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Autoridad y totalitarismo

III REUNIÓN DE AMIGOS DE LA CIUDAD CATÓLICA

I

"El principal crimen que el mundo expía en este momento es la apostasía oficial de los Estados"[1]. Así se expresaba en 1918, con patético lamento, el famoso Cardenal Mercier. De apostasía en apostasía, las filosofías de la inmanencia han creado, a veces deliberada y conscientemente, un clima propicio al desarrollo de un concepto idolátrico de la autoridad.

Dependientes del mismo, ligadas en sus entresijos por una intimidad e interdependencia que sería absurdo negar, viven hoy, con aliento precario, las nociones de justicia, derecho, orden, sociedad y persona humana...

Quizá nos encontramos inmersos en una singladura histórica, caracterizada por un exacerbado renacimiento del reino de las tinieblas. Frente a él, no cabe otra postura que poner en práctica la consigna de Romano Guardini: "Tenemos que buscar el lugar exacto en el reino de las tinieblas, en donde con mayor garantía de éxito podamos clavar una cuña que haga saltar en mil pedazos su poder"[2].

Mas no perdamos de vista que este poder tenebroso ha logrado en raizar se, hoy como nunca, en las mismas entrañas de la autoridad pública. Y se tipifica, según Pío XII, por tender a apropiarse "aquella absoluta autonomía que sólo compete al Supremo Hacedor, al hacer las veces del Omnipotente, elevando el Estado o la colectividad a fin último de vida, a último criterio del orden moral y jurídico, y prohibiendo, consiguientemente, toda apelación a los principios de la razón natural y de la conciencia cristiana"[3].

Ahora bien, antes de adentrarnos en el estudio de los posibles defectos y excesos en que la autoridad, como encauzadora del orden social, puede incurrir, es necesario que nos planteemos una cuestión previa, formulada en el siguiente interrogante: ¿realmente, es el hombre un ser social?

II

Ya el pensamiento precristiano se la había planteado. Aristóteles, en su "Política", cierra el interrogante con una rotunda afirmación. El hombre que no puede vivir en sociedad, para el Estagirita, es un bruto o es un dios[4]. No hay posible término medio. "Si el hombre —arguye— es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien; ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede expresar realmente la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado"[5].

No había de faltar el justo comentario de Santo Tomás de Aquino a este sapiente texto aristotélico. Y al hablar, en la "Suma teológica" de la sociedad como medio de perfección, aunque no perfección en sí misma, nos viene a decir: "Por dos razones puede el hombre buscar la soledad: porque no resiste la compañía de los hombres a causa de la crueldad de su alma, y ésta es conducta de bestias. O la puede buscar para entregarse totalmente a las cosas divinas, y esta razón eleva por encima de la condición humana. Por eso dice el Filósofo que "quien se aparta del trato de los hombres, o es un bruto o es un dios, es decir, un hombre divino"[6].

Sin embargo, ningún enunciado, a nuestro juicio, tan expresivo, profundo y claro, como el de León XIII, al exponer en su "Immortale Dei" el fundamento de la autoridad política: "El hombre —explica el Papa— está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política, porque, no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su ingenio y de su alma, la providencia de Dios dispuso que el hombre naciera inclinado a asociarse y unirse a otros, ya en la sociedad doméstica, ya en la civil, única que le puede proporcionar todo lo que basta, perfectamente, para la vida. Mas, como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer si no hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de hombres una autoridad que la dirija: autoridad que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza, y por tanto, del mismo Dios, que es su autor".

"De donde también se sigue que el poder público por sí propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el propio, verdadero y Supremo Señor de las cosas, al cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir hasta tal pimío que todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro lo reciben sino de Dios, Príncipe Sumo y Soberano de todos. No hay potestad sino de Dios (Rom., 13 1)"[7].

He aquí, pues, tres exposiciones ideológicamente coincidentes.

De su lectura y de su reposada, meditación, fácil es llegar a las siguientes conclusiones:

1º) El hombre es un ser naturalmente sociable. La sociedad le es necesaria para su perfeccionamiento. Según Donoso Cortés, "lo que el espacio es en lo físico, eso mismo es la sociedad en lo moral: es el lugar en que fue puesto el hombre en cuanto es inteligente y libre; es la atmósfera propia de la libertad y de la inteligencia humana"[8].

2º) Esta necesidad brota de que el hombre, en absoluto y permanente aislamiento, carece de fuerza intrínseca y de medios propios para cumplir sus fines. Nuevamente es León XIII, por medio de su "Libertas", quien nos dice: "Dios es quien creó al hombre para vivir en sociedad, y quien lo puso entre sus semejante para que las exigencias naturales que él no pudiera satisfacer solo, las viera cumplidas en la sociedad"[9].

3º) La historia y la experiencia nos muestran que, mientras la naturaleza, por ejemplo, ha concedido al animal determinado número de elementos para defenderse en la vida que inicia, el hombre es un ser débil que apenas puede lograr viabilidad si carece del apoyo y de la atención de sus semejantes.

