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Número 541-542

Serie LIV

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El Protestantismo, el Luteranismo y el Calvinismo

CUADERNO: HACIA LOS 500 AÑOS DE LUTERO

 

1. Lutero y el Renacimiento

Aunque el Renacimiento debilitó la unidad cristiana, no llegó a destruirla. Europa tuvo que esperar hasta que un monje agustino, Martín Lutero, clavara, en 1517, sus famosas noventa y ocho tesis a la puerta de una iglesia de la ciudad de Wittemberg, en Sajonia, Alemania.

Lutero representaba una reacción contra el Renacimiento y contra el énfasis humanístico de él. Mientras el Renacimiento exaltaba la bondad y las posibilidades del hombre, Lutero las despreció. Se puede decir que el luteranismo fue una ola de pesimismo que casi ahogó a Occidente. La explicación del luteranismo se encuentra menos en la relajación de la Iglesia renacentista que en la personalidad del mismo Lutero.

 

2. Fe y obras

La Iglesia católica siempre había predicado que la salvación mana de dos fuentes: la fe y las obras. Las buenas obras no santificadas por la gracia y por la fe, no valen para la salvación. No valen porque el hombre, por sí mismo, por su propia bondad, no puede merecer el premio del cielo.

La distancia entre Dios y el hombre es infinita y sólo la puede anular Dios mismo, concretamente Cristo, quien nos ha redimido. Nuestras buenas obras son una participación de la Redención de Cristo y corresponden a nuestro papel dentro del Cuerpo Místico de Cristo. Por lo tanto, las obras y la fe se compaginan en la economía de la redención de cada uno. Mi libertad participa de la de Dios; mi humanidad, de la Divinidad de Cristo.

Lutero, en la sazón de su vida, se sentía un fracaso espiritual. Según su propio testimonio, había hecho todo lo posible para alcanzar una unión con Dios. Pero todos los ejercicios espirituales, todas las penitencias, todas las abnegaciones, todos los sacrificios, habían sido en balde. Dios estaba tan distante como siempre, y él, Lutero, se sentía tan abandonado como si nunca hubiese hecho aquel esfuerzo heroico para lograr la santidad. Se angustiaba, y dentro de esta angustia personal nació la herejía del luteranismo y, por lo tanto, del protestantismo en general. Se puede decir, sin exageración, que el protestantismo tiene como padre la angustia o la ansiedad; en una palabra, la desesperación, por parte del hombre, de su propia naturaleza. Lutero concluyó que el hombre no puede hacer nada para merecer la salvación. Sus obras no solamente no le ayudan, sino que son positivamente malas, por buenas que parezcan al mundo. Todo lo que hace el hombre es malo y, por lo tanto, el hombre, en lo más hondo de su ser es, ni más ni menos, pecado. Según la Iglesia, la naturaleza humana tiende al pecado, a menos que haya recibido la gracia del bautismo, una gracia no solamente capaz de rectificar la debilidad de su naturaleza, sino también de conseguir que viva una vida sobrenatural, o sea, superior a lo meramente natural. Pero la Iglesia niega rotundamente que la caída (el pecado original) haya corrompido totalmente la naturaleza humana. El hombre, aunque herido, aunque cojo moralmente, sigue siendo bueno en el meollo de su ser.

