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El mito de la libertad revolucionaria ante el totalitarismo moderno

EL MITO DE LA LIBERTAD REVOLUCIONARIA ANTE EL TOTALITARISMO MODERNO
POR
JOSÉ MARÍA CORONAS ALONSO.
Abogado del Estado, en Ba-rc.elona.
Una v1e¡a frase de Tácito planteaba el p.-oblema, aparente­
mente insoluble, de la unión entre la autoridad y la libertad :
"Nerva Cesar res olim dissociabilis miscuit, principatum et liber­
tatem". Según Tácito, el Emperador N erva había conseguido aso­
ciar la libertad y el principado, la libertad y la autoridad. Mu­
chos años después de Tácito, el
mundo-busca
vanamente hallar
solución a este antagonismo.
Lo que Tácito como historiador
colocaba en el pasado ya resuelto por el
EmperadoT' N
erva, tiene
plena vigencia en la actualidad
y constituye un interrogante a
resolver necesariamente en el futuro.
Lo grave de la cuestión
estriba en que estas dos categorías, aparentemente antagónicas,
que ta.n felizmente había sabido mezclar, según Tácito, el Em­
perador Nerva, carecen de incompatibilidad entre sí
y se con­
jugan de un modo admirable en el preciso instante en que se contempla el Sumo Principio del que procede necesariamente tan­
to la libertad como la autoridad. Entendida la libertad como la facultad de elegir los medios conservando
el orden del fin a que
tales medios se dirigen
y considerando la autoridad como prin­
cipio activo que impone el orden mediante la Ley, se deduce
fá­
cilmente que la libertad y la autoridad se concilian de modo ne­
cesario, en tanto que ambas se encaminan
y dirigen al fin fun­
damental del hombre. De acuerdo con la doctrina católica, el hombre tiene un fin
individual trascendente
y espiritual. Para alcanzar este fin se le
concede la libertad derivada de su propia naturaleza en méritos,
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Fundaci\363n Speiro

fOSE MARIA CORONAS ALONSO
de la cual puede elegir los medios precisos para el fin. No se
puede admitir otro concepto de libertad distinto del expuesto,
porque en tal supuesto no estaríamos ante la libertad, sino ante
el libertinaje.
La naturaleza esendalmente social del hombre de­
termina que, al unirse con sus semejantes constituyendo una
sociedad política, intente conseguir, a través de ella, el bien co­
mún que es la conjunción y ordenación de bienes particulares en
orden a un fin a ellos inmanente. El bien común está supeditado
al
fin individual
y espiritual de cada uno de los hombres. Por
ello, puede decirse que no se halla el individuo al servicio del
Estado, sino el Estado al servicio de la persona. La proclama­
ción de los derechos fundamentales de la persona humana no es,
por consiguiente, más que
una consecuencia
obligada del respe­
to que el Estado debe tener a los elementos esenciales a través
de los cuales el hombre, desarrollando su propia personalidad,
pueda alcatizar su fin espiritual. De
ahí la creciente preocupación
de la Iglesia a través de las encíclicas para reafirmar una vez
más los derechos fundamentales
y esenciales para el desenvol­
vimiento espiritual del hombre. Entendida así la
cuestión, la

libertad se concilia plenamente
con la autoridad política.
La autoridad impone el orden median­
te la Ley; crea los medios o instrumentos
adecua.dos para
que
el hombre desarrolle su personalidad; protege, tutela
y garan­
tiza los derechos esenciales de
la persona humana; regula la libre
disposición de
las cosas para que se alcance el fin apetecido;
establece la conjunción de los intereses particulares para con­
seguir en este mundo el bien común. Esta posición de la doctrina católica concilia plenamente
la
libertad con. la autoridad a través de la identidad del origen y
finalidad de ambos conceptos. La autoridad como la libertad
proceden de Dios
y a Dios fundamentalmente se dirigen. Es
preciso recordar una vez más que "non est potestas nisi a
Deo
quae

antern a Deo ordinatae sunt", no existe poder si tal poder
no viene de Dios
ni a

Dios se dirige. Tampoco existe libertad si
no se admite el
misterio de

la creación de la persona
por Dios
y el hecho de que la 1 ibertad necesariame:t1Jte se encamina a Dios.
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EL MITO DE LA LIBERTAD REVOLUCIONARIA
La conciliación de la autoridad y la libertad es consecuencia de
su identidad de origen
y fin: ambas proceden de Dios y a Dios se
encarnman.
No obstante, en el decurso de la historia, los hombres se han
ocupado en sustituir la realidad de Dios por imágenes o fantasías,
buscando vanamente la solución del hombre con creaciones que son
meros productos de la imaginación : surge así el mito. El mito
es la sustitución de Dios por una idea, el cambio de la realidad
por una "utopía",
la aparición de un fantasma.
Las consecuencias

del mito en la historia han sido de gra­
vedad inmensa.
La libertad ha dejado de ser tal para transfor­
marse en libertad revolucionaria; la autoridad se ha cambiado
en despotismo. Frente a las dos auténticas realidades de la auto­
ridad
y la libertad, al lado de los instrumentos compatibles, han
surgido dos mitos:
el de la libertad revolucionaria y el de la
autoridad totalitaria.
La cuestión es más grave al pensar que el
mundo sufre como consecuencia de
ellas. Las guerras prolife­
ran e

incluso (al servicio de
esios mitos)

se destruyen los más
generosos impulsos y desaparecen, anegados por la fuerza expan­ siva del mito, las acciones que podrían ejecutar personas de
buena fe. El mito de la libertad revolucionaria tiene su órigen en el
contrato
social de

Rousseau. En rigor, los mitos son siempre
consecuencia de la imaginación de personas intelectualmente pri­
vilegiadas, pero la creación de este mito nos obliga a considerar
como válidas las
palabras de

José Antonio Primo de Rivera,
cuando en
el acto de creación de la Falange, en el teatro de la
Comedia de Madrid, criticaba a Rousseau como hombre nefasto
y añadía, con palabras que no han pasado de moda, que desde
marzo de
1762, cuando Rousseau publicó su contrato social, ha­
bían dejado de ser la verdad
y la justicia categorías permanentes
para transformarse en arbitrios que en cada momento dependían
de la decisión que pudiera adoptar una abstracta voluntad
gene­
ral.

