazado un mapa correcto de la concepción católica del Estado[140].

A modo de síntesis, cuando el profesor de Udine consideró la filosofía política de Marcel De Corte, se preguntó por el significado de la expresión Estado cristiano, y respondió que significa, sobre todo, «respetar a Dios en la obra legislativa; quiere decir, reconocer lo creado, su finalidad y su ley; [...] significa retorno a un ordenamiento social conforme a la naturaleza y abandono de aquello que es meramente racional»; retorno –continúa Castellano interpretando a De Corte– que no importa una vuelta al pasado glorioso pagano y cristiano, «sino aceptar y practicar aquellas virtudes que han inspirado e informado el obrar de los antiguos padres»[141].

Retorno al orden natural de las cosas.

El orden natural de la política

Castellano es un filósofo del orden, un filósofo político del orden de la política. El problema del orden –que es el de la verdad del ente, esto es de su naturaleza y por lo mismo de su racionalidad[142]– es una de sus preocupaciones primarias y constantes, no por conservador sino por filósofo. Y como tal no podía quedarse satisfecho con las disquisiciones de teóricos y científicos de la política que llaman orden a la funcionalidad sistémica, que lo definen por el consenso o por la efectividad, que lo predican de la organización estatal, etc.[143].

Nada de esto satisface a Castellano no sólo por la precariedad de los órdenes así predicados, sino por su falsedad, su carencia de verdad. No son órdenes sino organizaciones, pues, de uno u otro modo, todas esas explicaciones son hijas del nominalismo y acaban en el voluntarismo subjetivista: el orden resulta de un proyecto del sujeto que lo crea, sin más sustento que su voluntad inventora[144]. La inquietud por el orden verdadero debe orientarse al ser que es un orden, al orden óntico del ser existente; orden que la inteligencia no inventa ni pone sino que aprehende del ser y en el ser mismo; orden –según la expresión de Santo Tomás– que la razón no hace sino considera, el orden natural, el orden de la naturaleza humana misma[145].

El orden existe en virtud del fin (principio del orden); en otras palabras: el orden natural de la política lo es en razón del fin que la ordena y al que está ordenada: el bien común. La política práctica, lo mismo que la comunidad política concreta, están ordenadas a tal fin y a la vez ordenan en función del fin. Por eso la política no puede ser nunca asimilable al poder, porque la política (gobierno prudente que persigue el bien común) está primero que el poder y es el criterio de su legitimidad y la norma de su ejercicio[146].

7. Conclusión

«La política privada de la verdad es una acción ciega», escribió Castellano, «y la acción ciega es inhumana»[147]. Renunciando a la verdad, la política sólo puede tener un fundamento convencional que, en su despliegue histórico, demuestra la irracionalidad del racionalismo moderno, de la ciencia política heredada de Maquiavelo, que es negación radical de la política[148].

Cómo acabar con la voluntaria ceguera y ver a la luz de la realidad; cómo restablecer la verdad de la política, su realeza; cómo recuperar el sentido de la realidad, esto es, del ser de las cosas; esto es lo que nos ofrece y propone Danilo Castellano con su filosofía de la política.

Sabe bien que a los oídos hodiernos sus palabras suenan extrañas, que su tesis es «actualmente no común», que propone un modo de saber «teoréticamente inactual»[149].

Sin embargo, si alguna garantía tenemos de vida buena, del mejoramiento del hombre y de la sociedad, no está en la dialéctica de la modernidad, sino en la verdad y en la permanencia de las virtudes que participan de la infinitud de la Verdad, pues Ella es el auténtico fermento de la historia. Entonces, «no se diga –señala Castellano– que hablar de esencia, de valores absolutos y permanentes, significa bloquear la historia e inmovilizar el mundo o, peor, contrabandear filosofía por ideología y así cambiar lo necesario por aquello que es contingente, lo eterno por lo que es histórico»[150]. No. La Verdad no pasa, no está sujeta a las modas; la Verdad existe, permanece y puede ser conocida.

