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Número 371-372

Serie XXXVIII

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Concilio, Código, Catecismo. A propósito de un nuevo libro de José Orlandis

CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
A PROPÓSITO DE UN NUEVO LIBRO !JE JOSÉ OLANDIS <º>
POR
ÁLvARo o'ORS
Este nuevo libro de mi admirado don José Orlandis nos
muestra, una vez tnás, la excepcional categoría del autor. La cifro
ahora especiahnente, no ya en su indiscutida co1npetencia inte­
lectual y en la admirable tersura de su estilo literario1 sino en una
virtud que yo siempre he alabado en él, que es la de un gran
dominio de sí mismo, que podemos estimar como ejemplar for­
taleza moral. Porque
no podemos olvidar que, bajo su pulcra ves­
timenta
de clérigo celoso de su ministerio, puede bullir en él la
pasión de un "alférez provisional" que efectivamente fue de nues­
tra Cruzada; que así la llamaron los obispos de España desde el
primer momento: Olaechea,
en Pamplona, en agosto, y Plá y
Deniel,
en Salamanca, en septiembre del mismo año 1936. Pero,
en todo momento, la congruencia personal queda en él mode­
rada por el decoro de su cumplido estado, con una discreción
compatible con la suficiente objetividad
de un historiador de pro­
fesión, que es, ante todo, un sacerdote de vocación. En este sen­
tido se explica, por ejemplo, que no haya querido citar, a lo largo
de sus páginas, el concurrente libro lota unum, de Romano
Amerio, un libro ortodoxo pero terrible, que el autor no pudo
desconocer, y sobre el que yo llamaba la atención del lector, en
Verbo, 1987, pág. 1056 (de menos interés histórico, el comple­
mento
póstumo Stat Verltas).
(") ]. ÜRLANDIS, Lalgksia católica en la segunda mitad del sigloJJX(Palabra,
Madrid, 1998), 304 págs.
Verbo, núm. 371-372 (1999), 153-176. 153
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El respeto y admiración que tengo por el autor no impiden
que yo me vea más desembarazado para tratar de aquella expe­
riencia vital que nos ha sido co1nún, y 1ne atrevo a entrar en un
franco diálogo con él: será como si, salvando el anacronismo, se
entretuvieran en a1nistosa charla, en el mismo parapeto, el oficial
de Infantería y su Capellán, sentados ambos sobre sendas cajas
de 1nunición, ya vacías.
• • •
El libro discurre serena y equilibradamente a lo largo de doce
capítulos: la primera mitad de ellos, sobre la "época del Concilio
Vaticano
II", desde las postrimerías de Pío XII a Pablo VI, y la
segunda, sobre
"la Iglesia en tiempos de Juan Pablo II", con un
previo capítulo sobre el brevísimo pontificado de Juan Pablo l. En
esta segunda parte es
donde el autor se enfrenta más ampliamen­
te con las cuestiones de mayor actualidad. Un capítulo final con­
clusivo destaca la santidad de la Iglesia de hoy. No falta
un índice
alfabético de non1bres, docun1entos y 1naterias, que, como siem­
pre, es selectivo, pero, por
eso 1nismo, orientador acerca de las
intenciones del autor
y, en este caso, de su discreción; por eso fal­
tan en él letnas co1no, por eje1nplo, "derecho", "co1nunis1no",
"1nasonería", "integris1no", "excomunión", "cruzada", "capitalismo"
(también "economía"), "liberalismo", etc., a pesar de
tratar de estos
te1nas, 1nás o menos directamente, a lo largo del libro; esto, apar­
te la ausencia de algunos nombres personales que tampoco apa­
recen en el texto, y que un lector podría echar de 1nenos.
No
voy a reseñar esta excelente obra (ya lo hizo 1ni amigo
Javier Nagore), sino a incidir en algunos pocos puntos de una
historia para todos tan entrañable, con:io es la de nuestra madre
la Igl~sia en una época intensamente vivida por todos.
La trilogía que antepongo a este comentario alude a lo que,
en 1ni opinión, han sido los tres 1nomentos "reales" -tres "mo­
numentos" o señales para la
Historia-1nás conspicuos de la
Iglesia Católica en esta segunda unidad del siglo XX: el Concilio
Vaticano
II (1962-1965), el Código de Derecho canónico (1983) y
el Catecismo de la Iglesia Católica (1992). Del mismo
modo que
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al Concilio de Trente, del siglo XVI, siguió el reconociiniento ofi­
cial
del Corpus Iuri Canonici, de Chappuis, y el "Catecismo de
Párrocos"
de San Pío Y y, en el siglo XJX, al Concilio Vaticano I
siguió el "Catecismo"
de San Pío X y el Código de Gasparri, de
1917, así también, en este nuestro siglo XX, los nuevos Código y
Catecimo siguieron al Concilio Vaticano
11, y dependen igual­
mente de él en su inspiración y contenido.
El rasgo co1nún de estos tres 111onun1entos de nuestro siglo y,
por lo tanto, de la tónica general de la Iglesia dentro de este
marco te1nporal de los últimos cincuenta años, ha sido una acti­
tud declaradamente pastoralista, es decir, de aproxi111ación al
mundo, de cuya salvación cura la Iglesia: más pastoral que dog-
1nática,
y, por ello, 111enos juñdica. El aspecto positivo de lo pas­
toral ha venido a coincidir
con el negativo de la crisis del dere­
cho secular, que se 1nanifiesta universahnente desde el segundo
tercio del presente siglo. La Iglesia no podía sustraerse del todo
a esta crisis universal de su contorno histórico. Co1no jurista, no
puedo menos de tener presente esta crisis del derecho (").
• • •
La primera mitad del siglo xx había concluido, en 1950, con
acontecimientos trascendentales como la definición dogmática de la
(º) Habiendo tratado yo muchas veces de temas relacionados con la mate­
ria
de este libro, me limitaré a hacer aquí tan sólo unos pocos reenvíos, en aten­
ción a los lectores
de Verbo, de algunos artículos publicados en esta revista, que,
en el texto, aparecen referidos por el año:
1985 (235-236) págs. 667-687: Potestad y autoridad en la organización de la
Iglesia.
198éi (243-244) págs. 373-387: La crisis del derecho penal.
(245-246) págs. 645-655: Las sugerencias del Sínodo de 1985.
1987 (257-258) págs. 799-805: Los laicos en el nuevo Código de Derecho Ca-
nónico.
(259-260) págs. 1041-1056: El Pre-Concilio.
1988 (261-262) págs. 113-124: Iglesia universal e iglesia particular.
1991 (297-298) págs. 1069-1087: Sobre la Encíclica "Centesimus annus".
1996 (345-346) págs. 505-526: Claves conceptuales.
1998 (365-366) págs. 441-464: l.a legítima defensa en el nuevo Catecismo de
la Iglesia Católica.
