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Número 525-526

Serie LII

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It is just price. Entender los males económicos a la luz de la doctrina social católica

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (III)

 

1. Introducción

En un sentido general, santo Tomás de Aquino anunció la parálisis y el caos de los sistemas financiero y económico en América y Europa que ocurrieron en 2008 cuando predijo que, en una sociedad donde predominasen los intercambios injustos, terminarían por cesar todos los intercambios[2]. Santo Tomás también señala que, si bien la ley humana no puede prohibir todas las injusticias[3], la sociedad no puede escapar de las consecuencias de transgredir la ley divina, la cual «no deja impune nada»[4]. Por lo tanto, al menos parte de la explicación de esas crisis, cuyos efectos nos acompañan hoy, reside en continuas violaciones de la justicia natural por nuestro sistema económico. Ni un producto ni un mercado son completamente responsables de esas injusticias. Sin embargo, hay un área de la justicia económica, entendida a la luz de la doctrina católica, que ha sido ampliamente ignorada en los últimos siglos XX y XXI: la doctrina del precio justo. La búsqueda de causas y soluciones en relación con la crisis actual debe incluir un regreso a la familiaridad con este elemento de la verdad católica. En este texto examinaremos la historia del concepto filosófico y jurídico del precio justo desde sus orígenes en la filosofía griega y el derecho romano, a través de su adopción por la Cristiandad, y consideraremos su aplicación a nuestro sistema económico contemporáneo. La conclusión de esta conferencia será que una revitalización de esta doctrina moral en nuestro derecho económico es necesaria para una revitalización de nuestras economías.

 

2. Raíces antiguas

Tan tempranamente como con Aristóteles, los filósofos reconocieron la necesidad del intercambio de bienes. Un constructor de casas puede necesitar zapatos y un zapatero puede necesitar una casa[5]. Como el intercambio ha de ser mutuamente beneficioso para cada parte (cada una necesita lo que la otra posee), los costes no deberían soportarse desproporcionadamente por una parte[6]. Esta especie de justicia que atañe a los intercambios entre personas (voluntaria o involuntariamente) se llama conmutativa[7]. La forma más común de negocios de intercambio voluntario[8] comprende la compra y venta de bienes o servicios. La justicia como medida requiere que las cosas intercambiadas sean iguales en valor, de otro modo el intercambio será injusto[9]. Esta medida no es mera igualdad numérica sino más bien una proporcionalidad geométrica. Aristóteles explica: «Pero al tratar de intercambios la justicia es tal que incluye reciprocidad con arreglo a proporcionalidad, pero no con arreglo a igualdad»[10]. Parece obvio que intercambiar unos zapatos por una casa sería un intercambio desigual y, por lo tanto, injusto. El zapatero adquiriría un gran incremento en riqueza a cambio de su par de zapatos. Algo de igual valor debe intercambiarse por la casa[11]. La justicia conmutativa no requiere que todas las personas posean igual riqueza. La distribución de riqueza en una comunidad es un asunto no de conmutación sino de justicia distributiva[12]. Puede ser que ciertos individuos en una sociedad deban poseer más honor o riqueza que otros «con arreglo a cierto mérito»[13]. No obstante, esta distribución se juzga justa o injusta (y por lo tanto se ajusta) tomando en cuenta las relaciones entre los miembros de una sociedad, tales como sus talentos y status. Una vez se ha establecido un principio de distribución justa, las distribuciones deben ajustarse con arreglo al principio[14]. Si se produjeran desiguales negocios de intercambio, distribuirían riqueza al azar de manera no necesariamente coherente con la justicia distributiva; si es que la riqueza tuviera que redistribuirse, debería hacerse con arreglo a un esquema normativo y no sobre la base de intercambios fortuitos[15]. Aunque Aristóteles no formula una explicación completa acerca del cálculo práctico de los valores y de la rectificación de intercambios desiguales, sí que sugiere que una de las funciones del derecho (en forma de justicia impartida por un juez) es corregir redistribuciones causadas (voluntaria o involuntariamente) por intercambios desiguales[16].

En la filosofía de Aristóteles (asimismo en la de Platón) existía una contradicción aparente. Aunque reconociendo en la sociedad su necesidad de intercambios, Aristóteles era escéptico respecto de los comerciantes (los que se dedicaban al intercambio como ocupación) y sólo a regañadientes los permitía en su comunidad ideal[17]. La teoría del precio justo puede verse como una reconciliación del reconocimiento de la necesidad de los negocios de intercambio con el recelo hacia quienes los facilitan. Se ha interpretado a Aristóteles en el sentido de que argumentaba que el intercambio es necesario para la sociedad pero, salvo que se mantenga la igualdad, no es posible[18]. Sin embargo, Aristóteles reconoció que muchos comerciantes tenían predilección por intercambios injustos realizados con regularidad. Esos comerciantes eran quienes debían ser reprimidos, y fue la observación de su existencia por Aristóteles la que dio lugar a su escepticismo.

La noción de Aristóteles acerca de la igualdad en las conmutaciones se transmitió a través de la civilización romana, pero sólo de forma limitada. La jurisprudencia romana aceptó la noción de que partes en un negocio podían ser más listas que las contrarias, con objeto de obtener una ventaja en sus tratos. «Al comprar y vender la ley natural permite que una parte compre por menos y la otra venda por más que lo que vale la cosa: por lo tanto, se permite a cada parte ser más ingeniosa que la contraria»[19]. Como resultado de ello, el derecho romano obligaría a respetar «un acuerdo concluido por consentimiento mutuo» aunque el precio acordado fuese «un poco menos que su verdadero valor»[20]. Si bien parecería que estos textos contradicen a Aristóteles, el derecho romano también contenía otros principios al lado de aquéllos. El jurista romano Pomponio afirma que «por derecho natural lo equitativo es que ninguna persona se haga rica gracias a la pérdida e injusticia causada a otra»[21]. Por lo tanto, la libertad contractual estaba en tensión con el principio de que nadie debía beneficiarse de la pérdida de otro. Aunque el derecho romano no otorgaría generalmente acción legal únicamente sobre la base de un intercambio injusto, los textos ciertamente reconocen el hecho de la desigualdad, refiriéndose a un «precio verdadero» (verii pretii) o «precio justo» (iusti pretii)[22]. Además, en un contexto muy limitado, la venta de tierra por menos que la mitad del verdadero valor, el derecho romano sí que permitía al vendedor entablar una acción para reembolsar el precio percibido y recuperar la tierra o bien recibir una compensación incrementada hasta el precio justo (iusti pretii), a opción del comprador[23].

