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Número 381-382

Serie XXXIX

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Razón del estudio

RAZÓN DEL ESTUDIO (•>
POR
JUAN ANroNio Wmow
Las preguntas ¿por qué estudiar? y ¿cómo estudiar? han sido
hechas
en todo tiempo. Están latentes, desde luego, en el ánimo
de las personas
que por oficio tendrían que tener las respuestas
a flor
de labios: los estudiantes. Pero la cuestión es: ¿están en ver­
dad latentes? Y
en el supuesto de que, al menos latentes, ahi
estén las respuestas, ¿pueden salir, con algo de claridad,
de los
labios para
fuera?; y, sobre todo, ¿se traducen en una aplicación
práctica y fructuosa'
Ante la posibilidad de
que los estudiantes permanezcan en
estado de estupor frente a tales preguntas, y que las respuestas,
por ello mismo, no atinen a ver la luz, ha habido, también en
todo tiempo, profesores y maestros que se han ocupado de guiar
y dar lumbre
en esta materia fundamental a esos estudiantes ale­
lados. Son muchas las obras que se han escrito y se
han publi­
cado acerca de
la razón y el modo del estudio. Pero hay una dife­
rencia entre aquellas que se escribieron hace algunos siglos y las
que hoy, a veces, se encuentran al alcance de los alumnos uni­
versitarios. En estas últimas se enseña la témica del estudio:
cómo leer con provecho un libro de texto, cómo ordenar y sin­
tetizar lo aprendido, cómo tomar apuntes de
una lección, cómo
distinguir lo esencial de lo accesorio, etc. Todo lo cual,
por cier­
to, es útil y necesario para quien quiera aprovechar en su tarea
e) Reproducimos, con mucho gusto, del volumen correspondiente al año
1999, del anuario de filosofía, historia y letras de la Universidad Adolfo Ibáñez,
de Viña del Mar-(Chile), lntus Jegere, el siguiente ensayo de nuestro ilustre cola­
borador Juan Antonio Widow (N.
de la R.).
Verbo, núm. 381-382 (2000), 157-166. 157
Fundaci\363n Speiro

JUAN ANTONIO W/DOW
de aprender. Pero responden más a la segunda pregunta que a la
primera: más al "cómo"
que al "por qué". Este "por qué" se suele
dar por sabido y entendido, lo cual significa que se le deja en la
tiniebla de la indefinición.
Me voy a ocupar ahora de glosar, agregando algún comenta­
rio, dos escritos notables cuyo único objeto
ha sido el de dar con­
sejos, muy prácticos y sabios, a los estudiantes sobre esta mate­
ria.
El primero de ellos es una breve carta en que Tomás de
Aquino responde a
un estudiante de su Orden que le ha consul­
tado acerca del modo
en que es menester estudiar para alcanzar
el
thesaurum scientiae. En las obras del aquinate esta carta apa­
rece titulada como
Epístola exhortatoria de modo studendi ad
Fratrem Ioannem. El segundo es un opúsculo algo más extenso,
cuyo autor
es un maestro de la Facultad de Derecho de la Uni­
versidad de Salamanca, escrito el año
1453: el maestro se llama
Juan Alfonso de Benavente y el escrito lleva como título
Ars et
doctrina studendl et docendi.
Tomás, en su carta, da dieciséis consejos al hermano Juan.
Llama la atención
que diez de ellos no se refieran a la actividad
especifica del estudio, sino al modo de vida y a
la disciplina per­
sonal que debe practicar el estudiante: éste debe guardar la pure­
za de la conciencia,
no debe dejar de lado la oración, no debe
omitir la imitación de los santos y
de los hombres de bien, ha de
mostrarse amable con todos,
debe saber gustar de la soledad de
su celda. Y los consejos respecto de lo
que debe evitar, para
ordenarse de acuerdo a
una ascesis o disciplina cuyos efectos
han de verse
no sólo en el aprovechamiento del estudio sino en
toda su vida personal, son también claros y escuetos: debes ser
retraido
en el hablar, no ser curioso respecto de los hechos aje­
nos, no entrometerse en las cosas mundanas, no caer en exceso
de familiaridad con nadie, huir del afán de estar en todo.