Fundar el orden político en la Verdad necesita de tomar la política como inteligencia del bien común. Esta es la enseñanza que nos lega Danilo Castellano y a la que envío como umbral para curar tanta (des)inteligencia presente, para sanear la (des)inteligencia católica de la enfermedad del liberalismo y del personalismo, para encausar a todos los que, ávidos de verdad, buscan una salida a las falsedades modernas.

 

[1] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1997, págs. 7, nota 20, y 172. Cfr. ARISTÓTELES, Et. Nic., I, 1094a; y SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Ethicorum, lect. II, núm. 26-30.

[2] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 162-163.

[3] ) La distinción se funda en otra anterior, entre intelecto (o entendimiento, cuyo acto es la inteligencia) y razón (véase SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, 79, 8; I, 83, 4 resp.) El entendimiento es la facultad de aprehensión del ser, de lo real, ligada a la comprensión y la contemplación; la razón es, en cambio, la facultad discursiva que, por no captar (entender) inmediatamente su objeto, necesita perseguirlo discurriendo (arguyendo, argumentando). Por eso dice el Aquinate, S. th., II-II, 49, 5 ad 2, que certitudo rationis est ex intellectu: sed necesitas rationis est ex defectu intellectus. Aunque la razón no es esencialmente distinta del entendimiento, es menos perfecta que éste, pues, «el entendimiento recibe tal nombre de la penetración íntima de la verdad, mientras que la razón implica inquisición y discurso» (Ibid., ad 3).

[4] Danilo CASTELLANO, «Filosofia e libertà», en Federico Costantini (ed.), Cornelio Fabro e il problema della libertà. Questioni teoretiche, problemi etici, consegüenze politiche, Udine, Forum, 2007, pág. 130; «Il problema del soggeto e Cornelio Fabro», en Gabriele De Anna (ed.), Verità e libertà. Saggi sul pensiero di Cornelio Fabro, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012, pág. 98.

[5] Cfr. la colaboración, para este mismo volumen, de Joaquín ALMOGUERA, «Los presupuestos teoréticos del pensamiento de Danilo Castellano», y Giovanni TURCO, La politica come agatofilia, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012, págs. 47-49.

[6] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, págs. 12 nota y 14.

[7] Danilo CASTELLANO, L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, Florencia, Pucci Cipriani, 1975, pág. 175.

[8] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007, págs. 68-69.

[9] Danilo CASTELLANO, «La non-politique de la modernité», en Bernard Dumont, Gilles Dumont y Christophe Réveillard (eds.), La guerre civile perpétuelle. Aux origines modernes de la dissociété, Perpiñán, Artège, 2012, pág. 43.

[10] Véase la «Introducción» a Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 11-18.

[11] Ibid., pág. 93 nota. Por tanto, la misma descripción sociológica para ser auténtica necesita acoger la esencia de las cosas.

[12] Cfr. Francesco GENTILE, Intelligenza politica e ragion di Stato, Milán, Giuffrè, 1983; y Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, págs. 67-82.

[13] Es decir, razón cartesiana, que navega entre la técnica (en sentido clásico) y la utopía. Véase la «Introduzione» a Danilo CASTELLANO, L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, cit., págs. 11-19.

[14] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., págs. 72-73; La verità della politica, cit., pág. 38.

[15] Francesco GENTILE, Intelligenza politica e ragion di Stato, cit., pág. 38; y Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 81.

[16] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., pág. 8. Nuestro autor insiste en este argumento en varias oportunidades. Por ejemplo, ibid., pág. 166: la filosofía de la política es filosofía de la experiencia social (el hecho ineluctable de la convivencia), es decir, justifica «el qué con el porqué y no con un porqué cualquiera sino con un porqué fundado en el orden natural»

[17] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 9. El concepto es siempre incontrovertible, pues no siendo una interpretación, es la acogida de lo que es en sí y por sí (es decir, la naturaleza del ente que es su verdad y su bien). El concepto es metafísico, está liberado de toda contingencia histórica, anclado en el reino de lo universal y lo perenne. Nuestro autor repite esta conclusión en numerosas ocasiones, por caso, en Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, Marcial Pons, 2010, pág. 60; y L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, cit., pág. 89.

