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Las enseñanzas del magisterio sobre el bien común temporal

EL BIEN COMÚN. CUESTIONES POLÍTICO-JURÍDICAS E IMPLICACIONES ACTUALES

1. Introducción

Quisiera exponer con precisión las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia sobre el bien común temporal. Lo que presenta alguna dificultad merced a las oscilaciones interpretativas que este fundamental concepto ha sufrido desde los últimos decenios del siglo XIX y, sobre todo, en la segunda mitad del pasado, particularmente preocupantes por ciertos enfoques subjetivistas. Esto se ve en particular en ciertos activistas políticos que cubren su cristianismo con un espíritu democrático y su democracia con una visión socialista[1]. Esta experiencia histórica nos hace comprender que la democracia contemporánea no puede servir como elemento definitorio del bien común[2]. Mientras que una interpretación del magisterio contemporáneo de la Iglesia en continuidad con la tradición muestra inalterado el concepto objetivo del bien común.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo Justicia y Paz, de 2 de abril de 2004, tras cierto eclipse del concepto fundamental del bien común, le dedica una importante sección, como parte de la presentación de los principios que deben regir la doctrina social de la Iglesia[3]. Reitera la afirmación evidente de que «ninguna forma expresiva de la sociabilidad –desde la familia, pasando por el grupo social intermedio, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad, la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los pueblos y de las naciones– puede eludir la cuestión acerca del propio bien común, que es constitutivo de su significado y auténtica razón de ser de su misma subsistencia»[4].

 

2. Fin natural de la sociedad civil

Existe un fin natural de la sociedad civil que es el bien común de todos los integrantes de la colectividad. Es el bien universal que trasciende y al mismo tiempo mantiene todos los bienes particulares[5]. Basándose en las enseñanzas de San Agustín y Santo Tomas de Aquino, Pío XII afirma en el Mensaje natalicio de 1942 que «dos elementos primordiales rigen, pues, la vida social: la convivencia en el orden, y la convivencia en la tranquilidad»[6]. El bien común puede ser llamado también bien general o bien público. León XIII utiliza como término equivalente la expresión salud pública, señalando «que la custodia de la salud pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del poder»[7].

Es importante establecer inicialmente que –pese a lo que manifiestan algunos exponentes del pensamiento católico influidos por el socialismo– no hay contradicción ni oposición entre el bien común y el bien individual. En primer lugar es evidente que el bien propio no puede existir sin el bien común de la familia, de la ciudad o del reino. En segundo lugar, porque como el hombre es parte de la casa y de la ciudad, es preciso que juzgue de lo que es bueno para él a la luz de la prudencia que tiene por objeto el bien de la multitud: porque la buena disposición de la parte se toma en relación al todo[8]. Esto demuestra también que es un bien relacional, que existe en la relación social concreta. Pues es evidente que «el hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios»[9]. Esta valoración se realiza dentro de una sociedad histórica concreta marcada por vivencias personales que tienen profundas raíces en un vivir colectivo.

El bien común se realiza en una sociedad en la medida que ésta sea regida por el orden natural de las cosas como muestra León XIII[10]. La determinación del bien común, como a su vez enseña Pío XI, le corresponde a la ley natural, pero cuando la necesidad lo exige y la ley natural misma no lo determina es cometido del Estado[11]. O sea que la sociedad políticamente organizada llenaría o integraría el vacío del derecho natural. Un vacío que es causado por acontecimientos que no tienen claros antecedentes en el pasado y a los cuales hay que dar una respuesta adecuada.

Una definición del bien común que en cierta forma ha pasado a considerarse clásica, pese a sus debilidades, pues en cierto modo lo cosifica y no entra en su sustancia, establece que consiste en «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección»[12]. Toda sociedad al buscar su bien común busca su perfección, el llegar a ser completa. Como dice León XIII, «porque la perfección de toda sociedad está en buscar y conseguir aquello para que fue instituida, de modo que sea causa de los movimientos y actos sociales la misma causa que originó la sociedad»[13]. Esta enseñanza responde a una afirmación totalmente lógica de Santo Tomas de Aquino, que el fin u objeto de cada criatura es ser completamente aquello para la cual Dios la ha creado[14].

 

3. Bien común temporal y bien eterno

Si bien nuestro estudio tiene como objeto el bien común temporal, se debe tener presente que éste siempre debe estar en conformidad con el bien supremo e inmutable que lleva el hombre a su destino eterno, pues Dios en si mismo es el bien común del hombre[15]. Como enseña León XIII «la sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el hombre como fin, sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su propia perfección. Si, pues, alguna sociedad, buscase solo las ventajas materiales y el culto de la vida de lujo y la abundancia y se ignorase a Dios o se menospreciase las leyes morales, se desvía lastimosamente del fin que su naturaleza misma le prescribe, mereciendo, no ya el concepto de comunidad o reunión de hombres, sino más bien el de engañosa imitación y simulacro de sociedad»[16]. Pío XII, por su parte, explica en el ya citado Mensaje de Navidad de 1942 que «una doctrina o construcción social que niegue esa interna y esencial conexión con Dios de todo cuanto se refiere al hombre, o prescinda de ella, sigue un falso camino y, mientras construye con una mano, prepara con la otra los medios que tarde o temprano pondrán en peligro y destruirán su obra»[17]. Este venerable pontífice señala en este mismo documento que la vida social exige de por sí una unidad interior que solo es posible cuando la sociedad se mantiene fiel a Dios, supremo regulador de todo cuanto al hombre se refiere[18]. Juan XXIII, a continuación, afirma lógicamente que «la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios ha establecido»[19]. Es evidente que si buscamos la instauración del reino de Dios en la sociedad primero se tiene que establecer en el alma de cada componente de la sociedad o en un número sustancial de sus miembros.