Mientras que el pagano derecho romano consideró que no iba contra la ley natural ser más listo que otro en un intercambio, la Cristiandad, guardiana de la revelada ley natural, restauró el principio aristotélico presente sólo parcialmente en el derecho romano. San Pablo, en un pasaje cuya relación con un texto del derecho romano[24] llama poderosamente la atención, enseña que la ley divina es contraria a aquella permisividad. Dice: «Pues sabéis qué preceptos os hemos dado en nombre del Señor Jesús. Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; […] que nadie engañe ni explote a su hermano en los negocios, porque el Señor es vengador de todas estas cosas, como también os dijimos antes y atestiguamos»[25].

Los cristianos están obligados por precepto divino y por «la voluntad de Dios» a no engañar ni explotar al prójimo en sus negocios. Durante siglos se ha hecho referencia como doctrina del precio justo a un elemento principal de esta obligación. Basada en las teorías aristotélicas de la justicia como medida y confirmada por la revelación divina, la doctrina católica mantuvo que los intercambios voluntarios han de ser proporcionados en valor. Sin embargo, la igualdad no significa que se intercambien cosas idénticas (lo cual arruinaría la idea de intercambio). Hay que mantener una proporcionalidad del valor de cambio. Así si un zapatero fuese a intercambiar con un constructor de casas, no se intercambiarían un zapato por una casa, sino más bien aquel número de zapatos que igualase el valor de cambio de la casa[26]. Dado que un constructor no necesitará necesariamente tantos zapatos, se inventó el dinero para servir como método para realizar esa proporción[27]. Con la invención de la moneda, el valor de cambio puede expresarse en precios cuantificados de manera estandarizada por ese dinero. Un precio justo es por lo tanto un precio en dinero que equivale al valor de cambio de la cosa que se compra.

Es importante advertir que la igualdad en el intercambio no debe confundirse con la noción marxista de igualdad de riqueza. La igualdad en el intercambio no requiere que la riqueza sea igualada, sino que los intercambios entre las personas se produzcan en términos iguales. Por lo tanto, para utilizar el ejemplo del zapatero, éste puede incrementar su patrimonio al invertir más trabajo en la producción de más zapatos, los cuales intercambiará entonces por su justo valor en otros artículos de producción o riqueza. Su riqueza global puede incrementarse (a causa de su trabajo), pero no a expensas de aquellos a quienes vende zapatos; estos últimos transmiten riqueza igual al valor de los zapatos que reciben[28].

 

3. Desarrollo de los detalles de la doctrina del precio justo

El principio básico de la doctrina del precio justo, igualdad proporcional en el intercambio, requiere explicación adicional. ¿Cómo se calcula el valor de cambio a efectos de medir la igualdad proporcional? En este apartado examinaremos la respuesta a esa pregunta, apoyándonos principalmente en las enseñanzas de santo Tomás de Aquino, que resumió el principio así: «Mas lo que se ha establecido para utilidad común no debe redundar más en perjuicio de uno que del otro otorgante, por lo cual debe constituir entre ellos un contrato basado en la igualdad de la cosa. Ahora bien: el valor de las cosas que están destinadas al uso del hombre se mide por el precio a ellas asignado, para lo cual se ha inventado la moneda, como se dice en V Ethic. Por consiguiente, si el precio excede al valor de la cosa, o, por el contrario, la cosa excede en valor al precio, desaparecerá la igualdad de justicia. Por tanto, vender una cosa más cara o comprarla más barata de lo que realmente vale es en sí injusto e ilícito»[29].

Santo Tomás explica que el propósito de los negocios de intercambio es beneficiar mutuamente a ambas partes. Puesto que el objetivo perseguido es el beneficio mutuo, las cargas deben ser mutuas y no desproporcionadas. Es injusto que una parte soporte el coste de una transacción mutuamente beneficiosa. Vender algo apartándose del justo precio penaliza desproporcionadamente a una parte y por lo tanto es de suyo injusto.

Sin embargo, santo Tomás continúa más allá del pasaje transcrito y explica que, para obtener esa igualdad, a veces es necesario compensar a una parte por el quebranto particular en que incurra al realizar el intercambio. Dice: «En este caso, el precio justo debe determinarse de modo que no sólo atienda a la cosa vendida, sino al quebranto que ocasiona al vendedor por deshacerse de ella. Y así podrá lícitamente venderse una cosa en más de lo que vale en sí […]»[30]. Por consiguiente, un mercader tiene justificación para añadir al precio justo los costes de transportar o almacenar o conservar los bienes antes de la venta. La inversa del legítimo derecho a ser compensado por costes incurridos no es necesariamente justa. No es lícito obtener un lucro por encima del precio justo porque la contraparte consiga un beneficio particular de la cosa intercambiada, sin ocasionar un quebranto a la primera parte: «Pero si el comprador obtiene gran provecho de la cosa que ha recibido de otro, y éste, que vende, no sufre daño al desprenderse de ella, no debe ser vendida en más de lo que vale, porque, en este caso, la utilidad que crece para el comprador, no proviene del vendedor, sino de la propia condición del comprador, y nadie debe cobrar a otro lo que no le pertenece […]»[31].