Para
Roussmu la explicación de la sujeción del hombre que
ha nacido libre
y, sin embargo, se siente encadenado, obedece
a una convención.
Lo que determina la sumisión a la autoridad
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JOSE MARIA CORONAS ALONSO
política no es simplemeiite la fuerza ~puesto que la fuerza no en­
gendra derecho, ni tampoco se engendra a consecuencia de
una
conquista

guerrera que no tiene otro fundamento que la ley del
más fuerte-, sino un convenio, un pacto social, un trato en mé­ ritos del cual los hombres se asocian entre sí constituyendo una
unidad orgánica o un pueblo. Como consecuencia de este con­
venio surge la obligación de los menos de someterse a
la elec­
ción de los más
y el deber de la minoría de acatar las decisiones
de la mayoría. Para Rousseau "la fuerza
y la libertad de cada
hombre son los primeros instturnentos de su conservación
y úni­
camente

pueden empeñarse o alterarse buscando una fórmula de
asociación que defienda
y proteja, de toda la· fuerza común, la
persona
y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno,
uniéndose a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mis­
mo
y quede así tan libre como antes". Para resolver la dificultad
es precisa la enajenación de los derechos de cada asociado a toda
la comunidad. Con esta enajenación sin reserva la unión es per­
fect.a
y la comunidad es, en suma, quien ha de reconocer, a tra­
vés de su instrumento, la voluntad general, los derechos que le corresponden. El enunciado del pacto social, para Rousseau, es
el siguiente: "Cada uno de nosotros pone en común su persona
y todo su
poder bajo la suprema dirección de
la voluntad general y recibe
comparativamente a cada
miei;nbro como
parte indivisible del
todo." En
el momento de la asociación, en lugar de cada per­
sona particular, de
cada contratante,
se crea un cuerpo moral
y
colectivo, el cual recibe del pacto su unidad,. su yo común, su
vida
y su voluntad. Cada individ~o se halla comprometido con
los demás como miembro del
ctler¡x> soberano. La soberanía, y,
en consecuencia, la autoridad, no es otra que el ejercicio de la
voluntad general. La soberanía es inalienable, ya que el soberano
es un ser colectivo que no puede representarse sino por sí mis­
mo. Es indivisible porque, por principio,
nO puede

admitirse la
existencia de dos voluntades como la de un hombre que tuviera
dos cuerpos distintos. Es, finalmente, infalible:
nO puede

errar.
Por definición es siempre recta y tiende a la
autori 300
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EL MITO DE LA UBERTAD REVOLUCIONARIA
Al representar a los miembros de la comunidad sólo pueden ad­mitirse dos voluntades: las del ente moral
y colectivo, la de la
asociación,
y la de los particulares, supeditada a la voluntad ge­
neral en méritos del contrato social. Por ello, Rousseau llega a
la conclusión de que
"para mantener el enunciado de 1a volun­
tad general es necesario que no haya sociedades parciales en el Estado
y que cada ciudadano no opine si no por sí mismo". De
ahí se deriva la gran preocupación que las constituciones libera­
les han mostrado por el derecho de a:3-0ciación
y la negación
de los cuerpos intermedios, cuestión ésta esencial que fue objeto
de deliberación
y estudio en las sesiones de la Ciudad católica
el año pasado. El primer error de
1a argumentación de Rousseau, que se
desprende del mito del contrato social, es su concepción volun­
tarista del derecho. Grocio
habia llegado

a fundamentar
el de­
recho natural sobre el instinto de sociabilidad del hombre, lle­
gando a la conclusión de que si Dios no existiese o no se preocu­ pase de los negocios
liumanos, el

derecho natural existiría igual­
mente. Para Hobbes, el derecho natural es un dictado de la razón
acerca de lo que el hombre debe hacer para la vida
y conserva­
ción de sus miembros. Ambos autores llegan a prescindir de Dios
como creador del hombre
y como creador asimismo del derecho
natural en cuanto éste se halia ínsito en la naturaleza creada
por aquél. Grocio niega que el poder se ha establecido en pro­
vecho de los gobernados,
y Hobbes llega a la conclusión de que
la voluntad del príncipe es la que debe decidir en cada caso lo
que ha de hacerse. Por una parte,
la negación de que el dere­
cho natural informe esencialmente a la personalidad del hom­ bre,
y, por otra, la afirmación de Ia voluntad del príncipe
como fuente de todo derecho, conduce, a ·través de Gracia
y
Hobbes, a la -legitimación del despotismo o a transformar en ca­
tegoría el principio de
"qi.tod principi
placuit legis habet
vigorem".
Para

estos tratadistas protestantes la voluntad del príncipe es
fuente de todo derecho, es fuerza de
ley: el príncipe es un Dios
mortal al que deben acatamiento
y obediencia todos los súbditos.
No obstante, en méritos de Grocio y Hohbes hay que reconocer
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fOSE MARJA CORONAS ALONSO
que no pretenden legitimar el acatamiento incondicionado de los
súbditos al soberano, la obediencia de prestarse por la mera
fuerza de las cosas: pero, en el fondo, en todo poder se esconde
una fuerza. Aparentemente, Rousseau, al sustituir la voluntad del prín­
cipe
porla abstracta

voluntad general, rechaza el despotismo.
De­
cimos aparentemente porque la realidad es la contraria. El des­
potismo del príncipe queda sustituido por el despotismo de una
mayoría.
La voluntad unipersonal por una abstracta voluntad ge­
neral y colectiva. En lugar de hablarse del soberano, a partir
de Rousseau se hablará del pueblo soberano. Las
ventajas de

Grocio
y Hobbes sobre Rousseau estriban en
el hecho de que al
obedecer una
voluntad personal del príncipe,
al legitimar la tiranía, por lo menos, se acata una voluntad con­
creta derivada de un hombre físicamente existente. Al obede­
cer la voluntad general, en rigor, se obedece a un mito. Podría
parecer que esta obediencia última es menos onerosa que la an­
terior: en realidad, es igualmente irracional porque también en
este último supuesto se excluye que la
Ley sea

ordenación de
la razón, para llegar a la conclusión -de que la Ley es expresión de
la voluntad general. No es extraño que en 26 de agosto de
1789
la Asamblea Nacional Francesa declarase textualmente lo
que acabamos de decir como uno de sus principios fundamenta­ les. Con ello los hombres habían creído realizar una gran con­
quista.
Lo malo vino después.
La. primera
consecuencia, por tanto, del planteamiento de
Rousseau es la negación del derecho natural y, por consiguiente,
la negación del posible desarrollo de la personalidad del hom­
bre.
La. ley

natural, como participación de la ley eterna en la
criatura racional que, por una parte, liga
al homb,re a la reali­
zación de su fin y, por otra, a través de la libertad personal, a
los medios para alcanzar su fin, viene a ser negada por esta con­
cepción. En méritos de
la naturaleza del acto asociativo, según
las propias palabras de Rousseau,
"las cláusulas
del contrato so­
cial están tácitamente admitidas y reconocidas hasta tal punto
que, violado el pacto
soóal, cada

