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Hacia una nueva estructura de la sociedad

HACIA UNA NUEVA ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD
POR
RAFAEL GAMBRA CIUDAD.
Catedrático de Filosofía.
El tema de los cuerpos intennedios ha constituido una es­
pecie de constante en el pensamiento católico. Sin embargo, esta
expresión de cuerpos intermedios es ~diríamos---una designación
impropia, realizada itn sensu comiposito. Lo mismo acontece, por
ejemplo, con lo que hoy llamamos regiones; ahora se habla mucho
de las regiones, del regionalismo;
pero segurame~te en la época
en que existía
el verdadero regionalismo, verdadero autonomismo
local, no existía esta
palabra: regionalismo. Re1Ji6n es una palabra
que -supone un todo, como las regiones de un cuerpo, las regiones
del cuerpo humano. Del mismo modo, ese calificativo de
intermie­
dios aplicado a los cuerpos de la sociedad alude a las dos únicas
realidades que han supervivido
en la política contemporánea por
efecto de la Revolución francesa y de sus consecuencias so­
cialistas:
el Estado de una parte y el individuo de otra. Cuerpos
.intermedios por lo tanto entre el Estado como único principio de
organización de
la sociedad y el individuo abstracto. En realidad,
al hablar nosotros de cuerpos i~terrnedios nos referimos a los es­
tamentos de
la sociedad, a las corporaciones, a las instituciones
históricas
y autonómicas que en otro tiempo constituían un ver­
dadero tejido orgánico en
el que vivía y alentaba la sociedad como
tal sociedad.
Estos cuerpos intennedíos
-la sociedad orgánica-es a lo
que se ha _llamado· poderes e instituciones
entrañables, cuadros
efi los cuales el hombre se inserta, a los que se adhiere, con
los cuales puede tener, de
una manera digna y humana, eso
que Alvaro
D'Ors ha llamado la humildad de ser parcwl, es
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decir, de pertenecer a algo. Estos cuerpos intermedios y esta so­
ciedad orgánica despiertan hoy un interés general por dos fe­
nómenos muy característicos
de nuestra época: de una parte esa
especie de desarraigo en las grandes masas de los medios indus­
triales en las grandes capitales; desarraigo en gentes que parecen
no tener ningún punto de referencia de sus vidas y buscan en
la
extravagancia, en una cierta rebelión sin sentido, en un prurito
de sinceridad
sospechosa, el sentido y el contenido de que su
existencia carece.
Grupos "rebeldes" que anuncian una especie de degradación
humana o de retorno a la selva, gentes que no viven ya propia­
mente en sociedad y que proliferan de una manera temerosa, en
las grandes ciudades, en los medios que
podrían estimarse más
organizados y civilizados.
De otra parte, el fenómeno del estatis­
mo y la enorme dificultad de un verdadero sistema de contención
del poder y de representación.
Estos problemas hacen que la cuestión de los cuerpos inter­
medios, o de lo que en otro tiempo fueron los estamentos, las
corporaciones y las instituciones históricas autonómicas, cobre
hoy para gentes de muy diversa ideología una importancia gran­
de, tanto en el terreno político como en el económico o en el
docente.
Pero aparte de estos motivos de atención hacia. lo que, gené­
ricamente y con un tanto de
impro¡,Jedad, llamarnos cuerpos in­
termedios, creo que la cuestión arranca de un fundamento aún
más profundo, puesto que toda cuestión política
y humana tiene
en el fondo una cuestión filosófica y aun una cuestión teológica.
Me voy a referir con ello al pensamiento de Platón, en la cuna
misma de nuestra civilización, dentro de lo humano. V amos con
ello a aludir a aquella gran construcción, no solamente filosófica,
sino pedagógica y política que fue la obra de Platón y que nos
puede orientar de alguna manera sobre
el sentido de la sociedad y
la importancia fundamental que en ella tienen esto que nosotros
llamamos
hoy cuerpos intermedios.