Santo Tomás distingue así el valor de cambio de un bien de su particular valor de uso para el comprador. El valor de uso del bien es presumiblemente más alto para el comprador que para el vendedor, ya que es esta disparidad la que motiva el intercambio[32]. No obstante, en el negocio de venta son los valores de cambio los que se intercambian. El valor de uso no se atribuye al intercambio sino al uso en manos del comprador. El vendedor no es dueño del particular valor de uso sino meramente del valor de cambio. Vender el singular valor de uso que una cosa pueda tener para un comprador, a causa de algo no intrínseco a la propia cosa, es vender algo de lo cual uno no es dueño[33]. Un ejemplo puede ser útil para comprender la diferencia. Yo compro en una tienda de empeños el anillo de bodas de su difunta abuela por doscientos dólares estadounidenses, y lo hago tasar y resulta que vale doscientos dólares. Si acordamos que se lo venderé por 2.500 dólares porque usted realmente lo quiere en memoria de su abuela, yo he infringido la ley moral al vender el anillo por más que su valor de cambio. El hecho sobre el cual me apoyo para requerir un precio más alto es su particular valor de uso para usted, no inherente al anillo en sí mismo, el cual no incrementa ningún daño o coste para mí. Por el contrario, yo podría cobrarle los gastos de enviarle el anillo de modo adicional a su precio justo. Un defensor de la teoría económica clásica podría objetar a esta conclusión que no hay nada erróneo en nuestro negocio puesto que usted acordó libremente pagar 2.500 dólares[34]. Usted desea el anillo más que yo, por lo tanto yo soy libre de obtener ese precio superior con tal de que usted consienta pagarlo. Sobre la base de este criterio, el solo consentimiento determina la justicia o la injusticia. El precio consentido por vendedor y comprador se convierte en el precio justo en virtud de esta consideración. «Incluso cuando alguien intercambia imitaciones por productos auténticos, hay acuerdo al menos extrínsecamente»[35]. La presencia del consentimiento en el hecho del intercambio no prueba que una parte en ese intercambio consienta en sufrir una pérdida económica derivada del negocio, a diferencia de una donación, en la cual ésa es la intención[36]. Santo Tomás no considera que el consentimiento libremente otorgado sea irrelevante para la justicia de un negocio; el consentimiento es necesario, pero no es suficiente para que el intercambio sea justo. Al contrario, claramente establece que lograr una venta mediante fraude es injusto[37]. Sin embargo, el consentimiento es solamente un elemento de la justicia. El pasaje acerca del precio justo citado supra claramente indica que se consideran casos en que «se excluye el fraude»[38]. Aunque la conducta maliciosa pueda interferir con el consentimiento contractual, la doctrina del precio justo considera la sustancia del negocio más allá de defectos en la formación de ese consentimiento.

Esta formulación de la doctrina del precio justo (nadie debería pagar más o menos de lo que una cosa vale) reclama al menos dos cuestiones más, las cuales son necesarias para aplicar la norma a los intercambios reales: (1) ¿qué vale una cosa? y (2) ¿deberían corregirse todos los intercambios injustos? Cada cuestión será examinada por su turno.

El valor de cambio se determina por la relación que una cosa tiene con la satisfacción de una necesidad humana[39]. Por lo tanto, el precio justo es la común estimación de la satisfacción de necesidades humanas por una cosa en particular[40]. El jesuita padre Heinrich Pesch identificó tres elementos que entran en la común estimación del valor de cambio de un bien: (1) la urgencia de la necesidad que el bien puede satisfacer, (2) las cualidades genéricas e individuales del bien que lo hacen apto para satisfacer tal necesidad, y (3) las cantidades en las cuales ese bien está o puede hacerse disponible[41]. La común estimación puede o no ser el prevalente precio de mercado, donde «precio de mercado» se define como cualquier precio que un comprador está dispuesto a pagar. Si el acordado precio de mercado se corresponde con la común estimación del valor de la satisfacción de una necesidad humana, entonces los dos serán idénticos. Lo significativo acerca de la común estimación es que es común. Como hemos advertido supra, un singular valor de uso para un comprador no es un factor legítimo a fin de determinar el precio justo[42]. Que un comprador esté muriendo de hambre y sin comida, no faculta al vendedor para exigir un precio por encima de la común estimación del valor de cambio de esa comida. Los liberales económicos declaran simplemente que el precio acordado por compradores y vendedores es por definición un precio justo, porque defienden equivocadamente la ausencia de libertad humana. El precio individual resulta simplemente del funcionamiento de una supuesta ley natural de oferta y demanda. El padre Pesch nos recuerda que este «poco realista idealismo de la teoría liberal», que pone su esperanza en una «ley» que funciona por sí sola, desconoce el hecho de que detrás «de la oferta hay ofertantes, y detrás de la demanda hay demandantes, causas que operan libremente, deliberaciones humanas, ambiciones humanas, pasiones humanas, y humanas relaciones de poder»[43]. La oferta puede reducirse por actos humanos deliberados tales como reducir intencionadamente la producción, y la demanda puede generarse por manipuladas percepciones de escasez. Alguien entregado a la justicia inherente de cualquier precio que exista, a causa de su fe en esa «ley» que funciona por sí sola, no tiene razones para condenar la venta de pan, comúnmente comprado y vendido por dos dólares, por 25 dólares a una familia que se muere de hambre porque su suministro de comida ha sido destruido por un desastre natural. La doctrina católica condena claramente un precio semejante y exige su restitución.

Sin embargo, ¿cómo se conoce la común estimación del valor o precio? En el derecho romano (y posteriormente en el derecho europeo con raíces en el derecho romano), había dos métodos posibles, el precio podía fijarse ex ante por la legítima autoridad gubernamental para bienes cuya común estimación fuera extremadamente difícil de determinar o fácilmente manipulable (como se hace con las tarifas de muchas empresas de servicios esenciales en los modernos Estados Unidos de América), o podía determinarse en un procedimiento ex post facto por el juicio de un hombre honrado (ad arbitrium boni viri), a quien en tiempos modernos llamaríamos un perito (4[44]. A veces ese perito actuaría en un foro público, tribunal eclesiástico o civil, y a veces sería un sacerdote en el foro interno del confesonario[45].

Dada la dificultad para determinar un exacto precio justo en ausencia de una fija determinación legal ex ante, ¿cuándo debería requerir la ley humana, en relación con una incorrecta apreciación ex ante del precio justo por partes contratantes, su rectificación al ser ese precio justo determinado ex post facto por un experto? Santo Tomás argumenta que una venta que se desvía de cualquier modo del precio justo viola el principio normativo de igualdad en el intercambio[46], pero la ley humana sólo exige la restitución cuando, o bien el intercambio se ha acordado a sabiendas de que el precio es injusto[47], o bien el desvío respecto del precio justo es grande («si non sit nimius excessus») con independencia de su conocimiento[48]. Limitar la existencia de acción en derecho a la contratación deliberada al margen del precio justo, o a una gran diferencia involuntaria, no significa el abandono del más riguroso principio normativo. Como santo Tomás recuerda a sus lectores: «Pero la ley divina[49] no deja impune nada que sea contrario a la virtud. De ahí que, según la ley divina, se considere ilícito si en la compraventa no se observa la igualdad de la justicia»[50]. No obstante, incluso en virtud de la ley divina (que representa el principio normativo que informa la exigencia legal de restitución), la imprecisión en determinar el exacto precio justo hace que sea necesaria la restitución sólo si la diferencia es notable[51].

