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Introducción a la política (XI)

INTRODUCCIÓN A LA POLÍTICA

CUARTA PARTE

"Todo poder viene de Dios"

Un orden divino que no tiene por razón de ser más que el amor, tal es la alta verdad que no se debe olvidar jamás cuando se busca comprender el sentido verdadero de las cuestiones sociales y políticas.

Un orden de libertad, puesto que es orden de amor.

Pero, así y todo, orden...

Esta noción de orden no es menos importante, en efecto, puesto que el amor que se aleja de ella deja de merecer llamarse amor.

¿No lo demuestra así todo, alrededor nuestro?

 

Amor y orden del amor

Lo que falta a esta generación, que no tiene más que la palabra amor en la boca, es el orden del amor, por tanto, el amor verdadero.

Pues, en cierto sentido, el amor nunca falta. Dios lo ha colocado muy bien en aquello que nuestro ser tiene de más profundo, de más inalienable.

Lo que falta es el orden del amor.

Se ama, pero se ama mal, y por eso mismo, no se ama verdaderamente.

¿Qué son, por ejemplo, los pecados capitales sino las principales formas de desorden del amor?

El orgullo o amor desordenado de sí mismo.

La avaricia o amor desordenado de los bienes materiales.

La lujuria o amor desordenado de los placeres de la carne.

La envidia o amor desordenado de nuestra propia superioridad...

La gula o amor desordenado de los placeres de la comida.

La ira o reacción desordenada de un amor contrariado.

La pereza o amor desordenado del placer inmediato por el rechazo de todo esfuerzo, par la negativa de combatir cualquier dificultad.

Sí, el amor (un cierto amor) está en todo esto. Pero no deja de haber en ello una ruina de amor, puesto que es ruina esta especie de amor, ya que el amor por esencia es esfuerzo, generosidad, donación.

Falta de amor, pues, o destrucción del amor, desde el momento en que se descarta el orden en el amor.

 

Orden, unidad y jerarquía en las sociedades

De ahí la importancia de esta "inmensa cuestión del orden".

Orden de las cosas tal como Dios ID ha querido.

Orden que debemos procurar que reine en nuestra manera de utilizar esas "cosas que hay sobre la tierra"..., de forma que nos permitan tender hacia el único FIN..." en tanto que..., "no más que"...

Orden del único amor verdadero, que es el único orden humano verdadero.

¡Orden!... 0 sea, esa feliz disposición de las cosas que resulta cuando una multitud de seres se encuentra de alguna manera llevada a la unidad. Ya que para todo ser la constitución del mismo resulta de una síntesis de órganos a elementos variados —y éste es el casa de toda asociación, comunidad o sociedad humana—, la unidad es una necesidad primordial. Indispensable para realizar la vida. Se identifica con la vida misma.

Sin embargo, en el caso de esos seres colectivos que son los grupos o sociedades, esta unidad no tiene el carácter de plena e inmediata espontaneidad que presenta, por ejemplo, en el ser humano. "Natural, sin duda, nota Marcel de la Bigne de Villeneuve (1), puesto que es imperiosamente exigida por las necesidades de existencia y por el fin de toda agrupación, es también, corno la misma vida de éste, por un lado, artificial. Es obtenida hasta cierto grado por la intervención del hombre, por la razón y por la mano del hombre. Se podría decir mejor, quizá, que es una unificación. No puede, por tanto, provenir más que de un orden de los elementos constitutivos que comprueba, conserva y organiza su solidaridad ... Así, pues, este orden implica necesariamente relaciones jerarquizadas. Y cuando se trata de elementos inteligentes y libres, tales como los que reúne la sociedad política, la jerarquía es imposible o efímera si no es consentida, o al menos aceptada, y si su buen funcionamiento no es constantemente asegurado y vigilado. Postula, pues, necesariamente una disciplina..." Y toda disciplina social presupone una jerarquía, una autoridad...

 

"Todo poder viene de Dios"

"No tendrías ningún poder sobre Mí si no te hubiera sido dado de lo alto", respondió Nuestro Señor a Pilato. Y en San Pablo se lee: "Non est potestas nisi a Deo" —No hay poder que no venga de Dios".

Hay pocos temas en política que estén iluminados por argumentos sobrenaturales tan claros.

El principio está fuera de duda. Sólo necesita algunos desarrollos en torno a su aplicación.

Para la política, en efecto, siempre en busca de "un mejoramiento en el orden de los medios", siempre en busca de soluciones prácticas, decir que la autoridad viene de Dios no basta, hace falta precisar COMO.

 

Cómo viene la autoridad de Dios: su funcionamiento en el orden natural

La respuesta es una de las más clásicas de la enseñanza tradicional.

"La autoridad, escribe León XIII, pertenece en propiedad a toda sociedad; sin autoridad, no hay sociedad". Y Monseñor Prunel explica (2): "El poder civil viene de Dios, autor de la naturaleza, o si se quiere, viene el derecho natural. La sociedad, en efecto, es un hecho primordial y necesario. No hay sociedad sin jefe, y como el derecho natural y el derecho divino son sinónimos, al ser Dios autor de la naturaleza, se deduce que el poder civil es de derecho [natural o] divino".

