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Número 541-542

Serie LIV

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Más sobre el sínodo de la familia

 

1. Introducción

Entre el 4 y el 25 de octubre pasados se desarrolló en Roma el Sínodo ordinario sobre la familia. Que ha seguido al anterior extraordinario de un año antes (entre el 5 y el 19 de octubre de 2014).

Los Sínodos sobre la familia que ha querido el Papa Francisco, el extraordinario tanto como el ordinario, han suscitado debates (incluso encendidos), han alimentado polémicas, han sido ocasión de intentos de presión y han inducido a muchos a pensar que la Iglesia Católica pudiese (o debiese) cambiar su doctrina sobre algunas cuestiones fundamentales.

Tanto la prensa católica como la laicista han promovido auténticas «campañas». En su mayor parte tomaron partido en favor de la tesis según la cual la Iglesia debería seguir la evolución de los tiempos. Más aún, la prensa sostuvo de modo general, además, la tesis de que la doctrina de la Iglesia es fruto de la hermenéutica y no conocimiento profundo de la Revelación al tiempo que producto de la exégesis de la Escritura y de la Tradición. La doctrina de la Iglesia, en otras palabras, sería el resultado de la interpretación dada cada vez por la comunidad cristiana a lo largo del tiempo. Sería, así, necesariamente «evolutiva» al resultar necesariamente historicista. La afirmación de Nuestro Señor Jesucristo de que sus palabras no pasarán (Mc., 13, 31) sería equivocada ya que no resistiría al proceso de cambio permanente tanto en la doctrina como en la praxis: el Evangelio sería la fuente viva de las novedades. La praxis prevalecería sobre la doctrina, al punto de que invocar esta última significaría querer petrificar la historia y convertirse en enemigos del progreso historicista, que impone dar un juicio positivo sobre las novedades sólo por ser novedades. El criterio de lo verdadero y lo falso, del bien y el mal sería, pues, el tiempo y no la sustancia de las cosas.

Hay más. En los dos Sínodos, extraordinario y ordinario, ha emergido otra tesis: la de que las ideas no deberían tener (ni tendrían) peso alguno, contando sólo el hombre. Es la tesis del personalismo contemporáneo, también una doctrina (¡no lo olvidéis Papa Francisco!) que en nombre de la promoción humana termina por destruir al hombre, haciéndolo criatura dominada por el «vitalismo», las pulsiones, las pasiones... El hombre, según esta doctrina, no debería valorar racionalmente lo que vive y lo que hace, «mediar» y meditar antes de obrar. Debería abandonarse y quedar a merced de una libertad entendida como «instinto vital», una libertad nihilista, inhumana. El hombre debería dejarse transportar. Debería ir a donde lo lleve el instinto.

 

2. ¿Insignificancia del Sínodo ordinario?

Estas teorías han sido sostenidas por importantes participantes del Sínodo. Se corresponden también ciertamente con la weltanschauung de la Relación introductoria del cardenal Kasper al Consistorio de 2014, preparatorio del Sínodo extraordinario del mismo año. Pero parecen brotar también en el Discurso de clausura de 24 de octubre de 2015 del Papa Francisco en el Sínodo ordinario. Entre tanto, también han sido acogidas en la Relación final del Sínodo extraordinario de 2014 y en el Instrumentum laboris de 2015, esto es, del instrumento de trabajo predispuesto con vistas al Sínodo ordinario de 2015.

Pero estas teorías han sido de igual modo «rechazadas» sustancialmente en la Relación final del Sínodo de 2015, que –en todo caso– es un documento «ofrecido» al Papa, no un acto del magisterio de la Iglesia (como tampoco lo fue, sino aun menos, la Relación final del Sínodo extraordinario de 2014, como menos todavía son actos del magisterio las opciones de este o aquel cardenal o miembro del Sínodo).

Quizá también por causa de la falta de acogida de estas tesis historicistas haya caído sobre el Sínodo ordinario un silencio funeral. Muchas expectativas se han quedado en desilusiones: la Iglesia no ha cambiado de doctrina, ni siquiera en un texto que sólo sirve de ayuda al Papa a tenor de la solicitud que le ha dirigido el mismo Sínodo de que valore la oportunidad de ofrecer un «documento» magisterial sobre la familia, «para que en ésta, Iglesia doméstica, resplandezca siempre más Cristo, luz del mundo» (Relatio, núm. 94).

