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Número 441-442

Serie XLIV

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Las relaciones entre la Iglesia y el Estado

LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA
Y EL ESTADO
POR
JOSÉ M.• PETIT SULLÁ ,.,
Se cumplen ahora los 120 años de la promulgación de la
encíclica
Immortale Dei de Su Santidad León XIII (1 de noviem­
bre de 1885) cuya temática. es "la constirución cristiana del Esta­
do", según las mismas palabras del pontífice.
Esta encíclica forma
una trilogía doctrinal perfectamente
coherente con otras dos de parecida temática. Simada a medio
camino entre la anterior encíclica Dtuturnum illud (1881) -criya
temática era la explicación del origen del poder-y la posterior
Libertas praestantissimum (1888)--que exponía la doctrina cató­
lica acerca de la libertad individual o libre albedrío y la libertad
social o pública,
en sus diferentes manifestacione&-puede
decirse que la encíclica que ahora conmemoramos, Immortale
Dei, las engloba a ambas afrontando en el fondo la misma cues­
tión pero con la mirada puesta no sólo en los principios sino, de
modo expresamente particular, en su realización práctica. Y tal
realización práctica
no es otra que la exposición de las debidas
relaciones
entre la Iglesia y el Estado. El conjunto doctrinal que
ofrecen estas tres encíclicas refuerza, si cabe, el contenido de
cada una de ellas por separado.
En la encíclica
pueden fácilmente detectarse dos niveles de
doctrina, pues, aunque los principios doctrinales sean un solo en-
(•) Reproducimos del número de diciembre de 2005 de la revista Cristian­
dad, de Barcelona, este artículo de nuestro querido colaborador el profesor José
María Petit (N. de la R.).
Verbo, núm. 441-442 (2006), 31-45. 31
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JOSÉ M. • PETIT SULLÁ
tramado, por lo que a la Iglesia se refiere, sin embargo, por parte
del Estado o sociedad civil
pueden darse diversas situaciones que
quedan resumidas en dos, que el Estado sea plenamente cristia­
no o que, al menos, trate a la Iglesia como una sociedad sobera­
na en su ámbito.
La idea que preside toda la exposición consiste en una doble
afirmación, siendo la primera de orden meramente natural, mien­
tras la segunda tiene un contenido algo más teológico, aunque
hay una lógica conexión entre ellas. Es de mera razón natural que
el hombre debe reverenciar a Dios no sólo privadamente sino
también públicamente,
pues es evidente que para el hombre la
vida pública
es inherente a su mismo ser social. No tiene ningún
sentido reconocer algo privadamente, en este caso la religión, y
no darle opción a su manifestación pública. No existe el hombre
aislado de la sociedad, de ahí que la vida cristiana exige en la
misma medida
una sociedad cristiana en mayor o menor medida
según las circunstancias del conjunto de la sociedad. La otra afir­
mación señala que los deberes de la religión alcanzan no sólo a
los súbditos sino también a los gobernantes,
en cuanto tales
gobernantes. No tiene
tampoco sentido creer que el poder civil,
por serlo incluso legítimamente, está exento de dar a Dios el
debido culto. Nada hay por encima de Dios y un Estado que no
reconoce el poder supremo de Dios no sólo reniega de todo el
contenido de la sagrada Escritura sino que tal poder civil lo que
hace en realidad es arrogarse un carácter superior, esto es divi­
no, del que carece. Esta situación se dio con frecuencia en el
paganismo, de todos los lugares y tiempos, donde el rey se hada
adorar como Dios. Manifestaciones menores, pero de este orden,
'se dieron con las pretensiones regalistas de diferentes empera­
dores a reyes, aún teniéndose por cristianos.