[18] Francesco GENTILE, Intelligenza politica e ragion di Stato, cit., pág. 39. Cfr. Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 68; L’ordine della politica, cit., págs. 8 y 166; La verità della politica, cit., págs. 11 y 37. En este contexto, decir «principio» importa indicar y resaltar el punto de partida cierto (evidente) del trabajo inquisitivo de la razón y el criterio de juicio (normativo, crítico) al cabo de la investigación racional

[19] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 153.

[20] De donde –anticipamos– derivan dos juicios, en apariencia contradictorios, pero en todo verídicos, que Castellano imputa a la política moderna: en lo exterior tiene la forma del Estado totalitario y en lo interior plasma la anarquía del estado de naturaleza. Cfr. ibid., pág. 179.

[21] Ibid., pág. 156.

[22] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 207. Véase también Danilo CASTELLANO, La politica tra Scilla e Cariddi. Augusto del Noce filosofo della politica attraverso la storia. Un dialogo mai interrotto, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2010, págs. 20-21.

[23] Pues, como sostiene nuestro autor –siguiendo a SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. c. gen. II, 4–, la teología parte de Dios y considera a los seres en lo que tienen de imagen de Dios, en tanto la filosofía parte de los fenómenos, de la experiencia, y considera a las creaturas en lo que lo que tienen de ser. Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 22.

[24] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. c. gen. III, 1.

[25] Ibid., III, 7.

[26] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 22; y La libertà soggettiva. Cornelio Fabro oltre moderno e antimoderno, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1984, pág. 134.

[27] Dice SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Pol., proemio, corolario cuarto: «Si la ciencia principal se refiere a lo más noble y perfecto, es necesario que entre todas las ciencias la política sea la principal y arquitectónica de todas las otras, pues considera el bien último y perfecto en los asuntos humanos».

[28] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 24.

[29] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 22.

[30] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 147.

[31] Ni menos el Estado. Cfr. Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 24; y Orden ético y derecho, cit., págs. 17-19.

[32] Danilo CASTELLANO, «El derecho natural, fundamento ético de la política», en Miguel Ayuso (ed.), El derecho natural hispánico: pasado y presente. Actas de las II Jornadas Hispánicas de Derecho Natural (Córdoba, 14-19 de septiembre de 1998), Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural Cajasur, 2001, págs. 153-165; y «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», en Miguel Ayuso (ed.), Comunidad humana y tradición política. Liber amicorum de Rafael Gambra, Madrid, Actas, 1998, pág. 65.

[33] Nuestro autor ha dedicado un brillante comentario crítico a la «Relación» del cardenal Walter Kasper en el Consistorio extraordinario sobre la familia del 20 de febrero de 2014, en el que refuta su historicismo teológico del que deriva su relativismo dogmático y moral. Cfr. Danilo CASTELLANO, «Una resa incondizionata al mondo», Instaurare omnia in Christo (Udine), año XLIII, núm. 1 (2014), págs. 1-4 y 16.

[34] Danilo CASTELLANO, «Tra storia e politica. Il giudizio sulla modernità», en Don Ennio Innocenti. La figura – l’opera – la milizia. Atti del convegno di studi «La croce e la spada», Roma, Bibliotheca Edizioni Roma, 2004, pág. 151.

[35] Cfr. ARISTÓTELES, Et. Nic., III, 5, 1113b.