cual entra de nuevo en posesión
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EL MITO DE LA UBERTAD REVOLUCIONARJA
de sus primeros derechos y recupera su libertad natural, per­
diendo la

convencional en virtud de la cual renunció a la pri­
mera". De estas palabras se infiere que la libertad natural des­
aparece como consecuencia de la convención. El derecho natural
desaparece y los esfuerzos que las constituciones liberales efec­
tuarán para reconocer los derechos esenciales de la persona hu­
mana son: o una reminiscencia del iusnaturalismo o una conse­
cuencia del reconocimiento de unos derechos que existen como
consecuencia de

la
expresión de
la voluntad general
y que, por
lo tanto, la propia voluntad general puede alterar, menoscabar
o destruir.
La segunda consecuencia íntimamente relacionada con la an­
terior, el mito del contrato social, es la enajenación de Ja vo­luntad perscnal y la abscrcióu de esta voluntad por la voluntad
general. De acuerdo con las propias palabras de Rousseau, la
cláusula fundamental del contrato es "la enajenación total de
cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Sólo dándose cada cual todo entero la condición es igual para todos
y, por tanto, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás". Surge de esta manera una obligación con un todo del
que se forma parte, y "el pacto social, para que no sea una vana
fórmula, encierra la obligación fundamental de que aquel que
rehúse obedecer la voluntad general será a ello
obligado por to­dos, lo que no significa otra cosa que se le obligará a ser libre,
porque al ofrecerse cada ciudadano al pueblo se libera de toda
sumisión personal". Stlrge así una obligación fundan:iental, un c.omproiniso esencial

del individuo como
miembro del
Estado
que
se halla comprometido con el cuerpo soberano. De esta doc­
trina se

deriva fácilmente cómo puede colegirse de sus propios
términos la pérdida completa de la libertad y la personalidad in­
dividuales. De esta enajenación de la voluntad personal al ente colecti­
vo deriva la tercera de las consecuencias de esta perniciosa doc­trina, consecuencia que no es otra que la omnipotencia del Es­tado. El Estado, como personificación jurídica de este ente mo­
ral y colectivo al que, en méritos de la convención, se le ha
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]OSE MARIA CORONAS ALONSO
enajenado hasta la última de las partículas de la voluntad de los
individuos que lo componen, es omnipotente. Esta omnipotencia del Estado determina que pueda legislar sobre cualquier materia.
K o hay límite alguno que impida al Estado regular la conducta
y ía vida de los hombres. Si al
Estado le
interesa establecer
el
control de la natalidad podrá efectuarlo; si le conviene reducir el número de los individuos que componen la sociedad por consi­
derarlos enfermos o débiles podrá hacerlo igualmente; si estima
necesario realizar la segregación racial
y eliminar por los proce­
dimiento que estime adecuados aquellos miembros del cuerpo so­ cial de raza distinta, también podrá llevarlo a cabo.
¿ Acaso no
es la ley expresión de la voluntad general
y esta voluntad no es,
por definición, infalible? Esta omnipotencia del Estado es uno de los dos extremos en que se
proyecta la

dialéctica del contrato
social de Rousseau. Es fácil colegir que de la voluntad omnipo­
tente e infalible se deriva el Estado totalitario, es decir, aquel
que por definición puede abarcar, sin limitación alguna, todos
los aspectos de la vida humana. Llegamos, por tanto, por este camino, a una concepción más
peligrosa de la que podía deducirse incluso del pensamiento de Hobbes. Para Hobbes, el Leviathan, el dios mortal es un ente
que se impone por la fuerza
y que queda legitimado en cuanto
tiende a
la conservación y vida de los individuos sometidos a su
soberanía. Para Hobbes, el soberano es como un pastor de un
rebaño de ovejas, pero que por definición velará por la
co~ser­
vación
y

cuidado de las ovejas a él encomendadas. Del mito rous­
soniano, por
el contrario, no cabe poner límites a la voluntad ge­
neral. El soberano, en este caso el pueblo soberano,
priede, a
través

de su voluntad, manifestar sin limitación alguna aquello
que crea
más conveniente,

incluso la muerte de los súbditos si
así lo cree oportuno. En
Hobbes un

acto de fuerza puede derri­
bar
al soberano. En Rousseau, el acto de la fuerza resulta incon­
cebible por la propia naturaleza de
las cosas,
pues, por defini­
ción, la soberanía es inatacable e indeclinable. Del mito del con­
trato social derivó históricamente y de
fo~ma inmediata

el
im­
peri~
de

Napoleón y, a mucho más largo plazo, los regímenes
304
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EL MITO DE LA UBERTAD REVOLUCIONARIA
liberales revolucionarios, los estados totalitarios y ~1 Estado
marxista.
La negación del derecho natural y la omnipotencia de la vo­
luntad del Estado conducen a no admitir como válido
. más
que
el derecho positivo,
es decir,

a la positivación de
la norma jurí­
dica. Esto se apreciará en tratadistas políticos posteriores. Para
J ellinek la soberanía no es más que la autolimitación del poder
del Estado, definición que en sí misma reconoce la primacía abso­
luta del ente colectivo porque sólo el que es absoluto e incondi­
cionado puede autolimitarse. Kelsen llegará· más
lejos al

negar
el
derecho natural

de
modo categórico

y al proclamar la identifi­
cación entre Estado
y derecho. Surge así un aparente estado
de derecho que garantiza las libertades individuales, pero tal es­ tado no es de derecho más que en apariencia, porque en cuanto
el derecho es creado
por el

Estado mismo, cuando sólo se admite
el derecho positivo y cuando falta toda referencia a un principio
informador, es indudable que estamos ante un mero formalismo
convencional capaz de sancionar con guante blanco las mayores arbitrariedades. Este Estado que actúa conforme a derecho, que se justifica en cuanto constituye derecho y que se autolimita al
producirlo, puede considerar como derecho la expresión de cual­
quier forma de voluntad. Las
garantías para

los ciudadanos son
inexistentes
y quedan legitimados los mayores abusos.
Desde su raíz se halla impregnada toda la fundamentación
de Rousseau del más exagerado antropocentrismo. El Estado surge como consecuencia de una convención social en la que el
hombre busca no obedecerse más que a sí mismo. Si el hombre es naturalmente libre y en méritos de una convención social se
esclaviza, según
pala~ras del

