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1980

El principio de subsidiariedad

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El fisco y el principio de subsidiariedad

EL FJ.8CO Y EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD
POR
JUAN JOSÉ MoRÁN
Trataremos de dar una visión, lo más clara que nos sea posible,
sobre el «principio de subsidiariedad», base y estudio de este con­
greso, y la incidencia que sobre el mismo puede tener el fisco, la
Hacienda Pública.
El estudio del principio
de subsidiariedad ha sido en todo tiem­
po de gran interés e importancia, pero, en los momentos actuales,
considero lo es aún más, hasta el extremo de estimar que, posible­
mente, el porvenir de la actual civilización depende en gran ma­
nera de su verdadera y auténtica aplicación.
Por ello, voy a permitirme esbozar, en breve síntesis, este prin­
cipio, aun cuando de todos sea ya sobradamente conocido.
Históricamente puede probarse que el hombre siempre ha ten­
dido a la sociabilidad. Tal teudeucia se ha manifestado en la cons­
titución de grupos, unas veces basados en el parentesco, otras en la
vecindad, que efectúan una unión permanente o transitoria, volun­
taria o coactiva. «El hombre es un animal sociable» decía Aristó­
teles.
Las células sociales primitivas, basadas en el parentesco o eu
fa vecindad, han ido evolucionando progresivamente hasta alcanzar
la. forma de grupos políticos de creciente extensión, que culminan
en su forma más amplia, trascendente y complicada, en el Estado.
Teniendo en cuenta que la vida social se basa· en la existencia
de unas necesidades que el hombre, aisladamente, · no podría nunca
satisfacer,
todos estos grupos políticos han de cumplir el fin de
atender a las necesidades, comunes y públicas, en las que tienen la
razón misma de su aparición.
Así, Emil Brunner dice: «Entre la familia y el Estado existen,
por obra de la creación, una serie de miembros intermedios que
tienen todos, fundamentalmente, precedencia sobre el Estado, a sa­
ber, todas aquellas formas de comunidad que son necesariamente
partes integrantes de la vida humana».
Vamos, pues, en primer lugar, a tratar de desarrollar el «prin-
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cipio de subsidiariedad» en relación con el fisco, con la Hacienda
Pública, refiriéndonos no sólo a la economía del Estado, sino tam­
bién a la de los demás entes colectivos y coercitivos, como son las
provincias, municipios, etc.
El profesor don Enrique Gil Robles, en su tratado de «Derecho
Político»,
nos enseña que la persona, desde el individi.!O llegado al
uso de razón, hasta el poder supremo, tiene derecho a la autarquía
correspondiente a su personalidad y estado, y define como autar­
quía, «el derecho de propio e inmediato gobierno que tiene toda
sociedad,
como toda persona, en virtud de su personalidad e inde­
pendencia
y en proporción de la capacidad personal y de la entidad
y cuantía de los bienes que posee». De lo cual deduce «que el. auxi­
lio social que una sociedad superior presta a otra inferior es sólo
complementario de la insuficiencia de aquélla, ora por defecto de
su capacidad gubernativa, ora por la escasez y falta de recursos;
y que cuando el auxilio no tiene estos fundamentos y motivos, no
sólo es inútil y carece de título, sino que puede ser, además, no­
civo y, en todo caso, supone una intervención desordenada en la
esfera gubernativa de la persona social y un atentado a la autar­
quía que deriva de su legítima independencia».
Marce! de Corte,
dice aún más, al expresar que «todo Estado
construido sobre las comunidades naturales
y sobre la radicación
que ellas difunden,
ve de tal suerte su poder reducido a su justa
medida que raramente actúa como ,una manifestación de una fuer­
za exterior a los ciudadanos. Por el contrario, todo Estado sin so­
ciedad
es axiomáticamente WI Estado coercitivo, policíaco, armado
de un arsenal de leyes y reglamentos encargados de dar sentido a
las conductas imprevisibles y aberrantes de los individuos. Su ten­
dencia al totalitarismo es directamenre proporcional a la desapari­
ción de las comunidades naturales, a la ruina de las costumbres, a
la hecatombe de la educación».
