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Número 445-446

Serie XLIV

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Discurso de José Díaz Nieva [San Fernando 2006]

CRÓNICAS
DISCURSO DE JOSÉ DÍAZ NIEVA
Hace algunas semanas Miguel ~uso preguntaba a un servidor si
podría dirigirse al grupo de amigos de la Ciudad Católica en la fes­
tividad de nuestro Patrón, Fernando
III el Santo. La verdad es que
aquella pregunta la tomé un tanto a la
ligera, con la esperanza -tal
vez-de que se le olvidase o bien de que encontrara un orador mejor
para la ocasión. Como ustedes podrdn comprobar no
ocurrió ni lo uno
ni lo otro, y héme aqul, de pie, ante ustedes. El listón de los oradores
que
me han precedido en veladas anteriores estd muy elevado y uno
no sabe
si estard a la altura que la circunstancia merece.
La verdad es que la figura de San Fernando ha estado unida
muy íntimamente a la vida de quien
les habla, sobre todo en su
infancia y adolescencia. No
por nada en particular sino simplemen­
te
por que mis primeros años escolares los cursé en las Escuelas Pías
de San Fernando; el colegio que los Padres Escolapios tenían en el
madrileño barrio de Chamberí, entre
las calles Andrés Mellado y
Gaztambide, a la altura de Donoso
Cortés, antes de su traslado, en
1975, a su actual ubicación en Pozuelo de A/arcón. Año tras año, al
acercarse estas fechas, · se nos encargaba que realizdsemos algún tra­
bajo relacionado con la figura del rey Fernando III y no sé de que
admirarme mds
si de la fe de los Padres Escolapios en nuestras capa­
cidades o de nuestra
fértil imaginación infantil al realizar aquellos
trabajos.
Este no seria mi primer acercamiento con el mundo de los santos.
Antes de mi ingreso en aquel colegio pasé algún tiempo en Alcald de
Henares, donde vivía
con mi abuela y un tio sacerdote. De aquellos
días recuerdo perfectamente cómo mi abuela me contaba la vida de
los santos niños Justo y Pastor, bajo cuyo patronazgo estd la bella ciu­
dad complutense. Qué niño de cuatro o cinco años no abrirla los ojos
como platos y quedaría prendado con la historia de aquellos adoles­
centes que en un caluroso
mes de julio del año 304, tras leer un
Bando del Prefecto romano,
por el cual se llamaba a la población a
adorar a
los dioses paganos, deciden enfrentar el poder de Roma al
presentarse ante Daciano para comunicarle que ninguna ley de la tie-
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rra les apartarla del Dios verdadero. Qué niño a esa edad no queda­
r/a prendado con las historias de San Tarsicio, San Pancracio, Santa
Lucia, Santa Eulalia de Barcelona, San Pe/ayo, Santo Dominguito
del
½L.. Recuerdo tiempo después haber leido esas mismas historias
en un breve librito titulado Niños Santos, cuyo autor era José Gros y
Reguer; libro que habla sido de mi madre y el cualme gusta releer de
vez en cuando, tal vez movido por el intento de recorda.r una infan­
cia ya pasada en la que se entremezclaba una mente demasiado ima­
ginativa
con el ansia de herolsmo, motivada -sin duda-por aque­
llas bellas historias de martirio y de amor a Dios.
No cabe duda que los Santos son un modelo a seguir. No hace
mucho tiempo Monseñor Alejandro Goic, Obispo de Rancagua y
Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, lo recordaba con las
siguientes palabras: '.ít lo largo de la historia de la Iglesia, el Esplritu
de Dios va suscitando en hombres y mujeres dimensiones heroicas de
vida cristiana. Son los llamamos Santos. El Santo es para la Iglesia la
encamación del ideal al que Cristo el Señor nos empuja y nos gula. El
Santo es el comentario vivo del Evangelio escrito. Es el Evangelio anun­
ciado en la vida de un hombre o de una mujer que estuvo sometido
como nosotros al pecado, a la tentación y a la búsqueda de Dios en la
Fe. El testimonio viviente de los Santos se prolonga después de su muer­
te. Los Santos son para la Iglesia una realidad siempre viva, actual
Señalan la posibilidad real de vivir a fondo la radicalidad del segui­
miento de Cristo jesús".
