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La crisis de la autoridad

LA CRISIS DE LA AUTORIDAD
l'OR
FRANCISCO JosÉ FERNÁNiDJIZ DE LA ClooÑA NóÑEZ.
La autoridad, esa "relación sociológica de superioridad acata­
da gracias a su clarísima evidencia" (1), hace hoy crisis. Quizá
porque no se reconocen ya superioridades en el mito igualitario
en que vivimos (2), o quizá porque irnnersos en una filosofía am­
biente que hace imposible las evidencias, no podernos comprome­
ternos en algo que puede reducir, al menos en apariencia y ante una mirada superficial, nuestra pretendida libertad. Y, sin em­
bargo, corno decía
León XIII

(3), "existe una desigualdad de de­
recho y de autoridad que deriva del mismo Autor de la natura­
leza". Por otra parte, si no nos comprometemos con algo, nues­
tra vida carecerá de todo cnanto la hace humana. De lo que por
años y por siglos fue el sentir de nuestros antepasados y cuya
renuncia, para los que previamente no hayan renunciado a pen­
sar, hace desembocar en caminos del más.craso materialismo o en
llamaradas nihilistas que terminan en suicidio. Porque el diálogo delicioso entre
el Principito y el Zorro, eu uuo de los libros más
profundos escritos en este siglo ( 4), aumenta de actualidad con­ forme pasan los años.
-"¿ Qué significa apprvvoiser''.
-Es algo demasiado olvidado, dijo el Zorro. Significa crear
(1) Elías de Tejada, Francisco: Poder y a1Utoridad: concepción tra­
dicional cristiana, VERBO, núm. 85-86, mayo junio-julio 1'970, pág. 431.
(2) Vegas La.tapié, Eugenio: El mito del iguaJ,itarismo, VERBO, nú-:­
mero 75-76, mayo-junio-julio 1969, págs. :rt7 y sigs.
(3) León XIH: "Quod
Apostolici Muneris" Doctrina Pontificia-Do­
cumentos políticos, BAC, pág. 66, Madrid, 1958.
(4) Saint-Exupery, Antoine de: "Le Petit Prince" Gallimard, 1958,
págs. 66 y sigs.
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FR/lNCISCO /OSE FERNANDEZ DE LA CIGOi !aros" (S). Laws que el hombre moderno se ha esforzado en liqui­
dar en una trágica carr,era hacia fa más absoluta de las 'SOiedades.
-"No se conocen más que las cosas que uno mismo apprwJOi­
se, dijo el Zorro. Los hombres no tienen ya tiempo de conocer
nada. Compran en las tiendas
cosas ya
hechas. Pero como no
exis­
ten tiendas en

que vendan amigos, los hombres ya no
tienen ami­
gos.

Si quieres un amigo,
¡a,pp~iva«e-moi! (6).
Este verbo
u,pprwoiser de difícil traducción -Rafael Gambra,
en
El silencio de Dios (7), lo hace por "domesticar"- encierra
todo lo que hace hmnano al hombre y subyace en el concepto mis­
mo de la autoridad. Por esos lazos tiene sentido el vivir, el luchar
y hasta
el morir. Si los lazos no existen podrá existir un poder,
pero

no pasará de mera relación fáctica. Es
el mismo poder del
lobo jefe de la manada que subsiste mientras su superioridad
fí­
sica exceda a la de los demás. Porque sin fervor, sin compromiso,
sin ap'fr·tivoisement no hay más que "ese dolor «inca.usado» : la so­
ledad espiritual y el desaliento vital, la angustia, la desesperación,
la falta
de sentido

en la existencia" (8).
Es precisamente ese vínculo misterioso entre el que manda
y los que han de obedecer el hecho sociológico que constituye la
autoridad. El profesor
Elías de
Tejada, en su magnífico trabajo
antes citado (9), establece con toda precisión la distinción entre
poder y autoridad. Y
sefíala que

el poder, que a su vez puede ser
justo o injusto, precisa para su mantenimiento del respaldo de
la autoridad," que no depende de la justicia por sí sola, sino del
complejo de valores que sirvan de criterio a quien haya de estimar
o no haya de estimar la persona o la institución de que se tra­
te" (10). Y nunca ha sido tan voluble el hombre como en los días
que corren.
(5) Saint Exupery, Antoine de: Op. cit., pág. 68.
(6)
Saint"Exupery, Antaine

de:
O¡,. cit.,
pág. 69.
(7) Gambra., Rafael: El silencio de Dins. Editorial Espafiola, Ma-
drid, 1968.
(8) Gambra, Rafael: Op. cit., pág. 72.
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(9) Elías de Tejada, Francisco: Poder y ootoridad ...
(10) Elfas de Tejada, Francisco: Op. cit., pág. 433.
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LA CRJSIS DE LA AUTORJDAD
J ohn F. Kennedy alcanzó una autoridad casi sobrenatural entre
el hombre medio del mundo occidental. Los disparos que en Dallas
truncaron su carrera política y su vida· lo elevaron a la categoría de mito. Hubo incluso clérigo que habló de su posible canonización.
Arropado en ese apellido, su
hermano Robert

tenía el más pro­
metedor de los porvenires políticos cuando,
lo que

pareció
el soplo
de una maldición de dioses de tragedias griegas, acabó con
él a
los pocos años y del mismo violento modo que había acabado con
el que fue Presidente dente" que constituye 'la inmensa mayoría del género humano, a
quien se le da hecho el pensar y el sentir, no necesitaba de más para
ver
en
el último superviviente de esa desgraciada familia la en­
carnación del valor, la justicia y cuantos otros atributos debiese
tener el futuro Presidente d·e los Estados U nidos de América. Sin
embargo, bastó un oscuro accidente en una desconocida playa
norteamericana para que el fulgor que parecía inextinguible de la
estrella
del apellido