Y puesto que la autoridad es una propiedad esencial de la sociedad, es normal, es lógico que se manifieste de forma diferente según el carácter de esta sociedad. En una sociedad formada libremente, sea una sociedad literaria o deportiva, la autoridad social se manifiesta según las modalidades de ese contrato libre. Si se trata de una sociedad natural (exigida por nuestra naturaleza), la autoridad social tendrá en ella el mismo origen. Vendrá de Dios, autor de la naturaleza, y según las modalidades del orden natural.

Según las modalidades del orden natural.

O lo que es igual, que dicha autoridad no será plenamente tal, plenamente legítima más que en la medida en que respete, sancione y desarrolle aquello que viene a ser indicado por ese orden natural.

 

El pueblo, posible órgano de designación de las formas del poder y no fuente de poder.

Como se ha dicho (3): "Rousseau proclama que la voluntad, del pueblo es la fuente primaria del poder y, por consiguiente, de la autoridad. El pueblo designa sus mandatarios, les delega el ejercicio de sus derechos, pero permanece en todos sus miembros y en cada uno de ellos como único soberano. Que la autoridad, pues, no contraríe a la voluntad popular, ya que si lo hace, el poder, revocable al arbitrio de la última, se transformaría inmediatamente en ilegitimo.

El error en esta teoría, aduladora y siempre en boga, consiste en negar de hecho la dependencia del hombre respecto de Dios, su primer principio y fin supremo. No es la voluntad del hombre, en efecto, sino la sola voluntad divina (expresada en el Decálogo y tal como la recta razón la percibe en las prescripciones más detalladas del orden natural), la que es regla del derecho, del bien o del mal, de lo justo y de la injusto".

Para que la autoridad pudiera venir del pueblo, en el pleno sentido de la palabra, sería preciso que el pueblo tuviera poder de modificar ese orden natural de las cosas, las disposiciones del cual, como hemos visto (4), no son más que los medios de que Dios se sirve para gobernar ordinariamente a los seres libres que somos.

Y si se han dicha tantos errores en esta materia, es porque se habla de la autoridad civil como si el orden de nuestras comunidades dependiera de la sola voluntad humana (5); como si la Sociedad (con S mayúscula) descansara exclusivamente sobre las modalidades de un contrato de libre asociación...; como si no existiera un orden natural de las cosas, orden de la Creación, indicación perentoria de la voluntad, de la autoridad divinas (6).

La doctrina católica no se contenta con esquematizaciones tan arriesgadas. Enseña que la autoridad viene de Dios... Admite que el pueblo pueda ser, entre otros medios, un órgano de designación de la forma del poder, un órgano de designación de aquellos que lo poseen. No admite, ni puede admitir, que sea del pueblo de donde la autoridad procede, es decir, que sea absolutamente preciso su acuerdo para hacer legítima la autoridad (7). Y esto, porque la legitimidad del poder está ante todo determinada con relación a las prescripciones de un orden natural, cuyas disposiciones, como es evidente, no dependen de la voluntad popular; el propio pueblo, por el contrario, depende de ese orden al encontrarse inserto en el mismo.

Encadenamiento que se podría formular de la siguiente manera: ES EL ORDEN NATURAL (Y DIVINO) DE LAS COSAS LO QUE HAY EN LA BASE DE ESE DERECHO NATURAL QUE LA AUTORIDAD CIVIL DEBE MIRAR COMO FUNDAMENTO Y REGLA DE SU PODER.

Así es fácil comprender lo que se había dicho antes...: al ser la autoridad una propiedad esencial de la sociedad, si se trata de una sociedad natural (exigida por naturaleza), la autoridad social tiene en ella el mismo origen. Sale de Dios, autor de la naturaleza, según las modalidades del orden natural.

 

Persona y función

Y es precisamente porque la autoridad viene de Dios SEGÚN LAS MODALIDADES DEL ORDEN NATURAL por lo que está DETERMINADA POR LA FUNCIÓN.

Dignidad, pues, de la función, puesto que por ella se ejerce esa autoridad que viene de Dios. Dignidad de la función, puesto que la persona que la ejerce ocupa el lugar de Dios. Dignidad divina de la función que aureola a la persona. Como tal, en efecto, ésta es siempre más o Menos indigna del prestigio divino de la función. Admirable lección de humildad dirigida al jefe en el mismo momento que manda.

Digamos que hay en esta dignidad de la función y en la relativa indignidad de la persona el secreto de un orden divino.

Quien quiera comprender, en efecto, la temible importancia del poder civil, debe tener consciencia de esa desigualdad entre la persona y la función. Ningún hombre, como tal, puede tener derecho a administrar justicia, a condenar a muerte. Esos derechos, para ser legítimos, no se pueden ejercer más que por una especie de delegación divina, el signo ordinario, sensible, incontestable de la cual no puede ser otro que el signo de la función.

Nuestro Señor ha querido someterse a las modalidades de este orden natural, verdaderamente divino. Monseñor Chollet (8) lo recordaba, en una admirable pastoral, al clero de su diócesis, presentando el ejemplo de la Sagrada Familia. "Se puede notar, observaba, dentro de la más fiel y estricta disciplina, la inversión de los valores. El jefe es el menos santo... la santidad de María y Jesús es superior a la suya, y él manda a los dos. Es religiosamente obedecido, tanto es el prestigio de la autoridad a los ojos de Jesús y María.

