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Número 565-566

Serie LVI

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Guillaume Cuchet, Comment notre monde a cessé d'être chrétien. Anatomie d'un effondrement

Guillaume Cuchet, Comment notre monde a cessé d´être chrétien. Anatomie d´un effondrement, París, Éditions du Seuil, 2018, 280 págs.

Libro cuajado de datos y reflexiones interesantes, muy bien escrito con brillante estilo a la vez ágil y robusto, quedará sin duda como hito capital en la historiografía francesa sobre el hundimiento de la religión católica en el país vecino. Y no merece pasar inadvertido entre nosotros, por mucho que las diferencias con el caso español sean importantes.

Guillaume Cuchet es profesor en una de las universidades parisinas, especializado en Historia y Antropología religiosas de los siglos XIX y XX, y miembro del comité de redacción de la prestigiosa Revue d´histoire de l´Église de France, fundada en 1910.

Entre sus libros anteriores cabe citar Faire de l´histoire religieuse dans une société sortie de la religion (2013), título donde hay ya una anticipación del aquí reseñado (una sociedad que ha dejado la religión a sus espaldas, un mundo que ha dejado de ser cristiano), y Penser le christianisme au XIXe siècle. Alphonse Gratry (2017), sobre la vida y obra del teólogo y filósofo francés (opuesto a la definición, que sin embargo acató, de la infalibilidad del solemne magisterio pontificio por el concilio Vaticano I) a quien Julián Marías dedicó su tesis doctoral, rechazada en 1942 y que determinó su total apartamiento de la universidad española. Una sugestiva cita tomada de la Lógica (1855) del padre Gratry encabeza ahora las páginas de este nuevo libro de Cuchet, Cómo nuestro mundo dejó de ser cristiano. Anatomía de un hundimiento: «¿Hacia qué porvenir se dirige el mundo? ¿Cómo terminará? En cuanto a mí, creo que el mundo es libre y terminará como quiera. […] No hay artículo de fe sobre este punto. La única cosa que haya dicho Cristo, si no obstante entiendo bien sus palabras, es una pregunta que formuló sin resolverla. “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” Parece que, sobre este asunto, la duda es la verdad misma» (cit. en pág. 9).

Se encuentra en este nuevo título del autor un eco indudable del libro publicado en 1994 por el ya fallecido Émile Poulat, maestro de historiadores y sociólogos de la religión: L’ère post-chrétienne. Un monde sorti de Dieu. Ciertamente para nuestros vecinos «franco-franceses» a ultranza ese mundo que ha abandonado a Dios, ese mundo que ha dejado de ser cristiano, es Francia. Pero veremos cómo el libro de Cuchet es rico en observaciones igualmente aplicables a nuestra patria.

El autor se remonta hasta la Revolución de 1789 para trazar a grandes rasgos la historia moderna de la religión católica entre los franceses, marcada a la vez por una tendencia globalmente decadente y sin embargo hecha de notables altibajos, de renacimientos y recaídas. Y llega a la conclusión de que, junto a aquella Revolución fundadora de la Francia moderna (de una «no Francia», añado yo aquí, de una nueva patria diferente, la de los ciudadanos y sus derechos, según la tesis o constatación de Jean de Viguerie), sólo otro hito le es comparable en importancia radical: el concilio Vaticano II. No lo hace desde una óptica favorable ni crítica, sino como comprobación sociológica. Y poniendo el acento no tanto en los textos conciliares ni en su aplicación, sino en el puro hecho o acontecimiento conciliar. Por ello concluye que ese segundo giro capital se produjo, de manera muy precisa y brutal, en 1965 o a lo sumo durante los pocos años que siguieron inmediatamente a 1965, análogamente a lo ocurrido entre 1789 y 1792 con la primera gran ruptura. Combate por ello una idea bastante repetida, según la cual hechos posteriores como los de mayo de 1968, y la coetánea reafirmación por Pablo VI de la condena católica de la contracepción en la encíclica Humanae vitae, habrían tenido un efecto decisivo.

El libro de Cuchet se beneficia extraordinariamente de las encuestas sociológicas sobre la práctica religiosa, y en concreto sobre la observancia del precepto dominical, llevadas a cabo en las diócesis y parroquias de Francia, de manera sistemática, desde finales de la segunda guerra mundial y hasta los años del Concilio, gracias al canónigo Boulard y a un proyecto inicial del jurista y sociólogo Gabriel Le Bras.

Ese trabajo sistemático, reflejado en toda una serie de «mapas Boulard» (1947 y sucesivos) de la práctica religiosa en Francia, demuestra que los años de posguerra constituyeron, dentro de la línea de progresiva secularización que comienza brutalmente en 1789-1792, un periodo de relativa recuperación religiosa, cuando se recogieron los frutos de una red muy densa de obras católicas, de la suavización del anticlericalismo oficial, de las inmigraciones italiana y polaca fuertemente practicantes, etc. En 1947 como en 1962, justo antes del último concilio general, como media (los «mapas Boulard» muestran siempre fuertes diferencias geográficas ¡básicamente coincidentes con la división revolucionaria entre regiones de clero mayoritariamente constitucional y mayoritariamente refractario!) Francia seguía siendo «un país de cultura católica ultramayoritaria, lo que a fin de cuentas era, siglo y medio después de la Revolución, un resultado no tan despreciable para el clero francés y signo de cierta eficacia a largo plazo de su pastoral» (pág. 50).