Esa obra nos descubrirá hasta
qué punto la sociedad verdadera está constituida
por ellos, y -lo
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que es para nosotros consecuencia-de qué forma el antiguo ré­
gimen, que decayó paulatinamente como todas las cosas humanas,
pero que al final murió violentamente por la Revolución francesa,
no ha sido sustituido por ningún otro régimen social. Es decir,
que aquello
que nosotros vivimos actualmente no es en rigor so­
ciedad, precisamente
porque no existe en ella un tejido orgánico
de cuerpos intermedios.
Platón fue el más grande discípulo de Sócrates y se inspiró
ante todo por
el famoso dictado socrático noscete ipsum: lo pri­
mero que el hombre ha de procurar es conocerse a sí mismo.
Nunca podrá penetrar los secretos del mundo sin conocerse antes
a sí mismo,
ante todo s1.l propia razón. El hombre es una especie
de microcosmos; en él está como reflejado el cosmos entero,
y en
su razón se halla para él el secreto del mundo. Ahora bien, Pla­
tón se dio cuenta de que nosotros no podemos conocer ni definir
al hombre dentro de sus propios límites individuales. El hombre,
volviéndose sobre sí mismo, no encuentra más que una serie de
potencias, una naturaleza que tiene por ser actuada para ser-algo. ·
Como dice
St.-Exupéry, no aim,o yo al, hombre, sino a la sed que lo
devora. Es decir, el hombre se expresa, se manifiesta, se entrega;
y es en esta entrega del hombre, en este su comipromiso con las
cosas, que es hacer las cosas suyas y
construir un mundo propio1
donde se descubre verdaderamente lo que el hombre es, la recta
naturaleza
del hombre y · también lo que es el hombre indivi­
dualmente considerado.
En la ciudad precisamente, en la polis,
es donde está escrito como en letra grande lo que en el individuo
está escrito en
letra peqlleña. En la ciudad, en la recta ciudad,
es donde se ericuentra
la verdadera respuesta . al conócete a ti
miismo socrático.
Platón perteneció a una familia aristocrática de Atenas y en
su juventud aspiró quizá a haberse erigido en jefe político o en
caudillo militar de su pueblo. Siu embargo,
fue la predicación de
Sócrates la que le llevó a la filosofía y al conocimiento de sí mis­
mo,
de la propia naturaleza y de la íntima racionalidad. Pero fue
la dialéctica, después, dentro ya de la filosofía, lo que le condu-
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jo nuevamente a la política. La política, tomada en su senti­
do amplio,
es de una grandeza tal, como conducción de las
almas
y logro, del bien comunitario de los hombres, que fue
digna de que el espíritu más profundamente metafísico, que
ponía el destino del filósofo en el más allá, en el cielo de las
ideas, volviera
su atención y su vida hacia ella. Hasta el ex­
tremo de poder decirse que el centro de gravedad de la obra
platónica no está en la contemplación de las esencias puras,
sino, como ha sido mostrado recientemente, en la politeia y la
paideia, es decir, la política y la pedagogía. Esta idea está en
su obra claramente expresada: Sabemos -dice-que toda si­
miente o toda cosa que crezca, sea animal o planta, cuando no
encuentra alimento o clima o
terreno apropiado sufre tanto más
con estas privaciones cuanto
más vigorosa sea su naturaleza. Una
planta mala crece en mal terreno y no le afectan las malas con­
diciones de éste ; pero cuando un terreno se empobrece, son las
plantas más
vigorosas, más productivas, las que primero mueren.
El mal -dice-es peor enemigo de los buenos que de los no
buenos: corrup'lio optvmi P'efsima ..
Considero por tanto normal -dice Platón-, que las malas
condiciones de
alimentaciónJ de terreno, de clima, etc., perjudi­
quen más a quien tiene
mejor naturaleza que al que la tiene me­
diocre; lo mismo ocurre al filósofo, que si recibe una enseñanza
apropiada llega a producir todos los frutos de virtud, pero si se
planta y crece en mala tierra, produce entonces todos los vicios, a
menos que la salve la intervención de los dioses.