Lutero predicó que la única salida para el hombre era una fe ciega en Cristo, una fe no solamente por encima de la naturaleza, sino también en contradicción con esa misma naturaleza. Esta fe basta para la salvación. Por malo que sea un hombre, con tal que tenga fe, se salvará. Por bueno que sea, toda su bondad no le servirá de nada sin la fe. El equilibrio entre las obras y la fe, predicado por la Iglesia, se rompió, y con ello se rompieron todos los enlaces que hacían posible una vida social y política con justicia y dignidad. Se saca fácilmente esta conclusión de la doctrina luterana: si la naturaleza humana no vale nada, tampoco vale la razón, puesto que la razón pertenece al hombre. Si la razón no vale nada, el hombre no puede descubrir las leyes de la política y de la vida ética. Por lo tanto, la justicia, salvo la justicia puramente divina, se reduce a un mito. Por eso Lutero podía empezar su carrera de hereje predicando la rebelión de los campesinos alemanes contra sus príncipes y podía terminarla predicando el deber de los príncipes de aplastar a los campesinos. Puesto que no hay ninguna ley objetiva que gobierne las acciones de los hombres, no había ninguna manera de buscar y encontrar la justicia en la disputa entre los príncipes y los campesinos. Al principio, Lutero se inclinaba hacia los campesinos porque pensaba encontrar su apoyo en su lucha contra Roma. Luego se identificaba con los príncipes del norte de Alemania, ya que ellos habían abrazado su doctrina. En último término, el luteranismo predica que el ciudadano tiene que obedecer al príncipe en todo, de una manera ciega, pues el cristiano sabe que la autoridad del príncipe viene de Dios, pero no sabe nada de la ley natural, debido a la corrupción de su razón, el único instrumento capaz de descubrir esa ley. Aquí encontramos otra vez la famosa doctrina del «derecho divino de los reyes», un derecho atado a la nada, fuera de la voluntad divina.

 

3. Las consecuencias del luteranismo

Las consecuencias políticas de esta doctrina luterana han marcado la historia de Alemania, sobre todo la de Prusia. La pasividad del alemán del norte frente a su gobierno, sea éste monárquico, imperial, republicano o nazi, refleja una teología y una religión cuya negativa de la ley natural exige que el hombre obedezca pasivamente, sin preguntar el «porqué». La facilidad con que los reyes de Prusia establecieron el absolutismo en su reino, en los siglos XVII y XVIII, y el cinismo con que robaron la provincia austriaca de Silesia y el desmantelamiento del reino de Polonia, manaron de una mentalidad dentro de la cual se había divorciado lo religioso de lo moral. La religión se retiró a la conciencia secreta de cada uno y dejó de ejercer una influencia sobre el orden político-social.

Solamente un católico puede preguntar el «porqué» de lo político, ya que el católico y sólo el católico reconoce la bondad de la naturaleza humana y, por lo tanto, la eficacia de la razón humana en su búsqueda de la verdad del orden político-social. El pesimismo luterano limita la bondad de Dios y abandona el mundo al Diablo. El mundo, según los luteranos, es tan malo que ni siquiera la gracia puede penetrarlo. La gracia cubre los pecados del hombre como una capa cubre el cuerpo humano, pero no realiza ninguna transformación del hombre por dentro. Por consiguiente, un mundo sagrado, un mundo santificado, un mundo transfigurado en Cristo es una imposibilidad dentro del luteranismo. Es probable que la tristeza del mundo protestante, su falta de alegría y espontaneidad, su temor frente a la belleza humana y natural, mane de esta negativa de la bondad de las cosas que el Dios bueno ha creado.

La segunda consecuencia del luteranismo es su esterilidad cultural e histórica. Lutero basaba la fe exclusivamente en la Biblia y rechazó la autoridad de la Tradición de los Santos Padres, así como de la Iglesia. Por eso el luteranismo no permite ningún desarrollo de la doctrina cristiana, ningún crecimiento en sabiduría y luz. Si la tradición significa algo, seguramente es la creencia de que el contenido de la revelación se abre para el hombre, poco a poco, a través de los tiempos, de suerte que se puede comparar el desarrollo de la revelación a una semilla que se convierte en un árbol. Por eso el luteranismo es una religión fosilizada.

Carece del dinamismo necesario para hacer un mundo nuevo, y siempre ha tenido que contentarse con su fortaleza en el norte de Alemania y en Escandinavia, donde hoy en día el luteranismo es una religión mortecina, mantenida oficialmente por Estados cuyos súbditos, en gran parte, han dejado de creer en Dios. Si el protestantismo se hubiese restringido al luteranismo, es probable que hubiera muerto en poco tiempo.