4º) El hombre está dotado de razón. La expresión externa de su razón es el lenguaje: la palabra... Esa palabra cantada por Nocedal como "la más alta y principal concesión con que Dios quiso enaltecer al hombre, creado a su imagen y semejanza; es la síntesis de todas sus facultades, la manifestación de su alma, signo clarísimo de sociabilidad, corona y cúpula de todos los dones que recibió de la Providencia, principal y más poderoso instrumento con que está armado para lograr sus fines"[10].

5º) Es evidente. El hombre no podría nacer ni subsistir durante sus primeros años —¡tal es su impotencia!—, sin el amparo de la familia natural. Esa que llamamos primera célula de toda sociedad y sociedad en sí, aunque imperfecta... No estará de más recordar aquí, si bien de pasada, aquella consideración, respecto a la institución familiar, de Federico Ozanam: Es de fe cierta que las familias cristianas, el matrimonio, la paternidad, todas esas cosas santas han sido hechas sólo para poblar el cielo"[11].

III

Y bien. Por si estos simples motivos de orden racional no bastaran a demostrar la innata sociabilidad del hombre, podríamos invocar los grandes principios de nuestra sobrenatural comunidad en Dios. Se ahonda hoy y escudriña, con plausible acierto, en el sentido sociológico del "Cuerpo Místico". El cristiano de nuestros días sabe que él no es un ente que pueda ambular solitario, desvinculado de los demás y ajeno a los problemas del prójimo. Nuestro aliento sobrenatural es comunitario.

La comunicación del Espíritu de Cristo —escribió Pío XII— "hace que, al derivarse a todos los miembros de la Iglesia todos los dones, virtudes y carismas que con excelencia, abundancia y eficacia encierra la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos, día por día, según el sitio que ocupan en el Cuerpo Místico de Jesucristo, la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene, en cierto modo, a completarse del todo en la Iglesia"[12].

Tampoco me resisto a transcribir la impresión que esta doctrina causó a la famosa novelista noruega, Sigrid Undset, premio Nobel de Literatura en 1928. Al regalarnos con el relato de su conversión, no puede menos de exclamar: "... ninguna solidaridad humana es tan absoluta como la solidaridad que existe entre las células vivas del Cuerpo Místico de Cristo"[13].

Sí, a través de la. Iglesia —nexo místico de unión— se asocian y cooperan, quiérase o no, de forma misteriosa y real, lo increado y lo creado. Como explica van der Meer, "gracias a la Iglesia, penetra en nosotros y nos embebe la eternidad; gracias a ella, lo sobrenatural se convierte de pronto y siempre de nuevo en realidad, y lo visible y cotidiano adquiere el portentoso esplendor de lo sobrenatural. La Iglesia confiere sentido pleno a la vida humana"[14].

Nadie, por tanto, como el cristiano forma asociación con Dios, tan apretada e íntima, que llega a ser transformante. Medidas y bellas a un mismo tiempo son las palabras arinterianas, cuando describe al cristiano como "una nueva y celestial raza de hombres, una estirpe divina, un divinum genus, un hombre divinizado, hijo de Dios Padre, incorporado ,con el Verbo hecho hombre, animado del mismo Espíritu Santo, y cuya vida y conservación debe ser toda celestial y divina"[15].

Concluyamos. Si el hombre es humana y naturalmente sociable, lo es aún más divina y sobrenaturalmente. "Unidos —ha escrito Gustave Thils— en la misma caridad y en la misma gloria, los cristianos, mejor, la comunidad cristiana, se ha hecho en alguna manera semejante a Dios, "deiforme"[16].

IV

Contemplado el hombre en la raíz de su aspecto social y visto su natural comunicativo y comunitario, hemos de pasar al estudio de la segunda verdad que enuncia León XIII en el texto anteriormente citado: en toda sociedad bien constituida ha de existir necesariamente una autoridad que la rija y gobierne.

A este propósito, en su obra "El Estado católico", escribe el P. Joaquín Azpiazu: "Tan esencial es a toda sociedad la autoridad, que sin ella no se concibe. Explíquenla los filósofos como quieran; como todo cuerpo exige cabeza, toda sociedad exige autoridad. Sin ella, es imposible que varios individuos sean otra cosa que una masa informe; con autoridad, en cambio, todo queda perfectamente informado"[17].

No puede escondérsenos que todavía hay quienes se complacen en sustentar teorías racistas de ascendencia pagana. Si los nazis llevaron sus prácticas raciales a extremos inconcebibles con los judíos, en los Estados Unidos pervive una lucha latente de segregación y de violento repudio hacia los negros. Y no obstante, substancialmente, todos los hombres somos iguales. Tenemos un mismo origen. Caminamos a un destino común. Destino eterno, ya que somos, al fin, flechas disparadas al blanco del corazón de Dios...