Ambos aspectos irrenunciables exigen, pues, que el Estado
reconozca la
supremacía de la Iglesia que, si bien no se ha de
inmiscuir en asuntos meramente terrenos, tiene sin embargo la
potestad suprema en los asuntos humanos en cuanto se ordenan
al fin supremo de la vida humana que es la felicidad eterna de
cada persona. Dios no es un "ciudadano" de una nación sino el
Rey de reyes y como a tal le tienen todos sus verdaderos 32
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
tos. Esta primera exposición doctrinal que hallamos en la encícli­
ca es el desenvolvimiento
de esta situación que podemos llamar
ideal. En esta ordenación
de lo terreno a lo celestial, de lo tempo­
ral a lo eterno,
de lo natural a lo sobrenatural, consiste la plena
armonía
de la vida humana. Y en esta armonía consiste la verda­
dera constitución cristiana del Estado según
lo demanda la inte­
gridad
de la fe, tanto para satisfacer los derechos de Dios, gober­
nador
de todo el universo, como para cumplir los anhelos del
hombre creyente.
Conviene que los católicos conozcan esta doctrina pontificia
como la genuina enseñanza católica que podría resumirse -aun
perdiendo muchos de sus matices--en un solo apartado de la
encíclica. Dice el Papa:
"Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado
tiene
el deber de cumplir por medio del culto público las nume­
rosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón
natural,
que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y
santamente,
porque de Él dependemos, y porque, habiendo sali­
do de Él, a Él hemos de volver, impone la misma obligación a la
sociedad civil.
Los hombres no están menos sujetos al poder de
Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aisla­
dos.
La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los
particulares a dar gracias a Dios, a
quien debe su existencia, su
conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por
esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios
deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el
corazón y
con las obras la religión, no la que cada uno prefiera,
sino la
que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irre­
vocables
como única y verdadera, de la misma manera los Esta­
dos
no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no
existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni
pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre
tantas. Todo lo contrario.
El Estado tiene la estricta obligación de
admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha
querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las
autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principa­
les obligaciones
deben colocar la obligación de favorecer la reli­
gión, defenderla
con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes,
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JOSÉ M." PETIT SULLÁ
no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla.
Obligación
debida por los gobernantes también a sus ciudada­
nos.
Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido cria­
dos para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos refe­
rir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá
de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien
depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la conse­
cuencia es clara: la
consecución de este bien importa tanto a cada
uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto
más importante. Por tanto,
es necesario que el Estado, estableci­
do para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, pro­
ceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las faci­
lidades posibles a los
ciudadanos para el logro de aquel bien
sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y
principal
de todas ellas consiste en procurar una inviolable y
santa observancia
de la religión, cuyos deberes unen al hombre
con Dios" (1).
Tal es la única doctrina católica nunca desmentida y la que
se presenta como la más armoniosa y conforme al sentir verda­
deramente cristiano
y humano. De hecho fue la Situación real
que se implantó sucesivamente en todas las naciones donde fue
llegando el anuncio del evangelio. Lejos, pues,
de ser una utopía
fue, al menos de modo global, el sistema imperante durante
siglos
en toda la cristiandad. Sus benéficos frutos los menciona
sucintamente la misma encíclica,
como habrá ocasión de men­
cionar.
Validez de esta doctrina después del Concilio Vaticano 11
Pero, al recordar ahora esta más que secular enseñanza, no
podemos olvidar la doble objeción que se funda, por una parte,
en los años transcurridos desde aquella enseñanza, de finales del
siglo
XIX, con el irrefrenado proceso de secularización del mundo
actual y, por otra, la supuesta transformación ejercida en la
Iglesia
de modo particular a partir del Concilio Vaticano II, de
(1) Immortale Dei, n. 3.
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
cuya clausura se cumple ahora precisamente cuarenta años. Son
objeciones constantes
que hacen que, en la práctica, se dude de
la validez de esta doctrina.
Acerca
de la primera objeción hay que responder que es pre­
cisamente el mal radical del secularismo el
que se ha de comba­
tir con la verdadera doctrina católica sobre
la constitución cristia­
na del Estado. Cuando decimos secularismo
no nos referimos a
ningún mandamiento concreto de la ley de Dios, a no ser preci­
samente el primero. Hablamos de algo anterior a cualquier man­
damiento positivo
porque nos referimos a la mismo existencia de
Dios que es, por definición, el gobernador supremo de todo el
universo según lo entiende cualquier religión, no sólo revelada
sino incluso meramente natural.