Juan Pablo II, en Centesimus annus, analizando las causas de la caída del comunismo, demuestra cómo una sociedad no puede vivir sin Dios en el vacío provocado por el ateismo[20]. Concluye este análisis indicando cómo el Reino de Dios tiene que tener un efecto concreto en la vida de sociedad temporal iluminando el orden de la sociedad humana penetrándola con las energías de la gracia[21].

Ahora bien, si por un lado debe existir una clara distinción entre los poderes civiles y eclesiásticos como se puede ver en el constante magisterio de la Iglesia[22], por otro lado no podemos hablar de una separación entre la Iglesia y el Estado, pues es natural que ambas colaboren dentro de sus respectivas competencias y se mantenga la unidad cató- lica de la sociedad que es una parte integral de la tradición de las Españas. Se podrían y deberían hacer aquí muchas e importantes distinciones sobre los deberes de los dirigentes de la sociedad política y los deberes de la jerarquía de la Iglesia. Una de las primeras consideraciones es que en una sociedad católica las autoridades civiles deben actuar también como miembros de la Iglesia. En una sociedad en que la mayoría de sus miembros no sean católicos, los dirigentes políticos que se proclaman católicos tienen un deber de coherencia y las autoridades eclesiásticas, como ha destacado bien el cardenal Raymond Burke[23], tienen el derecho y el deber de exigirles que cumplan sus deberes con coherencia con la fe que profesan tener.

 

4. Reino social de Cristo

La Iglesia insiste que la mayor expresión del bien común se da en la instauración del Reino social de Cristo, como ha enseñado constantemente el Magisterio. Pío XI insta fuertemente a todos los hombres a que se unan en la «buena y pacífica batalla de Cristo, y todos, bajo la guía del magisterio de la Iglesia, en conformidad con el ingenio, las fuerzas y la condición de cada uno, traten de hacer algo por esa restauración cristiana de la sociedad humana, que León XIII propugnó por medio de su inmortal encíclica Rerum novarum; no se busquen a sí mismos o su provecho, sino los intereses de Cristo (cfr. Flp. 2,21); no pretendan imponer en absoluto sus propios pareceres, sino muéstrense dispuestos a renunciar a ellos, por buenos que sean, si el bien común así parezca requerirlo, para que en todo y sobre todo reine Cristo, impere Cristo, a quien se deben el honor y la gloria y el poder por los siglos (Ap. 5,13)»[24].

Pío XI repropone esta doctrina tanto en su encíclica programática, Ubi arcano[25], como en su encíclica de fondo sobre esta cuestión Quas primas[26]. Si bien las circunstancias económicas de la sociedad habían mejorado en 1925, la situación moral de la sociedad requiere un fuerte reclamo. A este mundo dominado por lo material, y carente de luces divinas, Pío XI le daba una esperanza con la encíclica Quas primas[27]. Pío XI enseña entonces que «la verdadera unión de todo en orden al bien común único podrá lograrse sólo cuando las partes de la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos todos de un mismo Padre celestial, y todavía más, un mismo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros (Rom . 12,5), de modo que, si un miembro padece, todos padecen con él (1 Cor. 12,26)»[28].

Hemos de tener una visión precisa de la sociedad ideal donde Cristo reine. En la encíclica Quas primas, en que Pío XI expone espléndidamente el dogma de la realeza social de Cristo, afirma que todos los hombres están bajo la autoridad de Cristo, tanto considerados individualmente, como colectivamente[29]. Agrega después que «erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutismo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio»[30]. Y subraya: «Cristo es la fuente del bien público y privado. Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos»[31]. Finalmente, indica la responsabilidad de los gobernantes al indicar que se deben persuadir «de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores»[32].

Benedicto XVI señala que «junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese “todos nosotros”, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social»[33]. E insiste en que el tratar de obtenerlo es una exigencia de justicia y caridad: «El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana»[34]. Esta edificación de la ciudad de Dios de clara matriz agustiniana es parte de la instauración del Reino social de Cristo. La Iglesia continúa sosteniendo esta doctrina, como recientemente Benedicto XVI en Méjico, al afirmar que el poder de Cristo «se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar»[35]. El compromiso de instaurar el reino social de Cristo también surge de la conciencia histórica de que el cristianismo en la misma forma que constituye el bien común de Europa puede y debe constituir el bien común de toda sociedad humana[36].

No podemos estar de acuerdo con el error de muchos de nuestros contemporáneos, que están dispuestos a silenciar los derechos de Jesucristo ante la aparente imposibilidad de obtener su restauración. El católico tiene un generoso espí- ritu de universalidad, por eso nos es profundamente repugnante el vernos reducidos a un pequeño rebaño. El aceptar esa situación nos llevaría a ser una secta. Sobre todo si alguno cayese en la tentación de pensar que somos el pequeño grupo de los elegidos y que todos los demás hombres son una masa de perdición.

