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Número 541-542

Serie LIV

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Cardenal Robert Sarah–Nicolas Diat, Dios o nada. Entrevista sobre la fe

Cardenal Robert Sarah-Nicholas Diat, Dios o nada. Entrevista sobre la fe, Madrid, Palabra, 2015, 352 págs.

En estos tiempos de confusión, convendría que los fieles meditasen la cita que abre este libro: «Nada es imposible para Dios» (Lc. 1, 37). Este pasaje adquiere particular relevancia en la Iglesia de nuestros días para aquellos que pudieran verse tentados por el desánimo. Por ello, el cardenal guineano Robert Sarah nos dirige un oportuno y profundo mensaje de estímulo.

Comienza relatando sus orígenes en el pobre y remoto pueblo de Ourous, donde nació el 15 de junio de 1945. Nos habla de la felicidad de su infancia y de las dificultades que debió enfrentar cuando el nuevo gobierno independiente de Guinea nacionalizó la totalidad de la educación, confiscando las escuelas católicas. Describe también cuánto le impresionó la vida de oración de los Padres Espiritanos, sus profesores en el seminario menor. Relata a continuación su formación de sacerdote y su ordenación por el arzobispo Raymond-Marie Tchidimbo, quien fuera posteriormente encarcelado durante largo tiempo y torturado bajo la dictadura de Sékou Touré. Subraya, a propósito de sus estudios bíblicos, cuán importante es mantener respeto y fidelidad hacia la Palabra de Dios, «para que la misma no sea manipulada para ajustarla dentro de determinadas circunstancias históricas, políticas o ideológicas, con el fin de agradar a los hombres y adquirir fama como académico o teólogo de vanguardia». Y precisa, al hablar de su trabajo como presidente del Pontificio Consejo Cor Unum, la institución pontificia que se ocupa de las obras de caridad: «Muy rápido comprendí que la mayor miseria no es necesariamente la miseria material. La miseria más profunda reside en la falta de Dios». Es fundamental para él distinguir la caridad de la filantropía: «La caridad sirve al hombre, pero no es posible servir a la humanidad sin hablarle de Dios». A lo que agrega que «debemos reflexionar teológicamente sobre la caridad para impedir que los organismos caritativos católicos caigan en el secularismo». Por lo tanto, la caridad «nos pone ante la obligación de evangelizar».

Cuando se refiere al servicio que debemos a los pobres, señala que «el verdadero alivio que debemos brindar a los pobres y afligidos no es material sino espiritual. Es necesario revelarles el amor, la compasión y la proximidad de Dios». Luego da cuenta de su preocupación, extremadamente realista, al ver que «ciertas organizaciones católicas tienen vergüenza y rechazan manifestar su fe. No quieren hablar más de Dios en sus actividades de caridad, so pretexto de que no desean hacer proselitismo». Como más adelante subraya que «sería un error fatal privilegiar el mundo social, económico, o, peor aún, político, en detrimento de la evangelización».

Pío XII destaca su encíclica Fidei Domum, que «en parte fue inspirada por el ejemplo del arzobispo Marcel Lefebvre, entonces arzobispo de Dakar y delegado apostólico para el África occidental francesa, [y que] fue muy importante para el desarrollo de la envangelización». Muestra cómo Pablo VI hubo de enfrentar turbulencias: «El mundo estaba cambiando muy rápidamente, y el Concilio no aportó la explicación en profundidad tan esperada. Incluso la hermenéutica progresista estaba llevando a los creyentes a un callejón sin salida». Elogia su encíclica Sacerdotalis caelibatus, en la que defendió el celibato sacerdotal y subrayó la necesidad de preservarlo. Lo elogia igualmente por la promulgación de Humanae vitae, citando extensos pasajes de este documento fundamental. De Juan Pablo II señala que los poderes ocultos desataron torrentes de ira contra él por haber defendido la vida humana. Al tiempo que subraya la heroicidad de su último combate contra la enfermedad que lo estaba consumiendo asentado en los pilares de la Cruz, la Eucaristía y la Santísima Virgen María. Del pontificado de Benedicto XVI dice que fue un maravilloso libro abierto hacia el cielo: «Puede ser que algunos –dentro y fuera de la Iglesia– nunca aceptaran los enfoques fundamentales de Benedicto XVI, su combate contra el espíritu relativista, la denuncia de las corrientes potencialmente dictatoriales del secularismo, la lucha contra las alteraciones antropológicas, y una apreciación más profunda de la liturgia».