propio Rousseau, surge, por una
parte, el reconocimiento explícito de la facultad del hombre a dis­ poner íntegramente de sí mismo sin referencia a otro poder su­
perior, en cuanto tal hombre enajena plenamente su libertad. Por
otra, surge la esclavitud como consecuencia de la convención, puesto que
tal libertad ha sido ena j errada en su integridad. Los
dos extremos de la problemática conducen, por una parte, al
mito de la libertad revolucionaria,
¿ acaso no es el hombre om-
305
,o
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JOSE MARIA CORONAS ALONSO
nipotente para disponer de su libertad, el centro de todo el or­
den divino y humano? Por otra parte, conduce el propio nµo­
namiento al mito de la autoridad totalitaria. Si el hombre ha
enajenado íntegramente su libertad, ¿ acaso no puede el cuerpo
social regular toda la vida y actividad del hombre y disponer lo
que tenga por conveniente?
Centrada en estos términos la cuestión, se hacen claros los
dos extremos de la dialéctica, aparentemente antagónicos: libertad
revolucionaria, por un lado, y autoridad totalitaria, por el otro.
Estos dos extremos se encadenan además históricamente, de suerte
que los regím~es de libertad revolucionaria se sustituyen por
aquellos otros en los que impera la autoridad totalitaria
y, su­
cesivamente, la autoridad totalitaria derrocada deja paso nuev­
mente a la libertad revolllcionaria.
La Iglesia Católica ha explicado con claridad estas ideas:
León XIII

en la Enciclica "Diuturnum illud" dice: "Los que
pretenden que la sociedad civil ha provenido del libre consenti­
miento de los hombres tomando de la misma fuente el princi­
pio del mando de la misma, dicen que cada uno de los hombres
cedió algo de su derecho
y que por su voluntad trasladó su par­
te

de potestad que le era propia a aquel a quien de ese modo
habría llegado a la suma de aquellos derechos. Pero es un
grave
error no ver lo que es manifiesto, a saber: que los hombres, no
siendo una raza vaga o errante, además de su libre voluntad,
han nacido para una natural comunidad y, además, el pacto que
predican es claramente un invento y una ficción y no sirve para
otorgar al poder público tan grande fuerza, dignidad y firmeza
cuanto requieren la defensa de la República
y las utilidades co­
munes de los ciudadanos. El princ'pio sólo tendrá esta majestad
y sostén universal si se entiende que dimana de Dios, fuente
augusta y santísima."
Es necesario repetir estas palabras del Papa. porque la gra­
vedad de las circunstancias que vivimos las hace todavía más
actuales. Es necesario insistir una vez más en que Dios abarca
todas las esferas de la vida humana, tanto la pública como la
privada. Es preciso reiterar que el "religare", el vínculo que
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EL MITO DE LA LIBERIAD REVOWCIONARIA
la religión entraña, afecta a todas las facetas de la vida hu­
mana.
Es imprescindible insistir en la invalidez de la separación
entre lo público
y lo privado, error en el que caen muchos ca­
tólicos, incluso de buena fe: El suponer que existe una moral
individual
y no una moral pública. El admitir que la Providencia
de Dios alcanza la esfera individual
pero no
la colectiva. El su­
poner que la sociedad puede organizarse
y dirigirse sin contar
cor Dios, conduce a una estruc_turación en la que impera o la
libertad revolucionaria o la autoridad totalitaria, extremo de la
dialéctica antes planteado.
En el Antiguo Testamento se señala claramente que en Dios
está la fuente de la potestad humana: "Por Mí reinan los reyes,
por
Mí los príncipes imperan y los poderosos decretan lo jus­
to",
y en_ otra parte: "Escuchad vosotros que gobernáis las na­
ciones porque de Dios
os ha venido la potestad y del Altísimo
la fuerza", palabras que Nuestro Señor Jesucristo reiteró en su
famoso diálogo con Pilato cuando éste se arrogaba la potestad de
absorverle
y de condenarle: "No tendrías poder alguno contra Mí,
si no se te hubiese dado de Arriba",
y que más tarde confirmó
San Pablo al decir que no hay potestad sino de
Dioo, y
concluir:
"El príncipe es ministro de Dios."
El origen divino del poder, en consecuencia, no resulta sólo
de
la verdad revelada, sino que nos lo enseña también la razón.
Si Dios es
el autor de la naturaleza y ha hecho al hombre natu­
ralmente sociable, es indudable que este instinto natural debe ten­
der a la creación de una sociedad con los demás hombres, siendo
además evidente que los
hombres, por

sí mismos, aisladamente,
no pueden conseguir cosas necesarias para alcanzar su fin sino
uniéndose a los demás. Ahora bien, en esta sociedad, consecuen­
cia de la humana naturaleza, se hace imprescindible, de una par­
te, la autoridad a la que han de obedecer los ciudadanos, y, de
otra, la libertad dentro de esta sociedad civil así creada,
y esa
autoridad solamente es legítima cuando se encamina a Dios
y en
cuanto de Dios procede.
De la misma manera c¡ue cualquier tipo de sociedad natural
307
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JOSE MARIA CORONAS ALONSO
si prescinde de Dios y se acomoda únicamente a la voluntad de
los hombres queda destruida, lo propio acontece con la sociedad
política. En la sociedad matrimonial, por ejemplo, si se aten­ diera únicamente a la voluntad de las partes, se llegaría con fa­
cilidad a la conclusión de que es lícito el divorcio ( consensus facit
matri1mJon-i'.um, disensus diso-lvit); al control de la natalidad; a la
legitimación del aborto e incluso al sacrificio de los hijos defec­
tuosos. Los últimos extremos repugnan a la conciencia de cual­
quier cristiano,
y si no repugnan el divorcio o el control de la
natalidad, es precisamente por el exceso de naturalismo de que está afecta la sociedad moderna. En las relaciones paternofiliales
desaparecería todo el principio de la
patri~ potestad y serían ad­
misibles
todos los