Lo im¡:xJrtante
para la vida del filósofo y para la vida del hombre es la tierra
en que crecen, es decir, que la vida privada y la ii:ida pública son
interdependientes~ Los espíritus más vigorosos, en un clima co­
rrompido, en un ambiente político que lleva a la disgregación,
al egoísmo, al abandonismo de las cosas públicas, se convierten
en los peores,
en los más críticos, en los más corruptores... La
patria del sabio es para Platón, como después para San Agustín,
la ciivita.s divina, no la cvvitas h/!mnana; su vida ha de ser la
liberación
de las ataduras de la carne y el retorno por la virtud y
la contemplación al lugar propio del alma, es decir, para Platón,
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al cielo de las Ideas. Pero la misma dialéctica le lleva a la ávitas
terrena: el sabio debe volverse hacia la ciudad y dirigirla, porque
no puede realizarse verdaderamente esa función de purificación
y de ascenso más que dentro de un clima favorable.
El filósofo, el sabio, está, según Platón, llamado a dirigir a la
ciudad, a hacer en ella de fermento, como sal de 1a tierra; porque
el hombre, que es peregrino en el mundo, necesita asentarse en
la cindad humana que ha de representar en grande
el alma del
hombre
y ser además su medio y su desarrollo. Y él precisamente
traza, como es sabido, el proyecto de una ciudad ideal, que no
es en absoluto, como muchos han creído, una utopía. Lo es
quizá en cuanto que no se refiere a este lugar o a aquel tiempo,
sino a la naturaleza humana; pero en cuanto a la naturaleza
humana no es en absoluto utópica, sino estrictainente realista1
y ha tenido por ello una repercusión inmensa a lo largo de la
historia de la civilización. Él mismo, como
se sabe, a pesar de
su vocación fundamentalmente filosófica, quiso construir algo de
esto en
el reino de Siracusa y fue consejero de sus reyes Dioni­
sio
y Dion, y sus consefos fueron ante todo prudentes y, digámoslo
así, conservadores
y mejoradores del orden existente. Murió, sin
embargo, desengañado de la política
por la enorme dificultad de
este arte, la más grande
y la más digna de todas por ser el arte
de regir a los hombres
y de llevarles hacia el bien y hacia la
virtud.
Es quizá el mismo desengaño que todo hombre suele_ ex­
perimentar a lo largo de su vida sobre su propia
obra y per­
sonalidad,
sobre el regimiento o gobierno de sus pasiones: esto,
en letra grande, es también el fracaso de todo gran político. Pero
ello no quiere decir en modo alguno que su obra sea inútil o
vana o absurda, hostil a la
verdadera filosofía: al contrario, la
función
anténtica del político es la más grande que puede darse,
porque es la realización
en este mundo del tránsito hacia los
verdaderos ideales que la filosofía
y la contemplación descubren
al alma. Conocemos cuál es
la construcción de Platón : en el
hombre hay tres facultades: la razón que dirige y dos fuerzas
propulsoras:
el ánimo y la pasión; es decir, el ánimo noble o
apetito irascible,
y la pasión o _apetito concupiscib1e, represen-
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RAFAEL CAMERA
tados en el famoso mito del carro al!Mo por los dos caba­
llos, el blanco
y el negro, regidos por el anriga moderador
que simboliza a la razón. El alma, así representada, ha caído
desde
un cielo superior a este· mundo en el que vive como
desterrada ;
su misión es aquí desarrollarse armónicamente para
recuperar sus alas y para poder volar otra vez a su celestial
origen. Esa armonía la adquiere
el hombre mediante la virtud
que es un estado de tensión en el alma y en sus facultades, que se
adquiere por -su ·ejercitación en el bien.
Las tres virtudes platónícas pasaron después al catecismo
cristiano a través de San Agustín : la prudencia, la fortaleza y la
templanza~ que representan ese estado de tensión, de perfección
en cada una de las facultades y que engendran la just;cia, virtud
propia del alma
y suma de las otras tres. La prudencia debe re­
gir a la razón
y mantenerla siempre serena, sin que las pasiones
desvíen la rectitud de sus juicios,
y pueda así regir el conjunto del
alma. La fortaleza debe mantener nuestro ánimo esforzado; como
toda virtud,
el valor o fortaleza debe estar en el punto medio
entre dos extremns viciosos,
que serían, en este caso, la temeridad
y la cobardía, La templanza debe mantener sometida, pero sin
anularla, a la pasión, es decir, el apetito concupiscible. La justicia,
en fin, es la virtud propiamente del alma: hombre justo se dice
al que tiene las tres virtudes debidamente armonizadas.