Entre Jesús y José está la dignidad sobrenatural de María. Más santa que José, le está sometida. Infinitamente menos santa que Jesús, ella le manda..."

Tan verdadero es, pues, que la autoridad, si tiene su fuente en Dios, no se manifiesta más que por el canal del orden natural y de las funciones que éste determina. En este caso, función del jefe de familia que manda a la madre y al Hijo, función de la madre que obedece al marido y manda solamente al Hijo.

 

La autoridad y su ejercicio

Estas modalidades de un orden natural, que dan sentido y dimensión a la autoridad, son, por desgracia una de las cosas peor vistas que hay.

Dan, sin embargo, (a la autoridad) el ser o no ser.

 

La autoridad como servicio

Marcel de la Bigne de Villeneuve lo ha dicho (9) muy bien: "Si la autoridad en sí no puede ser propiedad de ningún hombre ni de ningún grupo, por el contrario, el ejercicio de esa autoridad puede, en ciertos aspectos, llegar a ser objeto de una apropiación legítima por los hombres tomados aisladamente o reunidos en aglomeraciones variadas, según las diversas contingencias posibles. Esta posesión puede incluso ser la condición indispensable para que la autoridad se manifieste en concreto. Pero presenta caracteres particulares y muy especiales, permanece esencialmente precaria y su legitimidad es transitoria y nunca definitiva, y no es adquirida de una vez para siempre. ES DECIR, DEBE SER RENOVADA EN TODO MOMENTO Y PERDERÁ SU TÍTULO EN CUANTO DEJE DE CUMPLIR SU FUNCIÓN.

No podría, en efecto, ser reconocida y garantizada por el derecho más que si se somete a un cierto número de reglas estrictas, la primera de las cuales y la principal es que no se aplica a la satisfacción y el bien individual de su o sus titulares provisionales, sino a los de todos los súbditos, al bien de todos. La AUTORIDAD ES UN SERVICIO."

Y es por eso que algunos autores, para legitimarla, han hecho depender del pueblo la autoridad. Querían subrayar mejor así que es en nombre de las necesidades del pueblo y según el mismo orden de sus verdaderas necesidades, como se debe concebir la autoridad y se deben concebir su objeto y sus deberes (10).

Pero ahora y siempre, según las modalidades de un orden natural (y divino).

La legitimidad de la autoridad no le puede venir más que de la adecuación a su fin, de lo que realice, o de lo que una sana inteligencia del orden natural indique que es efectivamente la razón de ser, el objeto, el fin de la autoridad civil y política.

Si enloquece o persigue un fin diferente del fijado por esa sana inteligencia del orden natural (y divino) de las cosas, la autoridad pierde su justificación moral y deja de ser —en el plano del derecho— creadora de obligaciones por parte de los subordinados. Abdica, más o menos, el poder y el derecho que tiene de exigir obediencia. Y si sus titulares, al renegar de los deberes en los que se fundaba la legitimidad de su autoridad, quisieran emplear la violencia para obtener la sumisión, podrían chocar (observando todas las reglas de prudencia) con la lícita resistencia y hasta con la legítima insubordinación de los sometidos (11).

 

Carácter "absoluto" de la autoridad

Todas estas consideraciones se derivan en el fondo del carácter "absoluto" de la autoridad. Qué tonterías se han lanzado sobre este tema, acumuladas a placer por la Revolución, para desacreditar una de las nociones políticas más fundamentales!

¿Qué quiere decir, en efecto, autoridad absoluta? (12).

De ninguna manera, autoridad sin límite y sin freno.

Únicamente Dios es absoluto, en el sentido de que su Ser no depende más que de Sí mismo.

Y (relativamente) se dice que una autoridad es absoluta cuando su justificación sale esencialmente de su objeto. O, si se prefiere, si su solo objete basta para justificarla.

Normalmente toda autoridad natural, toda autoridad directamente exigida por la naturaleza es absoluta. Es el caso de la autoridad paterna. Es el caso de la autoridad civil.

Autoridades que están justificadas y que no tienen que justificarse más que por su objeto. ¡Eso es todo! ¿Se mantienen en esos límites? ¿Están rigurosamente ordenadas a su fin, a su objeto? Con eso están justificadas. No necesitan más. Ningún otro poder que se pretenda justificar, ninguna elección, ningún referéndum, tiene derechos sobre ellas o contra ellas (13). En ese sentido merecen ser llamadas absolutas. Por ese título es exacto decir que son de derecho divino, que salo vienen de Dios.

Autoridad absoluta significa autoridad que está justificada y que no tiene por qué justificarse más que por su mismo objeto. Lejos de querer decir que sea sin freno y sin límite, decir que una autoridad es absoluta es sobreentender que se limita a su objeto y debe corresponder fielmente a la naturaleza de este último.

Y decir esto quiere decir que su ejercicio deja de estar justificado si lo sobrepasa o no lo cubre.

Plantear así el problema de la autoridad civil o paterna..., dicho de otra manera, declarar absolutas esas autoridades, es exponer el principio de una determinación verdaderamente objetiva, prudente, racional, de la naturaleza y los limites de dichas autoridades. Ya que es fácil concebir, demostrar, que corresponde at, Estado, por ejemplo, hacer esto o aquello, hacer o no hacer tal o tal cosa... Es fácil delimitar razonablemente cuáles son, cuáles deben ser, su papel y su misión…

Y esto, por medio, precisamente, del estudio y la inteligencia de esas "modalidades del orden natural" que acabamos de evocar.

