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Número 479-480

Serie XLVII

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La educación para la vida conyugal

LA EDUCACIÓN PARA LA VIDA CONYUGAL
POR
JOSÉANTONIOULLATE(*)
Siendo como es el matrimonio una institución natural, aun-
que la podemos observar desde diferentes ángulos, el enfoque
que nos va a permitir comprender la esencia del matrimonio es el
de la ley natural. Como dice el axioma, in ómnibus réspice finem,
en todas las cosas, fíjate en su fin, en su causa final, en aquello
para lo que han sido hechas. El matrimonio ha sido hecho para
la perfección del hombre, de la naturaleza humana, de su vida
social. Santo Tomás explica que el matrimonio existe principal -
mente para el bien común de la sociedad humana , para el bien de
la especie humana. Este bien demanda que no cualquier hombre
se pueda unir con cualquier mujer en contrato matrimonial. Y,
esto es hoy lo más llamativo para nuestros contemporáneos y
p r obablemente para nosotros: los intereses de la especie y de la
sociedad priman sobre los intereses, las conveniencias y los gus-
tos individuales. Po rqu e el hombre ha sido creado social, lo cual no quiere
decir que todos los hombres tengan que ser simpáticos, sino que
todos los hombres alcanzarán su finalidad propia en sociedad, en
amistad, tengan o no un temperamento sociable o simpático. Los
Verbo, núm. 479-480 (2009), 799-812. 799
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(*) Entre los pasados días 13 y 18 de octubre se ha celebrado en G uadalajara
(Méjico) una nueva edición del F oro Internacional Fe y Ciencia. En la de este año,
entre otr os muchos amigos, inter vinieron nuestr os queridos J osé Antonio Ullate y
M onseñor Ignacio B arreiro. El tema general ha sido: “La familia, fundamento de la
sociedad”. N os ha parecido oportuno publicar el texto polémico, que r efleja todas las
cualidades de su autor , de nuestro colaborador , así como el también valiente de
M onseñor Barr eiro, al que damos la bienv enida a estas páginas. Damos las gracias a
ambos y a la U niversidad Autónoma de Guadalajara (N. de la R.).
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antipáticos, los huraños, los solitarios, los independientes, metafí-
sicamente hablando son tan sociables como cualquiera. Así que
para entender bien el matrimonio debemos ser conscientes de la
c reación, por la cual recibimos nuestra naturaleza social, o la
determinación a obtener nuestros fines en sociedad, y el pecado
original, por el cual el hombre rompió la amistad con Dios. Esto significa que el matrimonio, para aquellos que han sido
llamados a esta vocación, es la forma de cumplir con la vo l u n t a d
divina, de salvar su alma y un modo insustituible de participar en
la construcción de la vida política, el bien común. Decía San Agustín que el matrimonio lo instituyó Dios para
que el hombre diera vida a otros hombres de forma or d e n a d a ,
d e n t r o del orden. Evidentemente, el matrimonio no es necesario
para traer hijos al mundo, pero sí es imprescindible para traer-
los de una forma ordenada. Se puede nacer dentro de una fami-
lia o se puede nacer fuera de ella. Eso significa, nacer inser t a d o
desde el comienzo en el orden moral, intelectual y político, o
bien extraño a esos órdenes, circundado de la falsedad, del err o r
y de la anarquía. Se trata de comenzar bien o de comenzar mal
la vida. El matrimonio al no ser una creación de los cónyuges, sino
de Dios, r e q u i e re una preparación, una educación. E d u c a c i ó n
es e - d u c o , e - d u c e re , es decir guiar a la plenitud desde la imper-
fección.
I
La primera cosa que hay que señalar pues, en relación a la
educación para el matrimonio, es que esa educación es necesaria,
no es optativa. Esto es muy importante, porque al haberse desdi-
bujado en las mentes de nuestros contemporáneos el hecho de que
es Dios el autor de la institución matrimonial, y que Dios no ha
c read o una fórmula abierta, sino completamente inalterable, fre-
cuentemente se imaginan que el matrimonio lo constr u yen los
c o n t r a y entes, el marido y la esposa. No pensemos que esta distor-
sión es patrimonio de “los paganos”. Muchos cristianos reducen el
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papel de Dios en su matrimonio a la oración y en el mejor de los
casos al ofrecimiento de ese matrimonio, pero sin tener pre s e n t e
que el mismo matrimonio, la armazón del matrimonio, no des-
cansa sobre la intensidad de sus sentimientos o la fuerza de su
voluntad, sino sobre los límites al tiempo que las bendiciones que
otorgó Dios en el contrato matrimonial. Qu i e r o aclarar a qué me r e f i e ro.
