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Número 525-526

Serie LII

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La libertad moderna de conciencia y de religión, una máquina de guerra contra la Cristiandad

 

1. Introducción

Aunque el libro del profesor Julio Alvear al que dedico esta nota (La libertad moderna de conciencia y de religión. El problema de su fundamento, Madrid, Marcial Pons, 2013) ya ha sido objeto de comentario en las páginas de Verbo, la importancia del mismo me ha movido a insistir en el asunto.

Está basado en la tesis doctoral defendida por su autor en la Universidad Complutense, y que mereció la máxima calificación. La tesis completa tiene en torno a mil cuatrocientas páginas, y el libro que la resume más de trescientas. Es una obra rigurosa y documentada muy a fondo en todos los aspectos que considera. Pero, a la vez, no es un monumento de erudición que se pierda en simple acumulación, sino que mantiene (y recuerda a cada paso) en todas sus partes la unidad de concepción y de tesis.

Lo es cuando comienza delimitando el objeto de la investigación (qué es la libertad moderna de conciencia y de religión). O libertad de opinión o de pensamiento, que viene a ser lo mismo. Examina este asunto en las declaraciones de derechos humanos, en los textos constitucionales y pactos internacionales, en muchos autores de la literatura académica.

 

2. La libertad moderna de conciencia y religión como liberación de la conciencia y la religión

Creo que soy fiel al libro si resumo de este modo la conclusión: la libertad moderna de conciencia es una liberación, es el hombre que se libera o emancipa de la conciencia en sentido propio y objetivo, del conocimiento del bien que debe hacerse y del mal que debe evitarse. En la concepción clásica (la de Antígona, la cristiana), la conciencia apela a una ley superior (la divina) contra las leyes humanas; en la concepción moderna, la conciencia apela a la propia opinión, con el resultado de que las leyes humanas se desvinculan de las divinas. Y la libertad religiosa es, en sustancia, la misma liberación, es el hombre y la comunidad política, las leyes humanas, que se liberan o emancipan de la religión revelada por Dios, afirmando que se es libre de tener cualquier religión, cambiar de religión o no tener ninguna. No es la libertad cristiana del acto de fe, la de adherirse, sin ser forzado, a la religión revelada, única verdadera.

Lo sigue siendo el libro, riguroso y documentado muy a fondo, cuando pasa revista a los autores principales que selecciona, los cuales, en cada momento de su desarrollo, han contribuido a establecer la libertad moderna de conciencia y de religión.

Julio Alvear los clasifica en cinco momentos, que no son meramente fases temporales sino hitos o mojones lógicos del desarrollo de una misma doctrina:

1. Primer momento, la Reforma protestante (se acepta todavía el valor social de la religión revelada, pero se rechaza la autoridad de la Iglesia) y la protoilustración: Pierre Bayle y Baruch Spinoza, que rechazan ya, no sólo la autoridad de la Iglesia, sino asimismo todo valor social de la religión revelada; de ésta de manera principal, pero también en realidad de cualquier otra religión, pues todas son opiniones, salvo la civil (las leyes del Estado, como establece Spinoza).

2. Segundo momento, la Ilustración, Locke y los franceses (Montesquieu, Voltaire, Rousseau, los autores de la Enciclopedia).

3. Tercer momento, el idealismo alemán, Kant, Hegel, Fichte.

4. Cuarto momento, el liberalismo, Benjamín Constant, Tocqueville, John Stuart Mill.

5. Quinto momento, el ateísmo postulatorio, Nietzsche, Sartre.

Los matices son muchos, también las discrepancias secundarias, pero hay siempre coincidencia básica en la reducción de conciencia y religión a mera opinión, y en la consecuente expulsión de la religión del ámbito político; desde luego expulsión de la religión revelada, también de cualquier otra, excepto la civil (las leyes del Estado): la democracia religiosa, así llamada por Maurras.

 

3. El vínculo entre libertad (moderna) de conciencia y religión y el Estado (moderno)

Por eso el vínculo entre esa libertad (moderna) y el Estado (moderno –el único en sentido propio, no en el sentido amplio igual a comunidad política) que en el siguiente capítulo se postula y demuestra por Julio Alvear. El Estado moderno necesita a la libertad de conciencia y de religión para liberarse del sometimiento al orden moral custodiado por la Iglesia; si conciencia y religión son meras opiniones individuales, el Estado es soberano (sea la soberanía del rey o la soberanía nacional), absoluto (desligado de las leyes divinas), tiende al Estado total. Y la libertad de conciencia y de religión necesita del Estado moderno para deshacerse de la antigua Cristiandad y sus vestigios, incompatibles con la afirmación de esa libertad, y no desembocar sin embargo directamente en la anarquía (la vigencia social de la religión es remplazada por las leyes del Estado).