Ello no implica, sin embargo, que accidentalmente se acusen claras diferencias entre unos y otros. Indiscutiblemente hay variedad de temperamentos, de caracteres y de tendencias. De ahí, la pluralidad de pensamientos y de actuaciones vocacionales. A veces, la diversidad producirá choques, rozamientos, porque se une a la fuerza de las concupiscencias que el pecado de origen nos legó. Reducir tales divergencias a la unidad y encaminar las actividades heterogéneas de los súbditos al bien colectivo, es función que, por medio del Derecho, está reservado a la autoridad.

Derecho que, como más adelante veremos, ella no crea ni puede fabricar a su talante; pero que sí autentifica y salvaguarda de posibles y seguras infracciones. Para Taparelli, "la autoridad es el derecho de reunir las operaciones de todos los socios pará el bien común"[18].

Aparece, en cuanto hemos dicho, implícitamente esbozado, el fin propio de la autoridad. En que se ha perfilado más y más, a medida que los documentos pontificios han esclarecido puntos esenciales de doctrina político-social...

Dentro del fin para que fue creada, la autoridad encuentra sus propias fronteras irrebasables. Según la "Immortale Dei,", la autoridad tiene por límite lo útil, lícito y justo[19]. Ella ha de ejercerse en provecho general de los ciudadanos, porque la razón de regir y mandar es precisamente la tutela del procomún y la utilidad del bien público[20].

Según la "Diuturnum", su misión es velar por que la sociedad no se disuelva y consiga el fin para que nació y fue constituida[21]. Su norte estriba en poner en práctica los medios eficaces para restablecer la disciplina pública de los ánimos[22] Y para que la justicia se conserve en el imperio, interesa sobremanera que aquellos que la administran, entiendan que la potestad política no ha sobrevenido para la comodidad de algún particular y que el gobierno de la república no conviene que se ejerza para utilidad de aquellos a quienes ha sido encomendado, sino de los súbditos qué les han sido confiados[23].

En la carta "Novae Condendae Legis", afirma nuevamente León XIII que el fin propio de la autoridad política es la paz y la tranquilidad[24].

Para Pío XII, "tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero al cumplimiento de sus deberes, debe ser oficio esencial de todo poder público"[25].

Muchísimos más textos pudiéramos esgrimir. A través de todos ellos, unánimemente, habríamos de observar que el sistema jurídico cristiano exige siempre que la autoridad y su expresión externa, que es la ley, actúen conforme a un orden universal querido por Dios y dentro, claro está, de la órbita funcional que a cada cual le ha sido asignada.

Con toda razón, pues, escribió Amor Ruibal: "El deber y el derecho se originan, así, sobre una representación de valores morales presentes al espíritu como continuación del orden general del universo, no menos que el orden del mundo se ofrece a la conciencia psicológica como una suma de valores físicos y ontológicos resultantes de las relaciones de los seres entre sí y con Dios"[26].

La autoridad —cierto— ordena y somete. ¡Ah! Pero antes debe ella misma considerarse ordenada y sometida...

V

Al bucear de nuevo en la doctrina de Donoso Cortés, nos encontramos, de pronto, con esta frase esclarecedora: "El catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santificando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de dominación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones"[27].

Una vez más, brillantemente, acierta el pensador extremeño.

Nos basta, para constatarlo, traer a la memoria aquel famoso aforismo latino, "corruptio optimi pessima", apretado de hondos conocimientos psicológicos e históricos. La corrupción de lo bueno es lo peor. Buena, s anta y necesaria es la autoridad. Pero su corrupción es tan grave, que impide la normal viabilidad del entramado social. Corrupción que, como siempre, puede originarse por defecto o por exceso.

Y así, cuando la autoridad se debilita hasta minimizarse y casi desaparecer, nos encontramos frente al caos que preside la anarquía. Cuando, por el contrario, la autoridad se robustece y ensancha a su entero capricho la órbita de su acción, tan desmesuradamente que olvida el respeto a los altos principios, objetivos y trascendentes, que deben guiar sus pasos, aparece el trágico fantasma del totalitarismo.

Ni despotismo, ni revoluciones... La verdadera autoridad deberá asentarse en el justo medio, equidistante de este dramático binomio, anarquía y totalitarismo.

Ambos extremos de corrupción suelen confluir en un punto fundamental, como casi todos los extremos: matan la libertad y despojan al hombre de aquellos atributos que adornan su personalidad, sin atisbar en ella, como diría Pío XII, el "principio y fin de la vida social, imagen de Dios en su más íntimo ser"[28].

VI

Es obvio. El anarquismo, corrupción de la autoridad por defecto, al propugnar la desaparición de todo poder y de toda ley, mata la libertad. Ello quiere decir que el presupuesto obligado de nuestra libertad, es la autoridad con su ley.

León XIII recoge perfectamente este clásico pensamiento en su encíclica "Libertas", y se expresa de la siguiente forma. "Es además obligación muy verdadera la de prestar reverencia a la autoridad y obedecer con sumisión las leyes justas, quedando así los ciudadanos libres de la injusticia de los inicuos, gracias a la fuerza y vigilancia de la ley"[29].

