Índice de contenidos

Número 493-494

Serie XLIX

Volver
  • Índice

Reflexiones no celebraciones. A los 150 de la unidad de Italia

 

1. El 150 aniversario de la unidad de Italia ha puesto en marcha una serie de celebraciones. La celebración ya expresa una valoración positiva de lo que se celebra. A menudo se usa también para volver a proponer y reforzar (posiblemente sin críticas) el “ideal” alcanzado, usado contra toda “posición” contraria o no convergente con él. La celebración de la unidad puede servir, así, también para contener o neutralizar “tendencias” separatistas como las que, por ejemplo, de tanto en cuanto usan instrumentalmente la Liga del Norte o el movimiento separatista siciliano.

A esta celebración de los 150 años de la unidad de Italia también se han asociado o están asociándose estudiosos e instituciones (por ejemplo, algunas universidades italianas) que, por el papel que cumplen, debieran ponerse frente a cualquier hecho o cuestión con actitud crítica o, por lo menos, problemática. Es un problema de método que se transforma en una cuestión de mérito o de sustancia, puesto que las instituciones de alta cultura no deben nunca (ni siquiera cuando se adhieren a las celebraciones) hacerse instrumento de mitos o de operaciones de poder.

2. Lo que, en primer término, sorprende en esta ocasión es el hecho de que la unidad política se haya usado para enmascarar, conservar y consolidar una unidad ideológica, hecha propia (la última) también por los que se han hecho paladines del federalismo (que, en efecto, no pone en discusión la unidad política y que refuerza la ideología sobre la que se ha “justificado” durante el siglo XIX la unidad política).

Pero hay más. Analizando superficialmente las cosas, se debe registrar una paradoja: “Para salvar el Risorgimento que se hizo contra la Iglesia –escribe por ejemplo el Corriere della Sera de 1 de diciembre de 2010– podría estar incluso la Iglesia”. La Iglesia, en efecto, se ha dado cuenta desde hace tiempo (sobre todo con Pablo VI) de que la unidad es un bien. Con el actual Secretario de Estado ha asumido también actitudes que se han considerado elocuentes (aunque a nuestro juicio permanezcan parcialmente ambiguas): el cardenal Bertone asistió por primera vez desde 1870 el 20 de septiembre a los actos de Porta Pía. El presidente de la Conferencia episcopal italiana se ha pronunciado también respetuosamente (la última vez el pasado noviembre) en favor de la unidad de Italia y del federalismo solidario. La Iglesia, pues, no tiene reservas sobre la unidad; más aún, parece ser ahora la institución que más se empeña en defenderla. Lo que no aparece en línea con la política que siguió en el curso del Risorgimento.

3. Durante el Risorgimento, en efecto, la Iglesia católica asumió respecto del proceso unitario en un primer momento actitudes “ondulantes”, a veces a favor y otras en contra. Es cierto que se instrumentalizaron declaraciones y bendiciones de Pío IX, así como algunas decisiones que fueron inmediatamente reconsideradas. Piénsese, por ejemplo, en la inicial participación en la guerra de la independencia y a la retirada de las tropas de la misma. Lo que debe distinguirse con claridad es el aspecto estrictamente político-diplomático del aspecto político-moral. En lo que toca al primero, hubo incertidumbres respecto de la línea que mantener, dictadas por la complejidad de la cuestión pero también por otros factores (así, por ejemplo, el papel negativo jugado –y como tal juzgado por la Iglesia Católica– por el “josefinismo” del Imperio austro-húngaro; o las tomas de posición de ilustres católicos que, sosteniendo directa o indirectamente el proceso unitario, fueron víctimas de la ilusión de hacer renacer Italia como nación católica; o el deseo de servir a las almas, etc.). En cuanto al segundo, la posición ha sido clara, neta, decidida: el Risorgimento no era aceptable por las finalidades perseguidas, representadas sobre todo por la voluntad de instaurar un ordenamiento jurídico inmanentista y secularizado, hipotecado por las doctrinas políticas protestantes.

El proceso unitario, por tanto, servía de máscara para otras finalidades, inaceptables. La supresión del Estado pontificio no era otra cosa que la fórmula que hacía evidente el intento de subordinar la Iglesia al Estado (“la Iglesia libre en el Estado libre”) y de hacer, por ello, al Estado soberano de la Iglesia.