¿Puede deberse a su insignificancia ese silencio que con tanta celeridad ha caído sobre el Sínodo ordinario de la familia? Ciertamente no.

En primer lugar no ha sido insignificante por lo que ha afirmado (o reafirmado) sobre la misión de la Iglesia, la naturaleza y el fin del matrimonio, la contracepción, la esterilización, el aborto procurado y/o prescrito, la eutanasia, el suicidio asistido, la misericordia que no se contrapone (ni debe contraponerse nunca) a la justicia.

A continuación, el Sínodo ordinario no es insignificante tampoco por algunas tesis que se acogen en la Relatio final y que exigen desarrollos y en ocasiones censuras, y sobre las que hemos de volver en lo que sigue.

Tampoco es insignificante por el lenguaje usado. Lenguaje a veces equívoco, en ocasiones portador de errores, otras ocasión de hermenéuticas erradas. También volveremos enseguida sobre el asunto.

Aunque sólo por mayoría, ha sugerido además el Sínodo –para resolver algunas cuestiones morales delicadas– una praxis exactamente opuesta a la adoptada por la Iglesia en aplicación de las deliberaciones del Concilio de Trento y de la «reforma ortodoxa» querida y realizada por San Pío X. Entendámonos: no se trata, como veremos, de doctrina, sino más bien de método, que puede ser distinto y debe valorarse cada vez. Aunque las exigencias que indujeron primero al Concilio de Trento y más adelante a San Pío X respectivamente a prescribir y unificar normas dispersas aquí y allá son exigencias de una pastoral segura y para una pastoral segura.

 

3. Las cuatro cuestiones

Sínodo ordinario sobre la familia que debemos considerar por más que brevemente. Son cuestiones que, de una parte, manifiestan la apasionada fidelidad a la Iglesia, entendida como fundación y no como simple asociación. Son cuestiones que, de otra, revelan incertidumbres, dependencias de la cultura hegemónica (sobre todo occidental) y errores metodológicos estratégicos.

 

4. La cuestión de la misión de la Iglesia

La primera cuestión es la relativa a la Iglesia, a su misión y a su papel en lo que respecta a los temas ligados al derecho natural. La Relación final del Sínodo ordinario afirma en primer lugar que «la Iglesia [...], unida a su Señor y regida por la acción del Espíritu, sabe tener una palabra de verdad y esperanza que dirigir a todos los hombres» (núm. 1). No se trata simplemente de una autoconciencia, de una convicción, sino de conocimiento de su propia realidad. La Iglesia solamente puede tener palabras de verdad en cuanto «unida» a su Señor, a Jesucristo, cuyas palabras no pasarán. Las «palabras» no son simples enunciados, sino juicios de verdad. De alguna manera la doctrina de la Iglesia es ciertamente «suya», esto es, de la Iglesia, pero no es doctrina de un «sistema», no sólo es anuncio de verdad para quien cree (fideísmo); al contrario, es anuncio de la verdad a todos los hombres, también para los que no creen. El magisterio de la Iglesia sobre el matrimonio, por tanto, no está reservado o destinado sólo a los creyentes. Estos, si lo son, deben reconocer que la «plenitud del matrimonio» se da sólo a la luz del Evangelio. El matrimonio «sacramental» no niega –sin embargo– el «natural», esto es, el basado en el orden de la creación (núm. 37). Por su propia naturaleza es heterosexual (núms. 3 y 4) e indisoluble (núms. 36, 40, 48, 50, 51). La Relación, confirmando la doctrina tradicional de la Iglesia, reconoce el matrimonio como institución natural antes que de derecho positivo. Pues este último presupone aquél.