Son pues dos factores conexos y que se retroalimentan. A veces entran en tensión, como ocurre cuando se enfrentan ley del Estado y objeción de conciencia. Pero históricamente han sido aliados en la destrucción de la Cristiandad, obra temporal de la Iglesia. Máquinas de guerra contra la Cristiandad.

 

4. La Iglesia frente a las libertades modernas de conciencia y religión

Se llega así naturalmente a los dos capítulos finales, donde se examina por el autor la actitud de la Iglesia en relación con la libertad moderna de conciencia y de religión, en dos fases contrapuestas.

La primera, la de condena, la del magisterio pontificio que se alza contra la Revolución francesa y su expansión universal y en defensa de lo que Rafael Gambra llamó (en expresión feliz que Julio Alvear retoma y desarrolla con mucho acierto) la relativa significación religiosa del poder político, que es doble, por su origen (todo poder viene de Dios) y por su misión: cooperar en lo temporal, de manera distinta pero no separada de la Iglesia, con vistas al único fin último del hombre, que es la salvación eterna.

No desde luego que ese magisterio antiliberal fuera una novedad sustancial (nada católico lo es), tiene sus raíces en las enseñanzas milenarias (se remontan, al menos, al papa san Gelasio I en el siglo V) sobre los dos poderes (espiritual y temporal), las dos espadas, y la necesaria subordinación de lo temporal a lo espiritual. Y la unidad entre comunidad política y religión se había vivido durante siglos en la Cristiandad, con las imperfecciones y tensiones inevitables en toda obra humana. Pero es lógico que se desarrollara ese magisterio antiliberal contra el triunfo y expansión de la Revolución francesa, como se desarrolló en el concilio de Trento la doctrina sobre muchas verdades católicas (la gracia, los sacramentos) contra la rebelión protestante y su expansión.

En el libro nos cuenta el autor que, sobre este asunto (las condenas del magisterio antiliberal), las citas hechas en la tesis completa son más de dos mil, lo que da idea del rigor y profundidad de la investigación realizada. Desde Pío VI, el papa reinante en 1789, hasta Juan XXIII inclusive (varias veces se observa que la continuidad magisterial llega inclusive hasta el papa que convocó el Concilio Vaticano II, aunque con tímidos atisbos de cambio que anuncian la ruptura conciliar). En el libro se pasa revista no a dos mil pero sí a muchísimos textos de todos los papas del período (más de siglo y medio), no sólo los citados con más frecuencia (Mirari vos de Gregorio XVI, Quanta cura y el Syllabus de Pío IX, las grandes encíclicas políticas de León XIII, Vehementer nos y Notre charge apostolique de san Pío X, Ubi arcano y Quas primas de Pío XI, Ci riesce de Pío XII), sino muchos otros textos menos citados de esos y de los demás papas del período (Pío VI, Pío VII, León XII, Pío VIII, incluso –como ya he dicho– Juan XXIII).

Lo que resulta de esta investigación minuciosa es una impresionante concordia de doctrina, con acentos o matices diversos, pero siempre unánime en la condena de las libertades modernas (entre ellas, y fundamentalmente, la de conciencia y de religión) o libertades de perdición (así se las llama) y, sobre todo a partir de León XIII, en la afirmación opuesta de la relativa significación religiosa del poder político, contra el Estado laico. Otra vez el vínculo entre ambas cosas. Y no obstante inconsecuencias, debilidades y errores tácticos en la aplicación prudencial de esa doctrina unánime. Aspecto distinto y complementario, como se desprende de otro gran libro, ése colectivo, dirigido por Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano: Iglesia y política. Cambiar de paradigma (Madrid, Itinearios, 2013).

 

5. La inflexión conciliar (y posconciliar)

La segunda fase es la del hundimiento de esas murallas tradicionales, el abandono de ese baluarte antiliberal, con el Concilio Vaticano II, la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa y, sobre todo, la predicación posconciliar. Aquí la investigación de Julio Alvear es igualmente exhaustiva, desde luego en la tesis completa y con testimonio suficiente y muy expresivo en este libro.

Como Dignitatis humanae fue el documento conciliar que más debates suscitó y por más versiones pasó en su elaboración, quizá precisamente porque era y permanece el que de manera más clara se aparta en su conjunto del magisterio precedente, Julio Alvear consultó y ha desentrañado las actas de todos esos debates conciliares, trae oportunamente a colación las observaciones de unos (el relator, que fue el obispo belga De Smedt, la minoría innovadora) y otros (la minoría tradicional); dos minorías y, en medio, la mayoría conservadora que fue arrastrada por los innovadores. Y es igualmente exhaustivo en el estudio y la cita de las enseñanzas de los papas posconciliares: Pablo VI, el brevísimo pontificado de Juan Pablo I y el interminable de Juan Pablo II, Benedicto XVI y hasta llega a comentar algunas palabras del papa Francisco (aunque no las calamitosas del pasado verano sobre las bondades del Estado laico y de que cada cual siga, también en la vida social, el juicio de su conciencia).