Kennedy se apagase.
Una aventura
amorosa
en un siglo en el que
el concepto del pecado está oscurecido, en el
que la fidelidad matrimonial se ha borrado de la novela, el cine
y el teatro como valor, y en el que ·el divorcio se muestra corno
una conquista de la humanidad, terminó con lo que parecía indes­
tructible.
No puede por menos de evocarse ante este aparecer y desapa­
recer en una década del ánimo de las gentes, fervores y adhesio­
nes, la situación de total inestabilidad política que atravesó
Es­
paña en el siglo xJ:x y que fundamentalmente se debió a la dico­
tomía entre potestas y a.ucto!J'itas~ al residir el primero -en una
minoría burguesa y liberal, apoyada por un ejército progresista,
bien en el pleno sentido de la palabra como en los casos de Riego,
Mina, Espartero o Prim, o bien en comparación con los sentimien­
tos populares en los de un Narváez o un Pavía y la segunda en
un "Pretendiente" errante que para el Poder no era otra cosa
que "un faccioso más".
Si en el siglo xx cualquier .lector de Historia pasa sus ojos
por las páginas que relatan los años del reinado de Carlos IV,
difícilmente encontrará en ellas nada que .pueda suscitar entu-
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FRANCISCO /OSE FERNANDEZ DE LA CIGOfM NUFIEZ
siasmos populares. Y no podrá comprender, si no penetra en las
razones últimas del ser mismo de España, una guerra tan poco
estudiada como fue la de 1793. Guerra, por otra parte, de enorme
importancia para interpretar, pese a todos los intentos de la His­
toria oficial redactada por el liberalismo imperante, al siglo más
desgraciado de nnestra historia desde el derrumbamiento de la
Monarquía visigoda. Apenas hacía cuatro años que reinaba Carlos IV cuando el
pueblo español, que tenía noticias ya de la persecución religiosa
que se sufría en Francia por los emigrados refugiados en nuestra
patria, supo de la muerte en la guillotina del monarca del país
vecino.
Y "al concepto de guerra ideológica, erigido por los fran­
ceses, corresponderían los españoles con un concepto de la misma
naturaleza pero contrapuesto" (11).
Frente a los tres principios de Libertad, Igualdad y Frater­
nidad
se opuso la apología del Altar y del Trono. Y ello como
reacción instintiva del pueblo, pues
eran las clases dirigentes las
que mostraban indisimulada simpatía por las ideas francesas, al
menos en sus
aspectos reformadores,