Ventura de Raulica, una de las mentes más recias del siglo XIX, y según Gregorio XVI, el más sabio romano de su tiempo[30], se expresa de esta manera: "Quitad la obediencia a las leyes bajo pretexto de que ellas restringen la libertad natural del hombre, y bien pronto tendréis la anarquía que mata la libertad". Y continúa: "La libertad no es la facultad de hacer todo lo que se quiere: esto no es otra cosa que licencia. La libertad es la facultad de hacer todo aquello que es justo, legítimo y conforme, a las leyes. La libertad de hacer lo que es injusto, ilegítimo y contrario a las leyes, o la libertad del mal, no es libertad verdadera: de otra manera, Dios no sería libre, puesto que no puede obrar el mal"[31].

También Monseñor Fulton J. Sheen, de forma gráfica y elocuente, al manifestarse sobre este particular, dice: "La libertad, debe entenderse claramente, no significa emancipación de la ley, al contrario, la obediencia a la ley es base de toda libertad. Los aviadores son libres de volar, con la condición de que en la constricción de su máquina se respete la ley de la gravedad..."[32].

En opinión de Riquet, conferenciante de Nuestra Señora de París en 1955, "la ley no se opone a la libertad, la sirve"[33]. Y le asigna la función de hacer que converja la pluralidad de las libertades a un mismo bien común, único que para todos es condición de progreso y. perfeccionamiento[34].

Todos los argumentos lógicos que pudiéramos aducir para defensa de esta tesis, los abona la diaria experiencia... Sin respeto y sumisión a las normas reguladores del trafico, nos Seria casi imposible circular libremente. Y nuestra integridad personal, por otra parte, se hallaría a merced de los inexpertos e irresponsables.

Es más. La ignorancia o el olvido de tales principios han llenado de luctuosas páginas la historia. Cargada de razón, pudo Madame Roland, ante la guillotina, vomitar aquella frase lapidaria:" ¡Ah libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!".

VII

Y bien. Si el anarquismo es, en, definitiva, atrofia de la autoridad, su hipertrofia es el totalitarismo. Las huellas históricas de este sistema se pierden en las espesas nieblas de la paganía. Allá, cuando aún lo de Dios era del. César y el César era Dios. Es innegable que Esparta y Roma conocieron constituciones de sabor estatista.

Sin; embargo, los precedentes inmediatos del vigente totalitarismo, en su doble versión, comunista y fascista, ambos yuguladores de la libertad humana por exceso, en sus funciones autoritarias, son .fácilmente localizables. Hay que buscarlos, dígase lo que se dijere, en las grandes crisis ideológicas de los últimos tiempos —Renacimiento, Reforma, Revolución— y en el positivismo, sensista y empírico, colector y desembocadura, a la vez, de todas las aguas pútridas...

Pío XII, al inaugurar el 13 de noviembre de 1949 el nuevo año jurídico de la Sagrada Rota Romana, afirmaba: "El siglo XIX es el gran responsable del positivismo jurídico. Si sus consecuencias han tardado en hacerse sentir en toda su gravedad en la legislación, se debe al hecho de que la cultura estaba todavía impregnada del pasado cristiano y a que los representantes del pensamiento cristiano podían todavía, casi en todas partes, hacer oír su voz en las asambleas legislativas. Debía venir el Estado totalitario, de impronta anticristiana, el Estado que —por principio, o al menos de hecho— rompiera todo freno frente a un supremo derecho divino, para descubrir al mundo el verdadero rostro del positivismo jurídico"[35].

Téngase en cuenta que, para el positivismo, el único valor absoluto es la experiencia. Al romper con la tradición cristiana, el positivismo ve en el derecho un simple fenómeno de la evolución social. Sujeto, por consiguiente, a continua mudanza. Sin entronque alguno con principios objetivos y trascendentes. El derecho es fruto de elaboración estatal. Todo es relativo, cambiante, experimental.

Hasta el positivismo se admitía como misión del Estado y su autoridad la autentificación del derecho. Ahora bien, si la función del soberano, como dice Leclercq[36], consistía en decir el derecho, es que el derecho era anterior a él...

El positivismo niega esta anterioridad.

Ya Donoso Cortés, adelantándose como siempre a los acontecimientos, había advertido claramente el peligro. En carta al Director de la "Revue des deux mondes", con magistrales trazos dibuja el agrio perfil del totalitarismo en sus más acusadas aristas : "El gran pecado de estos tiempos, dice, me parece consistir en el intento vano, por parte de las sociedades civiles, de formar para su uso propio un nuevo código de verdades políticas y de principios sociales; en el intento vano de arreglar sus cosas por medio de concepciones puramente humanas, haciendo una absoluta abstracción de las concepciones divinas"[37].