Es lo que había alcanzado el jurista romano Modestino prescindiendo de la fe cristiana (que, obviamente, no podía tener): el matrimonio es «coniunctio maris et feminae, consortium omnis vitae, divini et humani iuris communicatio» [el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, un consorcio para toda la vida, una comunión entre el derecho divino y humano]. La Relación hace suya esta definición incluso a la letra. Es verdad que cita el canon 1055 § 1 del vigente Código de Derecho Canónico, que completa aquélla. Pero no lo es menos que la definición del Código no es arbitraria, como tampoco lo era la de Modestino. Expresan el orden natural. «El matrimonio es la “comunidad de toda la vida” –escribe en efecto la Relatio (núm. 49)– ordenada por su naturaleza al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole». El divorcio, por tanto, en cuanto injusticia (núm. 79), es un mal. Como también es un mal la separación, si bien puede ser en algunos casos el único remedio para una situación tan difícil y deteriorada que hace imposible la vida de pareja. La separación, en todo caso, no disuelve el matrimonio y, por tanto, no libera a los cónyuges (aunque separados) del deber de fidelidad. Es un remedio extremo y es un mal del que tienen a menudo responsabilidad el o los cónyuges que la han provocado.

En lo que respecta a esta cuestión el Sínodo ordinario sobre la familia confirma lo que la Iglesia, como maestra segura y madre solícita (núm. 51), ha enseñado siempre.

 

5. La cuestión pastoral

La Relación final del Sínodo ordinario sobre la familia ofrece sugerencias para ir al encuentro del mundo en el intento de «encontrar» las ovejas perdidas. El intento es ciertamente «misionero» y «pastoral» a un tiempo. Responde a la naturaleza de la Iglesia, a ese su ser «madre solícita», que no puede (ni debe) olvidar a los hijos que se han alejado de ella. Se trata de «encontrarlos» para llevarlos al aprisco. Sin embargo, no siempre se enseña esto claramente. Resulta para empezar muy equívoco a este propósito el discurso de clausura del Sínodo del Papa Francisco. De una parte, en efecto, el Papa sostiene que el Sínodo ha dirigido sus trabajos tratando de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la tradición y de la historia bimilenaria de la Iglesia. Se ha referido, además, y por tanto implícitamente las ha acogido, a las definiciones dogmáticas del magisterio de la Iglesia sobre la cuestión considerada. Pero, de otra parte, ha afirmado que «los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu». A su juicio, pues, habrían participado también algunos fariseos en los trabajos del Sínodo. No está desde luego permitido confirmar o desmentir esta afirmación a quien no conoce de cerca las cosas. El Papa Francisco, que a propósito de los presuntos derechos reclamados por los homosexuales se ha preguntado «¿quién soy yo para juzgar?», juzga ahora con seguridad. Debe hacerlo ciertamente sobre la base de pruebas irrefutables y tras haber cambiado de parecer sobre su identidad, papel y poderes.

Pero, sobre todo, en el Discurso citado el Papa ha hecho propia la doctrina errónea del personalismo contemporáneo, para la que la persona humana tendría derecho a la propia afirmación al margen de lo que reivindica y de lo que pretenda afirmar. Lo que cuenta –se dice– no son las ideas sino el hombre. Un hombre que usa la propia racionalidad para realizar cualquier proyecto sin valorarlo nunca. No se trata de «fórmulas», de enunciados abstractos. Se trata de entender si la doctrina o las doctrinas son simples enunciados nihilistas o si son el resultado de un conocimiento (siempre parcial) de la verdad de la que la Iglesia es depositaria y cuyo contenido debe perennemente (pero «eodem sensu eademque sententia», como enseñó San Vicente de Lerins) profundizar. La verdad no es insignificante. Es la condición, entre otras cosas, para la legitimidad de la acción. La Iglesia tiene que enseñarla. No basta proclamar la misericordia. Es verdad que el hombre siempre tiene necesidad de la misericordia, porque yerra constantemente: incluso el justo, en efecto, peca siete veces al día. Como también lo es que el pecado no se identifica con el solo error objetivo. Es cierto por ello que la Iglesia no está llamada tan sólo a «repartir condenas y anatemas». Antes que nada lo está a enseñar la verdad (recibida, no creada): «id, pues, y enseñad a todas las gentes [...], enseñándolas a observar todo lo que os he mandado (Mt., 28, 19-20). La Iglesia, como refiere San Mateo, ha sido (y está) llamada por Jesucristo a instruir y no solamente a anunciar una misericordia concedida (y a veces pretendida) sobre la base de la sola fe, sin arrepentimiento (por el mal hecho) y sin necesidad de esforzarse a hacer el bien (las obras), como exige una auténtica conversión. La Iglesia Católica no es la Iglesia reformada luterana.