¿Para qué esta disciplina que, según los criterios de nuestros
tiempos, es ajena
'1ÍÍo que se requiere para alcanzar el éxito en
los estudios? ¿Para qué tales mortificaciones, que, según estima­
ción casi universal, no tienen ninguna relación -y si la tienen,
es negativa-, con el provecho que ha de obtenerse de una
carrera socialmente bien considerada? La respuesta es clara: por-
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que el saber es perfección del hombre, y porque el estudio, en
consecuencia, es la vía para alcanzar esa perfección. No es una
perfección particular y limitada, como puede ser la habilidad para
realizar alguna obra o actividad especificas: el saber, cuya forma
más alta y acabada es lo
que desde muy antiguo se ha llamado
sabiduría, es perfección del hombre completo. Por ello, el estu­
dio, o aplicación diligente para conseguir el saber, compromete
también al hombre completo:
no sólo al entendimiento, también
a la voluntad, que es la facultad
que mueve a todas las demás
potencias hacia el bien último, es decir, hacia
la perfección del
hombre completo.
Es la humanidad del hombre lo que aquí se
halla
en juego. Y los estudios que a esto se ordenan son --según
han sido llamados desde muy antiguo--las humanidades.
No es el momento ahora para hacer un análisis de la relación
entre la vida del entendimiento, del saber, y la necesidad
de la
práctica de las virtudes morales. Podría bastamos,
por ahora, y a
modo de argumento de autoridad, tener
en cuenta que cuando
Tomás de Aquino aconseja
al hermano Juan, tiene como algo del
todo obvio, que no requiere mayor explicación, la existencia de
esta relación. Lo cual debería ser suficiente para hacernos pensar
que algo hay
que justifica esos consejos.
Sin embargo, y como concesión
al posible escéptico, pode­
mos decir que si lo que intentamos conocer es algo superior a
nosotros, más perfecto que el hombre mismo, nuestro entendi­
miento
no se basta a sf para alcanzar lo que busca, porque no
hay proporción entre él y su objeto. Necesita del amor de la
voluntad, por el cual_ se eleva~ pues por el amor nos convertimos
hacia la realidad de lo amado tal como es en sf misma. La con­
naturalidad que el amor de la voluntad
en nosotros produce con
aquello que nos trasciende
en su perfección, permite al entendi­
miento estar
en ello y conocerlo. Y el amor de la voluntad, orde­
nado a su fin, es la virtud moral: virtus dicitur ardo vel ordinaüo
amorls,
dice Tomás. En pocas palabras: quien no ama la verdad
que nos trasciende, no la conoce, aunque pueda tener alguna
noticia de ella. Y amar esa verdad es ordenar
la vida toda del
hombre, mediante las virtudes morales, hacia
ese fin. Ésta es la
razón
por la cual el estudio de las cosas superiores, si no com-
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prende el afecto de la voluntad ni la disciplina que ordena la vida
toda según el amor de la verdad, es estéril.
El maestro Benavente ta~bién se detiene, como Tomás, en la
consideración de las distintas exigencias de esta necesaria disci­
plina. "Nada
-escribe-es tan mortífero para el ingenio como la
lujuria", la cual
han de evitar los estudiantes sobre todas las
cosas,
super omnia. Deben precaverse también las iras y las tur­
baciones
del ánimo, con el fin de que tengan libre el juicio que
ha de discernir bien. También, por razones semejantes, debe evi­
tarse la tristeza: alacris debet esse studens et non tristis. El varón
así templado ha de buscar, en el estudio, las verdades de mayor
substancia y más serias, pues lo meramente entretenido, la ame­
nttas nimia, afemina el ánimo. Al decir lo cual el maestro sal­
mantino
no pretende excluir, por principio, a la mujer de los afa­
nes propios de la sabiduría: sólo está indicando que así como
hay, en la vida del alma, virtudes que por su índole se identifi­
can más entrañablemente con el espíritu femenino, aunque exis­
tan en un varón -como la abnegación, por ejemplo-, del
mismo
modo las hay que son de carácter viril, como, por ejem­
plo, la magnanimidad.
Así lo entendió, y lo mostró en esa alma
suya tan profundamente femenina,
aunque con arrestos de caba­
llero andante, Teresa la grande, la de Avila.
Ahora bien,
no todo lo que un estudiante debe evitar es lo
que se opone a las virtudes fundamentales de la vida moral.