Con la palabra matrimonio designamos dos realidades distin-
tas, aunque estrechamente re l a c i o n a d a s :
A) Por un lado matrimonio significa el vínculo moral, l a re l a-
ción, estable y duradera por la que están unidos un hom-
b r e y una mujer, en orden a la p ro c reación y a la
educación de sus hijos, en orden a la mutua ayuda entre
ellos, al amor, a la armonía perfecta y a la confianza plena
que debe reinar entre ellos. Así considerado, el matrimo-
nio es la unidad y la vida conyugal, el día a día de la vida
en común; el convivio, la convivencia del marido y la
m u j e r .
B) P e ro por otro lado es importante re c o rdar que por matri-
monio entendemos también la causa de esa forma de vida,
de esa vida conyugal, es decir, el contrato por el cual dos
personas idóneas (un hombre y una mujer) y aptas (sin
impedimentos) establecen entre sí ese estado y unión per-
manente de vida. En este sentido, llamamos matrimonio
a la ceremonia, al rito, al acto mismo de la celebración del
contrato matrimonial.
En este segundo sentido podemos definir el matrimonio
como el acto de la mutua donación, la entrega total del hombre a
la mujer y de la mujer al hombre, sin otras limitaciones que las
impuestas por la ley de Dios, entre legítimas personas, en orden a
la pr o c reac ión y educación de los hijos.
La raíz del matrimonio como vida conyugal es un inte rc a m-
bio de consentimiento puntual, en el que las voluntades de los
c o n t r a y entes se donan ir re vocablemente el uno al otro. E v i d e n t e -
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mente, lo que otorga las características del matrimonio no es el
m e ro intercambio del consentimiento humano, sino la institución
divina. No hay nada subjetivamente hablando en el consenti-
miento prestado en el matrimonio que lo haga indisoluble. To d a
su fuerza proviene de haberse acercado libremente a un medio
p o d e r osísimo ideado por Di o s .
Un instante antes de ese intercambio, eran libres de casarse o
no, o de hacerlo con una u otra persona, un instante después (y
de la consumación) cada uno ha perdido el ejercicio de esa liber-
tad, pues el cuerpo del marido pertenece ya a la mujer y vice ve r-
sa. Ya no pueden –hasta la disolución del vínculo por la muer t e –
contraer nuevas nupcias. Los dos aspectos del matrimonio, el contrato matrimonial y
la vida conyugal, son necesarios y se reclaman mutuamente.
Ha y , sencillamente, que saber que la vida conyugal deriva sus
características de aquel instante que, por sí sólo, constituye una
f a m i l i a . Hoy, sin embargo, la falta de educación para el matrimonio
hace que fácilmente se contemple el contrato matrimonial como
p a rte de la vida conyugal, como su mero comienzo c ro n o l ó g i c o ,
sin entender la profundidad que se deriva de aquella distinción.
Por eso se desplaza el peso de la vida conyugal a lo meramente
humano, a la convivencia y al afecto. Estos son ingredientes del
matrimonio, pero no son su esencia ni su fin máximo. Y por esa
razón también se desdibuja el carácter social del matrimonio,
o r denador de la vida en sociedad, creador de miembros de la
comunidad política, ámbito de transmisión de las virtudes públi-
c a s .
Al eclipsar, o al poner en un segundo plano, el momento fun-
dante del matrimonio, es decir, el institucional, el creado por
Dios, en detrimento del sociológico, de la efectiva convivencia de
los esposos y eventualmente de la presencia de hijos, la mentali-
dad católica no sólo devalúa la altísima dignidad del sacramento
matrimonial, relegándolo a la categoría de mera asociación vo l u n-
tarista, sino que los mismos católicos abrieron las puertas a la
admisión de otro tipo de uniones que, exteriormente considera-
das, podían traer alguna similitud con el convivio matrimonial.