"De aquí —expone más adelante—, la vuelta a la idolatría de la propia excelencia, la más peligrosa de todas, porque es satánica"[38].

"Un poder sin límites —concluye— es un poder esencialmente anticristiano y un ultraje, al mismo tiempo, contra la majestad de Dios y contra la dignidad del hombre"[39].

He aquí señalada, sin paliativos, sin vacilaciones, con vigorosa intrepidez, la doble vertiente herética que caracteriza a esta nueva idolatría satánica, fruto primordial del orgullo: A) ultraje a la majestad de Dios y B) ultraje a la dignidad del hombre.

VIII

El totalitarismo ha herido a la majestad de Dios. Ha creado un poder que, lejos de rendirle adoración, pleitesía y obediencia, sólo busca justificarse ante sí mismo. El Estado-Providencia quiere desconocer la honda significación de la Ley Eterna, participada al hombre a través del derecho natural. Es lógico. Este se ha identificado siempre con la moral del gobernante. Ha puesto tope a sus extralimitaciones. Ahora, ya no. Lo que cuenta es la omnímoda voluntad del Estado. Dentro de ella han de resolverse, por tanto, toda doctrina y toda vida: espiritual, jurídica y económica...

El totalitarismo es, pues, una suplantación de Dios.

Todos conocemos aquel famoso pasaje de Proudhon en el que, al constatar la relación existente entre la política y la teología, manifiesta su sorpresa. A lo que Donoso Cortés añade: "Nada hay que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el Océano que contiene y abarca todas las cosas"[40].

Pues bien; de la misma forma que en el totalitarismo Dios es sustituido por el Estado, la teología es eliminada por la política. De la omnicomprensiva ciencia de Dios, pasamos a la omnicomprensiva ciencia del Estado. Ello lo abarca todo y lo resuelve todo. De ahí que Cari Schmitt, uno de sus grandes teóricos, haya podido afirmar: "... todo asunto es potencialmente político y puede verse afectado por la decisión política"[41].

Estamos, pues, dentro de las vías del más absoluto esclavizamiento. El estado se transforma en Dios. La teología se convierte en política. Y hasta la Iglesia se transfunde en el partido, que es la dinámica efervescente del movimiento en perpetua creación y en incesantes fases renovadoras.

Lo que, a simple vista, pudiera parecer desvarío, queda confirmado con las siguientes palabras de Adolfo Hitler: "La Iglesia católica es una gran cosa. No por nada ha podido mantenerse durante dos mil años. Tenemos aquí una gran lección que aprender. Tal longevidad implica inteligencia y gran conocimiento de los hombres. ¡Oh, esos ensotanados conocen bien el corazón humano y saben exactamente dónde les aprieta el zapato! Pero su hora pasó... En la actualidad, nosotros somos sus herederos, nosotros también somos una iglesia"[42].

Pero todavía hay más. Este Dios-Estado se identifica con un jefe> indiscutido e indiscutible, a quien se rinde culto idolátrico El partido, la élite que ha resultado de un proceso rigurosamente selectivo, es quien ha de cuidar de una liturgia y de un rito cuasi sacramentales, que exalten permanentemente, fanáticamente, su mítica personalidad. El encarna la autoridad^ autónoma y personalmente, en sus más amplias funciones. El es la ley. El es la justicia., El es la moral. El, egolátricamente, satánicamente, sacrílegamente, ha podido incluso apropiarse de las palabras divinas, para mostrase al mundo y decir: "Yo soy el camino, Yo soy la verdad, Yo soy la vida..."

Junto al Estado, que suplanta a Dios; a la política, que sustituye a la teología; al partido, que se transforma en Iglesia, nos encontramos, de pronto, al nuevo Redentor, que se hace carne en el superhombre nietzscheano, para borrar las huellas sacrosantas del Dios-Hombre.

De tal jefe procede todo poder. El legislativo. Fue Cari Schmitt quien escribió : "La ley es la voluntad y el plan del Führer"[43].

También el poder judicial: "El verdadero Führer —viene a decirnos nuevamente Schmitt— es siempre, además, juez. Del caudillaje mana el poder judicial. Quien pretende separar a ambos factores entre sí o los enfrenta, convierte al juez, o en un contra-Führer, o en un instrumento de un contra-Führer y trata de sacar al Estado de su quicio con el auxilio de la justicia".

"El Führer—continúa— no está sometido a la justicia, sino que él mismo es la justicia"[44].

El es el poder ejecutivo. Todos los órganos de la Administración dependen, única y exclusivamente, de sus decisiones. Una inmensa red policial, un ejército penetrado por la idea de conquista mesiánica y una propaganda atizadora de un fanatismo integral, encauzan y atenazan la vida de la nación en sus más vitales manifestaciones.

Frente a la herejía del Dios-Estado, quizá la que ha recibido mayor número de condenas por parte de la Iglesia, había clamado ya Pío IX en el "Syllabus", al declarar errónea esta proposición: "El Estado, como origen y fuente que es de todos los derechos, tiene derechos sin límites"[45].