También está aquello
que se hace vicio contrario al provecho del
mismo estudio, como,
por ejemplo, la somnolencia. Hay estu­
diantes para quienes las explicaciones de
un profesor tienen el
efecto
de una canción de cuna. Benavente aconseja que, para
evitar el oprobio de dormirse en clase, se duerma bien y a su
tiempo: un mínimo de seis horas por la noche, levantándose ante
diem,
antes de la salida del sol -lo que, según Aristóteles, pro­
cura la salud del
cuerpo y la agudeza del entendimiento-, y una
hora en el día. Si al estudiar por su cuenta se siente invadido por
la somnolencia, que se mantenga de pie ante el libro, en postu­
ra recta,
y, para estimularse, dé palmadas de vez en cuando sobre
las páginas. Para impedir,
en tiempo de estudio, las vaga.e cogi­
tationes, las fantasías. con vuelo autónomo que llevan a la mente
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a otros mundos, Benavente recomienda que el estudiante se per­
signe y luego se dé con la regla o con otro instrumento. También
advierte que, para que no haya ocasiones de distracción, y para
evitar el tedio, se tenga para el estudio un lugar cómodo y apa­
cible, separado del tumulto popular,
de la vecindad de meretri­
ces, de alcahuetes y de pleitos callejeros.
La primera de las recomendaciones que Tomás de Aquino
hace
al hermano Juan, es que, al encarar y ordenar el estudio, ut
per rivulos, non statim in mare, e!Jgas introire, quia per faciliora
ad difilciliora opoitet devenire (elige entrar como por los ria­
chuelos,
no al mar de inmediato, pues hay que ir por lo más fácil
a lo más difícil).
Lo más fácil es también lo más elemental, aque­
llo cuya ignorancia impide acceder a lo más complejo: es el
orden natural para
un curriculum de los estudios. Benavente es
más explícito para señalar
qué es lo primero y qué lo posterior,
debe el novicio, antes que nada, aprender a leer bien, pues esto
es, para la disciplina del entendimiento, como el bautismo para
los restantes sacramentos: su única puerta de entrada. Se trata de
leer bien en voz alta, condición para que se dé el hábito de la
buena lectura, de la lectura inteligente, para sí mismo. "¿Qué pro­
vecho
-escribe Benavente-puede lograr en cualquier ciencia
aquel que lee a tropezones y titubeando y tan miserablemente
que en los demás sólo provoca lamentaciones?". Éste debe dedi­
car tanto tiempo a aprender a leer bien, cuanto dedica al estudio
de las lecciones el que es
ya buen lector. Junto con el hábito de
la buena lectura,
en estos primeros pasos el estudiante debe
aprender los términos y el vocabulario de la ciencia a la cual se
introduce. En segundo lugar, debe escribir bien, con
buena cali­
grafia y ortograffa, po!Jte et orthographe scribere. Tercero, debe
instruirse suficientemente en la gramática, "la cual es el origen y
principal fundamento de todas las otras ciencias", según escribe
el maestro de Salamanca. Cuarto, el estudiante ha de estar ins­
truido
en la lógica o dialéctica. Y, por último, ha de estar forma­
do en el arte oratoria y en la facultad retórica, con el fin de que
su decir sea justo y pueda expresarse bien. Todo esto correspon­
de, como se puede observar, a los preámbulos necesarios para
acceder a cualquier ciencia.
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Sigue aconsejando Tomás al hermano Juan: "no mires a quién
escuchas, sino que, lo que diga de bueno, recomiéndalo a la
memoria" (non respicias a qua audias, sed qutdquid boni dica­
úJr, memoriae recommenda). La autoridad es esencial en el
aprendizaje: es necesario escuchar
al que sabe más que uno.
Pero la autoridad
no es razón última para el asentimiento y la cer­
teza. Por ello, al escuchar
el estudiante debe aplicarse a enten­
der, para quedarse
no con lo escuchado por haberlo dicho el pro­
fesor, sino
por haberlo entendido como verdadero. Y esto debe
recomendarlo a
la memoria, facultad esencial, pues sin ella el
entendimiento
es como humo que al poco se disipa sin dejar ras­
tro.
La memoria -dice el maestro Benavente----es el depósito de
toda ciencia,
thesaurus est omnium scienttarum, y "poco aprove­
cha leer y estudiar mucho si
no se conserva en el tesoro de la
memoria".
