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Número 219-220

Serie XXII

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Actualidad de Louis Veuillot

La editorial Anchieta, de Sao Paulo, nos ha dado una nueva edición de la gran obra de Louis Veuillot sobre Nuestro Señor Jesucristo, en la clásica traducción de Castilho.

Pocos libros habrá tan oportunos como éste y poquísimos autores tendrán, en nuestros días, la autoridad de un Louis Veuillot.

A pesar del valor literario del original y de la traducción, la Vida de Cristo, de Veuillot, no es una obra meramente literaria como otras que se han escrito. Tampoco es crítica o apologética, ni siquiera polémica, a pesar de haber sido ocasionada por la aparición del pérfido libro de Renan.

Se trata de una obra expositiva, esencialmente religiosa, en la que el autor sigue, paso a paso, el Evangelio. De ahí la objetividad y la grandeza de sus páginas, en contraste con ciertos libros recientes en que la pequeñez de sus autores cae vencida por la sublimidad del tema que los desafía y aplasta.

«Cristo ayer, hoy, y por todos los siglos», son las palabras de San Pablo que se tienen presentes desde el principio al fin de la lectura. Jesucristo como centro de la Historia: preparado en el Antiguo Testamento y anunciado por los Profetas; viviendo entre nosotros, tal como lo relatan los evangelistas; continuando en la Iglesia y extendiendo por los siglos su dominio incontestable de Rey de todos los pueblos y Señor de todos los dominadores. Primero, la humanidad en las tinieblas del pecado, suspirando ansiosamente por la venida del Salvador; después, el Hijo de Dios que vino a redimirnos; por último, la Iglesia Católica perpetuando la obra de la Redención.

Cuando reflexionamos a la luz de tal perspectiva, ¡cuántos acontecimientos incomprensibles, a primera vista, se nos vuelven de una claridad meridiana! Cuando consideramos de ese modo la figura de Jesucristo proyectada en el tiempo y en la eternidad, sentimos vivamente aquella poderosa fuerza de atracción que le hizo decir: «Cuando Yo sea exaltado, os llamaré a todos a Mí».

Leyendo a Veuillot en los varios ensayos que dejó, en los estudios históricos, sociales o políticos, en los artículos del Univers, en análisis psicológicos o en reflexiones de viaje, en sus cartas y en sus escritos íntimos, tenemos la impresión de que nunca desviaba su mente de aquella verdad enunciada por el Apóstol y expresada figuradamente en el grabado italiano del siglo XVI que acompaña a la presente edición de la Vida de Cristo, reproducida de la edición parisina de Firmin-Didot. En este grabado vemos a Jesucristo sentado sobre el globo terráqueo en un carro conducido por el ángel y los animales simbólicos de los cuatro evangelistas, auxiliados por los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina, San Gregorio Magno, San Jerónimo, San Agustín y San Ambrosio. Preceden al cortejo los santos del Antiguo Testamento, entre los cuales vemos a Adán y Eva, Abel, Noé, los patriarcas, el rey David, los profetas y sibilas, los santos inocentes. Acompañando al carro triunfal, en el que Jesucristo está empuñando el cetro de la soberanía universal, vienen los santos del Nuevo Testamento, San Juan Bautista al frente, y en seguida los Apóstoles, los Mártires y los Confesores.

Veuillot fue un esforzado soldado del Divino Rey, por cuyos sagrados derechos peleó sin cesar con su pluma de fuego. Miles Christi, en la plena acepción de la palabra, enteramente identificado con la Iglesia, reprendió sin contemplaciones a los «hombres de espíritu» de su tiempo, imbuidos de volterianismo, desenmascaró la hipocresía del denominado libre pensamiento y, por último, sacudió la conciencia de los mismos católicos entorpecidos por las toxinas del liberalismo que inficcionaba el ambiente.

Acertaron los editores de sus obras completas –P. Lethielleux et Fils, París– al colocar la Vida de Cristo como el primero de los cuarenta gruesos volúmenes que constituyen el magnífico legado de Louis Veuillot, un preciosísimo tesoro de las letras francesas. A este libro consagró su autor lo mejor de sus esfuerzos y de sus afectos. Fue a terminarlo recogido en los austeros muros de la Abadía de Solesmes, junto a su amigo Dom Guéranger. Y de cómo vivió su obra, nos da una idea esta declaración, que para ser bien apreciada, no puede traducirse: «Je travaille avec une allégresse charmante. Je nage dans les Évangiles, j'y trouve cent mille beautés que je n'avais jamais vues. J'ai vingt ans, je souris, j'aime. Oh! que ce pauvre diable de Renan a travaillé a mon profit. II se peut que je ne fasse rien que de très médiocre pour les autres; mais pour moi, je me fais un chef-d’œuvre, je m'amasse des montagnes de foi, je me convertirai…».

Mostrando a los hombres de su tiempo quién era verdaderamente el Hombre-Dios que Renan desfiguraba, Veuillot se nos presenta, ya alcanzada la madurez, como aquel mismo joven de dieciocho años escasos que, iniciando la carrera literaria en un diario de provincias, en su primer artículo, de crítica teatral, al condenar el convencionalismo de ciertos autores exclamaba: «Vérité, voila ce qu'il nous faut!».

Fue siempre un apasionado de la verdad. Al escribir la Vida de Cristo, tenía ante sí Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida y que le inspiraba en las memorables campañas periodísticas, dirigidas contra los errores insidiosos de los enemigos de la Iglesia y contra las mentiras de la Revolución.