 

4. Calvinismo, capitalismo y liberalismo

Pero el espíritu de rebelión religiosa en el siglo XVI se manifestó en un hombre y en un movimiento herético mucho más poderoso que el de Lutero. Me refiero a Calvino y a la religión que tomó su nombre, el calvinismo. Calvino, como Lutero, era un sacerdote católico, pero su mentalidad latina y racional hizo posible una doctrina infinitamente superior a la luterana y, por lo tanto, infinitamente más poderosa y peligrosa. Como Lutero, Calvino negó que el hombre tuviera libertad o libre albedrío. Con Lutero afirmó la depravación total de la naturaleza humana y, por ello, la eficacia de las obras para la salvación. Pero añadió una dimensión nueva a la doctrina de Lutero. Según Calvino, el hombre ha sido predestinado, o bien a la condenación o bien a la salvación, desde la Eternidad, por Dios, sin que Dios tomara en cuenta, en absoluto, lo que hiciese el hombre. La decisión de condenar o de salvar por parte de Dios, no tiene nada que ver con una supuesta libertad humana, puesto que el hombre no tiene absolutamente nada de libertad. Los malos son malos porque Dios quiere que sean así, y los buenos lo son porque Dios quiere que sean así. Es una decisión terrible, una decisión identificada con el mismo Ser de Dios. Él manda eternamente que la gran mayoría de los hombres vayan al infierno y que un puñado de escogidos vayan al cielo. Todo lo que haga yo no puede influir en este acto de libertad divina, debido a que mi libertad (que no existe) no participa de la de Dios.

A primera vista pensaríamos que esta doctrina hubiera reducido al hombre calvinista al quietismo o a la lujuria. Si todo lo bueno que hago no cuenta en absoluto para mi salvación, ¿por qué no puedo dedicarme, o bien a no hacer nada o bien a buscar las delicias del pecado? Paradójicamente, Calvino no sacó esta conclusión de su doctrina, sino que elaboró una añadidura a su doctrina que es sumamente importante si queremos entender el mundo moderno.

Aunque mis actos no valen un bledo para mi salvación, no obstante son un signo o un símbolo de aquella salvación. Dicho de otra manera, un hombre salvado por Dios puede darse cuenta de su salvación, puede separarse de la masa de los condenados, si Dios le ha bendecido con los bienes de esta vida. La prosperidad material es una prueba de que Dios me ha elegido. Por lo tanto, el hombre calvinista buscaba la prosperidad material como prueba de su salvación y como justificación de su propia existencia. Mientras que el catolicismo siempre había predicado que un pobre tiene más probabilidad de entrar en el reino del cielo que un rico, basando su doctrina sobre las palabras de Nuestro Señor, el calvinismo predicaba exactamente lo contrario. La pobreza era una señal de la condenación, y la riqueza de la salvación. En vez de convertirse en un quietista o en un sinvergüenza sin más, el calvinista se hizo capitalista. Sus creencias religiosas produjeron una ansiedad espiritual capaz de suavizarse únicamente a través de la acumulación de la riqueza material.

A menudo se dice que el calvinismo fue la causa del capitalismo. Esto no es la verdad exacta. El capitalismo ya había empezado a desarrollarse en Inglaterra y en los Países Bajos antes del advenimiento del calvinismo, debido al comienzo de aquella transformación económica que luego llegó a ser la Revolución Industrial, y debido al declive de los gremios y de sus antiguas libertades por la nueva centralización del Estado y por la presencia de una clase nueva: la burguesía. Pero el capitalismo naciente recibió su espíritu del calvinismo, que era la espuela que empujó al hombre a que se hiciera rico a todo trance. Sin el calvinismo, los medios nuevos de la industria habrían sido encauzados y disciplinados por la moralidad católica, y el mundo de hoy habría sido totalmente diferente de lo que es en realidad. Estos nuevos medios habrían servido al bien común de la sociedad, en vez de servir a los medios particulares de individuos y de grupos de presión. Pero el calvinismo desvió el nuevo progreso económico e industrial hacia una mentalidad y una psicología con una inseguridad interna, insistiendo en que el individuo, como tal, se enriqueciera y de esta manera simbolizara su salvación para todo el mundo y para sí mismo.