cuando no por la violencia
misma que las instauró.
HEn pocas ocasiones se ha visto en España -nos dice el
Marqués de Lozoya- un entusiasmo popular tan unánime y tan
generoso.
De todas las provincias afluyeron los voluntarios y el
dinero para esta guerra santa; los mozos se afiliaban a las milicias
provinciales con un entusiasmo que es precursor de la guerra de
la Independencia" {12). Y ello en época que no existían ministe­
rios de Propagan-da ni otros condicionamientos colectivos que las
íntimas convicciones transmitidas de padres a hijos.
La guerra
terminó en un desastre capaz de desilusionar a cualquiera de nues­
tros
contemporáneos, y los acontecimientos que a partir de enton­
ces se sucedieron en pocos años darían
al traste con cuaiquier
régimen de nuestros días. La Paz de Basilea, el tratado de San Ilde-
(11) Comellas, José Luis: Historia de EsJ,a,ña Moderna y Contem­
poránea.
Rialph, Madrid, 1967, pág. 385.
(12) Lozoya, Marqués de: Historia de España, tomo IV, pág. 336.
Salvat Editores.
Barcelona, 1'969.
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LA CRISIS DE LA AUTORIDAD
fonso, nnevo pacto de familia entre el Borbón español y los ase­
sinos de Luis XVI contra los que el pueblo
se había alzado uná­
nime en
1796, el valimento 1807, en la que aparecía gravemente comprometido el príncipe
heredero, el motín de Aran juez
en 1808 y la abdicación de Car­
los IV eran, sin duda, demasiados acontecimientos para no ter­
minar con
las más
íntimas lealtades.
Que ello no fue así lo demuestra el alzamiento del 2 de mayo,
que tuvo como factor inmediato desencadenante el lloro de un in­
fante niño sobre el que 'luego habrían de recaer, al menos entre las
minorías rectoras, dndas sobre su legitimidad.
La autoridad de la
monarquía española cuando carecía en absoluto de poder cubría
con su manto invisible pero tupido de lazos, fervores y lealtades
a un pueblo que
iba a sostener una de las guerras más desiguales
y heroicas de la Historia. Y Fernando VII, el prisionero de Na­
poleón, pasó a ser "el Desea-do".
Aunque
la relación histórica va haciéndose larga no se puede
detener en estos días en que el pueblo español se levanta unánime
contra los invasores. No es posible hablar de las Cortes de Cádiz
y de lo que supusieron de contrario a la ideología de los comba­
tientes ni de la restauración de Femando
VII en la plenitud de
sus derechos tradicionales, pero es preciso examinar la que Rafael
Gambra llamó con toda razón "la primera guerra civil de Espa­
ña"
(13).
El pueblo español había ten.ido tiempo de conocer quién era el
Deseado y, aunque los modernos estudios históticos corrigen la
visión liberal del primer tercio de siglo pasado, no se puede ne­
gar que sus virtudes fueron escasas y sus defectos grandes. Pese
a todo ello,
al advenir el Trienio eonstitucional tras la sub1evación
de Riego en Las Cabezas, con lo que supuso de persecución reli­
giosa
y atentado a las íntimas convicciones españolas sobre lo que
había de ser su· monarquía, las partidas surgieron de nuevo por
(13) Gambra, Rafael: La Primera Guerra Civil de España; Escelicer.
Madrid, 1950.
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FRANCISCO /OSE FERNANDEZ DE LA CIGOFIA NUFIEZ
toda España en defensa de lo. que se estimaba sagrado (14). Y
lo que resultaba más significativo: la invasión del territorio es­
pañol por un ejército de la misma nacionalidad del que hacía menos
de quince años había levantado a la nación en armas, sólo que
esta vez constituido por apenas 60.000 reclutas, no constituyó más
que un motivo de alegría, siendo su marcha desde la frontera hasta
Cádiz un

auténtico
paseo triunfal.
Y

es que la autoridad. del Rey de
España iba
con ellos. Hoy
podremos simpatizar con los realistas o los constitucionales. O
con ninguno de ellos. Lo que no podemos hacer es negar los he­
chos. La España tradicional se resistía a las minorías que querían
cambiar su ser conformado a lo largo de .los siglos.
Todas las guerras carlistas se explican perfectamente en este
contexto como una continuación lógica de la guerra del Rosellón
y de los levantamientos del pueblo en el Trienio Constitucional.
La expedición de Gómez desde las Vascongadas a Andalucía re­
corriendo sin que nadie pudiese detenerle el territorio enemigo,
no se comprende más que por un apoyo decidido del pueblo. Hasta
que aparecen, ya en la segunda mitad del siglo, los movimientos
obreristas, en España esituvo el poder en el Gobierno de Madrid,
a.poyado por ,el ejército y la autoridad por los campos y las sie­
rras
que esperaban el triunfo de la Monarquía tradicional.
Porque pese a la opinión de algún historiador del carlismo (15),
lo de menos era la cuestión dinástica.
Las palabras de Menéndez
Pelayo resumen en su hondo patetismo la tragedía de las dos
Españas enfrentadas

permanentemente. Era la España de las
matanzas de los frailes y la
España que

salía al campo en defensa
de los derechos de Dios. "Y desde entonces la guerra civil creció
en intensidad, y fue guerra como de tribns salvajes lanzadas al
campo en las primitivas edades de la historia, guerra de exter­
minio y asolamiento, de degüello y
represalias feroces,
que duró
(14) Comellas, José Luis: El Trienio Constitucional; Rialp, Ma­
drid, 1963; Cuenca,

José
Mamiel: D.

Pedro de
Inguanzo y

Rivero. Ulti­
mo Primado del Antiguo Régimen;
Rialp, 1965.
(15)

Oyarzun, Román:
Historia del Carlismo; pág. 13. Alianza Edi­
torial.

