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Número 319-320

Serie XXXII

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La Cristiandad de las Españas de América

1. «Eloquar an sileam?»

En los mares de África, cerca de la costa mauritana, el archipiélago de Canarias fue para los pueblos del continente europeo, hasta finales del siglo XIV, el extremo del poniente. Ahí se detuvo el famoso naturalista Alejandro von Humboldt, antes de proseguir viaje hacia la América tropical, quedándose extasiado ante las montañas de Tenerife, la majestad del pico del Teide y la vegetación exuberante del valle de la Orotava, todo ello en un clima de permanente primavera.

Antes del descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón, descortinando anchos espacios para la «dilatación de la Fe y del Imperio», según los versos de Camões, en las islas Canarias hubo un primer ensayo de colonización evangelizadora, patrocinado por Fernando e Isabel, los Reyes Católicos.

Llegaba España a su apogeo. Terminada la epopeya de la Reconquista con la ocupación de Granada, último reducto islámico en la península, iba a empezar la conquista de nuevas tierras, habitadas por los gentiles, a los cuales se les llevaba el esplendor de la verdad, el signo redentor de la Cruz y la gracia del Bautismo, que los hacía hijos de Dios.

Los conquistadores de pueblos salvajes venían acompañados por los misioneros, conquistadores de almas. Y la Cruz, que éstos empuñaban en sus manos, era el arma que señalaba a los nativos del Nuevo Continente el porvenir de civilización y de perfección moral que sus costumbres bárbaras no les habían permitido alcanzar. El símbolo sagrado de la Redención para erguir la Cristiandad.

Entre esos misioneros, de los profesos en la Compañía de Jesús, se encontraba el canario José de Anchieta, que fue a cumplir su tarea al servicio de Dios en tierras brasileñas, bajo la dirección de su superior el Padre Manoel da Nóbrega. Más tarde llegó a ser provincial. La casa donde nació se conserva en La Laguna, ciudad de la isla de Tenerife. De complexión frágil, con un defecto en una de sus piernas, le cupo, después de la travesía del antiguo mar ignoto, ya sin secretos para las carabelas, caminar los sesenta kilómetros que separan del litoral la meseta de Piratininga. El hermano sube la sierra inmensa con su selva cerrada y muchos peligros, entre ellos serpientes venenosas. Al llegar a las llanuras que Nóbrega escogió para ser el centro de la misión, Anchieta manda construir una pequeña iglesia, primer edificio de la ciudad de São Paulo, que sirve también de escuela y de hospital.

El 25 de enero de 1554 se fundaba la aldea que hoy es la metrópolis de doce millones de habitantes.

El joven Anchieta, el hermano José, antes de ordenarse sacerdote, se entregó a los estudios de la lengua tupí, escribiendo más tarde una gramática de ese idioma para uso de los predicadores. Sus dotes literarias brillaran en el Poema a la Virgen «De beata Virgine Dei Matre María», con sus cinco largos cantos, editado hace algunos años por el Archivo Nacional de Río de Janeiro, en texto bilingüe de 440 páginas.

Cumple notar que el magnífico loor comenzó a ser escrito en las playa de Iperoig, donde Anchieta estaba detenido como rehén de los indios tamoios, en lucha con los tupís.

Eloquar an sileam? Son las primeras palabras de las alabanza. ¿Cantar, o quedarme callado? La mente alborozada se siente impelida a ofrecer unos versos a su Reina. Pero, ¿cómo se atreverá la lengua profana a ensalzar la que tuvo en su seno al Omnipotente? Vence el poeta sus temores por la confianza en María, a ella recomendándose. Y le escribe en las arenas blancas las estrofas de amor de su corazón devoto y puro.

Ante la magnitud del tema que me fue dado para discurrir, no puedo en este momento dejar de repetir la elocución anchietana:

Eloquar al sileam?

