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Número 565-566

Serie LVI

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Richard Tuck, The sleeping sovereign. The invention of modern democracy

Richard Tuck, The sleeping sovereign. The invention of modern democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 2015, 310 págs.

Dentro de la colección de conferencias Seeley (The John Robert Seeley Lectures), de la Universidad de Cambridge, se ha publicado la que Richard Tuck sostuviera acerca de los orígenes de la democracia moderna.

El profesor Tuck, de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard, es, a mi ver, uno de los mejores especialistas en historia del pensamiento político moderno; no digo de los mayores –que lo es– sino  de los «mejores » porque si en los días que corren los cultores de la disciplina rinden culto –muchas veces por disciplina cortesana y sin conocer sus textos específicos– a Quentin Skinner, el inventor de la metodología de la Escuela de Cambridge, el llamado intencionalismo; en cambio, Richard Tuck –que algunos consideran entre los seguidores de aquélla– ha demostrado en sus trabajos no estar intoxicado por ningún metodologismo y cultivar este campo del saber con la frescura de la libertad académica de quien, leyendo las fuentes en su contexto multifronte, no se somete a corsets ni a recetas preestablecidas.

De ello dan prueba sus escritos, principalmente la trilogía que lo llevó a lugares destacados: Natural rights theories (1979), Hobbes (1989), Philosophy and government, 1572-1651 (1993). Últimamente publicó The rights of war en peace. Political thought and international order from Grotius to Kant (2001). El tiempo transcurrido entre cada uno de sus libros es una muestra de su dedicado estudio y de su despreocupación por los vaivenes de la moda en el mercado editorial e intelectual. Es de lamentar que ninguno de sus libros haya sido traducido al español, porque el conocimiento que tiene Tuck del pensamiento político de los siglos XVI a XVIII es sobresaliente, aportando siempre una mirada aguda, profunda y, sobre todo, densa.

Creo que la densidad de ciertos textos suyos es uno de los problemas para la traducción, pero también de su lectura. No sabría decir si esa viscosidad se debe a su trabajosa escritura; seguro sí es una dificultad para el lector y que no pocas veces sobreviene de una «intertextualidad» a la que Tuck parece verse forzado por ser fiel a sus fuentes. Un ejemplo: la portentosa edición en tres volúmenes que hiciera del libro de Grotius, El derecho de la guerra y de la paz, para la Liberty Fund (una institución especializada en literatura política, especialmente política y mucho más especialmente si es liberal), esa edición, decía, es casi ilegible o por lo menos así me ha parecido.

Este libro, El soberano durmiente, título tomado de un pasaje del De cive de Hobbes, retoma la distinción moderna entre soberanía y gobierno y la despliega históricamente de una manera magistral. Si bien hoy la distinción suele discutirse a partir de Rousseau y las ideas del Contrato social, la aventura intelectual que nos propone Tuck es más vasta y llena de incisos y confluencias que acaban configurando una obra extraordinaria, como era de esperar.

Soberanía y gobierno es una pareja de conceptos que se puede retrotraer –así lo hace Tuck– al pensamiento del jurista francés Jean Bodin en el siglo XVI, el inventor de la moderna soberanía, que desde su comienzo plantea ya la polarización entre dos formas de democracia: la popular o plebiscitaria, que suele llamarse directa, y la representativa o indirecta, entre el gobernar y el autorizar. De ello se ocupa en el primer capítulo. En el siguiente, asentado en terreno inglés y trasladado al siglo XVII, examina cómo la distinción se presenta en Thomas Hobbes y la discusión que suscitó entre sus contemporáneos, en particular en su predecesor Hugo Grotius y su seguidor Samuel Pufendorf.

El capítulo tercero se mueve a Francia y comienza con la exposición de las ideas de Juan Jacobo Rousseau, para adentrarse en las discusiones que se dieron en los procesos constituyentes revolucionarios franceses, deteniéndose en el pensamiento del abate Sieyès y de los girondinos y jacobinos, herederos éstos del alocado pensador de Ginebra. El último capítulo nos traslada a la América del Norte y examina los debates que los norteamericanos tuvieron en su período de formación constitucional entre una democracia plebiscitaria –que según Tuck se aceptó a nivel de los gobiernos de los Estados– y una representativa o gubernativa –que se plasma–, dice, en el gobierno federal. La constitución yanqui, sugiere el autor, habría plasmado de ese modo la distinción entre actos de soberanía y actos de gobierno.

Quedan todavía unas tres docenas de páginas finales para delinear el debate que suscita la distinción en la génesis de las constituciones modernas. Con lo cual Richard Tuck cierra el libro mostrando que, sin alardear de metodología alguna, el pensamiento político nutre directa y poderosamente el constitucionalismo en la modernidad.

Por supuesto que el libro no está ajeno a la controversia, porque no necesariamente se coincide con todo lo que Tuck escribe. No ha sido tampoco así con sus otros trabajos. Pero que existan interpretaciones encontradas no quita mérito alguno a la obra y más bien podemos atribuirlas a los horizontes de las lecturas personales, para usar una expresión cara a Gadamer. Porque cuando el historiador es bueno y cumple su cometido, cuando refleja con fidelidad los textos y escritores estudiados, la ideología que él tenga queda de lado, no interesa.

Para poner fin a esta reseña y no repetir elogios al profesor Tuck, quisiera decir un par de cosas más. Por lo pronto, que resulta de una agradable frescura encontrar un trabajo intelectual que no anda tras cosas escondidas o segundas intenciones, que puede escribir un libro sobre escritores trillados sin necesidad de pasar por el cedazo de las discusiones académicas. Finalmente, cuánto aprenderían maestros, profesores y escritores de manuales si conocieran la historia verdadera encerrada en esa bellaca y vulgar distinción de democracia directa y democracia indirecta.

Juan Fernando Segovia