Si se admite, por el contrario, que es en el pueblo donde está el principio, donde está el origen del poder, es imposible fijar razonablemente tales límites. La autoridad civil y la política dejan en sentido estricto de tener un objeto. Se convierten en meros efectos de la voluntad popular, la cual, por ejemplo, será capaz de confiar al Estado tareas que no están en el papel que le fija en la realidad el orden natural (y divino) de las cosas. Puesto que el pueblo es el principio de legitimación de la autoridad, es lógico, resulta normal que no tenga más que la voluntad del pueblo como criterio y límite. Todos los abusos pueden tener fuerza de ley. Basta un capricho del pueblo (o de quien le representa), basta prácticamente un capricho de la opinión, para que sean desconocidos los imperativos de la sabiduría política mejor fundada precisamente en ese orden natural, que es el orden querido por Dios en su Creación.

 

Desigualdades y jerarquía social

Admitido el principio de autoridad, debe admitirse igualmente el de jerarquía. Y quien dice jerarquía social dice con ello desigualdad (14).

De ahí el problema de la igualdad y desigualdad de los hombres.

Si somos iguales ¿en qué lo somos?

Y si es cierto que hay inevitablemente una jerarquía en toda organización social, ¿cuál es la naturaleza de esas desigualdades que esta jerarquía social tiene por fin ordenar?

 

Igualdad esencial de los hombres: la personalidad humana

"Considerados en su esencia, los hombres son iguales y un pueden dejar de serlo, pues no pueden ser hombres sin ser lo que es el hombre, sin tener lo que determina en ellos la humanidad. Así, pues, esto es necesariamente idéntico para todos, puesto que constituye su propia naturaleza (15)..."

"Los hombres son iguales en cuanto son todos ejemplares esencialmente idénticos del animal dotado de razón, del homo sapiens, en cuanto implican una asociación íntima y temporal de un cuerpo y un alma espiritual. En otras palabras y más sencillamente, puede decirse que los hombres son todos iguales en lo que todos poseen esencial y necesariamente, la personalidad humana.

Esta personalidad es privilegio exclusivo del hombre y es la que hace de él el Rey de la creación. Puesto que esta personalidad existe igual y consustancialmente, al menos en germen, en todos (salvo los desgraciados que padecen imbecilidad congénita), debe ser igualmente respetada en todos. El crimen de las civilizaciones antiguas fue negar esta verdad y rehusar, por ejemplo, reconocer la personalidad de los esclavos. Crimen cínico o hipócritamente renovado por las civilizaciones contemporáneas que simulan ridiculizar abiertamente ésta personalidad en ciertas categorías de hombres o la escarnecen, fingiendo respetarla (16)."

 

Desigualdad accidental, concreta de los hombres: beneficio de las jerarquías sociales

Sin embargo, esta igualdad fundamental no impide que bajo otros aspectos, que no afecten a su pertenencia a la misma especie, los individuos sean distintos unos de otros. Pueden recibir, y de hecho reciben, caracteres que, dentro del seno de la especie, los hacen diferentes y desiguales.

Del mismo modo, pues, que los hombres nacen libres y dependientes, nacen, a la vez iguales y diversos…

De forma que, sin dejar de ser esencialmente iguales, son también realmente desiguales y diferentes.

"La igualdad es un dato filosófico y ontológico, la desigualdad es un hecho, una comprobación científica y práctica irrecusable (17)."

Ahora y siempre: ¡el problema de los universales!

La desigualdad concreta es tan verdadera, tan natural como la igualdad debida al carácter universal de la especie. Y esto no contradice aquélla en manera alguna.

"Sin duda, la desigualdad es contingente y accidental, mientras que la igualdad es esencial y necesaria. Peto, vivimos en lo contingente. Es lo contingente lo que constituye en su mayor parte el dominio de la ciencia social y el arte de la política. La sociología no puede, pues, descuidar el hecho de la personalidad y debe tenerla en cuenta, tanto corno el principio de la igualdad. Sin ello olvidará la evidencia, el buen sentido, la razón y el orden del mundo..." (18).

Los hombres deben, pues, vivir bajo la doble ley de la igualdad esencial (de ahí la condenación de todo racismo), y de la desigualdad concreta (de ahí el beneficio de las jerarquías sociales, ¡incluso de las jerarquías entre naciones!).

"El principio de esta conciliación consiste, por una parte, en reconocer la igualdad esencial de los hombres por un fondo común mínimo de derechos y deberes políticos y sociales idénticos para todos y, por otra parte, en consagrar derechos y deberes complementarios, particulares, variados y diferentes, según las situaciones propias de los hombres y los perfeccionamientos que los mejores y más enérgicos de entre ellos hayan conseguido incorporar a su naturaleza y los servicios que hayan podido rendir... Así, la igualdad ante el impuesto es perfectamente compatible con las medidas tomadas para tener en cuenta la desigualdad de riquezas, y la igualdad ante la ley se ajusta muy bien a la desigualdad de penas y variedad de jurisdicciones, pues es muy equitativo que la sanción sea tanto más severa cuanto se haya cometido la infracción con una conciencia más completa y una voluntad mejor iluminada. Se acomodará también a la existencia de los privilegios sociales en el caso de que sean equitativos y equilibrados" (19).