Madrid, 1969 . .
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LA CRJSIS DE LA AUTORJDAD
siete años, que levantó después la cabeza otras dos veces, y quizá
no la postrera, y no ciertamente por interés dinástico, ni por in­
terés fuerista,
ni siquiera por amor muy declarado y -fervoroso
a este o al otro sistema político, si no por algo más hondo que todo
eso, por la instintiva reacción del sentimiento católico, brutal­
mente escarnecido, y por la generosa repugnancia a mezclarse con
la turba en que ·se infamaron los degolladores de los frailes y los
jueces de los degolladores, los robadores y los incendiarios de la
Iglesia y los vendedores y los compradores de sus bienes.
j De­
plorable estado de fuerza a que fatalmente llegan los pueblos cuan­
do pervierten
el recto camino y, presa de malvados y sofistas, aho­
ga en sangre y vociferaciones el clamor de la justicia!" (16}.
Sólo muy a finales del siglo, y exceptuando reducidísimas mi­
norías en algunas ciudades para las que el constitucionalismo tuvo
alguna autoridad, apareció un grupo de españoles para los cuales
no tenía sentido ni las ideas tradicionales de las masas campe­
sinas ni la monarquía restaurada en Sagunto. No deja de ser sig­
nifir.ativo que cuando Zumalacárregui sitiaba Bilbao con catorce
batallones de voluntarios (17) las agitaciones campesinas de sen­
tido revolucionario contaban con el motín de "sesenta braceros de
Algarinejo" (18), en el que ciertamente no llegó la sangre al río.
Pero a partir del último tercio del siglo comenzó a nacer una
segunda fuerza {19) que iba a disputar a los tradicionalistas la
autoridad que hasta entonces únicamente en ellos había estado.
Y a partir de entonces el "poder" que había conseguido triunfar
iba
a ir debilitándose progresivamente hasta encontrarse de nuevo
con un respaldo
de autoridad que costó un millón de muertos.
Autoridad que es, en palabras de Enrique Gil y Robles, "el libre
(16) Menéndez y Pelayo, Marcelino: Historia de los Heterodo:rois
Españoles, tomo II, pá,¡. 956; BAC, 1956 .
. (17) Oyarzun, Román: Op. cit.-, pág. 66.
(18) Sá.nchez Jiménez, J.: El Movimiento Obrero y sus orígenes .en
Andalucía, pág. 23, Zyx. Madrid, 19fJJ. 2.ª edició
(19) Gómez Casas, Juan: Historia del anarcosindica'lismo español, Zyx.
Madrid, 1%9. 2.ª edición,
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FRANCISCO JOSE FERNANDEZ DE LA CIGOFIA NUFIEZ
reconocimiento de dicha autoridad y la conformidad espontánea
con su acción directiva" (20).
Es este libre reconocimiento, que aún en el siglo pasado acom­
pañaba permanentemente a personas o instituciones por encima
de sus defectos, el que ha hecho crisis en los tiempos actuales.
Crisis que tiene sus orígenes hace ya varios siglos, pero que hoy,
agudizada y acelerada, amenaza trastrocar poderes. Porque no sólo
Estados nacionales, como el francés en el "mayo rojo" de 1968
ven tambalearse su poder desasistido de la autoridad, sino que
incluso organizaciones que hasta hace poco parecían invulnerables,
como la Iglesia Católica o el comunismo internacional, presencian
mil oposiciones que el poder dimitido de la primera o. los tanques
del segundo no aciertan a sofocar. Porque cuando la autoridad se di­
fumina y el poder, como fuerza coercitiva, falta, carece de importan­
cia el saber si la justicia acompaña o no a la institución que
ago­
niza. · Al menos desde un punto de vista práctico.
El discurso de Don~so Cortés es, en la comparación de los
dos termómetros, revelador a este respecto (21 ). Cuando la reli­
gión, es decir, un acatamiento cordial y generoso a una autoridad
regula unas relaciones, apenas hace falta el poder. Pero cuando
esa adhesión desaparece, "cuando la represión religiD'sa no exista,
uo habrá bastante con ningún género de gobierno; todos los des­
potismos_ serán pocos".
La crisis de la autoridad empieza con una perversión intelec­
tual cual fue el planteamiento del problema de los universales (22)
y que afectó substancíalmente a la filosofía occidental. Ni el realis­
mo exagerado ni el .nominalismo permi.tirán el recto conocimiento
de la realidad. El considerar a los universales realidades concre­
tas, cosas, o por -el contrario, puras palabras, jlatus vocis, tiene
(20) Gil y Robles, Enrique: Trata&o de Derecho Político según los
principios de la filosofía y el derecho cristiatws, tomo I, pág. 1.18. Afro­
disio
Aguado. Madrid, 1961. 2.ª edición.
(21) Donoso Cortés, Juan: Obras completas, tomo II, págs. 197-201;
BAC. Madrid, 1946.
(22) Fraile, Guillermo, OP.: Historia de lo Filosofia tomo II, pá-
ginas 35'3 y sigs.; BAC, Madrid, 1966. 2.ª edición . ,
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LA CRISIS DE LA AUTORIDAD
una trascendencia que puede escaparse a una mirada superificiat
sobre el tema. Porque podemos afirmar con Blanc
(23) que "los
que

han considerado como simples disputas de palabras los de­
bates interminables y, a veces, trágicos a que dio lugar el proóle­
ma de los universales en la Edad Media, no han querido
:~en­
der
la

trascendencia del problema.
La cuestión de los:universales,
en

efecto, es la del origen mismo y objetividad de
nue.tr,;, ,cono­
cimiento.