[36] En particular, véase Danilo CASTELLANO, «Identità e ordine politico», en La verità della politica, cit., págs. 69-79; «Augusto del Noce e la “modernità” come problema», en La politica tra Scilla e Cariddi, cit., cap. V, págs. 87-96; «La non-politique de la modernité», cit., págs. 37-49; «Tra storia e politica. Il giudizio sulla modernità», cit., págs. 151-160; y «¿Es divisible la modernidad?», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano (eds.), Iglesia y política. Cambiar de paradigma, Madrid, Itinerarios, 2013, págs. 227-253.

[37] A los ya citados que dedicara a Francesco Gentile («La politica come intelligenza della “giusta misura”», en La razionalità della politica, cit., págs. 67-82), a Marino Gentile («L’aristotelismo político de Marino Gentile», en La verità della politica, cit., págs. 149-163), a don Ennio Innocenti («Tra storia e politica. Il giudizio sulla modernità», loc. cit., págs. págs. 151-160), o a Rafael Gambra («La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., págs. 53-67); habría que sumar, entre otros, «Galvão de Sousa e la sovranità», en La verità della politica, cit., págs. 177-185; y sus libros sobre De Corte, L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, cit.; y el padre Fabro, La libertà soggettiva. Cornelio Fabro oltre moderno e antimoderno, cit.

[38] Danilo CASTELLANO, «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., págs. 55 y 56

[39] Danilo CASTELLANO, «Augusto del Noce e la “modernità” come problema», loc. cit., págs. 87-96.

[40] Las referencias que siguen son de Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», cit., págs. 227-253. El texto puede leerse también en la revista Verbo (Madrid), núm. 515-516 (2013), págs. 445-473.

[41] Ibid., págs. 228-229.

[42] Ibid., págs. 229-230.

[43] Cit. en ibid., pág. 252. Véase, Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 42-45; y La libertà soggettiva, cit., cap. II

[44] Danilo CASTELLANO, De christiana republica. Carlo Franceso D’Agostino e il problema politico (italiano), Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2004, pág. 66; y «La non-politique de la modernité», loc. cit., pág. 38.

[45] Véase aquí el trabajo de José Miguel GAMBRA, «La crítica del personalismo en Danilo Castellano»; y Juan Fernando SEGOVIA, «El personalismo de la modernidad a la posmodernidad. Individualismo y reflexividad», Verbo (Madrid), núm. 463-464 (2008), págs. 313-337.

[46] Danilo CASTELLANO, L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, cit., pág. 147. Recuérdese el verso de Lamartine: «Limitado en su naturaleza, infinito en sus deseos, / el hombre es un dios caído, que se acuerda del cielo». Cit. en Serge HUTIN, Lo gnosticismo. Culti, riti, misteri [1958], Roma, Edizioni Mediterranee, 2007, pág. 129.

[47] Danilo CASTELLANO, «Tra storia e politica. Il giudizio sulla modernità», loc. cit., pág. 160. Para probarlo basta un ejemplo: el hombre considera como acto libre (incluso un derecho) el suicidio, sin embargo Dios, siendo omnipotente y absolutamente libre, no puede suicidarse. El hombre puede decidir no ser, Dios está condenado a ser.

[48] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., págs. 12-13; y «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 242.

[49] Danilo Castellano tiene en estima los estudios que al respecto hiciera Eric Voegelin, entre ellos: The new science of politics: An introduction [1952] y Wissenschaft, Politik und Gnosis [1959], según la edición inglesa: Science, politics and gnosticism, en The collected works of Eric Voegelin, vol. 5: Modernity without restraint, Columbia y Londres, University of Missouri Press, 2000, págs. 75 y sigs., 257 y sigs.

[50] Danilo CASTELLANO, L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, cit., págs. 12-13; y L’ordine della politica, cit., pág. 98.

[51] Danilo CASTELLANO, «Il problema del soggeto e Cornelio Fabro», loc. cit., págs. 97-98; y «Le premesse filosofiche dell’antitotalitarismo e dell’antinihilismo politico di Cornelio Fabro», Sapientia (Buenos Aires), vol. LXI, núm. 219/20 (2006), págs. 18-20.

