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Número 587-588

Serie LVIII

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Helena Rosenblatt and Paul Schweigert, Thinking with Rousseau. from Machiavelli to Schmitt

Helena Rosenblatt & Paul Schweigert (eds.), Thinking with Rousseau. From Machiavelli to Schmitt, Cambridge, Cambridge University Press, 2017, 326 págs.

Los editores de este libro están académicamente vinculados al Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. La Rosenblatt había ya publicado algunos libros sobre historia intelectual, uno sobre Constant y otro acerca de Rousseau; de ella hemos comentado su pobrísima historia del liberalismo, La historia perdida del liberalismo. De Schweigert no conocemos ninguna obra. En este libro nos dicen querer mostrar cómo los escritores leen a los intelectuales y enfrentan las ideas del otro, esto es, de qué manera las ideas se traspasan de una generación a otra, de una época a la otra y cómo se transforman. Y Rousseau es el elegido al centro de estos intelectuales porque los editores afirman que fue un maestro en apropiarse de ideas ajenas y de trastocarlas, lo que explicaría las contradicciones y paradojas en las propias.

Independientemente de lo que pensemos sobre Rousseau como figura de la historia intelectual y de la causa de sus vaivenes y ambivalencias, no hay duda que desde el siglo XVIII ocupa un lugar capital en esa historia. Pero qué es la historia intelectual de Occidente para los editores. Dicen ellos que no se trata de un canon establecido de ideas sino más bien de una conversación entre los intelectuales. Debo decir que no me parece así sea; admitimos que no hay una serie de respuestas, es obvio; pero sí una serie de problemas y de cuestiones a lo largo de los siglos. Creemos que ese «canon» de preguntas ha sido en buena medida establecido por la tradición aristotélica y que en ésta han de anclarse las siguientes, sea para combatirla, sea para perfeccionarla. En un librito que ya hemos reseñado de André de Muralt, La estructura de la filosofía política moderna, esta centralidad de la estructura aristotélica del pensamiento queda debidamente fundamentada.

Dicho esto, va el primer gran vacío del libro: salvo una ocasional referencia a Aristóteles en un tema menor, como la tragedia, no se dice nada de él ni del aristotelismo. Tampoco del Aquinate y casi nada de la Escolástica. Y basta ver las formas de gobierno del Contrato social para advertir que el estudio era merecido.

La primera colaboración es del conocido historiador de las ideas Maurizio Viroli, emérito de la Universidad de Princeton, que enseña en la Universidad de Texas en Austin y en la Universidad de la Suiza Italiana en Lugano. Especialista en el republicanismo moderno, Viroli estudia aquí a Maquiavelo y Rousseau como dos interpretaciones del republicanismo, tomando al florentino como el modelo a partir del cual se monta buena parte de la escuela republicana de la Modernidad y al ginebrino como una suerte de retoque de ésta, pues para Viroli la maquiaveliana es una concepción que descuida la interioridad de los individuos (pasiones, deseos, etc.), que sería el aporte de Rousseau. Inteligente y erudita su colaboración, muestra ya uno de los problemas de todas las interpretaciones del pensador de Ginebra: poner el acento en la subjetividad (su romanticismo) o en la estructura de poder (su totalitarismo). Pocos han podido congeniar ambos extremos de manera aceptable, entre ellos Jean Starobinski, quien ni siquiera es mencionado en todo el libro, según parece en una atenta primera lectura.

El segundo capítulo insiste en la lectura intimista de Rousseau, ahora en contraste con Montaigne. Lo hace James Miller, de la New School for Social Research, que pone a su entrega el subtítulo: «Del entusiasmo a la ecuanimidad». En seguida, Richard Tuck, cuyo libro El soberano durmiente. La invención de la democracia moderna ha sido reseñado elogiosamente en estas páginas, despliega su erudito arsenal de conocimiento de la Ilustración, para mostrarnos la enorme hipoteca hobbesiana que pesa sobre Rousseau, en «Rousseau y Hobbes: el hobbesianismo de Rousseau». Un trabajo impecable que tiene la trascendencia de ir desculando las hormigas negras de una Modernidad preñada por el protestantismo resentido de Hobbes.

En el cuarto capítulo, «Rousseau y Montesquieu», a cargo de J. Kent Wright, de la Universidad Estatal de Arizona, se sostiene la tesis de la influencia ejercida por El espíritu de las leyes en la obra del neurótico ginebrino, para concluir que lejos de ser figuras contrapuestas, como muchos han entendido, éste es un crítico discípulo del marqués, si bien es más discutible lo que ambos aportan a la denominada tradición atlántica del republicanismo, como cree Wright. Más adelante, David Sorkin de la Universidad de Yale, establece el vínculo que une a Moses Mendelssohn (1729- 1786), el filósofo judío-alemán, con Rousseau, tomando como núcleo el empobrecimiento de la razón esclavizada, Continuando con las extrañas relaciones (porque la anterior lo es), Pierre Force, docente de la Universidad de Columbia, toma la concepción moral de la simpatía para ensayar una continuidad entre Rousseau y Adam Smith, lo que otra vez nos devuelve al problema apuntado ya con la colaboración de Viroli. Sin embargo, en este caso, las correlaciones me parecen más forzadas, sobre todo porque el elogio de la agricultura y el apego a perspectivas antropológicas pasionales, afectivas, era común entre los ilustrados del siglo XVIII.