Pío XI, enérgico y cauterizador, levantó su voz en innúmeras ocasiones para fulminar su anatema. En la "Mit brennender Sorge" anuncia que falsean y pervierten el orden querido por Dios, y están lejos de la fe verdadera aquellos que: 1º) arrancan de la escala de valores terrenales a los representantes del Estado; 2º) los elevan a suprema norma de todo; 3º) los divinizan con culto idolátrico[46].

Pío XII, por su parte, no perdió ocasión, en sus encíclicas, discursos y radiomensajes, de poner de manifiesto, una y otra vez, los errores, fallos y falsedades de tal sistema. "Considerar el Estado como fin al que debe subordinarse y dirigirse todo, sólo podrá tener consecuencias nocivas para la prosperidad verdadera y estable de las naciones"[47].

En el discurso,, ya citado, ante la Sagrada Rota Romana, insiste Pío XII en desenmascarar la concepción jurídica inmanentista del totalitarismo. Sus palabras son terminantes: "El simple hecho de ser declarado por el poder legislativo norma obligatoria del Estado, tomado sólo y por sí, no basta para crear un verdadero derecho. El "criterio del simple hecho" vale solamente para Aquel que es Autor y regla soberana de todo derecho: Dios. Aplicarlo al legislador humano indistinta y definitivamente, como si su ley fuera la norma suprema del derecho, es el error del positivismo jurídico, en el sentido propio y técnico de la palabra; error que está en la base del absolutismo del Estado y que equivale a una deificación del Estado mismo"[48].

Juan XXIII, en su primera Encíclica "Ad Petri Cathedram", dedica un recuerdo afectuosamente doloroso a los desventurados miembros del Cuerpo Místico que sufren la pérdida de su libertad bajo regímenes de signo estatista y totalitario. Y añade: "... cuando se desconocen o se conculcan los sacrosantos derecho» de Dios y de la religión, más pronto o más tarde vacilan y caen por tierra las mismas columnas de la sociedad"[49].

Hasta este extremo de locura y paroxismo —¡querer sustituirle!— ha herido la majestad de Dios el Estado totalitario...

IX

Su consecuencia inmediata, como en, lógica deducción, el desarrollo de la segunda fase señalada genialmente por Donoso Cortés: el ultraje a la dignidad del hombre.

Veamos el proceso a la luz del principio y fundamento ignaciano. Dice San Ignacio de Loyola que "el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima"[50]. Hemos visto que, en el totalitarismo, Dios ha sido suplantado por el Estado. Este absorbe, por tanto, las funciones de la Providencia. Y el hombre, convertido "en mero objeto de la sociedad", como dice Pío XII[51], le queda adscrito y sujeto, con el único fin de alabarlo, reverenciarlo y servirlo. Ahí está determinada su misión. Localizado su deber. Sin que quepa, claro está, hablar de sus derechos. Concedérselos al hombre implicaría, por parte del Estado, un reconocimiento de sus propios deberes... y eso, nunca.

Aquí cobra todo el vigor de su sentido aquella famosa frase de Lenin: "Libertad, ¿para qué?"

El Estado es el amo. El hombre queda constituido en mero servidor del poder. Es su esclavo. Entre otros menesteres, hay que despersonalizarlo. Castrarlo para la lucha de oposición. Convertirlo en masa proteiforme. Diluirlo en ella, atomizado. Acostumbrarlo, psicológicamente, a evitar el riesgo de sus propios actos. Obligarlo a enajenar, en favor de la colectividad, de grado o por fuerza, sus derechos personales e innatos.

Todavía no ha podido borrarse de nuestro recuerdo la siniestra figura de Adolfo Eichmann. Fenómeno, por otra parte, nada extraño. No siempre hay reos en el banquillo acusados de asesinar fría y sistemáticamente a seis millones de hombres. Una de las circunstancias más curiosas del proceso, fue el modo de exculpación que Eichmann entendió encontrar en aquella expresión suya, repetida, una y otra vez, a modo de letanía: "Yo no he hecho más que cumplir con mi deber".

Ciertamente. Desde el punto de vista del totalitarismo —¡oh monstruosidad del sistema!—, Eichmann tenía razón. Y es que, como dice Thomas Merton, el revolucionario agnóstico de ayer y hoy famoso monje trapense, "el miembro del movimiento de masas pierde su" sentido de limitación, de debilidad, de falibilidad, en el ilimitado poder y la infalibilidad' del grupo"[52].

Punto también de coincidencia entre el anarquismo y el totalitarismo.

Gabriel Marcel llamó, con precisión evidente, "técnicas de envilecimiento"[53] a los procedimientos despersonaliza dores de los diversos totalitarismos... Frente a tales técnicas, nadie como la Iglesia, con su voz veinte veces secular, ha exaltado y puesto de relieve la dignidad intangible de la persona humana.