Hablar de la Cristiandad de las Españas es alzarse a elevaciones que no puede un mortal alcanzar con facilidad. ¿Y qué fue en América la Cristiandad de las Españas sino –como decía Pío XII– «vocación heroica y providencial de una estirpe a la que ella supo tan generosamente corresponder»? ¿Dónde encontrar expresiones capaces de traducir con fidelidad y brillo la trascendencia de esa vocación y la fuerza espiritual interior de los que a ella se entregaron?

Pero renunciar a la invitación recibida, sumamente honrosa, sería para un brasileño de Sao Paulo renunciar a la obligación de proclamar la verdad histórica que no todos en nuestros días conocen debidamente, algunos desfiguran y otros contradicen con pérfidos intentos.

Invocando, pues la protección del Beato José de Anchieta, misionero de la Cristiandad hispánica, Apóstol del Brasil y fundador de São Paulo, permíteme tejer estas breves consideraciones.

2. Universalismo de las Españas

De nuevo en Sevilla, no me es posible olvidar a nuestro gran maestro y mi fraternal amigo Francisco Elías de Tejada. Recuerdo con emoción los gratísimos días pasados en su casa de la calle Brasil, número 30; y, más remotamente, su primer viaje a São Paulo, cuando puntualizamos el proyecto para la edición de Reconquista, revista de cultura hispánica, que circuló en la década de 50 y de la que él fue el director en España.

En su primer número, esta publicación presentaba un artículo de Arlindo Veiga dos Santos, que empezaba así:

«Promontorio sobre el Mar Océano, tenebroso, camino de la América o de las islas misteriosas de los viejos portulanos; Montes Cantábricos de atalaya contra los bárbaros rubios saqueadores de poblaciones vecinas del Mar o dispersas por las márgenes de los ríos remontables; puertas y ventanas vueltas para el África misteriosa del Preste Juan, poblada de fieras y hombres adustos y, más tarde, tallada en el borde del Mediterráneo por el alfanje árabe; "ábrete Sésamo" de las aventuras marítimas al Oriente Próximo y de la punta simbólica de San Vicente, para los piélagos lejanos de Ganges, de Cipango y Catai, la península hispánica tenía que destinarse, cuando no por otros motivos, por los geográficos, a centro de creación, expansión y defensa de todo lo que es ecuménico, todo lo que tiene carácter universal, humano y, por vocación, CATÓLICO».

He ahí «el destino de España en la historia universal», tan lúcida y altaneramente resaltado por Zacarías García Villada, muerto por Dios y por la Patria, cuya memorable conferencia en Acción Española, con ese título, nos quedó como testamento y acicate.

La catolicidad, vocación de España, fue afirmada solemnemente en el III Concilio de Toledo, cuando el rey Recaredo, teniendo a su lado al obispo San Leandro, abjura del arrianismo, hasta entonces la religión de los godos. La ortodoxia católica de los hispano-romanos prevalecerá para siempre. El año del Concilio, 589, marca la definitiva fusión de los pueblos de la Península, formándose la Cristiandad inquebrantable, que ya había sido prevista por el lusitano Paulo Orosio, un siglo antes.

Menéndez y Pelayo considera como uno de los grandes artífices de la unidad peninsular al sabio San Isidoro de Sevilla, obispo de esta ciudad, hermano de San Leandro, autor de las famosas Etimologías y de una Historia de los godos[1].

La impetuosidad visigótica vino a estimular las energías contenidas en la síntesis viviente del mundo hispano-romano, integrado por gentes de etnias diversas. Y España se transfiguró en Esperia, como dijo San Isidoro en el libro XIV de las Etimologías (c. 4,28): Ipsa est vera Hesperia, ab Hespero stella occidentali dicta. Estrella y luz de Occidente.

Luz que se proyectará por los mares y por otras tierras, en un militante universalismo evangelizador, ad revelationem gentium, en la continuidad histórica señalada por el enfrentamiento de casi ocho siglos con los moros, por las primeras luchas contra el protestantismo y, luego más, por Lepanto y Trento. Después serán las ludias contra la Revolución: la guerra de la Independencia, las guerras carlistas y la cruzada de 1936. Todo en defensa de la unidad católica y con el sentido universalista de la Cristiandad.