El liberalismo puede considerarse, o desde un punto de vista político o desde un punto de vista económico-social. De momento hacemos abstracción del aspecto político del liberalismo, a fin de dar énfasis a su aspecto social y económico. El liberalismo de los siglos XVIII y XIX y principios del XX hasta nuestros tiempos, siempre ha derivado del espíritu calvinista. Donde quiera que haya ganado el calvinismo ha ganado también el liberalismo, ya que estas doctrinas –aunque no se identifican– se compaginan estupendamente. En Escocia, en Inglaterra, en Holanda, en los Estados Unidos, los calvinistas siempre han sido los grandes capitalistas. En Francia, un país católico, más de la mitad de la riqueza del país está en manos de la minoría pequeña protestante y más del 80 por ciento de la riqueza financiera e industrial es protestante. Sería ridículo pretender que la causa de esto es el hecho de que los protestantes quieren ganar mucho dinero y los católicos no. Todo el mundo desea el dinero, y cuanto más, tanto mejor. Pero un católico no necesita tener dinero para estar seguro de su propia salvación y, por lo tanto, de la integridad de su personalidad, mientras que el calvinista sí lo necesita. ¡Un católico pobre es un hombre pobre, pero un calvinista o un liberal pobre es un pobre hombre!

Por eso, el espíritu calvinista siempre ha apoyado al espíritu liberal y el liberalismo siempre crea un ambiente amistoso al calvinismo en sus múltiples manifestaciones. Hacemos hincapié en esto: el liberalismo nunca habría sido posible sin su espíritu económico, el calvinismo. Aun cuando la religión calvinista en sus aspectos doctrinales perdió su eficacia, la ética calvinista (la llamada «ética protestante») retenía su fuerza. Esta ética coloca al trabajo en la primera línea de su ideario y subordina todos los demás valores al trabajo. La contemplación y el ocio son epifenómenos de la vida, debilidades del hombre. Por consiguiente, no estamos nosotros de acuerdo con la tesis de Ramiro de Maeztu[1], según la cual los países católicos tienen que introducir un «sentido reverencial del dinero», a fin de adelantar su progreso económico y técnico. ¡Hay que respetar el dinero y aun tenerlo! ¡Eso sí! Pero reverenciarlo, ¡nunca! Tal actitud sería la contradicción de toda la ética católica.

 

5. Las intervenciones del calvinismo

El calvinismo comulga con el luteranismo en su negativa de la ley natural. Por lo tanto, todo lo que impide el progreso de la revolución capitalista tenía que rechazarse. Un modelo de la unión entre el capitalismo y el calvinismo fue la revolución inglesa del siglo XVII contra los Estuardos. El rey Carlos I representaba la Inglaterra antigua, con sus estamentos, sus gremios, sus campesinos libres. El parlamento representaba una aristocracia nueva, cuya riqueza vino del robo de las tierras de la Iglesia y de la energía de un capitalismo nuevo que se sentía restringido por la moralidad tradicional del país. Esta aristocracia nueva, capitalista, era calvinista en bloque, mientras que las fuerzas que apoyaban al rey eran o católicas o no calvinistas. Las consecuencias de la revolución inglesa son sumamente interesantes para nosotros. El rey Carlos I perdió la guerra y su propia cabeza. Los campesinos perdieron sus fincas pequeñas. Los caballeros del rey, sus bienes. Un grupo nuevo, rico, capitalista, se apoderó del país, y rápidamente convirtió a Inglaterra en aquel infierno industrial del siglo XIX, que no reconocía los derechos de nada que no fuera el dinero y el poder conseguido por el dinero. Como resultado, hoy en día, menos del 10 por ciento de los campesinos ingleses son propietarios de la tierra que cultivan, y menos del 20 por ciento de la población es dueño de sus propias casas. Se dice que el campo inglés es un jardín. Es verdad. ¡Es un jardín que pertenece a los ricos!