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Asunción de María y la Encíclica Humani generis, en la que el
Papa "reflejaba su profunda inquietud ante las nuevas corrientes
doctrinales
que irrumpían con fuerza en el horizonte de la Teo­
logía" (pág. 14). Luego,
aunque el autor no se refiere a ella, la
importante Encíclica
Haurietis aquas (de 13 de mayo de 1956)
sobre el culto del Sagrado Corazón de Jesús. Pero
no faltaban ya
algunos indicios de reformas profundas como las de la Constitu­
ción
Christus Domtnus, de 6 de enero de 1953, en la liturgia y
disciplina de la Iglesia (pág. 14), antecedente de
la refonna litúr­
gica que el Concilio
se adelantó a hacer con la Constitución
Sacrosanctum Concilium, cuya aplicación por el "audaz" (pág. 73)
Bugnini fue "mucho más lejos de lo previsto" (pág. 72).
El "Índice de libros prohibidos" no se había vuelto a publicar
desde 1948, y Pablo
VI había de abolirlo en 1967, a la vez que la
"Congregación del Santo Oficio" pasó a llamarse "para la doctri­
na de la fe" (pág. 60). Dice el autor que aquel índice "se había
convertido en un anacronismo, dadas las cirCl;lnstancias tan dife­
rentes de la vida y de la comunicación social en el mundo con­
temporáneo"; pero yo no sé si la razón efectiva de renunciar a
esa forma de censura no fue la imposibilidad material de abarcar
toda la producción literaria; porque
la necesidad de tal censura
era necesaria para orientar las lecturas de los fieles y advertirles
de errores en materia de fe y de costumbres, pero los límites de
lo que podía considerarse contrario a las "buenas costumbres"
eran prácticamente indefendibles, y no faltaba cierta propiciación
del pluralismo doctrinal.
En todo caso, la falta de orientación sir­
vió para divulgar errores graves, aparte la inevitable inmoralidad
de gran parte de la literatura que hoy invade el mercado.
El hecho histórico que vino a marcar el comienzo de una
nueva época fue el final de la Guerra Mundial en 1945. Ya Pío XII,
al fundarse, en 1957, como secuela de aquel final, la Unidad
Europea, había expresado
su esperanza de una nueva era de paz
constructiva (pág. 16). El mismo autor parece participar ahora de
este optimismo,
al decir que "el desprestigio del marxismo, la
desaparición del Imperio soviético, la descolonización
han sido
otros tantos factores favorables en el catnino hacia una mayor
libertad en la existencia de esta humanidad a la que los progre-
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CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
sos de la técnica han hecho que esté cada vez más comunicada y
sea en cierta medida más solidaria y responsable de su propio des­
tino" (pág. 7 y sig.). Este optimismo del autor
debe ser siempre
bien recibido, aunque no dudo de que muchos lectores tendrán
sus reservas, no sólo ante los hechos alegados co1no causantes de
esperanza, sino también sobre los resultados que parecen admitir­
se con10 positivos. Pero no creo oportuno entrar en diálogo con el
autor sobre este optitnis1110 suyo; sólo 1ne atrevería a decir que,
siendo cierto lo que dice el autor (pág. 8), de que "la autoridad del
Pontificado
se ha elevado hasta tal punto que el Papa puede con­
siderarse hoy con10 la conciencia 1noral del n1undo", esto no
puede extenderse a la Ética; porque la Moral se refiere a la con­
ciencia indiVidual,
en tanto la Ética resulta sie1npre de una con­
vención social más o menos explícita (Verbo, 1995, págs. 514 y
sigs.), y ésta, francamente,
parece mantenerse del todo indiferente
a la autoridad del Papa,
pues no ha mejorado en nada, a través de
distintas fases políticas,
en todo el mundo.
La orientación pastoralista de la Iglesia, por su nlisn1a natu­
raleza, manifestaba una escasa voluntad de la imperplejidad y
decisión propias del derecho: una co1no renuncia a lo "definiti­
vo" y hasta también a lo "definitorio", con la consiguiente acep­
tación de posibles cambios füturos y posibles variantes de un
actual "pluralismo". A esta distinción entre lo definitorio y lo defi­
nitivo,
es decir, entre lo que excluye lo que queda "fuera" y lo de
"después", me refería yo en Verbo, 1996, pág. 505. Ahora ha
alcanzado especial importancia con la Carta apostólica Ad tuen­
dam Jidem, de 8 de mayo de 1998, que distingue la "incomuni­
cación" en uno y otro tipo de proposiciones pontificias; pero el
autor
no pudo conocer este docu1nento al escribir su libro; tatn­
bién parece un añadido de últin10 1nomento la mención que
él
hace (en la lista de pág. 172) de la Encíclica Fides et Ratio, de
noviembre del mismo año 1998. La aceptación de lo actualmen­
te contradictorio
supone una quiebra -ahora aceptada por los
filósofos-del "principio de contradicción", y la del cambio, una
esti1nación de lo nuevo co1no algo positivo.
Esta consideración de lo "nuevo" co1no "1nejor" no deja de
tener cierto apoyo en la mentalidad cristiana. En efecto, para la
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111entalidad pre-cristiana, lo nuevo era sie1npre un deterioro de lo
anterior, pues, de hecho, la naturaleza, por sí misma, tiende a
degenerar 1nás que a 1nejorar; en can1bio, para el cristiano, la
gran novedad de la Redención redíme, no sólo a la humanidad
caída, sino a lo "nuevo". Con esta contraposición es consecuen­
te el sentido del tiempo: para el pagano, el tiempo discurre hori­
zontaln1ente, sin excluir el "eterno retorno", de modo que lo
nuevo desplaza
lo antiguo; para el cristiano, el tie1npo es ascen­
sional, de 1nodo que lo nuevo supera lo anterior
y acerca a Dios:
se superpone a lo antiguo sin aniquilarlo. De ahí la esencial acep­
tación cristiana de "lo nuevo", y la apertura de la Iglesia a su pro­
pia superación;
no es casual que la palabra modernus sea una
invención cristiana. Sólo que, para una 1nentalidad cristiana secu­
larizada, este progreso
no es ascensional, sino revolucionario y,
de puro hun1ano, antidivino.
Efectivamente, el giro pastoralista de la Iglesia, al buscar la
adecuación con 'el inundo, manifestaba la aceptación de cierta
indetenninación de sus declaraciones. Y así
se explica que estos
tres 1nonumentos se presentan co1no doblados por otro én cier­
to
111odo rectificativo: el Concilio, por un Sínodo, el Código gene­
ral, por otro oriental, y el catecismo originaria1nente francés, por
otro latino.
• • •
El Concilio Vaticano II, que había sido precedido por un
Sínodo Romano, en 1960, fue luego completado por un Sinodo
universal de obispos (institución nueva) de 1985.
El Sinodo Romano de 1960 se habla proyectado como un
"pre-Concilio" preparatorio del Concilio universal que había de
seguir irunediata1nente, pero su orientación clara1nente tradicio­
nalista fue pronta y radicalmente subvertida en el Concilio; con
gran delicadeza Orlandis prefiere no subrayar este cambio brus­
co
que yo sí me atreví a destacar en Verbo de 1987. Habria que
comprobar cuándo Juan XXIII empezó exactamente a hablar de
"aggiorna1nento". Esta palabra podía entenderse en el sentido de
actualización de la doctrina tradicional, pero es evidente que el
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CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
Papa aceptó prontamente lo tramado por un grupo muy activo
de padres conciliares en contra de los "esquemas" previstos como
congruentes con el sínodo de 1960.