También se encuentra una mención al fariseísmo en la Relación final (núm. 51). ¿Cómo puede afirmarse que es más grato a Dios un pequeño paso, que no es sino un intento, para salir de una situación desordenada, que una vida «exteriormente correcta de quien pasa sus días sin afrontar dificultades importantes»? Debe notarse en primer término que con esta afirmación se hace referencia a los «méritos» que –al cerrar el Sínodo– se decía no eran relevantes para Dios porque Él «no nos trata según nuestros méritos o nuestras obras». También, en segundo lugar, debe observarse que es un mérito (y antes aún una gracia) la salida del pecado, pero que no es indispensable pecar para tener méritos: el amor de Dios, por ejemplo, demostrado al observar sus mandamientos, sería un mérito sin necesidad del pecado. Finalmente es de señalar que sólo Dios es el juez de la subjetividad: el hombre nunca conoce hasta el fondo, ni siquiera a sí mismo. Menos aún «otros» pueden conocer (y juzgar objetivamente) lo íntimo de la conciencia y por tanto juzgar acerca de la correspondencia de la corrección de la vida exterior con la de la vida interior.

Son también singulares las afirmaciones sobre la «imputabilidad subjetiva» (núm. 85), de las que –pues están insertas en un párrafo en el que se habla de los «divorciados vueltos a casar»– puede presumirse legítimamente su funcionalidad a introducir, aunque veladamente, «aperturas» que en realidad son «heridas» a la Iglesia de siempre y en particular a su doctrina. No hay duda de que es posible encontrar personas incapaces de entender y querer. En estos casos, y para ellas, no es posible el matrimonio ni –por tanto– el divorcio. Pero menos aún el «segundo matrimonio civil». Tampoco hay duda, además, de que puede haber atenuantes o agravantes para y en las opciones subjetivas. Como quiera que sea hay una cosa cierta: nadie se halla en circunstancias desordenadas, es decir de pecado, en las cuales «se encuentran grandes dificultades para obrar de otro modo» (núm. 85). Repárese en que la Relatio no dice simple y solamente que puede haber dificultades para salir del pecado; dice que hay situaciones en las que es difícil «obrar de otro modo». En otras palabras, parece sostener la tesis de que sería necesario obrar pecaminosamente en algunas circunstancias. Si esta es la tesis, es absolutamente inaceptable. Concretamente, y para ser claros, ningún «divorciado vuelto a casar» puede considerar que se ha visto obligado a obrar en el modo en que lo ha hecho y en el que continúa haciéndolo, esto es, en una convivencia adulterina. Esto es, no se puede pensar en estar en gracia de Dios mientras se continúa conviviendo simplemente o more uxorio, ya que sólo es válido el primer matrimonio contraído. No todos los pecadores, en cuanto tales, están excomulgados. Por eso, el Sínodo, cambiando la afirmación y el término de un discurso dirigido por el Papa Francisco a los presentes en la Audiencia general de 5 de agosto, descubre... el Mediterráneo al decir que los «divorciados vueltos a casar» no están excomulgados (núms. 58 y 84). Son, sin embargo, pecadores y pecadores públicos. Su pecado es «grave» y en otro tiempo la Iglesia lo calificaba justa y apropiadamente cono «mortal».

Los intentos de regalar la misericordia también a quien se obstina en vivir en el pecado impiden a la Iglesia desarrollar su misión. Al contrario, la llevan a producir malentendidos con daño para la salud de las almas. No se evita, por ejemplo, el escándalo causado por la convivencia adulterina o concubinaria fingiendo que sean otra cosa y sugiriendo que se acuda a otra parroquia (o iglesia) distinta de la de pertenencia para cometer sacrilegio, al comulgar en pecado grave, públicamente conocido.