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De este modo dejó de percibirse la gravedad de los concubinatos,
de los matrimonios civiles y últimamente la gran abominación de
las coyundas de sodomitas.Urge, pues, que los católicos recapaciten sobre el carácter
c r eacional del matrimonio: creando Dios la naturaleza humana
c r eó la institución del matrimonio, creadora a su vez de la fami-
lia que es célula originaria de la vida política. Sin contrato
matrimonial no hay familia. Puede haber familia sin hijos, por
voluntad de Dios, pero también puede haber hijos sin llegar a
formar una familia, por anárquica voluntad del hombre. P e ro
ese contubernio que genera hijos arrojándolos desde el naci-
miento al desorden íntimo y social, no constituye una familia y
es un deber de caridad r e c o rdar que las semejanzas exterio re s
con la familia no pueden compensar la ausencia del vínculo
esencial que la constituye. El primer punto, por lo tanto, es re c o rdar que la institución
matrimonial, la que inaugura la vida conyugal, la creó Dios con
unas características invariables, que hay que conocer con estudio-
sidad y con docilidad, es decir con deseo y disposición a ser ins-
t r uido en la voluntad de Dios. Por lo tanto, el matrimonio
re q u i e r e lejos de cursillos prematrimoniales, todo un itinerario
f o r m a t i vo sobre las riquezas de esta puerta e inicio del bien
c o m ú n .
I I
Segundo punto. La preparación al matrimonio, como para
una institución que no se adapta a mí, sino a la que me debo
a d a p t a r , re q u i e r e el conocimiento suficiente de la doctrina cristia-
na, en particular de los aspectos sacramentales del matrimonio,
p e r o también de los aspectos que pertenecen a la institución natu-
ral del matrimonio, el significado de la jerarquía natural dentro
del matrimonio, entre el marido y la esposa, entre los padres y los
hijos, los derechos y deberes específicos de la vida conyugal,
nociones elementales de criterios educativos para los hijos, el des-
a r rollo de las virtudes cristianas, en especial la prudencia y la for-
t a l e za, pero sin olvidar la paciencia, la magnanimidad, la justicia
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o la eutrapelia. Ot ros aspectos inherentes a la educación para la
vida conyugal no son específicamente matrimoniales, pero le son
insustituibles: la conciencia de que el cristiano está en guerra con
el mundo y por lo tanto, el matrimonio debe ser un matrimonio
c o m b a t i v o contra el mundo y educador de mentalidades mílites y
militantes. También, la necesidad de una auténtica vida de ora-
ción, y por lo mismo que los esposos se auxilien en la oración
mutua y en común, implorando los dones del Espíritu Santo que
p e r feccionen sus hábitos.
En este sentido, el vaciamiento del sentido institucional, natu-
ral y sacramental del matrimonio, del sentido de que dos se embar-
can en una misión diseñada por un t erc e ro, por Dios y que deben
s i e m p re examinarse en cuanto a la fidelidad con la que la están
cumpliendo esa misión, hace que generalmente no se tenga con-
ciencia de lo urgente que es esta educación para la vida conyugal. Olvidados de que el matrimonio tiene un aspecto público, el
c o n s t i t u t i vo, que es esencial para el bien común, se tiende a re d u-
cirlo al aspecto privado y afectivo. Al igual que la honra al padre
es una virtud política, la fidelidad de los esposos entre sí y sobre
todo al mismo matrimonio es una virtud que edifica la vida polí-
tica. Sin matrimonio no hay familia y sin familias no hay patria. El olvido de su dimensión pública del matrimonio, dimen-
sión ordenadora de la sociedad, los cristianos muchas veces vive n
un matrimonio mundano. Esto se percibe fácilmente en el uso
libérrimo que hacen de la vida familiar y de la educación.
¿ C uántos se conducen como quien tiene entre manos una misión
exacta que cumplir y no como quien tiene meramente el encargo
de no pecar y en todo lo demás puede hacer como le plazca? La
p r esencia de los aparatos de televisión en los hogares cristianos
atestigua esta privatización de la vida familiar, es decir, esta
noción de que lo único que Dios me pide es que no peque, una
especie de tributo externo, y que luego, en todo lo demás, yo
o r g a n i z o mi familia como me parece o puedo.