Si todos los Concilios, a lo largo de la historia, habían servi­
do para definiciones dog1náticas y condena de errores heréticos,
éste iba a ser de compenetración con los signos de los tiempos y
con el "siglo". La dificultad estaba en que, inevitable1nente, luego
se pretendió extraer abusiva111ente conclusiones teológicas y no
puramente pastorales, de lo que derivaron graves confusiones en
la Iglesia post-conciliar.
El Sínodo universal de 1985, con sus "sugerencias", no dejó
de rectificar delicadatnente algunos aspectos n1enos correctos
del Concilio, como expliqué en Verbo de 1986. Así, por ejem­
plo,
se reafirmó la "nota explicativa previa" que Pablo VI había
tenido que añadir a la Constitución Lumen gentium con el fin
de salvar el sentido jurídico de la "colegialidad" confundido
como simplemente "afectivo" por el Concilio. El autor no deja
de recordarlo en página 50 y siguientes, pero pretende omitir
la reacción que esta justa rectificación produjo en 1nuchos obis­
pos a los que no gustó verse enn1endados por el Papa, sin
comprender ellos que las declaraciones de la autoridad del
Concilio, aunque presidido por él, necesitan ser refrendadas
por la potestad del Vicario de Cristo, y puede éste también
en1nendarlas.
Esta intervención pontificia, por lo de1nás, vino a de1nostrar
la firmeza doctrinal de Pablo VI, que sólo en las funciones de
Gobierno se reconocía él nris1no como desbordado; para los
actos doctrinales,
en ca1nbio, se mostró como 111uy seguro; así,
con esta
"nota", con la Encíclica Humanae vitae, y con la pro­
cla1nación1 ante un aula conciliar reticente1 de María co1no
"Madre de la Iglesia": verdaderos desafíos contra la opinión de
muchísimos obispos. Lo que el autor dice (págs. 37 y sigs.) sobre
la personalidad
de Pablo VI y su nula simpatía por el catolicismo
español (págs. 114 y sigs.)
no debe ofuscar nuestro juicio sobre
la excepcional inteligencia de ese Papa cuyo destino trágico se
condensa en su reflexión final: "yo runo a la Iglesia, pero quisie­
ra que ella lo supiera".
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ÁLVARO D'ORS
En relación con la situación de España en ese mo1nento, sólo
a la discreción extremada del autor puede deberse la omisión del
nombre del obispo Guerra Campos, primera figura intelectual
de
nuestro episcopado, cuyo prestigio en el ambiente vaticano
quedó abatido por la franqueza con que denunció alguna clau­
dicación de sus colegas es¡)añolas con ocasión de la ley que
introdujo el divorcio vincular en España.
A la discreción del autor debemos atribuir ta1nbién su silen­
cio sobre un
gr3:ve problema de la Iglesia, que irrun1pió, incluso
con escándalo, en esta segunda mitad del siglo, pero cuya causa
es muy anterior. En efecto, la supresión del antiguo reino ponti­
ficio, con sus naturales rentas, había dejado a la Santa Sede en
una situació~ econ61nica tnuy precaria, que fue subsanada por
Mussolini en el "Tratado de Letrán" de 1929, pero con la peligro­
sa consecuencia de
que las nobles rentas fundiarias de antes fue­
ron sustituidas por las siempre oscuras del "free 1narket" y la
especulación financiera de sus '1beneficios". Valía más no hablar
de esto.
Al Concilio, como era inevitable, dedica el autor un buen
número de páginas (págs. 31-63), asi como a la personalidad de
Pablo VI, como continuador de la iniciativa de Juan XXIII tras la
muerte de éste el 8
de diciembre de 1962, recién iniciado el
Concilio, hasta
su muerte el 29 de septiembre de 1978. Su largo
pontificado coincidió, pues,
no sólo con el desarrollo del
Concilio, sino con la etapa
de confusión post-conciliar. El mismo
Papa reconocía, como dijo en un discurso de 20 de junio de 1972
(pág. 87),
que había llegado "una jornada de nubes, de tempes­
tad, de oscuridad", que
"el humo de Satanás", habla entrado por
alguna "rendija" de la Iglesia; en realidad, se le hablan abierto las
puertas a la vez que las de todo el inundo, cuyos signos pare­
I áan ser necesarios para airear una att11ósfera algo enrarecida por
el aislamiento de un siglo de clausura pontificia. TambiénJacques
Maritain, que
habla tenido responsabilidad en los cambios recien­
tes, acabó
por cantar su palinodia en su libro La paysan de la
Garonne (pág. 98).
Podía sorprender que,
después de las condenas de Pio XII y
del mismo
Juan XXIII que, en 1959, agravó el decreto de exco-
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CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
munión del Santo Oficio de 1949, el Concilio nada dijera sobre el
Comunismo.
El autor no deja de recordar (pág. 30) el "Pacto de
Metz", por el que la Santa Sede acordaba con un delegado del
Patriarca de Moscovia no condenar oficiahnente al Con1unismo, a
cambio de que los cismáticos estuvieran presentes como "obser­
vadores"
en el Concilio, y algún otro acto de "deshielo". Como
acertadamente dice el autor, la
polltica de acercamiento al Este
-la llamada "Ostpolitik" -se debía a la convicción pontificia de
que el Comunismo iba a dominar en Europa, y no era prudente
crear una tensión de excesiva confrontación con él. Hoy pueden
pensar algunos que ese temor era infundado, pero la situación
actual del mundo nos demuestra que
no era tan desacertado.
Porque gestos como el
de la "Caída del Muro de Berlín" tienen
una significación sólo apariencial1 con10 simbólicos de un ca1n­
bio de posición estratégica. De hecho1 el Comunismo, renun­
ciando a una política económica que el Capitalismo no le tolera­
ría, goza
de la complicidad de éste para seguir imponiendo su
Ética en todo el mundo, controlando los cauces de acción social
que tradicionalmente correspondían a la Iglesia: la predicación
(ahora
por los "mass-media"), la educación y la beneficencia.
El Concilio, que no condenó el Capitalismo hoy dominante,
ta1npoco podía condenar la econo1nía socialista del Comunismo.
Así, hoy padece el mundo dos males: el Capitalismo económico
y el Comunismo ético. Cuando luego
el Papa Juan Pablo II cen­
suró el Capitalismo en su Encíclica Centesimus annus de 1991
(Verbo, 1991), se limitó a señalar la conveniencia de unos límites
más
que hacer a una condena del fondo de todo el Capitalismo,
que es la usura.
El autor (págs. 211-213) vuelve a mostrar su tacto al tratar de
una cuestión tan delicada como es la de la Econo1nía, cuando se
hace creer al mundo que no hay más alternativa que la de
Capitalismo-Comunismo. Porque es evidente que no se debe
pedir a la Iglesia una detenninada "teoría económica", sino tan
sólo la denuncia de excesos contrarios a la ley de Dios.
La "Ostpolitik", a la que el autor dedica seis páginas (págs.