abusos si se atendiera a la voluntad unilateral
del padre, en el caso del hijo menor de edad, o a la concordancia
de voluntades en el supuesto del hijo ya mayor. A ningún cris­
tiano consciente se le ocurre pensar que las dos relaciones na­
turales antes examinadas puedan regirse por la v6luntad de las
partes; pues bien,
¿ por qué motivo ha de admitirse que sólo la
voluntad pueda regular la sociedad política?
El naturalismo, o se..a la negación de Dios en la sociedad, o
sea en cualquier tipo de sociedad, deshace toda constitución, des­
truye toda posibilidad de desarrollo en el hombre. El hombre
pasa a ser la pieza de un engranaje, un número, un presidiario. Otra de las consecuencias del pensamiento de Rousseau que
no ha sido suficientemente estudiada es la imposibilidad de que exista cualquier tipo de relación jurídica internacional apoyada
en principios inconmovibles. Rousseau explica la formación de la
voluntad de cada organización política por la convención social, pero no explica que se forme una voluntad abstracta y colectiva
como consecuencia de la convención entre distintas voluntades
generales que constituyen los miembros de la comunidad política
internacional. Por otra parte, si intentara dar explicación incurri­
ría en el absurdo de su propio razonamiento, pues, por definición,
la voluntad general es única, indivisible e infalible. Apurando el
propio razonamiento de Rousseau, cualquier tipo de comunidad
internacional tendría que suponer la enajenación total de la liber-
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EL MITO DE LA LIBER.T AD R.EVOLUCIONAIUA
tar colectiva de cada uno de los Estados miembros a favor de
una voluntad abstracta superior, pero ello, por definición, resulta
imposible, pues la voluntad general de cada uno de los Estados
miembros es indeclinable. De
ahí resulta la imposibilidad de que
exista ninguna comunidad jurídica internacional entre los Es­
tados, y determina que las relaciones entre las naciones no pueden
regirse más que por la fuerza. La falta del derecho natural al
que hacer referencia, impide cualquier relación entre los Estados
que no sea otra cosa que
la del imperio o poder en méritos del
cual el Estado más fuerte puede oprimir o destruir al más débil. Las relaciones internacionales pueden regirse en méritos de un
tratado, pero aunque se acuda al vago principio del
'1Pacta sunt
servanda",
es indudable que al no hacer referencia este principio
abstracto a una superior
ley natural, el incumplimiento del pacto
está plenamente legitimado cuando lo acon·sejan las circunstancias
de la coyuntura o del simple poder o expansión de un Estado.
De ahí derivará más tarde la denuncia unilateral de un tratado
hecha por uno de los Estados firmantes;
la agresión de un Es­
tado

que absorbe a otro más pequeño por la simple razón de la
expansión y
la creación de los mitos que geopolíticos, imperialis­
tas

o
dt unidad
de raza, que son capaces de justificar cualquieJ"
agresión.
Las meras necesidaC:.es económicas

son suscept
b~es de ori­
ginar una guerra legitimada conforme al derecho estrictamente positivo. Ello lo demuestra
1a experiencia histórica de siempre,
en la que no puede reconocerse válidamente que ningún impulso
generoso
ni ningún ideal haya sido el origen de las últimas gue­
rras. Desde Napoleón hasta la Unión Soviética, llegando al co­
lonialismo

·económico norteamericano, la historia enseña que las
guerras se hacen basadas
en la pura fuerza. Es en vano que los
tratadistas de derecho internacional que reconocen la falta de
"caput maximum" como fundamento de cualquier relación polí­
tica entre Estados, se afanen en
la creación de organismos in­
ternacionales que
reciben sus fuerzas de los simples acuerdos
entre los Estados,
sin referencia a cualquier principio de derecho
natural y, desde
luego, sin reconocer a Dios cqmo principio, ori­
gen, fundamento y finalidad de todo poder.
La inoperancia de es-
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JOSE MARIA C.ORONAS ALONSO
tas organizaciones para salvar la paz y para evitar en el mundo
la opresión y la injusticia, es demasiado notoria para que sea
preciso acudir a ejemplos concretos.
La última consecuencia que puede extraerse del mito del con­
trato social es el más absorbente individualismo. Para Rousseau,
la pertenencia a comunidades sociales intermedias, según él, cons­
triñe la libertad del hombre. Esta concepción puramente abstrac­
ta del hombre y su libertad que no considera la finalidad de la
vida en las circunstancias prácticas en las que vive
el hombre y
las condiciones para ejercer la voluntad auténtica, enfrenta al
individuo con el Estado. Cuando Juan J acobo afronta la liber­
tad,
la pone e~ manos de la colectividad anónima. En el momen­
to en que pretende liberar al hombre de toda dependencia per­
sonal en el seno de las comunidades sociales, le somete a
la do­
minación
total irremediable y sin rostro del Estado. El hombre
aislado, sin defensa
y sin recursos ante una masa que le aplasta,
es como
un grano

de arena ante un bloque de cemento: un cero
ante el infinito. Al definir el gobierno, Rousseau dice que "es
un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el sobe­
rano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución
de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil corno
política".
¡¡Es en el gob:iemo, añáde, en donde se hallan las fuer­
zas intermedias cuyas relaciones concuerdan del todo al todo,
o del soberano al Estado." De ello se deduce que entre el pueblo
soberano y el Estado totalitario sólo hay un intermedio : el go­
bierno del Estado.
La armonía social de los cuerpos vivos cede
su puesto al reino del despacho central. El hombre aislado, va­
cilante
y solitario, q11eda reducido no a una persona; sino a un
individuo. En la armonía de la nueva sociedad no hay cuerpos
intermedios que puedan garantizar, proteger o tutelar la libertad
del hombre. Queda solo frente a la máquina.
El Estado liberal, corno consecuencia del mito de Rousseau,
intenta rodear al hombre de una serie de garantías con el fin
de que la omnipotencia del Estado no se
proyecte sobre

aquél.
Intenta,
en segundo

lugar, impedir la omnipotencia de la autori-
310
Fundaci\363n Speiro

EL MITO DE LA UEERTAD REVOLUCIONARIA
dad mediante la división de los poderes o la derivación de la
autoridad por distintos cauces.
La absorción del individuo, como mero número, le vuelve
a una creación de unos cuerpos intermedies artificiales a los que
denomina partidos políticos. Finalmente, el principio fundamental que debe garantizar las libertades de los hombres frente al
po­
der absorbente de la organización colectiva le mueve a la creación
de un instrumento formal, sumo principio de derecho positivo,
en el que queda determinada o plasmada la voluntad abstracta
y colectiva: este instrumento se llama "Constitución". El reco­
nocimiento de los derechos individuales en cuanto no es una
consecuencia del iusnaturalismo, sino una declaración de un or­
denamiento jurídico positivo es un reconocimiento puramente
ilusorio. Es inútil que las constituciones liberales se afanen en
reconocer el derecho a la vida y a la integridad corporal, el de­
recho a la seguridad, el
derecho a

la propiedad, el derecho al tra­
ba jo, el derecho a la fijación de residencia, al del secreto de la
correspondencia, el de elegir cada uno su propia vocación, por­
que
el reconocimiento explícito de tales derechos sin otra garantía
que la de la proclamación formal
de una constitución hace que, en
la práctica, tales derechos no puedan ser ejercidos con la pleni­
tud inherente a la dignidad de la persona humana.
El derecho a la vida
y a la integridad corporal no impide que
se legisle
sobre el

aborto
y el control de la natalidad; no evita
tampoco que en convulsiones sociales violentas se pongan tales
derechos en peligro grave; no obstaculiza la aplicación de la
justicia sumarísima en supuestos en que los hechos no han sido
debidamente comprobados, arbitrio que el Estado liberal debe
inventar para

mantener su propia autoridad; el derecho a la se­
guridad que se caracteriza por un triple juego de garantías (
el
de que nadie puede ser detenido sin intervención de la autoridad
judicial; el de que nadie puede ser condenado sin ser oído, y el
de que no puede castigarse ningún delito o falta sin que una ley
anterior lo tipifique), es formulismo meramente ilusorio cuando
la propia segurid.ad del Estado está en peligro y, por consiguien­
te, deja de ser relevante la seguridad de los ciudadanos. Surge
311
Fundaci\363n Speiro