Todas las cuestiones capitales de la filosofía están liga­
das a ésta; resolverla bien es determinar ya la verdadera naturale­
za del hombre y las condiciones de la certeza".
La escolástica, con
el realismo moderado, solucionó
la disputa, pero la filosofía moder­
na se aparta peligrosamente de las sendas que trazaron los esco­
lásticos. Y si no podemos creer en verdades absolutas, son difíciles
las adhesiones dnraderas. Y el papel de la ,inteligencia alcanzó su
más baja cotización.
J ean Ousset (24) señala con claridad meridiana las conse­
cuencias religiosas y políticas del nominalismo. Especialmente en
el plano religioso, la
fe no será ya este asentimiento dado por la
inteligencia bajo
·los fuegos
de
la gracia a una enseñanza (dog­
mática y universal) recibida
ex auditu, sino que es fatal que sea,
es imperiosamente lógico que devenga ese "sentido religioso cie­
go que brota de las profundidades tenebrosas de la subconsciencia
moralmente informada bajo la presión del corazón y que la Iglesia ha querido rechazar lejos de ella por
la fórmula del ju­
ramento antimodernista''.
Y continúa señalando J ean Ousset: "Siendo sólo real lo singu­
lar, fluyente, y no lo universal, lo general, se comprende que so-­
lamente el testimonio, la experiencia, la encuesta sean para el no­
minalismo medios de formación netamente preferidos a la ense­
ñanza doctrinal o dogmática" (25). Cosa que veroos proliferar
(23) Blanc, Dictionaire de Philosophie, artículo "Nominalisme", pá­
gina 886, citado por Jean Ousset: ln.tro&ucción a la Política, VERBO, pá­
gina 9, serie I, núm 3.
(24) Ousset, Jean: VERBO, serie I, núm. 3, págs. 12 y sigs., 1961.
(25)
Ousset, Jean: Op. cit., pág. 14.

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FRANCISCO ]OSE FERNANDEZ DE LA CIGOl'
en estos años postconciliares aún desconocidos como experiencia
cuando Ousset escribía estas páginas.
Pero el nominalismo viene a dar la mano a la postura opuesta
der realismo.

Tan peligroso es considerar a las ideas como puros
"nombres" como tenerlas por supremas realidades. Por un lado
llegamo.s a todos los materialismos, por el otro, a las utopías idea:
listas, y como todas estas .'!'.repúblicas", "ciudades" o "falansterios"
resultan inedificables, es preciso recurrir a los totalitarismos para
conformar de algún modo la realidad. Por un camino o por otro,
o mejor, andando los dos al mismo tiempo, pues en el hombre se
produce esta duplicidad contradictoria, cada vez nos sumergimos
más en un materialismo total mientras preconizamos construc­
ciones políticas "ideales" cuyos contínuos fracasos no terminan
de desilusionarnos. El franciscano
inglés Guillermo
de Ockhan
(26) transmite
un
neonominalismo al siglo xrv, y si bien su fid~-smo salva en parte,
al menos desde el punto de vista de la herejía subjetiva, sus creen­
cias personales, favorece el escepticismo en filosofía
y puede con­
siderarse un precursor de la Reforma protestante por sus críti­
cas al Papado.
No
se ha considerado suficientemente lo que supone para
el
hombre de incertidumbre el darle una filosofía que le conduzca al escepticismo o · a las peligrosas abstracciones de todos los idealis­
mos. La quiebra producida cuando
la verdad dejó de ser axle­
qU(IJtio rei et intel-lectus para no ser o para convertirse en subj,eti­
vismo es un desgarro irreparable producido en la autoridad. Y lo que podía parecer simple disputa intelectual
iba a
tener irre­
parables
consecuencias políticas.

Ha dejado de preocupar la ver­
dad de las cosas para
ser sustituidas

por mitos. El profesor De
Corte
(27) lo dice admirablemente refiriéndose al marxismo, "que
existe solamente en palabras, en discursos, en representaciones
mentales, en promesas, pero que cuando -se institucionaliza se
deS-
(26) Fraile, Guillermo, O. P.: op. dt, pág. 1111 y sigs.
(27) Corte,

Marcel de:
La Philo'SO'phie dans le monde d'aujounfhui:
ltineraires, enero 1967, núm. 109, pág. 84.
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LA CRJSIS DE LA AUTORJDAD
vanece en beneficio de la instauración de una nueva clase diri­
gente que detente el ¡xxler político y los medios de. producción
pretendidamente poseídos por la colectividad".
Lo que explica la
desilusión de húngaros, alemanes, checos o polacos, pues es im­
posible mantener el mito eternamente. Las construcciones que al
contrastarlas con la realidad -y por muy pervertida que esté la
inteligencia humana siempre le quedará este último asidero- apa­
rezcan falaces, antes o después perderán autoridad. Y entonces se
desmoronará por muchas ·adhesiones que haya conseguido. Y aun­
que el hombre moderno parezca condenado a perder la inmedia­
tez de lo real, como Juan Vallet señala en su
Derecho y sociedad
de masas (28), siempre tendrá en lo más íntimo de su alma, al
menos, el sentimiento de que su vida, sin referencias ni certidum­
bres, es un oscuro .camino .que no :eonsiguen iluminar las campa­
ñas mediatizadoras de voluntades de los medios de comunicación
social.
U na gran conmoción que sacudió a la Cristiandad en
el siglo
xvr fue la segunda gran brecha abierta en las murallas de la auto­ ridad. El Romano Pontífice representaba la autoridad religiosa
indiscutida. Lutero y sus seguidores romperán este universal aca­
tamiento al maestro de la ortodoxia y separarán al mundo cris­
tiano en dos mitades irreconciliables,
y ello en tiempos en que la
amenaza turca cernía oscuros presagios sobre Europa.
La sombra de Ockhan, ya señalada por el dominico Heinrich
Denifle, hoy tan denigrado por algunos
ecumenistas (29),
cubre
generosamente a Lutero (30). E incapacita al protestantismo para
una filosofía verdadera al minimizar el valor de la inteligencia.
Etienne Gilson lo señaló profundamente en su trabajo Christia­
msme et p,hilosop,hie que ltinera;Í,re,s publicó hace unos años (31).
(28) Vallet de Goytisolo, Juan: Derecho y sociedad de masas, p.á
ginas