Esta ética platónica tiene su versión mayuscular precisamen­
te en la política, en la ciudad o polis. Según Platón, en toda ciu­
dad, por muchos que sean los intentos de anular su estructura,
existen siempre
tres clases de hombres. El status entre esos hom­
bres entre sí puede variar,
pero ninguna sociedad del mundo,
salvo que viva en
un estadO antinatural, puede dejar de contener
estas tres clases sociales, que corresponden a las
tres facultades:
al apetito concupiscible le corresponde el puebla, que está en­
cargado de suministrar los bienes materiales por los cuales la
sociedad pervive;
al ánimo corresponde la clase de los guerreros
o de los militares, que está encargada de la defensa de la ciudad;
y a la razón, la clase de los sabios, a la que cumple la dirección,
sobre todo espiritual, de la ciudad.
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Estas tres clases existen en toda sociedad y cada una
debe tener su propio
status y su virtud propia. La virtud del
pueblo debe ser la templanza:
el pueblo debe ser sobrio; la virtud
del guerrero debe ser el valor: éste debe despreciar su propia
vida y sus propios intereses; la virtud del filósofo debe ser la
prudencia: su espíritu debe estar siempre levantado, siempre
en actitud de dirigir. Ellas, en su armonía, deben formar la jus­
ticia
de la ciudad. Esta justicia no .es para Platón la justicia
igualitaria en
el sentido de igualdad ar;tmética, que es el ideal
de la ciudad moderna, sino en el de la igur;ildad geométrica o
igualdad armónica, que es el verdadero pacto social consistente
en que cada clase, cada grupo humano,
aswna a la vez unos de­
beres y unos derechos, y que sea fiel, y de una manera prroporcio­
nada, a estos deberes y a estos derechos: que a mayores deberes
correspondan mayores derechos; a menores deberes, menores de­
rechos.
El pueblo tiene unos mayores deberes, pero tiene tam­
bién en cierto modo mayores derechos, es decir, está sometido
al trabajo físico, pero en cambio no está obligado a una larga
preparación ni está sometido a
un código del honor exigente ;
puede contraer matrimonio pronto, puede tener una vida pri­
vada, no está obligado a dar su vida por la comunidad; el gue­
rrero cuenta con mayores derechos, no está sometido al trabajo
material,. pero en cambio necesita
un largo aprendizaje en el
manejo de las armas y está sometido al código del
honor: tiene
que
dar la vida por la patria cuando sea necesario, ha de tener
un ánimo esforzado. El sabio, en fin, posee los mayores derechos,
no está sometido tampoco
al eje~cicio de las armas, pero .se
debe en cambio
por entero a la comunidad: no puede contraer
matrimonio, no puede tener bienes propios ni vida privada. A
él le corresponde el mantenimiento del orden, es decir, el mante­
nimiento último del depósito de verdades, de lo que es recto,
de lo que es sano, es decir,
la verdadera dirección que el hombre
necesita,
aún en mayor grado que la defensa y que el manteni­
miento de bienes materiales.
En ese verdadero pactn tácito, inma­
nente a toda sociedad, cada uno cumple con su deber y disfruta a la
vez de unos proporcionales derechos. Dentro de estas clases, de
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estos estamentos de la sociedad, se especifican después esas ins­
tituciones autónomas, dotadas de vida propia y diferenciada en
las que discurre la vida de los hombres y forman
su mundo
de horizontes cercanos, propios.
Es de observar .cómo esta ciudad de Platón aparentemente
utópica pasó de hecho a la sociedad cristiana.
La sociedad cris­
tiana medieval es,
por ejemplo, en las Cortes antiguas, una ver­
sión cristianizada de la ciudad platónica: hay en ella
una figura,
la del rey, que simboliza
el orden sagrado, a modo de repre­
sentación del poder de Dios
en el orden civil, en 1a ciudad hu­
mana. Pero el rey, en su función de gobierno, en cierto modo
sagrada, gobierna, rige -parlamentando con ellos--a los es­
tamentos de la sociedad, que son los tres brazos de las antiguas
Cortes :
el brazo popular o estado llano, el brazo militar o la
aristocracia,
y el brazo eclesiástico; es decir, las tres clases de la
ciudad platónica con sus correlativos deberes y derechos.