126-132), se complementaba con la política
de acercamiento a los
judíos (págs. 268-270),
que llevó a una condena pontificia del lla-
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ÁLVARO D'ORS
mado "Holocausto" -del "Revisionismo" de este tópico hubiera
sido muy peligroso hablar ahora, aunque existe
realmente-, que
contrasta con el silencio acerca de la "Fosa de Katyn" y de las
matanzas de "colaboracionistas" de los regítnenes totalitarios en
distintas naciones. Parece que, definitiva1nente, la Iglesia aban­
donaba el antiguo concepto religioso de "judío" que todavía pre­
sentaba el "Catecismo" de San Pío
X, por el racista que impuso
el Sionismo decitnonónico; por eso los "judíos" dejaron de ser
"pérfidos".
• • •
En segundo lugar, el Código de Derecho Canónico, que,
junto
con el Sínodo Romano y el Concilio, entraba en el progra­
ma inicial de Juan
XXIII. También ese monumento es doble, pues
fue seguido del "Código de los cánones de las iglesias orientales"
de 1990. Como
es comprensible, el autor trata sólo brevemente
de "la renovación del derecho de
la Iglesia" (págs. 181-183), y
considera el nuevo Código como
una traducción juridica de la
Eclesiología del Vaticano
11. Señala cómo, según ésta, se ha supe­
rado "la concepción de la Iglesia como sociedad perfecta",
"poniendo el acento
e_n su consideración co1no acon1unión de
Iglesias,, en cada una de las cuales se realiza y está presente la
Iglesia universal", sin dejar de ser una "co1nunicación jerárquica"
bajo el Papa co1no "Pastor de la Iglesia universal". Se refiere con
esto a la frase "ex quibus in quibus" de Lumen gentium 23, de la
que traté de dar una explicación en Verbo, 1998, pág. 123, y no
voy a explicar de nuevo aquí.
La renuncia a lo dogtnático que iba a caracterizar esta época
implicaba un cierto abandono del sentido jurídico. De esto es un
claro sínto1na la tendencia, en estos últin1os tietnpos, a la propia
exculpación por los supuestos pecados de los antecesores, como
si el pecado pudiera ser colectivo y
no estrictamente individual;
se trata, en realidad, de gestos de innecesaria y excesiva hu1nil­
dad, cuyo efecto ad extra favorece menos que perjudica ad intra.
La crisis juñdica se 1nanifestaba también, en ese nuevo códi­
go de la Iglesia, ya por la deliberada reducción de su libro sobre
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CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
las penas canon1cas; incluso por cierta reserva, pero no muy
coherente, como diré, ante la pena máxima
en la Iglesia, que es
la exco1nunión, concreta1nente
la que la ley ünpone sin necesi­
dad de juicio (latae sententiae). Era esto algo programado ya por
Pablo VI en sus "principios" para la codificación.
En efecto, el nuevo libro
VI -que no se titula ya "de los deli­
tos y las penas", sino "de las sanciones
en la Iglesia"-ha que­
dado
muy menguado en comparación con el antiguo libro V:
sólo 89 cánones frente a los 220 antiguos. Esta deliberada reduc­
ción
de lo penal refleja ya la actual tendencia secular a la despe­
nalización y permisivis1no social¡ así co1no el abandono del sen­
tido vindicativo de las penas (Verbo, 1986).
No cabe ignorar que
el derecho canónico, en lo que no es
organización pública, ad1ninistraci6n de sacra1nentos y temas
similares, tenía dos núcleos jurídicos principales: el matrimonio y
las penas.
El derecho matrimonial era difícilmente reductible, y menos
ante la amenaza de la secularización institucional que dotnina el
mundo de hoy. Propiamente, el Derecho de los laicos, aparte
alguna 1nenudencia clerical, sigue consistiendo en el 1natrimonio,
que es lo que más les distingue de los clérigos (Verbo, 1987). En
realidad, cuando
se dice que la Iglesia defiende la familia, lo que
reahnente ella defiende es el matrimonio canónico, con la natu­
ral secuela de la educación católica de los hijos. Nada más, pues
la Iglesia como tal no se compone de familias, como sí se com­
pone de ellas la sociedad civil, sino de individuos bautizados. Por
eso 1nis1no, lo que es absolutamente esencial para la indentidad
e integridad institucional de la familia, que es la discriminación
de lo ilegítimo, eso es algo que no interesa al derecho canónico,
ni,
por lo que se puede ver, a la doctrina general de la Iglesia.
Del nuevo código ha desaparecido hasta un 1nínitno residuo de
esa discriminación a efectos del orden sagrado.
En el empeño por arruinar la institución familiar coinciden el
Comunismo y el Consumismo,
que se reparten el dominio del
mundo.
El autor no deja de señalar esta situación actual como
muy grave (págs. 199-210, incluyendo la corrupción sexual), ni
.,
de gestacar la relevancia que en esa lucha tiene la facultad de
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ÁLVARO D'ORS
divorciarse, que atenta, no ya contra la vida de individuos, como
el feticidio, sino contra la misma institución. Una atención espe­
cial dedica el autor al caso del divorcio
en Italia (págs. 146 y sig.)
por la ley de 1970. Parece entender que la iniciativa del referén­
dum abrogativo de esa ley fue de la Democracia Cristiana, enton­
ces en el gobierno en coalición con socialistas y masones. Pero
esta historia la viví yo In sttu y de cerca, por ser el promotor de
ese referéndum mi colega y amigo Gabrio Lombardi; y a él le oí
quejarse, a lo largo
de todo el trámite, de que no había encon­
trado
en la iglesia oficial de Italia el apoyo que se daba al parti­
do, y
de cómo el causante del fracaso había sido el presidente
del gobierno, Andreotti,
que astutamente había conseguido apla­
zar la votación
popular por dos años, hasta 1974, con el fin de
que se enfriara el ardor antidivorcista. Se le atribuían a él, o a
alguien
de los suyos, estas palabras: "Si perdemos el referéndum,
lo habremos perdido;
pero si lo ganamos, estamos perdidos",
pues, al ganarse, se desharía- la coalición guberna1nental. La
experiencia negativa de Italia había de influir en España, pero
sobre la actitud de la Iglesia oficial en este momento, ya he dicho
que el autor prefiere no hablar.
El derecho penal, por su lado, ha quedado marginado en el
nuevo Código, como menos digno de la espiritualidad de la
Iglesia y hasta, en cierto 1nodo, co1no atentatorio contra la "dig­
nidad" de las personas, de la que hablaré a propósito del Cate­
cismo. Como decia, Pablo
VI pretendía reducir a un mínimo las
penas ipso Jacto, y concretamente la de excomunión; sin embar­
go, el resultado no ha sido tan congruente con ese su deseo,
pues sigue siendo latae sententiae, según el canon de 1364, la
excomunión
por apostasía, herejía o cisma; según el c. 1367, el
trato sacrílego
de la Eucaristía; según el c. 1370, el atentado físi­
co contra el Papa; según el
c. 1378, la absolución sacramental
del cómplice (sin distinción
de sexos) de fornicación; según el
c. 1388, la violación del sigilo de confesión. Pero se han añadido
(c.