Y, de repente, el hundimiento. Curiosamente, el recuento sistemático de los católicos practicantes dejó de realizarse con rigor en Francia desde mediados de los años 60. «¿Se quiso romper deliberadamente el termómetro, justo en el momento en que el enfermo sufría una subida de fiebre, precisamente para no verla?» (pág. 88). Surgió entonces la tendencia a privilegiar lo cualitativo (presunto) sobre lo cuantitativo (constatable) y a considerar que la práctica dominical (siempre teóricamente obligatoria) no tenía ya la misma importancia que antaño. Y no se quiso llevar agua al molino integrista o tradicionalista. Pero, si bien las encuestas sistemáticas cesaron, Boulard continuó su trabajo sobre la base de sondeos. Los datos por él «homogeneizados» (es decir, hechos comparables) arrojan «una diferencia espectacular entre el periodo 1945-1964, al que se atribuía (con demasiada generosidad) un tipo de práctica más o menos estable del orden del 37 por ciento, y el periodo 1966-1972, donde el tipo giraba en torno al 25 por ciento. No había sondeos para 1965. De donde se siguen dos conclusiones: la amplitud de la caída, por una parte, del orden del cuarto o del tercio de los practicantes de los años 1950 en algunos años, y la fecha del giro, por otra parte, 1965-1966» (pág. 96). Lo bien fundado de esos datos generales viene a reforzarse en el libro con el estudio de varios casos particulares: la Vandea, París, Lille, el Poitou.

Con todo, si todavía en el periodo 1966-1972 en torno a un 25 por ciento de los franceses iban a misa regularmente cada domingo, ello representaba algo más que en la España actual (como media 19,9 por ciento según datos de un estudio del CIS en 2008, probablemente aún menos en nuestros días). Hoy la práctica dominical francesa puede fijarse en el 1,8 por ciento (encuesta Ipsos para el diario La Croix, enero de 2017). A juicio del autor, Francia no es ya un país de cultura católica, algo que nunca antes había dejado de ser durante la lenta decadencia, con flujos y reflujos, desde la ruptura brutal de 1789-1792. ¿Anuncio de nuestro futuro español en poco tiempo?

«¿De dónde pudo venir semejante ruptura, puesto que se produjo una ruptura? Hace falta que haya habido un acontecimiento detrás de un fenómeno de ese orden, al menos para provocarlo. Mi hipótesis –dice Cuchet– es que se trata del concilio Vaticano II. No se ve en efecto qué otro acontecimiento contemporáneo habría podido engendrar semejante reacción. La cronología muestra que no es solamente la manera en que el concilio se aplicó después de su clausura la que provocó la ruptura. Por su sola existencia, en la medida en que convertía súbitamente en imaginable la reforma de las antiguas normas, el concilio fue bastante para derribarlas, tanto más cuanto que la reforma litúrgica, que afectaba a la parte más visible de la religión para la gran mayoría, comenzó a aplicarse desde 1964» (pág. 130).

No obstante esa referencia a la reforma litúrgica, que ciertamente comenzó a aplicarse desde 1964 y llevó en rápidas fases (supresión o simplificación de ritos, introducción de las lenguas modernas, inversión de los altares, abandono del latín etc.) hasta el nuevo misal de Pablo VI en 1970, el autor parece considerar mucho más decisiva, no tanto la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa en su literalidad, como la forma en que, con razón o sin ella, fue fulminantemente asimilada por los católicos. Desde luego por los católicos franceses, pues en Francia hacía mucho tiempo que el Estado había dejado de ser católico y que todos los cultos se beneficiaban de la libertad religiosa. Dignitatis humanae tendió entonces a «aplicarse no ad extra, en las relaciones de la Iglesia y de la sociedad, pues en ese terreno, en los países occidentales, no había gran cosa que conquistar, sino ad intra, en la forma en que los católicos concebían sus deberes religiosos. […] El texto pudo parecer así como una suerte de autorización oficiosa a ponerse en lo sucesivo en manos de su propio juicio en materia de creencias, de comportamientos y de práctica. […] El teólogo Louis Bouyer resumía bien la situación en 1968 con una fórmula apesadumbrada “cada cual no cree ya, no practica ya sino lo que le place”» (págs. 132-133).

Dice el autor algunas páginas más adelante: «Mi hipótesis es que este final de la insistencia pastoral sobre el carácter obligatorio de la práctica, producido al favor del concilio, tuvo en el plano colectivo un papel fundamental en la ruptura, comparable al final de la obligación civil bajo la Revolución, sobre todo para los grupos que seguían particularmente sometidos a esta obligación, como los niños y los jóvenes» (pág. 142).