En relación con ésta deplora que la Constitución conciliar no fuera comprendida en lo que se refiere a la primacía fundamental de la adoración. Y subraya luego: «Hemos visto todo tipo de planificadores litúrgicos “creativos” que buscaban inventar maneras de hacer que la liturgia fuera más creativa, más comunicativa, implicando más y más personas, pero olvidando sin embargo que la misma está hecha por Dios. Si Dios se convierte en el Gran Ausente, entonces pueden aparecer todo tipo de espirales descendentes, desde las más comunes hasta las más indignos… [Lo que] falta es ese encuentro silencioso, contemplativo, cara a cara con Dios». Dios debe tener en nuestras vidas la prioridad absoluta, pues de lo contrario se corre el riesgo de caer en una apostasía silenciosa. En este sentido, y con referencia al Papa Francisco, sostiene que está tratando de reformar la Iglesia con el espíritu de San Francisco de Asís y el impulso misionero de San Ignacio de Loyola. Así como observa que los signos más preocupantes para el futuro de la Iglesia son la falta de sacerdotes, las insuficiencias en la formación del clero y las ideas erróneas respecto al sentido de la misión. Critica la tendencia de querer «poner énfasis en la actividad socio-política y el desarrollo económico, excluyendo la evangelización». Por lo tanto, concluye que Dios debe ser constantemente proclamado en cualquier circunstancia, favorable o desfavorable, utilizando métodos respetuosos, pero nunca escondiendo la verdad.

Relata su experiencia al celebrar la Misa como joven sacerdote, y de qué manera la Adoración Divina puede elevarnos por encima de la vida ordinaria. Respecto a la reforma litúrgica inspirada por el Concilio Vaticano II señala que: «En forma bastante violenta, se pasó sin ninguna preparación de una liturgia a otra. Puedo dar testimonio del hecho de que esta falla en la preparación de la reforma litúrgica tuvo efectos devastadores para la población católica, en particular para las personas más simples, que a duras penas lograban comprender la rapidez de dichos cambios y mucho menos su razón de ser». Más adelante, en su calidad de Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, subraya la importancia de clarificar bien que la liturgia es determinada por Dios y no por los hombres. Debería ser evidente que el hombre no puede fabricar la adoración a partir de la nada. La adoración en la tierra debería prepararnos para la liturgia celestial, cuando podremos contemplar a Dios para siempre. Subraya que personalmente acogió con confianza, alegría y acción de gracias el motu proprio Summorum Pontificum: «Es probable que la celebración de la Misa según el antiguo misal, permitiera entender mejor que la Misa es un acto de Dios y no de los hombres. Del mismo modo, su carácter misterioso y mistagógico resultaba evidente de forma más inmediata». De forma muy equilibrada observa que «el motu proprio Summorum Pontificum trata de reconciliar las dos formas del rito romano y sobre todo busca ayudarnos a redescubrir la sacralidad de la Santa Misa como una “actio Dei” y no como una acción humana. Estamos aquí ante un punto sumamente importante: el problema de la falta de disciplina generalizada, de la falta de respeto y de fidelidad hacia el rito, lo que puede también afectar la validez de los sacramentos». Concluye afirmando que tienen razón algunos en estar preocupados y temer lo peor ante la actual crisis litúrgica.