 

5. Naturaleza permanente del bien común

El concepto de bien común en su esencia es estático e incambiable debido a que la naturaleza humana y como consecuencia la ley natural son permanentes. Como enseñaba León XIII en Immortale Dei, el poder político ha sido establecido por el supremo Creador para regular la vida pública según las prescripciones de aquel orden inmutable que se apoya y es regido por principios universales; para facilitar a la persona humana, en esta vida presente, la consecución de la perfección física, intelectual y moral, y para ayudar a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural, que constituye su destino supremo[37]. Pío XII, a su vez señalaba que, a pesar de los cambios y transformaciones históricas, «el fin de toda vida social permanece idéntico, sagrado y obligatorio: el desarrollo de los valores personales del hombre como imagen de Dios; y permanece la obligación de todo miembro de la familia humana de realizar sus inmutables fines, sea el que sea el legislador y la autoridad a quien obedece».

Se remonta a Juan XXIII la definición del bien común, que ya hemos mencionado críticamente, como el «conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección»[38]. Es una definición de alcance universal y que se puede aplicar a diversos periodos históricos. Aunque incluye elementos que en cierta forma podrían ser cambiantes, con cierto optimismo propio de los inicios de la década del sesenta y al mismo tiempo con cierta cautela habla también de un progreso de la vida social como algo normativo, causado por «la creciente intervención de los poderes públicos, aun en materias que, por pertenecer a la esfera más íntima de la persona humana, son de indudable importancia y no carecen de peligros»[39]. Dando como ejemplo, «el cuidado de la salud, la instrucción, y educación de las nuevas generaciones, la orientación profesional, los métodos para la reeducación y readaptación de los sujetos inhabilitados física o mentalmente». Si bien estos elementos contingentes mejorarían el bien común, no deja el Pontífice al mismo tiempo de criticar cómo han aumentado en forma significativa las regulaciones jurídicas de las relaciones humanas. Observa a continuación incisivamente que este marcado incremento de las normas jurídicas que regulan nuevas áreas de la conducta humana trae come consecuencia que disminuya en forma significativa la capacidad de las personas de pensar autónomamente[40]. En la misma forma que el bien común no puede cambiar en su sustancia la doctrina social de la Iglesia es permanente, como afirmó Juan Pablo II[41] y como recientemente ha enseñado Benedicto XVI: «La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos que van surgiendo. Eso salvaguarda tanto el carácter permanente como histórico de este “patrimonio” doctrinal que, con sus características específicas, forma parte de la Tradición siempre viva de la Iglesia. La doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por los grandes Doctores cristianos»[42].

Con respecto de la inmutabilidad de las enseñanzas morales de la Iglesia, Juan Pablo II hace una muy importante afirmación en Veritatis splendor: «La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa categórica –esto es, sin concesiones o compromisos–, de las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad»[43]. Resulta muy importante aquí la reiteración del principio lógico tradicional de que no hay libertad fuera o contra la verdad.

 

6. La protección de los derechos humanos y el bien común

¿Forma parte del bien común la defensa de los auténticos derechos humanos? Juan XXIII, en Pacem in terris, citando a Pío XII, recuerda que una componente fundamental del bien común es la tutela de los derechos humanos. Como consecuencia señala que «la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes»[44]. Permítaseme, para este análisis, utilizar un importante aporte doctrinal efectuado por Juan Berchmans Vallet de Goytisolo[45].

En esta materia dos cosas son muy pertinentes para nuestros tiempos: el concepto de armonización de los derechos humanos y el concepto de deber. Es muy importante que el ejercicio de los derechos sea debidamente armonizado, para que el goce de ciertos derechos no se convierta en medio de conculcación de otros derechos básicos. El primer ejemplo de esta armonización de derechos es la protección de la vida del niño en el vientre de su madre. El derecho a la vida de este niño es ciertamente superior en absoluto al derecho a la «privacidad» de la madre o al pseudo-derecho a elegir si continuará o no con su embarazo. Otro caso que debe mencionarse es que el derecho a la libertad de expresión debe ser armonizado con el derecho que tienen todas las personas al goce de su buena reputación. Vivimos en un periodo en el cual se habla mucho de derechos y se olvida convenientemente una referencia a los deberes que también son inherentes a las personas humanas. El punto de partida es la consideración de los derechos de Dios. Si los derechos del Creador y protector providente del hombre no son respetados por cierto que los auténticos derechos humanos no serán tampoco respetados[46]. Antes de hablar de derechos tenemos como consecuencia que referirnos a nuestros deberes con Dios. Debemos efectuar una consideración plena del hombre en la totalidad de sus dimensiones de ser creado por Dios y destinado a El. Tenemos que concebir al bien común como una realidad objetiva que se impone externamente a los miembros de la sociedad como parte integrante del derecho natural. Esta objetividad del derecho natural nos ayuda a contrastar el problema contemporáneo de una constante acuñación de nuevos y falsos derechos basados en la mera subjetividad humana y en una cultura decadente que estimula el reconocimiento jurídico por el derecho positivo de toda clase de deseos aunque sean totalmente absurdos y sean contrarios a la naturaleza humana.

Debemos considerar que la participación de cada ser humano en el bien común es un derecho individual. Como dice Juan Pablo II, es «algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad»[47]. Tenemos que señalar también la contradicción que existe entre la amplia proclamación de estos derechos y su limitada aplicación. Benedicto XVI notaba hace unos pocos años que existe «un flagrante contraste entre la atribución equitativa de derechos y el acceso desigual a los medios para lograr esos derechos»[48].