A mi modo de ver, esta hipótesis de Cuchet parece cargada de buenas razones. Un impacto tan inmediato y devastador como el producido entre los católicos no pudo tener que ver estrictamente con los propios textos del concilio Vaticano II, poco o nada leídos, ni siquiera con su posterior aplicación a lo largo de los años por Pablo VI y los papas que le sucedieron. La reforma litúrgica fue su aspecto más visible para los fieles. Y, sobre todo, pudo pesar de manera decisiva el abandono fulminante del mundo de los deberes y la entrada igualmente fulminante en el mundo de la conciencia, entendida al modo moderno como autodeterminación. Cierto que, a diferencia del caso francés, en la España de 1965 todavía el Estado se proclamaba católico (lo seguiría siendo hasta la apostasía constitucional de 1978), y todavía la libertad religiosa no había sido reconocida a los demás cultos (lo sería muy pronto en 1967, por obediencia al concilio, con la primera ley española de libertad religiosa). Pero, aun así, creo que también entre nosotros el espíritu de Dignitatis humanae, fuese su verdadero espíritu u otro ajeno pero percibido como tal (cuestión aquí irrelevante a efectos sociológicos), produjo un rápido efecto determinante. «¡Ahora ya no hay que ir a misa!», fueron las palabras, cargadas de ingenua seriedad, con que, según me ha contado varias veces mi madre, acogió un amigo de la familia y hombre sencillo la novedad de la libertad religiosa (a la postre ¡libertad para ir o no ir a misa!).

Otros aspectos destacados por el autor son la crisis del sacerdocio («la trahison des clercs», como en el célebre libro publicado por Julien Benda en 1927, pero ahora referida no a los intelectuales sino a los clérigos en sentido estricto), comparable a la traición del clero juramentado en tiempos de la Revolución; el efecto desestabilizador de las innovaciones (¿si la Iglesia se equivocó antes por qué seguirla ahora? ¿qué religión transmitir a los hijos, la antigua o la nueva?); la crisis del sacramento de la penitencia y la renuncia muy temprana a la predicación sobre los novísimos, a saber, muerte, juicio, purgatorio, destino eterno: cielo o infierno. Aspectos todos ellos relacionados con el abandono del mundo de los deberes y la conversión a la libre opinión de cada cual. «Dios no se ofende por nada», y tan pronto como en diciembre de 1966 los obispos franceses reconocen, en respuesta a la consulta del cardenal Ottaviani sobre los errores enseguida advertidos en la recepción del Concilio: «El pecado original […], así como los novísimos y el juicio, son puntos de la fe católica directamente vinculados a la salvación en Jesucristo y cuya presentación a los fieles se hace efectivamente difícil para muchos sacerdotes que tienen la misión de enseñarlos. Se callan pues, a falta de saber cómo hablar» (cit. en pág. 244).

A diferencia del caso francés, faltan en España los antecedentes estadísticos para respaldar de ese modo riguroso la datación exacta del momento de la ruptura, como se hace en el libro de Cuchet con base en los trabajos del canónigo Boulard. El autor francés señala que no parece que en los años del preconcilio se realizaran ni en España ni en Italia encuestas comparables a las de Boulard, al menos a escala nacional (pág. 63). Y según Pérez-Agote, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, es precisamente en 1965 cuando en España comienzan a producirse los primeros datos sobre indicadores religiosos; pero, a falta incluso de datos precisos sobre las dos décadas anteriores al Concilio, no parece que el caso español sea diferente: si en 1965 los españoles que iban a misa «casi todos los domingos» representaban el 68 por ciento del total, en 1975 ese grupo había caído ya al 40 por ciento (una abrupta caída de bastante más del tercio) y al 19,9 por ciento, como he consignado antes, en 2008 (cfr. Alfonso Pérez-Agote, Cambio religioso en España: los avatares de la secularización, Madrid, CIS, 2012, págs. 113-117).

No se me oculta, sin embargo, que durante el periodo en cuestión se produjeron en España cambios políticos (del régimen de Franco a la neutralidad religiosa de la constitución de 1978) y sociales (de una sociedad en desarrollo a otra de consumo) muy profundos y radicales (como tantas graves consecuencias que vinieron después: aceptación legal y social del divorcio, del aborto etc.), mucho más que en Francia, donde esos cambios pueden considerarse de grado pero no sustanciales, salvo quizá la revolución cultural que suele condensarse en mayo de 1968. De manera que nuestra vertiginosa secularización desde 1965 pudiera responder a concausas cuya ponderación resultaría bastante más difícil de afinar que en el caso francés. Pero a mi juicio siempre quedaría en pie, igual que en ese caso objeto de este libro capital de Guillaume Cuchet, la calificación del desnudo hecho o acontecimiento conciliar como detonante del estallido decisivo.

Juan Manuel Rozas