En la Doctrina Pontificia, especialmente a partir de Pío XI, en
su encíclica Quadragesimo Armo, el «principio de subsidiariedad»
alcanza una importancia capital al fijar claramente su contenido, su
idea central, que radica en que debe dejarse a los particulares y a
lo. grupos que integran la sociedad política la plenitud de inicia­
tiva, de creatividad, de responsabilidad, que ellos puedan asumir efi­
cazmente por sí mismos. Complementariamente, la acción de las aso­
ciaciones más poderosas y del mismo Estado consiste en suplir lo
que los miembros menoo dotados no pueden realizar.
Dicha doctrina ha sido reiterada
más tarde por Pío XII, Juan
XXIII, Pablo VI,
y por el actual Pontífice Juan Pablo 11, en va­
rias de sus alocuciones.
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El Estado, en definitiva, salvo en las materias de su especifica
competencia, «no debe hacer, ni dejar hacer, sino ayudar a hacer».
Sentado este principio, tenernos que la función del Estado es
asegurar a los particulares y a los grupos que integran la sociedad
política
el ejercicio de sus derechos naturales, siendo por tanto su
función propia la de regulador de la economía
y de la vida nacio­
nal, buscando imponer un orden tal en
las relaciones de unos gru­
pos con otros que resulte un ordenamiento económico-social y ar~
mónico tendente al bien común, en el cual todos los particulares,
de acuerdo cada uno al lugar propio que ocupa en la sociedad pue­
da desarrollar su vida espiritual y material, su perfección y la de su
familia,
y, por ende, la de todos los demás cuerpos intermedios.
En definitiva, pues, el Estado tiene sus fines propios, como son
la defensa, la Justicia, las relaciones exteriores, etc. y otros fines
coyunturales: en.sefianza, beneficencia, economía, etc., en tanto no
se creen y desarrollen los cuerpos intermedios llamados a realizar­
los, por lo que, salvo en lo que se refiere a esos propios fines,
debe limitarse a cooperar, primeramente, y en términos generales,
con toda la fuerza de las leyes e instituciones, a la prosperidad,
tanto de
los particulares como de los grupos que integran la socie­
dad política, ya que este es el verdadero cometido de la polltica y
el deber inexcusable
de los gobernantes.
El Estado debe reconocer
las libertades y los poderes de cada
uno de dichos entes morales, según sus competencias, dentro de un
orden natural, dejando a los particulares y a cada grupo que for­
man
esa sociedad política hacer lo que es capaz de realizar por sí
mismo, siendo, por tanto, su papel, el de áxbitro y coordinador.
La condición más importante para el eficaz ejercicio de esas li­
bertades
es que, tanto los particulares como cada uno de tales gru­
pos, tengan los medios materiales necesarios para hacer frente a
sus necesidades, razón por la cual deben gozar de una relativa auto­
nomía financiera, de
un patrimonio, y es al Estado al que corres­
ponde favorecer la constitución de tal patrimonio, protegiendo en
todo momento a la familia y demás cuerpos intermedios, de tal
modo que
el cuidado de las necesidades de todos ellos continúen
en sus propias manos mediante una justa y equitativa política fiscal.
El concepto de gasto público lo podernos derivar de una mane­
n inmediata del de necesidad colectiva, ya que el Estado y demás
entes intermedios deben tender precisamente a la satisfacción de esas
necesidades colectivas o públicas, no suntuarias, para lo cual ne­
cesitan procurarse los medios suficientes con que subvenir a ellas.
Estos medios son los que constituyen los llamados ingresos públi­
cos, que pueden obtenerse, como todos sabemos, de muy diversas
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maneras, mediante la creaaon de impuestos, tasas, contribuciones,
emisión de Deuda Pública o papel moneda, rentas y productos de
su patrimonio, etc.