Escritor entre los más grandes que ha habido, nunca se preocupó por el estilo o la retórica. Cuando se arrebataba, era de una elocuencia natural, espontánea. Respecto a su estilo, bien podemos decir de él, lo que de los escritores del siglo XVI, en

Portugal, escribió Aubrey Bell: el estilo les venía sin esfuerzo alguno «porque escribían sin mirar a artificios verbales pero con la plenitud del corazón recogido en sí mismo y procurando expresar lo que en sí mismo sentía».

Esa plenitud del corazón la encontramos en Veuillot cuando se expande con una vehemencia muy comprensible en quien no escribía entre las cuatro paredes de una celda sino en el ambiente febricitante de una redacción de periódico. Vehemencia mucho más justa en quien vibraba de indignación ante el farisaísmo de los que atacaban a la Iglesia en nombre de la libertad o ante la inconsciencia de los que pretendían conciliar el Catolicismo con las libertades modernas.

Pero siempre es con altura y sinceridad, sin artificialidad alguna, como expresa todo cuanto lleva en el alma. Sainte-Beuve se extasía delante de determinadas páginas de Veuillot. El perfil de los emperadores, la necrología del mariscal Saint-Arnaud, las consideraciones sobre la guerra y el hombre de guerra, el paralelo entre el padre y el soldado, el regreso de la guardia imperial son obras principales según el juicio de este crítico. Para Jules Lemaire, la «maravilla de las maravillas» se encuentra en las primeras páginas de Ça et Là, interesantísimas divagaciones que tienen mucho de autobiografía.

En el género epistolar ya le consideraron el primero de la literatura francesa. De su novela L'honnête femme, basta decir que el mismo Sainte-Beuve lo consideró, en ciertos aspectos, al describir las costumbres locales, superior a Balzac. Y de Libres penseurs, con su curiosa galería de periodistas, políticos, novelistas, filósofos y mujeres ilustradas, alguien dijo que hacía palidecer les Caractères, de La Bruyère.

¡Cómo supo vencer con gallardía a todos los adversarios con los que se enfrentó! Con qué irresistible ironía castigaba a los «respetables» articulistas del Journal des Débats y a los «grandes hombres» de la burguesía revolucionaria hecha conservadora por la fuerza de los acontecimientos… Fulminó a Víctor Hugo, reduciéndole ·a las debidas proporciones. Solamente Voltaire, en opinión de un biógrafo, habría podido enfrentarlo a sí mismo para perder la cabeza…

Pero lo que por encima de todo realza a este hombre notable en tantas manifestaciones del genio literario, lo que más perfectamente caracteriza su vida y su obra, es el cuño católico y de un catolicismo sin mancha.

Sirvió a la Iglesia sin desfallecimiento y sin contemporizaciones y sin retrocesos de ninguna clase.

Ahí se encuentra la mayor lección dejada por Louis Veuillot, la razón de su gran actualidad en nuestros días.

Vivimos en medio de tal confusión entre el bien y el mal que, los mismos católicos son, muchas veces, los primeros en patrocinar las causas de los enemigos de la Iglesia. Hasta la misma distinción entre el bien y el mal va desapareciendo y se llega a aliar la práctica de los Sacramentos con cierta mentalidad pagana y materialista. Son los últimos frutos de la «secularización de la sociedad» que los Pontífices están denunciando y que, en el siglo pasado, hombres de la estirpe de un Monseñor Gaume y un Veuillot, en Francia; de un Balmes y un Donoso Cortés, en España, supieron comprender con tanta nitidez y sentir tan vivamente en la esencia de los movimientos sociales nacidos del protestantismo y de la Revolución francesa.

El verdadero espíritu católico va desapareciendo en muchos, incluso en algunos que se presumen opuestos al espíritu del mundo y pioneros de un Cristianismo rejuvenecido. El liberalismo, el americanismo y el modernismo condenados por Pío IX, León XIII y Pío X, están todavía bien vivos y en ciertos círculos aumentan su fuerza de expansión.

Algunos se preocupan en adaptar la religión al mundo, en lugar de procurar llevar al mundo hacia la verdad religiosa. De ahí la mentalidad que hizo posible la vergonzosa táctica llamada la politique de la main tendue. Pretenden, a toda costa, establecer un modus vivendi entre la Iglesia y la sociedad secularizada de hoy, una alianza del Cristianismo y la Revolución.

Por todo ello, las lecciones de Veuillot deben ser nuevamente oídas.

Es claro que si el redactor jefe del Univers volviese hoy al mundo, sería considerado por respetables periodistas de la gran prensa burguesa, un «espíritu estrecho», en cuanto que los que se dicen católicos «ilustrados», «avanzados» o «progresistas», le acusarían inmediatamente de estar favoreciendo el neofascismo.

Sin embargo, Veuillot no tendría demasiado trabajo con estos nuevos adversarios. Le bastaría con reproducir algunos de sus artículos del tiempo de la Monarquía de Julio, de la II República o de la Comuna de París, para darles cabal respuesta.

Hay artículos que valen batallas, decía don Carlos de España en carta dirigida al gran periodista. Y, añadía: los artículos del Univers son verdaderas victorias inscribibles en los anales de la lucha contra la Revolución.

¿Qué decir, entonces, de la colección de artículos que ocupa numerosos volúmenes de sus Obras completas?

¡Que constituyen una formidable guerra a la Revolución!

Veuillot fue, en esa guerra, el mayor Mariscal de Francia.

* Artículo publicado en 1948 y que reproducimos con motivo del centenario de la muerte de Louis Veuillot.

(Traducción de ESTANISLAO CANTERO).

 

 

[*] Artículo publicado en 1948 y que reproducimos con motivo del centenario de la muerte de Louis Veuillot.