La televisión en un hogar es antes de toda otra consideración
manifestación del olvido de la alta misión pública que Dios ha
encargado a los esposos, la de ser generadores de orden en la socie-
dad, de bien común. La televisión en el hogar cristiano testimo-
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nia la complicidad con el mundo, la renuncia a la milicia cristia-
na y por supuesto al crecimiento de la vida sobrenatural: la mez-
quindad con Dios. Nadie piense que un hogar con televisión es
más risueño o más feliz que uno sin ella. Todo lo contrario. Pe ro
no se trata de eso, se trata de que un hogar con televisión es un
hogar privado, infiel a una exigencia urgente y constitutiva del
contrato matrimonial: cooperar con Dios en la edificación de la
ciudad cristiana. El silencio que deja la ausencia del televisor
– p o rqu e espero que ustedes tirarán los suyos tras este foro– ser v i-
rá para re c o rdarles lo que ese infernal aparato les evitó tener pre-
sente mientras estuvo encendido: la seriedad profunda, no exe n t a
de gozo, de toda vida cristiana, la necesidad de no desap rove c h a r
el bre v e tiempo que tenemos aquí para expiar nuestros pecados y
expiar por el mundo que no expía. Quien tenga miedo de p erd e r
su televisor reflexione sobre la condición de su amor por
Jesucristo, p o r ro unum necessarium .
Ot ro síntoma del olvido del carácter público de la institución
matrimonial se manifiesta en la pérdida de la autoridad paterna
en la educación de los hijos. Los padres deben educarse para tener
p res ente que la firmeza, junto con la prudencia, en la educación
tiene como objeto la maduración de la personalidad cristiana y
civil de los hijos, no la satisfacción de los padres ni la evitación de
p roblemas con la prole. El fin primario del matrimonio es el de la
p ro c r eación y educación de los hijos hasta la plenitud intelectual,
moral y cívica, es decir, no se cumple el fin primario con la mera
p ro c r eación, aunque sea de abundante prole, si se deserta en la
guía de esas almas que Dios ha confiado al matrimonio. Las almas de los hijos deben llegar a adquirir su madurez
como hijos de la Iglesia y como miembros de la comunidad polí-
tica. Es decir, Dios confía una misión doblemente pública a los
p a d r es en lo tocante a la educación de los hijos: la delegación de
la Iglesia y la delegación de la patria. El santo temor de D i o s ,
temor servil primero y temor de hijos después, es la virtud prin-
cipal que deben los padres –me re f i e ro sobre todo a los pater f a m i-
lias– inculcar en sus hijos a través de la transmisión del re s p e t o
filial, expresión del cuarto mandamiento. La abdicación de este
d e b e r , por presión ambiental, por espíritu gregario y mundano,
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por comodidad, por sentimentalismo, demuestra que muchos
p a d res cristianos obran como dueños de su matrimonio y no
como comisionados de Dios y luego pretenden que Dios bendiga
su desistimiento.
Para concluir con este punto, de la necesidad de una educa-
ción también política para el matrimonio y dentro del matrimo-
nio si se ha olvidado o nunca se ha recibido, señalaré dos aspectos
c ruciales: la penetración de la llamada ideología de género en las
relaciones entre los esposos y en la educación de la prole y la
i n v ersión de los fines naturales del matrimonio.