[52] Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 13-14, passim; y Orden ético y derecho, cit., págs. 67-70.

[53] «La “convención” es a-esencialista, esto es, prescinde de la naturaleza y del fin de las “cosas”», sostiene Castellano en Orden ético y derecho, cit., pág. 29.

[54] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 92-93.

[55] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., págs. 166-168; y La verità della politica, cit., págs. 79 y 137.

[56] Danilo CASTELLANO, La libertà soggettiva, cit., pág. 120

[57] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 36. Por eso el saber moderno es «more geometrico, deducción de premisas asumidas por hipótesis como verdaderas o sea de postulados no justificados» (Danilo CASTELLANO, «Filosofia e libertà», loc. cit., págs. 130-131).

[58] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 50; y «¿Qué es el bien común?», en Miguel Ayuso (ed.), El bien común: cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Madrid, Itinerarios, 2013, pág. 24. Cfr. ARISTÓTELES, Et. Nic., X, 1180b, 1181b.

[59] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 143; y «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., pág. 63.

[60] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 28-29 y 57. Vale recordar aquí lo dicho respecto de la relación entre ente, orden y bien, porque éste último consiste en la adecuación del ente a las inclinaciones de su naturaleza o, en palabras del padre Fabro: el bien «indica al ente en cuanto perfecto y perfectivo [...] indica la perfección de lo real (el objeto) capaz de perfeccionar el sujeto». Ibid., pág. 25.

[61] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 199; Orden ético y derecho, cit., pág. 85; «Il problema del soggeto e Cornelio Fabro», loc. cit., pág. 100.

[62] V.gr., Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 63-64; «La non-politique de la modernité», loc. cit., págs. 37-38; «Libertad y derecho natural», en Miguel Ayuso (ed.), Cuestiones fundamentales de derecho natural. Actas de las III Jornadas Hispánicas de Derecho Natural (Guadalajara, Méjico, 26-28 de noviembre de 2008), Madrid, Marcial Pons, 2009, pág. 22; etc.

[63] Danilo CASTELLANO, «Filosofia e libertà», loc. cit., pág. 133.

[64] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., págs. 121-122 (de esta página es la cita).

[65] Véase Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos: sobre la anti-filosofía político-jurídica de la «modernidad», Madrid, Marcial Pons, 2004. El tema excede nuestros propósitos, pero véase aquí la colaboración de Consuelo MARTÍNEZ-SICLUNA, «Acerca del problema del derecho natural. La perspectiva de Danilo Castellano».

[66] Véase Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., pág. 174 nota; La naturaleza de la política, cit., pág. 29, entre otros lugares.

[67] Véase Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 131, entre otros textos

[68] Que es individualista. Véase, por ejemplo, ibid., págs. 128-129.

[69] Cfr. ARISTÓTELES, Pol., I, 1253a; SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Reg. Princ., I, 1.

[70] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 32-33.

[71] ARISTÓTELES, Pol., III, 9, 1280b-1281a. Cfr. Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 90; La verità della politica, cit., págs. 41 y 110-111; y L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 129.

[72] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 9. Véase Giovanni TURCO, La politica como agatofilia, cit., págs. 89-99.

[73] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., pág. 168.

[74] Que se estudia exhaustivamente en Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., págs. 18 en adelante.

[75] Tema tratado en Danilo CASTELLANO, «La non-politique de la modernité», loc. cit., págs. 37-49.

[76] Danilo CASTELLANO, «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., págs. 60-61

[77] SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Reg. Princ., I, 14. Cfr. Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 33.

[78] Francesco GENTILE, Intelligenza politica e ragion di Stato, cit., pág. 38. Cfr. Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 82; y La verità della politica, cit., pág. 42.