El gasto público serán, pues, las inversiones de bienes econó­
micos · realizadas por los entes públicos y justificadas por la exis­
tencia de una necesidad pública tendente al bien común, La legi­
timidad
de tales gastos es lo único que puede garantizar a la co­
munidad la exigencia de unos ingresos con que cubrirlos y, como
consecuencia de ello, el Estado debe siempre tener en cuenta que
no puede privar a los particulares, ni a los entes morales interme­
dios, de sus bienes, salvo en caso
de necesidad. Los' impuestos nun­
ca pueden ser, ni abusivos ni expropiatorios.
Todo gasto público causa efectos económicos. Estos deben ten­
der a aumentar la producción, a disminuir las oscilaciones del nivel
de empleo, a fomentar la inversión
y el ahorro, etc., para, en de­
finitiva, tender a aumentar
la renta nacional y el bienestar natural
del individuo,
la familia y la comunidad entera, que podrá, como
consecuencia de ello, cnmplir bien y mejor con las obligaciones y
deberes natnrales que le son propios.
Las mismas reglas son de aplicación a los demás entes públi­
cos intermedios, como municipio, provincia, región, etc., en rela­
ción con las familias y particulares que los constituyen, dentro de
su propio territorio.
F.ste «principio de subsidiariedad» está en contraposición con el
de «socialización», o sea, «transferencia al Estado u otro
órgano co­
lectivo de las propiedades, industrias, etc., de los particulares» a
fin
de que se redistribuya más equitativamente la renta y la rique­
za. Este es el concepto a que nos referimos, y no al expresado en la
traducción española de la encíclica del Papa Juan XXIII, Mater et
Magistra, que define como «socialización» «el fruto y la e,,presi6n
de una tendencia natural», que «aporta muchas ventajas» y «per­
mite obtener satisfacción para numerosos derechos personales», y
que «puede y debe realizarse de manera que se saquen las ventajas
que
comporta, y conjurar y comprimir sus efectos negativos», o sea,
desarrollo de
las relaciones sociales.
El
concepto indicado es no solamente pernicioso, como dice
Von Misses, sino también jurídica y moralmente inadmisible como
demuestra Santo Tomás.
V
on Misses dice que es pernicioso socialmente, por cuanto que
«la mayor parte de los elevados ingresos que las cargas imposi­
tivas cercenan-hubiéranse dedicado a la formación de capital adi­
cional. En cambio, si el Estado aplica lo recaudado a atender a sus
gastos, la acumulación de nuevo capital disminuye», y «en cuanto
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el capitalista sospecha que el conjunto de los impuestos y la con­
tribución sobre la renta van a
absorber el cien por cien de los· in­
gresos, opta por consumir el capital acumulado, en tanto que con­
tinúe al alcance del fisco ... », así provoca «una amplia tendencia
hacia el inmovilismo», deteniendo el ahorro, la inversión y la for­
mación de capital
y, finalmente, el agotamiento de las fuentes de
riqueza.
Como dice Juan Vallet, en su magnifica obra «Sociedad de
filabas y Derecho», «las civilizaciones caen cuando la sociedad no
puede ya soportar el peso del aparato estatal, cuando los impuestos
agotan, la economía del país». La excesiva imposición fiscal, como
dice
C. N. Parkinson en su obra «¡Cuidado con los impuestos!»,
lleva consigo la limitación de la influencia internacional, la pérdi­
d, de la libertad, el descenso de la iniciativa privada, hacer perder
o, al menos, deteriorar
el sentido de la propiedad, destruye la econo'
mía de mercado, se hiere el sentido de la justicia, se perjudica la
fc-rmación de capitales, se provoca el consumo, masifica-el pueblo,
difunde la corrupción por el mal gasto, provoca el ocaso de las ar­
tes, etc. El resumen de Parkinson es que «... en esa trituración de
lo individual, el instrumento más eficaz es la apisonadora de la tri­
butación. Bajo su presión el ser humano se convierte en masa».
