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Número 317-318

Serie XXXII

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Sobre el concepto de contrarrevolución, hoy

1. Perspectiva

Este congreso era necesario. Queridos amigos, no encuentro mejor forma de comenzar esta intervención que reconocer la necesidad de dedicar unas de nuestras jornadas anuales de estudio y reflexión a los problemas que suscita la contrarrevolución.

Y es que, nuestra labor de formación cívica y acción cultural según el derecho natural y cristiano —así la definimos cada número de Verbo— presenta, a mi modo de ver, dos aspectos diferenciados aunque también estrechamente entrelazados. Tenemos, en primer término, una componente que se sitúa de lleno dentro de la dedicación a la filosofía política, más aún, en una cierta escuela filosófico-política que querríamos construir como católica. Y encontramos, en segundo lugar, una dimensión que se adentra propiamente en la doctrina social y política de la Iglesia. Ambas facetas —lo acabo de decir—, con independencia de indudables nexos, que en nuestra peculiar contextura originan una perfecta imbricación, son susceptibles de tratamiento separado.

La primera, con esa tensión entre lo universal y lo particular que es su constitutivo noético, y en la que del sujeto —el hombre que vive con los suyos en sociedad— predicamos inteligibilidades que nos permiten elevar nuestro conocimiento hasta la condición de episteme. Que aborda el estudio de las instituciones en atención a sus finalidades, esto es, a las tendencias que es capaz de descubrir y según las cuales los hombres se entregan en la búsqueda del bien común. Que, en cierto sentido, es un saber de crisis, pues es la realidad del fracaso de la que mana la captación de toda teoría política. Que finalmente, en cuanto que católica, no se confunde con la defensa de una política práctica o de una ortodoxia pública católicas, por buenas que sean, sino que viene de una serie de preguntas cuyas especificaciones y determinaciones brotan de la experiencia del hombre católico, pero en las que el ejercido de la razón se desenvuelve con arreglo a la filosofía[1].

La segunda, con su vinculación a la teología, y más ceñidamente a la teología moral, lo que la separa terminantemente de ideologías y programas políticos. Que resulta de formular cuidadosamente los resultados de la reflexión sobre la vida del hombre en sociedad a la luz de la fe. Que busca orientar la conducta cristiana desde un ángulo práctico-práctico o pastoral, por lo que no puede desgajarse de ningún modo de la realidad que los signos de los tiempos imponen y que exige una constante actualización del «carisma profético» que pertenece a la Iglesia. Que, en consecuencia, forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia[2].

Enlazando con estas últimas —y escuetas— caracterizaciones dé la filosofía política y la doctrina social católicas, la elección de los temas que presiden nuestras reuniones, siempre accesibles desde tales ángulos, resulta consiguientemente siempre también acertada. Pues el hombre, formado a imagen y semejanza de Dios, y situado en el corazón de la Creación entera, es fuente inagotable de indicaciones y foco inextinguible de claridades para la resolución de todos los problemas sociales. En la dudad, en la polis, es —según la enseñanza platónica— donde está escrito como en letra grande lo que en el individuo aparece en minúsculas. Lo que solamente algunas veces ocurre es que, de consuno desde la filosofía política y desde la pastoral social de la Iglesia, un mismo asunto resulte imprescindible de tratar. Y eso es lo que, como intentaré probar en el último trecho de esta sencilla intervención, acontece hoy. La contrarrevolución en los hechos, en las ideas y en las tendencias —por seguir una enumeración paralela y contrapuesta a la que el profesor Correa de Oliveira aplicó a la revolución[3]—, se nos muestra en trance de desaparecer, al menos en el sentido prístino y cabal en que se ha conocido hasta ahora. Ello nos permite apreciar, quizá con una nitidez hasta ahora no alcanzada, sus contornos y su núcleo conceptual y real. Sin embargo, y en la coyuntura que vive estremecida la humanidad, diríase que esa contrarrevolución hoy declinante debería contemplarse como salida real á una crisis por momentos endémica.