 

6. La cuestión del lenguaje

La tercera cuestión es la del lenguaje. Se dice que el lenguaje es el «lugar» del pensamiento. No es, por tanto, el pensamiento, sino vía de la manifestación de éste. Si la manifestación se revela confusa, confuso queda inevitablemente también el pensamiento. La Relatio final del Sínodo ordinario utiliza a menudo un lenguaje equívoco. Que muchas veces se usa asumiendo un punto de vista particular. Pero observar las cosas desde una perspectiva particular significa confundir la ideología con una «visión teorética». Se hace así una verdad absoluta de lo que es una verdad parcial. Y este es un error de fondo que convendría evitar siempre. El lenguaje usado por la Relatio es en ocasiones ideológico. Corre el riesgo, por tanto, o de no llegar a comunicar o de comunicar lo contrario de lo que querría decir. Algunos ejemplos nos ayudarán a darnos a entender con rapidez. La Relación denuncia el compromiso insuficiente de los responsables políticos y religiosos para la difusión y la protección de la cultura de los derechos humanos (núm. 9). Habla también de libertad de conciencia (núms. 9, 64 y 92) y de Iglesia local (núms. 60 y 76). Finalmente indica la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como texto que debe ser considerado positivamente y aplicado íntegramente (núm. 92).

Por decir poco resulta extraña la referencia a las Iglesias «particulares» con el adjetivo «locales». La Iglesia es una y universal, no una unión de Iglesias locales. No es, pues, una asociación de segundo grado, es decir, una suma de Iglesias, entendidas como asociaciones de bautizados. La Iglesia es una fundación, rectius un cuerpo místico «instituido» por el Fundador, esto es, por Nuestro Señor Jesucristo. El adjetivo «locales», repetidamente adoptado, genera sin duda confusión y podría incluso inducir errores en el modo de concebir la Iglesia.

La expresión «libertad de conciencia» es también equivoca. No dice claramente si se refiere a la «libertad de conciencia» propia de la doctrina liberal (la libertad de conciencia sería el derecho a la afirmación de la conciencia subjetiva «naturalística») o si se habla de la libertad de conciencia del pensamiento clásico y cristiano (caso en el que, para hablar propiamente, hubiera debido usarse la expresión «libertad de la conciencia», que es propiamente testimonio de fidelidad a la ley inscrita en el corazón del hombre e independiente por tanto de él). Cuestión sobre la que se produjo un vivo debate en los decenios pasados y sobre la que intervino el supremo magisterio de la Iglesia Católica. ¿Por qué ignorar la cuestión? ¿Por qué dejar en el aire el significado de la expresión?

La de los derechos humanos, a continuación, es una vieja cuestión que ha afligido a la Iglesia y a la cultura católica desde hace tiempo. Muchos católicos, que han adoptado el método «clerical» (esto es, aproximarse a las cuestiones para «bautizar» lo que no se puede), han creído poder interpretar los «derechos humanos», nacidos y crecidos en un contexto alejado de la cultura católica (o de la cultura simplemente), como sus criaturas. «Los derechos humanos son lo que decimos nosotros», afirman. No son, por tanto, los históricos, codificados en los ordenamientos jurídicos de nuestro tiempo. No son reivindicaciones del ejercicio de la soberanía, no son pretensiones de instaurar el orden que se considera preferible (ignorando por consiguiente el orden de la creación), no son hijos del subjetivismo (y por ello del relativismo y el nihilismo) moderno. Pero la cultura de los «derechos humanos» ha conducido coherentemente al divorcio, al aborto, a la eutanasia, al suicidio asistido, a los cultos públicos satanistas, al «derecho» a la pornografía y al incesto, etc. «Conquistas» todas que la modernidad reclama como propias, aunque en verdad resulte difícil considerarlas tales. La misma Relatio final del Sínodo lo niega, aunque sin embargo invoca de una parte lo que por otra afirma deber combatir. Contradicción incomprensible para el sentido común.

 

7. La cuestión del método

La cuarta cuestión, que la Relatio plantea como cuestión de método, constituye un problema muy delicado. Debe decirse de inmediato que se tiene la impresión de que en la Relación se haya adoptado un método como caballo de Troya para lograr alcanzar una revolución interna en la Iglesia. La vía del «discernimiento caso por caso» es, de alguna manera, una necesidad y una exigencia moral. Pero el discernimiento sólo es posible cuando se dispone de los instrumentos para realizarlo. Solamente es posible, pues, a la luz de los «principios». Si estos faltan (y da igual que se ignoren o que no se apliquen) el discernimiento caso por caso resulta imposible: pues en esta hipótesis el caso se convierte en principio. Por ejemplo, para juzgar de la validez del matrimonio es necesario conocer la naturaleza y el fin del mismo, así como las condiciones que lo hacen válido. Si faltasen estas «reglas» no se podría emitir juicio alguno sobre el «caso» concreto.