La pretensión de disolver las diferencias de identidad entre
h o m b r e y mujer, de jerarquía, orden y misión dentro del matri-
monio entre marido y mujer, señala la débil percepción que tie-
nen los cristianos tan to de la ley nat ural en general como
aplicada al matrimonio. La herramienta principal de esta dis-
torsión ha sido la difusión de la creencia de que la mujer está
reprimida dentro del matrimonio tradicional que, no lo olvide-
mos, es el matrimonio tal como lo quiso Dios. Es decir, la
mujer e indirectamente el hombre al interiorizar el mismo dis-
curso mundan o, buscan su plenitud al margen de las pautas
nat urales y en concreto vaciando de contenido natural y limita-
t i vo al matrimonio. Señalo br e vemente, un punto especialmen-
te sensible h oy, lo cua l d emu estra ha sta qu é p unto es
a p r emiante una vuelta a la educación no sólo para el matrimo-
nio sino para toda la ley natural. En Méjico como en el r e s t o
del mundo occidental u occidentalizado, las mujeres han deja-
do de vestir como mujeres y en muchos casos visten de un
modo gravemente inmodesto. Está claro que sus maridos o
p a d res o no pueden, no quieren o no sienten ya la necesidad de
i n t e r venir en estos asuntos, tal es el derrotismo masculino
actual. Digo que las mujeres no visten en general como muje-
res, incluso cuando ocasionalmente, por ejemplo en cir c u n s t a n-
cias de gala o como parte del fondo de armario, aún se siga
o b s e r vando de vez en cuando el uso de la falda. Reducir la falda
a una posibilidad más entre otras significa privarle de su condi-
ción de hábito propio de la mujer. Sé, pues, que estoy tocando
un tema sumamente sensible, pero créanme que lo hago no
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desde la perspectiva del moralista, sino desde la perspectiva del
s e g l a r, del padre de familia, que defiende el orden público cris-
t i a n o . La ideología de género ha minado las convicciones de los
h o m b r es y de las mujeres católicos, que deberían conocer bien
el man dato bíblico de evitar la abominación de la confusión de
vestimenta entre el hombre y la mujer, al sugerir la brillante
idea de que el vestido es meramente una “realidad cultural ” ,
que no hay nada de específicamente femenino en un hábito o
en otro, tal como se deduciría del conocimiento de las difer e n-
tes culturas. Este paralogismo derribó las resistencias de los
h o m b r es y sobre todo de las mujeres católicas, que en el arco de
c u a r enta años han abandonado masivamente la fidelidad a la
falda, lo cual nos muestra que la carencia de fundamento de la
educación católica venía de más atrás. Baste decir aquí que, por
supuesto, siendo el vestido un artilugio cultural, puede va r i a r
en diferentes culturas, pero ni eso borra el hecho de que el ser
humano es un ser cultural y está radicado en una cultura, ni por
lo tanto eso impide que aspectos culturales como el v e s t i d o
manifiesten el orden trascendente y jerárquico de la realidad. Otra estratagema que se ha utilizado para confundir ha sido el
decir que en ocasiones el pantalón puede ser más modesto para la
mujer que la falda, lo cual es cierto, pero supone una confusión
deliberada de órdenes. Dios nos pide a todos que seamos modes-
tos, y además, también que los hombres se vistan como hombr e s
y las mujeres se vistan como mujeres. Dios nos pide que pr o t e j a-
mos dos bienes: el pudor y el orden de su creación. Quien piense
que la prohibición del De u t e ronomio ha sido abrogada, se equi-
vo c a :
“La mujer no se vestirá con ropa de varón, ni el varón se pon-
drá ropa de mujer, puesto que cualquiera que obra así es abomi-
nable ante D i o s” (Deut. 12, 5). P o rque lo que este versículo señala
no es una prohibición eclesiástica sino de ley natural.
El 12 de junio de 1960, el Cardenal Siri publicó una ad ve r-
tencia a toda su diócesis sobre este problema, cuando albor e a b a
esta perturbación entre los fieles católicos. En aquella p re o c u p a d a
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a d v e rtencia el cardenal apuntaba que “el vestido masculino, usado
por la mujer:
a) a l t e r a la psicología propia de la mujer;
b) tiende a viciar las relaciones entre la mujer y el sexo opuesto; y
c) con facilidad debilita la dignid ad materna delante de los
h i j o s” .
En su interesante desarrollo de estos tres puntos esenciales,
cuya lectura recomiendo a todos los presentes, casados o no, pero
de un modo particular a los casados, el cardenal re c o rdaba que los
hijos –esos hijos que Dios nos confía no como propiedad– tienen
el derecho de ver siempre en su madre el ideal de la feminidad y
de la dignidad. La madre no tiene derecho a disponer de su cuer-
po o de su vestimenta a su antojo, olvidada de esos deberes públi-
cos derivados de su condición.
La modestia y el pudor son también virtudes políticas. Un
h o m b r e, pero sobre todo una mujer modesta y pudorosa, está edi-
ficando la vida en común, facilitando el orden social y evitando la
ocasión de faltar gravemente a los mandamientos de Di o s .
P e ro señalaba que también se manifiesta la deseducación de la
vida conyugal en la inversión teórica y práctica de los fines del
matrimonio, colocando en primer lugar la mutua ayuda y el amor
e n t r e los cónyuges, y subordinando a este plano la p ro c re a c i ó n .