2. Aproximación a la contrarrevolución

Me resulta embarazoso en extremo tener que desarrollar este tema, y creo que las razones no escaparán al amable lector. Cuando en objeto no excesivamente trillado, al menos de modo directo, disponemos, sin embargo, de un conjunto de ensayos en principio conocidos por quienes forman el círculo de los potenciales receptores, y entre sí diferentes hasta el punto de cubrir los varios ángulos de visión posibles, no quedan más alternativas que el refrito o la aportación novedosa. Y cuando el obligado a enfrentarse con ese estudio es inapto para el segundo y más noble género de los recién aludidos, es condenado por lo mismo a engrosar las filas de la legión de cultivadores del primero, sólo tolerable en cuanto introduce alguna recapitulación inexistente hasta el momento, hace accesible algún material de difícil consulta o recuerda verdades que yacen en el olvido debido a la indigencia de los tiempos. En nuestro caso, el tema de la contrarrevolución no ha sido tratado de modo directo con especial profusión, lo que no quita para que sea abundante la literatura relativa a alguna de sus concreciones o incluso la dedicada a impugnar aspectos concretos de la revolución a que se opone. Al tiempo, quienes me leen es posible tengan conocimiento de un pequeño número de estudios que juzgo del máximo interés. Me refiero, citados sin ningún orden buscado, a los de Jean Ousset, Plinio Correa de Oliveira, Thomas Molnar y Luis María Sandoval. Ousset, en Para que El reine, presenta un cuadro abigarrado y rico del hecho revolucionario y de la acción que se le ha opuesto. La amplitud de su calado histórico y la agudeza de sus sugerencias sobre las condiciones de eficacia de la labor contrarrevolucionaria, hacen de su obra un instrumento imprescindible[4]. Correa de Oliveira, que ya en el título coteja revolución y contrarrevolución, destaca por la nitidez e incluso linealidad de su exposición. Sin que pierda profundidad su enfoque —en algunos detalles es verdaderamente asombrosa—, es esta transparencia discursiva la que más atrapa el interés del lector[5]. El libro del profesor Thomas Molnar, rubricado simplemente La contrarrevolución, contrariamente, es un libro sugeridor más que estrictamente afirmativo. No delimita los problemas tanto como abre pistas para su más pleno conocimiento. En el estilo siempre incitador de nuestro amigo hallamos, pues, otro palenque imposible de orillar cuando se trata de aproximarse al tema que nos ocupa[6]. Finalmente, Luis María Sandoval, a quien me complace poder con estas palabras rendir el homenaje que merece, nos ha dado en sus Consideraciones sobre la contrarrevolución[7], luego quintaesenciadas en 55 tesis sobre la contrarrevolución[8], un ejemplo de ensayo acabado e impecable. Esquemático sin mutilar parcelas de la realidad, prospectivo al tiempo que explica finamente la historia, resulta difícil no volver permanentemente sobre sus páginas a la hora de redactar estas en que ahora me ocupo.

En esta tesitura sólo me queda la salida, ya que tan breve espacio como el que debo llenar no podría acoger una recapitulación de las aportaciones relevantes, de conformarme con el recordatorio de lo que, por ser verdaderamente vigente en todo tiempo, es también permanentemente actual.

3. La esencia de la contrarrevolución

El programa de la reunión previamente nos ha aproximado al concepto de revolución, referente obligado del que nos disponemos a tratar en su esencia. Por encima de sus significados etimológico y gramatical, en cuanto que nombre sustantivó común, ha destacado su acepción histórica como nombre sustantivo propio asociado a la pretensión dé subvertir el orden natural y divino[9]. Sin embargo, no porque esta pretensión sea de todo tiempo, hay que dejar de proseguir en el esfuerzo elucidador. Así, en el «proceso revolucionario», cabe resaltar la trascendencia de la Revolución francesa o, si se quiere, de las ideas que la pusieron por obra y que luego a través de ella se expandieron. Pues supuso el ensayo de una acción descristianizadora sistemática por medio del influjo de las ideas e instituciones políticas. Es decir, como ha escrito Jean Madiran, «la puesta en plural del pecado original»[10].