En este libro podemos ver cómo el cardenal Sarah es un auténtico hombre de oración: « [La oración] es el momento invaluable durante el cual todo se hace, todo se regenera y Dios actúa para configurarnos hacia Él». Al orar «debemos permanecer en silencio para permitir que el Espíritu Santo hable, y escuchar cómo suspira e intercede en nuestro nombre». Debemos otorgar a Dios la libertad necesaria para que pueda expresarse a través de nuestro silencio: «Nuestra configuración en Cristo se realiza a través de una intensa vida de oración, de adoración y de contemplación silenciosa. Sin oración, un sacerdote corre el riesgo de sucumbir al activismo, a la superficialidad o la mundanidad». Subraya por lo tanto que lo más importante es «la calidad del corazón de un sacerdote, la fuerza de su fe y la esencia de su vida interior». A su juicio los cristianos no lograrán nunca vencer los desafíos del mundo mediante meras herramientas políticas o racionales: «La única verdadera roca para el bautizado es la oración y el encuentro con Cristo […]. La oración es la fuente de nuestra alegría y de nuestra serenidad porque nos une a Dios, que es nuestra fuerza». Pero no debemos tampoco olvidar que «la alegría es proporcional a nuestra abnegación y unión con Él». La oración, «en definitiva consiste en permanecer en silencio para poder escuchar a Dios, que nos habla». Pues «los tumultos más difíciles de dominar siguen siendo nuestras tormentas interiores».

Ya hemos mencionado más arriba la defensa de Pablo VI por haber tenido el valor de publicar la encíclica Humanae Vitae, documento profético que desarrolla una moralidad en defensa de la vida humana, trata de proteger a las mujeres de la explotación sexual contemporánea, denuncia que el colonialismo de Occidente sigue tratando de imponer una falsa moralidad con valores engañosos tales como la teoría del género, los supuestos «valores sexuales y reproductivos» y el programa homosexual. La ideología del género transmite una burda mentira, al negar la realidad del ser humano como hombre o mujer. Deconstruye la persona humana y destruye el orden social, con el objetivo de abolir la civilización cristiana y de construir un mundo nuevo. Además se promueve el aborto con un enfoque maltusiano respecto a los países pobres, al tiempo que la eutanasia se ha vuelto un nuevo objetivo, tratando de eliminar a los ancianos y discapacitados.

Respecto al acalorado debate en curso dentro de la Iglesia referente al matrimonio, critica el autor las propuestas del cardenal Richard Marx, Presidente de la Conferencia Episcopal alemana, quien busca nuevas soluciones pastorales para las personas divorciadas y vueltas a casar. Señala que las Iglesias occidentales quieren imponer supuestas soluciones «teológica y pastoralmente responsables» que contradicen las enseñanzas de Jesús y del Magisterio de la Iglesia: «La idea de introducir como en una vitrina, separándolas de la práctica pastoral, enseñanzas magistrales que luego podrían evolucionar en función de las circunstancias, las modas o las pasiones, constituye una suerte de herejía, una patología peligrosa». Refiriéndose luego a los cristianos que sufren persecución y martirio, enuncia una declaración impactante: «Mientras en el mundo hay cristianos que están muriendo por su fe y su fidelidad a Jesús, en Occidente ciertos hombres de Iglesia están tratando de reducir al mínimo los requisitos del Evangelio». Luego señala con fuerza que ciertos teólogos quisieran otorgar a las personas divorciadas y vueltas a casar la posibilidad de tener acceso a la comunión eucarística, a pesar del estado de adulterio en que se encuentran: «Los divorciados y vueltos a casar deben asumir que están transgrediendo el mandamiento de Cristo: “No separe el hombre lo que Dios ha unido” (Mt. 19, 6), y por lo tanto les está prohibido recibir el sacramento de la comunión; abolir dicha prohibición equivaldría claramente a negar la indisolubilidad del sacramento del matrimonio». Y concluye que «aquellos hombres que conciben y elaboran estrategias para matar a Dios y destruir siglos de la antigua doctrina de la Iglesia, se verán ellos mismos devorados, arrastrados por su propia victoria terrenal hacia el eterno fuego de la Gehena».