Santo Tomás, al formular una distinción entre los requisitos de la ley humana y la ley divina, condena como inmoral cualquier diferencia notable respecto del precio justo, aunque por razones prácticas y prudenciales la ley humana tolere una injusticia mayor. Una razón para la circunspección de la ley humana tiene su origen en el reconocimiento de que el precio justo puede cambiar a lo largo del tiempo[52] y no siempre puede determinarse con exacta precisión, sino únicamente estimarse. Una estimación comporta un rango definido entre un precio alto y otro bajo. Estas dificultades hacen necesario que únicamente diferencias intencionadas o grandes respecto del precio justo deban corregirse por la ley humana[53]. En consecuencia, por ejemplo, el derecho romano sólo concedía acción legal a quien vendió tierra por menos de la mitad del precio justo[54]. En el período post-romano del derecho católico occidental se produjo en Europa la expansión de esta acción a un rango más amplio de negocios que en el original recurso romano, pero nunca llegó a corregir cualquier desviación respecto del precio justo[55].

De este análisis en dos partes –diferencias intencionadas y grandes respecto del precio justo– de cuándo la ley humana debería corregir precios injustos, se infiere que la ley debería corregir incluso algunas infracciones involuntarias.

Dejando de lado las dificultades para determinar con precisión la común estimación del valor de una cosa, el bien vendido puede tener algún defecto oculto que haga que ese objeto en particular valga menos que la común estimación. Santo Tomás explica que, si el defecto se descubre posteriormente, el vendedor debe reembolsar una parte del precio atribuible al deterioro del valor. Aunque no se sea culpable por haber vendido sin darse cuenta alguna cosa por precio injusto (a causa del defecto latente), una vez se ha descubierto el defecto el vendedor está obligado a compensarlo. Santo Tomás explica: «Pero si el vendedor ignora la existencia de alguno de los antedichos defectos en la cosa vendida, no incurre en pecado; porque sólo materialmente comete una injusticia, pero su acción en sí no es injusta, como en otro lugar hemos visto (c. 59, a. 2). Mas cuando tenga conocimiento de ello está obligado a recompensar al comprador. Todo lo dicho sobre el vendedor debe aplicarse también al comprador. En efecto, a veces ocurre que el vendedor cree que su cosa, en cuanto a su especie, es menos valiosa de lo que realmente es; como si, por ejemplo, alguien vende oro por oropel: el comprador en este caso, si se da cuenta, compra injustamente, y está obligado a la restitución»[56].

Por lo tanto, las obligaciones de la doctrina del precio justo se aplican a los negocios con independencia de la obligación de no mentir ni cometer fraude (por ejemplo, al negar u ocultar un defecto conocido).

Una distinción adicional surge en esta doctrina a causa del reconocimiento de que el precio justo para ciertos bienes puede cambiar a lo largo del tiempo. El resultado fue la doctrina de la venditio sub dubio, la cual rige en situaciones cuando un comprador paga en tiempo diferente de la formación del contrato de compraventa (en términos modernos, una venta a plazo). La venditio sub dubio permitía al vendedor cobrar más que el precio justo en curso si el pago se separaba temporalmente de la entrega y había dudas razonables sobre el precio justo de los bienes en ese tiempo futuro en cuestión[57]. La doctrina afectaba tanto a la prohibición de ventas por precio injusto como a la prohibición de la usura, u obtención de lucro por razón de un préstamo[58]. Deben reunirse dos condiciones para que sea lícito cobrar más que el corriente precio justo. Debe existir una duda real acerca de si el precio justo en curso seguirá siendo tal al tiempo del pago, y el precio acordado no debe exceder claramente de una estimación razonable del futuro precio justo[59]. Un precio claramente por encima del precio justo esperado podría constituir usura encubierta por razón de un préstamo[60]. Muchos entre los que examinaron este asunto reconocieron que, si bien ciertas ventas a plazo por precios más altos podían ser lícitas, el riesgo de elusión de la usura y de la doctrina del precio justo era grande y por lo tanto aconsejaba cautela[61].

La doctrina del precio justo establecía que normativamente nadie debería vender algo por más que la común estimación de su valor de intercambio. Una necesidad particular o un valor de uso propios del comprador en relación con la cosa vendida era un factor ilegítimo en la determinación del precio. Sin embargo, añadir una cantidad para indemnizar al vendedor por los costes de la venta es una justa adición al precio. El exacto precio justo podía variar a lo largo del tiempo y, salvo que fuese fijado por ley, sólo podía establecerse de modo estimado. Esta duda y variabilidad acerca del precio limitaba a grandes diferencias, o estimaciones irrazonables de precios futuros en las ventas a plazo, aquellos casos en que la ley humana corregía errores. No obstante, la ley divina no deja nada sin castigo. A pesar de que la ley civil permita algunos intercambios injustos, la sociedad seguirá sufriendo las consecuencias de transgredir una norma moral. Santo Tomás observaba que los intercambios y el comercio son necesarios para una comunidad, pero la economía que fundamentan únicamente podrá lograr estabilidad a largo plazo si las subyacentes transacciones individuales son justas. Predijo que en una sociedad donde dominasen injustos negocios de intercambio, con el tiempo todos los intercambios cesarían[62].