Es esta concreción la que nos descubre el concepto propio de contrarrevolución, pues surge como reacción proporcionada a ese ataque revolucionario. Y a una herejía social propone un remedio social. Por eso, en un texto del maestro francés que acabo de citar, y del que he hecho uso en abundantes ocasiones, se afirma que

«la secreta y verdadera línea de demarcación trazada por la izquierda no concierne a la fe cristiana en sí misma, sino a la principal obra temporal de la fe, a la cual algunos incrédulos han podido contribuir y que otros creyentes han podido desconocer: es la Cristiandad». De modo que el designio constituyente de la revolución es aniquilar la Cristiandad o la civilización cristiana, es decir, «la moral del cristianismo enseñada por la tradición católica e inscrita en las instituciones políticas»[11].

Lo anterior no pretende negar que en la revolución late un móvil anticristiano, ni que operen factores preternaturales. El cultivo de la doctrina social de la Iglesia salva a nuestra perspectiva estrictamente filosófico-política de cualquier reduccionismo naturalista y, así, no se nos escapa la advertencia de San Pablo de que «no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires» (Eph., 6, 12). Simplemente, y pese a lo incontestable de esa versión, pretende aunar —

De hecho, el propio magisterio de la Iglesia en la edad contemporánea ha tenido el carácter diferencial de ocuparse, de un modo inusitado en siglos anteriores, de cuestiones de orden político, cultural, económico-social, etc., ofreciéndonos todo un cuerpo de doctrina centrado en la proclamación del Reinado de Cristo sobre las sociedades humanas como condición única de su ordenación justa y de su vida progresiva y parifica. Nuestro amigo el profesor Canals, recogiendo la enseñanza del jesuita padre Ramón Orlandis —que ha expandido a través de una escuela cuyos frutos se presentan granados ante nuestra vista—, ha escrito estas luminosas palabras referidas a España: «No podría, pues, pensar que no hay relación entre los procesos políticos de los últimos años y la ruina de la fe católica entre los españoles. Afirmar esta conexión, que a mí me parece moralmente cierta, entre , un proceso político y el proceso descristianizador, no me parece que pueda ser acusado de confusión de planos o de equivocada interpretación de lo que es en sí mismo perteneciente al Evangelio y a la vida cristiana. Precisamente porque aquel lenguaje profético del Magisterio ilumina, con luz sobrenatural venida de Dios mismo, algo que resulta también patente a la experiencia social y al análisis filosófico de las corrientes e ideologías a las que atribuimos aquel intrínseco efecto descristianizador. Lo que el estudio y la docilidad al Magisterio pontificio ponen en claro, y dejan fuera de toda duda, es que los movimientos políticos y sociales que han caracterizado el curso de la humanidad contemporánea en los últimos siglos^ no son sólo opciones de orden ideológico o de preferencia por tal o cual sistema de organización de la sociedad política o de la vida económica (...). Son la puesta en práctica en la vida colectiva, en la vida de la sociedad y de la política, del inmanentismo antropocéntrico y antiteístico»[12].

De consuno la filosofía política de la contrarrevolución y la doctrina social de la Iglesia han consistido en una suerte de «contestación cristiana del mundo moderno». Hoy, como antes advertía, no sé hasta qué punto su sentido histórico —el de ambas, aunque de modo distinto— está en trance de difuminarse, pero en su raíz no significó sino la comprensión de que los métodos intelectuales y, por ende, sus consecuencias, del mundo moderno, de la revolución, eran ajenos y contrarios al orden sobrenatural, y no en el mero sentido de un orden natural que desconoce la gracia, mas en el radical de que son tan extrañas a la naturaleza como a la gracia[13].

4. El nombre y caracteres de la contrarrevolución

La aproximación anterior nos permite contemplar con algo de distanciamiento las posibles objeciones que al nombre de contrarrevolución puedan oponerse. Es cierto que tiene un origen circunscrito a Francia y que inicialmente fue concebido como dicterio por los revolucionarios, siendo aceptado luego por aquellos a quienes se dirigía como arma arrojadiza. Es cierto también que nunca ha sido acogido tal cual por los textos pontificios, a diferencia de lo que sucede con otros de los términos que suelen envolver la misma cosmovisión. O que presenta demasiado frontalmente en su propia construcción la dimensión negativa o de rechazo, por encima de la positiva o afirmativa. Sin embargo, no resulta menos claro que otras expresiones que, ya generalmente, o en algunos supuestos históricamente circunscritos, se han utilizado como sinónimos del mismo, tampoco andan libres de precisiones o matizaciones.