El es­
tado llano se hallaba representado
por los gremios y por las
ciudades; los guerreros o defensores
por la nobleza, que en su
origen tuvo un carácter militar, sometida al aprendizaje de las
armas, con un deber de
patronato y de defensa; y los sabios,
que eran
en la ciudad cristiana los eclesiásticos~ encargados de la
dirección espiritual y del depósito de la fe común. Ellos tenían
un fuero quizá mayor que ninguna otra clase: no están sometidos
al
trabajo físico ni al servicio militar, o si hacen trabajo físico es
poT su propia santificación, no por razón de su estado ; pero,
se someten en cambio a los mayores deberes: no pueden con­
traer rnatrimonfo ni tener vida privada; no pueden poseer bienes,
y si los poseen, propiamente no les aprovechan, .puesto que no
tienen hijos a quienes dejarlos y están obligados a
una vida de
austeridad: su vida es
de entrega a la comunidad. Todavía hoy
el Parlamento británico -de constitución medieval~ se com­
pone de estos
tres elementos: Cámara de los Comunes, Cámara
de los Lores, e Iglesia anglicana.
Esta organización de la sociedad a modo de proyección de
la vida del hombre en una sociedad orgánica fue rota, como
sabemos,
por el ideal racionalista de la Revolución francesa, por
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el ideal igualitario de la desvinculación. Elías de Tejada nos ha
hablado en este mismo Congreso cDn profundidad sobre esto: el
hombre desvinculado, el hDmbre racional y naturalmente bueno
de la teoría roussoniana es el supuesto básico de la nueva con­
cepción política; para ella, es la civilización histórica la que
malea al hombre. Será, por tanto, preciso
desvincular al hombre
de todos esos lazos
y sociedades fundadas en la historia, en la
tradición, en la rutina, de todos esos poderes irracionales, para
que resurja la natural bondad del hombre. Las desvinculat:iones
fueron consecuencia de tal teoría en todos los terrenos : en el
municipal, en el familiar, en el docente. Tal designio político,
juntamente con el fenómeno de la industrializa~ión (producto
simultáneo de una atención predominante del hombre hacia la
técnica) nos han llevado a la actual sociedad
de m da
por un estatismo tecnocrático y anónimo.
La sociedad futura, como puede deducirse de esto, no tiene
más que un camino, que es el de recuperar su adaptación a la na­
turaleza humana.
En qué forma, es algo que nosotros no pode­
mos saberlo. Se dice que
el socialismo es un problema de repar­
tición
de las riquezas : yo creo que es algo mucho más profundo
que esto. Es cierto que en la Edad Media la propiedad, como
todas las cosas, no tenía un carácter tan simple como tiene hoy,
tan de una pieza; era una propiedad mucho más fluida: existía
una propiedad comunal y existía un colectivismo hasta cierto
punto; la propiedad era más sana porque estaba contrapesada con
una propiedad colectiva y con unas limitaciones de la propiedad
que en realidad nacían en
el pleno ejércicio de la misma. Yo he
pensado alguna vez que así como los liberales decían que "los- ma­
les de la libertad con más libertad se curan", "los males de la pro­
piedad
con más propiedad se curan". Es decir, cuando la propie­
dad es vincular crea formas de aristocracia en el verdadero
sentido de la
palabra; y crea, en_ otro aspecto, el arraigo en los
verdaderos
y sanos estamentos de la sociedad. Son las leyes des­
vinculadoras
y la división áe patrimonios, limitaciones liberales al
derecho
de propiedad, las que arrastran a un uso plenamente in­
dividual de la propiedad, a un uso al mismo tiempo anónimo y
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empresarial, que es causa de los grandes males que hoy en el
orden económico padece la sociedad.
La solución, por lo tanto~ del socialismo no representa sola­
mente colectivismo, sino que supone precisamente el ápice de la
masificación.
