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Don Rubén Calderón, tradicionalista hispánico

DON RUBÉN CALDERÓN, TRADICIONALISTA
HISPÁNICO
POR
MIGUELAYUSO(*)
1. De desbr oces, podas y talas
U na buena par te del quehacer histórico, pero también del teó -
rico, o si se pr efiere, filosófico, de F rancisco Elías de Tejada, se volcó
sobre la delimitación del pensamiento tradicional de matriz hispá -
nica y su distinción, sobre todo, del de raigambre francesa (1). En
tal sentido, en algunos momentos de su ejecutoria, sobre todo ya en
los años setenta, arrojó si no a las tinieblas exterior es, sí al menos al
purgatorio, a autores como Donoso Cortés, Balmes, Menéndez
Pelay o o Maeztu. Por no hablar, porque el caso es bien otro, ya que
ni siquiera se encuentra en la misma constelación, de J osé Antonio
P rimo de Rivera. Cier to es que, en fases precedentes, en los cuaren -
ta e incluso en los cincuenta, su juicio no había sido tan severo (2).
Verbo, núm. 461-462 (2008), 37-58. 37
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(*) E l último 1 de ener o don Rubén CalderónBouchet, querido colaborador de
estas páginas, ha cumplido noventa años. Como ya saben nuestr os lectores por la sec-
ción de crónicas del pasado número 459-460, no viembre-diciembre 2007, en la Bodega
Weiner t de Mendoza, se le ofr eció el pasado mes de agosto un homenaje, en que inter -
vinieron los pr ofesores Miguel Ayuso y Juan Fernando Segovia, y en el que se pr esentó
el libro A la luz de un ágape cordial, que r eúne colaboraciones en su honor.
R eproducimos aquí ahora, ligeramente revisado, el ar tículo de nuestro secretario de
r edacción (N. de la R.).
(1) F rancisco E lías de Tejada, “J oseph de M aistre en Espagne ”, Revue des Études
Maistriennes (París), 1977, págs. 135 y sigs. Hay una edición castellana posterior , en
forma de opúsculo, Joseph de M aistre en España, Madrid, 1983, que es por la que cito
en lo que sigue. (2) Puede verse la documentación de los juicios aquí apretadamente resumidos en
mi libr oLa filosofía política y jurídica de F rancisco E lías de Tejada, Madrid, 1994, en
especial págs. 276 y sigs.
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Así, aun por José Antonio P rimo de Rivera tuvo un momento
de compr ensión, más que de entusiasmo, en fase adolescente más
que juv enil incluso, y cierto es que muy breve. R especto de
D onoso, antes de verlo como un secuaz del tradicionalismo filosó-
fico francés, había primado al principio en él su condición de cote-
rráneo de la recia E xtremadura, mientras que de B almes divisó pri-
mero la prolongación del secular senycatalán, donde luego iba a
deplorar la ignorancia más total de la auténtica tradición cata\
lana y ,
en el fondo, la amalgama con tesis abundantes tesis de la rev olución
liberal, “ anticipo de la democracia cristiana ser vilmente vaticanista”.
M enéndez P elayo fue siempr e el coloso de la historia literaria hispa -
na al tiempo que un desconocedor de su tradición política, lo que
le llevó a despr eciar el carlismo casticista para adherirse al canovis-
mo postiz o. En el fondo, lo he dicho en otras ocasiones, el sueño de
E lías de Tejada, fue trasladar al ámbito de las doctrinas políticas el
ingente empeño piadoso y erudito del gran polígrafo santanderino
del diecinuev e (3). Trasladando su intentiomás que siguiendo sus
juicios. D e ahí que rechazara un “ menéndezpelayismo político ”,
nemo dat quod non habet, en el que no veía sino un modo de alle-
gar al cauce de la dinastía liberal las límpidas y seculares aguas del
carlismo . De Maeztu, en v erdad, nunca se ocupó demasiado, si
acaso en la estela de esas maniobras r ecién mentadas, puestas por
obra después de la guerra por el primeriz o equipo intelectual del
Opus Dei, antes de sus mutaciones ulterior es, que buscaban pro-
longar Acción E s p a ñ o l ay, por medio de ella, entroncar con
M enéndez P elayo. Más allá del hallazgo de la hispanidad, antes
intuición que saber , pero paso adelante –en todo caso– desde la
confusión del 98 (4), y del ejemplo de su muerte, en Maeztu
encuentra sobr e todo al periodista europeizado, desconocedor del
pensamiento tradicional español y autor de un pr ograma imposible
de armonización del liberalismo con el carlismo . Con todo, ante
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(3) Miguel Ayuso, “En el octavo aniversario del fallecimiento del profesor Elías de
Tejada ”, Verbo (Madrid) nº 241-242 (1986), págs. 11 y sigs.
(4) Véase “España, entre dos no ve n t a yo c h o s”, capítulo VII de mi Las murallas de la
Ciudad. Temas del pensamiento tradicional hispano, Buenos Aires, 2001, págs. 137 y sigs.
P r i m e r o de mis libros argentinos, está dedicado a don Rubén Calderón Bouchet.
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esos empeños, diríamos (utilizando una terminología procedente\
de
las polémicas antiliberales del ochocientos) “mestizos”, no deja de
observar su pujanza y también su convergencia, desde el ángulo de
la política cultural, con el carlismo, fr ente al izquierdismo falangis-
ta, ora totalitario, ora metamorfoseado en liberal, pero siempr e
“moderno ”. Así, en una significativa car ta que le escribe, en 1953,
al que fue su gran amigo, y luego también mío, el profesor paulis-
ta J osé P edro Galvão de S ousa, también tradicionalista hispánico,
escribe: “Sí, hay ahora en España un gr upo que, no siendo política-
mente carlista, hace la política cultural que los carlistas no sabemo\
s,
no podemos o no queremos hacer . Errados en lo dinástico, aciertan
en la actitud de intransigencia que necesitamos ahora que las
izquierdas, al ampar o de la Falange, inician su reconquista de las
posiciones per didas en 1936 (...)” (5). Las claves son múltiples y
todas de enorme interés. U na cierta incapacidad de afrontar las
batallas intelectuales por una Comunión Tradicionalista exhausta
tras la guerra y totalmente marginada en la paz; la F alange como
refugio de la izquierda cultural (cuando no política) en sus prime-
ras intentonas anticatólicas o, por lo menos, acatólicas; el signo\
tra -
dicionalista, con las deficiencias que se quiera, del primer O pus, tan
pronto abandonado por opor tunismos –teóricos, prácticos o teóri -
co-prácticos poco importa a estos efectos– de toda clase...
2. La “ navaja” de E lías de Tejada
Es posible que para algunos un tal desbroce, por momentos
poda e incluso tala, del bosque del tradicionalismo y de frondas por
otr os creídas v ecinas, resulte no sólo discutible sino incluso incon -
veniente. Per o al objeto de este papel no era inútil abocetarlo, reco -
nociendo la finura de los juicios empeñados en tales tareas. Que,
con su permiso, voy a r ecorrer a paso ligero.