JOSE MARIA CORONAS ALONSO
así la suspensión de las garantías constitucionales y la creación
de estados
corno el de alarma y el de guerra en el propio me­
canismo constitucional que reducen a la nada esta seguridad in­ dividual. El derecho de
la propiedad incondicionalmeute admitido con­
duce a la opresión del poderoso sobre el débil,
y cuando se res­
tringe, modifica o condiciona, a través del mecanismo del Es­
tado, se alcanzan las fórmulas de socialización que en el último
punto de la dialéctica inciden en el totalitarismo marxista. El
derecho de trabajo en un estado absolutameute liberal, condi­
cionado exclusivamente por la ley económica de la oferta
y la
demanda, lo reduce al papel de simple mercancía, que tendrá
mayor o menor valor según que las circunstancias de la coyun­
tura hagan más o menos acuciante
la demanda de trabajo. Por
otra parte, no existiendo la
:P(>Sibilidad de
que los intereses de
los económicamente débiles estén protegidos por un cuerpo
in­
termedioJ
pues

tal sistema no
encajaJ p.Jr definiciónJ en

la lógica
liberal, el hombre se encuentra aislado e indefenso freute al Es­
tado
y el derecho al trabajo es una pura ilusión óptica. El derecho
a
la fijación de residencia está siempre condicionado por las pro­
pias necesidades del Estado mismo
y con la insuficiencia de los
medios con que el individuo, aisladamente consideradoJ cuenta
para ejercer este derecho. El del secreto de la correspondencia
es artificio vano cuando
el Estado considera amenazada su se­
guridadJ

como demuestra la experiencia. Finalmente, el derecho
de dar respuesta cada uno a su propia vocación desarrollando
en la sociedad sus aptitudes de acuerdo con su propia idiosin­
crasia; no puede ejercerse tampoco en el Estado liberal donde
la falta, por una parte, de cuerpos intermedios que de modo
tutelar
y amoroso fomenten y desarrollen aquel derecho, y, por
otra, el mero juego de las fuerzas económicas, hacen que el in­
dividuo deba, más que seguir los impulsos de su propia voca­
ción,
atemperarse en

cada caso concreto a las exigencias del
mecanismo de las fuerzas económicas. Como se verá, esta concep­
ción es totalmente opuesta a la
católi~a. Los

derechos que hemos
proclamado son intangibles,
y ello lo han proclamado los últimos
312
Fundaci\363n Speiro

EL M/1'0 DE LA LlBERT AD REVOWCIONARJA
Pontífices en sus magistrales._encíclicas, ·pero tales derechos no
derivan del reconocimiento formal de una
constituci(Jn, sino
que,
por el contrario, son naturales y fundamentales para la dignidad
de la persona humana. Tales derechos no existen porque el
ESta­
do

formalmente los reconozca, sino al revés, el Estado existe
para defender, tutelar
y proteger estos derechos.
El segundo arbitrio inventado por el Estado liberal para
ha­
cer conciliables la autoridad y la libertad, es la división de po­
deres.
El ejercicio de la autoridad, con el fin de evitar la opresión,
debe diluirse a través de los tres poderes o funciones del Estado,
clásicamente considerados: el legislativo, el ejecutivo
y el judi­
cial; en cuanto la ley es· expresión de la voluntad general, la
primacía del legislativo sobre los restantes poderes es evidente. Por ello, por regla general, en el Estado liberal
el gobierno ha
de tener en todo momento la confianza del parlamento. Por otra
parte, la

misión del poder judicial, o su independencia, la misión
de cumplir
y hacer cumplir la ley, es, en la práctica, bastante ilu­
soria cuando
se piensa que los jueces son funcionarios de la
administración
y, por consiguiente, sometidos a las decisiones del
gobierno
o del ejecutivo que es, en definitiva, quien puede de­
cidir su traslado, jubilación o cese. En el mecanismo liberal y
por principio, el poder judicial pasa a ser administración de jus­
ticia,
cosa radicalmente distinta a la anterior, y precisamente los
más conspicuos liberales
se han preocupado de suprimir esta ex­
presión de
"poder judicial". Esta

preeminencia del legislativo de­
termina, en
la práctica, la tiranía de la mayoría, tiranía peligrosa
porque es pura demagogia.
En España, la tiranía parlamentaria
condujo a la expulsión de los jesuitas, a
la supresión del cru­
cifijo en las escuelas, por decisión legal a la proclamación del
matrimonio civil, a la admisión del divorcio por decisión
unila­
teral

de uno de los contrayentes. Es inútil que frente a estos tres
poderes,
c;omo árbitro

que puede elegir
al jefe del gobierno o
disolver
el parlamento, se busque un rey constitucional o un
presidente de la República, al que se califica como poder mode­
rador. La experiencia demuestra que el presidente de la Repú-
313
Fundaci\363n Speiro

fOSE MARIA CORONAS ALONSO
blica poco puede hacer para mantener unidos los poderes y, a la
larga, la democracia parlamentaria degenera en pura demagogia,
originando la libertad revolucionaria o anarquismo, o el ejecu­
tivo se impone por la fuerza, prescinde de la asamblea legislativa
y se erige en dictador unipersonal que luego se intentará legi­
timar con el mito de la autoridad totalitaria. La tercera de las míticas creaciones del Estado liberal,
y una
de las más curiosas, es la de la creación de los partidps políticos;
mito este que es absurdo en su
propia definición

porque mal
puede conciliarse la enajenación total de la voluntad a favor del
cuerpo colectivo con la admisión de partes de este propio cuerpo colectivo (no otra cosa quiere decir partido), que funcionan
y
proliferan en la sociedad sin saber exactamente cuáles son los
deseos, apetencias o vocaciones que canalizan. Es indudable que
todo hombre nace miembro de una familia, ciudadano de un mu­
nicipio
y súbdito de un Estado. Si estudia formará parte de una
Universidad. Si trabaja, se agrupará con sus compañeros en una
organización que vele por sus intereses
y proteja sus derechos.
Estos son cuerpos intermedios en el engranaje social, a través de
los cuales ha de canalizarse la libertad del hombre
y sobre los que
ha de vibrar la autoridad del Estado para la consecución del
bien común. En lugar de estos cuerpos intermedios naturales
el
régimen liberal crea

el artificio de partidos políticos, entes a los
cuales se unen los individuos, no por solidaridad de intereses, ni para garantía de sus derechos, sino por su común adhesión a
una determinada idea. El absurdo de la unión
po,-la

concomitan­
cia en la idea se conjuga con el más grave absurdo de que cuan­
do el partido político llega al poder surge un gobierno de partido,
cuando, por definición, el gobierno
ha de ser el de todos.
Finalmente,
el instrumento sacrosanto con el que el régimen
liberal intenta garantizar los derechos individuales, estructurar
la división de los poderes
y mantener el régimen de partidos po­
líticos es un
documento llamado
Constitución. Papel solemne en
el que se ha expresado hasta sus últimos detalles aquella volun­
tad abstracta
y colectiva, norma fundamental de derecho positi­
vo a la que
por principio
deben acomodarse todas las leyes vi-
314
Fundaci\363n Speiro