Como muy bien ha señalado S. E. Monseñor Blanchet (20): "Identidad de naturaleza y comunidad de vocación no significan que los hombres no sean más que "seres de razón", abstraídos del tiempo y del espacio, hijos encontrados de un género humano en que cada generación carecería de lazos con la precedente y aparecería como el saldo del debe y el haber de una herencia, individuos sin caracteres concretos y que no serían más que ejemplares impersonales de una humanidad anónima."

¡No!, no habría justicia en el igualitarismo de esas abstracciones jacobinas de las que el mundo moderno ha abusado y abusa tanto todavía.

 

La desigualdad original

Aun en el estado de perfección sobrenatural de nuestros primeros padres, los hombres no hubieran sido iguales: Puesto que, como nos dice Santo Tomás, "según la palabra de San Pablo, las cosas que vienen de Dios han sido sometidas a un orden". Y puesto que "el orden, según San Agustín, es la disposición que pone cada cosa en su sitio", habría habido, precisa Santo Tomás (21), desigualdad en el estado de perfección original, puesto que ese estado habría sido el más perfecto de todos.

Así pues, por la misma razón de la perfección de esa sociedad inocente, habría habido desigualdades sociales y el hombre habría dominado al hombre; pero ese dominio, explica Santo Tomás, "no habría sido el del dueño sobre su esclavo..." El dominio que conviene a un hombre libre es el que tiene por objeto dirigir al hombre en su propio interés o en el interés general. Esta especie de dominio habría existido por dos razones:

1º Porque el hombre es naturalmente un ser sociable. Los "hombres en estado de inocencia habrían, pues, vivido socialmente. No hay sociedad posible entre varios individuos, sí no hay un jefe que dirija los esfuerzas de cada uno para el bien de todos. Ya que la multitud tiende por sí misma a una diversidad de objetivos, le hace falta un jefe que la lleve a la unidad. Esto es lo que hace decir a Aristóteles: siempre que varios individuos tienden a un mismo fin, es porque obedecen a un agente único que los dirige como jefe suyo.

2º Porque si un hombre hubiera destacado sobre los demás por su ciencia y su virtud, habría sido un mal que no emplease su superioridad en beneficio de los demás, según estas palabras del apóstol San Pablo: "Cada uno debe emplear en provecho de los demás la gracia que ha recibido". Es esto lo que hace decir a San Agustín: "Los justos no buscan el mando por deseo de dominar, sino para dar a los demás una buena dirección, que tal es el orden natural que Dios ha ordenado desde el principio al hombre" (22).

La diferencia con respecto a la sociedad de hoy día, consistiría en que el hombre se habría sometido voluntariamente por el bien común. Los jefes no habrían buscado en el dominio un interés particular, sitio siempre el interés general. Y, con ello, las relaciones entre unos y otros hubieran estado siempre impregnadas de la justicia más perfecta y de la mayor cordialidad.

Aunque imposible de alcanzar jamás ese estado ideal de inocencia original, no deja de ser un ejemplo.

Esa es la dirección a la que debemos tender y en la que debemos progresar.

 

Unidad y descentralización

Pero, ¿cuál puede ser esa jerarquía de competencias, de funciones y de papeles, sino el mismo fin que imperfecta y laboriosamente, sin duda, busca alcanzar la política mediante eso que hemos llamado: DESCENTRALIZACIÓN? (23).

Un cuadro de instituciones, lo bastante rigurosamente regulado para que la unidad indispensable del cuerpo social no esté amenazada; pero un cuadro de instituciones que deje su parte justa y mayor a la iniciativa de los múltiples binomios autoridad-libertad. Tal es, lo hemos dicho, el único medio de gobernar a seres libres sin que su libertad sea, más o menos, destruida por la existencia de ese gobierno (24).

Así pues: ¿Quién no ve que es por el reconocimiento de la diversidad y de la desigualdad que este medio implica, como la descentralización puede llegar a un resultado semejante?

"Es fácil ver, había hecho notar ya Aristóteles, que la ciudad, a medida que se hace más una (en el sentido de uniformidad igualitaria), deja de ser una ciudad. Pues naturalmente la ciudad es multitud (en el sentido de diversidad). Hay, por tanto, que precaverse de admitir ese tipo de unidad absoluta (igualitario.), puesto que destruiría la ciudad. Por otro lado, la ciudad se compone no solamente de hombres reunidos, en mayor o menor número; se compone también de hombres cualitativamente diferentes, ya que no son iguales los elementos, que la componen. Es, pues, evidente que la naturaleza de la sociedad civil no admite la unidad (en el sentido de uniformidad igualitaria), como pretenden algunos políticos; y que eso, que ellos llaman el mayor bien para el Estado, es precisamente lo que tiende a su perdición. El bien propio de cada cosa es lo que asegura su existencia."

 

Ordenar, organizar, poner cada cosa en su sitio

Diversidad, desigualdad, tal es la gran ley de esa realidad concreta en que estamos condenados a vivir y actuar

Así, se ha podido decir: yo no soy tú. Tú no eres yo. Somos diferentes. Lo extraordinario sería que fuéramos iguales.

La verdadera justicia, la única, la dulce y feliz justicia no podría residir en una nivelación contra natura.