Cree Elías de Tejada que el tradicionalismo, en sus fundamen-
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(5) Puede v erse en Manuel de Santa C ruz, Apuntes y documentos par a la historia del
tr adicionalismo español (1939-1966) , tomo 15 (1953), Madrid, 1987, págs. 85-87.
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tos últimos, responde a dos principios: “La afirmación del hombre
como ser histórico, con la consecuencia de que es la historia la que
fija el ordenamiento social y político más conveniente; y sostener
que el quehacer humano forjando la historia ha de estar encuadra-
do dentro del marco metafísico que rodea toda actividad humana:
la del or den univ ersal por Dios establecido . Historicismo sujeto a
teocentrismo es la raíz del pensamiento tradicionalista, a tenor de l\
a
concepción cristiana del hombr e como realidad metafísica libre
per o forzosamente sujeta a la historia ” (6).
Y , a par tir de ahí, desarrolla su conocido cuadro: “Estas ideas
fundadoras pr esidieron la C ristiandad anterior al 1500 en tierras
del Occidente y han sido luego negadas por E uropa. P orque E uropa
no es para nosotr os, los tradicionalistas españoles, simple noción
geográfica; al contrario, E uropa es idea histórica, y por histórica
polémica, que sustituy e sobre las tierras del O ccidente geográfico a
la C ristiandad medieval. Eur opa nace de la ruptura del orden cris-
tiano y teocéntrico mediev al, cuando Lutero rompe la unidad reli-
giosa, M aquiavelo paganiza la ética, Bodino inventa el poder desen -
frenado de la souveraineté, G rocio seculariza al intelectualismo
tomista en el der echo, Hobbes seculariza en el derecho el v olunta-
rismo scotista, y por último quiebra la jerar quía institucional con
los Tratados de Westfalia. P or lo cual E uropa posee una carga de
doctrinas pr opias, opuestas a las de la Cristiandad. La Cristiandad
fue organicismo social, visión cristiana y limitada del poder , unidad
de fe católica, poder es templados, cruzadas misioneras, concepción
del hombr e como ser concr eto, parlamentos o cor tes representati-
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(6) Francisco E lías de Tejada, op. cit., pág. 7. Encontramos también un tan escue-
to como pertinente resumen del tradicionalismo hispánico, dependiente del autor
r ecién citado, pero con may or impronta jurídica, en José Pedro G alvão de Sousa,
“A ctualidade do tradicionalismo ”, Memoria del I Congreso de E studios Tradicionalistas,
M adrid, 1964, págs. 9-10: “1. El hombre es un ser histórico. 2. El derecho natural, en
sus pr eceptos más generales, forma parte de la tradición de todos los pueblos, exacta-
mente por que sus primeros principios son connaturales a la razón. 3. El derecho cris -
tiano realiza el per feccionamiento pleno del or den jurídico. 4. El derecho originado en
la R evolución de 1789 tiene un cuño abstracto y antihistórico encontrándose en anta-
gonismo con la formación espiritual y social de los pueblos que integran la civilización
cristiana”.
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vas de la realidad social entendida como corpus mysticum, sistemas
legales o ‘ forales’ de libertades concr etas. Europa es entendimiento
mecanicista del poder , neutralización secularizada del mando, coe-
xistencia formal de credos r eligiosos, paganización de la moral,
absolutismos, democracias, liberalismos, guerras nacionales o de
familia, concepción abstracta del hombre, Sociedad de naciones,
ONU, parlamentarismos, constitucionalismo liberal, protestantis -
mo, r epúblicas, soberanías ilimitadas de príncipes o de pueblos,
antropocentrismo para r egla de la vida y los saberes ” (7).
E n esa gran divisoria del siglo XVI en que las tierras del
Occidente v an a servir de palenque para la lucha de E uropa contra
la Cristiandad, cuyas secuelas –dice nuestro autor– perduran hasta
nuestr os días, está el origen de la distinción entre la tradición his-
pánica y el tradicionalismo francés. Porque España, tras haber sido
derrotada en la defensa de la C ristiandad, se va a constituir en chris -
tianitas minor, cerrada en un primer momento a las influencias
europeas, de modo que, en otr o posterior, tras la íntima escisión
espiritual pr ovocada por la irrupción en su seno de la I lustración, el
tradicionalismo r esultará una suer te de christianitas minima (8).
N unca se interrumpió, pues, entre nosotros la línea de la tradición
católica, en combate sin tregua ni cuartel contra –tras la primera
batalla con la P rotesta– todas las infiltraciones europeas, absolutis -
tas en el siglo XVIII, liberales en el XIX, democráticas, fascistas o
socialistas en el XX. Mientras que en F rancia el abandono de la filo-
sofía escolástica por el cartesianismo y el tr uncarse de la t r a d i c i ó n
política por el absolutismo cre a ron un vacío que los autores que
s i g u i e r on a la gran r e volución hubieron de llenar a la fuerza con
c o n s t r ucciones personales, beneméritas en muchas cosas, como
s u g e s t i v as o desviadas en otras. Por eso el tradicionalismo hispánico,
a través de la monarquía hispánica y la segunda escolástica (9), enla-
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(7) Id., ibid., págs. 7-8. He intentado trasponer al ámbito institucional, en parti-
cular a partir del surgimiento del Estado moderno, el esquema del polígrafo extreme-
ño, que se desenvuelve en el terr eno de la historia de las doctrinas políticas. Véase mi
¿Después del Leviathan? Sobr e el Estado y su signo, Madrid, 1996.
(8) Cfr. Francisco Elías de Tejada et al., ¿ Qué es el car l i s m o ?, Madrid, 1971; M i g u e l
Ayuso, Qué es el car l i s m o. Una introducción al tradicionalismo hispánico , Buenos Aires, 2005.
(9) C ualesquiera que puedan ser las deficiencias obser vadas en la segunda escolás-
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zó directamente con la Cristiandad medieval y el tomismo . Sin des -
peñarse en los y erros del tradicionalismo filosófico y del absolutis-
mo del der echo divino de los reyes, siempr e se aferró a la restaura-
ción de la sociedad como conjunto de instituciones autárquicas,
expresadas en “F ueros” concebidos como sistemas de libertades
políticas concretas, cor onadas por la monarquía legítima, federati-
v a y misionera, rindiendo todos culto en espíritu y verdad al Dios
v erdadero (10).