Así, reacción incurre en idéntica dificultad, con la desventaja de portar una mayor vaguedad y permanecer ajeno al hecho crucial de la irrupción de la revolución en la historia. Restauración, por su parte, resalta más la dimensión constructiva y recuperadora, frente a la puramente combativa, pero también viene demasiado unida a coyunturas históricas concretas insertas en la propia dinámica de la revolución —tanto en Francia como en España, aunque en momentos alejados en el tiempo—, por lo que evocan en exceso la conservación de la propia revolución[14]. Con esta última frase también he dejado zanjado —quizás con excesiva celeridad, pero también con decisión— lo que respecta a conservadurismo o conservatismo, que conocen muchas lecturas según el ángulo angloamericano, latino o germánico en que nos ubiquemos[15]. Incluso un término tan límpido y tan evocador como el de tradición no queda a resguardo de malinterpretaciones, pues demasiadas veces se hace preciso insistir en que la verdadera tradición no es enemiga del progreso, sino que, por el contrario —en la certera exposición de Sciacca[16]—, conserva renovando y renueva conservando y es a la vez conservación y progreso de acuerdo con las exigencias del derecho natural. Dificultades que se agrandan cuando se trata del tradicionalismo, hasta el punto de que Elías de Tejada se vio obligado a distinguir entre un «tradicionalismo hispánico» y un «tradicionalismo europeo»[17]. El primero, el núcleo intelectual en que ha cuajado la resistencia popular al liberalismo, en defensa de la sociedad cristiana tradicional^ pensamiento contrarrevolucionario apoyado en la filosofía y en la teología escolásticas, posible precisamente por su ininterrumpida vigencia en España y muy especialmente en Cataluña. El segundo, un esfuerzo novedoso, con pretensión de defensa de la tradición, creado en ambientes en los que se había producido durante algunos decenios un vacío y ausencia de tradición metafísica y teológica; pensamiento mixtificador —aun en su sana intención antirrevolucionaria— que, andando el tiempo, desembocará en el catolicismo liberal, merced a la desconcertante efectividad revolucionaria de tópicos «tradicionalistas» extrañamente matizados por virtud del ambiente colectivo del romanticismo[18].

Los anteriores distingos, con la relativización en este punto de las disputas terminológicas, que ceden ante la nitidez del concepto que buscan denotar, nos conducen a lo que Sandoval ha llamado «el concepto análogo de contrarrevolución»[19], que se construye a partir de la superposición de tres nociones —reacción, catolicidad y tradición—, dentro de cada una de las cuales existe gradación, y entre ellas jerarquización.

La reacción es, a no dudarlo, el componente más vaporoso de los que se integran en el concepto de contrarrevolución. Más que la simple oposición, en cuanto que es un agere contra, y aunque no todas las reacciones son contrarrevolucionarias, en ella encontramos algo de lo que Bernanos expresaba cuando respondía que ser reaccionario quiere decir simplemente estar vivo, ya que sólo él cadáver no reacciona contra los gusanos que lo devoran. Fórmula que —como observa Molnar— podría haber sido tomada como divisa por los contrarrevolucionarios, ya que define magistralmente la tarea que se han propuesto: permanecer vivos, portar los gérmenes de la vida, dentro del cuerpo agonizante del Estado[20].

Precisamente esta última observación demanda algún desarrollo en cuanto a la naturaleza de ésa reacción. Aquí hemos de acudir a la vieja expresión del conde De Maistre, estampada al término de sus Consideraciones sobre Francia, uno de los primeros libros, si no el primero, formalmente contrarrevolucionario: «La contrarrevolución no será una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución»[21]. Esto ya nos resulta cercano desde el propio entendimiento de nuestra obra. La contrarrevolución es la doctrina que ;—al contrario que la revolución— hace descansar la sociedad en la ley de Dios ; que, mientras su opuesta progresa y procede deshaciendo los lazos sociales naturales, no cesa de tejarlos incansablemente; que construye en vez de destruir, sigue humildemente el orden en lugar de pretender recrearlo. Esta es la reacción en que se basa la contrarrevolución[22].