 

7. Defensa de la vida

Existe una absoluta y total relación entre la defensa de la vida inocente y el bien común, como explica con precisión Juan Pablo II: «Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que –mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz– se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada»[49]. Es evidente que si no se respeta, no se defiende, no se promueve la vida, no puede existir una verdadera paz que es la garantía para la realización del bien común[50].

Subraya Benedicto XVI: «La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social»[51]. Esta apertura a la vida se debe entender en dos sentidos. En primer lugar la total y absoluta protección de la vida inocente. En segundo lugar, teniendo en cuenta la tragedia del invierno demográfico que están sufriendo los países del hemisferio norte y ahora tantos países de Hispanoamérica, se debe responder con una gran generosidad en la generación de la vida. Estoy firmemente convencido de que en la defensa de la vida como en la promoción de tantos otros aspectos de la doctrina moral y social católica es un error el excluir una defensa de los aspectos explícitamente católicos de esas doctrinas[52], pues debemos ser sanamente realistas, a nadie se le puede ocultar el origen genéticamente católico de esa doctrinas.

 

8. El derecho a la libertad religiosa

Juan Pablo II, en Centesimus annus, identifica la libertad religiosa con «el derecho de la Iglesia a predicar el Evangelio y el derecho de los hombres que escuchan tal predicación a acogerla y convertirse a Cristo». Luego agrega, dándole fuerza a su mensaje: «No es posible ningún progreso auténtico sin el respeto del derecho natural y originario a conocer la verdad y vivir según la misma. A este derecho va unido, para su ejercicio y profundización, el derecho a descubrir y acoger libremente a Jesucristo, que es el verdadero bien del hombre»[53]. Este derecho de la Iglesia como institución, y podemos decir de cada católico de conformidad con el mandato que encontramos al final de los Evangelios, es parte integrante del bien común que tiene que ser garantizado por la sociedad política. La libertad religiosa debe ser entendida, explica P. Pérez Argos[54], como una libertad de coacción externa en materia religiosa. No podemos entender la libertad religiosa como una forma de consagración del indiferentismo. Al mismo tiempo por múltiples razones prudenciales puede ser necesario que se deba ejercer la tolerancia.

 

9. Expansión de la funciones del Estado en defensa del bien común y principio de subsidiaridad

Tanto León XIII[55] como Pío XI se muestran favorables en una forma cauta y prudencial a la expansión de las funciones del estado en la búsqueda de una mejor defensa del bien común. León XIII afirma el principio de que «no es justo (…) que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie»[56]. Luego reconoce que si se ha «producido o amenaza algún daño al bien común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público»[57]. Ahora bien, teniendo en cuenta la experiencia histórica del crecimiento incontrolado y aparentemente incontrolable de los poderes del Estado este principio se debe interpretar en la forma más restringida posible. Pío XI, comentando las enseñanzas de León XIII, señala que este Pontífice «desbordando audazmente los límites impuestos por el liberalismo, enseña valientemente que no debe limitarse a ser un mero guardián del derecho y del recto orden, sino que, por el contrario, debe luchar con todas sus energías para que “con toda la fuerza de las leyes y de las instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad, tanto de la sociedad como de los individuos”»[58]. Teniendo en cuenta la situación sociopolítica de Europa en la década del treinta era una política prudencialmente acertada una mayor intervención del Estado en la economía, pero éste es un modelo que no necesariamente es siempre aplicable. Un crecimiento constante de la seguridad social no puede considerar que sea parte permanente de la doctrina social de la Iglesia. Más aun se puede sostener que las realidades de la segunda década del siglo XXI llevan necesariamente a una contracción de los presupuestos de seguridad social por razones demográficas y de excesivo aumento de la presión fiscal. Al mismo tiempo teniendo en cuenta el actual invierno demográfico podemos decir que es parte del bien común de las sociedades del nuestro tiempo que la sociedad política le conceda una asistencia económica significativa a la familias numerosas.

Si bien Pío XI estimula a una mayor intervención social de los gobiernos, al mismo tiempo introduce una nota de cautela contra el espíritu socialista subrayando como la solución de todos los problemas no puede venir de la intervención del Estado[59]. Por eso promueve, en primer lugar, la aplicación principio de subsidiaridad para contrapesar el indebido crecimiento del estado; mientras que, en segundo lugar, lo hace para instar el debido orden jerárquico entre las diversas asociaciones que es fundamental para mantener un orden social orgánico[60].

Juan XXIII constata en Mater et magistra que «nuestra época registra una progresiva ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas. La causa de esta ampliación hay que buscarla en que el bien común exige hoy de la autoridad pública el cumplimiento de una serie creciente de funciones»[61]. Tenemos aquí una constatación y no una aprobación de este crecimiento de las funciones del Estado, pues es discutible que el bien común exija realmente un aumento progresivo de las así llamadas funciones secundarias del Estado. Agrega luego una importante cautela que confirma esta interpretación: «Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el principio de la función subsidiaria, ya antes mencionado, según el cual la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente»[62].

 

10. Posibilidad del bien común en la democracia contemporánea

La Iglesia, desde que ha sido confrontada con la democracia contemporánea, ha mantenido una sabia distancia con respecto de los problemas de esta forma de gobierno para asegurar el debido ejercicio del bien común. León XIII marcó una cierta apertura hacia la democracia[63], pero no debe olvidarse que también había enseñado que «en el ámbito político y civil las leyes tienen como objeto el bien común y son conformadas no a la voluntad y al juicio falaz de la multitud pero a la verdad y a la justicia»[64].