3. La ar cilla, el hierro y la teología de la historia.
T ras lo anterior , pienso apuntar mi intuición y mi convicción
de que don Rubén Calderón Bouchet pertenece por der echo pro-
pio a la estirpe de los tradicionalistas hispánicos. P ese a la aparien-
cia de su proximidad al tradicionalismo francés, que conoce bien y
por el que tiene simpatías, per o al que espiritualmente no se adscri -
be (11). Y pese a ciertos juicios también en apariencia complacien-
tes con los fascismos, per o que rechaza en el fondo consciente de su
modernismo y estatismo r evolucionarios (12). Desarrollarlo cum-
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tica hispana, no se puede negar sin injusticia el magno esfuer zo por proseguir el cami-
no de la filosofía cristiana en los nuev os tiempos. A la larga, y merced a algunas de ellas,
el pensamiento raigadamente clásico pudo sufrir extravíos o cuando\
menos tentaciones.
Con toda modestia lo he apuntado, en lo que toca al derecho natural, en mi “Las apo -
rías pr esentes del derecho natural (de r etorno en retorno)”, Verbo(Madrid) nº 437-438
(2005), págs. 553 y sigs. (10) La idea tejadiana ha sido singularmente desarrollada por el metafísico F ran-
cisco Canals, en particular en su acer tado “prólogo ” al libro de José M aríaAlsina, El tr a -
dicionalismo filosófico en E spaña. Su génesis en la generación r omántica catalana,
Bar celona, 1985.
(11) No puede echarse en olvido que es la R evolución francesa, precedida por la
acción de los philosophes, esto es, de los ideólogos, y seguida de su exportación por obra
de N apoleón, la que altera en la práctica las condiciones temporales y espirituales del
mundo, llamando a la r eacción tradicional. Cfr. Rubén Calderón Bouchet, La
Rev olución fr ancesa, Buenos Aires, 1999, y La contrarrevolución en Fr ancia, Buenos
Air es, 1967. Este último librito se contrae en exclusiva a la heroica guerra sostenida en
la Vandea.
(12) Rubén Calderón Bouchet, Nacionalismo y revolución, B uenos Aires, 1983.
Observa allí que, en la mente de Mussolini, “la idea de espíritu tiene origen hegeliano ”
y que “no aparece para nada la referencia a la existencia de D ios, en el sentido tradicio-
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plidamente llevaría más páginas de las que puedo razonablemente
consumir y exigiría más lecturas, y más sosegadas, de la obra toda
de don Rubén. P or ello, cautamente, he escrito intuición y convic-
ción. P uesto que lo más a lo que puedo aspirar con esta nota es a
mostrarlo, no a demostrarlo .
P ero, en primer lugar, bueno es sentar que nuestro homenajea-
do es un historiador con pálpito filosófico . En efecto, el campo que
ha labrado con empeño y en el que ha obtenido cosechas generosas
es el de la historia del pensamiento político (13). Sin embargo su
historia es una historia que da razón de las cosas humanas y que ras -
trea la providencia divina. E n algún sentido no se nos apar ece
demasiado alejado de Elías de Tejada, a quien seguíamos escasas
líneas atrás. Eso sí, con estilos personales tan distantes como\
distin -
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nal del pensamiento católico ”. Y añade que “se tiene la impr esión de una espiritualidad
meramente humana que se expresa en las obras de la cultura y a través de un pr oceso
histórico ” (pág. 279). Las simpatías que también expresa en ocasiones resultan bien
matizadas y , creo, son debidas a una co yuntura vital en la que los fascismos se vier on
por tantos como un v alladar frente al marxismo y como un remedio frente a las demo-
cracias liberales. Esos mismos factores, con su carga en el fondo r omántica, explican el
(superficial) aprecio (sus páginas son las más endebles) por e\
l fascismo español, el falan -
gismo, que presenta sin duda caracteres singular es, pero que no sale del universo dicho.
E n v erdad r esulta en ocasiones difícil para muchos, en España como en Hispanoamé-
rica, el discernimiento de tradicionalismo y fascismo, cuando tan fácil debiera resultar
limpiada la razón de factores principalmente patéticos. P ienso en mi admirado amigo
J uan Antonio Widow , sin duda tradicionalista hispánico también, que –por ejemplo–
excluy e el fascismo de las ideologías (esto es, falsas) en su ex celente El hombr e, animal
político, S antiago de Chile, 1984. En este punto sí resultan definitiv amente más lúcidos
los tradicionalistas peninsulares, como Rafael Gambra o F rancisco Elías de Tejada. Cfr .
Rafael Gambra, “S obre la significación del régimen de F ranco”, Verbo (Madrid) nº 189-
190 (1980), págs. 1223 y sigs.; F rancisco Elías de Tejada, La monar chia tradizionale,
T urín, 1966, págs. 7 y sigs. En este último texto, capítulo introductiv o a la edición ita-
liana, inexistente en la versión original castellana, pese a las cautelas tácticas del caso,
afirma con claridad que la posteridad del fascismo debía cortar el n\
udo gor diano de sus
contradicciones entre la aspiración a reatar la tradición con la afirmación de un idealis-
mo modernista y acatólico cuando no anticatólico .
(13) S u obra es, en efecto, vasta, pero además de algunas de las, por razon\
es temá -
ticas, luego citadas, no deben quedar sin referencia Ensayo sobr e la formación y decaden -
cia de la ciudad griega, Mendoza, 1966 (convertida más adelante en La ciudad griega,
Buenos Aires, 1998); así como Formación de la ciudad cristiana , Buenos Aires, 1978;
A pogeo de la ciudad cristiana , Buenos Aires, 1978; y Decadencia de la ciudad cristiana,
Buenos Aires, 1979 (compiladas luego en La ciudad cristiana, Buenos Aires, 2000).
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tos: barroco y cor tante, preciso y excesiv o el uno; sencillo e irónico,
sugestivo y templado el otr o; más volcado el primero sobre lo jurí-
dico e institucional, más teorético el segundo . Pero en ambos se evi -
dencia cómo la compr ensión de la historia en unas categorías meta -
físicas no puede agotarse con una filosofía de la historia, siempr e
necesariamente idealista, sino que constitutivamente ha de abrirse a
la teología de la historia (14). De don Rubén, en cuanto a la primera parte, lo ha r ozado con
elegancia otr o de mis maestros, en el tradicionalismo hispánico,
Rafael G ambra, al pr ologar uno de sus libros más logrados:
“Leopoldo-E ulogio Palacios, que fue querido amigo, y pensador
delicadísimo, en uno de sus últimos ensayos, explicó que al igual
que la razón histórica elevó el conocimiento del hombre que daban
las ciencias biológicas y psicológicas, la razón poética viene a supe-
rar a aquélla, al descubrir la intencionalidad última de los hechos,
que en cambio escapa al historiador . Rubén Calderón Bouchet, que
tantas páginas ha dedicado al despliegue de la razón histórica, con
este libro ingr esa de pleno derecho entr e los cultores de la razón
poética ” (15). Y, en lo que toca a la segunda, es el propio Calderón
quien completa el tránsito a la teología en los pródr omos de ese
libro: “El simbolismo religioso ha usado estas dos palabras, arcilla y
hierr o, para señalar , por una parte, la constitutiv a fragilidad del
or denamiento religioso de la vida humana, necesariamente confia-
do a la poco firme r esolución de la voluntad, y por otra par te, a la
dura constitución del or den político que nunca puede descuidar las
inclinaciones al mal uso de la libertad. Tanto la tradición llamada
monár quica, como aquella que lleva el nombre de sacer dotal, han
tratado de armonizar en la realidad ambas exigencias, como si la
libertad prometida al hombre santificado por la G racia fuera com-
patible con la ley impuesta por la organización política (…). La
dificultad para compr ender la relación de la potestad religiosa y la
potestad política no reside tanto en la naturaleza de sus prioridades
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(14) Cfr . Rubén Calderón Bouchet, Esperanza, historia y utopía , Mendoza, 1978,
e incluso La valija vacía. El poder espiritual y la ideología, M endoza, 1989.