4. ¿Se confundió, por tanto, la Iglesia al resistirse a este intento? ¿Se equivocaron los jesuitas (del siglo XIX) al defender el Estado pontificio? La respuesta es negativa. Si hubo error, lo fue de forma, no de sustancia. Quizá se dio la impresión de querer defender el Estado pontificio en cuanto Estado, no en cuanto condición de la libertad de la Iglesia y sobre todo en cuanto que dique contra un proceso que, apuntando al Estado unitario, apuntaba en realidad a la instauración del Estado moderno y a la secularización radical de la sociedad cristiana por medio del ordenamiento jurídico. Cosa que ocurrió puntualmente con grave daño de la sociedad civil y de la Cristiandad. Como se ha escrito, el Risorgimento “es un episodio de la gran Revolución, entendida en sentido teorético, esto es, como negación del orden natural: es el momento de afirmación del liberalismo (D. Castellano, “Il Risorgimento: interpretazioni e problemi”, en La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, pág. 94). Hoy, viviendo en una sociedad “liberal” (que ha legalizado divorcio, aborto procurado y que se apronta a legalizar eutanasia, homicidio del consentiente, etc.), ya no nos “escandalizamos” de las cosas absurdas entonces asumidas y presentadas como ideales benéficos en tanto que dogmas esenciales de la “nueva religión” del humanitarismo utilitarista del siglo dieciocho, orientados a instaurar el nuevo orden del llamado “individualismo moral”. Hoy ya no hay la pasión por la verdad y por el orden que animaba a la Iglesia católica del siglo diecinueve y que impregnaba las costumbres de la sociedad italiana del tiempo. Se prefiere “adecuarse” a la nueva realidad, definida a veces como “moderna”, otras como “europea”, a veces “americana”, pero siempre marcada, aunque en modos diversos, por la weltanschauung de derivación protestante, la misma que animó el Risorgimento italiano.

5. No es este un juicio dictado por una actitud conservadora. Italia tenía necesidad en el siglo XVIII de una renovación, de un renacimiento intelectual y moral. El renacimiento, sin embargo, no podía alcanzarse siguiendo los ideales e instaurando el orden amiento querido por la “Nueva Italia” que, aunque infundió fervor y realizó un cierto esfuerzo para hacerla salir de la sequedad en que la había encerrado una cultura sin alma, terminaba por ser nueva solamente en cuanto reciclada, esto es, sólo como reelaboración sobre todo de la cultura alemana. En el plano moral, además, no faltaron los escándalos. Incluso prescindiendo de éstos no se puede negar que el sello moral, tanto en el campo de lo público como de lo privado, era el que la Iglesia católica había dado a las personas y a la nación, ejercitando entonces un papel esencial no sólo con su actividad pastoral sino también con las escuelas de toda clase y grado. Hasta los “anticlericales” entendían que la moral católica era la moral y que, como tal, debía ser enseñada. La enseñanza de la teología moral se impartía en las universidades estatales hasta fines del siglo XIX, resultando memorable su defensa en el parlamento por Villari, quien era por su parte favorable a la “Nueva Italia”. Debe decirse, por tanto, que la moralidad popular y la de la Administración pública estaban marcadas por la educación católica y no por la “nueva religión” y el “individualismo moral” en los que se inspiran, en cambio, las doctrinas del personalismo contemporáneo y del Estado agnóstico sostenidos y defendidos (también y sobre todo) por los “católicos” italianos de la segunda mitad del siglo XX.

6. Se dirá que las afirmaciones precedentes no tienen en cuenta a los llamados “católicos liberales”. Bastará, a este respecto, recordar lo que escribió Giuseppe Bozzetti, figura destacada en el plano cultural y General del Instituto de la Caridad, esto es, de los padres rosminianos, cuando observaba justamente que es una contradicción en los términos decirse católicos e liberales y que quien sostiene esta tesis no sabe ni lo que es liberalismo ni lo que es el catolicismo (cfr. G. Bozetti, “Rosmini e el liberalismo”, ahora en Opere complete, vol. I, Milán, Marzorati, 1966, pág. 267). El papa Benedicto XV enseñó y prescribió precedentemente que el católico no debe cualificarse por la adición de adjetivos (por ejemplo: liberal, marxista, demócrata, etc.), porque el catolicismo no puede admitir ni el más ni el menos: o se profesa entero o no se profesa (Ad beatissimi, 1 de noviembre de 1914). Por tanto, quien avanza esta objeción demuestra ignorar o de querer ignorar que el catolicismo no puede ni confundirse ni combinarse con otras doctrinas. Parece evidente, pues, que tesis similares, con la consiguiente “etiqueta” se han sostenido y utilizado instrumentalmente sea durante el Risorgimento como en las décadas más cercanas a nosotros.

Por ello, aun no sorprendiéndonos, parecen insostenibles pretextos los que afirman que Instaurare habría demostrado ignorancia y estaría retrasada –y mucho– en el reloj de la historia al haber espolvoreado sobre una cuestión que debiera considerarse cerrada desde hace mucho. En efecto, un periódico que se publica en Bolzano, ha dedicado atención a lo sostenido en dos cartas estampadas en nuestro periódico a propósito del Risorgimento y de la Iglesia católica.

7. Es bueno, por el contrario, reflexionar sobre la cuestión del Risorgimento, no para reabrir heridas y ofensas históricas, sino para considerar críticamente (aunque serenamente) las premisas de una “resurrección que ha faltado”, que abrió el camino a acontecimientos trágicos (bastaría pensar en las dos guerras mundiales que siguieron a la de la independencia) y que sobre todo ha abierto las puertas a la desolación del nihilismo contemporáneo.

 

(N. de la R.) Con mucho gusto publicamos, en versión castellana de M.A., el artículo de nuestro colaborador Daniele Mattiusi, aparecido originalmente en el número de septiembre-diciembre de 2010 de la revista Instaurare omnia in Christo, que dirige en la ciudad de Udine nuestro también colaborador el profesor Danilo Castellano.