3. De la Cristiandad peninsular a la Cristiandad ultramarina

Con el protestantismo, el naturalismo del Renacimiento y el racionalismo filosófico, pierde Europa esa unidad, preservada abajo de los Pirineos. España y Portugal se entregan entonces a la tarea de dilatar los horizontes de la Cristiandad, mientras ésta se contrae entre los pueblos norteños. Las Españas visigóticas, refugiadas y concentradas en las montañas de Asturias durante la invasión de los moros, parten de allí para recuperar los territorios en manos del infiel. Así se transformaron en las Españas de la Reconquista.

Cumplida esa larga etapa, comienza otra de proporciones gigantescas. En 1492, año de la rendición de Granada, las tres naves de Cristóbal Colón llegan al gran continente desconocido y le abren las cortinas hacia una nueva Cristiandad.

A partir de ahí, los rumbos de la historia cambiarán. La palabra evangélica se vuelve plenamente efectiva: quaerite primum regnum Dei et iustitiam eius, et haec omnia adicientur vobis (Mt 6,33).

Primero, el Reino de Dios. Lo atestigua el gran Papa Pío XII, en proclamación hecha el 20 de junio de 1949: «Aquellos Reyes Católicos se propusieron, como motivo fundamental de sus empresas, la propagación de la Fe y la dilatación del reino de Cristo en la tierra».

Demostración elocuente del amor y del cariño de Isabel la Católica por los habitantes de las selvas americanas son las Leyes de Indias, modeló de legislación inspirada en los principios de la justicia y de la equidad, fundados en el derecho natural.

No olvidemos esta recomendación a Cristóbal Colón en las primeras instrucciones que la reina le daba, en el año 1493: «Los indios deben ser tratados bien y amorosamente, sin que se les cause el menor perjuicio. De tal forma que se establezca con ellos mucha conversación y familiaridad». Isabel no soportó la actitud de Colón, que envió a España algunos indios para que fuesen vendidos como esclavos y exigió su devolución a las Antillas.

De modo semejante en Portugal, el rey Dom João III escribía al primer Gobernador General del Brasil, Tomé de Souza, en un Regimiento que fue verdadera constitución o ley fundamental, que «la intención principal con que se manda poblar esas tierras es la conversión del gentío a la Fe católica. Debe el Gobernador considerar con mucha atención este asunto con los otros Capitanes. Cumple tratar bien a los gentiles y, en el caso de que fueren agraviados, dárseles toda la reparación necesaria, castigando a los delincuentes».

Se demuestra que la colonización de portugueses y españoles no puede ser confundida con el colonialismo mercantilista, de mera explotación. Se ha colonizado en el sentido superior de elevación cultural, según el significado original de la palabra (de colere, cultivar). Los pueblos colonizados fueron civilizados, y si la civilización es perfección social, no lo podían ser sino por la evangelización, portadora de las verdades salvíficas que aseguran, también, la felicidad y el bienestar temporales. De la búsqueda del «Reino de Dios y su justicia» viene «todo lo más por añadidura».

Así se explica la tipicidad de la obra civilizadora realizada en el mundo hispánico, desde las Indias Occidentales, descubiertas por Colón, hasta las Orientales, donde Filipinas se destaca como lejano ramo floreciente de la Cristiandad de las Españas. Así se explica también la ausencia de cualquier racismo, al contrario de lo que ocurrió con los colonizadores europeos que exterminaron los pieles rojas en Norteamérica y crearon el problema negro; o, en África, con los que separaron las razas, invocando superioridad étnica, produciendo así una marginalización humillante para los nativos.