Quien está llamado a valorar el «caso» debe ser ayudado en la difícil tarea. Por ello San Pío X consideró oportuna una codificación. No es que las «reglas» faltasen antes de ella, esto es, a principios del siglo XX y en los siglos precedentes. Pero estaban dispersas. Y su dispersión no facilitaba el trabajo de «discernimiento». Quien está sobre el terreno tiene necesidad de conocer, de conocer claramente y de conocer inmediatamente, según qué criterios debe actuar. A tal fin, ciertamente, es necesaria una preparación remota. Que, sin embargo, a veces resulta insuficiente. Para resolver el caso, y hacerlo bien, se hace necesaria una indagación. El agente pastoral o el confesor común no siempre se hallan en condiciones de hacerla. A veces falta tiempo para hacerla. Hoy sobre todo es oportuno ofrecer «directrices», pues en nuestro tiempo la preparación de los confesores y de los agentes pastorales no es generalmente sólida, profunda y rigurosa. En ocasiones es coherente con doctrinas (que se llaman morales) erróneas. Quien guía la Iglesia ve claramente la situación en que se encuentra. Es, como se ha dicho por quien tiene autoridad, un «hospital de campaña». En el «hospital de campaña» se cura desde luego, pero no con los mismos criterios y con los mismos métodos aplicados en los «hospitales ordinarios». Ya esto debería haber llevado al Sínodo a valorar mejor y de otro modo la cuestión del método. No sólo los «médicos» del «hospital de campaña» que actúan en la Iglesia tienen generalmente –como ya se ha dicho– una preparación inadecuada para la situación y los problemas, sino que a veces están condicionados por la cultura hegemónica y con frecuencia «orientados» por la prensa (considerada en ocasiones erróneamente «buena»). En este contexto y en estas condiciones se convierte en peligrosa la «descentralización» del «discernimiento», dejado a juicios no siempre basados en la doctrina segura.

No es ésta una cuestión doctrinal, sino –como se ha dicho– de método u oportunidad. Se tiene la impresión, sin embargo, de que a través del método se han sentado las premisas para la interpretación de los casos según criterios que responden al laxismo moral y a la luz de una doctrina tan «genérica» que no es propiamente tal.

 

8. Conclusión

A la vista de la situación en que se encuentra actualmente la cristiandad, de la preparación de la generalidad de los hombres de Iglesia en nuestro tiempo, de las exigencias y presiones del «mundo», de las premisas de la llamada «Relación Kasper» y de las conclusiones del Sínodo extraordinario de 2014, la Relatio finalis del Sínodo ordinario ha supuesto, en algunos aspectos, un resultado inesperado. También la cuestión del método, aunque insidiosa, permite afirmar que nada ha cambiado sustancialmente en principio.

La Relatio final del Sínodo ordinario no permite, sin embargo, conservar la tranquilidad. Pues «recibe» aquí y allí orientaciones que hoy se comparten aproblemáticamente; orientaciones no siempre en armonía o conformes (aun en profundidad) con la doctrina social de la Iglesia: por ejemplo la tesis según la que el Estado debe crear las condiciones legislativas y de trabajo para garantizar el porvenir (núm. 13), que evidencia un Estado «pensado» como Estado providencia. O bien «recibe» orientaciones que derivan de la igualdad ilustrada: por ejemplo la supresión, que se entiende oportuna, de los «papeles» dentro de la familia (núm. 28). Tampoco pueden compartirse los juicios parcialmente positivos acerca de las «uniones civiles», la valoración también positiva de los matrimonios interreligiosos o algunas afirmaciones sobre las sanciones penales, carentes de los necesarios distingos.

La Relatio es la fotografía de la situación en que hoy se encuentra la Iglesia, rectius la cristiandad. Evidencia su anhelo de fidelidad, sus buenas aspiraciones y sus propósitos. Pero al mismo tiempo pone de relieve las muchas y graves incertidumbres, algunas orientaciones erróneas y los defectos del método del «clericalismo» que le impiden ser siempre guía segura, valientemente segura, y luz para los hombres que buscan el camino de la salvación.