1398) el caso de feticidio ("aborto procurado", dice la ley, por
eufe1nismo), y (c. 1382) el de "consagración episcopal" sin man­
dato pontificio.
El nuevo caso del feticidio ofrece la dificultad
práctica
de que ese delito suele pasar desconocido, y por ello,
164
Fundaci\363n Speiro

CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
resulta difícil la aplicación práctica de exclusión de los sacra­
mentos: queda así co1no sanción de "fuero interno" contra lo
deseado por Pablo VI, que pretendía "juridificar" lo más posible
el derecho de la Iglesia. A
ese mismo deseo correspondía el de
constituir
un sistema jurisdiccional de "contencioso administrati­
vo" que, naturalmente, fracasó tras algún intento; del mismo
modo que hubo que
renunciar, afortunada1nente, a la pro1nulga­
ción de una "lexfundamentalis" a imitación de las "constitucio­
nes" políticas de los Estados. Con
su habitual discreción, dice el
autor (pág.
71): "La •ley fundamenta! .. era, sin duda, una iniciati­
va interesante;
pero encerraba indudables dificultades y no llegó
a prosperar"; en mi opinión, era un error increíble1 ya que el
"fundamento" de la Iglesia no podía ser una ley, por sí mis1na
mudable, sino el 1nismo Jesucristo, cuya voluntad fundacional es
inmutable.
La misma pretensión de formalizar "derechos subjeti­
vos" de los
fieles, en un momento en el que incluso el derecho
secular parece superar ese lastre protestante, resultaba inviable
en un orden estructurado por "deberes" más que por "facultades".
Más problemática resulta todavía la excomunión del canon
1382, cuyo extraño origen conviene tener en cuenta, sobre todo
a la vista de las consecuencias lamentables que su aplicación ha
tenido en el caso de Monseñor Lefebvre, del que el autor trata
convenientemente (págs. 113-114 y 236-240). Porque es evidente
que todo obispo, por su potestad de origen divino puede orde­
nar a otros obispos, pero Pío
XII, ante el caso de un obispo chino
que iba a multiplicar el nú1nero de obispos comunistas, decidió
prohibir la ordenación episcopal sin su permiso. Esta prohibición
pasó luego al nuevo Código; y resulta así que una ordenación
episcopal "válida" (aunque "ilícita":
c. 1013) es, sin embargo,
causa de excomunión para
el obispo que ordena y el ordenado.
Un resultado chocante: que un acto válido sea castigado con la
pena máxilna de la excomunión; porque en el caso en cierto
modo análogo de canon 1378, la absolución del cómplice de for­
nicación es inválida (salvo caso de peligro de muerte), y
no sor­
prende que sea penado. Se ve, en esta recepción de la prohibi­
ción decretada por Pío XII, cómo la inserción en la ley de un pre­
cepto extraño
puede producir perplejidad por su incoherencia
165
Fundaci\363n Speiro

ÁLVARO D'ORS
con el conjunto legal. Resultó así que Monseñor Léfébvre, del
todo conforme
con la tradición dogmática, incluso en te1na de
infalibilidad pontificia,
quedó excomulgado cuando tantos otros
teólogos heréticos u obispos sin "comunicación con
el Papa" han
quedado indemnes. No quiero justificar con esto la actitud de
Léfébvre, al que yo creo que faltó la esperanza de que "su razón"
podía perdurar sin ordenar obispos adictos, sino
tan sólo_ señalar
un desajuste juridico del Código.
A pesar de
tratar el autor, con cierta extensión de las "sectas"
(págs. 240-248), no se fija en el caso de la excomunión latae sen­
tentiae de los masones, expresan1ente prevista en el antiguo
canon 2335. El nuevo canon 1374 se limita a imponer "una pena
justa" a los que se inscriben en "una asociación que maquina
contra
la Iglesia", sin 1nencionar expresamente a la secta masóni­
ca. Esta omisión
vetúa a agravar la confusión que había surgido
acerca de
la incompatibilidad para un católico; confusión surgida
hacía algunos años por desgraciados intentos de aproximación,
que obligaron a que la Congregación de la doctrina de la fe, en
1974 y en 1981, declarara vigente el antiguo canon 2355; a la vez
que se promulgaba el nuevo Código, que suprimió en ese caso
la
excomunión y la mención de la Masoneria, aquella Congrega­
ción reiteraba en el mismo 1983 la condena anterior; pero el
hecho es que, en todo caso, la condena había perdido ya la gra­
vedad de la excomunión, por lo que los incursos en ese delito
podían quedar absueltos mediante una confesión ordinaria,
en
las debidas condiciones. Este cambio no puede menos de haber
dejado dudas, fomentadas además por cierta equiparación popu­
lar de los masones con los judíos, como grupos perseguidos en
Europa durante la Guerra Mundial.
No deja de señalar el autor
la situación.prácticatnente cis1ná­
tica de algunas naciones europeas (págs. 229-236). Sigo creyen­
do en la necesidad de un modo de censura doctrinal -de "inco­
munión"
(Verbo, 1985, pág. 679)--que ilustre a los fieles sobre
la no-catolicidad de la doctrina de algunos obispos que se opo­
nen abiertan1ente a la doctrina pontificia cuyo rechazo no cons­
tituye delito sancionable
con la exco1nunión. Efectiva1nente, uno
de los grandes problemas de esta Iglesia post-conciliar es el de la
166
Fundaci\363n Speiro

CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
"incomunión" de muchos obispos con el Papa; porque es indis­
cutible la potestad originariamente divina de los obispos como
sucesores de los Apóstoles, pero, al tnismo tie1npo, la necesidad
de su comunión con el Papa, Vicario de Cristo, para ejercer legí­
timamente la potestad y la autoridad
que les corresponde: "en
unión con su cabeza y nunca sin esa cabeza" (c. 336), "en comu­
nión jerárquica con la cabeza" (c. 375), "en comunión con la
cabeza" (c. 753).
Otro principio señalado
por Pablo VI como directivo para la
confección del Código fue el
de "subsidiariedad", en el sentido
de una "descentralización" de la potestad. Pero resultó evidente
que tal principio, válido para la organización de la sociedad civil,
la cual se estructura
de abajo-arriba, no lo era para la eclesiásti­
ca, que sigue el orden inverso, es decir, jerárquico, y adinite la
"desconcentración" de funciones, pero nunca la "descentraliza­
ción" propia de la "subsidiariedad". Ya en el Sínodo de 1985 se
había señalado delicadamente la improcedencia
de este princi­
pio, al decir (II C 8 a) que había
que estudiar mejor su aplicación
en la Iglesia.
Como ya
he dicho, el Código de 1983 fue seguido de otro
nuevo sobre las iglesias católicas orientales. No puede negarse
que la "Ostpolitik" tuvo que ser dolorosa para ellas, y que no
cabe esperar hoy 111ucho sobre el acerca1niento con sus adversa­
rios cismáticos. Sí es interesante observar que, también muy deli­
cada1nente, en ese código oriental de 1990~ se introducen algu­
nos retoques del anterior código general del 83.