Juan Pablo II da diversos criterios para asegurar «la “salud” de una comunidad política en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos»[65]. Estos criterios obviamente no implican una legitimación de la democracia contemporánea; todo lo contrario, son una forma de apoyar lo que Pío XII llamaría la «sana» democracia o que podríamos también llamar la «democracia clásica».

Juan Pablo II presentará, de todos modos, posteriormente juicios muy severos sobre la democracia contemporánea: «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia»[66]. Habla también con precisión de la «crisis de los sistemas democráticos, que a veces parece que han perdido la capacidad de decidir según el bien común. Los interrogantes que se plantean en la sociedad a menudo no son examinados según criterios de justicia y moralidad, sino más bien de acuerdo con la fuerza electoral o financiera de los grupos que los sostienen. Semejantes desviaciones de la actividad política con el tiempo producen desconfianza y apatía, con lo cual disminuye la participación y el espíritu cívico entre la población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí viene la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común. Éste, en efecto, no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona»[67]. En estos textos vemos delineada una autentica democracia que no viene sino a prolongar las instrucciones de Pío XI y Pío XII en pro de una democracia sana. Para que la democracia se pueda considerar sana y autentica el orden político debe estar subordinado al orden moral[68]. En conclusión podemos afirmar que la doctrina pontificia rechaza y condena la democracia moderna y admite la democracia clásica como lo hace con toda forma de gobierno legítimo[69].

 

11. Defensa de la propiedad privada

Un elemento integral del bien común es la defensa de la propiedad privada, que es un derecho natural que como la familia precede a la sociedad políticamente organizada. Por lo tanto el Estado debe reconocer un derecho preexistente. Un sistema social y económico basado sobre el derecho natural tiene que tener como fundamento el derecho a la propiedad privada. León XIII pone de manifiesto que «el derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de tributos»[70]. La autoridad pública puede establecer, examinada la verdadera necesidad el bien común y teniendo siempre presente la ley tanto natural como la divina, lo que es lícito y lo que no lo es a los poseedores en el uso de sus bienes[71]. Pío XII manifiesta que no existe un derecho ilimitado de propiedad y su uso y administración tiene que estar subordinada al bien común[72]. Luego subraya que «la Iglesia mira sobre todo a lograr que la institución de la propiedad privada sea efectivamente tal cual debe ser conforme a los designios de la sabiduría divina y a las disposiciones de la naturaleza: un elemento del orden social, un supuesto necesario de las iniciativas humanas, un estímulo al trabajo en beneficio de los fines temporales y trascendentes de la vida y, por tanto, de la libertad y de la dignidad del hombre, creado a imagen de Dios, que desde el principio le asignó para su utilidad un dominio sobre las cosas materiales»[73]. Concluye el Papa sus enseñanzas sobre la propiedad privada afirmando «la necesidad de mantener y de asegurar la propiedad privada de todos, es la piedra angular del orden social».

Tenemos que tener presente que la afirmación sobre el destino universal de los bienes contenida en Gaudium et spes ha sido mal interpretada en una forma colectivista. Esta interpretación socialista de las enseñanzas de la Iglesia en esta materia ya había ya sido denunciada por Pío XI en Quadragesimo anno[74]. Se debe ver también en forma conjunta el derecho a la iniciativa económica que es un elemento importante del bien de toda la sociedad como destacó Juan Pablo II[75].

 

12. El bien común internacional

Durante la Segunda Guerra Mundial, Pío XII demuestra la relación que existe entre «las relaciones internacionales y el orden interno», que «están íntimamente unidos, porque el equilibrio y la armonía entre las naciones dependen del equilibrio interno y de la madurez interior de cada uno de los Estados en el campo material, social e intelectual»[76]. O sea, que hay una estrecha relación entre el bien común nacional y el común universal que es un bien universal, que afecta a toda la familia humana y que no se puede alcanzar aislado del bien común internacional, como sostenía Juan XXIII, explicando que «ningún país puede, separado de los otros, atender como es debido a su provecho y alcanzar de manera completa su perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el progreso de cada país son en parte efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás pueblos»[77]. Juan XXIII, al escribir Mater et m a g i s t r a en 1963, se lamenta de que no exista una autoridad pública de alcance mundial. Por eso propone una «autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza»[78]. Benedicto XVI ha expresado su preocupación por la promoción de bien común internacional, señalando cómo, «en una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones, dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras»[79]. Si bien las consecuencias de la globalización de la sociedad internacional no son para nada un problema nuevo, existe actualmente una creciente amenaza a la identidad cultural de muchas sociedades nacionales. Esta probablemente sea una de las razones que llevan a Benedicto XVI a oponerse a aquellos que propugnan la abolición de los Estados nacionales[80]. Siguiendo la inspiración de Juan XXIII, propone una autoridad política mundial para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios. Considera que esta autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[81]. Creo que tenemos que convenir que el Papa no está llamando a que las Naciones Unidas asuman el gobierno mundial, pues esta claro que esa institución no respeta el principio de subsidiaridad ni si atiene a las demandas de la ley natural[82]. Es evidente que no podemos confiar en las Naciones Unidas como un foro idóneo para convertirse en esta autoridad internacional por tantas razones; comenzando por la ideología liberal que está en el origen de esa institución y continúa rigiéndola como se advierte se ha convertido en un instrumento de establecimiento de tantas ideologías antinaturales. Al mismo tiempo tenemos que considerar que si efectuamos un análisis histórico, la idea en sí misma de una autoridad internacional es defendible en cuanto podría conectarse con la tradicional idea de un imperio cristiano.