Parece palmario que la doctrina católica del precio justo está generalmente ausente de nuestro actual discurso económico, no obstante algunos vestigios de sus principios que permanecen en la ley humana[63]. Es casi una experiencia diaria oír a gente que dice: «He hecho un gran negocio» (dando a entender o bien que esa persona ha pagado menos del precio justo, o bien que el precio antes del trato excedía del precio justo y el trato fue meramente un regreso al nivel del precio justo). Me gustaría terminar este artículo considerando una aplicación particular de esa doctrina, en concreto al mercado de la vivienda y particularmente al sector subprime de ese mercado. La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que este segmento de la economía tuvo un papel importante en el colapso financiero de 2008, el cual condujo los mercados financiero e inmobiliario a un estruendoso parón. ¿Algún aspecto del mismo sugiere una muy extendida infracción de la doctrina del precio justo?

 

4. Aplicación al mercado de la vivienda

En una hipoteca inmobiliaria una persona recibe dinero prestado de un banco u otra entidad financiera con objeto de financiar la compra de una vivienda[64]. El prestatario habitualmente reembolsa la cantidad a lo largo del tiempo con arreglo a un calendario de amortización que permite pagos mensuales constantes[65]. El prestatario constituye una hipoteca sobre la propiedad, la cual garantiza el repago del principal más los intereses[66]. Típicamente, el prestamista cobra comisiones al tiempo del otorgamiento del préstamo para cubrir los gastos de esa concesión[67].

El sistema para adquirir una casa en los Estados Unidos de América está enraizado en la idea de endeudarse. A lo largo del siglo XX, vivienda y préstamo se convirtieron en inseparables. En 2005, el 67% de las propiedades residenciales estaban gravadas por un préstamo hipotecario[68]. Por comparación, en 1920 únicamente el 39,7% de los hogares americanos tenían hipotecas[69]. A lo largo del pasado siglo, endeudarse se convirtió en una condición común de la propiedad inmobiliaria.

Las hipotecas subprime se describen generalmente como préstamos a favor de clientes con solvencia o crédito reducido[70]. Por solvencia o crédito reducido se entiende comúnmente una calificación crediticia según Fair Isaac Corporation (FICO) por debajo de 620, una falta de antecedentes crediticios, o un elevado ratio entre la deuda y los ingresos[71]. Muchas hipotecas subprime conceden al prestatario un tipo de interés bajo en el momento del otorgamiento, el cual se mantiene durante los primeros dos o tres años, cuando se convierten a tipo variable, consistente en un margen porcentual por encima de algún tipo de referencia[72]. Tras esa conversión el tipo de interés a cargo del prestatario puede incrementarse tanto como cinco puntos porcentuales[73]. Entre 1994 y 2005, el importe agregado de toda la concesión de hipotecas subprime creció desde 35 hasta 665 mil millones de dólares[74]. En 1994 el mercado de hipotecas subprime representaba menos del 5% de todo el mercado hipotecario[75]. En 2006, en vísperas de la crisis financiera, el mercado de hipotecas subprime representaba el 23% de todo el mercado hipotecario[76].

Las hipotecas subprime se caracterizan también por tipos de interés que son más altos que los tipos de interés prime[77]. Históricamente los tipos de interés subprime a l tiempo de la concesión del préstamo (sin incluir incrementos automáticos durante la vida del mismo) tendían a ser dos puntos porcentuales mayores que los aplicables a hipotecas prime u ordinarias[78]. Desde 1995 a 1998, los tipos de interés subprime originarios estuvieron entre 9% y 10%[79]. Entre 1999 y 2000, los tipos de interés subprime subieron hasta alrededor del 11%[80]. Después de alcanzar la cima en 2000, empezaron a descender, fijándose alrededor del 7,5% en 2004[81]. Además, algunos estudios recientes indican que un porcentaje significativo de prestatarios en el segmento del mercado subprime estaban pagando comisiones e intereses por encima de los ofrecidos por otros prestamistas a deudores con situaciones similares. En un estudio realizado por un colectivo de clientes de Citibank se estableció que, en relación con al menos el 40% de aquellos a quienes se habían aplicado tipos de interés altos, se daban los requisitos para que esas hipotecas subprime hubieran sido préstamos a tipos prime[82]. Una estimación de Freddie Mac y Fannie Mae estableció que entre el 35% y el 50% de los deudores subprime habrían reunido los requisitos para préstamos a tipos más bajos[83]. Y un estudio realizado para el Wall Street Journal demostró que entre 2000 y 2006, el 55% de las hipotecas subprime se concedieron a prestatarios con calificaciones de riesgo que les hacían aptos para hipotecas con costes más bajos[84].

Con objeto de aplicar la doctrina del precio justo a este mercado, debemos considerar la sustancia de tales negocios de hipoteca inmobiliaria. Aunque la cultura estadounidense se ha acostumbrado a considerar como dueño al deudor hipotecario. ¿En qué medida es uno realmente «propietario» de una casa gravada con hipoteca? La propiedad es «el haz de derechos que permiten a uno usar, administrar y gozar de una cosa, incluyendo el derecho de cederla a otros»[85]. Sin embargo, quien ha adquirido un hogar gravado por una hipoteca no posee absolutamente el derecho de hacer estas cosas, sino únicamente dependiendo del repago del préstamo garantizado por la hipoteca. Si se tienen dudas acerca de la restricción de la propiedad, considérese el resultado de intentar ceder la propiedad sin reembolsar la hipoteca. Los derechos del dueño de la casa pueden describirse mejor como propiedad contingente o «propiedad en la cual el título es imperfecto pero tiene la capacidad de convertirse en perfecto al cumplirse alguna condición»[86].

Económicamente, una casa financiada con hipoteca es una venta a plazos de la propiedad por parte del prestamista. En esencia, el banco compra la casa y acuerda entonces revenderla al prestatario a lo largo del tiempo a un precio incrementado (el importe de la hipoteca más los pagos de intereses). Aunque en el sistema actual el prestamista no adquiere legalmente la propiedad y luego la transmite al dueño de la casa, económicamente no hay diferencia con hacerlo así[87]. El prestamista está facultado para forzar la «venta» de la propiedad por el prestatario a un precio predeterminado (variable dependiendo del tiempo exacto en que se realice esa compraventa – o en los términos legalmente aplicables al vencimiento o prepago), con independencia del valor real de la casa al tiempo del reembolso. Si el prestatario impaga sus cuotas al menos las veces requeridas, el prestamista está facultado para utilizar la fuerza del derecho con objeto de suprimir todos los indicios de propiedad del prestatario (esto es, revocar la venta).