(15) Rafael G ambra, “Prólogo” a Rubén Calderón Bouchet, La arcilla y el hierro.
Sobr e las r elaciones entre el poder político y el r eligioso, Buenos Aires, 2002, pág. 12.
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como en el tenor de las exigencias que una y otra se imponen para
cumplir entre los hombres sus respectivas faenas. S ucede con fre-
cuencia, y en nuestra época con terrible ofuscación, que la autori-
dad política se tome por un cuerpo r eligioso encargado de llevar a
los hombres hasta la cumbr e de una transfiguración liberadora,
mientras la I glesia se degrada con maniobras y compromisos de un
cuerpo político, más atento a sus alianzas con el mundo que a la s\
al -
v ación de las almas ” (16).
Ambos mo vimientos, de apariencia contradictoria, y de conver-
gencia íntima siniestra, se producen ante nuestr os ojos. Aquí nos
interesa may ormente el primero. E n efecto, de un lado, apunta
nuestr o autor , hacer creer a los hombr es –como en nuestros días–
que pueden ser liberados del pecado, del error y de la miseria con
sólo someterse al arbitrio del poder político, es un engaño que
supone una previa destrucción del orden religioso y , en su segui-
miento, del or den social, con el consiguiente detrimento de las apti -
tudes espirituales para discernir con claridad entre una y otra reali -
dad: “Es una faena de disociación y entorpecimiento que ha sido
llev ada, en primer lugar , sobre el régimen político de inspiración
cristiana, destr uyendo los organismos capaces de pro veer a los hom-
bres con el conocimiento y las experiencias de la vida religiosa y, en
segundo lugar , sobre el hombre mismo separándolo de las institu -
ciones que lo nutren espiritualmente, para abandonarlo al matra -
queo delirante de la publicidad r evolucionaria” (17).
P ero, sin su dimensión r eligiosa, la sociedad humana y la vida
de los hombres se hunde en un régimen de clausura que anticipa en
la tierra la ciudad mística de los réprobos, mientras la v erdadera ciu-
dad terrena, instaurada en el tiempo de la historia, y en cuyo seno
se oponen la ciudad de los elegidos y las que sólo reconocen por
señor al adversario de Dios, sin embargo, está constituida por los
hombres que, en su pr ecaria condición carnal, están sometidos a la
triple pr esión del error , el pecado y la miseria: “Estos hombres,
cuyos actos son v erdaderamente libres son r elativamente escasos,
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(16) R ubén Calderón Bouchet, La arcilla y el hierro, cit., págs. 13 y 15.
(17) I d., ibid., pág. 15.
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precisan el hierro de la ley para evitar, dentro de lo que es posible a
los artilugios humanos, que los errores, los pecados y la miseria des -
truyan definitivamente los fundamentos espirituales de la conviven -
cia. Es casi ob vio suponer que cuando la organización del orden
temporal desconoce la misión de la Iglesia, se convierte en activa
propagadora de aquello que debe combatir y , en lugar de contener
la natural tendencia a la disolución de los err ores y las consecuen-
cias disociadoras del pecado, las usa como instrumento de su poder
y aumenta de esta manera el caudal de sus miserias convirtiéndose
en activ o agente de iniquidad (…). La historia del Estado moder -
no, para cualquiera que pueda mirarla sin los anteojos deformantes
de la ideología, muestra el proceso de una paulatina y pr ogresiva
usurpación eclesiástica, porque aspira a conseguir la r ealización de
una suerte de Reino de Dios mediante el ar tilugio de recursos lega-
les (…). M ientras este cuadro apocalíptico aparece en su condición
de esboz o, el hierro de la ley y la ar cilla evangélica están destinados
a mantener sus puestos en un pr ecario equilibrio y a ejercer el uno
sobr e el otro una influencia generalmente poco feliz, como si Dios
hubiera querido, con este permanente desencuentr o, mostrarnos
que la historia de la salvación no es cosa de este mundo aunque en
él se inicie. P orque así como cier tos principios eclesiásticos entran a
formar parte de las ideologías políticas, del mismo modo, formas
propias del orden estatal son consideradas como si pertenecieran al
orbe de la I glesia. Es tan erróneo tomar la sociedad política como
una asociación libr e de contratantes sociales, como cr eer que la
comunidad eclesiástica está constituida por la pasiva adhesión a la
v oluntad de sus jefes” (18).
Pero también estaba el segundo movimiento . El que acontece
en la I glesia. N uestro Señor, cuando P edro quisiera omitir su
P asión, lo rechaza con dureza: “ Vete de ahí, quítame de delante,
Satanás; piedra de escándalo eres para mí, pues tus miras no son\
las
de D ios, sino las de los hombres ” (Mt. , 16, 23). A lo que comenta
nuestr o autor: “J esús quiso dejar asentado, de una vez para siempre
y con toda la fuerza de su denuesto, que cuando P edro anuncia ver -
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____________
(18) Id., ibid., págs. 18, 19 y 20.
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dades obedece a la inspiración del Espíritu Santo, pero cuando pier-
de la noción de su oficio y cede a la solicitud de inquietudes terr e-
nas, deja el sitio a Satanás porque se ocupa de asuntos ajenos a su
cátedra. Así sucede en la larga historia de la Iglesia cuando los
P apas, movidos por las exigencias temporales de su actividad políti -
ca, olvidan las obligaciones sobr enaturales de su Magisterio, bus-
cando un r espaldo que no puede ser sino aleatorio y herido por la
caducidad que afecta a las realidades del mundo histórico ” (19).