 

13. Conclusiones

Para concluir quisiera señalar que el mantenimiento del orden y la justicia son los componentes esenciales del bien común y constituyen los fines primarios de la sociedad política, aunque no sean suficientes para asegurar el bien común de una sociedad. Una sociedad que asegurase a sus miembros solamente el mantenimiento del orden y de la justicia haría una cosa buena en sí misma, pero insuficiente para que sus miembros logren su propia perfección, pues el bien común temporal tiene que necesariamente preparar a la obtención del bien eterno de los miembros de la sociedad.

La mayor expresión del bien común temporal se da en la instauración del Reino social de Cristo, pues el orden, la tranquilidad y el bienestar material de una sociedad solo pueden estar fundados en la ley de Cristo.

Como el establecimiento del bien común depende de la Ley de Dios y de la naturaleza humana y como ambas no se mudan, el bien común es permanente y en su sustancia no está sujeto a cambios, por ende el magisterio de la Iglesia sobre el bien común en su sustancia no puede cambiar. Ahora bien, debido a los cambios accidentales externos de toda sociedad humana nos encontraremos históricamente con aspectos accidentales del bien común que pueden estar sujetos a cambios. Habría que distinguir aquí entre diversos niveles de magisterio. En materia de doctrina social cuando la Iglesia habla de la sustancia del bien común nos encontramos con el magisterio ordinario de la Iglesia en materia moral. Ahora bien cuando se habla de cuestiones transitorias y accidentales en muchos casos solo tenemos opiniones prudenciales que se deben tratar con el respeto debido al magisterio auténtico de la Iglesia, pero que no tienen un valor magisterial permanente.

El bien común debe estar sólidamente fundado en el derecho divino y en el derecho natural. Como consecuencia de esto su instauración no se puede limitar a la protección del orden debido y la justicia, sino que la sociedad –al buscar el bien común temporal– deberá empeñarse en una buena administración con la debida prudencia de todos los recursos de la sociedad, en particular de la educación, la salud, la seguridad social y la economía, para asegurar a los miembros de la sociedad los bienes espirituales, culturales y materiales que les corresponden como personas creadas a imagen y semejanza de Dios.

 

[1] Cfr. Frederick D. WILHELMSEN, «Hallowed be thy world, en Citizen of Rome, La Salle Ilinois, Sherwood Sugden & Company, 1979, pág. 143.

[2] Edoardo CASTAGNA, «Etica, basta la maggioranza?», L’Avvenire, 9 de marzo 2012, pág. 25.

[3] PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 2 de abril de 2004. Ver el capítulo IV: «Los principios de la doctrina social de la Iglesia», que dedica su sección II a «El principio del bien común», que va de los núms. 164 a 170.

[4] PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, cit., núm. 165. Está basado en JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 272. Cfr. Antonio ARGANDOÑA, «Il bene comune dell’impresa e la teoria dell’organizzazione aziendale», en Responsabilità sociale d’impresa e dottrina sociale della Chiesa cattolica, a cargo de Helen ALFORD, Gianfranco RUSCONI e Eros MONTI, Milán, Fondazione Acli Milanesi, 2010, pág. 97

[5] Thomas GILBY, «Common and public good (I-II, 90, 2), appendix 4», en St. Thomas Aquinas Summa theologiae, vol. 28 (I-II, 90-97), Londres, Blackfriars, 1966, pág. 172.

[6] «Toda convivencia social digna de este nombre, así como tiene su origen en la voluntad de paz, así tiende también a la paz; a aquella tranquila convivencia en el orden en la que Santo Tomás, repitiendo la conocida frase de San Agustín (SANTO TOMÁS, Summa theologica, II-II, q. 29, a. 1, ad I; SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, XIX 13, 1), ve la esencia de la paz. Dos elementos primordiales rigen, pues, la vida social: la convivencia en el orden, la convivencia en la tranquilidad». PÍO XII, Mensaje de Navidad de 1942, núm. 5.

[7] LEÓN XIII, Rerum novarum, 15 de mayo de 1891, núm. 26.

[8] S. th., II-II, q. 47, a. 10, ad. 2.

[9] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, 29 de junio 2009, núm. 53. Cfr. Margaret ARCHER, «L’enciclica di Benedetto provoca la teoria sociale», Vita e Pensiero, tomo XCII, núm. 5 (2009), pág. 54.

[10] «Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la naturaleza del hombre. Pues el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables, enlazando y relacionando las cosas futuras con las presentes y siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la previsión de su inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el poder de Dios; por lo cual tiene en su mano elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar, no sólo en cuanto al presente, sino también para el futuro. De donde se sigue la necesidad de que se halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también el de la tierra misma, pues ve que de la fecundidad de la tierra le son proporcionadas las cosas necesarias para el futuro». LEÓN XIII, Rerum novarum, núm. 5.

[11] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 49.

[12] Gaudium et spes, núm. 26. Gaudium et spes, en el mismo parágrafo, entra en la más compleja cuestión del bien común internacional.

[13] LEÓN XIII, Rerum novarum, núm. 21.