Recalificados de este modo tales negocios, el derecho del precio justo y el corolario de la venditio sub dubio pueden utilizarse para evaluar la justicia normativa de sus términos habituales. Primeramente, debe existir una duda genuina acerca de que el precio de la propiedad residencial será más alto al tiempo del repago. En segundo lugar, el precio total (entendiendo por ello el total importe pagado por el prestatario al prestamista, incluyendo comisiones, intereses, costes, etc.) no debe ser tan alto como para exceder claramente de una estimación razonable del valor de la propiedad al tiempo del pago más los costes de realizar el negocio (costes legales y de documentación). Un simple ejemplo ilustrará este análisis. A acuerda comprar una casa a B por 100 mil dólares y consigue de C una hipoteca del 100%, a los tipos y con los plazos de amortización que seguidamente se consignan. En cada caso se cobra una comisión de apertura del 1% y se excluye el reembolso de los costes de transacción, asumiendo que C soporta solo el coste real del dinero, de modo que C no percibe ningún beneficio neto por esos pagos.

Tipo de interés
fijo anual[88]

Años de
amortización

Pagos totales al
prestamista

Porcentaje
equivalente de
incremento de
los pagos totales
sobre el precio
original de la casa

6%

30

216.850 $

116,90%

6%

15

152.890 $

52,90%

10%

30

316.930 $

216,90%

10%

15

194.425 $

94,40%

 

La columna final de la tabla anterior muestra la tasa de incremento del precio justo de la propiedad durante la vida de los pagos por la venta a plazo, que se asume implícita (se da por supuesto que los 100 mil dólares originarios eran el precio justo en el momento inicial). A continuación uno se pregunta si esos porcentajes de incremento del valor de la propiedad inmobiliaria parecen razonables. Esos porcentajes están significativamente por encima del incremento histórico en los precios de las casas. Los precios de las casas en los Estados Unidos aumentaron en un total de sólo el 10% entre 1975 y 1995[89]. Entre 1985 y 2004 los precios de la vivienda se apreciaron anualmente a una más rápida tasa anual del 2,23% (todavía significativamente por debajo de los tipos anuales de las hipotecas), o acumulativamente en torno al 42% para el período completo de 19 años[90]. Con posterioridad a una rápida apreciación adicional, la caída actual de los precios de la vivienda parece que empezó en 2007 con una reducción inicial de los precios del 1,3%[91]. Estos sencillos cálculos sugieren que al menos algunas hipotecas tuvieron precios a un nivel que excedía de una estimación razonable del valor futuro de la casa hipotecada. Más allá de esto, hemos visto que existen pruebas de que la mayor parte de los prestatarios que pagaban tipos subprime, más altos, cumplían los requisitos para tipos prime, más bajos.

Este análisis demuestra la sólida conclusión de que han prevalecido injustos negocios de intercambio en los mercados estadounidenses de la vivienda. Al menos algunas de las causas de la crisis subyacen en un sistema que se ha construido sin el fundamento de los requisitos del precio justo. Por lo tanto, al igual que con tantos otros problemas sociales, la doctrina de la Iglesia tiene las respuestas a por qué ha ocurrido la crisis actual y cómo podemos prevenir otra. Como León XIII comentó a propósito de más antiguos trastornos económicos: «Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cuestión, por cuanto se trata de un problema cuya solución probable sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia»[92].

 

[1] El título en inglés juega con las palabras, de modo intraducible al español. Por un lado, «Es el precio justo», pero a la vez «Es simplemente el precio» o «El precio a secas».

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Ética, libro V, lección IX, núm. 980 («Sin cambio justo no se producirán cambios, los cuales son necesarios para la sociedad»).

[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., II-II, 77, 1, ad 1.

[4] Ibid.

[5] ARISTÓTELES, Ética, libro V, 1133a5-14; SANTO TOMÁS, Comentario a la Ética, libro V, lección VIII, 975.

[6] S. th., II-II, 77, 1 («Mas lo que se ha establecido para utilidad común no debe redundar más en perjuicio de uno que del otro otorgante»).

[7] S. th., II-II, 61, 1 («Ahora bien: cualquier parte puede ser considerada en una doble relación; una, en la de parte a parte, a la que corresponde el orden de una persona privada, y este orden lo dirige la justicia conmutativa, que consiste en los cambios que mutuamente tienen lugar entre dos personas») y 2 («Pero en los cambios se da algo a una persona particular en razón de la cosa de dicha persona que se ha recibido, como, sobre todo, se manifiesta en la compraventa, en la que se halla primeramente la noción de cambio. Por eso es preciso igualar cosa a cosa, de modo que cuanto éste tenga más de lo suyo, otro tanto restituirá a aquel a quien pertenece»).

[8] Entre los ejemplos de conmutaciones involuntarias enumerados por Aristóteles están el hurto, el adulterio y el robo. Ética, libro V, 1131a5-9.

[9] Ibid., V, 1131b27-32 («En las conmutaciones la cosa justa es una igual – y la cosa injusta una desigual»).

[10] Ibid., V, 1132b31-33.

[11] Esta necesidad explica el nacimiento del dinero. Habida cuenta de que un constructor de casas probablemente no querría recibir la cantidad de zapatos proporcional al valor de una casa, se inventó el dinero para facilitar tales intercambios. En lugar de intercambiar un gran número de zapatos, el zapatero puede vender muchos pares de zapatos a personas diferentes a cambio de un medio estándar de intercambio, o dinero, y entonces intercambiar con el constructor la cantidad de dinero igual a una casa.

[12] Ibid., V, 1130b30-33, 1131a15-29.

[13] Ibid., V, 1131a24-29.

[14] Aristóteles reconoce que sociedades diferentes pueden elegir principios diferentes de distribución, al adoptar diferentes entendimientos del mérito (tales como la nobleza del nacimiento o grados de libertad o virtud). Ibid.

[15] Véase James GORDLEY, «Equality in Exchange», California Law Review, núm. 69 (1981), pág. 1591.

[16] Véase Ética, V, 1132a19-25. Este modo de presentar una conmutación injusta ante un juez para que la corrija claramente indica su aplicación a negocios voluntarios de intercambio. Aristóteles escribe que «cuando los hombres tienen dudas, recurren a un juez». Un intercambio involuntario, como un hurto, no implicaría que las partes tuviesen dudas acerca de la igualdad de sus acciones, y Aristóteles debía tener en mente el contexto de un cambio voluntario como es la compraventa.