[79] Tanto el término («realeza») como el concepto («gobierno regio») están en ARISTÓTELES, Pol., I, 1254b; y SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, q. 81, a. 3, resp; ambos lo usan para referirse al gobierno de hombres libres, en oposición al gobierno despótico. También queda abarcado por el concepto platónico del gobierno que dirige la ciudad en orden a su felicidad (PLATÓN, Pol., 311). Cfr. Danilo CASTELLANO, «La política cristiana: teoría y práctica», Verbo (Madrid), núm. 417-418 (2003), págs. 639- 647, conferencia en la que la regalità de la política está –a través del orden de las cosas creadas– unida a (pues participa de) la «realeza» de Cristo, Creador de las cosas y Ordenador de ellas; está determinada, por lo mismo, por Su Realeza.

[80] por Su Realeza. (80) ARISTÓTELES, Et. Nic., V, 6, 1134b; y Pol., III, 1282b. Cfr. Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 42 y 92; y La verità della politica, cit., pág. 155.

[81] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 35-36

[82] Según el concepto de prudencia de SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., II, II, 47, 8, resp. Más claro todavía: si es «propio de la prudencia deliberar, juzgar y ordenar los medios para alcanzar al fin debido», es evidente que ella «comprende no sólo el bien particular de un solo hombre, sino el bien común de la multitud». S. th., II, II, 47, 10 resp.

[83] SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Reg. Princ., I, 2

[84] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 43-44; La razionalità della politica, cit., pág. 79; y L’ordine della politica, cit., pág. 171.

[85] ARISTÓTELES, Et. Nic., I, 1094b.

[86] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 77.

[87] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 173. Cfr. La naturaleza de la política, cit., pág. 88.

[88] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., págs. 21-22.

[89] ARISTÓTELES, Pol., III, 1280b.

[90] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 62.

[91] Danilo CASTELLANO, La politica tra Scilla e Cariddi, cit., pág. 80.

[92] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 139.

[93] Véase supra nota 78.

[94] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., págs. 104-106.

[95] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., págs. 194-196. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, 82, 1, ad 3.

[96] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 33.

[97] SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Reg. Princ., I, 14. Escapa a nuestro objeto considerar las relaciones entre Iglesia y comunidad política, que nuestro autor ha tratado, v. gr., en Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., págs. 189-221.

[98] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 75

[99] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el bien común?», loc. cit., págs. 13-26.

[100] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el bien común?», loc. cit., pág. 17.

[101] Ibid., pág. 20.

[102] Ibid., págs. 20-22.

[103] ARISTÓTELES, Et. Nic., I, 2, 1094b

[104] Cuando explica el dicho aristotélico, SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Et., lect. II, núm. 30, sostiene que se dice divino «en cuanto se asemeja más a lo que hace Dios, que es la causa última de todos los bienes». Véase SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Reg. Princ., I, 12 y 13.

[105] Danilo CASTELLANO, «¿Qué es el bien común?», loc. cit., pág. 24

[106] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., págs. 85-86; y L’ordine della politica, cit., págs. 43-53.

[107] ARISTÓTELES, Pol., III, 1280b. Cfr. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 128-130.

[108] Rafael GAMBRA, Tradición o mimetismo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1976, pág. 37; y Danilo CASTELLANO, «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., pág. 64.

[109] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 63; y L’ordine della politica, cit., pág. 174 nota.

[110] Rafael GAMBRA, Eso que llaman Estado, Madrid, Montejurra, 1958, pág. 149. Cfr. Danilo CASTELLANO, «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., pág. 66.

[111] Santo TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, 96, 4 resp. Cfr. Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 35.

[112] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 31-33, y La razionalità della politica, cit., págs. 137-139.

[113] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 62.

[114] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 184.

[115] Véase Juan Fernando SEGOVIA, «Legitimidad y bien común: la tarea del gobernante», en Miguel Ayuso (ed.), El bien común: cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, cit., págs. 185-189, con indicación de las fuentes.