La catolicidad es el rasgo más importante. Las precisiones anteriormente expuestas sobre la realeza social de Cristo, al amparo de fijar la esencia de la revolución inmediatamente en la destrucción de la civilización cristiana y mediatamente en el ataque al orden sobrenatural, entran de lleno plenamente en este aspecto del problema del concepto análogo de la contrarrevolución. Si el primer rasgo nos permite separar la contrarrevolución de otras posturas que en ocasiones pueden parecer e incluso resultar parcialmente concomitantes, aquí —dado que hemos tocado su núcleo conceptual—, es donde nos es dado afinar su especifidad. Frente al entimema sobre el que se ha fundado el predominio de la democracia cristiana, que afirma que la religión no sé confunde con la política, porque está por encima de ella —con la finalidad expresa de desolidarizar la Iglesia de la contrarrevolución—, y concluye que los cristianos de hoy tienen la obligación de pertenecer políticamente a la democracia cristiana. La doctrina contrarrevolucionaria, sin embargo, siempre ha tenido por primer cuidado el mantenimiento de los derechos de la Iglesia en la sociedad cristiana, librando a sus hombres de las aporías a que arriba el catolicismo liberal: el encarnacionismo extremo y humanístico que tiende a concebir como algo divino y evangélico las actuaciones políticas de signo izquierdista, y el escatologismo utilizado para desviar la atención de la vigencia o restauración práctica y concreta del orden natural y cristiano. Para la contrarrevolución, en suma, resulta inexcusable la fidelidad a la teología política católica expresada en la realeza social de Jesucristo[23].

He aquí un tema decisivo, en el que la convergencia de un cierto «cambio de frente» de la Iglesia con la descristianización real —inducida en parte por aquél— ha operado un claro debilitamiento de las posiciones contrarrevolucionarias. Creo, incluso, que constituye uno de los factores más relevantes en su «crisis de identidad». Pero luego tendremos que retornar a esta cuestión. Para cerrar lo relativo a ella sólo recordaré con Guerra Campos que la misión de la Iglesia en relación con cualquier comunidad política, y quienquiera que sea el titular de la soberanía, es predicar en nombre de Dios que no sólo los actos y comportamientos de los ciudadanos, sino además la misma estructura constitucional de la «dudad», ha de estar subordinada eficazmente al orden moral[24]. Pues, de lo contrario, es la misma fe, especialmente la de los «pobres», la que queda a la intemperie, desguarnecida. Y esto resulta una realidad insobrepasable para la doctrina católica.

En tercer lugar, hallamos el entronque y la inspiración en el pasado institucional de la Cristiandad. Nuestro maestro, el profesor Rafael Gambra, ha ilustrado perfectamente este aspecto en polémica con la famosa obra de Maritain sobre la «nueva Cristiandad»[25]. Parte de reconocer que, en cierto sentido, podría haber otras formas de civilización cristiana distintas de la Cristiandad, y que el Evangelio puede fecundar a sociedades y Estados de variadas configuraciones, hasta el punto de que sería más correcto hablar de aquélla como una civilización cristiana, en vez de la civilización cristiana. Pero añade una segunda batería de argumentos que militan en dirección opuesta. En primer lugar, la Cristiandad fue la mejor y más densa impregnación alcanzada en la historia de las estructuras sociales y políticas por el mensaje bíblico y el magisterio de la Iglesia, En segundo lugar, y a salvo lo que pueda suceder en el curso futuro de la historia, hemos de reservar el determinante la para la única civilización que real y verdaderamente existió con signo cristiano. Pero, incluso, en tercer lugar, puede afirmarse más, ya que «una nueva civilización, comunidad de base cristiana, diferente por entero en su estructura y desconectada de la Cristiandad histórica es simplemente impensable, porque el primero de los mandamientos comunitarios (referentes al prójimo) es el de «honrar padre y madre». Una «nueva Cristiandad» al estilo de Maritain, Mounier u otros, habría de ser siempre una forma de impregnación del cristianismo sobré la sociedad y sus miembros, y nunca podría olvidar tal precepto y, con él, el principio patriarcal-familiar y la pietas debida a la patria y a la tradición».

5. Hacia un balance

He tratado, en las páginas anteriores, de ofrecer una serie de consideraciones—desenvueltas con ese mínimo de linealidad que es necesaria en toda exposición, aunque sin despreciar del todo una cierta dimensión circular por la presencia inevitable de temas recurrentes— que nos acerquen a la problemática actual de la contrarrevolución. ¿Cuál es la situación actual de las doctrinas y movimientos contrarrevolucionarios? ¿Cuál es su futuro?