EL MITO DE L1 LIBERTAD REVOLUCIONARIA
gentes y cualquier orden o disposición emanada de autoridad,
bajo la amenaza del recurso de inconstitncionalidad. Este docu­ mento aparece, en la práctica, rodeado de todas las garantías posi­
bles. No puede ser alterado sin un
quorum, específico del parla­
rne~to
u

órgano
le.gislativo; no

puede ser suspendido más que
en los casos que
el abstracto documento concretamente determi­
na. El da el poder y lo niega. A su formalismo convencional deben someterse todas las voluntades. El origen del poder ya no es Dios, ni siquiera
la voluntad general, sino la Constitución.
La fórmula "rey por la gracia de Dios" queda sustituida por la
más completa del "rey por la gracia de Dios y la Constitución".
La Constitución es, además, históricamente y por regla gene­
ral,
la consagración de un absurdo, pues si una simple mayoría
basta para crearla, es preciso un quorwm específico para revisarla,
alterarla o derogarla. La Constitución puede ser, como ha veni­
do ocurriendo en España en varias ocasiones, manifiestamente sectaria
y, sin embargo, ni siquiera un rno:vimiento claro de la
opinión pública puede cambiarla. Sin necesidad de buscar otros
ejemplos tenemos la Constitución republicana del año 1931 en
absoluta discordancia con el sentir general del país, que cuando se
exterioriza en
las elecciones de 1933 llevando a la Cámara una
mayoría de centro-derecha
no puede revisarla, a pesar de que la
campaña electoral, sancionada por una notable mayoría en las
elecciones, se había hecho bajo la bandera de la revisión consti­
tucional. Este formalismo jurídico, llevado hasta sus últimas con­
secuencias, esta consagración de
la primacía de 1a-letra escrita,
que
mata, sobre el espíritu, que vivifica, no es más que la última
consecuencia de
la positivación del derecho que se manifiesta en
la hístoria con la reducción
al absurdo. El pueblo sano se le­
vanta

airado contra
WI documento formal que constriñe su liber­
tad y que, protendiendo ser la expresión de una voluntad general
y colectiva, no es, en la práctica, más que la manifestación sec­
taria de un partido político.
Fácil es colegir de Jo anteriormente expuesto que ante una
autoridad estrictamente formal e ininteligible surge en primer
término la libertad revolucionaria que, en último extremo, es
el
315
Fundaci\363n Speiro

]OSE MARIA CORONAS ALONSO
anarquismo. El anarquismo no es más que la corrupción de la
autoridad por defecto, mientras que el despotismo es la corrup­
ción de
la autoridad por exceso. En el fondo, el anarquismo es
completamente lógico y consecuencia obligada de un régimen libe­
ral. Minimizado el poder ejecutivo, apartado
el parlamento "del
sentir

popular, reducida la constitución a un instrumento for­
mal con el que no se alcanzan las naturales aspiraciones hacia
el bien común del pueblo; es lógica
la reacción que tiende a ne­
gar incluso
1a existencia de la autoridad.
Por otra parte,
¿ cuándo se ha producido la convención so­
cial que Rousseau señala como fundamento del poder político?
¿ Acaso no es cierto que los hombres son natural y esencial­
mente libres sin que esta libertad pueda ser objeto de ninguna
limitación ?
¿ Por qué extraño motivo deben enajenar totalmente su liber­
tad al servicio de una voluntad general? Es preferible que no
exista autoridad alguna, puesto que la sociedad funcionará por
el simple juego de las relaciones humanas. "Nosotros los anar­
quistas
-ha dicho D." Federica Montseny (que llegó a ser mi­
nistro de Sanidad en España)- no admitimos autoridad alguna, ni la de Dios, ni la de los hombres."
Históricamente, la degenerac:ón del liberalismo revolucionario
en anarquía se produjo en España cuando en 1936, lo que cons­
tituye una curiosísima paradoja histórica,
lns anarquistas

entra­
ron a formar parte del poder, llegando a ser Ministro de J usti­
cia
el camarada Juan García Oliver, de la F. A. I.
En el segundo extremo de la dialéctica a que conduce el pen­
samiento de Rousseau, se halla el estado totalitario. La enaje­
nación total de la libertad a cada uno de los individuos a favor
del ente moral y colectivo engendra la omnipotencia del Estado,
la hipertrofia de la autoridad, la subsunción total de la persona
humana en un ente de razón en el que se integran todos los in­
dividuos que componen el pueblo. Pío XII, en su discurso de
13 de noviembre de 1949 , afirmaba: "El siglo
x1x es el gran
responsable del positivismo jurídico. Si sus consecuencias han
tardado en hacerse sentir en toda su gravedad en la legislación
Fundaci\363n Speiro