Es lógico que ambas doctrinas, la constitución cristiana del
Estado y el secularismo, se
opongan diametralmente porque son
exactamente contradictorias, pero querer ocultar la doctrina cató­
lica sobre la constitución cristiana de los Estados porque ahora
impera el secularismo sería como ocultar la doctrina acerca de la
indisolubilidad del matrimonio porque la legislación civil ha esta­
blecido la legalidad del divorcio, o admitir
que el aborto ya no es
un "crimen abominable", como le llama el Concilio Vaticano II (2),
porque está legalizado en casi todos los países de Occidente (no
así los musulmanes, para vergüenza nuestra).
Respecto a la segunda objeción, supuestamente fundada
sobre la enseñanza del último concilio ecuménico, bastaría el
dato cronológico
de los ya cuarenta años de su clausura para
invitar a la reflexión sobre la inconsistencia de esta solapada doc­
trina del "cronologismo", por la que todo lo antiguo perece por
el único argumento del tiempo transcurrido desde su formula­
ción.
La verdad es intemporal porque procede del mismo Dios
que es eterno y no puede envejecer con el tiempo.
Nada inventaron de propia iniciativa los pontífices del siglo
XIX, en particular Gregario XVI, el beato Pío IX o León XIII por
ceñirnos a aquel siglo. Todo cuanto dijeron está contenido en la
más antigua tradición apostólica. Ellos sólo tuvieron que recor-
(2) Constitución "Gaudium et spes", n. 51.
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JOSÉ M.• PETIT SULLÁ
darlo de modo más expreso dadas las circunstancias adversas
que
se generaron sucesivamente en distintas naciones europeas,
a partir
de la Revolución francesa.
Pero a aquellos que,
de alguna manera, piensan que hubo un
cambio doctrinal en el Concilio acerca de esta cuestión, séanos
permitido recordarles lo
que aprobó en su Declaración sobre la
libertad religiosa
Dignitatis humanae cuando afirmó que la ela­
boración docttinal
sobre la libertad religiosa es formahnente dis­
tinta de la docttina sobre la relación entre la Iglesia y el Estado
y,
por ello, al tratar solamente de la primera,
"deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber mo­
ral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera reli­
gión y la única Iglesia de Cristo" (3).
Quizá es la primera vez que un concilio ecuménico mencio­
na la doctrina elaborada principalmente por los pontífices de
aquel siglo llamándola "docttina tradicional católica". No es, pues,
una opinión circunstancial sino una doctrina, que
ha sido entre­
gada a la Iglesia católica.
La Iglesia no tiene otra, al menos en el
terreno
de los principios. Por consiguiente, nadie puede invocar
en contra de ella la Declaración conciliar mencionada o el "con­
cilio,
en general, en su espíritu" (como se dice con harta impre­
cisión y
con afán de apoderarse de él y sin citarlo nunca).
Pero
hay todavía en esta Declaración todo un ramillete de
frases que se refieren a la positiva acción religiosa de los pode­
res públicos. Veamos algunas de ellas:
"Por consiguiente el poder civil, cuyo fin propio es cuidar del
bien común temporal,
debe reconocer ciertamente la vida reli­
giosa de los ciudadanos
y favorecerla" (4).
No se trata, pues, solamente de permitir la vida religiosa de
los ciudadanos sino
de reconocerla hasta el punto de "favorecer­
la".
El hecho de que el fin propio del poder civil consista en el
(3) Dignitatis humanae, n. l.
(4) Jbtd., n. 3.
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
bien común temporal no es obstáculo alguno para que, recono­
ciendo la vida religiosa, la favorezca. No piensa, pues, el Conci­
lio que favorecer la religión sea un acto impropio del poder civil,
antes al contrario, está obligado a ello. Ello implica
el reconoci­
miento
de que la religión es un bien explícito que perfecciona a
la misma sociedad en cuanto tal.