Por otro lado, eIIo es jurídica y moralmente inadmisible, como
demuestra Juan Vallet de Goytisolo en su trabajo sobre «Propie­
dad
y Justicia», glosando a Santo Tomás. Se pregunta, ¿es materia
de justicia distributiva'?, y, consiguientemente, ¿corresponde al Es­
tado repartir las rentas supérfluas, según su propio criterio, recau­
dándolos principalmente por medios fiscales para redistribuirlos por
empréstitos para promover el desarrollo económico y social b bien
mediante la prestación de servicios públicos, hoy, principalmente, a
través de la seguridad social
y de la igualdad de oportunidades edu­
cativas? Su contestación es negativa, basándose en la doctrina de
Santo Tomás, el cual «atribuye al propietario la potestad dispen­
sandi», y entiende que «se deja al arbitrio de cada uno la distri­
bución de las cosas propias para socorrer a
los que padecen necesi­
dad», estimando < pleando la autoridad pública, arrebatan violentamente las cosas de
otras personas, obran ilícitamente, cometen rapiña
y están obligados
a la restitución».
«La libertad no es una especie de jnsticia; ser
justo es dar a otro lo que es suyo; ser liberal, en ca·mbio, · es dar a
otro de lo propio», por eso dice Aristóteles que el hombre liberal
«cuida su fortuna para poder ser útil a otros con
ella>>, y San Am­
brosio añade que «el Señor no quiere que se repartan de una vez
los bienes, sino que se administren prudentemente».
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La doctrina de la Iglesia es clara en esta materia, así dice Pío XI
en su encíclica Quadragesimo anno, «está claro que al Estado no le
es lícito desempeñar este cometido de una manera arbitraria, pues
es necesario que el derecho natural de poseer en privado y de trans­
mitir los bienes por herencia permanezca siempre intacto e invio­
lable, no pudiendo quitarlo el Estado, porque el hombre es ante­
rior al Estado, y también la familia
es lógica y realmente anterior
a
la sociedad civil. Por ello, el sapientísimo Pontífice (León XIII)
declaró ilícito que el Estado gravara la propiedad privada con ex­
ceso de tributos e impuestos. Pues el derecho de poseer bienes en
privado no ha sido dado por
la Ley, sino por la naturaleza, y, por
tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente mo­
derar su uso y compaginarlo con el bien común. Ahora bien, cuan­
do el Estado armoniza la propiedad privada con las necesidades del
bien común, no perjudica a los poseedores particulares, sino que,
por
el contrario, les presta un eficaz apoyo, en cuanto de ese modo
impide vigorosamente que la posesión privada de los bienes, que
el providentísimo Autor
de la naturaleza dispuso para sustento de
la vida humana, provoque daños intolerables y se precipite en la
ruina; no destruye la propiedad privada, sino que le defiende,
no
debilita el dominio particular, sino que lo robustece». El principio
de subsidiariedad
es también básico aquí, como dice Juan Valle!,
«el . respeto al buen uso de lo superfluo --<¡ue debe fiscalizarse sólo
en cuanto atente cualitativamente al bien común de modo mani­
fi~to---debe ser respetado, no sólo administrativamente, sino tam­
bjén fiscalmente, y a él atentan las imposiciones sobre el capital,
e incluso sobre la renta, cuando desconocen aquella prioridad del
derecho del propietario
al buen uso -en negocios favorables al
bien común o con actos de beneficencia-según su propia inicia­
tiva>>.
Su· Santidad Pío XII, dirigiéndose a la Asociación Internacional
de Derecho Financiero y Fiscal, con ocasión de su X Congreso In­
ternacíonal,
el 2 de octubre de 1956, le manifestaba: «la elabora­
ción

de las leyes fiscales en los Estados modernos no obedece siem­
pre a criterios morales y precisos; las necesidades del momento, las
tendencias políticas o económicas de los· hombres que están en el
poder; empujan a la legislación fiscal en direcciones divergentes.
