Índice de contenidos

Número 573-574

Serie LVII

Volver
  • Índice

Roger Scruton, Cómo ser conservador, Madrid, Homo Legens, 2018, 307 págs.

Podría definirse el conservadurismo como aquella corriente del proceso revolucionario que consolida las conquistas de su corriente progresista durante el tiempo suficiente para que los refractarios a aceptarlas las hagan suyas. Mientras, la vanguardia del proceso se prepara para la conquista siguiente.

Esto, que se verifica con precisión matemática en la versión «continental» de la Revolución, es un poquito menos cierto para la versión anglosajona, básicamente porque, en perspectiva histórica, lo fundamental de la Revolución –la ruptura con la raigambre católica– ya estaba conseguido y los corolarios filosóficos, sociales y políticos no necesitaban actuar con tanta virulencia para conseguir su objetivo. Lo cual no significa que no disuelvan de la misma manera. Probablemente la sociedad más desquiciada y desnortada de Europa es hoy la británica: véase el extraordinario ensayo Desocialización. La crisis de la posmodernidad, de Matthew Fforde, universal en los principios que sirven de base al análisis, pero fundamentado en datos sociológicos del Reino Unido.

Pese a todo ello, cierto conservadurismo británico o norteamericano pueda llegar a resultar, con justo título, seductor para la mentalidad tradicional, que no se ve demasiado agredida en lo sustancial y resulta incluso halagada en lo accidental.

Es el caso de un autor como Roger Scruton, el más influyente de los pensadores conservadores ingleses de nuestros días. Procede de la izquierda. Su percepción de la realidad cambió al advertir, viviendo en Francia en mayo del 68, la importancia de lo que empezaba a destruirse. También le abrió los ojos el contacto con la disidencia checa tras la Primavera de Praga. En los últimos años, Scruton se ha sumado a la resistencia contra las élites burocráticas de la Unión Europea. Su último libro publicado en España, Qué es conservador, se cierra con la Declaración de París, formulada en 36 puntos por un grupo de notables a finales de 2017 para intentar salvar a Europa del veneno que le instilan sus instituciones. Él es el principal inspirador intelectual del texto.

Scruton presenta en estas páginas una visión conservadora de la sociedad, de la política y de la cultura que intenta ser subsistente, esto es, dotada de una entidad propia no relativa a la transacción entre estadios sucesivos de un inexorable avance de la Revolución. «Las cosas buenas son fáciles de destruir, pero no son fáciles de crear»: es el presupuesto básico de su perspectiva conservadora, más empírica que metafísica. La obra de destrucción es «rápida, fácil y euforizante»; la de creación, «lenta, laboriosa y aburrida». Es ésta, sin embargo, la que proporciona felicidad a los pueblos, porque crea vínculos duraderos entre las personas presentes, pasadas y futuras, «obligaciones de piedad… que surgen de la gratitud natural hacia lo que se recibe». El conservadurismo es pues, según Scruton, la convicción de que hay «cosas a las que asignamos un valor intrínseco y no meramente instrumental… Es la filosofía del apego» a todo aquello «que no tiene precio». Esta convicción de que existen relaciones humanas subsistentes que conforman la psicología profunda del hombre coincide con los planteamientos tradicionalistas tal como los expresó, por ejemplo, Rafael Gambra en El silencio de Dios y, ya como doctrina política, en La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional.

Scruton analiza luego, en sendos capítulos, las ideologías enemigas de esa visión de la sociedad humana: el nacionalismo, el socialismo, el capitalismo, el liberalismo, el multiculturalismo, el ecologismo, el internacionalismo… De todas ellas intenta rescatar el impulso humano legítimo que las anima, desligándolo de su malignidad utópica y totalitaria. Aquí empezamos a ver que en Scruton, como en la mayor parte de los pensadores de su escuela, el conservadurismo no es tanto un conjunto de principios como un método que intenta comprender cómo funcionan las sociedades reales «y construir el espacio requerido para que funcionen con éxito».

Como suele ocurrir con todos los autores que se aproximan al discurso de los derechos humanos desde una perspectiva empirista (sin el lastre de una mala concepción del derecho natural), el discurso de Scruton brilla al señalar cómo la confusión entre deseos y derechos subjetivos desemboca en el totalitarismo. Primero, porque «inevitablemente» será el Estado quien tenga que garantizar esos derechos, por lo cual pasan de servir de contención a su poder, a acrecentarlo. Y segundo, porque los derechos formulados como reivindicaciones frente a terceros (los llamados «de tercera generación») imponen a éstos un deber, por lo que fomentan la crispación social y, en última instancia, el privilegio de unos ciudadanos (aquellos que consiguen convertir sus aspiraciones en exigencias reconocidas por la ley) sobre otros (aquellos a quienes la ley fuerza a respetar dichas exigencias).

La claridad y el realismo de los planteamientos de Scruton explican su éxito y su influencia. Es sólido rebatiendo los males que aquejan a nuestra sociedad. Sin embargo –y ésta es su principal falla–, no detecta el mal mayor: que a nuestra sociedad le falta «la unidad de la creencia», por usar la expresión en la que Marcelino Menéndez Pelayo fundamentaba la unidad de España. Para Scruton, de cultura protestante y personalmente escéptico, la religión es un factor de división, y celebra, como clave de bóveda del ethos británico, su reducción a asunto privado. Los requisitos básicos de la convivencia, esos que, como referencias comunes, la hacen posible y grata, serían en su opinión la buena vecindad, el funcionamiento de las instituciones y el imperio de la ley. Scruton no es hostil al cristianismo, incluso alaba la importancia social de los deberes de piedad hacia Dios. Sólo que no considera que deban formar parte de las lealtades públicas. Incluso en esto se aprecia el carácter de adaptación gradual de los principios a los hechos inherente al conservadurismo: la Merry England católica se perdió hace siglos, pero ningún conservador inglés de hace un siglo habría excluido de la identidad de su país la cierta base cristiana que aportan el anglicanismo u otras variantes menos institucionales del protestantismo que también han marcado su historia desde que, a finales del siglo XVII, toda restauración católica devino improbable. Tal vez influye en su juicio la presencia ya insoslayable en aquellos lares de un islam pujante.

Ese pragmatismo al comprender la realidad tal cual es el que hace al conservadurismo tan útil como instrumento diagnóstico. La lectura de Cómo ser conservador es por ello argumentalmente satisfactoria. Evidencia en cualquier caso la falla esencial de ese empirismo que mantiene alejadas de las consideraciones políticas toda referencia al fin último. Y sin fin último, el orden, en su sentido más profundo –el que le aporta la Tradición–, es imposible, porque los fines intermedios son pilares demasiado endebles para sostenerlo a largo plazo.