Sería excesivo pretender, al término de esta exposición introductoria, dar respuesta a estas cuestiones y otras que le son conexas. Sí me parece oportuno, en cualquier caso, aportar una reflexión al acervo que este congreso aspira a reunir y que quizá pueda servir para encontrar esas respuestas.

Rafael Gambra ha resaltado en alguna, ocasión cómo tras la destrucción de la unidad de la Cristiandad se muestran como insolidarios los elementos que antes aparecían firmemente integrados[26]. Todos los días percibimos ahora que la defensa de las causas nobles en que el pensamiento cristiano se halla implicado sé hace, en el mejor de los casos, desde la desconexión con sus premisas ideológicas y políticas, cuando no desde palenques gravemente desenfocados. Incluso en las exposiciones de la doctrina social de la Iglesia, impulsadas por el pontificado de Juan Pablo II, se percibe una tendencia a aceptar las estructuras políticas vigentes, aun a riesgo de incurrir en alguna grave contradicción derivada de la aceptación de la democracia pluralista. Paralelamente, el trasvase de caudales producido entre la doctrina contrarrevolucionaria y el pensamiento que—en la terminología de René Rémond— podríamos denominar «bonapartista», también opera como factor de fragmentación[27].

Concluyo por donde empecé. La filosofía política muestra la veracidad de los postulados contrarrevolucionarios y de sus análisis históricos, y su superioridad sobre la parcialidad de liberal-conservadurismos, democracias cristianas y bonapartismos fascistizantes o populistas. La doctrina social de la Iglesia, en su sentido cabal, nos lleva a la necesidad de una ciudad católica. Por ambos y cruzados focos deberíamos, todos, hacer un esfuerzo para que no se pierda el hilo de la tradición contrarrevolucionaria.

 

[1] Cfr. FREDERICK D. WILHELMSEN, «¿Qué es la filosofía política», Verbo (Madrid), núm. 303-304 (1992), págs. 253-268; «Filosofía política y ciencia política», Verbo (Madrid), núm. 305-306 (1992), págs. 575-587; «¿Hay una filosofía política católica?», Verbo (Madrid), núm. 307-308 (1992), págs. 857-871.

[2] Cfr. FRANCISCO CANALS, «La doctrina social católica» Verbo (Madrid), núm. 255-256 (1987), págs. 639-652.

[3] Cfr . PLINIO CORREA DE OLIVEIRA, Revolución y contrarrevolución, versión española, Bilbao, 1978.

[4] Cfr. JEAN OUSSET, Para que El reine, versión española, Madrid, 1961.

[5] Cfr. PLINIO CORREA DE OLIVEIRA, op. cit.

[6] Gfr. THOMAS MOLNAR, La contrarrevolución, versión española, Madrid, 1975.

[7] Cfr. Luis MARÍA SANDOVAL, «Consideraciones sobre la contrarrevolución», Verbo (Madrid), núm. 281-282 (1990), págs. 211-290.

[8] Cfr. ID., «55 tesis sobre la contrarrevolución», Verbo (Madrid), núm. 305-306 (1992), págs. 501-515.

[9] Cfr. JUAN VALLET DE GOYTISOLO, «En torno a la palabra Revolución», Verbo (Madrid), núm. 123 (1974), págs. 277-282; MICHELE FEDERICO SCIACCA, «Revolución, conservadurismo, tradición», Verbo (Madrid), núm. 123 (1974), págs. 283-296; JOSÉ MARÍA GIL MORENO DE MORA, «La Revolución», Verbo (Madrid), núm. 123 (1974), págs. 297-306.

[10] JEAN MADIRAN, Les deux démocraties, París, 1977, pág. 17.

[11] ID., «Notre politique», Itinéraires (París), núm. 256 (1981), págs. 3-25; MIGUEL AYUSO, «¿Cristiandad nueva o secularismo irreversible?», Roca viva (Madrid), núm. 21 7 (1986), págs. 7-15.