«Rousseau y A. L. Thomas», el capítulo séptimo, redactado por Anthony La Vopa de la Universidad del Estado de Carolina del Norte, trata del aprecio que de la obra del ginebrino tuvieron Antoine-Léonard Thomas y Madame Necker en punto a la amistad del hombre y de la mujer, esto es, una sentimental sociabilidad en la que la mujer es estimada. El hoy famoso Jonathan Israel, emérito de la Escuela de Estudios Históricos, vuelve sobre temas queridos de la Ilustración radical (que él ha contribuido a popularizar, como dejamos constancia en alguna recensión ya hecha) y pone sobre el tapete a Rousseau y el barón d’Holbach, para extraer «Las implicaciones revolucionarias de la filosofía anti Teresiana», con lo que Israel quiere significar la contraposición extrema entre los sistemas filosóficos de ambos, expresada en el papel de las personas ordinarias, de lo ordinario, representado por la compañera de Rousseau, Thérèse Lavasseur. En esta misma dirección, la de la Ilustración radical, la colaboración de Joanna Stalnaker, de la Universidad de Columbia, contrapone las figuras de Rousseau y Diderot, sostiene que hay varios aspectos compatibles entre ambos, no obstante sus dispares antropologías, en particular por el alejamiento del bruto materialismo de parte del enciclopedista en su crítica de Helvétius.

«Rousseau y Kant», la colaboración de Susan Shell (Colegio de Boston) y de Richard Velkley (Universidad de Tulane), vuelve sobre un tema ya sabido: cómo el ginebrino influyó sobre el germano, subrayando de qué modo la pedagogía rusoniana se encuentra en la tesis kantiana de la mejora y progreso del hombre. Barbara Taylor, de la Universidad Queen Mary de Londres, toma en el capítulo once la misión de relacionar a Rousseau con Mary Wollstonecraft, siempre sobrevalorada, partiendo de la tesis de que ambos eran paseantes solitarios, caminantes en la propia intimidad solitaria. Aurelian Craiutu, de la Universidad de Indiana, ensaya de inmediato el «inusitado diálogo» de Rousseau y Madame de Staël, autora de las Cartas sobre Rousseau, aunque de este texto elogioso, considerando los desmanes sanguinarios de la época del terror revolucionario francés, la señora haya censurado los errores de la democracia totalitaria moderna. La contribución no es anodina, porque junto con la de Tuck, es ella una de las pocas que pone el acento sobre la deriva totalitaria de las ideas rusonianas.

Pasemos a las últimas tres entregas. K. Steven Vincent, de la Universidad de Carolina del Norte, pone frente a frente a «Rousseau y Proudhon: naturaleza humana, propiedad y el contrato social», una colaboración algo alicaída, pero que al menos sirve para confirmar las resonancias rusonianas en los socialistas. E íntimamente ligado a este extremo del cabo, Jerrold Seigel, profesor emérito de la Universidad de Nueva York, escribe sobre «Rousseau y Marx: acerca de la realización del hombre», que claramente marchan en direcciones distintas aunque no tan enfrentadas. De todas maneras, la colaboración de Siegel no es la más afortunada porque no se trata de la lectura marxiana de Rousseau o de la influencia de éste en el judío alemán, sino de entender cómo entienden la plenitud humana uno y otro. Concluye el tomo con el capítulo decimoquinto, redactado por David Bates, de la Universidad de California en Berkeley, que estudia la promesa encerrada en el título, «Rousseau y Schmitt: soberanos y dictadores», artículo que no puede decir sino lo sabido: a pesar de la preocupación de ambos por la soberanía, el jurista alemán no toma del ginebrino el esqueleto ni los nervios de su doctrina, no obstante conocerlo bien. Pero no porque Rousseau sea un defensor de la libertad y la igualdad individuales, como supone Bates, sino porque Schmitt siempre estuvo conforme con Hobbes y con el derecho público europeo. La conclusión de Bates es hilarante.

Al final, queda la sensación de que se ha exagerado con las pretensiones originales: poco hay de lecturas que uno hace del otro y mucho de comparaciones; que se ha querido mostrar cómo ha sido leído Rousseau y no se mencionan algunos de sus mejores críticos, como Joseph de Maistre, por sólo dar un nombre, o de sus discípulos jacobinos; que se ha propuesto atender cómo leía Rousseau a otros intelectuales y apenas se han dado muestras de esto. No obstante la calidad e interés de algunos trabajos, el conjunto es desordenado por arbitrario y desparejo. Y las ambiciones de los editores naufragan a penas comenzar, como se ha dicho.

Juan Fernando SEGOVIA