Puede no haber rectificación en la 01nisión, en ese código
oriental, de
las "conferencias episcopales que, aparte su falta de
fundamento· teológico, ya universalmente reconocido, encajaban
1nal en la estructura de los Patriarcados, pero sí la hay en otros
puntos del ordenamiento legal. Así, una rectificación del Código
de 1983 puede verse en este oriental de 1990 a propósito de las
pretendidas asociaciones "privadas"
de los fieles. Por un deseo de
aparentar el reconodntiento del derecho .de asociación co1no
"derecho humano",
la Iglesia parecía adtnitir tales asociaciones
privadas en los cánones 299 y siguientes, pero, de hecho, el
necesario control jerárquico de ellas venía a lintitar incluso a anu-
167
Fundaci\363n Speiro

ÁLVARO D'ORS
lar prácticamente tal "derecho". Ahora, en el c. 573,2 del Código
oriental, se viene a relativizar esa facultad,
en el sentido realista
de que, aunque la iniciativa sea privada, el régimen de toda aso­
ciación es siempre "público".
En fin,
en algún otro detalle se puede observar una clara rec­
tificación: a propósito del matrimonio bajo condición. Por una
equívoca retniniscencia de los antiguos esponsales, que, por su
naturaleza, sí eran susceptibles de contraerse bajo condición, el
Código de 1983 rectificó, aunque sólo en el sentido de excluir
únicamente
la condición de futuro (c. 1102), pero manteniendo
la posibilidad de la "condición de pasado o
de presente", a pesar
de
que la comprobación del cumplimiento de ella era siempre
"de futuro". Ahora, el Código oriental (c. 826) viene, acertada­
mente, a excluir toda condición en el contrato de 1natri1nonio.
Este Código oriental podía resultar especialmente interesante
a propósito del "Ecu1nenismo", es decir, de la necesaria reinte­
gración de todos los cristianos a
la Única Iglesia -"unam sanc­
tam '!.....__ que es la Católica. Es interesante observar, a este respec­
to, una nueva rectificación en el Código oriental, que sólo habla
de "Ecumenis1no" frente a los Protestantes, y no frente a los
Cismáticos orientales, que, naturalmente, considera
1nucho más
próximos
..
El autor no ha dejado de destacar el nuevo afán "ecuménico"
de la Iglesia (págs. 60 y sig., 77 y sig. y 259-270), que sigue sien­
do de gran actualidad. Hay que reconocer, de todos modos, que
los avances visibles en este intento de acercamiento de los here­
jes y cis1náticos son 1nuy escasos, y hasta contradictorios. En efec­
to, las expectativas de integración de los cistnáticos orientales,
que podían esperarse como posibles sobre todo bajo un pontifi­
ce "oriental" como el actual, se han visto fl\lstrados, no tanto por
la inco1nodidad de los católicos orientales, cuanto por motivos
políticos como el favor de la Iglesia al separatismo de los católi­
cos croatas frente al Estado serbio, heredero de la artificial
Yu­
goeslavia "ortodoxa". Por otro lado, los esfuerzos de aproxima­
ción respecto a los Protestantes han servido más para relajar cier­
tas tradiciones tridentinas que para convencer a los herejes; en
cambio, sorprendentemente, la Iglesia ha recuperado ciertos gru-
168
Fundaci\363n Speiro

CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
pos de cismáticos anglicanos, escandalizados por el abuso de la
ordenación de mujeres
en su propia disciplina. En fin, la cuestión
ecuménica sigue abierta, aunque, por ahora, los resultados sean
algo decepcionantes. La cuestión sigue siendo ésta: ¿Puede una
ruptura
por causas "políticas" enmendarse por una reflexión tan
sólo doctrinal?
• • •
En tercer lugar, al Catecismo de 1992 dedica el autor un par
de páginas (págs. 185-187), sin mencionar la doble versión, la
francesa (de la que
dependen otras en distintos idiomas) y la muy
posterior latina, de 1997; sin duda, por haber escrito antes de la
publicación de
la edición latina, que podemos presumir sea la
oficial de la Iglesia. Esta dualidad, como
en el caso del Concilio­
Sínodo y del doble código occidental-oriental, presenta también
el interés de haber servido para introducir alguna rectificación.
Así, por ejemplo, el error que supone hablar de "unión" en vez
de "unidad" respecto a la Santísima Trinidad; alguna rectificación
más recojo yo
en Verbo, 1998, págs. 441 y sig.
Ya el 1nismo hecho de esta traducción oficial presenta la par­
ticularidad de que ambas versiones
son "auténticas" y sus pala­
bras pueden interpretarse recíproca1nente.
Es n1ás: podemos te­
mer que
la pri1nera versión francesa siga valiendo co1no "oficial",
pues el conocüniento del latín, ta1nbién entre los clérigos,
es cada
día más escaso; resulta lamentable comprobar -la falta de ejem­
plares
en las librerías "religiosas" lo prueba-que los clérigos de
hoy, al menos
en España, no usan la "Liturgia de las Horas" en
latín, sino en la poco segura traducción vernácula. Después de
todo,
es un signo de "conformación con el inundo".
Como es notorio, la traducción del latín a una lengua moder­
na
no ofrece tanta dificultad como la contraria. Es así porque un
texto latino está pensado con una mentalidad que ha servido
para for1nar la 1noderna, dentro del 1narco de una educación
hu1nanística,
en tanto la tnentalidad que inspira un original en
lengua moderna suele ser muy extraño y hasta incompatible con
el latín. Pensemos tan sólo en expresiones hoy muy corrientes,
169
Fundaci\363n Speiro

ÁLVARO D'ORS
como "to1nar conciencia'', la ."legititnidad" co1no distinta de la
"legalidad", "realizar valores" y la misma palabra "valores", que
no se pueden traducir exactatnente en latín; sien1pre recuerdo
có1no el
"ardo bonorum '1 de la Encíclica Pacem in tenis se tra­
dujo por "jerarquía de valores": una licencia que resultaría exce­
siva en caso de retroversión. De ahí que el nuevo Catecistno lati­
no presente un vocabulario poco latino, forzado por términos
111odernos extraños para la mentalidad "romana".
Pero en relación con esta distancia de mentalidades, está el
hecho de que, aunque hayan intervenido personas de distintos
idio1nas, el texto originario del Catecismo se resiente de cierto
intelectualisn10 francés, y precisamente
en un 1no1nento en que
la cultura francesa se caracterizaba por la inmersión del derecho
en la sociología; un mo1nento de clara decadencia del estudio
jurídico en Francia. Con ese estilo más filosófico y sociológico
que propiamente dogmático y jurídico está el hecho realmente
notorio de que, en este nuevo Catecis1no, San Agustín esté
mucho más presente que Santo Tomás; esto dice bastante del
talante intelectual de sus redactores.