Tanto la confusión de los sexos, como la inmodestia, como la
i n v ersión de los fines del matrimonio tienen un insoslayable
aspecto moral, pero no quiero que se olvide que con estos desór-
denes u olvidos se manifiesta de nuevo la privatización de la vida
conyugal respecto de D i o s .
I I I
T e rce r punto. Es, pues, necesaria una educación específica
para el matrimonio y en particular el reconocimiento, el r e c u e rd o
constante de que con el matrimonio Dios confía algo suyo, y por
lo tanto universal, a los esposos.
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Dios hace del matrimonio una institución con un esencial
aspecto público, por eso es cimiento de la vida política. P e ro a las
necesidades inalterables, en todo tiempo y lugar, de educar para la
vida conyugal hay que sumar un factor del todo particular de
nuestra época. Incluso los jóvenes salidos de familias católicas demuestran
h oy una endeblez, una fragilidad moral, una inmadurez para asu-
mir cargas y responsabilidades vitales que sus antepasados acepta-
ban con mucha menor edad y con mucha mayor decisión. De l
mismo modo, los jóvenes salidos hoy de familias católicas mues-
tran los síntomas del gregarismo, del deseo de no distinguirse de
la masa, siempre mundana, y como señalaba hace un momento,
la radical incomprensión de las perennes doctrinas cristianas sobre
la distinción, también externa, entre los sexos como manifesta-
ción del orden de la creación y la pérdida de amor caballeresco al
p u d o r …
Ignorar esta circunstancia hace que se tienda a pensar que con
una más intensa catequesis todo esté garantizado para la vida
matrimonial, pero no es así. Está claro que las causas de este fenómeno de generalizado
retraso en la madurez no están dentro de la naturaleza humana,
sino que deben encontrarse en factores peculiares de la educación
y de la forma de vidas contemporáneas. Es decir, en la contempo-
ránea destrucción de la personalidad cristiana a través de la difu-
sión de ideologías y formas de vida anticristianas. Conviene disipar la presunción de que el don de la fe, por sí
mismo, realiza la obra de la personalidad cristiana. Eso más bien
c o r r esponde al desarrollo de las virtudes infusas y adquiridas y a
la perfección de los dones del Espíritu Sa n t o. Cuando el Espíritu
Santo toca el alma con el don de la fe, apenas se suele limitar a
transformar los hábitos imprescindibles para que la fe se asiente
s o b re la inteligencia. La tarea de la transformación completa del
cristiano la deja el Espíritu Santo como objeto del combate cris-
tiano, animado y dirigido por Él mismo, pero que debe ser corr e s-
pondido por el cr e yente. Para ese combate educativo, el del
d e s a r r ollo de una mentalidad cristiana, el Espíritu Santo pone a
disposición de cada uno de nosotros los auxilios de la vida sobre-
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natural. El cristiano debe cristianizar su inteligencia, su vo l u n t a d ,
hasta sus gustos. El olvido de esta v e rdad ha fomentado una mentalidad
fideista entre los cristianos. Es decir, una mentalidad en la que
se desprecia el desarrollo armónico de las potencias específica-
mente humanas a la luz de la fe, y que se contenta con la mera
p rofesión privada de la fe, la mera vida íntima de fe, mostrán-
dose indiferente a tan to a las exigencias de la fe en el or d e n
público y político como a la necesidad de desarrollar la inteli-
gencia de la fe, de tran sformar nuestra voluntad para que llegue
a identificarse con la de Dios, y a am aestrar nuestros gustos,
rechazando todo aquello que no se compadezca con la dignidad
cristiana. ¡ Qué paradoja la de los enemigos de la Iglesia que se sienten
cómodos con cristianos devotos pero que por todo lo demás son
indistinguibles del mundo, cristianos que hasta se sienten incó-
modos si se les habla del deber de luchar por instaurar un o rd e n
político cristiano. ¡Qué paradoja la de esos mismos cristianos que
se sienten íntimamente complacidos si saben que un político que
l l e va a cabo actos contrarios al orden cristiano y la ley natural, en
tal o cual ocasión, asistió devotamente a Mi s a !