El eminente historiador inglés Toynbee reconoce la superioridad de la colonización hispánica, descubriendo lealmente las miserias del colonialismo de sus compatriotas y de los calvinistas holandeses. De ahí se origina en las Américas española y portuguesa la mezcla de razas, como consecuencia del trato fraternal de blancos y hombres de color, que llevó al mestizaje de la «raza cósmica» enaltecida por el mejicano José Vasconcelos.

Por añadidura vinieron también las instituciones sociales y políticas de los cuatro virreinatos de la Corona de Castilla y del Estado del Brasil, denominación oficial del dominio portugués en América (Estado, nótese bien, en los términos de las Ordenaciones del Reino, y no colonia).

Lo que fue esa magnífica estructuración nos lo da a conocer, lúcida y gallardamente, Salvador de Madariaga en su Cuadro histórico de las Indias. Un liberal –hay que observarlo–reconociendo sin ambages la magnitud de la construcción sociopolítica de la Monarquía española en América.

De la misma forma el brasileño Oliveira Vianna, cuya obra es cumbre de nuestra sociología política, proclama el sentido objetivo de los hombres de Estado de los tiempos coloniales en contraste con el idealismo utópico de los del Imperio y, más aún, de la República, perturbados en sus mentes por las influencias ideológicas sobrevenidas con la Revolución Francesa o por la atracción que ejercían los modelos institucionales anglosajones.

Administradón central criteriosa, autonomías sociales reconocidas, un esbozo de sistema representativo orgánico, con los ayuntamientos y los cabildos, todo eso era reflejo de la tradición de España, fruto de una política experimental; era la capacidad de adaptar instituciones y leyes sin forzar las condiciones locales, antes sabiendo tener en cuenta sus peculiaridades; eran las libertades concretas de los hombres sometidos a la autoridad moderadora y moderada; era también la autoridad política limitada por los poderes intermedios de los grupos naturales e históricos, a partir de la familia como célula social y unidad política. Era, en una palabra, la sabiduría cristiana que gobernaba los pueblos, el orden temporal impregnado por los principios del Cristianismo.

El Cristianismo, lo predicaban los misioneros. La Cristiandad –res publica christiana– la erguían los conquistadores, los gobernantes, los hombres de representación social.

Las huellas de la acción de unos y otros construyendo la ciudad católica –luz de saber para la inteligencia, calor de caridad para el corazón– quedaron impresas en la tierra y en el hombre. La geografía del continente lo manifiesta simbólicamente, con los nombres de los santos de! día que eran dados a las montañas, a los cabos, a los ríos, cuando eran descubiertos. La cultura lo atestigua con la multitud de escuelas y universidades, algunas de las cuales podían competir con las más famosas del Viejo Continente.

En suma, debemos recordar este pasaje de Restrepo Mexia, el 12 de octubre de 1930, al pronunciar un discurso conmemorativo de la fecha, delante de los miembros de la Academia Colombiana de Historia: «Dueños ya de la tierra americana, no la consideraron como simple campo de explotación, sino como patria adoptiva, en donde habían de dejar su descendencia y sus huesos. No colonizaron como lo han hecho otras naciones, barriendo de nativos el suelo conquistado, recluyéndolos en regiones remotas, limitándose a aprovechar sus servicios con absoluto desprecio de las personas y a explotar sus necesidades para el consumo y cambio de productos, abandonándolos por lo demás a su suerte; sino que se mezclaron con los naturales, considerándolos dignos de la comunidad humana, trabajando por ponerlos a su nivel intelectual y moral, y los prepararon así para la vida política de la civilización cristiana»[2].