N o podemos seguir las páginas, densas, de su sapiencial ensayo,
que –por lo mismo– no es tampoco fácilmente sintetizable. P ero del
mismo emergen, junto con la tesis tradicional del armonismo de
Iglesia y comunidad política, los aspectos problemáticos de la
misma en el tiempo presente, contemplada incluso con visión teo -
lógica, tanto en lo que hace a la segunda como a la primera. Es pr e-
ciso no olvidar que la tendencia hoy dominante, que comenzó tími -
damente en los católicos liberales del ochocientos, conduce a orillar\
totalmente la intrínseca dimensión religiosa del or den político y
jurídico . Los tradicionalistas hispánicos, los carlistas, por el contra-
rio, siempre sostuvier on, y sostienen hasta el presente, como tesis la
“ unidad católica ”, que excede del llamado Estado confesional, de
progenie protestante, pues éste se afirma como pr oyección de una
fe en cuanto producida o adoptada por el Estado, mientras aquélla
reconoce los der echos del Dios verdadero en la sociedad bien cons-
tituida. H asta el punto de que puede decirse que si el pensamiento
tradicionalista hispánico abandonara sus pr opios principios y abun-
dara en la interpretación absolutizante de la libertad religiosa incu-
rriría en una grave contradicción, pues la primera exigencia de su
ideario –D ios-Patria-Fueros-R ey– es precisamente el de la unidad
católica de las Españas, de la que depende todo lo demás (20).
N uestros pueblos fuer on preservados por la P rovidencia del error
religioso a través de la acción de nuestros r eyes. Rubén Calderón
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(19) I d., ibid., pág. 21.
(20) Cfr. Rafael Gambra, La unidad religiosa y el derrotismo católico , Sevilla, 1965.
M e he ocupado de los cambios intr oducidos por los últimos decenios en mi nota “Álv a-
ro d´O rs y el tradicionalismo . A propósito de una polémica final”, Anales de la
F undación F rancisco E lías de Tejada (Madrid) nº 10 (2004), págs. 183 y sigs.
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Bouchet, crítico del personalismo, de los derechos del hombre, de
la libertad religiosa, se presenta, pues, en este punto crucial, como
un tradicionalista hispánico .
4. D e tradiciones, r evoluciones y r estauraciones.
Su libro sobr eVázquez de Mella es, en parte, una presentación
y una glosa sucintas del pensamiento del gran tribuno carlista, per o
contiene mucho más, pues presentación y glosa le dan pie a verter
una gran cantidad de juicios pr opios sobre las temáticas tratadas por
el asturiano, estructuradas de modo trimembre a partir del or den
político cristiano (la tradición), el desor den moderno (la revolu-
ción) y los intentos de volver al or den (la restauración). Constituye,
pues, una buena guía a la hora de seguir aquilatando su inclusión o
no en el tradicionalismo hispánico .
Comienza don Rubén abocetando la situación de España cuan -
do Vázquez de Mella salta al ruedo de la política. Y con los prime-
ros traz os, dos agudas obser vaciones. Una concerniente a la impo-
sibilidad del designio cano vista de un liberalismo que pudiera echar
las bases de “ esenciales principios de gobierno ”. Y la otra tocante a
la honda significación de la cuestión carlista, más allá de la superfi-
cie del conflicto dinástico, pues en ella estaba implicado el ser
mismo de España: “Es difícil, si no imposible, decir con precisión
en qué consiste el ser de una nación, no obstante, y teniendo en
cuenta que una nación políticamente organizada es un or den moral
dinámico, si logramos dar con el fin a que dicho dinamismo apun-
ta, estar emos en condiciones de aventurar una definición o una
cuasi-definición, que no sería absolutamente falsa. España, como
empr esa universal, nace de la r econquista y se afianza luego en la
inmensa tarea de extender sobr e la tierra el reino de Cristo. Tanto
la obra de la r econquista como la formación del imperio tienen un
inequív oco carácter misional (…). Esta concepción de empresa
nacional ligada a un interés fundamentalmente r eligioso, y de
carácter ecuménico, explica los actos más trascendentales de la his-
M I G U E L AY U S O
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toria española (…)” (21). Que, a continuación, repasa so\
meramen-
te, al tiempo que el régimen que permitió esa misión. S ubraya, así,
la existencia de una constitución radicadamente r egional y localis-
ta, al tiempo que la afirmación de un fuerte poder regio . Desde los
R eyes Católicos, pasando por la Casa de A ustria y sin excluir a la de
Borbón, pues en este punto sigue la ponderada opinión de Rafael
Gambra de que en la España del XVIII lo que realmente falló “no fue
la autonomía y el vigor de las instituciones –la independencia muni-
cipal o el poder gremial–, sino, cabalmente la autoridad r e a l” (22).
Así, hasta la llegada de la dev astación liberal…
E l tradicionalismo hispánico, a par tir de la vivencia, aun deca-
dente, de la tradición católica y del gobierno autónomo y limit\
ado,
así como del combate doctrinal y práctico contra los errores ilust\
ra-
dos, la r evolución liberal y sus secuelas socialistas, comienza a ela-
borar la teoría de aquella tradición. C uando sufre las mayores agre-
siones conocidas. P ues vivencia y teoría son inv ersamente propor-
cionales (23). De ahí que –se ha dicho– M ella fuese un punto lumi-
noso entr e el carlismo de primera hora, que percibía de modo direc -
to y vívido el medio tradicional, y el tradicionalismo posterior exce\
-
sivamente teórico y desarraigado de los hechos (24). Calderón Bouchet lo plantea netamente: “E n todos los grandes
tradicionalistas hay algo de instintivo, de cer tero y espontáneo en la
intuición de los principios metafísicos y antropológicos de su pen -
samiento que no tenemos más remedio, al quer er explicar este
hecho, de referirlos a la posesión de hábitos intelectuales y morales
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____________
(21) R ubén Calderón Bouchet, Tradición, r evolución y r estauración en el pensa -
miento político de don J uan Vázquez de M ella, Buenos Air es, 1966, págs. 14 y 15. En la
pr esentación de la idea de nación nótese el acento que pone, acer\
tadamente, en lo diná-
mico, a condición de que ese proceso se asiente en su continuidad temporal y su supe-
rioridad moral que es cabalmente la tradición. En las páginas 27 y siguientes, sobre la
tradición, y 36 y siguientes, a pr opósito de comentar las ideas de patria y nación, se
hallan nuevos perfiles que completan el pensamiento de nuestro autor , en el sentido de
su inclusión en el tradicionalismo hispánico .
(22) Rafael G ambra, La monar quía social y r epresentativa en el pensamiento tr adi -
cional, Madrid, 1954, págs. 12-13. Calderón cita sin discutir la opinión de G ambra a
las págs. 16 y 17 de su último libro citado .
(23) Álvaro D´Ors, Forma de gobierno y legitimidad familiar, Madrid, 1960, págs.
12 y sigs. (24) Rafael Gambra, op. ult. cit., pág. 33.
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creados por una educación de larga trayectoria histórica. S on el
r esultado de la influencia secular del cristianismo en los pueblos y
familias que han vivido inspirando su conducta y su pensamiento
en las fuentes de la rev elación. No es de extrañar , pues, el parentes-
co que todos ellos r evelan, a pesar de los matices que los singulari -
zan (…). S on al par populares y nobles y esta apar ente contradic-
ción se manifiesta en el tono fácil, espontáneo de sus opinione\
s, tan
alejadas del academicismo de los pedantes pr ofesionales como del
encanallamiento de los ‘ promotores del odio’. Conviene que se
adviertan estas analogías en lo que respecta al examen de los tradi-
cionalistas, pues de otro modo corr emos el riesgo de tomar las coin-
cidencias como imitaciones, y las ideas que pr ovienen de un honta-
nar mucho más profundo en la tradición cristiana, como simples
préstamos de unos a otr os” (25). Y concluy e con frases que estaría-
mos tentados de aplicarle: “C ristianismo, formación teológica,
caballerosidad vivida, lecturas continuadas e inteligentes de los filó\
-
sofos cristianos: tales son las fuentes de su pensamiento social y
político ” (26).