No nos asombremos, pues, de que de un ambiente cristia-
no tan mundanizado surjan nuevas generaciones de cristianos
adocenados, que aunque sigan nutriendo cálidos sentimientos
hacia la Virgen San tísima y Nu e s t ro Se ñ o r , sienten todavía más
a p r em ia nte e l p avo r a se r dif er ent es a su s co mp a ñer os, al
m u n d o. P e rdonen la brutalidad, pero ese es “el material huma-
n o ” que hoy se acerca al altar a recibir el sacramento del matri-
monio o del orden. Es el fruto de una educación en la cual sus
p a d res han querido pensar que las consecuencias de las ideas del
ambiente o de los mensajes de la televisión, o de las malas com-
pañías, se podían neutralizar cómodamente sin quitar esas cau-
sas, tan sólo rezando cotidianamente por los hijos. Como dice
el Apóstol San tiago esas oraciones no sirven para mucho: “P e d í s
y no recibís porque pedís mal. Pedís para satisfacer vuestras
c o n c u p i s c e n c i a s ” . Dios no nos dio la oración para sustituir el ejercicio de la pru-
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dencia cristiana. La oración no nos permite ser imprudentes evi-
tando que lleguen las consecuencias de nuestros malos actos de los
que no queremos pre s c i n d i r. La endeblez de la juventud actual,
que en particular la deja en comprometidas condiciones para la
asunción de los serios y militantes compromisos del matrimonio
cristiano, no se debe a una especie de fatalidad en la que no tene-
mos parte alguna. La naturaleza caída no da razón por sí sola de
la extensión de ese mal. Lo que está, pues, detrás de esa delicues-
cente constitución de los cristianos hoy es una educación familiar
y escolar afeminada, privada y sentimental. No nos queda más
que comprometernos con el “ a g e re contra”, con la lucha ard o ro s a
contra las causas de esa fragilidad, que ofrece el triste espectáculo
de un cristiano siempre dispuesto a buscar transacciones con el
m u n d o .
Reflexionemos, pues, para enderezar el camino emp re n d i d o
social e individualmente.
I V
C u a rto punto y último. Preguntado sobre en qué momento
debía comenzar la educación de un niño, un ilustre personaje afir-
maba que la educación de un niño comienza veinte años antes de su
n a c i m i e n t o . Ef e c t i vamente, lo ideal es que la educación para la vida
conyugal, en cuanto que es parte de la formación para la vida cris-
tiana, comience con la educación de los padres. Como se ha visto,
una educación que no sea la mera aprensión de conceptos e ideas,
sino que llegue hasta la formación práctica de la personalidad.
Puede parecer difícil la tarea de educar y de educarse para la
vida conyugal, preferiblemente desde la educación paterno-filial,
y después hasta llegar al noviazgo, pero también después de con-
traído el matrimonio. Sin embargo, como decíamos antes, si hay
que educarse para la vida conyugal es por la doble razón de que el
matrimonio no lo diseñamos nosotros, sino Dios, y por otro lado,
p o rqu e, siguiendo la sentencia pindárica, “debemos llegar a ser lo
que somos”. Está en nuestra naturaleza aspirar al bien común, y
está en nuestra naturaleza el anhelo de la familia. Por eso mismo,
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nadie debe desanimarse. Las obligaciones que se derivan de la
voluntad arbitraria de los hombres pueden llegar a abrumar al
h o m b re, porque pueden prescindir de su naturaleza y de su capa-
cidad. Sin embargo, nosotros debemos re c o rdar que educarnos
para el matrimonio no es una imposición positiva o arbitraria, es
una exigencia de nuestro ser y por eso mismo, es nuestro mismo
ser el que nos empuja hacia esa educación. Por más olvidados que
nos veamos, por más difícil o inasequible que nos parezca la meta
de educarnos para el matrimonio quién sabe si, después de lle va r
ya muchos años casados, re c o rdemos las esperanzadoras palabras
que decía el profeta Isaías y que se aplican a Dios, pero secunda-
riamente también a la patria y a la familia:
« Mir ad la roca de la que habéis sido tallados y el manantial del
que habéis salido». Adtendite ad petram unde excisi estis et ad
c a v e r nam laci de qua praecisi estis.
( Isaías 51, 1)
Mi r emos la roca de la que hemos sido tallados, la patria y la
familia y descubriremos que ninguna de las exigencias pedagógi-
cas de la vida en la ciudad y de la vida conyugal son caprichosas,
sino que cuando ponemos la mano en el arado de ese apr e n d i z a j e
descubrimos con gozo que es aquello para lo que habíamos sido
h e c h o s .
JO S É A NT O NI O U LL A T E
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