4. Los antagonismos disolventes

España supo guardar en su integridad los valores de la Cristiandad medieval y defenderlos ante los que en Europa arremetían contra ellos. No permitió que la pseudorreforma de Lutero y otros rebeldes contra Roma penetrase en la península. Mantuvo firme la unidad católica, al ser destruido el arrianismo, y fortalecida durante los trances prolongados de las luchas contra los seguidores del Corán. Los ecos teológicos del III Concilio de Toledo repercutieron en el Concilio de Trento, durante el resplandor dogmático español que coincidió con el brillo de las letras y las artes, en el siglo de oro, sin olvidar los altos vuelos de la ascética y de la mística

Empero, vino el siglo XVIII. La Ilustración –Aufklürunf en Alemania, Philosophie des Lumières, en Francia– era el remate del libre examen protestante. y del racionalismo cartesiano. Desembocó en un anticristianismo furioso del que Voltaire se ha hecho ejemplar prominente. Propagada por la masonería y las sociétés de pensée, la «filosofía de las luces» desencadenó la revolución intelectual engendradora de la revolución política de 1789.

Esta última no se contuvo dentro de las fronteras francesas. Es sabido que la Revolución Francesa tuvo repercusión de dimensiones universales. Sus secuelas: se hacen sentir hasta nuestros días. Transponiendo los límites geográficos de Francia y de Europa, no tardaron en penetrar en los pueblos de América, empezando a hacerlo precisamente en la época de la independencia de éstos, cuando los hombres de sus élites directivas tenían la mente llena de las nuevas ideas difundidas en toda parte por los mismos agentes de la Revolución.

Es que Carlós V y Felipe II habían protegido a España con una actuación vigilante y enérgica de preservación de la Fe. Mas ahora, con los Borbones en el trono de Madrid, las modas y las ideas de París atravesaban los Pirineos. Intelectuales y políticos afrancesados perdían el sentido de la monarquía histórica. Los constituyentes de Cádiz, en contraste con el pueblo que luchó contra los ejércitos de Napoleón, acogían el liberalismo de las logias y del Contrat social. Era el desgarramiento de la tradición, comprometiendo seriamente la unidad católica.

En Portugal, el ministro Pombal, dotado de amplios poderes, en pleno despotismo ilustrado, reformaba la Universidad de Coímbra bajo la influencia del iluminismo europeo. Los próceres de la independencia de Brasil, y los primeros hombres de Estado, educados en Coímbra, transportaban también hacia su tierra los principios del liberalismo. Y lo mismo ocurrió en toda la América española, donde las consecuencias fueron mucho más graves, pues el Imperio, en el Brasil, no obstante sus errores, era de hecho un factor de unidad, de orden y de continuidad con la tradición, mientras que los cuatro virreinatos de España acabaron dividiéndose en múltiples repúblicas, organizadas según los principios de la Revolución Francesa y los modelos institucionales anglosajones. El «país legal» se oponía al «país real», para usar las expresiones de Tocqueville y Guizot.

Fue el origen de una crisis que permanece hasta hoy, en la sucesión interminable de regímenes que se balancean entre el caudillaje y la demagogia, perdido el sentido cristiano del poder e introducidas las fórmulas laicistas y positivistas hostiles a la Cristiandad de otrora. Una figura excepcional quiso reaccionar, el gran García Moreno, presidente del Ecuador, y por eso fue asesinado.

Las influencias anticristianas prosiguen en nuestros días, adquiriendo mayor fuerza con los medios de comunicación de masa, que forjan la opinión pública y deforman las conciencias. Las ideologías revolucionarias –del liberalismo al marxismo– provocaron una verdadera desestructuración social, por la aplicación de esquemas individualistas, que reducen la comunidad política a un agregado de individuos frente al Estado, sin reconocer la misión de las familias y de los cuerpos intermedios con sus derechos inalienables. Reacciones dichas de derecha, llenas de equivocaciones y de errores, de nada han servido sino para aumentar la confusión de las ideas y agravar los males.

Añádase la corrupción de las costumbres, acentuada después de la Segunda Guerra Mundial bajo la égide de una especiosa democracia, y se aquilatará cuánto sufre hoy la Cristiandad de las Españas en América.

Nótese bien. En todos los países, el pueblo sencillo del campo no se ha dejado contaminar tanto; conserva su fidelidad y morigeración. Pero la tiranía de la televisión, con fuerte acción subliminal que se puede percibir hasta en la publicidad, lo alcanza y lo transforma todo con sus programas disolventes.