[12] FRANCISCO CANALS, «Reflexión y súplica ante nuestros pastores y maestros», Cristiandad (Barcelona), núm. 670-672 (1987), págs. 37-39. Cfr. también, del mismo autor, «El ateísmo como soporte ideológico de la democracia», Verbo (Madrid), núm. 217-218 (1982), págs. 893-900.

[13] CFR. JEAN MADIRAN, L'hérésie du XX siècle, París, 1968, pág. 299; MIGUEL AYUSO, «El orden político cristiano en la doctrina de la Iglesia», Verbo, (Madrid), núm. 267-268 (1988), págs. 955-991; ID., «Una contestación cristiana», Roca viva (Madrid), núm. 281 (1991), págs. 362-364.

[14] Cfr. RAFAEL CALVO SERER, Teoría de la Restauración, Madrid; 1952; AURÉLE KOLNAI, «Revolución y Restauración», Arbor (Madrid), núm. 85 (1953), págs. 125-134. FRANCISCO CANALS, por su parte, ha impugnado el «conservadurismo» que ha alentado en algunas de esas protestas «restauracionistas». Véanse algunos de los artículos compilados en Política española: pasado y futuro, Barcelona, 1977. Cfr. también FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA, La monarquía tradicional, Madrid, 1954, especialmente el capítulo primero, titulado «El menéndezpelayismo político».

[15] Cfr., para el complejo significado en el mundo anglosajón, RUSSELL KIRK, La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos, versión española, Madrid, 1956; ID., Un programa para conservadores, versión española, Madrid, 1957; PAUL GOTTFRIED, «El conservatismo norteamericano», Razón Española (Madrid), núm. 11 (1985), págs. 271-283; THOMAS MOLNAR, «Retos del conservatismo», Razón Española (Madrid), núm. 11 (1985), págs. 285-290; FREDERICK D . WILHELMSEN, «El movimiento conservador norteamericano», Verbo (Madrid), núm. 301-302 (1992), págs. 109-123. El mundo latino presenta menos dificultades, cfr. PHILIPPE BÉNÉTON, Le conservatisme, París, 1988. Finalmente, a título de ejemplo respecto del mundo, alemán, cfr. G. K. KALTERBRUNNER, «Teoría del conservatismo», Razón Española (Madrid), núm. 4 (1984), págs. 391-406; C. V. SCHRENCK-NOTZING, «Neoconservatismo alemán», Razón Española (Madrid), núm. 19 (1986), páginas 193-200.

[16] Cfr . MICHELE FEDERICO SCIACCA, loc. cit.

[17] Cfr. FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA, Joseph de Maistre en España, Madrid, 1983.

[18] Cfr. FRANCISCO CANALS, «Prólogo» a JOSÉ MARÍA ALSINA, El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica catalana, Barcelona, 1985, págs. IX-XXIII.

[19] Cfr. Luis MARÍA SANDOVAL, «Consideraciones sobre la contrarrevolución», loc. cit., pág. 238.

[20] Cfr . THOMAS MOLNAR, La contrarrevolución, cit., pág. 112.

[21] JOSEPH DE MAISTRE, Consideraciones sobre Francia, versión española, Madrid, 1955, pág. 234.

[22] Cfr. JUAN VALLET DE GOYTISOLO, «Qué somos y cuál es nuestra tarea», Verbo (Madrid), núm. 151-152 (1977), pág. 29-50, donde recoge textos muy nítidos de Madiran, Ousset, etc.

[23] Cfr. FRANCISCO CANALS, Política española: pasado y futuro, cit., págs. 211-230.

[24] Cfr. JOSÉ GUERRA CAMPOS, «La Iglesia y la comunidad política. Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia», Iglesia-Mundo (Madrid), núm. 384 (1989), págs. 51-58; MIGUEL AYUSO, «La unidad católica y la España de mañana», Verbo (Madrid), núm. 279-280 (1989), págs. 1.421-1.439.

[25] Cfr. RAFAEL GAMBRA, Tradición o mimetismo, Madrid, 1976, páginas 45 y sigs.

[26] Cfr. ID., La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, Madrid, 1954, donde muchos pasajes tributan a este juicio.

[27] Cfr. RENÉ RÉMOND, Les droites en France, París, 1982, donde distingue entre una derecha liberal, una contrarrevolucionaria y una última bonapartista.