En el mismo sentido podrlamos recordar las palabras que el año
pasado nos dirigiera en su homilía Pablo Cervera, cuando nos recor­
daba la necesidad de acudir al ejemplo que marcaron aquellos que
han sido llamados a la santidad para alejarnos del mundo hedonista
que
nos rodea. En aquella ocasión afirmaba: "Pasada la época desgra­
ciada en que se olvidaron los santos como héroes de vida cristiana,
sustituidos por otros héroes, es bueno que se [recupere} el ejemplo de
los santos como modelo de vida".
Pero, volvamos a San Femando. La verdad sea dicha es que de
San Fernando se podrlan decir muchas, muchfsimas cosas. Seguro que
ya se habrd hablado aqui de muchas de ellas, por lo que no caeré
en la tentación de hablar de las gestas de aquel rey que no conoció
la derrota ni el fracaso, y que ganard para Castilla-León y la
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Cristiandad las ciudades de Baeza, Córdoba, jaén o Sevilla; el rey
que ordenard la construcción de las catedrales de Palencia, León,
Burgos y Toledo. Pero, la verdad, no me resisto en lo particular a afir­
mar que aquel
rey me cala simpdtico. Como gallego que uno es, aque­
llo de que Almanzor en una de sus correrías por tierras galaicas entra­
ra en Santiago de Compostela, la ciudad del apóstol del Patrón de
España, e hiciera transportar a hombros de los prisioneros que alll
hiciera las campanas de la catedral para ser convertidas en ldmparas
de la mezquita de Córdoba no me agradaba lo mds mlnimo. Tal ofen­
sa se verla compensada cuando tras la conquista de la capital del cali­
fato cordobés el rey Fernando III hiciera devolver esas mismas campa­
nas al lugar que les correspondía, esta vez a hombros de otros moros
descendientes de aquellos que cometieran tal tropella.
San Fernando, que no buscó en sus conquistas la gloria personal se
consideraba "Caballero de Cristo, siervo de Santa Maria y alférez de
Santiago~ A él se debe en gran medida esa vocación mariana que
encontramos en las tierras andaluzas. &cuerdo haber leido como solla
llevar siempre consigo en todas las campañas en que participaba imd­
genes marianas. La toma de Córdoba en 1236 la efectuarla en compa­
ñía de una imagen llamada la Viixen de Linares, conservada ahora en
el santuario del mismo nombre. En el caso del asedio de Sevilla el rey
se hizo acompañar de tres imdgenes de la Vi,;g-en Maria: Una de ellas
es la Virgen de los &yes, que presenta en el pie derecho una flor de lis,
y que foe la que entró triunfalmente en Sevilla en lugar del rey cuan­
do se consumó la conquista de la ciudad. Dicha imagen se encuentra
cerca del sepulcro de San Fernando en la catedral hispalense. Las otras
dos imdgenes eran una Vi,;g-en de plata, que estd en medio del retablo
de la iglesia Mayor de Sevilla, y la Virgen de las Batallas, una peque­
ña talla de marfil que el rey solla llevar sobre el arzón de la silla de su
caballo, y que también se conserva en la catedral de dicha ciudad.
Es curioso que este rey castellano estuviera emparentado con Luis
IX rey de Francia, elevado también a la santidad por Bonifacio VIII
en 1297. tan sólo 27 años después de su muerte, ocurrida durante el
desarrollo de la última de las cruzadas en las cercanías de la actual
Túnez. Ambos reyes estaban unidos por foertes lazos de parentesco,
pues sus respectivas madres (Berenguela y Doña Blanca de Castilla)
eran hermanas, hijas de Alfonso VIII de Castilla y Leonor Planta-
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genet. ¿Guualidad? No soy quién para contestar a esta pregunta, tal
vez la educación recibida de y por sus respectivas madres tuviera
algo
que ver en todo esto.
Claro esta que San Femando y San Luis no son los únicos reyes
elevados a los altares. Junto a ellos se podría recordar a San Esteban
(I},
de Hungrla; a San Olav (Y,), de Noruega, a San Eduardo (II) El
Mártir, rey de Inglaterra; a Enrique Il del Sacro Imperio Romano
Germánico ...
al Beato Carlos de Habsburgo, el último Emperador de
Austria-Hungría. Y junto a ellos nuestra Isabel de Castilla; o, por qué
no, a Gabriel García-Moreno, el Presidente Mártir del Ecuador.