Por cierto, la memoria, como las otras facultades, se desarro­
lla en la medida en que se la cultiva. El maestro salmantino dice
que
no hay nada que clarifique más al entendimiento y que afir­
me la memoria,
que el poner en práctica, junto a otros que más
sepan, aquello que se ha estudiado y oído. Pero Benavente
no se
limita sólo a recomendar esta puesta
en práctica de la memoria:
teniendo
en cuenta que la buena disposición corporal es condi­
ción indispensable para tenerla apta, también da recetas para evi­
tar lo
que es nocivo para ella, como al andar "con la cabeza des­
cubierta en tiempo frío", o "comer con mucha frecuencia carne­
ro no castrado, o médulas de cualquier animal, salvo la de galli­
na o de perdiz"; y entre lo
que se puede hacer para favorecer la
capacidad de la memoria, señala
la conveniencia de "lavar a
menudo los pies
en agua tibia, cocida con toronjil, manzanilla y
hojas de laurel".
"Haz de tal modo que entiendas lo
que leas o lo que oigas",
aconseja Tomás al novicio. No quedarse a medio camino
en el
proceso del aprender. A veces
puede ser suficiente para aprobar
un examen o para quedar bien ante otros el saber repetir lo que
se ha leído o escuchado.
La tentación, frecuentísima, de quedar­
se
allí, es propia de la pereza del espíritu. Pero el fin del estudio
es entender: es su justificación. Quien
no busca, como primera y
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fundamental intención, este entender, se mueve en lo falso.
Tomar apuntes y luego repetir lo que allí está; el estar algo o el
no estar allí anotado: éste suele ser el criterio último de verdad.
No
es más que el eterno vicio del estudiante, la peste que carco­
me su inteligencia. A este pecado, la pereza del entendimiento,
es al
que se anticipa Tomás con su consejo: el fin del estudio es
entender lo que se lee y se escucha, no saber repetirlo.
De dubiis te certifica. "Acerca de los dudoso, procura la cer­
teza". No se trata, en la ciencia, de tener opiniones, sino certezas.
La certeza es el modo cómo el entendimiento participa de la
verdad.
La certeza es la presencia en él de lo verdadero: presen­
cia bien perfilada, nítida. Nada,
en el orden del conocimiento,
puede reemplazarla. No consiste en el convencimiento o la con­
vicción: esto puede ser de algo falso.
La certeza, en su sentido
propio, es lo que el entendimiento alcanza como término o con­
sumación natural de su proceso hacia el conocimiento
de la ver­
dad.
La certeza no supone el intento de imponer a otros la ver­
dad conocida, ni el de constituirse, como se dice hoy, en "dueño
de la verdad", ni el de ser infalible. Son cosas, éstas, que se dicen
no como efecto del amor de la verdad, sino de la ausencia de
este amor. Y es el amor de la verdad, el afecto de la voluntad
puesta con toda su fuerza a alcanzar el fin del entendimiento
y,
por lo mismo, del hombre, lo único que puede dar sentido y jus­
tificación al estudio. No es
que la duda carezca de justificación:
es un momento necesario en el proceso del estudio, pero un
momento de tránsito: y para apurar este tránsito, hay que hacer­
la explícita, precisando sus términos mediante la formulación de
la pregunta. Aunque la
duda quede sin respuesta, el entendi­
miento
no puede detenerse en ella, pues esto le es contranatural.
Muchas preguntas quedan
en esta vida sin respuestas definitivas,
pero esto no significa que la interrogación sea el fin de la inteli­
gencia humana, sino sólo
que ésta es limitada.
Quien se aplica bien
al estudio conoce por lo mismo su pro­
pia medida, sus límites y también sus reales capacidades:
no hay
en él riesgo de presunciones o pretensiones vanas. Estar en lo
suyo, y bien, es la pauta para la verdadera modestia: por esto, y
como advertencia para que el estudiante permanezca
en lo suyo,
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Tomás complementa su consejo de no permanecer en lo dudo­
so, sino buscar siempre, en ello, la certeza, con la recomendación
al hermano Juan de que no busque lo que supera sus capacida­
des,
altiora te ne quaesieris.
También, por lo mismo, Juan Alfonso de Benavente señala
que "aquellos que
no son aptos para la ciencia no deben perder
la vida y su tiempo tratando acerca de ella". Y esto,
no sólo por­
que, al dedicarse a aquello para lo cual
no tienen capacidad, van
a ver frustrada su real vocación, sino porque para los demás que
se dedican
al estudio nada hay más insoportable que aquel que
se hincha con
la ciencia sin saberla. "Cada estudiante -escribe
el salmantino-debe ver para qué ciencia es más apto, y a ella
debe dedicarse, omitiendo las otras". Y añade,
al considerar los
impedimentos para
el estudio, que aun los que son aptos para
una ciencia pueden frustrar del todo su vocación si "se fingen
letrados y antes de tiempo quieren verse sabios".