[14] S. th., I, q. 1, a. 1.

[15] Thomas GILBY, «Common and public good…», loc. cit., pág. 172.

[16] LEÓN XIII, Sapientiae christianae, 10 de enero de 1890.

[17] PÍO XII, Mensaje de Navidad de 1942, núm. 10.

[18] PÍO XII, Mensaje de Navidad de 1942, núm. 11. Pío XII explica «que toda actividad del Estado, política y económica, está sometida a la realización permanente del bien común; es decir, de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa, en cuanto, por una parte, las fuerzas y las energías de la familia y de otros organismos a los cuales corresponde una natural precedencia no bastan, y, por otra, la voluntad salvífica de Dios no haya determinado en la Iglesia otra sociedad universal al servicio de la persona humana y de la realización de sus fines religiosos». Ibid., núm. 13.

[19] JUAN XXIII, Pacem in terris, 11 de abril de 1963, núm. 165.

[20] «La verdadera causa de las “novedades”, sin embargo, es el vacío espiritual provocado por el ateísmo, el cual ha dejado sin orientación a las jóvenes generaciones y en no pocos casos las ha inducido, en la insoslayable búsqueda de la propia identidad y del sentido de la vida, a descubrir las raíces religiosas de la cultura de sus naciones y la persona misma de Cristo, como respuesta existencialmente adecuada al deseo de bien, de verdad y de vida que hay en el corazón de todo hombre. Esta búsqueda ha sido confortada por el testimonio de cuantos, en circunstancias difíciles y en medio de la persecución, han permanecido fieles a Dios. El marxismo había prometido desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han demostrado que no es posible lograrlo sin trastocar ese mismo corazón». JUAN PABLO II, Centesimus annus, 1 mayo 1991, núm. 24.

[21] «Lo que la Sagrada Escritura nos enseña respecto de los destinos del Reino de Dios tiene sus consecuencias en la vida de la sociedad temporal, la cual –como indica la palabra misma– pertenece a la realidad del tiempo con todo lo que conlleva de imperfecto y provisional. El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo, ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia lo penetran y vivifican. Así se perciben mejor las exigencias de una sociedad digna del hombre; se corrigen las desviaciones y se corrobora el ánimo para obrar el bien. A esta labor de animación evangélica de las realidades humanas están llamados, junto con todos los hombres de buena voluntad, todos los cristianos y de manera especial los seglares». JUAN PABLO II, Centesimus annus, núm. 25.

[22] LEÓN XIII, Immortale Dei, 1 de noviembre de 1885.

[23] Raymond L. BURKE, «Canon 915: the discipline regarding the denial of Holy Communion to those obstinately persevering in manifest grave sin», Periodica de Re Canonica, vol. 96 (2007), págs. 3-58.

[24] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 147.

[25] PÍO XI, Ubi arcano, 23 de diciembre de 1922.

[26] PÍO XI, Quas primas, 11 de diciembre de 1925.

[27] Georges JARLOT, Pie XI. Doctrine et action sociale (1922-1939), Roma, Università Gregoriana Editrice, Roma, 1973, pág. 75.

[28] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 137.

[29] PÍO XI, Quas primas, núm. 6.

[30] PÍO XI, Quas primas, núm. 15.

[31] PÍO XI, Quas primas, núm. 16.

[32] PÍO XI, Quas primas, núm. 18.

[33] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, núm. 7.

[34] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, núm. 7. Esta afirmación nos hace recordar el libro de Joseph RATZINGER, Popolo e casa di Dio in Sant’Agostino, Milán, Jaca Book, 1978.

[35] BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa del domingo 25 de marzo de 2012 en León, Méjico. En el Ángelus posterior a esta Misa el Santo Padre recordó que «en tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos mártires que, a la voz de “viva Cristo Rey y María de Guadalupe”, han dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la Iglesia».

[36] M.A. KRAPIEC, O.P., «Christianity: the common good of Europe», Angelicum, vol. 68, fasc. 4 (1991), págs. 469-487.

[37] LEÓN XIII, Immortale Dei, 2 de noviembre de 1885. Citado por PÍO XII, Summi Pontificatus, 20 de octubre de 1939, núm. 44.

[38] JUAN XXIII, Mater et magistra, 15 de mayo de 1961, núm. 65.

[39] JUAN XXIII, Mater et magistra, núm. 60.

[40] «Pero, simultáneamente con la multiplicación y el desarrollo casi diario de estas nuevas formas de asociación, sucede que, en muchos sectores de la actividad humana, se detallan cada vez más la regulación y la definición jurídicas de las diversas relaciones sociales. Consiguientemente, queda reducido el radio de acción de la libertad individual. Se utilizan, en efecto, técnicas, se siguen métodos y se crean situaciones que hacen extremadamente difícil pensar por sí mismo, con independencia de los influjos externos, obrar por iniciativa propia, asumir convenientemente las responsabilidades personales y afirmar y consolidar con plenitud la riqueza espiritual humana». JUAN XXIII, Mater et magistra, núm. 62.

[41] Juan Pablo II enseña que la doctrina social de la Iglesia, «por un lado, es constante porque se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en sus “principios de reflexión”, en sus fundamentales “directrices de acción” y, sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor. Por el otro, es a la vez siempre nueva, dado que está sometida a las necesarias y oportunas adaptaciones sugeridas por la variación de las condiciones históricas así como por el constante flujo de los acontecimientos en que se mueve la vida de los hombres y de las sociedades». Sollicitudo rei socialis, 30 diciembre 1987, núm. 3.