Todos ellos pusieron su quehacer a! servicio de un ideal superior, todos
ellos fueron conscientes de lo que proclamaba Plo XI en la Enciclica
Quas Primas: que "los príncipes y los gobernantes ... se [persuadan} de
que ellos mandan, más que
por derecho propio por mandato y en
representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y
sabiamente habrán de usar
de su autoridad y cuán gran cuenta debe­
rán
tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común
y
con la dignidad humana de sus inferiores~ No cabe duda, además,
que si
en todo creyente las virtudes morales que predica el catecismo
son caminos de salvación personal
en ellos la prudencia, la justicia, la
templaza y fortaleza (junto a la caridad) fueron también los ejes que
movieron su acción de gobierno.
Pero, volvamos al rey Femando, y a su consuegro-Jaime I el
Conquistador, y
a su hijo Alfomo X el Sabio, y a Alfonso
XI el justi­
ciero, y a Pedro l también apodado el Justiciero o el Cruel, según
quién escriba la historia, y
a Alfonso V de Aragón, el Magnánimo, y
a Don
Pelayo, y al Cid, y a Roger de Lauria, y al obispo Diego
Gelmlrez, y a
los Reyes Católicos, y a Cimeros, y a Carlos l y a su
hijo Felipe Il y a todos aquellos que se lanzaron a la aventura de
evangelizar un nuevo mundo, y a nuestros hombres de letras, y a
nuestros santos ...
Todos ellos forjaron con su valor, con su ejemplo, con
su quehacer, la unidad, la esencia de España, esa esencia que hoy
vemos como
se desmorona ante la impasibilidad de la gran mayoría
de nuestros políticos y el impulso de los Ibarreche, los Carod Rovira,
los Anxo Quintana y tantos otros.
Habría que recordar aqul, tal vez, aquello que escribiera Menén­
dez y Pelayo en el epilogo de su Historia de los heterodoxos espafío-
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les, cuando describía de forma tan brillantemente nuestra esencia,
nuestra realidad como nación: "España, evangelizadora de la
mitad
del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma,
cuna de San Ignacio ... esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no
tenemos
otra". Pero también habría que rememorar aquellas proflti­
cas palabras con las que concluía: "El dia en que acabe de perderse,
España volverá al cantonali.rmo de los arévacos y de los vectones o de
los reyes de taifas". Un visión a la que nos abocaremos si Dios, San
Fernando y nuestras oraciones -también nuestras acciones--no lo
remedian.
DISCURSO DE MIGUEL AYUSO
(LA CIUDAD CATÓLICA EN EL SENO DE LA TRADICIÓN CATÓLICA)
Al doblar el cabo del año 2000, una revista polaca llamada
Christianitas realizó una encuesta sobre la importancia de los hechos
acaecidos en el último trecho del siglo
XX. Me permito recuperar esta
noche
lo sustancial de mir respuestas de entonces no sólo porque per­
manecen inéditas, salvo para los conocedores de la lengua polaca, sino
también porque introducen
muy bien lo que quisiera transmitir en
primer lugar, antes de ofrecer una reflexión final sobre nuestra obra
de la
Ciudad Católica.
A mi juicio, entre todas las numerosas y graves transformaciones
que se han producido en los últimos decenios y que amenazan con
influir en los sucesivos, merece destacarse -la fragmentación de la tra­
dición católica, que la pone en trance de desaparición. Lo que está
en juego
es, as{, toda una civilización, lo que hemos llamado la civi­
lización cristiana, fagocitada
por la hegemonla liberal. ¼zyamos por
partes.
En primer lugar, debe recordarse que cuando hablamos de tradi­
ción católica no estamos refiriéndonos
sólo a una tradición intelec­
tual ni siquiera a una completa vi.rión del mundo, sino a una civili­
zación. Un
di.rtinguido historiador, Salvador Minguijón, escribió
estas lineas luminosas a propósito de la esencia doctrinal del tradicio-
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