T ras lo anterior es dado repasar una serie de afirmaciones, que
muchas veces podrán parecer manidas en exceso, per o que cuando
se contemplan desde esa su fuente alcanzan significaciones mucho
más ricas. A comenzar por la fe católica como principio de vitalid\
ad
social, que antes hemos esbozado, y r especto del que escribe don
R ubén: “La fe como principio de vida no debe ser confundida con
una simple enseñanza. Lo que hay de mera especulación filosófica
en el pr oceso de transmisión de los contenidos rev elados, puede
caducar , pero el principio operativo de la vida sobr enatural, perte-
nece a un organismo que se r ealiza en el tiempo pero no se diluye,
ni desapar ece, en el transcurso de las cr eaciones culturales, sino que
permanece y fecunda con su vida nuevas cr eaciones”. La segunda
afirmación es la familia, “ estructurada siempr e en torno a un prin-
cipio r eligioso que le da vida y cohesión interna ”, y que tiene una
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____________
(25) Rubén Calderón Bouchet, op. ult. cit., pág. 24.
(26) Id., ibid., pág. 26. Por cierto que subraya el frecuente comer cio de Mella con
la segunda escolástica y el neotomismo . Rasgo que también encontramos en nuestr o
hombr e, por ejemplo, su La ruptur a del sistema r eligioso en el siglo XVI, Buenos Aires,
1980. Y rasgo, no lo olvidemos, tan propio de un tradicionalista hispánico .
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importancia comunitaria que cuando se pierde debilita toda la
sociedad civil, de modo que “robustecer la una era afianzar la salud
de la otra ”. En tercer lugar hallamos los que el padre Osv aldo Lira,
en otr o gran libro sobre M ella, denominó los complementos de la
familia (27), cuya primera realización es el municipio, que por mal-
t r echo que lo haya dejado el estatismo liberal, “vale siempre en fun-
ción de principios que se fundan en la naturaleza misma del hom-
b r e”, y que tiene una segunda en la región, también “inserta natural-
mente en el dinamismo del hombre en busca de su perf e c c i ó n” (28).
Así pues, en tiempos en que el individualismo gozaba de gran pr es-
tigio, como por cier to pasa de nuevo con los nuestros, el tradicio-
nalismo alzó la compr ensión orgánica de las sociedades.
Con la tercera afirmación, la de la monar quía tradicional, con-
dición necesaria de la restauración de los demás cuerpos sociales, se
cierra el br eve elenco. N uestro homenajeado, a este propósito,
resuelv e agudamente la objeción a veces planteada de que la r estau-
ración monárquica debiera coronar en puridad la de la sociedad, y
no a la inv ersa, como el tradicionalismo sostuvo en guerra y en paz,
con la espada tanto como con la pluma: “Si esto es así, las exigen -
cias de la restauración recorr erían un proceso inverso al que impu -
so la historia, y esta inversión del proceso parece imponerse en vist\
a
de la necesidad de romper, en primer lugar, las estructuras político-
financieras de los poder es que dirigen la revolución, y que hacen
prácticamente imposible la restauración desde abajo . El poder esta-
tal cr eado por la rev olución es tan exclusivo, tan absoluto, que no
se puede soñar con r estaurar el orden social si no se comienza por
poner los resortes de ese poder en las manos encargadas de la misión
restauradora ” (29).
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____________
(27) Os v aldo Lira, Nostalgia de Vázquez de M e l l a, Santiago de Chile, 1942, pág. 41.
A la última edición, Buenos Aires, 2006, he tenido el honor de ponerle prólogo.
(28) R ubén Calderón Bouchet, Tradición, r evolución y r estauración en el pensa -
miento político de don J uan Vázquez de M ella, cit., págs. 73-75.
(29) I d, ibid., pág. 92. R epárese en que en el texto late politique d´abordmaurra-
siano . Puede verse una explicación del asunto en mi La política, oficio del alma, Buenos
Aires, 2007, pág. 49 y sigs., con alguna garrafal traducción de expr esiones francesas y
latinas, introducida por el editor . De otr o lado, puede verse la amplia monografía del
propio Rubén Calderón Bouchet, Maurras y la Acción Francesa frente a la III República,
Buenos Aires, 2000.
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Hoy quizá pudiera a su ve z oponerse a esta tesis el pr oceso que
ha conducido, profundizándola, la destrucción social hasta el cora-
zón mismo de la familia, junto con el delicuescente efecto produci-
do, sobr e todo con ocasión del II Concilio Vaticano, en la misma
Iglesia, hasta el punto de enseñor earse de ella, por causa del moder-
nismo, conciente o inconsciente. P ero es que los cambios han sido
muchos y en todos los ór denes…
En efecto, las circunstancias de los últimos decenios del siglo
v einte y este primero del siglo veintiuno son diferentes, no ya de las
que encaró Vázquez de M ella en los años treinta, por no hablar de
las vicisitudes del diecinueve, sino incluso de las que siguieron a las\
posguerras española y sobre todo eur opea-mundial. Todavía en
tiempos de M ella el lema “más sociedad, menos Estado ” tenía una
clav e de lectura consistente en la defensa de la sociedad aun cristia-
na frente a las agr esiones del Estado anticristiano . Desde un ángu-
lo teorético, por el contrario, no era del todo afortunado, pues
sociedad y Estado no son opuestos, salv o que los entendamos en
sentido hegeliano, sino que el hombr e es al tiempo animal social y
político, por lo que el despliegue de la politicidad no es separado o
ulterior al de la sociabilidad (30). Hoy, de frente al Estado que se pre-
tende “ m í n i m o ”, pero en realidad es “ d é b i l”, el panorama es otro (31).
P ero si pensamos en el ámbito de las regiones y los fuer os, igual-
mente apar ecen fenómenos contradictorios que han producido,
aquí y allá, de un lado, la emergencia de un nuevo r egionalismo de
signo destructor más que unitivo, y que ha terminado por adherir-
se al der echo racional legislado dando muerte a los fueros de matriz
consuetudinaria (32). P ero también las monarquías son la sombra
de una sombra, aquella de las monar quías liberales del ochocientos.
Así pues se han arrasado humanamente los campos que ansiaban o
por lo menos aguar daban la restauración.
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(30) Danilo Castellano , L ´ o rdine della politica, Nápoles, 1997, págs. 29 y sigs.