EL MITO DE LA UBERTAD REVOLUCIONARIA
se debe al hecho de que la cultura estaba todavía impregnada
del pasado cristiano, ya que los representantes del pensamiento
cristiano podían todavía, casi en todas partes, hacer oír su voz
en las asambleas legislativas. Debía venir el Estado totalitario
de impronta anticristiana, el Estado que por principio rompiera
todo freno frente a un supremo derecho divino, para descubrir
al mundo el verdadero rostro del positivos jurídico."
El totalitarismo sustituye a Dios; dentro de la· omnímoda
voluntad del Estado ha de resolverse toda la doctrina y la vida
del hombre. En un discurso pronunciado en las Cortes
Españ<>­
las, un Ministro del bienio Azaña, Alvaro de Albornoz, afirmaba
que tenía en crisis el concepto de libertades políticas y que para
él no existía otro derecho que el que se derivaba del Estado
y al
Estado tendía. Más tarde, Adolfo Hitler llegó a afirmar: "Todo
lo que existe, en cuanto tiene un valor, pertenece al Estado."
Dios es sustituido por el Estado; la teología sustituida por la po­
lítica; la persona a la que el liberalismo había reducido a la cuali­ dad de individuo, queda en el Estado totalitario con la condición
de súbdito. En comparación con los cuatro puntos que antes
hemos analizado en el Estado liberal, el Estado totalitario va
más lejos. Los derechos de la persona humana no existen corno
tales derechos; sólo el Estado tiene derechos. El individuo, a lo
sumo, puede hallarse ante el Estado totalitario en una determi­
nada situación, más o menos v,entajosa, No existe derecho algu­
no que el Estado deba tutelar, fomentar o proteger. Ni el dere­
cho a la vida, ni el de la conservación, ni el de la seguridad, ni
el de propiedad, ni el de residencia, ni el de trabajo, ni el del
desarrollo de la personalidad de acuerdo con la vocación de cada
individuo, existen para
el Estado totalitario que puede impune­
mente dar la muerte, negar la residencia, incautarse de la pro­
piedad o colectivizarla, suprimir toda seguridad o garantía para
el ciudadano y establecer su situación individualizada en el mun­
do de la producción total. La división de poderes desaparece
igualmente
y todos ellos, el legislativo, el ejecutivo y el judicial,
se concentran en una sola persona, un conductor del pueblo que
recibe en
los distintos regímenes totalitarios distintas denomina-
317
Fundaci\363n Speiro

JOSE MARIA CORONAS ALONSO
clones. Esta fusión de los tres poderes apareció clara en Ale­
mania en tiempos
de Adolfo Hitler cuando el Reichtag le con­
firió todo
el poder legislativo e incluso el judicial, con facultad
para decidir sobre la vida
y la libertad de todos los ciudadanos
del Reich. Este Estado monstruo que se rige por las decisiones deriva­
das de una personalidad que lo personifica e integra, prescinde
no sólo de
los cuerpos
intermedios, en el buen sentido de la pa­
labra, sino incluso de los partidos políticos. Sólo queda un solo
partido que, por definición, pasa a ser "el partido". Este parti­
do suministra los hombres que al servicio de la despótica volun­
tad del tirano harán posibles sus despóticas decisiones sobre la
vida y la libertad de todos los ciudadanos. Un aparato policial,
que ~o se detiene ante ningún método de brutal represión, acom­
paña al omnipotente ejecutivo en la realización drástica de sus
implacables decisiones. Los campos de concentración, las cámaras
de gas, la tortura -en todas sús facetas, la segregación racial, la
eugenesia, en fin, el e;nvilecimiento total de la persona humana
son las manifestaciones históricas de este Estado totalitario.
El cuarto punto que hemos examinado al hacer referencia al
régimen liberal, la Constitución, no es preciso que formalmente
se derogue en el Estado totalitario. En rigor, Hitler encarnó un
régimen genuinamente totalitario sin ni siquiera tomarse la mo-­
lestia

de derogar formahnente la _constitución de Weirnar;
y en
los regímenes totalitarios hay documentos formales a los que se
les puede llamar constitución, que no son, en rigor, otra cosa
que la expresión de la voluntad del tirano o de la oligarquía
imperante.
Cabe preguntarse ¿ por qué misteriosa razón el hombre ad­
mite su degradación hasta el extremo de convertirse en bestia?
¿ Por qué motivo el Estado totalitario se mantiene incluso his­
tóricamente sin que se produzca
una reacción del pueblo sano
que impávido asiste a la negación de sus derechos y su dig-
nidad? ·
La respuesta a estas preguntas se plantea en un doble te­
rreno: en el práctico, como consecuenc;ia del progreso técnico.
318
Fundaci\363n Speiro

EL MITO DE LA UBERTAD REVOLUCIONARJA
El Estado totalitario dispone de unos medios técnicos de tan
poderosa eficacia que son perfectamente capaces de anular cual­
quier intento de oposición o seria resistencia.
La opresión del
Estado por medio de
la técnica fue apreciada por Alberto Sper,
hombre de extraordinaria inteligencia, en su declaración final en
Nüremberg cuando señaló que a diferencia de lo que podía su­
ceder en las tiranías
antiguas, la tiranía moderna se amparaba en
el terreno de los
hechos con

los poderosos medios puestos al al­
cance del Estado.
La técnica permite al Estado totalitario y om­
nipotente destruir, arrancar
y aniquilar, permite torturar a la
persona hasta transformarla en un muñeco, hace posible conocer
los pensamientos más íntimos
y deshacer cualquier conato de re­
sistencia. En una novela famosa (1884) Orwel analiza la destruc­
ción del hombre por el Estado totalitario a través de los medios
técnicos de que éste dispone.
En el terreno de las ideas la autoridad totalitaria crea nuevos
mitos que puedan convencer
y arrastrar al hombre a su degra­
dación. Estos mitos son fundamentalmente tres: el del imperio,
el de la raza y el de la felicidad material. El del imperio legiti­
ma históricamente los fascismos; el de la raza justificó
el nacismo
y pretende justificar los de aquellos estados totalitarios ampara­
dos en
la segregación racial; el de la felicidad material sirv~ de
base
al comunismo. Es indudable que esta enumeración de mi­
tos que intentan justificar la autoridad totalitaria no es exhaus­
tiva,
y el cerebro humano alejado de Dios puede, en cualquier
momento, crear nuevas fantasías que sirvan de soporte a cual­
quier tipo de totalitarismo. El Papa Pío XI en la Encíclica
M it
Brennender Sorge, escribió: "Si la raza o el pueblo tienen· en el or­
den natural un puesto digno de respeto, con todo, quien los arranca de
la escala de valores terrenales elevándolos a la su­
prema norma de todo, aun de los valores religiosos
1 divinizán­
dolos con cnlto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado
por Dios, está lejos de la verdadera fe
y de una concepción de
la vida conforme a ella.11 Cinco días después de haber publicado
la encíclica Mit Brennender Sorge, contra el nacional-socialismo
(14 de marzo de 1937), el 19 de marzo el propio Pontífice pu-
319
Fundaci\363n Speiro

JOSE MARIA CORONAS ALONSO
blicaba la encíclica D1flfi"ni Redemp·toris contra el comunismo, en
cuya encíclica el Pontífice estima que
·e1 liberalismo, con el aban­
dono religioso y moral en que había dejado a las masas obreras,
preparó
el camino al comunismo, diciendo textualmente: "No
hay que maravillarse de que en un mundo hondamente descris­
tianizado le desborde el error comunista." El propio Pío XI lo
atribuye a influjo del demonio, que como antiguo tentador nunca
ha desistido de engañar a la humanidad con falaces promesas.
En realidad, tanto la libertad revolucionaria como la autoridad
totalitaria conducen a la degradación del hombre. Frente a los
mitos que las amparan es preciso proclamar la realidad de DIOS.
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