Las correctas relaciones entre la Iglesia y el Estado han de
estar más en el terreno de los hechos que en el de las palabras.
Para ello sirve perfectamente este otro párrafo
de la Declaración
conciliar que venimos citando:
"El poder público debe, pues, asumir eficazmente la protec­
ción de la libertad religiosa de todos los dudad.anos por· medio
de justas leyes y otros medios adecuados y crear condiciones
propicias para el fomento de la vida religiosa ... " (5).
Como norma primera imprescindible, menciona la protec­
ción de la libertad religiosa, pero añade además que el poder
civil debe "crear condiciones propicias" que redunden de algu­
na forma en el "fomento de la vida religiosa". A nada más que
a esto se refería León XIII en la encíclica que conmemoramos,
porque es obvio que el Estado no se ha de inmiscuir en los asun­
tos religiosos
en el sentido formal de la palabra, definiendo dog­
mas, decretando la moralidad o inmoralidad
de determinadas
acciones humanas u organizando las catequesis o las actividades
parroquiales. Todo esto
--o casi-lo quería hacer, por cierto, el
galicanismo, esto es la absorción de la Iglesia por el Estado en
la Francia de Luis XIV. Pero sí debe el Estado, por medio de jus­
tas leyes, crear condiciones para el fomento de la vida religiosa,
como hemos leídO. Adviértase que dice "fomento" y no permi­
sión -y mucho menos tolerancia, porque la tolerancia versa
únicamente sobre
lo que es en sí un mal, aunque menor, mien­
tras que la vida religiosa es un bien para toda la sociedad-,
tal como lo dice el mismo texto conciliar a continuación de lo
anterior,
(5) Jbid., n. 6.
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JOSÉ M.11 PETIT SULLÁ
a fin de que los ciudadanos puedan reahnente ejercer los
derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la
propia sociedad disfrute de los bienes de la justicia y de la paz
que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa
voluntad" (6).
Esta última afirmación implica la tesis de que la justicia y la
paz provienen de la fidelidad de los hombres a Dios. Ahora bien,
la justicia y la
paz son bienes que podemos llamar con toda jus­
ticia genuinamente humanos y, sin embargo, proceden no de otra
fuente sino de la finalidad de los hombres a Dios y a su santa
voluntad. Este era un tema constante en todas las encíclicas de
León XIII de parecida temática. La tesis constante de todos los
pontífices -y la reciente conmemoración de la encíclica Quas
primas
de Pío XI lo recordaba con fuerza-es que la sociedad
civil recibirá muchos bienes si los hombres cumplen con sinceri­
dad sus deberes religiosos. En nada daña a la sociedad civil la
práctica
de la religión, antes al contrario. León XIII, por los
tumultuosos sucesos que le tocó vivir, sabía bien y lo advertía
reiteradamente que las revueltas sociales
y las formas anárquicas
que sacudían por sistema el legítimo poder civil surgían de las
mismas doctrinas antirreligiosas.
Pensaba León XIII, con razón, que la grandeza de Europa ha
provenido de su aceptación de la fe cristiana y de su plasmación
en esta admirable realidad social que era el Imperio sometido en
lo espiritual a la Iglesia. Son aquellas palabras leoninas de gran
actualidad, cuando, en nuestros días, se quiere hacer una pre­
tendida unidad europea al margen de la Iglesia que bien puede
decirse que a hecho, más que nadie a Europa. No sólo la Grecia
clásica
no pudo hacer Europa sino que ni lo pretendía. La divi­
sión entre griegos
y bárbaros era esencial al sistema político grie­
go. Pretender, por otra parte, incluir a la Ilustración en el conte­
nido positivo de Europa, diametralmente opuesta a la religión
revelada,
es confundir ciertas elites intelectuales con el pueblo
real. ¿Qué obra artística ha creado la Ilustración? ¿Dónde están sus
(6) Ibtd.