[42] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, núm. 12.

[43] JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, núm. 96.

[44] «En 1a época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de 1a persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos de 1a persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder público». Pacem in terris, núm. 60. La cita en cursiva está tomada de PÍO XII, «Mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés»: AAS 33 (1941), 200.

[45] Juan Bms. VALLET DE GOYTISOLO, «Encíclica Centesimus annus y “cosas” nuevas», Verbo, 297-298 (1991), págs. 1056-1059.

[46] JUAN PABLO II, Mensaje del Santo Padre al Cardenal Antonio María Javerre Ortas con ocasión del Congreso por los 1200 años del aniversario de la coronación de Carlomagno, 16 de diciembre de 2000: «No puede olvidarse que fue la negación de Dios y de sus mandamientos la que, el siglo pasado, creó la tiranía de los ídolos, expresada en la glorificación de una raza, de una clase, del Estado, de la nación, del partido, en el lugar del Dios vivo y verdadero. Propiamente a la luz de las desventuras vertidas sobre el siglo XX puede comprenderse cómo los derechos de Dios y del hombre se afirman o caen juntos».

[47] JUAN PABLO II, Centesimus annus, 1 de mayo de 1991, núm. 34.

[48] BENEDICTO XVI, Discurso a los miembros de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, 4 de mayo de 2009.

[49] JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, núm. 101. Este derecho también es defendido con fuerza en el núm. 47 de Centesimus annus: «El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad».

[50] Salvatore CIPRESSA, «Diritto alla vita e bene comune», Bio-ethos, núm. 11-12 (2011), pág. 21.

[51] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, pág. 28.

[52] Miguel AYUSO, «Derecho público cristiano y derecho público eclesiástico», Verbo, 297-298 (1991), pág. 1105.

[53] JUAN PABLO II, Centesimus annus, núm. 29.

[54] Baltasar PÉREZ ARGOS, S. J., «Libertad religiosa, ¿ruptura o continuidad?», Verbo, núm. 229-230 (1984), pág. 1166.

[55] LEÓN XIII, Rerum novarum, núm. 26.

[56] LEÓN XIII, Rerum novarum, núm. 26.

[57] LEÓN XIII, Rerum novarum, núm. 26.

[58] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 25. La cita es de Rerum novarum, núm. 26.

[59] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 78.

[60] «Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás perdería mucho tiempo, con lo cual logrará realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede r e a l i z a r, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso requiera y la necesidad exija. Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación». PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 80.

[61] JUAN XXIII, Mater et magistra, núm. 117.

[62] Ibid.

[63] LEÓN XIII, Au milieu des sollicitudes, 16 de febrero de 1892. Cfr. Julio MEINVIELLE, Concezione cattolica della politica, edición italiana a cargo del P. Arturo A. Ruiz Freites, I.V.E., Lamezia Terme, Edizioni Settecolori, 2011, pág. 293, n. 27.

[64] LEÓN XIII, Immortale Dei.

[65] JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, núm. 44.

[66] JUAN PABLO II, Centesimus annus, núm. 46.

[67] JUAN PABLO II, Centesimus annus, núm. 47.

[68] M. AYUSO, «Derecho público cristiano y derecho público eclesiástico», loc. cit., pág. 1101.

[69] Miguel AYUSO, «Democracia y doctrina católica», Verbo, 297-298 (1991), pág. 1022.

[70] LEÓN XIII, Rerum novarum, núm. 33. Álvaro D’ORS, «Sobre la encíclica Centesimus annus», Verbo, 297-298 (2001), pág. 1071.

[71] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 49.

[72] PÍO XII, «Radiomessaggio nel V Anniversario dall’Inizio della Guerra Mondiale», 1 de septiembre de 1944, en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII. Sesto anno di Pontificato 2 marzo 1944-1 Marzo 1945, vol. VI, Roma, Tipografía Poliglota Vaticana, 1961, pág. 125.

[73] Ibid., pág. 126.

[74] PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 89.

[75] «Es menester indicar que en el mundo actual, entre otros derechos, es reprimido a menudo el derecho de iniciativa económica. No obstante eso, se trata de un derecho importante no sólo para el individuo en particular, sino además para el bien común. La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad, reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no sólo una verdadera igualdad, sino una “nivelación descendente”. En lugar de la iniciativa creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático que, como único órgano que “dispone” y “decide” –aunque no sea “Poseedor”– de la totalidad de los bienes y medios de producción, pone a todos en una posición de dependencia casi absoluta, similar a la tradicional dependencia del obrero-proletario en el sistema capitalista. Esto provoca un sentido de frustración o desesperación y predispone a la despreocupación de la vida nacional, empujando a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una forma de emigración “psicológica”». JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis.

[76] PÍO XII, Mensaje de Navidad de 1942, núm. 4.

[77] JUAN XXIII, Pacem in terris, núm. 131.

[78] JUAN XXIII, Pacem in terris, núm. 138.

[79] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, núm. 7.

[80] «El mercado único de nuestros días no elimina el papel de los Estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado». BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, núm. 41.

[81] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, núm. 67

[82] Juan Fernando SEGOVIA, «¿Una nueva doctrina social de la Iglesia para un Nuevo Orden Mundial?», Verbo, n.º 499-500 (2011), pág. 808.