144 y sigs. Taurus. Madrid, 1969.
(29) Delumeau, Jean:
La Refonna, págs. 204 y sigs. Labor. Bar­
celona, 1967.
(30) García Villoslada, Ricardo, S. J.: Raíces históricas del protes­
tantismo, págs. 104 y sigs.; BAC. Madrid, 1969.
(31) Gilson, Etienne: Christianisme_ et Philosaphie: Jtineraires, nú~
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FMNCISCO /OSE FERNANDEZ DE LA CIGORA NUREZ
De la reforma protestante salió muy quebrantada la autoridad
religiosa, aunque sus protagonistas creyesen que con -ello .sa1vaban
la religión. Quedaba ya solamente una esfera sin alcanzar, aunque
profundamente minada. Y era la del Estado, entonces constituido
casi universalmente en forma de monarquías.
A partir de la Reforma el poder del monarca se hizo abso­
luto. Y era natural que así fuese. El poder por sí mismo, si no
encuentra las barreras que toda sociedad bien constituida tiende
a oponer le para lograr con jugar armónicamente sumisión y
li­
bertad, tiende al despotismo. Si el hombre no piensa bien no po­
drá construir diques que contengan las riadas totalitaristas. Y si
la Iglesia no podía enseñar a ese hombre las verdades de salva­
ción que trascienden pero se apoyan en un recto orden natural, era
inevitable que el poder se hiciese absoluto
y era no menos inevi­
table que con ello perdiese autoridad, aunque una adhesión de siglos no fuese posible borrarla en pocos
años.
La

sentencia de las Etimologías isidorianas sería prescrita en
las monarquías que siguieron a la Reforma y, sin embargo, encie­
rra todo el profundo saber del hombre verdaderamente libre:
Rex eris si recte facias; si non facias non eris (32). A esta mo­
narquía de legítimo ejercicio es a la que Donoso Cortés califica­
ría muchos siglos más tarde como "el más perfecto de todos los
gobiernos posibles"
(33), en el que el poder era "uno ... perpetuo ...
y limitado" (34). Estos límites al poder "porque donde quiera
encontraba una resistencia n_atural en una jerarquía organiza­
da" (35), eran, por naturales, la base misma de la autoridad del
poder. Y eran, además, una base permanente.
meros li13, 114, 115, 1-17 y 118. Mayo, junio, julio-agosto, noviembre y
diciembre 1%7.
(32) Isidoro, San: Etimologías, citado por Llorca, García Villoslada
y Montalbán en Historia de la Iglesia Católica, tomo I, pág. 677; BAC.
Madrid, 1964. 4.1' edición .
. (33) Donoso Cortés, Juan: Carta al Director de 1a Revue des deux
mondes, Par[s, 19-6,1852. Obras, vol. II. pág. 259. Madrid, 1892.
(34) Donoso Cortes, Juan: Op. cit., pág. 258.
(35) Donoso Cortés, Juan: Op. cit., pág. 259.
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LA CRISIS DE LA AUTORIDAD
La demagogia que el hombre conoció y padeció desde el co­
mienzo de los siglos puede lograr autoridades pasajeras, y la
Historia, maestra de la vida, nos habla de los mil Cleones que en
el mundo han sido. Pero su final siempre es el mismo y las con­
secuencias para los pueblos siempre trágicas.
El trono de los reyes absolutos no podía permanecer sin .daño
cuando se habían subvertido los principios en que se apoyaba.
La
Revolución será, pues, el tercer ataque contra: lo que restaba. autoridad. La revolución entendida como trascendencia a todas
sus realidades concretas y que, en frase de Jorge Siles Salinas,
podemos definir como una "intoxicación utópica'' (36), porque ésta
es su radical característica; basada en idealismos, una vez más
el gran pecado de pensar alejándonos de las realidades concretas,
erigiendo
como dogmas postulados inalcanzables y queriendo
bo­
rrar el pasado ha querido presentarse como la única fuente de auto­
ridad desde el momento de su aparición. Y para ello necesitó de
unos postulados mentales diferentes de los que hasta entonces
ha­
bían venido rigiendo la vida de los hombres.
El padre de estos postulados fue Juan J acabo Rousseau; y
tres fueron los dogmas de la nueva religión:
La negación del pe­
cado original, la igualdad radical de todos los hombres y la so­
beranía popular. Las tres afirmaciones rompen totalmente con el
pasado; las tres afirmaciones hieren de muerte a la
aut~ridad ..
La negación del dogma cristiano del pecado. original tiene in­
calculables consecuencias, no sólo en el orden religioso, sino tam­
bién en el político. E incluso en el literario. A partir de· entonces
la historia del buen salvaje conmoverá los espíritus e introducirá
en ellos un amargo reproche contra la sociedad. Las doctrinas
anarquistas tendrán el campo abonado. Y la autoridad de la Igle­
sia, sostenedora de la caída original de Adán, queda profunda­
mente afectada.
La ignaldad de todos los hombres, la igualdad jurídica, polí­
tica, social y económica de todos los hombres "constituye --en
(36) Siles Salinas, Jorge: Ante la Historia, pág. 86. Editora Nado~
nal. Madrid, 1969.
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FRANCISCO /OSE FERNANDEZ DE LA CIGOFIA NUFIEZ
frase de Eugenio Vegas (37)-un desarrollo patológico y mons­
truoso de un principio verdadero, siempre defendido
y propagado
por la Iglesia católica, el principio de igualdad de naturaleza de
todos los hombres".
La doctrina católica sobre la igualdad aparece reflejada en las
siguientes palabras de León XIII: "Según la enseñanza evan­
gélica, la igualdad de los hombres consiste en que, teniendo todos
la misma naturaleza, están llamados todos a la misma eminente
dignidad de hijos de Dios; y además en que, estando establecida
para todos una misma fe, todos y cada uno deben ser juzgados se­
gún la misma ley para conseguir, conforme a su merecimientos,
el castigo o la recompensa. Sin embargo, existe una desigualdad de derecho
y de autoridad que deriva del mismo autor de la na­
turaleza:, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra
(El. 3.15)" (38).
Igualdad nada tiene que ver con igualitarismo, el cual, siguiendo
a
Kelsen; lleva