La segunda gran intervención del calvinismo en el ancho camino de la política europea era la oposición tenaz de los holandeses, bajo la capitanía de la Casa de Orange, a la Contrarreforma, cuyo baluarte era la España de Carlos V y de Felipe II. El calvinismo sentía la Contrarreforma como una espada apuntada a su garganta. Se puede decir que el calvinismo ni ganó ni perdió la batalla. Aunque el calvinismo impidió que España reconquistara la hegemonía católica de Europa, no traspasó las fronteras del Imperio Español.

La tercera intervención calvinista fue la Revolución francesa. La obra de una burguesía rica de financieros, abogados, intelectuales, divorciados del suelo católico del país, e influenciados profundamente por el espíritu protestante y capitalista. Se puede decir que esta revolución alcanzó su más perfecta representación en la frase delrey liberal de la Casa de Orleáns, Luis Felipe, descendiente directo de aquel «Felipe Igualdad», que había votado en pro de la sentencia a muerte de su rey y pariente Luis XVI. Luis Felipe gritó al pueblo francés en 1848: «enrichissez vous», ¡enriqueceos! Así colocó la virtud suprema, el valor absoluto de la vida humana, en la búsqueda de las cosas materiales de este mundo. Más tarde trataremos de indicar cómo esta doctrina liberal y calvinista produjo la reacción marxista. Aquí la citamos, simplemente, porque sería imposible encontrar una frase que más cínicamente simbolice el espíritu liberal emparentado con el calvinista.

La cuarta intervención grande del capitalismo liberal se efectuó en España en el siglo XIX. Aunque el calvinismo no se infiltró en España con toda la crudeza de su doctrina teológica, sí entró indirectamente a través de la masonería. La desamortización de los bienes de la Iglesia, promulgada por el masón y liberal Mendizábal el 19 de febrero de 1836, repitió lo que ya había pasado en Inglaterra tres siglos antes. «Ese inmenso latrocinio» –en palabras de Menéndez y Pelayo– creó un partido liberal cuyo bienestar material dependía de la existencia continuada de la dinastía liberal de Isabel II, cuyo descendiente y heredero hoy en día [1964] es Don Juan de Borbón y Battenberg. Se puede decir que el espíritu liberal y capitalista, vencido en parte, por lo menos, gracias a las armas de las Españas del Siglo de Oro, volvió para ganar la guerra dentro de las mismas entrañas de la tierra española en el siglo XIX. La clave de las guerras carlistas es el apoyo enorme que el liberalismo español encontraba en el capitalismo europeo, un apoyo que hizo posible que un puñado de masones y burgueses, que carecían totalmente de pueblo, se apoderaran del destino de España. El protestantismo nunca echó raíces en la España católica, pero sí hizo posible que España perdiera su destino histórico, hasta que lo recobrara el 18 de julio de 1936.

 

6. El mundo gris del protestantismo

El mundo que surgió del calvinismo fue gris, sin belleza, sin amor. Se destrozó con el calvinismo la antigua unidad de todas las instituciones cristianas. Los derechos de los hombres, así como sus deberes para con el prójimo, desaparecieron. Con la negación protestante de la razón humana vino la negación protestante del mundo sacramental. El valor de la creación se derrumbó y Dios se retiró al esplendor inaccesible de su majestad trascendental y terrible. Con la repulsa del valor sacramental de la realidad vino la negación de la bondad de la materia, y, de esto, la negación de María, principio de la mediación. El universo llegó a ser nada más que la materia prima del manchesterianismo, un universo bueno solamente para explotar y martillar, a fin de lograr lo severamente útil, y nada más. El hombre se abandonó a la búsqueda de los bienes de esta vida. Un materialismo se apoderó del espíritu europeo. El liberalismo es el hijo del calvinismo y ambos son los enemigos perpetuos de la ciudad católica. Un hombre incapaz de darse cuenta del papel del protestantismo y, sobre todo, del calvinismo dentro de la historia, no puede lograr ninguna visión de la crisis de nuestros tiempos.

 

[1] El sentido reverencial del dinero, Madrid, Editora Nacional, 1957.