[116] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 55-56. Es común oír en boca de algunos tradicionalistas la presunta refutación de lo que afirma Castellano: precisamente, cuando se desvanece el Estado, nos refugiamos –dicen– en la familia o en la sociedad civil. Pero confunden «la» familia con «su» familia, y desconocen que la actual corrupción de la vida doméstica y civil es consecuencia de un Estado desordenado. No están aquéllos tan lejos de los liberales que reclaman «menos Estado y más sociedad».

[117] Ibid., pág. 56.

[118] Aunque, por exigida concesión al lenguaje, pueda decirse «Estado» en el sentido de «comunidad política», como Castellano hace añadiendo la aclaración.

[119] Danilo CASTELLANO, «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., pág. 61.

[120] Como afirma Castellano en L’ordine della politica, cit., pág. 47, esta convivencia es un «armisticio».

[121] Véase Danilo CASTELLANO, «Pluralismo e bene comune», loc. cit., págs. 43-53.

[122] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 66.

[123] Véase, v. gr., SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, 50, 5 resp.; S. c. gen., III, 63; In I Et., lect. X, núm. 128.

[124] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 29.

[125] Ibid.

[126] Véase supra nota 20 y Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., págs. 35, 139-140, 145, 147; La verità della politica, cit., pág. 204; L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 105; «La non-politique de la modernité», loc. cit., pág. 45; etc.

[127] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., págs. 177-185.

[128] En general –pues el autor considera la cuestión en gran número de escritos–, véase Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013; y aquí Dalmacio NEGRO, «Danilo Castellano y la desmitificación del constitucionalismo».

[129] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 59-61.

[130] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 185.

[131] Que puede consentirse, como se dijo supra nota 118.

[132] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., págs. 90-91.

[133] SAN AGUSTÍN, De civ. Dei, IV, 4. Cfr. Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, cit., pág. 91

[134] Cfr. CICERÓN, De rep., I, 24; Leg., I, 7 y II, 4-5; SAN AGUSTÍN, De civ. Dei, XIX, 2, 1; XIX, 23, 5; y XIX, 24. Cfr. Danilo CASTELLANO, «La política antimoderna de Rafael Gambra Ciudad», loc. cit., pág. 67.

[135] Tema que ha preocupado permanente la reflexión de nuestro autor. Cfr., entre otros textos, Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., cap. II; «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit.; La verità della politica, cit., págs. 189-207; etc

[136] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., págs. 156-160.

[137] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 41.

[138] Danilo CASTELLANO, «El derecho natural, fundamento ético de la política», loc. cit.

[139] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., pág. 53

[140] Véase Danilo CASTELLANO, «Estado, ley y conciencia», en Miguel Ayuso (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010, págs. 199-210, especialmente págs. 202-211.

[141] Danilo CASTELLANO, L’aristotelismo cristiano di Marcel De Corte, cit., pág. 133.

[142] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 12.

[143] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., págs. 15-28.

[144] Ibid., págs. 169-71. Véase Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 37. El orden voluntarista no es orden, insiste, en «La non-politique de la modernité», loc. cit., pág. 48; y «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 242. Por eso es que el convencionalismo se vuelve un utopismo, al tratar de sustituir el orden dado por otro pergeñado y perseguido por el hombre, como afirma en La naturaleza de la política, cit., pág. 52.

[145] SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Et., lect. I, núm. 1: ordo quem ratio non facit, sed solum considerat, sicut est ordo rerum naturalium. Cfr. Danilo CASTELLANO, La verità della politica, cit., pág. 148; L’ordine della politica, cit., pág. 176; La naturaleza de la política, cit., pág. 171.

[146] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., pág. 171.

[147] Danilo CASTELLANO, «La non-politique de la modernité», loc. cit., pág. 49.

[148] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., págs. 69 y 148.

[149] Ibid., pág. 173; y La verità della politica, cit., pág. 7.

[150] Danilo CASTELLANO, La politica tra Scilla e Cariddi, cit., págs. 108 y 109.