La jerarquía de las cosas y los seres es la gran ley del orden social, como es la gran ley de lo real (25).

O moriremos por nuestra ceguera jacobina, igualitaria, o tendremos que reconocer que el segundo que está en su lugar tiene un destino más feliz que el segundo que hubiera usurpada el lugar del primero.

Por lo demás, en lo que nos atañe, no se trata para nada de esa idea demasiado rudimentaria de un orden social matemático creciente o decreciente.

En la fórmula: orden social, la palabra orden tiene un sentido más complejo. No se ordenan matemáticamente más que cosas de un mismo género. Y el orden consiste en distinguir, en diversificar, en diferenciar. Nada se parece menos a una fila india.

Poner cada cosa en su sitio. En su marco. Organizar. Tal es aquí el principio y la ley.

 

Poderes, cargas, privilegios

"En tanto que haya, decía el cardenal Pie, divergencias de origen, de lengua, de gobierno, en tanto que el globo entero no esté concentrado en un mismo grado de longitud y latitud, en otras palabras, en tanto el mundo dure en las condiciones en que el Creador lo ha puesto, será imposible la existencia de un derecho uniforme, sin modificaciones y sin excepciones."

El que exista un fuero común, es decir, un derecho igual para todos, no excluye la justicia de fueros especialmente concebidos para tales condiciones, tales estados.

Privilegio, gritarán. Según se mire. Pero a condición de dar a esa palabra de privilegio su sentido exacto, su sentido etimológico, su significación de ley particular concebida para situaciones e casos determinados.

Evitemos olvidar, por otra parte, lo que decía Fustel de Coulanges: "A los ojos de las generaciones actuales, privilegio ha llegado a ser sinónimo de favor, mientras que, en realidad, a lo largo de la Historia, los privilegios han sido obligaciones". Digamos que HABÍA PRIVILEGIO, PORQUE HABÍA OBLIGACIÓN.

"Así. —señala Gustave Thibon—, el padre debe dedicarse a su mujer y sus hijos, el patrono a sus obreros, el príncipe a su pueblo ... Pero hay, por otro lado, la eterna tentación del hombre de buscar los privilegios sin los deberes... Cada uno quiere elevarse por encima de sus semejantes, pero sin estar ligado a ellos. En tanto que ese lazo exista, es decir, en tanto que persista la comunidad social, la desigualdad no es hiriente... Los poderes de los oficiales sobre los soldados son infinitamente más extensos en "tiempo de guerra que en tiempo de paz. Llegan hasta la exigencia del sacrificio supremo. Sin embargo, la autoridad de los jefes se discute menos en tiempo de guerra, porque los jefes comparten la suerte de sus hombres, mientras que en tiempo de paz, por floja que esté la disciplina, no existe ninguna solidaridad entre el destino del soldado, civil trasplantado al cuartel, y el del oficial que le manda. Es en las épocas de paz y disciplina relajada cuando el antimilitarismo florece más. En las épocas sanas del feudalismo, el siervo, encorvado sobre la gleba, no tenía más celos del "señor que, sin trabajar con sus manos, defendía todo el feudo con la espada, que los celos que el corazón que bate sin parar pueda "tener del reposo nocturno del cerebro."

Y esa es una de las razones que impulsaban al cardenal Pie a admirar el que "los vocabularios cristianos hayan bautizado tan filosóficamente el poder con el nombre de "cargo".

 

 

Notas

(1) Principes de Sociologie Politique et Sociologie Générale Librería Sirey, 22 rue Souiflot, Paris (y), 1957.

(2) Cours supérieur de religion, tomo II, página 104. Editorial Beauchesne, Paris.

(3) La Quinzaine Catholique du Gévaudan, 27 junio, 1958, pág. 209.

(4) Cf. el final de la parte precedente.

(5) "Heredera en este punto del pensamiento de J. J. Rousseau, la doctrina del 89 quiere que la voluntad popular... sea siempre recta, inalterable y pura, que sea siempre la expresión de la razón y que todos deban, sin segundas intenciones, inclinarse ante ella. Michelet ha transformado en historia esta mitología pueril; pretende explicar todos los acontecimientos de la Revolución por la intervención o abstención de un ser colectivo sublime, virtuoso, omnipotente, que él llama el pueblo. Su ejemplo ha sido imitado en nuestros días en Rusia. Gregorio Alexinsky nos dice que, hacia 1880, para los jóvenes intelectuales rusos el pueblo era la encarnación de la sabiduría, de la justicia, de la belleza moral, de la bondad, un ser casi semejante a Dios". (Lo vida amarga de Máximo Gorki, página 46).

"Tales exageraciones y errores no son sólo ridículos en el orden especulativo; no sólo son funestos para la elaboración de la ciencia política. Ayudados por la rutina y arrastradas por el peso de las palabras, han tenido en la práctica las consecuencias más funestas... Se ha llegada a decir que han envenenado literalmente la Sociología política y el Derecho público francés contemporáneo. De ahí el contagio se ha extendido profundamente por el mundo. Y de ello ha salido un verdadero torrente de males..." (M. de la Bigne de Villeneuve, opus. cit., pág. 40).