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
catedrales y su música sacra? ¿Qué código civil perdurable? Sólo
supo unificar y destruir las legítimas diferencias regionales y crear
el ejército permanente
ccín soldados obligados a abandonar sus
casas ¿Qué instituciones políticas culturales o laborales compara­
bles a las cortes, a las universidades o a los gremios? ¿Qué uni­
dad y qué paz? Las guerras se encienden en Europa con inusita­
do terror a partir, primero, de la Revolución protestante y, muy
en particular, a partir de la Revolución francesa. ¿Hay que recor­
dar además las guerras napoleónicas con sus devastaciones y sus
represiones? No parece que la historia sea aquello que predomi­
nantemente se quiera considerar a
la hora de comparar la Europa
cristiana con la Europa envuelta en las ideas racionalistas que
pretendieron que la "razón" sustituyera a la religión.
En cambio,
nunca se reflexionará bastante sobre esta realidad
histórica de Europa creada por el cristianismo y que ha dejado
pasar recientemente
la ocasión de recordar y asumir. Sin embar­
go, León
XJII lo advertía y sus palabras cobran hoy una validez
mayor que las superficiales y tendenciosas insinuaciones de "pro­
greso" y "libertad". Al oriente de Europa surgieron pueblos fuer­
tes y grandes, pero sólo supieron conquistar para dominar. Su
acción fue más devastadora que constructora y, a la postre, su
acción fue fugaz. Sólo Europa se consolidó y tuvo fuerza espiri­
tual para civilizar --cristianizando--un continente mucho mayor,
el americano. Cuando Europa rechazó la soberanía de la Iglesia
se deshizo también
en crecientes guerras. Pudieron haber impe­
rios, como el francés o el inglés, pero ya no civilizaron en cuan­
to imperios, a no ser por la callada obra de los misioneros.
Sobre esta cuestión decía el
Papa al referirse al bien de la uni­
dad armónica entre el Estado y la Iglesia:
"Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio goberna­
ba los Estados.
En aquella
época la eficacia propia de la sabiduría cristiana
y
su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las institu­
ciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las cla­
ses y relaciones
de la sociedad. La religión fundada por Jesucris­
to se veía colocada firmemente en el grado de honor que le
corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión
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JOSÉ M. • PETIT SULLÁ
benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magis­
trados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concor­
dia
y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este
modo1 el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza.
Todavía subsiste la memoria
de estos beneficios y quedará vigen­
te en innumerables monumentos Wstóricos que ninguna corrup­
tora habilidad
de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si
la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar
de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad;
si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si
ha conserva­
do el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y
guía
del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo
cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha pro­
curado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más
variadas formas; si
con una sabia providencia ha creado tan
numerosas y heroicas institticiones para aliviar las desgracias de
los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una
enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró
siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz
auxiliadora
en sus realizaciones. Habfiamos conservado también
hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos pode­
res se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundada­
mente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con
mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a
los consejos
de la Iglesia. Las palabras que Yves de Chartres escri­
bió al papa Pascual II merecen ser consideradas como formula­
ción de una ley imprescindible: "Cuando el imperio y el sacer­
docio viven el plena armonía, el mundo está bien gobernado y
la Iglesia florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos la dis­
cordia, no sólo no crecen los pequeños brotes, sino que incluso
las mismas
grandes instituciones perecen miserablemente" (7).
Mutuo respeto y armonía entre los dos poderes
Pasemos a considerar otro momento destacable de la gran
síntesis leonina.
Hay también en la Immortale Dei una exposición
doctrinal
que trata de la realidad innegable de estos dos poderes,
ti) Immorta,/e Dei, n. 9.
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
el civil y el religioso sin fijarse de modo expreso en el deber de
dar culto a Dios que compete al Estado de un pais católico. Su
exposición, tan sólida como la anterior se mueve, sin embargo,
en el plano del reconocimiento mutuo. La verdad contenida en
esta explicación es válida incluso en situaciones menos favora­
bles para la Iglesia.