forzosamente a la conclusión de que "nadie debe
mandar a otro" (39). La anarquía aparece de nuevo como salida
lógica de todos estos planteamientos ilógicos. Y la autoridad se resiente una vez más. Sólo que últimamente ha sufrido tantos
y
tantos ataques que existe el peligro de que·muera de alguno de­
finitivamente.
Y, sin embargo, es necesaria para que los hombres
puedan vivir. Por último, el
eón.trato social
constituye
el tercer dogma ru­
soniano

de directas consecuencias antiautoritarias. Siguiendo al
profesorPuy (40) transcribimos: "¿Qué afirma en _substancia el
(37) Vegas Latapié Eugenio: Et nvito del igwalitarismo, VERBO, mayo­
junio-julio
1969, núms. 75-76, págs. 377 y sigs.
(38) León XIII: Quod Aposfulici Muneris: Doctrina Pontificia. DO'­
cumentos
Polítiws, pág. Ci6; BAC. Madrid, 1958.
(39) Kelsen: La democratie. Sa natur.e. Sa valeur. Recueil Sirey,
pág. 2, París, 193'.2. Citado por Eugenio Vega.s en Consi"tkraciones sobre
la democracia. Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pág. 79,
Madrid, 1%5.
(40) Puy, Francisco: El mito del Con.trato social. VFJRBO, abril 1969,
núm. 74, págs. 'lf!S y sigs.
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LA CRISIS DE LA AUTORIDAD
convencionalismo? Afirma que la sociedad tiene su origen en un
pacto, en un contrato, en una convención· realizada por
y entre
hombres. Como puede apreciarse en el acto, esta tesis afirmativa
implica, desde su principio mismo, una tesis negativa. El contrac­
tualismo, en efecto, niega que la sociedad sea un hecho natural,
originario, espontáneo e inevitable. Niega, por tanto, que en el
hombre haya una tendencia social natural" ( 41). Y termina afir­
mando: ''la. idea del contrato social es un mito'', entendiendo J:X>f
mito "lila proposición o colljunto argumental más o menos com­
plicado que se caracteriza por tres notas típicas:
a) El mito expresa tesis erróneas.
b) El mito expresa simultáneamente tesis cora:ectas.
e) El mito se manifiesta dotado de un gran poder sugestivo
para estimular la acción colectiva.''
Este "poder sugestivo" ha hecho que estas doctrinas imperen
en una parte del_ mundo, la más avanzada técnicamente, pero que
si se compara con el resto de la humanidad es una ínfima parcela
en
el espacio y en la población. El sistema democrático liberal,
con no pocas virtudes, sobre todo si se le compara con regímenes
totalitarios y con no menores inconvenientes, es hijo de las tesis
rusonianas. Es viable en países de alto nivel de vida
y que no se
encuentra ante encrucijadas históricas. Es tolerado, sin fervor, por
los ciudadanos con esa mansa impotencia de los burgueses que
creen disfrutar de lo mejor por el hecho de que es eso lo que po­
seen.
Como también les parece natural esta civilización del infarto,
la velocidad y
la polución atmosférica.
La democracia liberal, el régimen de los partidos, podrá ser un
mal menor incluso deseable en determinadas circunstancias. Y
quizá en este estado en que nos encontramos el único posible.
Pero la situación del momento no debe hacernos perder de vista
que es mucho mejor políticamente el asentimiento fervoroso de
una nación en unas ideas pC>f tcxios compartidas, y que es lo que,
a fin de cuentas, hizo grandes a los pueblos .
... ,
1 ,~. ~.h$.!;~n_~fón_
.el~ctoral que, salvo circunstancias críticas, va
(41) Puy, Francisco: Op. cit., págs. 283-284.
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FRANCISCO ]OSE FERNANDEZ DE LA CIGO1'A NUf alcanzando límites impresionantes en la democracia occidental, vie­
ne a señalar el JX)CO interés que en el ciudadano medio existe por­
que ganen
socialistas o cristiano-demócratas, conservadores
o
li­
berales. Y esas masas que hoy votan blanco y mañana negro o
que votan
por sistema lo contrario de lo que está en el poder o
que no votan, ejercen un derecho mítico que si se analiza el fondo
de la cuestión a ellas no les sirve de nada
y a la nación tampoco.
No se postula una "República de Venecia" en la que una ce­
rrada oligarquía decida sobre vidas y haciendas de todos. Pero es realmente trágico el espectáculo de las masas endomingadas que
se acercan a las urnas con la estúpida mueca risueña de la satis­
facción del ignorante. Juan Vallet, en una obra que pasará a la
historia del pensamiento español
{ 42), nos brinda la radiografía
de estas masas que son el más grotesco remedo de un con junto de
hombres libres .. En estas condiciones son imposibles las adhesiones
profunda y duraderas. Nunca ha sido más mudable la opinión
pública. Nunca más inestables los Gobiernos.
Y nunca más gran­
diosas las manifestaciones de apoyo o reprobación. Una paradoja
más de estos días paradójicos.
Sólo la comunión en unas
mismas ideas