(31) Thomas M olnar,El Estado débil, M endoza, 1982. Puede verse también mi
¿Ocaso o eclipse del Estado? Las tr ansformaciones del derecho público en la era de la globa-
lización , Madrid, 2005.
(32) Miguel Ayuso, El ágor a y la pirámide. U na visión problemática de la
Constitución española , Madrid, 2000, capítulo 6.
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5. De hidalgos, gauchos y “salvajes”.
P ero es que don R ubén Calderón no es un tradicionalista his-
pánico sólo en su pensar , sino también en su sentir y en su obrar .
N o puedo olvidar la primera ve z que lo visité, en su casa de la calle
de S alta, en el centro de M endoza. Corría el mes de agosto del año
1996, don R ubén Calderón acababa de enviudar , yo había tenido
comunicaciones epistolares con él desde hacía años a cuenta de mi
oficio de curador de la revista Verbo. S alí del encuentr o regocijado
al tiempo que conmo vido. En una palabra, edificado . Me impr esio-
nó en primer lugar su gran humanidad, de hombr e interior, pero
cor dial y casi expansivo al tiempo. En España hubiéramos dicho un
hidalgo. Y un castizo. T enía la pena enroscada en la garganta. P ero
hiz o chanzas, contó chascarrillos, recitó v ersos, utilizó expresiones
criollas. P asamos revista, sin hiel, a buena parte de nuestras amista-
des comunes. Algunos ya idos: Elías de Tejada o Sánchez A belenda.
Y me habló espontáneamente de D on Sixto de Borbón, a quien
había r ecibido en esa misma casa, acompañado de J osé Ramón
Gar cía Llorente, también ahora, ay , ido (33). Recuerdo bastante
bien casi todos los temas que tratamos, bastante lejos del de omni re
scibili et quibusdam aliis… P ero yo me quedaba en Mendoza algu-
nos días más y , al día siguiente, saliendo de la iglesia de los jesuitas
me topé con don Rubén, con boina y todo, que iba a la oficina de
correos cer cana. Me acordé del gran escritor Gustavo Corçao, “ um
brasileir o que usa boina ”. Charlamos un rato en la calle y terminé
acompañándole a correos y paseando con él un rato largo, hasta la
Alameda. Allí, tras haber abundado en muchos de los argumentos
de nuestra conversación pr ecedente, se me ocurrió preguntarle por
las interpretaciones del Ma rtín Fi e r r o. Y don Rubén estalló.
D urante largos minutos fue evocando los pasajes centrales, al final
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(33) S.A.R. Don Sixto E nrique de Borbón, en 3 de mayo de 2006, festividad de
la S anta Cruz, designó a Rubén Calderón Bouchet, en compañía de otros distinguidos
tradicionalistas, Caballer o de la Orden de la Legitimidad P roscrita, or den modesta per o
dignísima cr eada por los rey es carlistas para enaltecer mientras durara el infortunio del
exilio a sus leales que lo mer ecieran. En la carta que con tal motivo me envió, junto con
la protocolaria dirigida al Príncipe, surge de nuevo el don R ubén cachazudo, al tiempo
que muestra su agradecimiento, en términos bien simpáticos, pues bien simpático era
el gesto .
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con lágrimas en los ojos. Luego le tocó el turno a Don Segundo
Sombra. Ahí mismo le pedí algunos artículos sobre el tema, del que
surgier on los ensayos extraordinarios que me confió y que publiqué
en los Anales de la F undación Elías de Tejada(34). Ahí nació tam-
bién una amistad para mí inv aluable. Que he procurado cuidar , con
cartas y con visitas, siempre que he podido, ahora en La Carrodilla,
en la casa de su hija E lena.
Esos textos, que pudieran parecer de circunstancias, y de tono
m e n o r , me parecen por el contrario de gran interés para el objeto de
estas cuartillas que están llegando a su fin. Pues de ellas surge el crio-
llo, gauchesco, que es don Rubén. En las mismas aparece, entrañable,
el amor a su tierra, a la Argentina y, en suma, al mundo hispánico.
Se ha discutido mucho sobre si el gaucho señala un talante tem -
peramental, una condición social o incluso un pr oducto un tanto
híbrido del español y del indio . A juicio de nuestro autor, sin
embargo, “la palabra apunta fundamentalmente a una forma de ser ,
a una condición ‘ nobiliaria’ de quien soporta el adjetiv o”: “Gaucho
se dice del que se tiene bien a caballo, del que es capaz de soportar
con estoicismo ‘los desair es con que lo trata la suer te’, del buen
amigo siempr e dispuesto al ser vicio sin esperar r etribución (…).
M estizo o criollo de pura estirpe hispánica, el gaucho es cristiano y
siente la her encia de este esfuerzo por conquistar la tierra donde
mora el ‘infiel ’”. De ahí que ligue el nacimiento de la catadura gau -
chesca con la figura del hidalgo: “Ese hidalgo consumido en el titá-
nico esfuerzo de la conquista y al que las luces del siglo le han arre-
batado la condición de ‘hijo de algo ’, para convertirlo en un huér-
fano que necesariamente tiene que morir solter o”. Y de ahí también
que descubra en el poema de H ernández una doble intención: “P or
un lado apunta al gobierno de los que sucedieron a Rosas y lleva-
ron contra los criollos una política de exterminio rayana en el geno -
cidio; por otro busca en el gaucho el retorno a las vir tudes cristia-
nas y a las buenas costumbres que habían perdido en los azares de
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(34) Rubén Calderón Bouchet, “Una aproximación a M a rtín Fi e r ro”, “La sombra
del centauro” y “Civilización o barbarie: un discutible dilema histórico argentino”, An a l e s
de la Fundación Francisco Elías de T e j a d a( Madrid), r e s p e c t i v amente en los nº 3 (1997),
págs. 141 y sigs.; nº 4 (1998), págs. 153 y sigs.; y nº 5 (1999), págs. 251 y sigs.
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las guerras” (35). A contrariopuede comprenderse así la actitud de
los enemigos, de un Sarmiento, que sería el santo patr ono de la
Argentina de haber prosperado el santoral laico de A ugusto Comte,
y que en su deseo de tornarla una suer te de Inglaterra, aconsejaba
no ahorrar la sangre de gauchos en el combate contra los indios. La clave de lectura del Don Segundo Sombr ano es otra: “Don
Segundo S ombra es también Güiraldes y casi seguramente uno de
los conquistador es que siglos antes vino de España y con su lengua
trajo su hidalguía y el gesto señorial de la raza. Es verdad que era
peón, pero ¡qué seguridad en sus movimientos! (…). Don S egundo
es un personaje esencial, una imagen para la evocación. Así como
no sabemos de dónde viene, tampoco sabemos hacia dónde va: no
tiene hijos, no tiene mujer, ni pasado ni porvenir (…). N o obstan-
te hay dos principios que lo atan con seguridad y para siempr e a su
estirpe hispánica: el estoicismo y el cristianismo . Esto, aunque
parezca contradictorio, subsiste en la unidad sustancial del gaucho
y del español”. Esto último se puede obser varen la comparación de
los dos personajes mentados: “E n Martín Fierro predomina el cris -
tiano y en don S egundo el estoico . De este talante habla su celo por
conserv ar su soledad impenetrable, la roca enhiesta de su orgullo
donde la adversidad se rompe con una ola sin arrancarle un gemi-
do o un gesto de dolor , que oculta como a una suprema impudicia.