En 1937, el Papa Pío XI publicaba dos encíclicas de importancia excepcional. Del 14 de marzo, la "Mit brennender Sorge" En ella se acusa y condena la concepción de la persona humana sostenida por el totalitarismo fascista; Del 19 —cuatro días de diferencia—, la "Divini Redemptoris". En ella se acusa y condena la concepción de la persona humana sostenida, por el totalitarismo comunista...

De la primera extraemos las siguientes palabras: "Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente pueden ser realizados por la sociedad, no por el individuo, tienen, por voluntad del Creador, corrió fin último el hombre natural y sobrenatural"[54].

Son de la segunda las que a continuación se expresan: "El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, principio espiritual de su conducta moral, quita toda dignidad a la persona, humana y todo freno moral contra el asalto de los estímulos ciegos. No reconoce al individuo, frente a la colectividad, ningún derecho natural de la persona humana, por ser ésta, en la teoría comunista, simple rueda del engranaje del sistema"[55].

Pío XII, el 9 de abril de 1939, apenas llegado al solio pontificio, pronunció un discurso en el que se produjo en estos términos: "La justicia exige que todos reconozcan y defiendan los sacrosantos derechos de la dignidad y libertad humanas"[56].

En el mensaje de Navidad de 1942 insiste en este punto de vista: "El origen y fin esencial de la vida social ha de ser la} conservación, el desarrollo y el perfeccionamiento de la persona humana, ayudándole a actuar rectamente las normas de la religión y dé la cultura señaladas por el Creador a cada hombre y a toda la humanidad"[57].

En 1944, también en cordial mensaje navideño, vuelve Pío XII, como en cuantas ocasiones se le presentan, a la misma idea: "La Iglesia tiene la misión de proclamar al mundo el mensaje más alto y más necesario que pueda existir: la dignidad del hombre y la vocación de la filiación divina ... El misterio de la santa Navidad proclama esta innegable dignidad humana con un vigor y una autoridad inapelable, que sobrepasa infinitamente a. la que podrían conseguir todas las declaraciones de derechos del hombre"[58].

Juan XXIII, como no podía ser menos, sigue idéntica línea. Por citar el documento más importante quizá de su reinado, aportamos de la "Mater et Magistra" el siguiente texto: "... cualquiera que Sea el progreso técnico y económico, no habrá en el mundo justicia ni paz, mientras los hombres no vuelvan al sentimiento de la dignidad de criaturas y de hijos de Dios, primera y última razón de ser de toda la realidad creada por El"[59].

X

Al poner punto final a este modesto esquema, cabe preguntarse en qué situación de ánimo se halla nuestro espíritu.

¿Pesimismo u optimismo?

Se ha escrito que el pesimismo, siempre alicorto e inoperante, es un lujo que el cristiano no puede permitirse. Los extremos vuelven a coincidir, y ahora es George Bernanos quien nos asegura que "nueve de cada diez veces, el optimismo es una forma solapada de egoísmo, un cómodo desentenderse de la desgracia ajena"[60]. Alexis Carrel abunda en esta opinión. Para él, "el optimismo dispensa del esfuerzo"[61].

Frente a estas dos posturas ineficaces, el cristiano deberá sostenerse sobre un realismo sano y equilibrado. Sin olvidar, por supuesto, con el P. Ramière, que "Jesucristo no puede reinar en la sociedad si no halla auxiliadores que tomen con empeño la defensa de sus intereses y esparzan en torno suyo sus divinas influencias"[62].

Por el empeño del cristiano deberá tornar el concepto de autoridad a sus debidos contornos y constreñirse a su órbita. Lo demás se nos dará por añadidura. Que una vez acatada por el poder terreno la suprema majestad de Dios, la dignidad de la persona humana, automáticamente, habrá de experimentar un alza, como valor de inestimable cotización, en la compleja economía de la vida político-social...

 

 

[1] Cardenal Mercier, cit. por Hoornaert en "A propósito del Evangelio", Santander, 1938, pág. 314.

[2] Guardini: "Cartas sobre autoformación", San Sebastián, 1957, página 21.

[3] Pío XII: "Summi Pontificatus", en Colección de Encíclicas y Cartas Pontificias, publicación de la Junta Técnica Nacional de la A. C. E-, pág. 392. Edición de 1942.

[4] Aristóteles: "La Política", Colección Austral, 1941, pág. 28.

[5] Aristóteles: ibídem.

[6] Santo Tomás de Aquino: "Suma teológica", 2a-2a6 q. 188, a 8, tomo X de la B. A. C, pág. 852.

[7] León XXII: "Immortale Dei", Colección de Encíclicas citada, página 157.

[8] Donoso Cortés: "Obras Completas" de la B. A. C., tomo II, página 145.

[9] León XIII: "Libertas'", Colección de Encíclicas, pág. 197.

[10] Nocedal: "Maestros de oradores", Cádiz, 1943, pág. 7.

[11] Federico Ozanam: "Pensamientos sobre la vida cristiana", Buenos Aires, 1951, pág. 93.