[17] Diana WOOD, Medieval economic thought, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, págs. 71, pág. 111; ver también ARISTÓTELES, Política, libro I, 1256a y b y 1257a y b.

[18] Véase Ética, V, 1133a 21-25 («si no se observa esta [igualdad recíproca], no habrá ni intercambio ni asociación»); ver también Comentario a la Ética, V, lección IX, 980.

[19] JUSTINIANO, Digesto, 19, 2, 22 par. 3. Ver también 4, 4, 16 par. 4 («Está naturalmente permitido a las partes explotar cada una a la contraria en el precio al comprar y vender»).

[20] JUSTINIANO, Codex, 4.44.8.

[21] Digesto, 50.17.206 («iure naturae aequum est neminem cum alterius detrimento et injuria fieri locupletiorem»).

[22] Codex, 4.44.2 y 4.44.8.

[23] Ibid.

[24] Digesto, 4, 4, 16 par. 4 («está naturalmente permitido a las partes explotar cada una a la contraria en el precio al comprar y vender»).

[25]Tesalonicenses 4, 2-3 y 6 (versión española de Straubinger). Los versículos intermedios que se omiten se refieren a preceptos contra los pecados de la carne.

[26] Véase Ética, V, 1133a19 – 1133a25.

[27] Véase Ibid. 1133a19 – 1133b29.

[28] Véase Fortescue, De natura legis naturae, citado en Ewart LEWIS, Medieval political ideas, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1954, pág. 135 (al debatir el origen de la propiedad privada, comentando Génesis, 3, 17-19, Fortescue explica que la inversión en trabajo –con el sudor de la frente– es un medio justo y lícito para adquirir riqueza).

[29] S. th., II-II, 77, 1

[30] Ibid.

[31] Ibid.

[32] Véase Heinrich PESCH, S.J., Ethics and the national economy, traducción al inglés por Rupert Ederer, Norfolk, HIS Press, 2003, pág. 81.

[33] Santo Tomás ciertamente advierte que el que obtiene gran provecho de un objeto que ha sido adquirido de otro puede, por gratitud, regalar algo al vendedor. Pero un regalo libremente hecho es cosa diferente de un término del negocio exigible por el vendedor. S. th., II-II, 77, 1.

[34] Véase por ejemplo Thomas WOODS, The Church and the market, Landham, Lexington Books, 2005, págs. 46-47.

[35] H. PESCH, Ethics and the national economy, pág. 82.

[36] Ibid.

[37] S. th., II-II, 77, 1.

[38] Ibid.

[39] Comentario a la Ética, V, lección IX, 981.

[40] Véase John T. NOONAN, Jr., The scholastic analysis of usury, Cambridge, Harvard University Press, 1957, pág. 85.

[41] H. PESCH, Ethics and the national economy, pág. 80.

[42] Véase S. th., II-II, 77, 1 («Pero si el comprador obtiene gran provecho de la cosa que ha recibido de otro, y éste, que vende, no sufre daño al desprenderse de ella, no debe ser vendida en más de lo que vale, porque, en este caso, la utilidad que crece para el comprador, no proviene del vendedor, sino de la propia condición del comprador»). Ver también Digesto, 35.2.63 («Pretia rerum non ex affectu nec utilitate singulorum, sed communiter funguntur» – «Los precios de las cosas no derivan del deseo ni de la utilidad singulares, sino comúnmente»); ibid., 9.2.33 (donde se afirma el mismo concepto).

[43] H. PESCH, Ethics and the national economy, pág. 83.

[44] Véase John W. BALDWIN, «The medieval theories of the just price», Transactions of the American Philosophical Society (Filadelfia), núm. 49 (1959), pág. 33. Ver también Medieval economic thought, pág. 143.

[45] Véase «The medieval theories of the just price», págs. 57-58.

[46] S. th., II-II, 77, 1.

[47] Ibid. Santo Tomás utiliza la palabra engaño (fraus), un término que requiere actuar a sabiendas. Véase también HUGUCCIO, Summa Decretorum, causa X, q. 2, c. 2 hoc ius, citado en «The medieval theories of the just price», pág. 56 nota 118 («credo tamen nec ecclesiam nec aliquem hominem ex scientia certa debere plus accipere quam res valeat, presertim si plus offertur per licitationem». «Creo, sin embargo, que ni una iglesia ni ningún hombre, con conocimiento cierto, debe aceptar más de lo que vale una cosa, especialmente si se ofrece más en la oferta» (la cursiva de la traducción es nuestra).

[48] S. th., II-II, 77, 1, ad 1 («Con arreglo a esto, [la ley humana] tiene por lícito, al no imponer por ello un castigo, que el vendedor, sin incurrir en fraude, venda una cosa en más de lo que vale o que el comprador la adquiera por menos de su valor, a no ser que la diferencia resulte excesiva»).

[49] Una de las finalidades de la ley divina es dar a conocer más claramente primeros principios morales para la acción contenidos en la ley natural. Ver Brian M. MCCALL, «Consulting the architect when problems arise: the divine law», Georgetown Journal of Law and Public Policy (Washington), vol. 9 (2011), pág. 103.

[50] S. th., II-II, q. 77, 1, 1 («Pero la ley divina no deja impune nada que sea contrario a la virtud. De ahí que, según la ley divina, se considere ilícito si en la compraventa no se observa la igualdad de la justicia»).

[51] Véase ibid. «Y queda obligado el que recibió más a resarcir al que ha sido perjudicado si el perjuicio fuera notable (notabile damnum). Añado esto porque el justo precio de las cosas a veces no está exactamente determinado (punctaliter determinatum), sino que más bien se fija por cierta estimación aproximada, de suerte que un ligero aumento o disminución del mismo no parece destruir la igualdad de la justicia».

[52] Digesto, 35.2.63.2. «A veces el lugar o el tiempo producen una variación (varietatem) en valor; el aceite no será igualmente valorado en Roma y en España ni será igualmente estimado (aestimabitur) en periodos de prolongada escasez que cuando abunda […]». Ver también S. th., II-II, 77, 3, ad 4.