La administración ·encargada de aplicar las leyes procede según mé­
todos desprovistos de uniformidad y, en ocasiones, poco conformes
a la intención del legislador. De ello resulta que el sistema fiscal
de cada ·:Estado; · y más aún de los diferentes Estados sobre materias
análogas, presenta notables diferencias, tanto en la concepción como
en el modo de aplicación. No solamente se deplora la frecuente
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falta de simplicidad y de coherencia, sino, en ocasiones, también wia
negligencia práctica de los principios justos, que deben inspirar toda
legislación fiscal»
... «Lo5 Estados modernos tienden hoy a multi­
plicar sus intervenciones y a asegurar un número creciente de ser­
vicios; ejercer
wi control más estrecho sobre la economía; intervie­
nen ventajosamente
en la protección social de muchas categorías de
trabajadores; sus necesidades de dinero crecen en la medida en que
aumentan sus administraciones. Frecuentemente las imposiciones muy
duras oprimen
la iniciativa privada, frenan el desarrollo de la in­
dustria y del comercio, descorazonan las buenas voluntades» . . . «se
puede decir, en breves palabras, que las dimensiones considerables
de los Estados actuales exigen una cuidadosa puesta a punto de la
legislación fiscal, gravada aún en más de un extremo por un discu­
tible empirismo. Además,
es capital que los principios morales
justificativos del mpuesto aparezcan claramente, tanto a los gober­
nanes como a los administrados, y que sean efectivamente aplica­
dos. Igualmente es ·necesario que se prosiga, con criterios siempre
más sensibles y adecuados, la adaptación del impuesto a las posibi­
lidades reales
de cada uno,. La legislación fiscal no se la conside­
rará ya, entonces, como una carga siempre excesiva y más o menos
arbitraria, sino que representará, en un Estado mejor organizado y
más apto para procurar el funcionamiento armonioso de las dife­
rentes actividades de la sociedad, un aspecto humilde acaso y muy
material, pero indispensable de la solidaridad cívica
y de la apor­
tación de cada uno al bien de todos. La sabiduría de los gober­
nantes y la eficacia de una administración cuidadosa e íntegra debe
demostrar, hasta la evidencia, que
el sacrificio impuesto correspon­
de a un servicio real y produce sus frutos».
Termino con
las palabras recientemente pronunciadas por Su
Santidad Juan Pablo II --el 7 de noviembre de 1980, en Roma-.­
a los asambleístas de la «Confederation Fiscal e Europeenne>>. De­
cía
Su Santidad, «Vosotros, en cambio, vigiláis para que los indi­
viduos, cumpliendo totalmente sus deberes al respecto, no sean víc­
timas de injusticias en el cobro de impuestos; les ayudáis a prote­
ger
y garantizar sus derechos, con toda vuestra competencia jurí­
dica. Eso no, puede hacerse más que en un clima de libertad, que
vosotros justamente fomentáis. La libertad, en este campo, consiste
en que los individuos y las compañlas intermedias tengan la posibi­
lidad de hacer valer sus derechos
y defenderlos frente a otras admi­
nistraciones
y, sobre todo, frente a las del Estado, según procedi­
mientos que permitan un arbitraje o un juicio pronunciado en con­
ciencia, conforme a las leyes establecidas
y, por tanto, con toda
independencia del poder. Este es un ideal que hay que desear para
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todos los países . . . Existe un justo equilibrio entre derecho y de­
beres de los ciudadanos contribuyentes, entre su libertad indivi­
dual y el
bien común, entre las compañías intermedias y el Es­
tado y, por tanto, un diálogo libre entre los individuos y la admi­
nistración, que conviene tratar constantemente de realizar lo mejor
posible».
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