El socialismo es el intento de crear una sociedad
nueva
por procedimientos puramente tecnocráticos, en la cual
un individuo,
un pueblo o un conjunto de gentes, no poseen más
significación que
la que para un ingeniero tiene un litro de agua
en
el aprovechamiento hidráulico de una cuenca. Es decir, si
para tal fin un ingeniero ha de construir una gran presa, no
tendrá inconveniente en, de momento, perder o derivar
un caudal
de agua que estorba.
Para él un litro de agua no es más que
una equis-millonésima parte del caudal que tiene que aprovechar,
es decir, algo que carece de valor
y sentido propios. Análogamente,
para una mentalid.ad socialista, un hombre o un pueblo o una fa­
milia no son más que una equis-millonésima
parte del caudal hu­
mano (masa) que tiene que organizar
para el futuro. Precisamente
por eso ha dicho San Pío X que el verdadero amigo del pueblo
no es
nunra el socialista. Es el tradicionalista, por cuanto que
éste
no aspira sólo a elevar el nivel de vida de las masas, sino
más bien a
desnmsificar a las masas, es decir, a -hacer que dejen
de
ser masas, que es la condición verdaderamente triste del
hombre.
La solución que hoy aparece por todos los horizontes de
nuestro mundo
-y la que parece haber sido aceptada también por
algunos órganos de expresión
católico~-al impaso en que se
halla la sociedad actual, es la de una constante subida del nivel
de vida (
el desarrollo:). Es en los pueblos donde existe un nivel
de vida más ato
-se dice--, donde los problemas sociales son
menores. Y o diría que es cabalmente donde existen más pro­
blemas humanos: sus problemas sociales son quizá distintos a
los nuestros, pero enormemente más graves en
el terreno hu­
mano.
Unir la acción del cristianismo a través de un falso y
filantrópico concepto de la caridad, al ideal del "nivel de vida"
y de la "paz"; unirla a los fines tecnocráticos de una organización
mundial tendente al socialismo puede llegar a constituir
el más
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escandaloso trasvase de la fe de Cristo hacia una nmeva religión
"laica" de
la Humanidad. Según ella, a través del desarrollo y del
progresivo nivel de vida, llegará
un momento en que hombres,
libres de sus miserias, libres
de las cadenas de antaño, alcanzarán
una plenitud quasi-divina y
serán realmente libres. El día del
Corpus, el día de Jueves Santo, sustituidos en su significación reli­
giosa por una sospechosa caridad convertida en universalista, no
en en caridad
para con el prójimo, adquieren un carácter filantró­
pico, filantrópico-universal.
Se trata entonces de inculcar a todos
los cristianos la idea cósmica de que una supuesta inmensa parte
del mundo sufre de hambre, a los efectos de que, entregando el
Occidente y cada uno
de, nosotros todos sus bienes --o los bienes
que en nombre de esa caridad deben exigírsele____, a una Organiza­
ción Mundial, el mundo se iguale, se unifique y conozca una as­
censión uniforme hacia
un superior nivel de vida en el cual se
realizarán aquí en
la tierra las promesas mesiánicas y el hombre
resulte así transfigurado
en Dios. Se trata de inculcar un sentido
cósmico en
el hombre, apartarle de los problemas y de la vida
propia que le rodea,
y, a través de esta especie de terror social,
hacer que se entregue inerme a
una organización mundial, sinár­
quica, absoluta.
En este ideal tecnocrático y socialista parece
qne está hoy todo el mundo de acuerdo; diríase que no existe
ya una resistencia frente a él.
Volvamos,
para terminar, a nuestro viejo Platón, y a Sócrates,
su maestro, para afirmar con ellos que la finalidad del hombre
en
el mundo es lo que llamaban ellos la eudom'Onía, la felicidad. El
hombre tiende naturalmente hacia la felicidad. Para el cristiano la
felicidad completa es la bienaventuranza. Para Platón, en cierto
modo, es también la contemplación de
un cielo superior, inteligible.
Pero en este mundo el hombre tiende a la eudommtía natural. La
eudmn.!OnÚJ (felicidad), viene de da.im1on, demonio, o daim!On inte­
rior,
bum demorrnio·. El hombre, decía Sócrates a sus discípulos,
debe regirse por una fuerza o impulso interior, no debe objetivizar­
se abdicando de
su propio ser, sino vivir en esa esfera media en la
cual consiste el conqcimiento y la voluntad, en la cual incide un
mundo que hemos hecho nuestro con nuestro propio impulso.