(6) Cf. Quinzaine Catholique du Gévaudan. (v. más arriba): "... si los gobernantes, mandatarios del pueblo, quedan a merced de éste, que puede revocarlos a su antojo, ¿cómo no ver que tal concepto de la obediencia (¡) llevará lógicamente a la anarquía y pronto, por reacción, a la dictadura, la tiranía del número?" "Al hacer depender la autoridad pública de la voluntad del pueblo, ha dicho León XIII (E. "Diuturnum"), se comete un error de principio y, por otro lado, no se da más que un fundamento frágil y sin consistencia a la autoridad. Tales opiniones son como un estimulante perpetuo a las pasiones populares que se verán cada día crecer en audacia y preparar la ruina pública, franqueando el camino a las conspiraciones secretas y a las sediciones abiertas".

(7) El consentimiento popular, la aceptación por la masa de los subordinados de tal o cual forma política de gobierno, es evidentemente indispensable para el buen funcionamiento y hasta para el mantenimiento de la existencia del poder público Pero, por sí sola, la aprobación o delegación del número es radicalmente incapaz de conferirle ninguna fuerza: la legitimidad de la autoridad no resulta de la adhesión de los súbditos; no puede venir más que de la adecuación a su fin, de que corresponda bien a lo que constituye su fundamento y su razón de ser.

(8) Predecesor de S. E. Monseñor Guerry como arzobispo de Cambrai.

(9) Opus cit., página 58.

(10) "La sola razón basta para convencernos de que los soberanos fueron dados a los pueblos y no los pueblos a los soberanos. La autoridad suprema no es más que el derecho a gobernar, y gobernar no es gozar, es hacer gozar a los demás; es asegurar, es mantener contra la licencia de la multitud los derechos que pertenecen a cada individuo. La soberanía es el mayor de todos los poderes, pero la menor de todas las propiedades. Los reyes, como reyes, no tienen nada suyo, excepto el derecho, o mejor, el deber de conservar todo en la sociedad de la que son tutores y jefes". (Luis XVI).

(11) Si, en efecto, no hubiera para resolver el problema de la rebeldía contra una autoridad abusiva, más que atenerse a esas consideraciones, estaría permitida la insurrección inmediata con la sola evidencia de la indignidad o la felonía del poder. Pero en esta cuestión se añaden, en la realidad, reglas de prudencia que podríamos llamar complementarias. Y ello es así para evitar que el mal, ya causado por la carencia de poder, no se agrave por la exasperación de desórdenes cívicos o civiles. Dicho de otra manera, no es suficiente que la autoridad sea indigna o se haya desviado para que se permita una revolución: Es preciso que esta revolución, en sí misma, aparezca como un remedio; como el final de los abusos y no como la agravación de un mal ya desastroso. Prácticamente, pues, con estas consideraciones de prudencia, resulta muy difícil que se reúnan todas las condiciones que hacen legítima una revolución. Queda en pie el hecho de que esas consideraciones de prudencia no afectan directamente a lo que aquí nos referimos: a saber, que la autoridad que se ha vuelto loca pierde su justificación moral y, en el plano del derecho, cesa de ser fuente de obligaciones para sus subordinados... Si continúa vedada la revolución contra ella, las más de las veces no es por rechazarse este principio, sino porque consideraciones de otro orden prohíben lanzarse a una insurrección que sería legítima, si la indignidad del poder fuese un argumento suficiente en semejante cuestión. Así, pues, por fundamental que sea, el argumento de esta indignidad no es suficiente.

(12) Ahí está, en efecto, el verdadero sentido de la palabra "absoluto". Lo absoluto es lo que no supone otra cosa; lo que no depende de otra cosa. Hablando estrictamente, no hay más que un absoluto, sin restricción, que existe en sí y por sí: Dios a quién todo se refiere, de quien todo depende, sin que El mismo esté subordinado a nada. Prácticamente, decir que una autoridad es absoluta es decir que, para ser determinada y justificada (esencialmente), no dependo de ningún otro poder humano: Y el hecho es que ningún otro poder en el mundo puede (legítimamente) modificar a su antojo lo que es el objeto, la razón de ser, el deber de la autoridad civil o paterna. Su fin, su límite, su papel están marcados en el orden da las cosas, son discernibles por la recta razón. Tal es el verdadero sentido de la palabra "absoluto" y el (único Sentido que ha legitimado su empleo en la filosofía política cristiana. Sólo por un abuso del lenguaje, la fórmula "absolutismo de Estado" ha llegado a ser sinónima de poder arbitrario, opresor, sin freno, sin límite.

(139 Lo que no quiere decir que aquel o aquellos que ejercen el poder puedan o deban desdeñar esas fórmulas, tan poderosas para asentar, para fortificar su autoridad. Mucho más cuando, en muchos casos, el desprecio reiterado de una constitución, aún imperfecta, de un conjunto de costumbres, incluso ya superadas, puede provocar tales movimientos, tales revueltas, que es deber del Estado hacer todo lo posible para evitar esos excesos contrarios al bien común, que tiene el deber de promover y cuya defensa es, precisamente, su justificación. Pero si es cierto que plebiscitos, elecciones, referéndums, etc..., pueden servir para reforzar el prestigio del poder y favorecer su ejercicio pacífico, no se puede llegar a decir que, en sentido estricto, sean suficientes para legitimarlo. La historia está llena de ejemplos de autoridades impopulares cuyo escrupuloso servicio del bien público es incuestionable; en tanto que referéndums, plebiscitos, mayorías aplastantes en elecciones, han permitido, demasiada a menudo, el acceso al poder de jefes escandalosos y el advenimiento de regímenes inadmisibles. Por consiguiente, por respetables que sean las fórmulas ofrecidas por el derecho escrito para regular lo mejor posible el ejercicio de la autoridad, no lo es menos que el argumento supremo y la suprema razón de la legitimidad de un poder será el hecho del servicio cumplido conforme a las exigencias del orden natural ( y divino) de su objeto.