Lo que resulta de esta otra investigación igualmente minuciosa, como la previa del magisterio tradicional, es que, de hecho y en la práctica, se ha producido una ruptura completa con ese magisterio tradicional y una asimilación vergonzosa (y por lo general vergonzante) de la libertad moderna de conciencia y de religión. Dignitatis humanae tiene un contenido propio y estricto, la afirmación del derecho a la libertad religiosa como una matizada inmunidad de coacción frente al Estado que, si bien con dificultades notables y necesidad de muchos distingos (o piruetas lógicas), todavía puede intentar presentarse como un desarrollo homogéneo de la doctrina tradicional de la tolerancia. Pero el problema es doble.

Primero de todo, esa interpretación tradicional, cabe decir minimalista, sólo existe en la mente y en la pluma de sus esforzados defensores. Hasta tal punto que cuando uno de ellos, monseñor Fernando Ocáriz, acierta a introducirla, al menos parcialmente, en el Catecismo de Juan Pablo II, lo cierto es que esa forzada interpretación no tiene ningún eco en la predicación de papas y obispos. La que se difunde, consolida y cala en los fieles es la interpretación expansiva, esto es, la que hace coincidir el derecho conciliar a la libertad religiosa con el proclamado en las constituciones, las declaraciones y los pactos internacionales de derechos humanos. Esto es, con la libertad moderna de conciencia y de religión.

Segundo problema, lo que Julio Alvear llama con extraordinario acierto el contenido germinal de Dignitatis humanae: lo que no se afirma rotundamente pero es dable entender y, de hecho, se ha entendido.

Por ejemplo, si bien Dignitatis humanae dice dejar intacta «la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (núm. 1), también pues el deber moral de las sociedades y no sólo de los hombres individualmente considerados, lo cierto es que la predicación posconciliar exalta continuamente el Estado laico y su neutralidad religiosa. Pero es que esa negación de la relativa significación religiosa del poder político (en la expresión de Rafael Gambra), no de su origen divino pero sí de su misión religiosa, se encuentra en germen en la declaración conciliar cuando en ésta se afirma que la autoridad civil excede de sus límites (el bien común temporal) si pretende «dirigir o impedir los actos religiosos» (núm. 3): desde luego que el poder político excede de esos límites, hay que conceder, si por «dirigir» se entiende establecer la disciplina de los actos religiosos, gobernarlos (una suerte de regalismo); pero no, de ningún modo, si por dirigir se entiende realizarlos, adherirse así a la verdadera religión y dar culto público a Dios. Y esto segundo, error funesto, opuesto precisamente al deber moral de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo, es lo que se ha difundido, consolidado y calado en los fieles.

 

6. Conclusión

Si bien el libro termina con este capítulo sobre Dignitatis humanae y el hundimiento de las murallas tradicionales, creo que puede también concebirse y leerse desde este final hacia atrás, como en un flash back de película. No es un libro más sobre esa declaración conciliar, uno más en la interminable polémica (por citar sólo algunos nombres: el dominico Victorino Rodríguez, el benedictino Basile Valuet, Bernard Lucien, Brian Harrison, Michael Davies, Leopoldo Eulogio Palacios, los que ya he citado Rafael Gambra y Fernando Ocáriz, Martin Rhonheimer, etc.) sobre esa declaración conc i l i a r, polémica que dura ya casi cincuenta años y no tiene visos de acabar. Es sin embargo un libro capital contra la interpretación minimalista, conservadora, de esa declaración, porque demuestra de modo aplastante tres cosas:

 

– Primero, que el fundamento histórico del Estado laico y de la libertad moderna de conciencia y de religión es el rechazo de la religión revelada, desde luego de su vigencia social.

– Segundo, que el magisterio antiliberal de siglo y medio fue unánime en la condena del Estado laico y de la libertad moderna de conciencia y de religión; y

– Tercero, que, de hecho y en la práctica, con base en Dignitatis humanae y en su contenido germinal, la Iglesia del posconcilio ha abrazado el Estado laico y la libertad moderna de conciencia y de religión.

 

Como se observa en el libro, esos conservadores quedan reducidos a una última trinchera: propugnar que la Iglesia del posconcilio ha abrazado el Estado laico y la libertad moderna de conciencia y de religión sin abrazar, no obstante, su fundamento histórico (el rechazo de la religión revelada, desde luego de su vigencia social). Esto es, cambiar los cimientos pero conservar sin embargo el mismo edificio. No un milagro, no un milagro divino, pero sí un verdadero prodigio.