La encíclica se expresa de este modo que
conviene también atender.
En este planteamiento global
la Iglesia pide al Estado que
reconozca la peculiaridad de su misión, la espiritualidad de la
misma
que en modo alguno representa una competencia. Si asi­
milamos la comunidad
de todos los hombres al hombre singular
podemos comparar la Iglesia al
alma y el Estado al cuerpo. Nadie
asarla confundirlos
pero nadie sensatamente pretendía separar­
los. En parte el
alma puede subsistir sin el cuerpo, al que sin
embargo dice esencial referencia,
pero el cuerpo muere si el alma
no lo vivifica. Puede parecer un cuerpo pero es un cadáver o una
estatua.
Esta es
la nítida doctrina de la encíclica donde no hay una
exclusión ni siquiera una exageración. Los dos poderes son bue­
nos
y necesarios, pero para serlo necesitan vivir armonizados, al
menos respectando el ámbito ajeno, pues de otro modo el ciu­
dadano vive en una insoportable tensión. Ahora bien, es claro
que la Iglesia no se inmiscuye en asuntos terrenos. Pide, pues, el
trato recíproco
por parte del Estado.
"Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género huma­
no entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El
poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El
poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potesta­
des son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita
dentro
de ciertos límites, deflllidos por su propia naturaleza y por
su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada,
dentro
de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad.
Pero como el sujeto pasivo
de ambos poderes soberanos es uno
mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo
asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la compe­
tencia
y jurisdicción de ambos poderés, es necesario que Dios,
origen
de uno y otro, haya establecido en su providencia un
orden recto de composición entre las actividades respectivas de
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JOSÉ M." PETIT SULLÁ
uno y otro poder. •Las [autoridades] que hay, por Dios han sido
ordenadas». Si así no fuese, sobrevendrian frecuentes motivos de
lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre du­
dando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué
camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de
dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar
de obedecer.
Esta situación
es totalmente contraria a la sabiduría y a la
bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evi­
dente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas
naturales
con tan concertada moderación y maravillosa armorúá,
que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir
con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.
Es necesario,
por tanto, que entre ambas potestades exista
una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que
se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la
esencia y la
medida de est.a. relación unitiva no hay, como hemos
dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los
dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus
fines respectivos.
El poder civil tiene como fin próximo y princi­
pal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en
cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de
alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que perte­
nece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su pro­
pia naturaleza, sea el virtud del fin a que está referido, todo ello
cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas
que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y compren­
de, es
de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo
mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a
Dios lo
que es de Dios. No obstante, sobrevieneri. a veces espe­
ciales circunstancias
en las que puede convenir otro género de
concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades;
por ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admi­
ten la misma solución para un asunto determinado. En estas oca­
siones, la Iglesia
ha dado pruebas numerosas de su bondad mater­
nal,
usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles (8)".
Este carácter inspirador de la Iglesia en el seno de la socie­
dad en la que vive y a cuyos miembros dirige su mensaje salva-
(8) Jbid., n. 6.
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
dor no puede decirse en modo alguno que no sea la perenne
doctrina de la Iglesia, también la iglesia postconciliar de nuestro
tiempo. Quizá nadie como el
beato Juan XXIII sirva para expo­
ner esta actitud de la Iglesia frente a la sociedad a la que se diri­
ge. En su corto pontificado lo hizo precisamente de manera noto­
ria
en su discurso de convocatoria del Concilio, el 25 de diciem­
bre de 1961, y no debe olvidarse que habla el papa que se halla­
mado del aggiornamento.
Habla el pontífice de una irrenunciable "exigencia", la pre­
sencia de la Iglesia en la vida social y no de modo externo y
superficial sino
que se ha de "infundir en las venas de la huma­
nidad actual". Esta era la meta
del Concilio que se convocaba:
"Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en
las venas de la humanidad actual la-virtud perenne, vital y divi­
na del evangelio".