Refiriéndose a la distorsionada noción contemporánea de la misericordia, el cardenal Sarah observa que muchos esperan que «Dios vuelque su misericordia sobre ellos a pesar de que permanecen en el pecado…», afirmando que el pecado destruye en nosotros las energías de la vida divina, que no pueden ser injertadas sobre la nada. Este error se basa en el subjetivismo, y el autor critica la Iglesia de nuestros tiempos por no entender el problema, enfatizando que la misma debe redescubrir su visión: «No se trata de flexibilizar los requisitos del Evangelio o de cambiar la doctrina de Jesús y los apóstoles en función de modas pasajeras, sino más bien de plantearnos un desafío a nosotros mismos respecto a cómo vivimos el Evangelio de Jesús y el dogma actual». Más adelante denuncia el grave fracaso referente a la comprensión de la misericordia, que se evidencia en la forma en que la Relatio post disceptationem del último Sínodo sobre la Familia de octubre 2014 trata el problema de la homosexualidad. Más adelante observa que Dios, antes de volcar sobre nosotros Su misericordia, exige verdad, justicia y arrepentimiento.

Hablando del mundo contemporáneo, observa el autor que «el alejamiento de Dios es causado no por el razonamiento sino por la voluntad de separarse de El». La búsqueda de una independencia absoluta por parte del hombre le hace rechazar reglas y principios éticos y es causa de múltiples males: «La moralidad, el amor, la libertad, la tecnología y la ciencia no son nada sin la presencia de Dios. El hombre puede concebir las obras más maravillosas, pero éstas serán meros castillos de arena e ilusiones efímeras si no están relacionadas con Dios». Luego agrega una explicación fundamental sobre la tragedia del abandono de la creencia en el Dios Trino: «Sin el Padre, el hombre depende exclusivamente de sus intereses personales, lo que lo lleva a una gran soledad. Sin Cristo, el hombre se vuelve un lobo para sus semejantes, y no puede ya amar como lo hace Jesús. Sin el espíritu, el intelecto del hombre se contempla cada vez más a sí mismo y termina por caer en decadencia; por el contrario, con el Espíritu, la razón funciona con esperanza y alegría».

El Cardenal expresa una valiosa reserva respecto a la democracia contemporánea. Comienza diciendo que si la democracia excluye a la religión deja de ser algo bueno para la gente. Observa cómo la verdadera democracia no puede consistir en la regla arbitraria de una mayoría: «Sin una referencia cristiana, ignorando a Dios, la democracia se vuelve una especie de oligarquía, un régimen elitista y desigual. Como siempre, el eclipse de lo divino equivale al desgaste de lo humano». Agrega más adelante, comentando la homilía del cardenal Ratzinger del 18 de abril de 2005, que el relativismo de hoy en día «resulta ser la base filosófica para las democracias occidentales que rechazan admitir que la verdad cristiana puede ser superior a cualquier otra». Entonces el relativismo forma un yugo totalitario en el que se prohíben prácticamente las enseñanzas y los sacramentos de la Iglesia y se destruye la verdadera libertad. La libertad no puede ser separada de la verdad.

Muestra las graves carencias de un igualitarismo fanático, señalando que en su nombre surgieron las dictaduras en la Unión Soviética y en Guinea bajo Sékou Touré. Observa que «hoy en día la teoría del género parece querer librar la misma ilusoria batalla de la igualdad». Muestra entonces cómo negar las diferencias que existen entre el hombre y la mujer es una utopía destructora, «un impulso mortífero en un mundo amputado de Dios».

Habla también el autor del terrible pecado de la pedofilia perpetrado por hombres de Iglesia, relacionándolo con el problema de la maldad. Este grave pecado puede afectar en modo particular al hombre contemporáneo, que pierde el sentido de los límites existentes entre el bien y el mal. Lo relaciona con la conocida frase de Pablo VI, cuando declaró que el humo de Satanás había entrado en el Templo de Dios. Subraya la realidad de la existencia del Infierno y del diablo, y de que manera Satanás trata de convencer a las personas de que no existe. Esta actividad del enemigo del hombre lo lleva a solicitar el nombramiento en cada diócesis de un exorcista.