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El hombre debe seguir su propio dai·mon interior, pero este dai­
m,on, a diferencia del fatalismo antiguo, es algo que debemos
asumirlo nosotros mismos, asumirlo como hombres, es decir, como
individuos y como pueblos. Eí dailmon personal es algo que cada
uno elige: cada uno puede escoger esa armonía interior que pro­
duce la fortaleza
y la libertad, y que se manifiesta por la justicia;
o puede, en cambio, entregarse al individualismo de sus pasiones
más elementales o a la objetividad absoluta de una vida que se
nos
da hecha por procedimientos extrínsecos, mecánicos.
Y a este propósito, una observación muy profunda también, de
Platón: el error de los jefes políticos atenienses, nos viene a decir
-y en ellos están incluidos hombres tan ilustres como Milcíades
y Pericles-, fue identificar el bienestar del Estado con el bien­
estar físico, en lugar de situarlo en el mejoramiento de las ahnas
de los ciudadanos.
El deseo de poseer más y más ( el aumento del
nivel de vida como objetivo capital) es tan desastroso para la vida
del Estado como del individuo. La superioridad sobre sus vecinos,
el adelanto de su fuerza económica no pueden evitar la ruina del
Estado, más bien la precipitan. Y o nunca he sabido dónde está ese
m,ínimo vital de que se nos habla; sé, claro, cuáles son las con­
diciones miserables para el hombre en las cuales el hombre no
puede emerger hacia su condición humana. Pero pasado ese lí­
mite no sé exactamente dónde termina la-·carrera por alcanzar un
nivel de Vida; sé evangélicaniente que la pobreza y la austeridad
y el dolor a veces, y la misma guerra, son causa de fervor, de
mantenimiento de las virtudes
en mayor grado que una vida ·mue­
lle, rica, tranquila
y opulentai que tan a menudo degrada. Creo,
pür lo tanto, que, supera~o ese mínimo de la miseria, es una­
cuestión totalmente ajena a la religión y a la filosofía el aumento
de ese nivel de vida, que
no tiene límite racional ni p~evi­
sible.
El gobernante ha de poseer su propio damion, su propio es­
píritu.
El gobernante -y ésta es la característica del régimen cris­
tiano-era el hombre que •sabía regir, que sabía poner por encima
de loo intereses de los grupos, del interés militar y del interés
del pueblo, un ·interés religioso superior; que sabía jerarquizar
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ideales, intereses y clases, haciendo justicia a todos. La Revolu­
ción francesa consistió precisamente, con toda su obra, y el socia­
lismo posterior, en imponer a 1a sociedad unos ideales que eran
propiamente los de la burguesía, es decir, los del pueblo llano. El
ideal de la seguridad social, el ideal del nivel de vida, 'el ideal
de la tranquilidad, de
la paz tomada en el sentido de kJ paz en el
V~etna,m~ no de la paz de Dios: la imposición en la sociedad de
esos ideales es propiamente el designio democrático e igualitario
de nuestra época, preludio del socialismo universal tecnocrático.
La sociedad futura, si ha de pervivir, si no -ha de caer a través
de la mecanización en un estado infrahumano en que el espíritu
humano se eclipse quizá en medio de una gran opulencia, de una
inmensa organización de medios, ha de retornar a una sociedad
humana, proyecci(m de las facultades humanas; sociedad
de es­
tamentos corporativos, es decir, orgánica, tradicional
y religiosa.
Ha de darse un momento en que, quiZá a través de grandes con­
mociones o tal vez mediante la imposición de
un orden verdade­
ramente ejemplar en un determinado país,
aunque vaya contra la
famosa "corriente de la Historia", se imponga la idea de que
el
hombre se realiza en instituciones arraigadas y de que, para serlo
verdaderamente, tiene que amar
un orden superior, entregarse a
instituciones consideradas como propias
y sentir a través de ellas
el· espíritu de la comunidad y, con él, el sentido religioso, sa­
grado, que debe animar la vida
de todo verdadero hombre y la
vida común de la sociedad.
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