[53] Para una discusión de por qué la ley humana debe conformarse con la ley divina, pero no siempre debe imponer estrictamente los principios de la justicia en todos los casos, véase S. th., I-II, 96, 2 («Ahora bien, la ley humana está hecha para la masa, en la que la mayor parte son hombres imperfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes»).

[54] Codex, 4.44.2 y 4.44.8.

[55] Véase «The medieval theories of the just price», págs. 22-27.

[56] S. th., II-II, q. 77, art. 2 (la cursiva es nuestra).

[57] GREGORIO IX, Naviganti («También el que da diez sueldos, para que a su tiempo se le den otras tantas medidas de grano, vino y aceite, que, aunque entonces valgan más, como razonablemente se duda si valdrán más o menos en el momento de la paga, no debe por eso ser reputado usurero. Por razón de esta duda se excusa también el que vende paños, grano, vino, aceite u otras mercancías para recibir en cierto término más de lo que entonces valen, si es que en el término del contrato no las hubiera vendido»); INOCENCIO IV, Commentaria apparatus quinque libros decretalium, título XIX, capítulo V «In Civitate».

[58] Ver Brian M. MCCALL, «Unprofitable lending: modern credit regulation and the lost theory of usury», en Cardozo Law Review (Nueva York), vol. 30 (2008), pág. 549 (donde se explica en términos generales la historia de la prohibición de la usura).

[59] Véase INOCENCIO IV, Commentaria apparatus quinque libros decretalium, título XIX, capítulo V «In Civitate».

[60] Ver ibid.

[61] Raymond DE ROOVER, San Bernardino of Siena and Sant´Antonino of Florence: the two great thinkers of the Middle Ages, Boston, Baker Library, 1967, págs. 29-30.

[62] Comentario a la Ética, libro V, lección IX, núm. 980.

[63] Véase James L. GORDLEY, «Equality in exchange», California Law Review (Berkeley), vol. 69 (1981), págs. 1645-56 (donde advierte que, no obstante cambios legales que a lo largo de los siglos han restringido la aplicación de la doctrina del precio justo, «en Francia, Alemania y los Estados Unidos, en ese caso, los tribunales han otorgado amparo cuando un contrato era desequilibrado»).

[64] Véase Joseph R. BAGBY, Real estate financial desk, Englewood Cliffs, Institute for Business Planning, 1975, pág. 24.

[65] Ver ibid., pág. 28.

[66] Ver ibid., pág. 31.

[67] Ver ibid., pág. 24.

[68] U.S. CENSUS BUREAU, American Housing Survey for the United States: 2005, 2006, pág. 156 tbl.3-15, disponible en http://www.census.gov/ prod/2006pubs/h150-05.pdf.

[69] BUREAU OF THE CENSUS, DEPARTAMENT OF COMMERCE, Mortgages on homes, 1923, pág. 41 tbl. 6, disponible en http://www2.census.gov/prod2/ decennial/documents/00551139no2ch2.pdf.

[70] Véase Frederick T. FURLONG & John KRAINER, The subprime mortgage market: national and twelfth district developments, Federal Reserve Bank of San Francisco 2008, pág. 6, disponible en http://www.frbsf.org/publications/federalreserve/annual/2007/2007annualreport.pdf.

[71] Edward J. KIRK, The «subprime mortgage crisis»: an overview of the crisis and potential exposure, RLI Executive Products Group, septiembre de 2007, pág. 1, http://www.rliepg.com/articles/Subprime-Mortgage-Crisis. pdf.

[72] Sheila C. BAIR, Op-Ed., «Fixed rates to save loans», en New York Times, 19 de octubre de 2007, pág. A25.

[73] Ver ibid.

[74] Ellen SCHLOEMER et al., Losing ground: foreclosures in the subprime market and their cost to homeowners, Center for Responsible Lending, 2006, pág. 7, disponible en http://www.responsiblelending.org/pdfs/FC-paper-12-19-new-cover-1.pdf.

[75] Ver ibid. & fig. 1.

[76] Ver ibid.

[77] Véase Souphala CHOMSISENGPHET & Anthony PENNINGTON-CROSS, «The evolution of the subprime mortgage market», en Federal Reserve Bank St. Louis Review, vol. 88 (2006), págs. 31, 33 fig. 1, disponible en http://research.stlouisfed.org/publications/review/06/01/JanFeb2006Review.pdf.

[78] Ver ibid.

[79] Ver ibid.

[80] Ver ibid.

[81] Ver ibid.

[82] Véase Lew SICHELMAN, «Community group claims citifinancial still predatory», en Origination News, enero 2002, pág. 25.

[83] Véase Lauren E. WILLIS, «Decisionmaking and the limits of disclosure: the problem of predatory lending price», Maryland Law Review (Baltimore), vol. 65 (2006), págs. 707, 730 nota 73.

[84] Rick BROOKS & Ruth SIMON, «Subprime debacle traps even very credit-worthy», en Wall Street Journal, 3 de diciembre de 2007, pág. A1.

[85] Black´s Law Dictionary (8.ª edición, 2004).

[86] Ibid., voz «Propiedad».

[87] Semejante recalificación de la naturaleza jurídica de una hipoteca en su realidad económica es similar a la recalificación de ciertos negocios, que por su forma parecen arrendamientos, en compraventas garantizadas. Ver Uniform Commercial Code par. 1-203 y par. 9-109(a)(1).

[88] Se han elegido estos dos tipos a efectos ilustrativos. No representan los tipos más altos aplicados para préstamos subprime en el pico más elevado.

[89] Charles HIMMELBERG, Christopher MAYER & Todd SINAI, «Assessing high house price: bubbles, fundamentals, and misperceptions», en Journal of Economic Perspectives (Pittsburgh), vol. 19 (2005), pág. 67 nota 4.

[90] Ver ibid.

[91] Hud USER, «U.S. housing market conditions», mayo de 2008, disponible en Hud USER, «U.S. housing market conditions», mayo de 2008, disponible en http://www.huduser.org/periodicals/ushmc/spring08/USHMC_Q108.pdf.

[92] LEÓN XIII, encíclica Rerum novarum, núm. 12.