puede hacer que
vuelva la autoridad a hacer fácil y generosa la convivencia. Sólo
unas ideas verdaderas pueden hacer a la autoridad permanente.
Es una necesidad perentoria del mundo de hoy. Si no sabernos
resolver este problema todas las luchas fratricidas aparecerán en
el horizonte. Porque solamente la eficacia y la técnica no conse­
guirán aunar
las voluntades de los hombres. Gonzalo Fernández
de la Mora, en un libro desmitificador como es
El crepúsculo de
l,,s ideofog/,as (43), habla del "experto". O, lo que es lo mismo
y
en terminología más dialéctica, del tecnócrata. Cuando afirma
que "se imponen los expertos" (
44) diée nna verdad. Pero in-
(42) Vallet de Goytisolo, Juan: Derecho y sociedad de masas. Taurus.
Madrid, 1969.
(43) Fernández de la Mora, Gonzalo: El crepúsculo de la,s ideok>gías,
Ed. Rialp, S. A. Madrid, 1965.
(44) Fernández de

la
Mora: Op. cit., pág. 120.
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LA CRJSIS DE LA AUTORJDAD
completa. El Gobierno en los últimos años del siglo xx se ha
hecho tan complejo que no puede ser asunto de retóricos
amateurs.
Pero
el frío e inteligente tecnócrata no basta.
La eficacia no co­
secha por sí sola adhesiones generales. Aun suponiéndola ador­
nada de todas las virtudes, entrega, honestidad, autoridad, etc.,
cosa que ya es mucho suponer, la sociedad necesita para ser go­
bernada, ideales. Si los tecnócratas olvidan esto se llega a un tota­
litarismo tecnocrático imposible de mantener o se hunde el siste­
ma ante la indiferencia general. Esto sólo puede evitarse recreando
la autoridad. Y quizá para -ello tenga que volver a alzarse contra
el azul del cielo el desafío vibrante de banderas y canciones.
J osiah Royce ( 45) introduce en su pensamientó una idea de
tanta resonancia en nuestro siglo. pasado como es 1a de "causa", y
que es para el pensador americano "un cierto tipo de unidad que
reúne a una pluralidad de personas en el seno de una vida común".
El comprometerse a una causa, 1a que sea, da sentido a una vida
por encima del materialismo monótono del acontecer diario.
Pero para ponerse
al servicio de una causa se requiere una
autoridad. Sin ella, el hombre
se embarca en esas pequeñas causas
unipersonales
y egoístas, que quizá terminen llenándole las manos
pero dejándole vacío el corazón.
Qué difícil va a ser en estos días en que se dice al caminante
que no existe camino, que éste
se hace al andar, el volver a las
sendas trilladas y fáciles por las que el viajero se sentirá acom­
pañado, seguro
y sabiendo adónde va. La autoridad la hace el
tiempo, el amor, la fe, Dios. Hoy lo de ayer es ya viejo, el amor
ha dejado el sitio al puro placer del sentido; la fe está en crisis y
los teólogos hacen teología de la muerte de Dios. Todo parece
concertarse contra la autoridad. Y el hombre
se convierte

enton­
ces en

lo más absurdo que imaginarse cabe. En un rebelde sin
causa.
(45) Royce, Josiah: Filosofía de la fidelidad, Editorial Hachette. Bue-­
nos

Aires, 1949. Citado por Jorge Siles
Salina~: Ante
la
historia, pág. 22.
Editora

Nacional. Madrid, 1969.
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