Si después del Concilio la Iglesia no consiguió esta meta
puede decirse que ha fracasado en el intento, pero no por el con­
tenido auténtico de aquella magna Asamblea, con sus documen­
tos aprobados por el Pontífice, sino por la usurpación a la que se
vio sometido por los medios de comunicación y la traición de
muchos de sus miembros que, por cierto, nunca citan ningún
texto conciliar aunque siempre lo interpretan. Sigue diciendo
Juan XXIII:
"La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el
campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias
de un orden temporal que algunos han querido organizar pres­
cindiendo de Dios".
Este es el ideal secularista, organizar la sociedad prescindien­
do de Dios. Pero el estado del mundo así organizado es el de un
sufrimiento cada vez mayor, pues la misma sociedad ya no es
posible ni a nivel meramente humano. Nuestras noticias políticas
y sociales
son un elenco -aún mal disimulado--de una serie
ininterrumpida
de crecientes desastres y continua confrontación
en todos los campos. Por poner un ejemplo de algo que no se
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JOSÉ M. 9 PETIT SULLÁ
producía en tiempos del Concilio, pensemos que se ha pasado
de la violencia entre pueblos -que también ha aumentado con­
siderablemente-a la guerra de terrorismo dentro de la misma
nación, cuyas victimas son doblemente inocentes. Advirtamos la
creciente violencia familiar y escolar, antes desconocida o insóli­
ta. Por no hablar de la creciente e insufrible violencia social que,
aunque antigua, cobra hoy proporciones alarmantes
que alteran
de raíz la mínima paz vecinal. A este respecto parece
que se ha
producido el fenómeno inaudito de la desaparición de la ley de
ciudades y pueblos pertenecientes a naciones "civilizadas".
Volvamos todavía a
Juan XXIII, refiriéndose en esta convoca­
toria conciliar a la gran cuestión
de la paz entre los hombres:
"Finalmente, el próximo Concilio ecuménico está llamado a
ofrecer
al mundo, extraviado, confuso y angustiado bajo la ame­
naza de nuevos conflictos
espantosos, la posibilidad para todos
los hombres de buena
voluntad, de fomentar pensamientos y
propósitos de paz; de una paz que puede y debe venir sobre
todo de las realidades espirituales
y sobrenaturales, de la inteli­
gencia y de
la conciencia humana, iluminadas y guiadas por
Dios, Creador
y Redentor de la humanidad".
¿Pueden calificarse estos textos de aceptación, por parte de la
Iglesia, del secularismo? Pero esta tarea pacificadora
no se puede
llevar a cabo si el Estado no reconoce a la Iglesia la grandeza de
esta misión
que sólo ella puede realizar en verdad.
La encíclica lamenta en su última parte, de forma muy deta­
llada, los males
que produce en la sociedad este alejamiento de
la Iglesia de
la vida social. No pudiendo reproducir todos los
párrafos que tratan esta cuestión nos limitaremos a uno sólo que
puede muy bien ser entendido por todos, principalmente porque
los hechos transcurridos
en estos ciento veinte años han dado la
plena razón a León XIII.
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"Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la
Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación,
de
la educación de la juventud y de la familia. Sin religión es
imposible
un Estado bien ordenado. Son ya conocidos, tal vez
más
de lo que convendrla, la ·esencia, los fines y las consecuen-
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LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
das de la llamada moral civil. La maestra verdadera de la virtud
y la depositaria
de la moral es la Iglesia de Cristo. Es ella la que
defiende incólumes los principios reguladores de los deberes. Es
ella la que, al
proponer los motivos rnás eficaces para vivir vir­
tuosamente, manda no· sólo evitar toda acción mala, sino también
domar las pasiones contrarias a la razón, incluso cuando éstas no
se traducen en las obras. Querer someter la Iglesia, en el cum­
plimiento
de sus deberes, al poder civil constituye una gran inju­
ria
y un gran peligro" (9).
(9) Ibíd., n. 15.
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