(14) "La noción de jerarquía no es más contradictoria con la de igualdad que la de autoridad lo es con la de libertad. Las dos tienen un papel análogo. La jerarquía ofrece el único medio de hacer la igualdad efectiva en la medida relativa en que es realizable, y de conservarle el carácter razonable, equitativo y bienhechor que pierde cuando cae en el espíritu del sistema y en los excesos del igualitarismo". (M. de la Bigne de Villeneuve, opús cit., pág. 67).

(15) Pensamos que no es muy exacto decir, como se oye repetir muy a menudo, que todos los hombres son iguales ante Dios... Dios, por el contrario, ve a los hombres según la armonía infinita de Su Sabiduría, de Su Justicia, de Su Providencia; consideraciones todas que, podríamos decir, le hacen ver las cosas según puntos de vista que dejan muy atrás nuestro mísero concepto de igualdad. Lo mismo que no es cierto que a los ojos de Dios la. Santísima Virgen María apareciera jamás como igual a Judas o a cualquier otra criatura humana.... Misterio de las predilecciones divinas. Que se hable, pues, más de justicia, cuando se habla del: carácter común de los hombres ante Dios, y menos de igualdad.

(16) M. de la Bigne de Villeneuve, opus. cit., página 63 y 64.

(17) Ibídem.

(18) Ibídem.

(19) Ibídem.

(20) 5-X1-1956.

(21) Sum. Theol., Ia-2ae, q. XCVI, artículo 3.

(22) Sum. Theol., Ia-2ae, q. XCVI, artículo 4.

(23) Cf. el estudio precedente, in fine. Cf. M. de la Bigne de Villeneuve (opus. cit., pág. 114): "¡Descentralización! Palabra muy fea, muy pesada y bastante mal construida, que suena a artificial y falsa mientras que, por el contrario, corresponde a una concepción muy respetuosa de la realidad. Sin embargo, estamos forzados a servirnos de ella, pues no existe otra que pueda reemplazarla de forma ventajosa. Precisemos que la descentralización es la forma de organización social en la que los diversas elementos particulares, constitutivos de la comunidad estatal, son colocados en situación de administrar por si mismos sus intereses particulares en virtud de su autoridad y competencia propias y a la vista de sus propios fines, dentro del respeto a los bienes superiores y especialmente al bien común. Y señalemos el aspecto esencial de la cuestión: la descentralización implica que el poder de administrarse a sí mismo, o por representantes adecuadamente elegidos, pertenece por derecho natural a cada uno de los elementos de la comunidad. No es, pues, el escalón superior, y sobre todo, no es el Estado quien le da o quita arbitrariamente esta competencia y esta autoridad. Cada uno la posee por el solo hecho de su naturaleza y constituye, en suma, un centro propio, un centro autónomo más o menos importante. Un centro de iniciativa y de acción propia, decimos, y esta idea pone en evidencia otro defecto, y de los más molestos, de la palabra descentralización, que parece significar la eliminación de todos los centros de vida particular, mientras que, por el contrario, supone y exige su multiplicación, puesto que los hombres no pueden, de hecho, emanciparse más que en el seno de instituciones y agrupaciones. Dejemos en claro que son centros autónomos y no centros independientes, lo que podría crear un error de interpretación. Ya que cada elemento político y social (individuo, familia, municipio, profesión, región, etc...) no practica solamente su propia vida, sino que entra además como factor en la vida más amplia de los elementos superiores y se ve, por consiguiente, en cierto aspecto, limitado y controlado por ellos. Los centros menores se agrupan en sistemas más amplio y más completos que acaban también integrando un solo conjunto, a la vez homogéneo y variado, uno y múltiple, el de la comunidad estatal, tendiendo, incluso, por necesidad, hacia esa comunidad interestatal y universal que parece, a costa de esfuerzos no coordinados y dolorosos, querer en nuestros días separarse de la anarquía sangrienta del mundo".

(24) Cf. los estudios precedentes sobre las relaciones de los múltiples binomios autoridad-libertad.

(25) "El orden real no podría resultar de una clasificación y colocación arbitrarias, fundadas en afinidades puramente artificiales, como la colocación de los libros según su tamaño en una biblioteca. Debe estar fundado en la naturaleza de los hombres y tener en cuenta todas sus necesidades esenciales. Con ello, al ser los hombres, a la vez, espíritu y materia, alma y cuerpo, seres de carne y seres inteligentes y libres, se impone un doble criterio para determinarlo: La utilidad y la justicia, como muy bien vio Santo Tomás de Aquino, exigen que cada individuo pueda procurarse lo que le es indispensable para una vida correcta y decente, conforme a su naturaleza. La justicia consiste esencialmente en tratar a cada uno, individuo o grupo, según su dignidad intrínseca y su propio valor". (M. de la Bigne, de Villeneuve, opus. cit., pág. 75).