En general, adolece el Catecismo de
un estilo poco "definito­
rio", del que quizá resulte muy dificil extraer reducciones cate­
quéticas escolares como las derivadas del antiguo, con sus pre­
guntas y respuestas. Un estilo conceptual, el suyo, poco memo­
rizable, siendo así que una catequética eficaz no es concebible
sin
el recurso a la n1e1noria. Porque la me1noria, potencia del
alma que se vale preferenten1ente del ·oído, es ünprescindible
para la comprensión y propagación de la fe. Toda catequesis es,
en principio, auditiva -.fides ex auditul--, precisamente porque
debe ser memorizada. Nada más lejos de los redactores del
nuevo Catecismo, que ni siquiera con los resúmenes que pre­
sentan al final de sus series articuladas ofrecen palabras reducti­
bles a frases memorizables, y
por ello resultan inútiles para la
catequesis. La idea de "símbolo de la fe" nos da la pauta de lo
que debe ser un texto catequético: puede ser más o menos
a1nplio, pero sietnpre 1nemorizable. Si se lla1na "sí1nbolo" es pre­
cisamente porque sirve co1no pieza de rápido reconocimiento de
la ortodoxia personal, a 1nodo de tarjeta de visita entre cristianos.
170
Fundaci\363n Speiro

CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
Así, pues, por su mis1no estilo "1noderno", y esencialmente
antijurídico, el Catecismo, como el Concilio de que depende, se
ofrece como
poco dogmático. El autor observa acertadamente
(pág. 186)
que la iniciativa de este Catecismo no partió del Con­
cilio, sino del Sínodo
de 1985. La idea de hacer un catecismo sur­
gió en este sínodo co1no para paliar la excesiva renuncia del
Concilio a proponer fórmulas dogmáticas, con la que se ponía en
peligro la conservación de una fe no-cuestionable. Se puede ver
ahí otra rectificación
de la tónica pastoralista conciliar, pero no es
menos cierto que el Catecismo
vino a plasmar la doctrina del
Vaticano II, y se resiente todavía del tono de "indeterminación"
del Concilio al concebirse co1no "una pauta para los catecismos
o compendios que
se redacten en los varios países", co1no decla­
ra ya, en la constitución "Fidei depositum" de 11 de octubre de
1992, el Papa Juan Pablo !l. Subsiste, pues, el riesgo de que, no
ya por variantes de traducción, sino por nuevas redacciones dis­
crepantes,
no se conserve una doctrina definitiva1nente unívoca;
de hecho, siguen circulando catecis1nos
1nás o 1nenos nacionales
que no se ajustan bien a esa pauta oficial de la Iglesia católica.
También ahí el riesgo del pluralismo se cierne sobre la "unidad
católica"
de la que depende la santidad de la Iglesia. Ya el mismo
abandono del latín como lengua oficial de la Iglesia favorece ese
"pluralismo".
Este espectro del pluralismo trasciende a la Iglesia desde el
mundo actualmente agnóstico. El Catecismo no deja de resentir­
se
de esa influencia cuando exalta la libertad por encima de la
responsabilidad personal; ya
en el índice alfabético puede verse
que las referencias a aquélla duplican las de la responsabilidad.
Parece haberse llegado a aceptar el concepto revolucionario de
que la libertad es lo esencial, y la responsabilidad, tan sólo una
consecuencia incó1noda de ella, que uno desearía evitar.
La exaltación de la libertad procede también de la seculari­
zación y, en concreto, del liberalis1no de la Resolución Francesa,
confirmadora de la Revolución Protestante, y de la que la llama­
da "Teología de la liberación", de la que el autor se ocupa con
cierta amplitud (págs. 217-228), es una secuela. A este propósito
quisiera observar
que J. B. Metz no fue el "inventor", como dice
171
Fundaci\363n Speiro

ÁLVARO D 'ORS
el autor, de la "Teología política". Hoy este tema está conectado
con el pensamiento del gran jurista de nuestro siglo Carl Schmitt,
pero yo he tratado de explicar
que es mucho más antiguo, así
como que el más sólido fundamento de la "Teología Política" está
en la Encíclica Quas primas de 1922; Metz supone sólo una digre­
sión poco relevante, y equívoca, dentro .del gran tema.
La relación entre libertad y responsabilidad aparece anuncia­
da
en el número 1734 del Catecismo, que dice así: "La libertad
hace al hombre responsable de sus actos
en la medida en que
éstos son voluntarios". Esta conexión u causar' se repite siempre
que se presenta al hombre como un ser "libre y responsable".
Luego, a propósito de
la "participación" libre en la vida social, se
vuelve a hablar de responsabilidad personal en razón de la fami­
lia, la profesión y las relaciones sociales (núm. 1914), también
políticas (núm. 1915), partiendo siempre de la libertad
que se
debe a la persona
por su "dignidad humana". Ahora bien, el
ho1nbre moderno, al presentarse en primer lugar como libre, es
decir, con el poder de obrar de un modo u otro (núm. 1731),
tiende a considerar co1no ¡'más libre" el acto que no se ve afec­
tado por la indeseable secuela de la responsabilidad, y, en con­
secuencia, a obrar sin el temor de una responsabilidad de sus
actos. Porque la responsabilidad, al considerarse un "efecto",
depende de una posible exigibilidad, que se ve como evitable
por ser indeseable para el hombre que la padece; ordinariamen­
te, una consecuencia jurídica, que puede fallar a favor de una
más plena libertad, como seria una libertad sin consecuencias
indeseables.
En mi opinión, hay ahí una grave inversión de la relación ver­
dadera. Para mí, la libertad no es la "causa" de la responsabili­
dad, sino el "presupuesto"
de ella: la libertad sólo tiene sentido
en función de la responsabilidad que la presupone. Porque un
hecho que consideramos causa puede carecer de efectos, pero
un presupuesto sólo vale en relación con el acto que lo presu­
pone; es
una potencialidad que sólo se actualiza por la asunción
de
una responsabilidad. El hombre, más que un ser libre es un
ser responsable, pero sólo lo es en la medida en que sus actos
son libres, es decir, voluntarios. Así, su libertad sólo tiene senti-
172
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CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
do como exigencia de su esencial responsabilidad ( Verbo, 19%,
pág. 523). Esta es fundamentalmente moral y, en cambio, es jurí­
dica la posibilidad de evitarla: la licencia social de evitar la res­
ponsabilidad
no anula la responsabilidad moral del acto que
queda libre de responsabilidad, o que, en todo caso, da lugar a
una nueva responsabilidad distinta. Por ejemplo, el divorcio: la
responsabilidad esponsarial asumida
por el matrimonio puede no
impedir la libertad legal de disolverlo; pero esta libertad no anula
aquella responsabilidad moral libremente asumida con anterioridad.
Esta inversión operada
por la mentalidad libertaria, y que el
Catecis1no no parece querer rectificar, deternlina toda la conduc­
ta del hombre moderno, que ve en una responsabilidad, que para
él tendría que ser esencial, tan sólo una lünitación de su expan­
siva libertad. La actual Ética del "elegir" hace que el hombre pres­
cinda de
su esencial responsabilidad, y que su conducta, libre de
toda conexión de congruencia, se convierta en una inconsecuen­
te y permanente disponibilidad de las propias decisiones. En
definitiva,
una negación de la personalidad, que implica siempre
responsabilidad
por los propios actos. Se ha llegado así, en la
Ética moderna, a sentar el principio lamentable de
que todo
aquello que es materialmente posible se
puede moralmente
hacer:
una confusión del poder técnico con el moral, y del deber
moral con el jurídico. En este sentido, el Catecismo no altera la
predisposición del hombre actual para
una conducta más libre
por resultar irresponsable.