E l cristianismo asoma en los momentos cruciales: cuando se v ela a
un amigo o se reza un padrenuestro para que un alma no pene ”. Las
últimas páginas del libr o son las más conmovedoras del relato y en
ellas se percibe “la consistencia casi espectral de esa idea del gaucho
que se desv anece en nuestras almas como una sombra” (36).
P ero es la ter cera entrega de la trilogía, en que se las tiene tiesas
con el Sarmiento que alza el dilema entre “ civilización o barbarie”,
cuando alcanza las cotas más altas de penetración del mundo tradi-
cional hispánico rioplatense en combate con la extranjerización. A\

ante el tal dilema, comienza por preguntarse: “¿P ero quiénes repre-
sentaban a una y a otra? ¿Los caudillos que encarnaban los usos y
las costumbres cristianas sembradas por España o los ideólogos fo\
r -
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(35) Id., “Una apr oximación a Martín Fierro”,loc. cit., págs. 141, 142 y 147.
(36) I d., “La sombra del centauro ”, loc. cit., págs. 153, 155 y 159.
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mados en los principios de la ilustración? (…). Cuando tratamos de
compr ender el panorama de nuestras guerras civiles la primera difi -
cultad que sale a nuestr o encuentro es la manía de querer meter en
un esquema ideológico la complicada complejidad del momento .
R osas, el mejor ser vido por la inteligencia política y el que conoció
con más hondura y perspicacia las necesidades y las exigencias de
nuestro pueblo, sabía perfectamente que no se podía imponer en la
Argentina un modelo político de factura liberal. S e había vivido
siempr e de las decisiones de un gobierno paternal para que de
r epente nos metiéramos en los ber enjenales del parlamentarismo sin
estar preparados ni dispuestos para una eventualidad de esa natura-
leza. Hombres acostumbrados a no respetar otra autoridad que
aquella encarnada en la persona del jefe, no sentían ningún gusto
por obedecer los mandamientos abstractos de una constitución o
las órdenes de una ley escrita. Se confiaba en la palabra de un hom -
br e real y concreto, y reconocía en su mandato la nobleza de una
distinción justa, por que se sabía, sin haber leído a Santo Tomás, que
la v erdadera justicia es la que hace el justo y no las ‘ güevadas’ escri-
tas en un papelucho” (37). El sueño de S armiento, como quiera que sea, no se cumplió del
todo . Lo que don Rubén anota, como casi siempr e, zumbón: “La
inmigración italiana no era lo que él soñaba, y aunque plantó trigo
y echó a per der el castellano con su ‘ cocoliche’ y su lunfardo, siguie-
ron siendo católicos e intr odujeron algunas supersticiones más a las
muchas que ya existían. S armiento hubiera preferido una inmigra-
ción anglosajona con sus entrometidas féminas armadas de Biblias
y pr ospectos para mejorar nuestras relaciones con el prójimo. H izo
todo lo que pudo y la masonería mediante libró a las escuelas de la
tutoría de la I glesia. Desde ese momento, con el manual de historia
argentina de G rosso y los de historia universal de J ules Isaac nos fui-
mos alejando, paulatinamente, de nuestras tradiciones ancestrales,
tan poco acomodadas a las luces de la postmodernidad” (38).
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(37) Id., “Civilización o barbarie. U n discutible dilema histórico argentino ”, loc.
cit. , págs. 252 y 254.
(38) Id., ibid., pág. 257.
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6. Coda.Creo que lo anterior , si no impone apodícticamente, sí permi -
te concluir de modo pr obable, como deben ser los juicios en la filo -
sofía práctica, la cualidad de don Rubén Calderón Bouchet como
tradicionalista hispánico .
Tras el esbozo de lo que puede entenderse por tal, de la mano de
Elías de Tejada, hemos repasado los trazos centrales de su obra y su
c a r á c t e r , y hemos encontrado, en primer lugar, un catolicismo acen-
drado y no complaciente con el mundo, tanto que le ha conducido
incluso a situaciones disciplinares anómalas, lo que no quiere decir
que injustificadas. En este mundo sin magisterio –me dijo en nues-
tra conversación de la Alameda mendocina– todos estamos a la
intemperie. O a oscuras, como desgarradamente señaló Péguy, y yo
le re c o r dé: “ Quand il y a une éclipse tout le monde est à l´ombre ” ( 3 9 ) .
P or eso no ha hecho nunca bandera de sus posiciones espirituales,
tan firmes, tan sostenidas. N i ha roto con nadie por causa de ellas.
H emos hallado, a continuación, un culto a la patria, piadoso, de
naturaleza afectivo-existencial, que abraza su Argentina querida con
la “ patria grande ” de la Hispanidad. Y distante del nacionalismo, de
esencia jacobina, que concibe las naciones como “ protorrealidades”
metafísicas, de naturaleza teórica y carácter absoluto (40). P or eso
puede amar la historia de España, de las Españas, y compr ender la
naturaleza del “ fuero”. Como también hemos visto . Finalmente
hemos contemplado su adhesión a la monarquía tradicional y su
fuerza r estauradora.
P ero don R ubén es un tradicionalista hispano no sólo por su
pensamiento sino por sus obras. Por su señorío natural, tan criollo
y popular . Por su despego del poder y los poder osos. Por su acogi -
da de tantas buenas causas y , entre ellas, la Causa de la Tradición
hispánica, el Carlismo . Un Carlismo cuyo potencial r esulta tan vir-
gen, inédito y expectante para la orilla occidental como para la
oriental de nuestra común nación (41).
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(39) Cfr . Jean Madiran, Quand il y a une éclipse tout le monde est à l´ombr e, Maule,
1990. (40) Rafael Gambra, Tradición o mimetismo, Madrid, 1976.
(41) Miguel Ayuso ,Car lismo par a hispanoamericanos, Buenos Aires, 2007.
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En la segunda parte de La vuelta de M artín Fierroencontramos
unos v ersos bien conocidos: “Dios hiz o al blanco y al negro/ Sin
declarar los mejor es/ Les mandó iguales dolores/ B ajo de una
mesma cruz/ M as también hizo la luz/ Pa distinguir los colores ”.
T an conocidos que pueden quizá resultar en la Argentina banales.
P ero no he podido sustraerme a ellos al redactar unas páginas.
P orque, en el Martín F ierro veo a don Rubén. Y porque sin hacer
de menos a nadie, la tar ea de discernimiento siempre es necesaria.
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