Hacia el final de su breve carta, Santo Tomás de Aquino hace
al estudiante de su Orden la siguiente recomendación: "cuida
mucho de guardar cuanto puedas
en el armario de tu mente,
como quien desea llenar
un vaso". Es la aplicación constante al
saber, la diligencia puesta en el estudio y en el cumplimiento de
sus exigencias, la puesta en práctica, sin flaquezas consentidas,
del método que lleva al fin, "llenar el vaso". Ese "guardar en el
armario de
la mente" -in armariolo mentis reponere-significa
conservar en la memoria y ordenar todos los conocimientos en
razón del fin del saber, de aquello que da unidad a todo lo sabi­
do.
El armarlolum al que se refiere Tomás es ese mueble que en
todas las casas está para poner en él ordenadas las cosas de uso
cotidiano. La función que cumple es la de dar su lugar a cada
cosa, es el orden, esencial para manejarse bien con lo que allí se
guarda. La analogía, pues, está clara: la multitud de conocimien­
tos
.se ordenan en razón del fin del mismo entender, la verdad.
La función del armartolum mentis es ésta, la perfección del
entendimiento y del hombre completo
por la participación de la
verdad. Sin esta intención primera, los muchos saberes se dis­
persan, transformándose
en ese conglomerado de informaciones
que
pueden constituir erudición, pero no sabiduría.
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Hay un orden de los saberes en razón de sus objetos: de este
modo el primero, por ser el que conoce a los demás en sus prin­
cipios, y
por ser el que es reflexivo en mayor grado, es la filoso­
fía, y entre las disciplinas filosóficas, la metafísica. Por esto, dice
Tomás que,
en el orden de adquisición de los saberes, en el del
estudio, esta disciplina debe ser la última que se enseñe, pues en
cierto modo supone las otras -sobre ellas reflexiona-y requie­
re
en el estudiante un grado de madurez intelectual, de expe­
riencia
en el saber, que las otras no exigen. Pero, dejando apar­
te esta consideración, hay que ver también que hay un orden
necesario en el proceso mismo de la adquisición del saber, cual­
quiera
que éste sea, suponiendo que lo que se busca, según se
ha dicho antes, sea el saber propiamente tal, y no una capacidad
repetitiva o un barniz de buena información. En otras palabras,
hay un modo de poner las cosas en ese armariolum que debe
ser estrictamente observado, con el fin de que allí queden bien
posadas en el lugar que les corresponde: se trata del método a
seguir
por el estudiante cuando lo que intenta es entender bien
un tema. Este proceso comprende cuatro pasos, que Benavente
los describe
así: "son cuatro los actos principales del estudiante
en su estudio; primero, leer por sí núsmo aquello que quiere
saber; segundo, oír de otro más sabio lo que se entienda de
aquello que antes ha leído por sí; tercero, releer y repasar lo
antes leído y oído,
para confirmar en su ánimo lo entendido;
cuarto, lo leído,
oído y releído esrudiarlo (studere), esto es, mas­
ticarlo y digerirlo
para sí en su ánimo, y lo así masticado y re-exa­
minado colocarlo en la mente". In armariolo mentis, decía
Tomás. Lo que el estudiante debe grabar a fuego en su espíritu
es que no puede agregarse al tesoro de la mente nada que no sea
verdaderamente sabido, y lo sabido, como lo revela la etimología
de
la palabra, no es lo conocido sólo a modo de información,
sino lo
saboreado en el alma, es decir, lo conquistado como ver­
dad amada.
No me queda, para terminar, más que hacer la observación
de que los autores comentados, Tomás de Aquino y Juan Alfonso
de Benavente, destinan sus consejos a
un estudiante de teologia,
el primero, y a los estudiantes de derecho el segundo. Las coinci-
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JUAN ANTONIO WIDOW
ciencias entre los consejos de ambos muestran que hay algo
común y básico en todos los saberes fundamentales, y es que
comprometen al hombre completo, es decir, suponen las huma­
nidades sin las cuales ninguno de esos saberes puede alcanzar su
finalidad propia. En Occidente estos saberes han fundado su pro­
pia institución,
la Universidad, la cual, por ello mismo -la insti­
tución,
no la imputación del nombre-no puede tener real exis­
tencia a menos que en ella se cultive, se practique y se ame el
estudio de acuerdo a los consejos de esos dos sabios.
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