[12] Pío XII: "Sobre el Cuerpo Místico de Jesucristo", "Sal Terrae", Santander, págs. 31-32.

[13] Sigrid Undset: "Testimonios de la Fe", Madrid, 1953, pág. 160.

[14] Pieter van der Meer de Walcheren: "La hora de Dios", Buenos Aires, 1954, pág. 84.

[15] Arintero: "La evolución mística'', Salamanca, 1944, pág. 19.

[16] Gustave Thils: "Santidad cristiana", Salamanca, 1960, pág. 78.

[17] Joaquín Azpiazu: "El Estado católico", Madrid-Burgos, 1939, página 86.

[18] Taparelli: "Gobierno Representativo", Madrid, 1866, tomo I, páginas 144 y sig.

[19] León XIII, "Immortale Dei", Colección de Encíclicas, pág. 165.

[20] León XIII: ibídem, pág. 158.

[21] León XIII: "Diuturnum", Colección de Encíclicas, pág. 107.

[22] León XIII: ibídem, pág. 117.

[23] León XIII: ibídem, pág. 112.

[24] León XIII: "Novae Condendae Legis", Colección de Encíclicas, página 589.

[25] Pío XII, cit. por Iturrioz en "La sociedad y su reconstrucción", 1946, pág. 161.

[26] Amor Ruibal, cit. de Gómez Ledo en su obra "Amor Ruibal", Madrid, 1949, pág. 272.

[27] Donoso Cortés: Obras de la B. A. C., pág. 360.

[28] Pío XII: Radiomensaje de Navidad de 1952, número 17 de la Colección "Ecclesia", Madrid, 1953, pág. 8.

[29] León XIII: "Libertas", Colección de Encíclicas, pág. 191.

[30] Bienvenido Comín: "Literatura católica del siglo XIX", Zaragoza, 1868, tomo I, pág. 169.

[31] Ventura de Raulica: "La razón filosófica y: la razón católica", Madrid, 1885, pág. 107.

[32] Monseñor Fulton Sheen: "Cuerpo Místico de Cristo", Buenos Aires, 1943, pág. 174.

[33] Riquet: "La Iglesia, libertad, del mundo", Bilbao, 1956, pág. 54.

[34] Riquet: ibídem, pág. 63.

[35] Pío XII: Discurso a la Rota Romana de 13 de noviembre de 1949, Edición de la A. C. N. de P., pág. 13.

[36] Jacques Leclercq: "Del Derecho Natural a la Sociología", Madrid, 1931, pág. 58.

[37] Donoso Cortés: Obras Completas, tomo II, pág. 634.

[38] Donoso Cortés: ibídem, pág. 634.

[39] Donoso Cortés: ibídem, pág. 638.

[40] Donoso Cortés: ibídem, pág. 348.

[41] Carl Schmitt, cit. por De Yurre en "Totalitarismo y egolatría", Madrid, 1962, pág. 542.

[42] Adolfo Hitler: ibídem, pág. 551.

[43] Carl Schmitt: ibídem, pág. 574.

[44] Carl Schmitt: ibídem, págs. 576 y 546.

[45] Pío IX: Colección de Encíclicas, pág. 84, "Syllabus".

[46] Pío XI: "Mit brennender sorge", Colección de Encíclicas, página 359.

[47] Pío XII: "Summi Pontificatus", Colección de Encíclicas, página 395.

[48] Pío XII: Discurso a la Rota Romana, pág. 13.

[49] Juan XXIII: "Ad Petri Cathedram", número 30 de la Colección "Ecclesia", pág. 40.

[50] San Ignacio de Loyola: "Ejercicios Espirituales", Madrid, Apostolado de la Prensa, 1927, pág. 34.

[51] Pío XII: Radiomensaje de Navidad de 1952, Colección "Ecclesia", número 17, pág. 9.

[52] Thomas Merton: "Cuestiones discutidas", Buenos Aires, 1962, página 128

[53] Gabriel Marcel: "Los hombres contra lo humano", Buenos Aires, 1955, pág. 18.

[54] Pío. XI: "Mit brennender Sorge", Colección de Encíclicas, página 370.

[55] Pío XI: "Divini Redemptoris", Colección de Encíclicas, página 529.

[56] Pío XII: Discurso de 9 de abril de 1939, cit. por Iturrioz en "La Sociedad y su reconstrucción", pág. 154.

[57] Pío XII: Mensaje de Navidad de 1942, cit. en la misma obra Iturrioz, pág. 163.

[58] Pío XII: en Iturrioz, pág. 168.

[59] Juan XXIII: "Mater et Magistra", Colección "Ecclesia", número: 38, pág. 63.

[60] George Bernanos: "Libertad, ¿para qué?", Buenos Aires, 1947, página 9.

[61] Alexis Carrel: "La conducta en la vida", Buenos Aires, 1952, página 38.

[62] Ramière: "La soberanía social de Jesucristo", Barcelona, 1951, página 225.