Esta exaltación de la libertad sin consecuencias contribuye a
la impunidad de
que ya he hablado a propósito de la crisis de la
ley penal, y a sustituir la responsabilidad causada
por un delito
con la inden1nización de la vícti1na a cargo de la sociedad, que
es la idea de la Victimología. En Verbo 1998 he tratado de expli­
car có1no el Catecis1no tiende a prescindir de la pena vindicativa,
siguiendo lo que era
uno de los principios directivos enunciados
por Pablo VI para el futuro Código: que éste debía recurrir más
a las ''exhortaciones y persuasiones" que a las sanciones penales
rígidas; lo que no tiene que ver con la tradicional "equidad canó­
nica", pues ésta presuponía una regla flexibilizable,
pero no la
sustituía en la 1nisma ley.
173
Fundaci\363n Speiro

ÁLVARO D'ORS
Esta misma actitud no-vindicativa hace que se debilite la idea
de la legitima defensa,
no sólo la personal, sino también la colec­
tiva de la guerra y la pena de muerte; y la nueva versión latina,
no alterando la licitud de estas forn1as de vindicación por respe­
to a la doctrina tradicional de la Iglesia, no ha dejado de acen­
tuar su descrédito, como el lector
puede ver en Verbo 1998.
La estructura del Catecis1no resulta de las rúbricas de sus cua­
tro partes: "la profesión de la fe", "la celebración del 1nisterio cris­
tiano",
"la vida en Cristo" y "la oración cristiana". Siendo Dios y
el Hombre los dos términos de la relación religiosa, la primera
parte y la tercera se refieren respectiva1nente a uno y otro térmi­
no; la segunda, a la mediación sacramental de la gracia que des­
ciende de Dios, y la cuarta, a la oración que asciende del Hombre
a Dios; es decir, si atendemos al núcleo principal de cada parte:
el Credo, los Sacramentos, los Mandamientos y el Padrenuestro,
que ocupan las secciones segundas de cada
una de las cuatro
partes. Esta estructura es la tradicional.
La relación de la persona (suele añadirse "humana") con la
sociedad
en que vive se centra en la idea de "dignidad humana".
La sociedad no se compone ya de familias, como decía el Cate­
cismo de San Pío
V, sino de "un conjunto de personas ligadas de
manera orgánica
por un principio de unidad que supera a cada
una de ellas" (núm. 1880), según un régimen que debe "dejarse
a
la libre voluntad de los ciudadanos" (núm. 1901). Y el "bien
con1ún" presupone el respeto de los "derechos fundan1entales e
inalienables de la persona humana" (núm. 1907).
Toda esta doctrina, que procede de la Constitución "Gaudium
et spes" del Vaticano II, refleja cierta sintonía con el hu1nanis1no
liberal y hasta democrático que impera en el mundo desde el fin
de la Guerra Mundial. Pero
no puede olvidarse que los mismos
términos
-algunos, sin definición, como el de "dignidad huma­
na"-tienen un significado, en el lenguaje de la Iglesia, bastante
distinto del que tienen ordinaria1nente en el actual uso político,
por lo que aquella sintonía es más aparente que real: para la
Iglesia, la libertad es para hacer el bien, empezando
por dar culto
a Dios;
la ley debe ser siempre justa para ser ley; la paz no puede
ser la in1puesta despótica1nente; las "naciones" no necesitan cons-
174
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CONCILIO, CÓDIGO, CATECISMO
lltmrse siempre en "Estados" y es preferible que se ordenen
según el principio de subsidiariedad, etc. Esta diferencia de sen­
tido
en el uso de las mismas palabras debe ser atentamente con­
siderada para evitar
una idea falsa de la aparente conformación
de la Iglesia con el 1nodelo mundano. Quizá en una exposición
como la que hace el autor, de la Iglesia en nuestro tie1npo, esa
"particularidad" del lenguaje de la Iglesia hubiera merecido cier­
ta atención.
En fin, hay un rasgo muy peculiar del Catecismo que me
parece 1nerecer una breve referencia antes de concluir este
comentario, y
es el de la aparente renuncia de una concepción
espacial para el Cielo, Purgatorio e Infierno.
El Cielo "no significa un lugar (del espacio) sino una mane­
ra de ser" (nún1. 2794)1 "vivir en el cielo es estar con Cristo"
(núm. 1025); en número 326: "•El cielo" o ·los cielos" puede desig­
nar el firmamento, pero también el •lugar,, propio de Dios: •nues­
tro Padre que está
en los cielos", y, por consiguiente, también el
,cielo", que es la gloria escatológica; finalmente, la palabra «cielo",
indica el ,lugar, de las criaturas espirituales -los ángeles-que
rodean a Dios". A pesar de este número 326, parece entenderse
"lugar" con10 "estado" y no co1no "espacio"; en el n(unero 1024:
"Esta vida perfecta ... se llama ,el cielo,".
"La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación (del número
anterior) final de los elegidos ... " (núm. 1031). No se habla
explí­
citamente de "estado pero una "purificación" se entiende 1nejor
como "estado" que como "lugar"; en número 1472: "el estado que
se llama Purgatorio".
Este estado de autoexclusión definitiva de la con1unión con
Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la pala­
bra ·infierno, (núm. 1033); pero "la Escritura llama infiernos,
sheol o hades a la morada
de los muertos donde bajó Cristo des­
pués de n1uerto, porque los que se encontraron allí estaban pri­
vados de la visión de Dios" ... ''.Jesús no bajó a los infiernos para
liberar a los condenados ... " (núm. 633), y "las almas
de los que
1nueren en estado de peca.do n1ortal descienden a los infiernos"
(núm. 1035). Respecto al Infierno, en la expresión "bajar" o "des­
cender" 1:>ervive la idea local, pero, con10 respecto al Cielo, se
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ÁLVARO D'ORS
dice que el Infierno es un "estado (de autoexclusión)" y no un
lugar. La idea de "descenso" es por analogia con el "descenso a
los infiernos" de Jesucristo (núm. 624).
Del Limbo,
que no era de fe, no se habla ya en ningún sen­
tido, pues de la 1nisericordia de Dios cabe esperar, para los niños
que mueren sin Bautismo, un camino de salvación, a pesar de lo
cual (no: "por esto") es apremiante el pronto bautismo de infan­
tes. En los catecisn1os anteriores esta esperanza se refería a la
pena de daño, pero se aseguraba la exención de la pena de sen­
tido; ahora todo depende
de la esperanza.
Es natural que el autor de nuestra historia de la Iglesia en la
segunda mitad del siglo xx no haya querido tratar de cuestiones
teológicas como esta que aquí apunto, y
que dejo a la conside­
ración de los teólogos de profesión, con la sugerencia, sin embar­
go, de que vean si
no cabe hablar de "espacio infinito" como se
habla sin dificultad de "tiempo infinito". "Espacio infinito" es el
que no tiene límites, y pienso que la "sutilidad" de los cuerpos
glorificados
-como el de Jesucristo y también, por lo menos, su
Madre-puede tener que ver con esta "infinitud" del espacio en
que se alojan.
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