El recato y los hábitos familiares de inspiración cristiana se pierden mientras se va esparciendo el american way of life, diseminado también en naciones de otros continentes.

Propaganda criminal de medios artificiales para la restricción de la natalidad, hecha por agencias internacionales al servicio de poderosas fuerzas imperialistas y mundialistas, penetra en las selvas amazónicas esterilizándose mujeres entre poblaciones indefensas.

5. Por una nueva Reconquista

Al acercarse el V Centenario del Descubrimiento y Evangelización, los enemigos de España renuevan las versiones de falsificación de los hechos suscitadas por la leyenda negra. Ya están ellas definitivamente refutadas: desde Julián Juderías, en obra capital, hasta Jean Dumont, aguerrido defensor de la verdad histórica, en la Francia de nuestros días, todo se ha dicho, incluso sobre la leyenda negra hispanoamericana. Deplorablemente, la leyenda se relanza hoy y es instrumentalizada por los secuaces de la teología de la liberación.

Baluarte del Catolicismo, España fue en los primeros tiempos de la revuelta protestante, y sigue siendo hasta hoy, blanco principal de cuantos se oponen a la influencia de la Iglesia en la civilización. Conmemorándose el medio milenio, las fuerzas del Averno rugen rabiosas. Se acusa a España de haber destruido las culturas originales de los indios con propósitos imperialistas y métodos de crueldad. Quieren revalorizar culturas que admitieron la antropofagia, el asesinato de prisioneros de guerra, el sacrificio de niños a los ídolos, el corazón arrancado en vida y otras prácticas ominosas, desaparecidas con la cristianización', que elevó a los salvajes a un nivel de la más alta espiritualidad.

Para celebrar condignamente este V Centenario, hay que enseñar la verdad histórica, defender los valores cristianos perennes, vivificar con ellos las estructuras sociales deterioradas por las ideologías y los agentes de la Revolución.

Será la nueva evangelización, recuperando el sentido más profundo de la trayectoria de nuestros pueblos, hermanados en la Cristiandad hispánica.

En esta. Sevilla que el rey San Fernando reconquistó para Cristo, cumple alzar un clamor de convocación: ¡vayamos hacia la nueva Reconquista!

* Tenemos el honor de publicar «este texto póstumo del profesor losé Pedro Galvão de Sousa, catedrático que fue de Teoría del Estado en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo (Brasil), que fue desarrollado en Sevilla en la XXX Reunión de amigos de la Ciudad Católica. En Verbo, núm. 305-306, mayo-julio de 1992, se encuentran las necrológicas que le dedicaron Miguel Ayuso, Estanislao Cantero y Juan Vallet de Goytisolo.

[1] Marcelino Menéndez y Pelayo, «San Isidoro», Cervantes y otros estudiosos, Colección Austral (251), Madrid, 1941, pp. 17-19.

[2] Desde Charles Fletcher Lummis, Los exploradores españoles del siglo XII, trad. castellana de Antonio Cujas, 15ª ed., Barcelona, Araluce, hasta, recientemente, el Cardenal Joseph Höffner, Kolonialismus und Evangelium, en traducción portuguesa: Colonización e Evangelio, Etica da colonização espanhola no século de ouro, 3ª ed., Rio de Janeiro, Presença Edições, 1986, hay una abundante literatura al respecto. Sin olvidar estos dos libros del historiador argentino Vicente D. Serra, El sentido misional de la conquista de América, 1ª edición, Madrid, Publicaciones del Consejo de Hispanidad, 1944, y Así se hizo América, Buenos Aires, Biblioteca Dictio, 1977. Escribe el norteamericano Lummis en el prefacio del libro citado: «Las razones de que no hayamos hecho justicia a los conquistadores españoles son, sencillamente, porque hemos sido mal informados. Su historia no tiene paralelo».