En el capítulo sobre Evangelii Gaudium el Cardenal hace importantes consideraciones sobe los esfuerzos misioneros de la Iglesia. Da prioridad a la manera en que los misioneros viven su fe: «La adhesión y el amor a la verdad son las actitudes más auténticas, más justas y más nobles que el hombre puede tener en esta tierra». La ausencia de la verdad es la mayor pobreza del hombre, y lo vuelve prisionero de su propio ego. Esto lo lleva a considerar la insistencia con la que el Papa Francisco indica que las realidades son más importantes que las ideas: «Algunos temen que este concepto del Papa ponga en peligro la integridad del Magisterio. El reciente debate sobre el problema de los divorciados vueltos a casar ha generado a menudo este tipo de tensiones». E insiste: «Personalmente no creo que el Papa tenga la intención de poner en peligro la integridad del Magisterio. En realidad nadie, ni siquiera el Papa, puede destruir o cambiar la enseñanza de Cristo. Nadie, ni siquiera el Papa, puede establecer un ministerio pastoral opuesto a la doctrina».

El Cardenal Sarah reafirma luego la enseñanza constante de la Iglesia respecto al matrimonio, insistiendo en que las personas que han contraído el lazo sacramental del matrimonio, si luego se divorcian civilmente y contraen un nuevo matrimonio civil «se encuentran en una situación objetivamente contraria a la ley de Dios. Por lo tanto no pueden recibir la Comunión Eucarística mientras persista dicha situación. Por el mismo motivo, estos hombres y mujeres no pueden ejercer ciertas responsabilidades dentro de la Iglesia. La reconciliación mediante el sacramento de la Penitencia sólo puede ser otorgada a aquellos que se han arrepentido de haber violado la señal de la alianza y la fidelidad de Cristo, y se comprometen a vivir en continencia total (CCC 650)».

Observa que en la sociedad contemporánea la abundancia de personas divorciadas vueltas a casar es un pecado que desemboca en situaciones sociales e instituciones opuestas a la bondad de Dios, y que inducen a otros a cometer el mal. Por lo tanto, los cristianos deben oponerse a estas estructuras de pecado.

En el último capítulo el Cardenal se refiere a África: «Está abierta a la trascendencia, la adoración y la gloria de Dios. Los pueblos africanos respetan la vida humana, pero miran más allá de la misma, buscando la eternidad. El alma de África está siempre abierta hacia Dios». Luego, refiriéndose a la santidad, subraya que debemos aceptarla como un regalo del Cielo. Los caminos de la caridad llevan al hombre a la perfección. Viviendo en la caridad se avanza en la fe: «La santidad consiste en vivir exactamente como Dios quiere que vivamos, transformándonos progresivamente en Su Hijo, Jesucristo». Agrega entonces cómo el ejemplo de los ángeles nos recuerda la necesidad de vivir una vida santa, honesta y pura. En el cielo estaremos todos junto a ellos, inmersos en la gloria de Dios.

En conclusión vemos que el Cardenal Sarah no sólo reafirma grandes enfoques teológicos frente a la crisis de la Iglesia contemporánea, en particular en lo que se refiere a la vida y al matrimonio, sino que nos da igualmente sabios consejos espirituales. Nos indica cómo debemos dejar que Dios dirija nuestras vidas, cómo deberíamos dejar que el silencio nos permita escuchar Su Voz, cómo muchas de las formas contemporáneas de diversión son una manera de hacerlo callar. Debemos dejar que Él conmueva nuestro espíritu y nuestro corazón mediante la oración profunda.

Recomiendo fuertemente la lectura y la meditación de esta obra sumamente valiosa.

Ignacio BARREIRO